5. Amor y política

¿Por qué la política es pariente del amor? ¿Porque ambos implican acontecimientos, declaraciones, fidelidades?

La política es para mí un procedimiento de verdad, pero que lleva hacia lo colectivo. Es decir que el accionar político hace verdad de aquello de lo que el colectivo es capaz. Por ejemplo, ¿es capaz de la igualdad? ¿Es capaz de integrar lo heterogéneo? ¿De pensar que solo hay un mundo posible? Cosas de este tipo. La esencia de la política está contenida en la pregunta: “¿De qué son capaces los individuos cuando se reúnen, se organizan, piensan y deciden?”. En el amor, se trata de saber si son capaces, de a dos, de asumir la diferencia, volviéndola creadora. En la política, se trata de saber si son capaces, de a muchos, es decir, como masa, de crear la igualdad. Y de la misma manera que en el amor, para socializar la gestión, existe la familia, en la política, para reprimir el entusiasmo, existe el poder, el Estado. Entre la política como pensamiento-práctica colectivo y el poder o el Estado como gestión y normalización existe el mismo difícil vínculo que entre el amor como invención salvaje del Dos y la familia como célula base de la propiedad y el egoísmo.

La familia, en el fondo, podría definirse como el Estado del amor, jugando con la palabra “estado”. Cualquiera siente que, por ejemplo, cuando participa en un gran movimiento político popular, entre la pregunta: “¿De qué es capaz el colectivo?” y la cuestión de la autoridad y el poder del Estado, hay una tensión muy grande. El resultado es que el Estado casi siempre decepciona el espíritu de la política. ¿Sostendré aquí que la familia siempre decepciona al amor? Es evidente que la pregunta surge. Y solo se aborda, a mi entender, punto por punto, decisión por decisión. Existe el punto de la invención sexual, el punto del niño, el punto de los viajes, el punto del trabajo, el de los amigos, el de las salidas, el de las vacaciones, todos los que ustedes quieran. No es sencillo mantener todos estos puntos en el elemento de la declaración de amor. De la misma manera, en política, existen los puntos del poder del Estado, de las fronteras, de las leyes, de la policía y jamás es fácil mantenerlos al interior de un punto de vista políticamente abierto, igualitario, revolucionario.

En los dos casos, tenemos por lo tanto procedimientos, punto por punto, y esto era a fin de cuentas lo que yo le objetaba a mi amigo religioso. No hay que confundir la prueba con la finalidad. La política no puede probablemente hacerse sin el Estado, pero esto no quiere decir que el poder sea su meta. Su meta es saber de lo que el colectivo es capaz, no el poder. De la misma manera, en el amor, la meta es experimentar el mundo desde el punto de vista de la diferencia, punto por punto, y no asegurar la reproducción de la especie. Un moralista escéptico verá en la familia una justificación de su pesimismo, la prueba de que, a fin de cuentas, el amor es simplemente una triquiñuela de la especie para perpetuarse, y un ardid de la sociedad para asegurar la herencia de privilegios. Yo no estoy de acuerdo. Y tampoco concuerdo con mi amigo Bennaroch en que en definitiva la espléndida creación de la potencia del Dos que el amor hace posible esté obligada a inclinarse ante la majestad del Uno.

¿Por qué entonces no considerar una “política del amor”, como Jacques Derrida esbozó una “política de la amistad”?[3]

Piense en el amor; en la diferencia absoluta que existe entre dos individuos, que es en definitiva una de las diferencias más grandes que pueden pensarse, porque se trata de una diferencia infinita, y bien, un encuentro, una declaración y una fidelidad pueden trocarla en una existencia creadora. En política, nada de este estilo podría producirse en lo que tiene que ver con sus contradicciones fundamentales, cosa que —de hecho— hace que puedan individualizarse enemigos puntuales. Una de las preguntas más importantes del pensamiento político actual, de muy difícil abordaje hoy en día —en parte a causa del elemento democrático en el que nos encontramos— es la de los enemigos. Es la pregunta: ¿hay enemigos? Pero enemigos de verdad. Alguien que aceptamos, taciturnos y resignados, que tome regularmente el poder, solo porque mucha gente votó por él, no es un verdadero enemigo. Es simplemente alguien cuya presencia en la cumbre del Estado te entristece, porque hubieras preferido que ahí estuviera su oponente. Y vas a esperar tu turno, durante cinco, diez años o más. ¡Un enemigo es otra cosa! Es alguien que de ninguna manera soportaríamos que decidiera nada que nos concierna. Entonces, un enemigo verdadero ¿existe o no? Hay que empezar por ahí. En política, es una pregunta importantísima que nos hemos acostumbrado a desatender. Ahora bien, el tema del enemigo es completamente ajeno a la cuestión del amor. En el amor, hay obstáculos, uno se encuentra asediado por dramas inmanentes, pero no hay enemigos propiamente dichos. Me dirán: ¿y mi rival? ¿Aquel que mi enamorado/a prefiere antes que yo? Y bien, eso no tiene nada que ver. En política, la lucha contra el enemigo es constitutiva de la acción. El enemigo forma parte de la esencia de la política. Toda política verdadera identifica su verdadero enemigo. Mientras que el rival amoroso es absolutamente exterior, no ingresa de ninguna manera en la definición del amor. En esto estoy en total desacuerdo con todos aquellos que sostienen que los celos son constitutivos del amor. El más genial de entre ellos es sin duda Proust, para quien los celos son el verdadero contenido, intenso y diabólico, de la subjetividad amorosa. Para mí, esta no es sino una variante de la tesis moralista y escéptica. Los celos son un parásito artificial del amor y no forman parte de su definición, de ninguna manera. ¿Debe cualquier amor, para declararse, para comenzar, identificar un rival externo? ¡Vamos, por favor! Es al revés: las dificultades inmanentes del amor, las contradicciones internas a la escena del Dos pueden cristalizar sobre un tercero, un rival real o imaginado. Las dificultades del amor no tienen que ver con la existencia de un enemigo identificado. Son internas a su proceso: el juego creador de la diferencia. El enemigo del amor es el egoísmo, no el rival. Podríamos decir: el principal enemigo de mi amor, el que yo debo vencer, no es el otro, sino el yo, el “yo” que quiere la identidad en detrimento de la diferencia, que quiere imponer su mundo contra el mundo filtrado y reconstruido en el prisma de la diferencia.

El amor también puede ser la guerra…

Hay que recordar que, al igual que muchos otros procedimientos de verdad, el amoroso no siempre es pacífico. Conlleva altercados violentos, verdaderos sufrimientos, separaciones que se superan o no. Es una de las experiencias más dolorosas de la vida subjetiva, ¡hay que reconocerlo! Por esta razón, algunos hacen su propaganda de “seguro contra todo riesgo”. Ya lo dije: el amor es incluso causa de muerte. Hay homicidios amorosos, suicidios amorosos. A decir verdad, salvando las distancias, el amor no es mucho más pacífico que la política revolucionaria. Una verdad no es algo que se construya con color de rosa. ¡Nunca! El amor tiene también su propio régimen de contradicciones y violencias. Pero la diferencia es que en política uno se tropieza con la pregunta por los enemigos, realmente, mientras que en el amor se trata de la pregunta por el drama. Aquellos dramas inmanentes, internos, que no definen verdaderamente a los enemigos pero hacen entrar en conflicto la pulsión de identidad con la diferencia. El drama amoroso es la experiencia más clara del conflicto entre la identidad y la diferencia.

¿Se pueden acercar, a pesar de todo, el amor y la política sin caer en el moralismo de una política del amor?

Hay dos nociones políticas, o filosófico-políticas, que podemos acercar de manera puramente formal a las dialécticas presentes en el amor. En primer lugar, en la palabra “comunismo” hay una idea de que el colectivo es capaz de acoger todas las diferencias extrapolíticas. El que las personas sean esto o aquello, venidas de lejos o nacidas aquí, hablantes o no de tal o cual lengua, moldeadas por tal o cual cultura, no debe impedir su participación en el proceso político de tipo comunista; no más que las identidades en sí mismas pueden constituirse en un obstáculo para la creación amorosa. Solo la diferencia propiamente política con el enemigo es, como decía Marx, “irreconciliable”. Y no tiene parangón en el procedimiento amoroso. Luego tenemos la palabra “fraternidad”. “Fraternidad” es el más oscuro de los tres términos del lema republicano. Podemos discutir acerca del significado de “libertad”, pero entendemos de qué se trata. De “igualdad” podemos dar una definición bastante ajustada. Pero, ¿qué es la “fraternidad”? Tiene que ver, sin duda, con la cuestión de las diferencias, de su copresencia amistosa en el seno del proceso político, con —como límite esencial— el cara a cara con el enemigo. Y puede ser una noción pasible de ser escondida por el internacionalismo porque, si el colectivo es realmente capaz de asumir su propia igualdad, también puede integrar los desvíos diferenciales más grandes y controlar severamente la influencia de la identidad.

Al comienzo de nuestro diálogo, usted habló del cristianismo como una “religión del amor”. Detengámonos en los avatares del amor en las grandes ideologías. ¿Cómo pudo el cristianismo, según usted, captar esta potencia extraordinaria del amor?

Pienso que el cristianismo estuvo muy bien preparado, en este aspecto, por el judaismo. La presencia del amor en el Antiguo Testamento es considerable, tanto en las prescripciones como en las descripciones. Cualquiera que sea su sentido teológico, El cantar de los cantares es uno de los cantos de amor más poderosos jamás escritos. El cristianismo es el ejemplo supremo de un uso de la intensidad amorosa en la dirección de una concepción trascendente de lo universal. El cristianismo nos dice: “Si ustedes se aman los unos a los otros, el conjunto de esta comunidad de amor se va a orientar hacia la fuente última de todo amor, que es la trascendencia divina en sí misma”. Entonces, existe la idea de que la aceptación de la prueba del amor, de la prueba del otro, de la mirada sobre el otro contribuye a este amor supremo que es a la vez el amor que le debemos a Dios y el amor que Dios nos da. Y por supuesto, ¡es un golpe maestro! El cristianismo supo captar en beneficio de su Iglesia —su avatar estatal— esta potencia que le permitió, por ejemplo, lograr la aceptación del sufrimiento en nombre de los intereses supremos de la comunidad y no solo en nombre de la sobrevida personal. El cristianismo aprehendió a la perfección que, en la aparente contingencia del amor, hay un elemento irreducible a esta contingencia. Pero, y ahí está el problema, también lo ha proyectado en la trascendencia. Considero este elemento universal, que yo reconozco en el amor, como inmanente. Pero el cristianismo, de alguna forma, lo ha elevado y lo ha colocado sobre una potencia trascendente. Movimiento que ya estaba, en parte, presente en Platón, a través de la idea del Bien. Es una primera instrumentación genial de esta potencia del amor que ahora es necesario traer a la tierra. Es decir que es necesario mostrar que, en realidad, existe una potencia universal del amor: sencillamente, la posibilidad que existe para nosotros de tener una experiencia positiva, afirmativa y creadora de la diferencia. El Otro, sin duda, pero sin el “Totalmente-Otro”, sin el “Gran Otro” de la trascendencia. Al final, las religiones no hablan del amor. Porque solo les interesa su intensidad, el estado subjetivo que solo él sabe crear, y todo eso para orientar esa intensidad hacia la fe y la Iglesia, para disponer de ese estado subjetivo en favor de la soberanía de Dios. El efecto de esto es, por otra parte, que el cristianismo ubica un amor pasivo, devoto, de rodillas, en donde yo pongo un amor luchador, del que hago aquí el elogio, creación terrestre del nacimiento diferenciado de un mundo, felicidad arrancada punto por punto. Un amor arrodillado no es para mí amor, incluso si por momentos sentimos en el amor la pasión de entregarnos a aquella o aquel que amamos.

Usted trabajó con Antoine Vitez, especialmente cuando Vitez trabajaba en su famosa puesta en escena de Soulier de satin [El zapato de raso] de Paul Claudel. La reflexión acerca del amor del autor de Partage de midi [Partición de mediodía], preñada de cristianismo, ¿tiene todavía actualidad para nuestros contemporáneos, bastante descristianizados?

Claudel es un gran hombre del teatro del amor. Le soulier de satin y Partage de midi están consagradas en su totalidad a esta cuestión. Pero ¿qué puede interesarnos, de Claudel, si no nos motiva la comunión de santos, la reversibilidad de méritos y el saludo en el más allá? Pienso en esa frase, que aparece sobre el final de Partage de midi: “Distantes, dejando de pesar el uno sobre el otro, ¿acarrearemos nuestras almas con esfuerzo?”. Claudel es particularmente sensible al hecho de que el amor verdadero siempre supera un punto de imposibilidad: “Distantes, dejando de pesar el uno sobre el otro…”. El amor no habla propiamente de una posibilidad, sino más bien de la superación de algo que podía parecer imposible. Algo que existe sin una razón de ser, que no nos está dado como posibilidad. Por esta razón también la publicidad de Meetic es falaz, porque hace como si, en pos de la seguridad de su amor, ustedes fueran a examinar todas las posibilidades y se quedaran con la mejor. ¡Pero eso no es lo que sucede en la existencia! No pasa como en los cuentos, en donde desfilan los pretendientes. El comienzo del amor es la superación de una imposibilidad y Claudel es un gran poeta de lo imposible, a través de la temática de la mujer prohibida. En su obra, de todas formas, los dados están un poco cargados, de manera que esta imposibilidad, por ser terrena, es relativa. Hay en él, si me permiten, dos “escenas del Dos”, en lugar de una sola. La primera que tiene que ver con la experiencia de su imposibilidad terrena. Y la segunda, en la que el Dos se reconcilia en el universo de la fe. Resulta interesante recuperar las operaciones poéticas por las que, a partir de la potencia terrenal de la primera escena, alimenta la segunda, con un lenguaje maravilloso. Todo el cristianismo está contenido allí. Lo publicita a partir de la potencia terrenal del amor, diciendo: “Sí, hay algunas cosas que resultan imposibles a pesar de su poder, pero no se desesperen porque lo que es imposible aquí abajo no lo es necesariamente en el más allá”. Una publicidad elemental, pero muy fuerte.

Esta voluntad de traer el amor a lo terreno, de pasar de la trascendencia a la inmanencia era la del comunismo histórico. ¿En qué sentido podemos pensar que la reactivación de la hipótesis comunista sería una manera de reinventar el amor?

Ya dije claramente lo que pienso de estos usos políticos de la palabra “amor” y que los considero tan descarriados como sus usos religiosos. Es por otra parte notable que por esta vía también lleguemos a una captación de la potencia del amor por parte de una trascendencia. Ya no se trata de Dios, sino del Partido, y a través de él, de su dirigente máximo. La expresión “culto a la personalidad” nombra bastante bien este género de transferencia colectiva sobre una figura política. Los poetas también contribuyeron a esto, mire si no a Eluard y sus cánticos a Stalin, los de Aragón sobre el retorno a Francia de Maurice Thorez luego de su enfermedad… Lo que me interesa todavía más es el culto al Partido en tanto tal. En esto también Aragón es sintomático: “Mi Partido me ha dado los colores de Francia”, etc. Reconocemos sin esfuerzo la tonalidad del amor. Ya sea que estén destinados al Partido o a Elsa Triolet, las palabras son similares. Es en verdad muy interesante ver cómo el partido —que puede pensarse como un instrumento transitorio de la emancipación obrera y popular— deviene en este sentido un fetiche. No quiero burlarme de todo esto: fue una época de pasión política que ya no podemos continuar, cuya crítica debemos asumir, pero que fue intensa y cuyos fíeles actores se contaron de a millones. Lo que sin embargo debemos sostener aquí, teniendo en cuenta que nuestro tema es el amor, es que no hay que mezclarlo con la pasión política. El problema político tiene que ver con el control del odio, y no con el amor. Y el odio es una pasión que desemboca inevitablemente en la pregunta por el enemigo. Diremos, entonces: en política, donde existen los enemigos, uno de los roles de la organización, cualquiera que sea, es controlar, intentar anular, los efectos del odio. Lo que no quiere —de ninguna manera— decir “predicar el amor”, sino —y aquí hemos dado con un problema intelectual mayor— dar la definición más precisa y restringida posible de lo que es un enemigo. Y no, como durante casi todo el siglo pasado, la definición más vaga y laxa posible.

¿Conviene entonces separar el amor de la política?

Una buena parte del trabajo del pensamiento contemporáneo tiene que ver con separar lo que fue indebidamente mezclado. De la misma forma que la definición del enemigo debe ser controlada, limitada, llevada al mínimo, el amor, como aventura singular de una verdad de la diferencia, debe ser rigurosamente separada de la política. Cuando menciono la hipótesis comunista, quiero solamente decir esto: las formas futuras de la política de emancipación deberán inscribirse dentro de una resurrección, una recuperación de la idea comunista, la idea de un mundo que no esté librado a los apetitos de la propiedad privada, de un mundo de libre asociación y libertad. Para decir esto, contamos con nuevos utensilios filosóficos y no pocas experiencias políticas localizadas, cuya reflexión es novedosa. El amor se encontrará más a gusto en este marco para reinventarse que en el del furor capitalista. Porque es seguro que nada que sea desinteresado se siente cómodo en este furor. Ahora bien, el amor, como todo procedimiento de verdad, es esencialmente desinteresado: su valor solo reside en sí mismo, y este va más allá de los intereses inmediatos de dos individuos comprometidos con él. El contenido de la palabra “comunismo” no está en relación inmediata con el amor. Sin embargo, esta conlleva para el amor nuevas condiciones de posibilidad.

Existe otra dimensión posible para las derivas del amor en la política comunista: las historias de amor construidas sobre un fondo de huelgas u otros movimientos sociales. A menudo usted insiste sobre esta dimensión, porque ella permite que la transgresión del amor se acerque a la transgresión política del momento. ¿Cuál es la especificidad de estos amores de combate?

Soy tan sensible a este aspecto de las cosas, que le dediqué buena parte de mi actividad como novelista o dramaturgo. Así es como mi pieza L’Écharpe rouge [La bufanda roja] cuenta en detalle los amores distantes de unos hermanos (un hombre y una mujer) en medio de los avatares de un movimiento político, que conlleva guerras populares, huelgas, meetings… En mi novela Calme bloc ici-bas[4] —cuya trama formal es la de Los miserables de Hugo—, el fresco revolucionario contiene el amor que un obrero chiíta, Ahmed Aazami, siente por una terrorista, Élisabeth Cathely; luego, el de Simon, hijo de Élisabeth, adoptado por Ahmed tras la muerte de ella, por Claude Ogasawara, poeta e hija de un reaccionario de nota. En todos los casos, se trata de poner en evidencia no la similitud entre el amor y el compromiso revolucionario, sino una especie de resonancia secreta que se da, en el nivel más íntimo de los sujetos, entre la intensidad que adquiere la vida cuando es puro compromiso bajo la égida de la Idea y la intensidad cualitativamente diferente que le confiere a la existencia el trabajo de la diferencia en el amor. Es como si fueran dos instrumentos de música completamente distintos por su timbre y su fuerza pero que, al ser convocados por un gran músico en el mismo fragmento musical, misteriosamente convergen. Y permítaseme —llegados a este punto— una pequeña confidencia. Incluí en estas obras, con seguridad, un balance de mi vida durante los “años rojos”, entre Mayo del 68 y los años ochenta. Durante esos años forjé la convicción política a la que luego fui fiel de manera implacable; “comunismo” es uno de sus múltiples nombres posibles. Pero durante esos años también estructuré mi vida futura en torno de procesos amorosos de alguna manera definitivos. Lo que vino luego, en el mismo orden, fue iluminado por ese origen y por la duración de ese origen. En particular, ya lo mencioné, la convicción, tan amorosa como política, de que jamás hay que renunciar. En aquel momento, entre política y amor, mi vida encontró el acorde musical preciso que le aseguró la armonía de ahí en más.