CAPÍTULO IV
TEORÍA DE LOS DISCURSOS

Cuando Pablo es designado por la conferencia de Jerusalén como apóstol de los ἔθνοι (que se traduce con bastante inexactitud por «naciones»), se podría creer que su predicación se refiere a un múltiplo de pueblos y de costumbres absolutamente abierto, de hecho, a todos los subconjuntos humanos del Imperio, los cuales son extremadamente numerosos. Ahora bien, de manera constante, Pablo sólo menciona explícitamente a dos entidades: los judíos y los griegos, como si esta representación metonímica bastara, o como si, con esos dos referentes, se hubiera agotado, en relación con la revelación cristiana y su destinación universal, el múltiplo de los ἔθνοι. ¿Cuál es el estatuto de esa pareja judío/griego, que representa por sí misma la complejidad «nacional» del Imperio?

Una respuesta elemental es que «griego» es un equivalente de «pagano», y que finalmente la multiplicidad de los pueblos está recubierta por la oposición simple entre el monoteísmo judío y el politeísmo oficial. Esta respuesta, sin embargo, no es convincente, ya que cuando Pablo habla de los griegos, o del griego, no es sino excepcionalmente que asigna esas palabras a una creencia religiosa. Por regla general, es de la sabiduría, y por consiguiente de la filosofía, de lo que se trata.

Es esencial comprender que en el léxico de Pablo, «judío» y «griego» no designan justamente nada de lo que espontáneamente podríamos comprender bajo la palabra «pueblo», es decir, un conjunto humano objetivo aprehensible por sus creencias, sus costumbres, su lengua, su territorio, etc. Tampoco se trata de religiones constituidas y legalizadas. En realidad, «judío» y «griego» son disposiciones subjetivas. Más exactamente, se trata de lo que Pablo considera como las dos figuras intelectuales coherentes de un mundo que es el suyo. Se trata de lo que se podría llamar regímenes del discurso. Cuando teoriza sobre el judío o el griego, Pablo nos propone, de hecho, un tópico de los discursos. Y este tópico está destinado a situar un tercer discurso, el suyo, a hacer legible su completa originalidad. De la misma manera que Lacan, que no piensa el discurso analítico sino inscribiéndolo en un tópico móvil donde se conecta con los discursos del maestro, de lo histérico y de la universidad, Pablo no instituye el «discurso cristiano» sino distinguiéndolo en sus operaciones del discurso judío y del discurso griego. Y la analogía es tanto más llamativa cuanto que, como veremos, Pablo sólo realiza su propósito definiendo, como el borde del suyo, un cuarto discurso, que se podría llamar místico. Como si todo tópico de los discursos tuviera que organizar un cuadrángulo. ¿Pero no es Hegel quien aclara este punto cuando, al final de su Lógica, muestra que el Saber absoluto de una dialéctica ternaria exige un cuarto término?

¿Qué es el discurso judío? La figura subjetiva que constituye es la del profeta. Ahora bien, un profeta es el que se mantiene en el requerimiento de los signos, el que hace signo, testificando la transcendencia por la exposición de lo oscuro a su desciframiento. Se asumirá, pues, que el discurso judío es ante todo el discurso del signo.

Ahora ¿qué es el discurso griego? La figura subjetiva que constituye es la del sabio. Ahora bien, la sabiduría es apropiación del orden fijo del mundo, emparejamiento del lagos al ser. El discurso griego es cósmico, disponiendo al sujeto en la razón de una totalidad natural. El discurso griego es esencialmente discurso de la totalidad, en cuanto que sostiene la σοφία (la sabiduría como estado interior) de una inteligencia de la φὑσις (la naturaleza como despliegue ordenado y acabado del ser).

El discurso judío es un discurso de la excepción, ya que el signo profético, el milagro, la elección designan a la transcendencia como más allá de la totalidad natural. El mismo pueblo judío es a la vez signo, milagro y elección. Es propiamente excepcional. El discurso griego arguye sobre el orden cósmico para ajustarse a él, mientras que el discurso judío arguye sobre la excepción a este orden para hacer signo hacia la transcendencia divina.

La idea profunda de Pablo es que el discurso judío y el discurso griego son las dos caras de una misma figura de maestría. Ya que la excepción milagrosa del signo no es sino el «menos-uno», el punto de debilidad, del cual se sostiene la totalidad cósmica. A ojos del judío Pablo, la debilidad del discurso judío es que su lógica del signo excepcional no vale sino para la totalidad cósmica griega. El judío es en excepción del griego. De ahí resulta, en primer lugar, que ninguno de los dos discursos puede ser universal, puesto que cada uno supone la persistencia del otro. Y, en segundo lugar, que los dos discursos tienen en común que en el universo nos es dada la clave de la salvación, sea por la maestría directa de la totalidad (sabiduría griega), sea por la maestría de la tradición literal y del desciframiento de los signos (ritualismo y profetismo judío). Para Pablo, que la totalidad cósmica sea considerada como tal, o que sea descifrada a partir de la excepción del signo, instituye en todos los casos una teoría de la salvación ligada a una maestría (a una ley), con el grave inconveniente suplementario de que la maestría del sabio y la maestría del profeta, necesariamente inconscientes de su identidad, escinden a la humanidad en dos (el Judío y el griego), bloqueando así la universalidad del Anuncio.

El proyecto de Pablo es mostrar que una lógica universal de la salvación no puede acomodarse a ninguna ley, ni a la que liga el pensamiento al cosmos, ni a la que regula los efectos de una elección excepcional. Es imposible que el punto de partida sea el Todo, pero también es imposible que sea una excepción al Todo. Ni la totalidad ni el signo pueden convenir. Es necesario partir del acontecimiento como tal, el cual es acósmico e ilegal, no integrándose en ninguna totalidad, y no siendo signo de nada. Pero partir del acontecimiento no confiere ninguna ley, ninguna forma de maestría, ni la del sabio, ni la del profeta.

También se puede decir: el discurso griego y el discurso judío son, tanto uno como otro, discursos del Padre. Es por esto que ambos cimientan comunidades en una forma de obediencia (al Cosmos, al Imperio, a Dios o a la Ley). No tiene posibilidad de ser universal, separado de todo particularismo, sino lo que se presentará como un discurso del Hijo.

Esta figura del hijo ha evidentemente apasionado a Freud, de la misma manera que soporta la identificación de Pasolini con el apóstol. Para el primero, con respecto al monoteísmo judío, del cual Moisés es la figura fundadora descentrada (el egipcio como Otro del origen), el cristianismo plantea la cuestión de la relación de los hijos con la Ley, con, en el trasfondo, la muerte simbólica del padre. Para el segundo, la fuerza de pensamiento interna al deseo homosexual se orienta hacia el advenimiento de una humanidad igualitaria, donde el concordato de los hijos anula, en provecho del amor de la madre, la simbólica aplastante de los padres, que se encama en las instituciones (la Iglesia o el Partido Comunista). El Pablo de Pasolini está, por lo demás, como partido entre la santidad del hijo —ligada, teniendo en cuenta lo que es la ley del mundo, a la abyección y a la muerte— y el ideal de poder del padre, que le conduce a crear, para dominar la Historia, un aparato coercitivo.

Para Pablo, la emergencia de la instancia del hijo está esencialmente ligada a la convicción de que el «discurso cristiano» es absolutamente nuevo. La fórmula según la cual Dios nos ha enviado a su hijo significa, en primer lugar, una intervención en la Historia, por la cual ya no está gobernada por un cálculo transcendente según las leyes de una duración, sino, como lo dirá Nietzsche, «rota en dos». El envío (el nacimiento) del hijo nombra esta rotura. Que la referencia sea el hijo, y no el padre, nos prescribe que ya no confiemos más en ningún discurso que pretenda tener la forma de la maestría.

Que el discurso tenga que ser el del hijo quiere decir que no es necesario ser ni judeo-cristiano (maestría profética), ni griego-cristiano (maestría filosófica), ni, tampoco, una síntesis de los dos. Oponer una diagonal de los discursos a una síntesis es una preocupación constante de Pablo. Es Juan quien, haciendo del lagos un principio, inscribirá sistemáticamente el cristianismo en el espacio del lagos griego, y lo ordenará al antijudaísmo. Tal no es, en ningún caso, el proceder de Pablo. Para él, el discurso cristiano no puede contener la fidelidad al hijo sino trazando, a igual distancia de la profecía judía y del logos griego, una tercera figura.

Esta tentativa no puede cumplirse sino en una especie de decadencia de la figura del Maestro. Y puesto que hay dos figuras del maestro, la que obtiene su autoridad del cosmos, el maestro en sabiduría, el maestro griego, y la que obtiene su autoridad de la fuerza de la excepción, el maestro de la letra y de los signos, el maestro judío, Pablo no será ni un profeta ni un filósofo. La triangulación que propone entonces es: profeta, filósofo, apóstol.

¿Qué significa exactamente «apóstol» (ἀπόστολος)? Nada, en cualquier caso, de empírico o de histórico. No se requiere, para ser apóstol, haber sido un compañero de Cristo, un testigo del acontecimiento. Pablo, que no obtiene la autoridad sino de sí mismo, que es, según su fórmula, «llamado a ser apóstol», recusa explícitamente la pretensión de aquellos que, en nombre de lo que fueron y de lo que han visto, se creen los garantes de la verdad. Los llama «aquellos que son los más considerados», pero él mismo no parece compartir esa consideración. Por lo demás añade: «no hace al caso lo que antes fueran, pues Dios no hace acepción de personas» (Gal, 2, 6). Un apóstol no es ni un testigo de los hechos ni una memoria.

En el momento en que por todas partes se nos invita a la «memoria» como guardiana del sentido, y a la conciencia histórica como sustituto de la política, la fuerza de la posición de Pablo no puede escapársenos. Ya que es muy cierto que ninguna memoria protege a nadie de prescribir el tiempo, incluido el pasado, según su determinación presente. No dudo que sea necesario recordar la exterminación de los judíos, o la acción de los resistentes [franceses]. Pero también constato que tal maniático neonazi tiene una memoria coleccionadora del período que él venera, y que, acordándose con precisión de las atrocidades nazis, se deleita con ellas, y aspira a que vuelvan a comenzar. Veo mucha gente prevenida, incluso historiadores, que hacen de su memoria de la Ocupación [alemana] y de documentos que acumulan, la conclusión de que Pétain tenía muchos méritos. De donde resulta evidente que la «memoria» no zanja ninguna cuestión. Hay siempre un momento en el que lo que importa es declarar en el propio nombre que lo que ha ocurrido ha ocurrido, y hacerlo porque lo que se considera en cuanto a las posibilidades actuales de una situación lo exige. Ésta es la convicción de Pablo: el debate sobre la resurrección no es, en su opinión, un debate de historiadores y de testigos, como tampoco lo es, en la mía, la existencia de las cámaras de gas. No se pedirá pruebas y contrapruebas. No se discutirá con los antisemitas eruditos, nazis en el alma, que «prueben» con sobreabundancia que ningún judío ha sido jamás maltratado por Hitler.

A esto es necesario añadir que la resurrección —punto donde evidentemente nuestra comparación se retrae— no es, para el mismo Pablo, del orden del hecho, falsificable o demostrable. Es acontecimiento puro, apertura de una época, cambio de las relaciones entre lo posible y lo imposible. Ya que la resurrección de Cristo no tiene su interés en sí misma, como lo seria el caso de un hecho particular o milagroso. Su sentido verdadero es que testifica la victoria posible sobre la muerte, muelle que Pablo considera, lo veremos en detalle, no como una facticidad, sino como disposición subjetiva. De ahí que sea necesario atar la resurrección constantemente a nuestra resurrección, ir de la singularidad a la universalidad, e inversamente: «Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido» (Cor. I, 15, 16). Contrariamente al hecho, el acontecimiento no es medible sino según la multiplicidad universal de la cual prescribe la posibilidad. Es en este sentido que es gracia, y no historia.

El apóstol es entonces el que nombra esta posibilidad (el Evangelio, la Buena Nueva, sólo es eso: nosotros podemos vencer a la muerte). Su discurso es de pura fidelidad a la posibilidad abierta por el acontecimiento. No podría, pues, de ninguna manera (y ésta es la punta de la antifilosofía de Pablo), competer al conocimiento. El filósofo conoce las verdades eternas, el profeta conoce el sentido unívoco de lo que va a venir (incluso si sólo lo entrega en figuras, en signos). El apóstol, que declara una posibilidad inaudita, ella misma dependiente de una gracia de acontecimiento, no conoce, propiamente hablando, nada. Imaginarse conocer, cuando se trata de posibilidades subjetivas, es una impostura: «Si alguno cree que sabe algo (ἐγνωκέναιτι), es que todavía ignora cómo hay que saber» (Cor. I, 8, 2). ¿Cómo es necesario conocer, cuando se es apóstol? Según la verdad de una declaración y de sus consecuencias, que, siendo sin pruebas ni visibilidad, surge en el punto de claudicación del saber, sea éste empírico o conceptual. Pablo no duda en decir, caracterizando, desde el punto de vista de la salvación, al discurso cristiano: «Desaparecerá el don del conocimiento profundo (γνῶσις)» (Cor. I, 13, 8).

El texto donde se recapitulan, bajo el signo de una desaparición de las virtudes del saber en forma de acontecimiento, los rasgos del discurso cristiano, tal y como induce la figura subjetiva del apóstol, se encuentra en la primera epístola a los Corintios:

Porque Cristo no me ha enviado a bautizar, sino a evangelizar, y esto sin hacer ostentación de elocuencia, para que no se desvirtúe la cruz de Cristo. El lenguaje de la cruz, en efecto, es locura para los que se pierden; mas para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios. Como está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios y haré fracasar la inteligencia de los inteligentes. ¡A ver! ¿Es que hay alguien que sea sabio, erudito o entendido en las cosas de este mundo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? Sí, y puesto que la sabiduría del mundo no ha sido capaz de reconocer a Dios a través de la sabiduría divina, Dios ha querido salvar a los creyentes por la locura del mensaje que predicamos. Porque mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos. Mas para los que han sido llamados, sean judíos o griegos, se trata de un Cristo que es tuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo que en Dios parece locura, es más sabio que los hombres; y lo que en Dios parece debilidad, es más fuerte que los hombres.

Y si no, hermanos, considerad quienes habéis sido llamados, pues no hay entre vosotros muchos sabios según los criterios del mundo, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Al contrario, Dios ha escogido lo que el mundo considera necio para confundir a los sabios; ha elegido lo que el mundo considera débil para confundir a los fuertes; ha escogido lo vil, lo despreciable, lo que no es nada a los ojos del mundo para anular a quienes creen que son algo. De este modo, nadie puede presumir delante de Dios [Cor. I, 1, 17 ss.].

El anuncio del Evangelio se hace sin la sabiduría del lenguaje «para que no se desvirtúe la cruz de Cristo». ¿Qué significa que el acontecimiento, del cual la cruz es el signo, se desvirtúe? Simplemente que este acontecimiento es de tal naturaleza que el lagos filosófico está incapacitado para declararlo. La tesis subyacente es que uno de los fenómenos donde se reconoce un acontecimiento es que es como un punto de realidad que pone a la lengua en un punto muerto. Este punto muerto es locura (μωρία) para el discurso griego, que es un discurso de la razón; es escándalo (σκάνδαλον) para el discurso judío, que exige un signo de la fuerza divina, y no ve en Cristo sino debilidad, abyección y peripecias despreciables. Lo que impone la invención de un nuevo discurso, y de una subjetividad que no sea ni filosófica ni profética (el apóstol), es justamente que es sólo al precio de esta invención como el acontecimiento encuentra acogida y existencia en la lengua. Para los lenguajes establecidos, es irrecibible, porque es propiamente innombrable.

Desde un punto de vista más ontológico, es necesario sostener que el discurso cristiano no autoriza ni al Dios de la sabiduría (ya que Dios ha escogido las cosas locas), ni al Dios de la fuerza (ya que Dios ha escogido las cosas débiles y viles). Mas lo que unifica esas dos determinaciones tradicionales, y fundamenta su rechazo, es más profundo aún. Sabiduría y fuerza son atributos de Dios en la medida en que son atributos del ser. Dios se dice como intelecto soberano, o como gobierno del destino del mundo y de los hombres, en la medida exacta en que el intelecto puro es el punto último del ser que especifica una sabiduría, y que la fuerza universal es aquella de la cual se puede distribuir o hacer valer, en el devenir de los hombres, los innumerables signos, que son también los signos del Ser como más allá de los seres. Es, pues, necesario, en la lógica de Pablo, llegar a decir que el acontecimiento-Cristo testifica que Dios no es él Dios del ser, no es el Ser. Pablo dispone una crítica anticipada de lo que Heidegger nombra la ontoteología, donde Dios se piensa como ente supremo, y por consiguiente como medida de lo que el ser como tal es capaz.

En efecto, el anuncio más radical del texto que comentamos es: «Dios ha escogido las cosas que no son (τά μὴ ὄντα) para abolir las que son (τὰ ὄντα)». Que el acontecimiento-Cristo haga ascender a los no entes como testimonio de Dios más bien que a los entes; que se trate de una abolición de lo que todos los discursos anteriores declaran existir, o ser, da la medida de esta subversión ontológica a la que la antifilosofía de Pablo convida al declarante, o al militante.

Es en la invención de una lengua donde locura, escándalo y debilidad sustituyen a la razón cognoscente, al orden y a la fuerza, donde el no ser es la única afirmación validable del ser, donde se articula el discurso cristiano. A los ojos de Pablo, esta articulación es incompatible con cualquier perspectiva (y no han faltado, casi desde su muerte) de una «filosofía cristiana».

La posición de Pablo, en lo que concierne a la novedad del discurso cristiano con relación a todas las formas del saber y la incompatibilidad entre cristianismo y filosofía, es tan radical que desconcierta incluso a Pascal. Sí, Pascal, otra gran figura de la antifilosofía, el que busca identificar al sujeto cristiano en las condiciones modernas del sujeto de la ciencia, el que estigmatiza a Descartes («inútil e incierto»), el que opone explícitamente el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob al Dios de los filósofos y de los sabios, Pascal no llega a comprender a Pablo.

Consideremos, por ejemplo, el fragmento 547 de los Pensamientos:

Sólo conocemos a Dios por J.C. Sin este mediador se suprime toda comunicación con Dios. Por J.C. conocemos a Dios. Todos aquellos que han pretendido conocer a Dios y demostrarlo sin J.C. sólo tenían pruebas impotentes. Pero para probar a J.C. tenemos las profecías, que son pruebas reales y palpables. Y esas profecías, al haberse cumplido y demostrado como verdaderas por el resultado, prueban las certezas de esas verdades, y son, por lo tanto, pruebas de la divinidad de J.C. En El y por El conocemos, por lo tanto, a Dios. Fuera de ahí y sin la Escritura, sin el pecado original, sin mediador necesario, prometido y venido, no se puede demostrar irrefutablemente a Dios, ni enseñar buena doctrina ni buena moral. Pero por J.C. y en J.C. demostramos a Dios y enseñamos la moral y la doctrina. J.C. es, por lo tanto, el verdadero Dios de los hombres.

Pero conocemos al mismo tiempo nuestra miseria, porque ese Dios no es más que el reparador de nuestra miseria. Por eso no podemos conocer bien a Dios más que conociendo nuestras iniquidades.

Por eso aquellos que han conocido a Dios sin conocer su propia miseria, no le han glorificado, sino que se han glorificado.

Quia non cognovit per sapientiam, placuit deo per stidtitiam predicationis salvos faceré.[12]

Este texto permite identificar fácilmente lo que hay de común en Pascal y en Pablo: la convicción de que la declaración fundamental concierne a Cristo. Pero a partir de ahí, las cosas divergen desde un doble punto de vista.

1. En Pablo se constata una completa ausencia del tema de la mediación. Cristo no es una mediación, no es aquello a través de lo cual conocemos a Dios. Jesucristo es el acontecimiento puro, y en cuanto tal no es una función, aunque se tratara de una función de conocimiento o de revelación.

Hay ahí un profundo problema general: ¿se puede concebir el acontecimiento como una función, o como una mediación? Esta cuestión ha atravesado, sea dicho de paso, toda la época de la política revolucionaria. Para muchos de sus fieles, la Revolución no es lo que sucede, sino lo que debe suceder para que haya otra cosa, es la mediación del comunismo, el momento de lo negativo. De la misma manera, para Pascal, Cristo es una figura mediadora, para que no permanezcamos en el desamparo y la ignorancia. Para Pablo, en cambio, como para aquellos que piensan que una revolución es una secuencia autosuficiente de la verdad política, Cristo es una venida, es lo que interrumpe el régimen anterior de los discursos. Cristo es, en sí y para sí, lo que nos sucede. ¿Y qué es lo que así nos sucede? Somos relevados de la ley. Ahora bien, la idea de mediación es aún legal, se compone con la sabiduría, con la filosofía. Esta cuestión es para Pablo decisiva, pues no es sino siendo relevado de la ley que uno se hace realmente un hijo. Y un acontecimiento está falsificado si no origina un hacerse-hijo universal. Por el acontecimiento nos encontramos en la igualdad filial. Para Pablo o se es esclavo, o se es hijo. Pablo habría ciertamente considerado la idea pascaliana de mediación como aún encadenada a la legalidad del Padre, luego como una sorda negación de la radicalidad del acontecimiento.

2. No es sino retrocediendo que Pascal admite que el discurso cristiano es discurso de la debilidad, de la locura, y del no-ser. Pablo dice «locura de la predicación». Pascal traduce «conocimiento de nuestra miseria». No es un tema paulino, la miseria es siempre para Pablo una sujeción a la ley. La antifilosofía pascaliana es clásica porque permanece atada a las condiciones del conocimiento. Para Pablo, no se trata de una cuestión de conocimiento, se trata del acontecimiento del sujeto. ¿Puede haber otro sujeto, otra vía subjetiva distinta de la que conocemos, y que Pablo llama la vía subjetiva de la carne? Tal es la única cuestión que ningún protocolo de conocimiento puede zanjar.

Pascal, con su propósito de convencer al libertino moderno, está atormentado por la cuestión del conocimiento. Su estrategia exige que se pueda razonablemente probar la superioridad de la religión cristiana. Especialmente en lo que concierne a la venida de Cristo, es necesario establecer que el acontecimiento realiza las profecías, que el Nuevo Testamento autoriza a descifrar racionalmente (por la doctrina del sentido manifiesto y del sentido oculto) el Antiguo. Y que, recíprocamente, el Antiguo Testamento obtiene su coherencia de lo que, en él, hace signo hacia el Nuevo.

Pablo habría visto en la teoría pascaliana del signo, y del doble sentido, una concesión inadmisible al discurso judío; de la misma manera que habría visto, en el argumentarlo probabilista de la apuesta como en los razonamientos dialécticos sobre los dos infinitos, una concesión inadmisible al discurso filosófico. Ya que, para Pablo, el acontecimiento no ha venido a probar algo, es puro comienzo. La resurrección de Cristo no es ni un argumento, ni un cumplimiento. Tampoco hay prueba del acontecimiento, ni el acontecimiento es una prueba. Para Pascal, el conocimiento llega ahí donde para Pablo sólo cabe la fe. Así resulta que, contrariamente a Pablo, para él es importante equilibrarla «locura» cristiana con un clásico dispositivo de sabiduría:

Nuestra religión es sabia y loca. Sabia porque es la más erudita, y la más fundada en milagros, profecías, etc. Loca porque no es nada de todo eso lo que hace que estemos en ella; queda bien condenar a quienes no están en ella, pero no creer a los que en ella están. Lo que les hace creer es la cruz, ne evacuata sit crux. Y así san Pablo, que ha venido en sabiduría y signos, dice que no ba venido ni en sabiduría ni en signos: pues venía para convertir. Pero los que no vienen sino para convencer pueden decir que vienen en sabiduría y en signos.

Ahí tenemos un ejemplo perfecto, completamente no paulino, de la técnica pascaliana. Nombrémosla: contradicción equilibrada. Pascal opone conversión y convicción. Para convertir es necesario, sin duda, estar del lado de la locura, de la predicación de la cruz. Pero para convencer es necesario estar en el elemento de la prueba (milagros, profecías, etc.). Para Pascal, Pablo disimula su verdadera identidad. Obra por signos y sabiduría, pero como quiere convertir, pretende que no.

Esta reconstrucción pascaliana de Pablo indica, de hecho, la reticencia de Pascal ante el radicalismo paulino. Ya que Pablo rechaza expresamente los signos, que pertenecen al orden del discurso judío, así como la sabiduría, que pertenece al discurso griego. Él se presenta como desplegando una figura subjetiva sustraída de los dos. Lo cual quiere decir que ni los milagros, ni la exégesis racional de las profecías, ni el orden del mundo tienen valor cuando se trata de instituir el sujeto cristiano. Ahora bien, para Pascal, milagros y profecías son el centro de la cuestión: «No es posible creer razonablemente contra los milagros» (frag. 815); «La mayor de las pruebas de Jesucristo son las profecías» (frag. 706). Sin profecías ni milagros, no tendríamos ninguna prueba, y la superioridad del cristianismo no podría defenderse ante el tribunal de la razón, lo cual quiere decir que no tendríamos ninguna posibilidad de convencer al libertino moderno.

Para Pablo, en revancha, es precisamente la ausencia de prueba que fuerce a la fe lo que constituye al sujeto cristiano.

Tratándose de las profecías, que el acontecimiento-Cristo sea su realización está prácticamente ausente del conjunto de la predicación de Pablo. Cristo es muy exactamente incalculable.

Tratándose de los milagros, Pablo, hábil político, no se expone a negar la existencia. A veces llega, incluso, a dar a entender que es capaz de hacerlos como cualquier otro de sus rivales taumaturgos. También él podría vanagloriarse, si quisiera, de arrebatos sobrenaturales. Pero esto es lo que no hará, exhibiendo, por el contrario, la debilidad del sujeto, y la ausencia de signos y de pruebas, como la prueba suprema. El pasaje decisivo está en Cor. II, 12:

¿Hay que seguir presumiendo? Aunque es del todo inútil, me referiré a las visiones y revelaciones del Señor. Conozco a un cristiano que hace 14 años —si fue con cuerpo o sin cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado hasta el tercer cielo […] y oyó palabras inefables que el hombre no puede expresar […] Y eso que, si quisiera presumir, no estaría diciendo desatinos, sino la pura verdad. Pero me abstengo de hacerlo, para que nadie me considere por encima de lo que ve o escucha de mí, a causa de tan sublimes revelaciones.

[…] He rogado tres veces al Señor para que apartase eso de mí, y otras tantas me ha dicho: «Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad». Gustosamente, pues, seguiré presumiendo de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo […], porque cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte.

Está claro: para Pablo, los milagros existen y le conciernen. Diseñan una figura subjetiva particular, la del hombre arrebatado, y quizá llamado en vida fuera de su cuerpo. Mas esta figura no es justamente la que el apóstol va a proponer. El apóstol sólo debe ser el contable de lo que los otros ven y oyen, es decir, de su declaración. No va a glorificar su persona en nombre de otro sujeto que ha dialogado con Dios, y que es como Otro en sí mismo («De ese hombre presumiré, porque, en cuanto a mí, sólo presumiré de mis flaquezas»). El discurso cristiano, inquebrantablemente, no debe ser el del milagro, sino el de la convicción que transita por una debilidad.

Retengamos de paso que Pablo, como en el trasfondo, indica un cuarto discurso posible, además del griego (sabiduría), del judío (signos) y del cristiano (declaración del acontecimiento). Este discurso, que Pascal intenta sacar a la luz de la razón clásica, sería el del milagro, y Pablo lo nombra: discurso subjetivo de glorificación. Es el discurso de lo inefable, el discurso del no discurso. Es el sujeto como intimidad mística y silenciosa, habitado por las «palabras inefables» (ἄρρητα ῥήματα, que sería mejor traducir: «decires indecibles») del sujeto milagrado. Pero esta cuarta figura subjetiva, que hiende al apóstol, no debe entrar en la declaración, que, por el contrario, se alimenta de la evidencia sin gloria de la debilidad. Esta figura está en posición reservada, y, contrariamente a Pascal, Pablo está convencido de que el discurso cristiano no gana nada glorificándose con ella. El cuarto discurso (milagroso o místico) debe permanecer no dirigido. Es decir, no puede entrar en el campo de la predicación. Por lo cual Pablo es, finalmente, más racionalista que Pascal: es vano querer justificar una postura declaratoria por los prestigios del milagro.

El cuarto discurso será para Pablo un suplemento mudo, cerrado sobre la parte de Otro del sujeto. Así rechaza que el discurso dirigido, el de la declaración y de la fe, se argumente con un discurso no dirigido, cuya sustancia es un decir indecible.

Creo que ahí hay, para todo militante de una verdad, una indicación importante. Jamás se debe intentar legitimar una declaración con el recurso íntimo de una comunicación milagrosa con la verdad. Dejemos la verdad a su «sin voz» subjetivo, pues sólo el trabajo de su declaración la constituye.

Yo llamaría «oscurantista» a cualquier discurso dirigido que pretende obtener su autoridad con un discurso no dirigido. Y es necesario decir que Pascal, cuando quiere asentar la preeminencia del cristianismo sobre los milagros, es más oscurantista que Pablo, sin duda porque quiere enmascarar el acontecimiento puro detrás de la fascinación (para el libertino) de un cálculo de posibilidades. Evidentemente, en Pablo hay una parte de astucia, cuando deja ver, sin prevalecerse, pero tampoco sin silenciarlo, que está interiormente escindido entre el hombre de la glorificación, el sujeto «arrebatado», y el hombre de la declaración y de la debilidad. Pero hay innegablementente en él, único en este caso entre los apóstoles reconocidos, una dimensión ética antioscurantista. Ya que Pablo prohíbe que se argumente la declaración cristiana con lo inefable. No tolera que el sujeto cristiano fundamente su decir en lo indecible.

Pablo está profundamente persuadido de que no se sustituirá la debilidad con una fuerza escondida. La fuerza se realiza en la debilidad misma. Digamos que, para Pablo, la ética del discurso consiste en no hacer nunca una sutura del tercer discurso (la declaración pública del acontecimiento) con el cuarto (la glorificación del sujeto íntimamente milagrado).

Esta ética es profundamente coherente. Suponiendo, en efecto, que yo argumente (como lo hace Pascal) con el cuarto discurso («alegría, lloros de alegría…»), esto es, con el decir íntimo indecible, para legitimar el tercero (el de la fe cristiana), caigo inevitablemente en el segundo discurso, el del signo, el discurso judío. Pues, ¿qué es una profecía, sino un signo de lo que va a venir? ¿Y qué es un milagro, sino un signo de la transcendencia de lo verdadero? Concediendo al cuarto discurso (la mística) nada más que un espacio reservado e inactivo, Pablo preserva a la novedad radical de la declaración cristiana de caer en la lógica de los signos y de las pruebas.

Pablo mantiene con firmeza el discurso militante de la debilidad. La declaración no tendrá más fuerza que lo que declara, y no pretenderá convencer por los prestigios del cálculo profético, de la excepción milagrosa, o de la inefable revelación interior. No es la singularidad del sujeto lo que hace valer lo que dice, es lo que dice lo que fundamenta la singularidad del sujeto.

Pascal, en cambio, opta simultáneamente por la exégesis probante, por la certeza de los milagros y por el sentido íntimo. No puede renunciar a la prueba, al sentido existencial del término, porque es un clásico, y porque su cuestión es la del sujeto cristiano en la época de la ciencia positiva.

La antifilosofía de Pablo es no clásica, puesto que asume que no hay prueba, ni siquiera milagrosa. La fuerza de convicción del discurso es de otro orden, y es capaz de romper la forma del razonamiento:

Las armas con que luchamos no son humanas, sino divinas y tienen poder para destruir fortalezas. Deshacemos sofismas y cualquier clase de altanería que se levante contra el conocimiento de Dios. Estamos también dispuestos a someter a Cristo todo pensamiento [Cor. II, 10, 4/5].

Es a este régimen del discurso sin prueba, sin milagros, sin signos probantes, a ese lenguaje del acontecimiento desnudo, que solo cautiva al pensamiento, que se ajusta a la magnífica y célebre metáfora que se encuentra en Cor. II, 4, 7: «Pero este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros».

El tesoro no es más que el acontecimento mismo, es decir, un haber-ocurrido totalmente precario. Hay que llevarlo humildemente, en una precariedad que le sea homogénea. El tercer discurso debe realizarse en la debilidad, pues ahí está su fuerza. No será ni logos, ni signo, ni arrebato por lo indecible. Tendrá la rudeza pobre de la acción pública, de la declaración desnuda, sin otro prestigio que su contenido real. Sólo tendrá lo que cada uno puede ver y oír. Esto es la vasija de barro.

Cualquiera que sea el sujeto de una verdad (de amor, o de arte, o de ciencia, o de política) sabe que, en efecto, lleva un tesoro, que está transido de una fuerza infinita. Sólo depende de su debilidad subjetiva que esta verdad tan precaria persista o no en desplegarse. Entonces se puede decir que no la lleva sino en una vasija de barro, soportando día tras día el imperativo, delicadeza y pensamiento sutil, de velar para que nada la rompa. Pues con la vasija, y en la disipación en humo del tesoro que contiene, es él, el sujeto, el portador anónimo, el heraldo, quien también se rompe.