CAPÍTULO VI
LA ANTIDIALÉCTICA DE LA MUERTE Y DE LA RESURRECCIÓN

Lo hemos dicho: el acontecimiento es que Jesús, Cristo, ha muerto en la cruz y resucitado. ¿Cuál es la función de la muerte en este asunto? ¿Es el pensamiento de Pablo, en definitiva, como lo piensa Nietzsche, un paradigma mortífero, un continuo acontecimiento [événementialisation] del odio a la vida?

O incluso: ¿es dialéctica la concepción paulina del acontecimiento? ¿Es siempre el camino de la afirmación el trabajo de lo negativo, de suerte que «es la vida la que sostiene la muerte y se mantiene en ella que es la vida del espíritu»? Sabemos todo lo que el montaje hegeliano le debe al cristianismo, y cómo la filosofía dialéctica incorpora el tema de un calvario de lo Absoluto. Entonces la resurrección no es sino negación de la negación, la muerte es el tiempo decisivo de la salida-de-sí de lo Infinito, y hay una función intrínsecamente redentora del sufrimiento y del martirio. Lo que, hay que reconocerlo, corresponde a una imaginería cristiana omnipresente desde hace siglos.

Si el motivo de la resurrección es tomado en el montaje dialéctico, es necesario reconocer que el acontecimiento, como donación en demasía y gracia incalculable, se disuelve en un protocolo racional de autofundamentación y de despliegue necesario. Es cierto que la filosofía hegeliana, que es el linde racional del romanticismo alemán, opera una captura del acontecimiento-Cristo. La gracia se convierte ahí en un momento del autodesarrollo de lo Absoluto, y ahí el material de la muerte y de la gracia es exigible para que la espiritualidad, exteriorizándose en la finitud, vuelve a entrar en sí misma en la intensidad experimentada de la consciencia de sí.

Yo sostendría que la posición de Pablo es antidialéctica, y que la muerte no es en ella, de ninguna manera, el ejercicio obligado de la fuerza inmanente de lo negativo. La gracia, desde ese momento, no es un «momento» de lo Absoluto. Es afirmación sin negación preliminar, es lo que nos sucede en cesura de la ley. Es puro y simple encuentro.

Esta des-dialectización del acontecimiento-Cristo autoriza a que se extraiga del núcleo mitológico una concepción formal enteramente laicizada de la gracia. Todo reside en saber si una existencia cualquiera encuentra, rompiendo con la ordinaria crueldad del tiempo, la oportunidad material de servir a una verdad, y de convertirse así, en la división subjetiva, más allá de las obligaciones de supervivencia del animal humano, en un inmortal.

Si Pablo nos ayuda a captar el vínculo entre la gracia del acontecimiento y la universalidad de lo Verdadero, es para que podamos arrancar el léxico de la gracia y del encuentro de su encierro religioso. Que el materialismo haya sido siempre la ideología de una determinación de lo subjetivo por lo objetivo, lo ha descalificado filosóficamente. O planteemos que tenemos que fundar un materialismo de la gracia por la idea, simple y fuerte, que toda existencia puede un día estar transida por lo que le sucede, y entonces entregarse a lo que vale para todos, o, como lo dice espléndidamente Pablo, a «adaptarme lo más posible a todos» —τοῖς πᾶσιν γέγονα πάντα (Cor. I, 9, 22).

Sí, nos beneficiamos de algunas gracias, para las que no hay necesidad de imaginar un Todo-Poderoso.

Para el mismo Pablo, que ciertamente mantiene y exalta la maquinaria transcendente, el acontecimiento no es la muerte, es la resurrección.

Demos, sobre este punto delicado, algunas indicaciones.

El sufrimiento no desempeña ningún papel en la apologética de Pablo, ni siquiera en el caso de la muerte de Cristo. El carácter débil y abyecto de esta muerte le interesa, cierto, en la medida en que el tesoro del acontecimiento, hemos dicho por qué, debe residir en una vasija de barro. Pero que la fuerza de una verdad sea inmanente a lo que, para los discursos establecidos, es debilidad o locura, no quiere decir nunca para Pablo que haya una función intrínsecamente redentora en el sufrimiento. La repartición del sufrimiento es inevitable, tal es la ley del mundo. Pero la esperanza, garantizada por el acontecimiento y el sujeto que ahí se anuda, distribuye el consuelo como única realidad de este sufrimiento, aquí y ahora: «Si tenemos que sufrir es para que vosotros recibáis consuelo y salvación; si somos consolados es para que también vosotros recibáis consuelo y soportéis los mismos sufrimientos que nosotros padecemos» (Cor. II, 1, 6). En verdad, la gloria ligada al pensamiento de las «cosas invisibles» es inconmensurable con los sufrimientos inevitables inflingidos por el mundo ordinario: «Porque momentáneas y ligeras son las tribulaciones que, a cambio, nos preparan un caudal eterno e inconmensurable de gloria» (Cor. II, 4, 17).

Cuando Pablo habla de sus propios sufrimientos, es en una lógica estrictamente militante. Se trata de convencer a grupos disidentes o tentados por el adversario de que él, Pablo, es exactamente el hombre de acción expuesto y desinteresado que pretende ser. Es especialmente el caso en la segunda epístola a los Corintios, muy marcada por la inquietud política, y donde Pablo alterna las adulaciones y las amenazas («Os ruego que no me obliguéis a mostrarme severo cuando esté entre vosotros y a actuar con la energía de que soy capaz», 10, 2). Es entonces cuando, cogida en la táctica del alegato y de la rivalidad, viene la gran descripción de las miserias del dirigente nómada:

Los aventajo en fatigas, en prisiones, no digamos en palizas y en las muchas veces que he estado en peligro de muerte. Cinco veces he recibido de los judíos los treinta y nueve golpes de rigor, tres veces he sido azotado con varas, una vez apedreado, tres veces he naufragado; he pasado un día y una noche a la deriva en alta mar. Los viajes han sido incontables; con peligros al calzar los ríos, peligros provenientes de salteadores, de mis propios compatriotas, de paganos; peligros en la ciudad, en despoblado, en el mar; peligros por parte de falsos hermanos. Trabajo y fatiga, a menudo noches sin dormir, hambre y sed, muchos días sin comer, frío y desnudez [Cor. II, 11, 23 ss.].

Pero la conclusión de este trozo biográfico, completamente destinado a confundir a aquellos que «al medirse con su propia medida y compararse consigo mismos, demuestran que son necios» (ibíd., 10, 12), no se orienta hacia ningún significado salvador de las tribulaciones del apóstol. Se trata una vez más de la vasija de barro, del alcance postacontecimiento de la debilidad, de la destitución de los criterios mundanos de la gloria: «Aunque, si es preciso presumir, presumiré de mis flaquezas» (ibíd., 11, 30).

Propongamos la fórmula: en Pablo hay ciertamente la cruz, pero no hay el camino de la cruz. Hay el calvario, pero no la subida al calvario. Enérgica y acuciante, la predicación de Pablo no incluye ninguna propaganda masoquista para las virtudes del sufrimiento, ningún pathos de la corona de espinas, de la flagelación, de la sangre que chorrea, o de la esponja empapa de hiel.

Vayamos ahora a la cruz.

Para Pablo, la muerte no podría ser la operación de la salvación. Pues está del lado de la carne y de la ley. Es, lo hemos visto, configuración de lo real por la vía subjetiva de la carne. No tiene ni puede tener ninguna función sagrada, ninguna asignación espiritual.

Para comprender su función, es necesario una vez más olvidar todo el dispositivo platónico del alma y del cuerpo, de la supervivencia del alma, o de su inmortalidad. El pensamiento de Pablo ignora estos parámetros. La muerte de la que nos habla Pablo, la de Cristo como la nuestra, no tiene nada de biológico, no más, por otra parte, que la vida. Muerte y vida son pensamientos, dimensiones entrelazadas del sujeto global, donde «cuerpo» y «alma» son indiscernibles (es por esto, además, que la resurrección, para Pablo, es forzosamente resurrección de los cuerpos, es decir, resurrección del sujeto dividido por entero). Captada como pensamiento, como vía subjetiva, como manera de ser en el mundo, la muerte es esta parte del sujeto dividido que tiene ahora y siempre que decir «no» a la carne, y se mantiene en el devenir precario del «sino» del espíritu.

La muerte, que es el pensamiento de (= según) la carne no podría ser constitutiva del acontecimiento-Cristo. La muerte es, además, un fenómeno adánico. Propiamente fue inventada por Adán, el primer hombre. Cor. I, 15, 21 es sobre este punto de una perfecta claridad: «Porque lo mismo que por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la resurrección de los muertos. Y como por su unión con Adán todos los hombres mueren, así también por su unión con Cristo, todos retornarán a la vida». La muerte es tan antigua como la elección por el primer hombre de una libertad rebelde. Lo que hace acontecimiento en Cristo es exclusivamente la resurrección, esa ἀνάστασις νεκρῶν, que se debería traducir por levantamiento de los muertos, su alzamiento, que es alzamiento de la vida.

¿Por qué entonces debe morir Cristo, y con qué fines desarrolla Pablo el símbolo de la cruz?

En el texto anterior hay que tener cuidado con que la sola resurrección de un hombre puede, de alguna manera, acordarse, o situarse en el mismo plano, que la invención, por un hombre, de la muerte. Cristo inventa la vida, mas no puede hacerlo sino en tanto que es, como el inventor de la muerte, un hombre, un pensamiento, una existencia. En el fondo, Adán y Jesús, el primer Adán y el segundo Adán, encarnan en la escala del destino de la humanidad la trenza subjetiva que compone, como división constituyente, cualquier sujeto singular. Cristo muere simplemente para testificar que es un hombre quien, capaz de inventar la muerte, lo es también de inventar la vida. O: Cristo muere para que, cogido también él en la invención humana de la muerte, manifieste que es desde ese punto mismo (de aquello que la humanidad es capaz) que inventa la vida.

En resumidas cuentas, la muerte no está requerida sino porque con Cristo la intervención divina debe en su principio mismo igualarse estrictamente con la humanidad del hombre, y así pues con el pensamiento que le domina, y que tiene nombre, como sujeto, «carne», y como objeto, «muerte». Cuando Cristo muere, nosotros, los hombres, cesamos de estar separados de Dios, puesto que con el envío de su Hijo, filializándose, entra en lo más íntimo de nuestra composición pensante.

Tal es la única necesidad de la muerte de Cristo: es el medio de una igualdad con Dios mismo. Por este pensamiento de la carne, cuya realidad es la muerte, nos es dispensado por gracia el hecho de estar en el mismo elemento que Dios mismo. La muerte nombra aquí una renuncia a la transcendencia. Digamos que la muerte de Cristo es el montaje de una inmanentización del espíritu.

Pablo tiene perfectamente consciencia de que el mantenimiento de una transcendencia radical del Padre no permite ni el acontecimiento, ni la ruptura con el orden legal. Pues sólo puede ocupar el abismo que nos separa de Dios la inmovilidad mortífera de la Ley, ese «instrumento de muerte que fue la ley grabada letra a letra sobre piedras» (Cor. II, 3, 7).

En Rom. 64, ss., Pablo establece que una doctrina de lo real como acontecimiento tiene condiciones de inmanencia, y que sólo podemos componer con la muerte en tanto que Dios compone con ella. Por lo cual la operación de la muerte construye la localización de nuestra igualdad divina en la humanidad misma.

En electo, por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo quedando vinculados a su muerte, para que así como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del padre, así también nosotros llevemos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección. Sabed que nuestra antigua condición pecadora quedó clavada en la cruz con Cristo, para que, una vez destruido este cuerpo marcado por el pecado, no sirvamos ya más al pecado; porque cuando uno muere, queda libre del pecado.

Por tanto, si hemos muerto con Cristo, confiemos en que también viviremos con él. Sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, no vuelve a morir.

El texto es formal; la muerte como tal no tiene ningún valor en la operación de la salvación. Opera como condición de inmanencia. Nos conformamos a Cristo en la medida en que él se conforma a nosotros. La cruz (hemos sido crucificados con Cristo) es el símbolo de esta identidad. Y esta conformidad es posible porque la muerte no es un hecho biológico, sino un pensamiento de la carne, uno de cuyos nombres, muy complejo, y sobre el cual volveremos, es «pecado». Pablo llama a esta inmanentización una «reconciliación» (καταλλαγή): «Porque si siendo enemigos Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, nos salvará para hacernos partícipes de su vida» (Rom. 5, 10).

Es fundamental no confundir καταλλαγή, la reconciliación, que es la operación de la muerte, y σωτηρία, la salvación, que es la operación del acontecimiento de la resurrección. La primera inmanentiza las condiciones de la segunda, sin hacerla por esto necesaria. Por la muerte de Cristo, Dios renuncia a su separación transcendente, se insepara por filialización, y comparte una dimensión constitutiva del sujeto humano dividido. Obrando así, crea, no el acontecimiento, sino lo que yo llamo su localización. La localización del acontecimiento es ese dato inmanente a una situación que entra en la composición del acontecimiento mismo, y hace que esté destinado a esa situación singular, y no a otra. La muerte es construcción de la localización del acontecimiento porque hace que la resurrección (que no se infiere de ella de ninguna manera) habrá sido destinada a los hombres, a su situación subjetiva. La reconciliación es dato de la localización, indicación virtual y por sí misma inactiva de que la resurrección de Cristo es invención de una nueva vida por el hombre. Sólo la resurrección es dato del acontecimiento, que moviliza la localización, y cuya operación es la salvación.

En definitiva, comprender la relación entre καταλλαγή y acorrí pía, que también es la relación entre muerte y vida, es comprender que para Pablo hay una completa disyunción entre la muerte de Cristo y su resurrección. Porque la muerte es una operación en la situación, una operación que inmanentiza la localización del acontecimiento, mientras que la resurrección es el acontecimiento mismo. De allí que el argumento de Pablo sea extraño a toda dialéctica. La resurrección no es ni un relevo, ni una superación de la muerte. Son dos funciones distintas, cuya articulación no contiene ninguna necesidad. Porque de que exista una localización del acontecimiento no se deduce jamás el surgimiento del acontecimiento. Ese surgir, si exige condiciones de inmanencia, no es por ello menos del orden de la gracia.

Es por esto que Nietzsche se confunde completamente cuando hace de Pablo el sacerdote tipo, la fuerza ordenada al odio de la vida. Conocemos la diatriba:

[…] entonces apareció Pablo… Pablo, el odio hecho carne, hecho genio, del chandala a Roma, a «el mundo», el judío, el judío eterno par excellence… […] Ése fue su instante de Damasco: comprendió que tenía necesidad de la fe en la inmortalidad para desvalorar «el mundo», que el concepto «infierno» se haría dueño de Roma —que con el «más allá» se mata la vida… Nihilista y cristiano: estas palabras riman, y no sólo riman [El Anticristo, 58].

Nada en este texto está en su lugar. Bastante hemos dicho ya para comprender que la «fe en la inmortalidad» no es la precupación de Pablo, que más bien quiere el triunfo de la afirmación sobre la negación, de la vida sobre la muerte, del hombre nuevo (¿del superhombre?) sobre el hombre viejo; que el odio contra Roma es una invención de Nietzsche, tratándose de un hombre particularmente orgulloso de ser ciudadano romano; que el «mundo» del cual declara que ha sido crucificado con Jesús es el cosmos griego, la buena totalidad que distribuye lugares, y ordena al pensamiento que consienta a esos lugares; y que se trata, pues, de abrirse a los derechos vitales de lo infinito y del acontecimiento intotalizable; que en la predicación de Pablo no se hace ninguna mención al infierno, y que es una característica de su estilo no recurrir jamás al miedo, y siempre al coraje; y finalmente que «matar la vida» no es la voluntad de quien pide una especie de alegría salvaje: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?». Matar a la muerte resumiría mejor el programa de Pablo…

Aquel que reclamaba la afirmación dionisiaca, que, como Pablo, pensaba romper en dos la historia del mundo, y sustituir por todas partes el «no» del nihilismo por el «sí» de la vida, habría estado más inspirado citando este pasaje:

Como tampoco Jesucristo, el Hijo de Dios a quien os hemos anunciado Silvano, Timoteo y yo, ha sido un sí y un no; en él todo ha sido sí.

Eso es Pablo, y no el culto de la muerte: la fundación de un «sí» universal.

Y de la misma manera, aquel que deseaba que más allá del bien y del mal, más allá de los ritos y de los sacerdotes, se realice el hombre nuevo, la superhumanidad de la que la humanidad es capaz, habría podido hacer comparecer a Pablo en su favor, ese Pablo que declara, en un tono muy nietzscheano: «Pues lo que importa no es el estar circuncidado o no estarlo, sino el ser una nueva criatura» (Gal. 6, 15).

Más que oponerse a Pablo, Nietzsche rivaliza con él. El mismo deseo de abrir otra época de la historia de la humanidad, la misma convicción de que el hombre puede y debe ser superado, la misma certeza de que hay que terminar con la culpabilidad y la ley. ¿No es el hermano de Nietzsche ese Pablo que proclama: «si lo que es instrumento de condenación estuvo rodeado de gloria, mucho más lo estará lo que es instrumento de salvación» (Cor. 3. 9)? La misma mezcla, a veces brutal, de vehemencia y de santa suavidad. La misma susceptibilidad. La misma seguridad en cuanto a una elección personal. Al Pablo que se sabe «destinado a proclamar el evangelio» (Rom. 1, 1) responde el Nietzsche que expone las razones por las cuales él es «un destino». Y finalmente la misma universalidad de dirección, la misma errancia planetaria. Nietzsche, para fundar la gran política (e incluso, dice, la «muy grande»), interroga los recursos de todos los pueblos, se declara polaco, quiere aliarse con los Judíos, escribe a Bismarck… Y Pablo, para no ser prisionero de ningún grupo local, de ninguna secta provincial, viaja idealmente por todo el Imperio, y se opone a los que quieren fijarlo: «me debo por igual a civilizados y a no civilizados, a sabios y a ignorantes» (Rom. 1, 14).

Es porque tanto uno como otro han llevado la antifilosofía hasta el punto donde ya no se trata de una «crítica», incluso radical, de las pequeñeces y de los antojos del sabio o del metafísico. Se trata de un asunto mucho más serio: hacer llegar en acontecimiento la afirmación integral de la vida contra el reino de lo negativo y de la muerte. Ser quien, Pablo o Zaratustra, anticipa sin flaquear el momento en que «la muerte ha sido vencida» (Cor. I, 15, 54).

Si desde este punto de vista está próximo de Nietzsche, Pablo no es evidentemente el dialéctico que a veces se supone. No se trata de negar la muerte conservándola, se trata de engullirla, de aboliría. Y Pablo tampoco es, como el primer Heidegger, un doctrinario del ser-para-la-muerte y de la finitud. En el sujeto dividido, la parte del ser-para-la-muerte es la que dice todavía «no», la que no quiere dejarse llevar por el «sino» excepcional de la gracia, del acontecimiento, de la vida.

En definitiva, para Pablo, el acontecimiento-Cristo no es sino resurrección. Erradica la negatividad, y si la muerte está requerida, lo hemos dicho, para la construcción de su localización, aún queda una operación afirmativa irreductible a la muerte misma.

Cristo ha sido sacado «ἐκ νεκρῶν», fuera de los muertos. Esta extracción fuera del emplazamiento mortal establece un punto donde la muerte pierde poder. Extracción, sustracción, pero no negación:

Por tanto, si hemos muerto con Cristo, confiemos en que también viviremos con él. Sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, no vuelve a morir, la muerte no tiene ya dominio sobre él [Rom. 6, 9].

La muerte, como localización humana del Hijo, puesta a prueba del acontecimiento de la resurrección, sólo es un impoder. La resurrección surge fuera del poder de la muerte, y no por su negación.

Se podría decir: el acontecimiento-Cristo, que haya habido ese hijo fuera del poder de la muerte, identifica retroactivamente la muerte como una vía, una dimensión del sujeto, y no como un estado de cosas. La muerte no es un destino, sino una elección, como nos lo muestra que, sustrayendo la muerte, nos pueda ser propuesta la elección de la vida. Y por consiguiente no hay, en todo rigor, ser-para-la-muerte, no hay más que una vía-de-la-muerte, que entra en la composición dividida de todo sujeto.

Si la resurrección es sustracción afirmativa a la vía de la muerte, se trata de comprender por qué este acontecimiento, radicalmente singular, funda a los ojos de Pablo un universalismo. ¿Qué es lo que, en esta resurrección, en este «fuera de los muertos», tiene fuerza para suprimir las diferencias? ¿Por qué, por el hecho de que un hombre haya resucitado, se sigue que no hay ni griego ni judío, ni macho ni hembra, ni esclavo ni hombre libre?

El resucitado es el que nos filializa y se incluye en la dimensión genérica del hijo. Es esencial recordar que para Pablo, Cristo no es idéntico a Dios, que ninguna teología trinitaria o sustancialista sostiene la predicación. Completamente fiel al acontecimiento puro, Pablo se contenta con la metáfora del «envío del hijo». Y por consiguiente, para Pablo, no es lo infinito lo que ha muerto en la cruz. Cierto, la construcción de la localización del acontecimiento exige que el hijo que nos fue enviado, anulando el abismo de la transcendencia, sea inmanente a la vía de la carne, a la muerte, a todas las dimensiones del sujeto humano. No se deduce de ninguna manera que Cristo sea un Dios encamado, o que sea necesario pensarlo como hacer-finito de lo infinito. El pensamiento de Pablo disuelve la encarnación en la resurrección.

No obstante, aunque la resurrección no sea el «calvario de lo absoluto», aunque no active ninguna dialéctica de la encarnación del espíritu, es verdad que suprime las diferencias en provecho de una universalidad radical, y que el acontecimiento se dirige a todos sin excepción, o divide definitivamente a todo sujeto. Esto es exactamente lo que constituye, en el mundo romano, una invención fulminante. Y sólo se aclara escrutando los nombres de la muerte y los nombres de la vida. Ahora bien, el primero de los nombres de la muerte es: Ley.