6. Amor y arte

En Le Siècle [El siglo], usted comenta Arcane 17 [Arcano 17], un texto de André Bretón gracias al cual usted muestra que el siglo XX ha sido una gran época de la promoción del amor como figura de verdad. Pero ¿qué quiere decir André Bretón cuando, en Poisson soluble [Pez soluble], desea reducir “el arte a su expresión más simple: el amor”?[5]

La propuesta surrealista central fue la que comentábamos al principio de todo, es decir, en palabras de Rimbaud, reinventar el amor. Y esta reinvención era indisolublemente, para los surrealistas, un gesto artístico, un gesto existencial y un gesto político. Ellos no separaban estos tres aspectos. Hay algo muy poderoso en el arte y tiene que ver con que le hace justicia al acontecimiento. Se trata, incluso, de una de sus definiciones posibles: el arte es aquello que, a nivel del pensamiento, le hace justicia al acontecimiento. En política, los acontecimientos son catalogados por la historia post hoc. Únicamente el arte le restituye completamente —o intenta hacerlo— su potencia intensiva. Solo el arte restituye la dimensión sensible de lo que es un encuentro, una sublevación, un motín. El arte, bajo todas sus formas, es la gran reflexión del acontecimiento en tanto tal. Una gran pintura, el embargo —por medios que le son propios— de algo que no es reductible a lo que se muestra. El acontecimiento latente viene, si puede decirse así, a horadar lo que se muestra. Bretón recuerda que, desde este punto de vista, la conexión con el amor es íntima porque este, en el fondo, es el momento en que el acontecimiento horada la existencia. Esto es lo que explica el amour fou [amor loco]. Porque el amor es irreductible, independientemente de la ley que se le quiera aplicar. No hay ley para el amor. Muy a menudo, el arte ha representado el carácter asocial del amor. Tal como reza el dicho popular: “los enamorados están solos en el mundo”. Son los únicos depositarios de la diferencia a partir de la cual experimentan el mundo. El Surrealismo exalta el amour fou como potencia generadora de acontecimientos fuera de toda ley. La reflexión acerca del amor también se construye en contra de todo orden, en contra de la potencia de orden de la ley. Los surrealistas encontraron allí el alimento para su deseo de revolución poética en el lenguaje pero también, insisto en este punto, en la existencia. Les interesó mucho, desde este punto de vista, el amor, la sexualidad, como principio, como soporte posible de una revolución en la existencia. En cambio, la duración no les interesó para nada. Sobre todo, propusieron el amor como poema del encuentro, de una manera magnífica. Por ejemplo, en Nadja, que ilustra de manera espléndida la poética del descubrimiento incierto y misterioso de lo que, a la vuelta de la esquina, será un amour fou. Allí estamos, verdaderamente, en la vereda opuesta de los cálculos, en un encuentro en estado puro. Pero no en el registro de la duración, tampoco en la dimensión de la eternidad. Algunos filósofos, sin embargo, sostienen que la eternidad es un instante. Encontramos esta idea ya en el pensamiento griego. La única dimensión temporal de la eternidad sería el instante. Lo que le daría la razón a Bretón. Por supuesto, el instante del encuentro milagroso promete la eternidad del amor. Pero intento proponer una concepción de la eternidad menos milagrosa y más laboriosa, es decir, una construcción de la eternidad temporal, de la experiencia del Dos, tenaz, punto por punto. Admito el milagro del encuentro, pero pienso que eleva la poética surrealista, le hace perder peso si se lo aísla, si no se lo orienta hacia el laborioso devenir de una verdad construida punto por punto. “Laborioso”, aquí, debe ser entendido de forma positiva. Existe un trabajo amoroso y no solo un milagro. Es preciso plantarse en la brecha, alzar la guardia, reunirse, con uno mismo y con el otro. Es preciso pensar, actuar, transformar. Y entonces sí, como la recompensa inmanente del trabajo, entra en escena la felicidad.

Justamente por esto es extraño que usted, para hablar del amor, se refiera tan seguido a Samuel Beckett. No se puede, en efecto, decir realmente que la obra de Beckett esté orientada hacia la felicidad. ¿En qué sentido su obra, considerada nihilista y pesimista, trabaja según usted esta “escena del Dos” que es el amor?

Como ya dije, hay poco que tenga que ver con la vivencia de la duración en la literatura sobre el amor. Esto me resulta muy chocante. Tomemos por ejemplo el teatro. Si nos centramos en las obras que tratan los encontronazos de un par de enamorados contra el despotismo del universo familiar —tema absolutamente clásico—, podríamos subtitularlos a todos con el título de Marivaux: he triomphe de l’amour [El triunfo del amor]. A partir de ese modelo, muchas obras cuentan cómo estos jóvenes, a menudo con la ayuda de los sirvientes u otros cómplices a mano, van a emboscar a los viejos y finalmente lograr sus objetivos, es decir, su matrimonio. Tenemos el triunfo del amor, pero no su duración. Tenemos solo lo que podemos llamar “intriga del encuentro”. Las obras importantes, las grandes novelas muy a menudo están construidas sobre la imposibilidad del amor, su puesta a prueba, su tragedia, su alejamiento, su separación, su fin, etc. Pero no hay gran cosa sobre la duración positiva. También podríamos mencionar que la convivencia casi no ha suscitado grandes obras. Es un hecho que no ha inspirado demasiado a los artistas. Ahora bien, hay en Beckett —a quien a menudo se tiene por escritor de la desesperanza, del imposible— algo muy particular respecto de este tema: Beckett es también un escritor de la obstinación del amor. Piensen por ejemplo en la obra Ô les beaux jours [Los días felices]. Es la historia de una pareja. Solo vemos a la mujer, el hombre repta detrás de escena, todo se encuentra deteriorado, ella intenta acomodarse sobre el suelo, pero dice: “Qué hermosos días hemos tenido”. Y lo dice porque el amor está todavía allí. El amor es ese elemento poderoso e invariable que ha estructurado su existencia en apariencia catastrófica. Y el amor es la potencia escondida de esa catástrofe. En un pequeño texto espléndido llamado Assez [Basta], Beckett cuenta la errancia, en una especie de decorado un poco montañoso y al mismo tiempo desértico, de una pareja muy anciana. Se narra el amor, la duración de esta vieja pareja, que sin embargo no esconde nada de la decrepitud de los cuerpos, de la monotonía de la existencia, de la dificultad cada vez más grande de la sexualidad, etc. Su texto cuenta todo esto, pero pone el relato bajo el régimen de la potencia a fin de cuentas espléndida del amor y de la obstinación por durar que lo constituye.

Dado que usted habla de arte dramático, me gustaría avanzar sobre ese amor singular que, desde su infancia, lo ha signado: el amor por el teatro. Antes de escribir la trilogía de Ahmed, que pone en escena una especie de Scapin[6] contemporáneo, usted mismo en su juventud actuó el rol protagónico de las Fourberies de Scapin [Los enredos de Scapin]. ¿Cuál es la naturaleza de este amor sempiterno que usted siente por el teatro?

El amor por el teatro es en mi caso un amor muy complejo y que se remonta sin dudas a mis orígenes. Es probablemente más fuerte que mi amor por la filosofía porque este aparece más tarde, más lentamente y con una dificultad mayor. Creo que lo que me fascinó del teatro, en mi juventud, cuando subí al escenario, fue el sentimiento inmediato de que algo de la lengua y del poema se liga, de manera casi inexplicable, al cuerpo. En el fondo, el teatro era ya tal vez para mí una figuración de lo que sería el amor más tarde: el momento en que el pensamiento y el cuerpo se vuelven, de alguna manera, indiscernibles. Se exponen de tal forma al otro que no se puede decir: “Esto es un cuerpo” o “Esto es una idea”. Hay una mezcolanza de ambos, una aprehensión del cuerpo por parte de la lengua, exactamente igual a lo que sucede cuando le decimos a alguien: “Te amo”. Se lo decimos a un ser que vive delante nuestro, pero nos dirigimos también a algo que no puede reducirse a esa única presencia material, a algo que se encuentra más allá de ella y en ella, de forma absoluta, al mismo tiempo. Ahora bien, en el origen, el teatro es eso: un pensamiento encarnado, pensamiento-en-el-cuerpo. Y podría agregar, en otro sentido, el pensamiento, una vez más.[7] Porque en el teatro hay, todos lo sabemos, repeticiones. “Retomemos una vez más”, pide el director. El pensamiento no aparece fácilmente en el cuerpo. Es complicada la relación entre un pensamiento y el espacio, los gestos. Es necesario que sea a la vez inmediata y calculada. Es lo que sucede también en el amor. El deseo es una potencia inmediata, pero el amor exige además el cuidado, los recomienzos. El amor conoce el régimen de las repeticiones. “Decime de nuevo que me querés” y muy habitualmente: “Decímelo mejor”. Y el deseo vuelve a comenzar, siempre. Debajo de la caricia podemos adivinar, si está movida por el amor, “¡De nuevo! ¡De nuevo!”, punto en el que la exigencia del gesto se sostiene en una insistencia de la palabra, de una declaración siempre renovada. Sabemos perfectamente que en el teatro la cuestión del juego amoroso es decisiva, y que todo es un asunto, justamente, de la declaración. También porque hay, en el teatro del amor, en el juego del amor y el azar, tan poderoso, al menos para mí, amor por el teatro.

Es también la postura adoptada por el dramaturgo Antoine Vitez, que puso en escena su ópera L’Echarpe rouge, en 1984, en el Festival d’Avignon, con música de Georges Aperghis. “Siempre quise poner en escena eso: la fuerza violenta de las ideas, cómo doblegan y atormentan el cuerpo”, escribió. ¿Está de acuerdo con esta visión de las cosas?

Sí, absolutamente. En alguna parte, el poeta portugués Pessoa afirma: “El amor es un pensamiento”. Es un enunciado en apariencia muy paradójico porque siempre se ha dicho que el amor es el cuerpo, el deseo, el afecto, es decir: todo lo que justamente no es la razón y el pensamiento. El dice: “El amor es un pensamiento”. Creo que tiene razón, pienso que el amor es un pensamiento y que la relación entre ese pensamiento y el cuerpo es a todas luces particular, siempre marcada —como sostenía Vitez— por una irremediable violencia. Experimentamos esa violencia en nuestras vidas. Es muy cierto que el amor puede someter nuestro cuerpo, propinarnos tormentos inmensos. El amor, lo vemos todos los días, nada tiene que ver con un largo río tranquilo. No olvidemos la cantidad, espeluznante, después de todo, de amores que desembocan en suicidios o asesinatos. En el teatro, el amor no es ni solo ni principalmente, el vodevil del sexo, tampoco la galantería inocente. También es la tragedia, la renuncia, el furor. La relación entre teatro y amor es también la exploración del abismo que separa a los sujetos, y la descripción de la fragilidad de ese puente que el amor establece entre dos soledades. Siempre debemos volver a esto: ¿qué es un pensamiento que se muestra como un ida y vuelta entre dos cuerpos sexuados? Es necesario decir, en todo caso, y es lo que vuelve legítima su pregunta, que si no hubiera amor, nos preguntaríamos de qué hubiera hablado el teatro. Hubiera hablado, como lo ha hecho, de la política. Entonces, digamos que el teatro es la política y el amor, y más específicamente, el cruce entre ambos. Una definición posible de la tragedia es decir que cruza política y amor. Pero el amor por el teatro es necesariamente también el amor por el amor porque sin las historias de amor, sin la lucha de la libertad amorosa contra el contrato familiar, el teatro no es gran cosa. Las comedias antiguas, como las de Molière, nos cuentan —en lo esencial— cómo dos jóvenes que se han encontrado por azar deben desbaratar la intriga del casamiento arreglado por los padres. El conflicto teatral más común, más explotado, es la lucha del amor azaroso contra la ley de lo que se debe. Y si hilamos más fino, diríamos que es la lucha de los jóvenes, ayudados por los proletarios (esclavos y sirvientes) contra los viejos, ayudados por la Iglesia y el Estado. Me dirán: “La libertad ganó, ya no hay matrimonios arreglados, la pareja es una creación pura”. Pero esto no es tan cierto. La libertad, ¿qué libertad, exactamente? ¿A qué precio? Sí, esta es una verdadera pregunta: ¿qué precio pagó el amor por el aparente triunfo de su libertad?

¿No hay, en su amor por el teatro (y aquí hace falta recordar que usted ha estado de gira con la compañía, viviendo en medio de comediantes y técnicos), el amor por una comunidad, un colectivo, un conjunto? ¿El teatro no conlleva un amor que reforzaría el orden de la fraternidad?

¡Sí, claro, también está ese amor! El teatro es lo colectivo, la forma estética de la fraternidad. Es por ello que sostendría que, en ese sentido, hay algo de comunista en todo teatro, entendiendo aquí “comunista” como todo devenir que hace prevalecer lo en-común por sobre el egoísmo, la obra colectiva por sobre el interés privado. Dicho sea de paso, el amor es comunista en este sentido: si se admite —como hago yo— que el verdadero sujeto de un amor es el devenir de una pareja y no la satisfacción de los individuos que la componen. Aquí tenemos aún otra definición posible del amor: ¡el comunismo en su estado mínimo! Pero volviendo al teatro, lo que me choca es hasta qué punto resulta precaria la comunidad de una compañía teatral. Pienso en esos momentos completamente singulares, desgarradores, en los que la comunidad se deshace: se ha estado de gira, se ha convivido durante un mes y luego, en un momento dado, llega la separación. El teatro es también esta prueba de la separación. Hay una gran melancolía en esos momentos en los que la fraternidad propia del acto de actuar y sus aledaños se deshace. “Acá te dejo mi número de celular, quedamos en contacto, ¿no?”: conocen el rito. Pero nadie llama a nadie, no realmente. Es el fin: se separan. Entonces, la cuestión de la separación es tan importante en el amor que casi podríamos definirlo como una lucha victoriosa contra la separación. La comunidad amorosa también es precaria, y para mantenerla y desarrollarla hace falta mucho más que un número de teléfono.

¿Y qué hay del amor por el teatro, por lo interior, es decir, el punto de vista del actor que usted ha sido y que tal vez desee volver a ser, reponiendo algunos monólogos de Ahmed le subtil [Ahmed el sutil] o de Ahmed philosophe [Ahmed filósofo]?

Se trata del amor particular por ofrecer el propio cuerpo como presa de la lengua, de la idea. Todo filósofo es un comediante, sea cual sea su grado de hostilidad respecto del juego y la apariencia. Porque, desde nuestros grandes ancestros griegos en adelante, hablamos en público. Hay por lo tanto en la filosofía siempre una parte de exposición de uno mismo que hace que su dimensión oral —este es un punto controversial con Jacques Derrida, que luchaba contra la oralidad en nombre de la escritura, si bien él mismo realizó magníficas apariciones como comediante— sea embargada por el cuerpo, una operación de transferencia. Mucho se le ha reprochado al filósofo ser un ilusionista, que capta a la gente por medios artificiosos y la lleva hasta verdades improbables por los caminos de la seducción. En el libro V de la República de Platón (libro gigantesco, del que próximamente voy a proponer una “traducción” integral muy particular), hay un pasaje sorprendente. Sócrates se encuentra definiendo qué es un verdadero filósofo. Y bruscamente, parece cambiar de tema. Aquí mi versión de ese tramo (habla Sócrates):

—¿Es necesario que les recuerde aquello cuya reminiscencia debería estar en extremo viva en ustedes? Cuando hablamos de un objeto del amor, pensamos que el amante ama ese objeto en su totalidad.

No admitimos que su amor selecciona una parte y rechaza otra.

Los dos jóvenes parecen estupefactos. Amantha se adelanta y expresa su desorientación:

—¡Querido Sócrates! ¿Qué relación hay entre esta excursión por los parajes del amor y la definición de un filósofo?

—¡Ah, mis jóvenes enamorados! Incapaces de reconocer que, como dice el gran poeta portugués, Fernando Pessoa, “el amor es un pensamiento”. Se los voy a decir, jóvenes: quien no comienza por el amor jamás sabrá lo que es la filosofía.

¡Y sí! Debemos seguir a nuestro viejo maestro. Hay que empezar por el amor. Nosotros, los filósofos, no tenemos tantos medios; si se nos quita el de la seducción, quedaríamos verdaderamente desarmados. En fin, ser comediante ¡también es eso!: seducir en nombre de algo que, finalmente, resulta ser una verdad.