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LAS primeras reuniones se realizan en la sala especial de la junta directiva en el piso tres del canal. Es una oficina amplísima, sobria y elegante, con las paredes pintadas de un gris pálido, suave. Los muebles son de diseño, todo en cuero, metal y también vidrio. En una larga pared descansa una inmensa pantalla de plasma, acompañada por equipos de última tecnología. Un servicio de mesoneros uniformados ofrece café y agua cada media hora.

—Esto me recuerda el comienzo de Santa Pecadora —comenta, con leve ironía, Manuel Izquierdo.

Diez años atrás, en otra de las crisis de audiencia, el canal le había encargado al libretista inventar una historia trepidante, un relato agresivo, capaz de medirse y vencer a la exitosa teleculebra que se mantenía en primer lugar de sintonía en el canal 9. La competencia estaba ganando con una propuesta tradicional, cuyo proyecto argumental era la restitución de la familia. Era un melodrama conservador, centrado en una protagonista clásica, una muchacha buena, humilde, honesta, y virgen, obviamente, muy virgen, virgen hasta en las vocales, que se enamora de un hombre rico que, por desgracia, ya está casado. Rosalinda, se llamaba. Rosalinda se llamaba la muchacha y también la telenovela. Si bien su amor era puro, su moral era todavía más pura y contundente. Rosalinda decidía sacrificar sus sentimientos antes que destruir un hogar ya constituido. Lo que ella no sabía era que, a su vez, en secreto, el hombre de su vida también se estaba sacrificando, se había casado por obligación, con una mujer mayor que él, una villana que tenía el poder de arruinar a su familia en cualquier momento.

—¿Qué cantidad de mierda hay que tener en la cabeza para ver un bodrio como ése? —había preguntado Izquierdo en aquella ocasión.

Nadie le dio una respuesta precisa. La mediocridad no se mide, no tiene límites, siempre puede ser más. Querían otra basura igual, o peor, o mejor, no importaba; necesitaban ganarle a Rosalinda como fuera. De cualquier manera. Esa era la única instrucción. Ese era el desespero. Reunieron a todos los escritores de la planta, les plantearon la emergencia, les pidieron que en tres días cada uno hiciera una propuesta. Fue entonces cuando Manuel Izquierdo se presentó con su idea. No trajo un papel, no escribió una sinopsis. Casi al final de la reunión, cuando le llegó el turno de tomar la palabra, Izquierdo dijo que, en televisión, las buenas ideas son las que se pueden resumir en una sola línea.

—Yo creo que hay que atacar de frente, con una historia cruda, con un escándalo. Yo les propongo la historia de una monja que se mete a puta —dijo.

Así nació Santa Pecadora.

—Al principio fue igual —Izquierdo se dirige directamente al joven Manzanares—, como ahora, aquí —el libretista lame las palabras, las estira hasta conseguir un tono burlón—, en el salón especial, en el piso tres, donde se reúnen los vicepresidentes ejecutivos... Éramos la gran esperanza, el milagro, todo el mundo nos saludaba, nos celebraba. Pero después, cuando comenzaron a llegar los resultados del rating y el canal vio que no le hacíamos ni cosquillas a Rosalinda, todo cambió. A la primera semana, ya éramos unos mal vestidos en el piso tres. A la segunda semana, nos bajaron a una oficina del piso uno. A la tercera semana, todo el mundo hablaba pestes de la telenovela y de mí, por supuesto; todos supuestamente me lo habían advertido, todos supuestamente ya lo habían señalado, todos supuestamente sabían desde el principio que Santa Pecadora iba a ser un fracaso.

—Ya, ya, Manuel. Tampoco exageres. —Quevedo intenta matizar el sarcasmo, luego se voltea hacia Pablo, en plan de ofrecerle una explicación—: Es una ley de la industria, Pablito. El éxito tiene muchos padres, el fracaso es huérfano.

El joven mira entonces a Izquierdo, esperando su respuesta, otro comentario ácido que cuestione lo que acaba de decir el vicepresidente de Proyectos Especiales. Pero sólo se encuentra con una mueca amarrada en el rostro del guionista. Izquierdo sostiene una sonrisa burlona entre los labios. No deja de mirarlo.

—¿Pablito? —repite, con sorna.

Estuve a punto de pararme ahí mismo y de salirme de una vez de la oficina. De la oficina, del canal, de ese maldito trabajo en el que me metió mi mamá. Lo que me molestó fue la cara de Manuel Izquierdo. Su mirada. Como diciéndome: ¡y encima te dicen Pablito! ¡Ay, carajo! Cuando se lo conté a Randy, él de inmediato sacó la rima, estaba ahí mismo, fácil, de a toque: Pablito—mariquito. Eso fue lo único que le faltó decir a Izquierdo. Pero tampoco tenía necesidad de hacerlo. Con su mirada me lo dijo. Con la sonrisa. También hay palabras invisibles, que están ahí, aunque nadie nunca las diga. Suenan sin sonidos. No sé si me explico.

Yo pasé el resto de la reunión de mal humor, como si en el fondo de mi cuerpo tuviera un animal dando vueltas, gruñendo. Y lo peor es que me tocó hablar, el señor Quevedo me pidió que contara cómo iba lo del casting. A Izquierdo le pareció muy divertido el relato de mi trabajo de exploración. Se rió en varias ocasiones. Pero también hizo algunas preguntas, como si en realidad estuviera interesado en el tema, en la experiencia. Es un hijo de puta. Hizo unos chistes burlones, dijo que por qué no poníamos un aviso clasificado en la prensa. Se solicitan indigentes para actuar en programa de televisión, eso decía, cuajado de la risa. El señor Quevedo sonreía pero por puro disimulo, era obvio que no le gustaba para nada su actitud. Pero, al final, se impuso. Tampoco permitió que el tema perdiera seriedad, sólo dejó que Izquierdo se divirtiera un rato y después dijo se acabó, no con esas palabras, pero sí fue un se acabó y ya basta, pidiéndome que hiciera un resumen de todo lo que yo había hecho.

Quizás, si Izquierdo no hubiera estado ahí, o quizás si Izquierdo no fuera tan mala leche, yo lo habría contado todo. Me lo callé porque no quería exponerme, no quería darle más chance a Izquierdo. Además, fue una cosa que hice aparte, por mi cuenta, con Randy. Tiene y no tiene que ver con lo del programa, pero tal vez hubiera servido de algo. A Randy le interesó el tema de los mendigos. El dice que quiere escribir una novela sobre mendigos. Randy también es narrador. Aunque hasta ahora sólo ha escrito un cuento. Yo lo leí, es bueno. A Randy le gustan las historias fuertes. Ese cuento es sobre unas putas que le cortan la pinga a un policía. Es durísimo. Uno se lo imagina todo clarito. Uno va leyendo y tiene que cerrar los ojos, o más bien, cerrar las piernas, juntar las rodillas, porque ve la escena perfectamente, porque siente la navaja ahí.

A Randy se le ocurrió la idea de que fuéramos a husmear debajo de uno de los puentes que quedan cerca de la universidad. El dijo husmear. A mí jamás se me hubiera ocurrido usar esa palabra.

Randy tiene un primo que es policía. Le dicen Chuleta. Nunca he sabido cómo se llama en verdad, y de nada serviría saberlo, todo el mundo lo llama Chuleta. Es como si hubiera perdido el nombre. Fue Chuleta quien le habló a Randy de ese lugar. Debajo de ese puente hay una ciudad llena de mendigos, algo así dijo. Un jueves en la noche nos llevó. Nos pasó buscando por la universidad, luego dimos algunas vueltas en el carro de Chuleta, un viejo Malibú descascarado. Tan viejo que tenía casetera. A buen volumen, sonaba un conjunto de música evangélica. A ritmo de salsa ligera, escuchábamos una versión rítmica de la parábola del hijo pródigo. Eso me lo había advertido Randy desde el principio: Chuleta se había pasado a la religión. Esas fueron sus palabras, así lo dijo. Un día llegó a su casa y se puso a gritar que estaba harto, que lo dejaba todo. Y así fue. Dejó el alcohol, dejó el cigarrillo, dejo la coca, dejó hasta a su mujer y a sus hijos, y se fue a vivir a una pensión del centro. Ahora siempre anda con un cigarrillo, partido por la mitad, entre los labios. Nunca lo enciende, pero tampoco nunca lo suelta. Chuleta miraba hacia la noche, con el cigarrillo colgando en una esquina de su boca. Del espejo retrovisor guindaba un escapulario morado. Tampoco hablaba mucho. Nos preguntó para qué queríamos ir a ese lugar. Randy le contó que queríamos escribir algo ambientado en lugares así. No le dijo nada del programa, ni que yo trabaja en televisión, en eso habíamos quedado. Sólo le dijo que teníamos un interés literario. Chuleta me buscó con la mirada, a través del espejo retrovisor. Supongo que le pareció raro. Randy insistió, le contó un poco su idea de escribir una novela sobre una banda de indigentes que se organiza y logra controlar toda la ciudad. Chuleta escuchaba en silencio, al final sólo asintió y, después, le subió un poco el volumen a la música.

Era verdad. Había un barrio debajo de ese puente. Parecía que caminábamos dentro de una cueva de una película de ciencia ficción. Sobre nuestras cabezas, se repetía el ruido de los automóviles, cruzando por la autopista. De vez en cuando, también sonaba alguna corneta. Nos detuvimos a la entrada, no había nadie. Nuestros pasos producían un eco metálico. Apenas el resplandor diminuto de una bombilla, ahorcada en un cable descuidado, pegada a un muro, iluminaba de manera desigual el pasillo en donde nos encontrábamos. Todavía estábamos en la entrada. Hacia adelante, se abría todo el espacio, lleno de sombras y pequeñas luces, había casas más establecidas, construidas con bloques y cemento, otras eran una simple reunión de tablas y planchas de zinc. Frente a una de ellas, alguien había dejado una hornilla de gas encendida. Sobre ella reposaba una vieja olla de la que todavía salía un poco de humo. Pero todo el lugar olía a moho, a una humedad sucia. A lo lejos, se escuchaba el ruido de una radio. Parecía que transmitían un juego de béisbol.

¿Usted está seguro de que es acá?, pregunté, sin mirarlo, cada vez más asustado.

Ajá, escuché que dijo Chuleta. Pero sentí que también estaba alerta. Randy se encontraba muy cerca de mí. Miraba todo con una rara sonrisa. Parecía excitado.

Shhh. Algo así dijo Chuleta, de pronto.

Después todo ocurrió demasiado rápido y al mismo tiempo: gritos, ruidos, movimientos, hasta un disparo. Fue el propio Chuleta quien disparó, justo antes de gritar coño, carajo o no sé qué más. Ni siquiera sé si dijo ¡corre!, pero yo sí escuché ¡corre!, un ¡corre! durísimo, urgente. Y de pronto nos vi a Randy y a mí corriendo como locos. No observamos ni dijimos nada, sólo corrimos. Porque lo único que había eran sombras. Randy dice que él vio una figura con un machete. Que ahí había alguien. Quizás lo imaginó. Alguien se movió cerca, tenía un objeto brillante en la mano, te lo aseguro, eso repetía Randy. Yo sólo recuerdo que el sudor me quemó. Eso debe ser la adrenalina, adrenalina en estado puro. Pero por supuesto que no me paré a esperar nada, a escuchar nada, a ver bien qué estaba pasando. Salimos disparados hacia el carro que estaba estacionado sobre una acerca, a media cuadra del puente. Los dos llegamos antes que Chuleta. Ahí fue cuando sonó el disparo. Ahí fue cuando me cagué de verdad. Me congelé, así mismo, con la mano pegada a la puerta del carro, con la boca abierta, y ese frío que me ardía por todo el cuerpo. Ay, carajo. Miré a Randy. Creo que él estaba igual que yo. Pálido. Randy es moreno pero estaba pálido. Cuando Chuleta apareció jadeando desde las sombras, casi corrimos a abrazarlo. Nunca vi a nadie, nunca supe qué nos amenazaba, pero obviamente algo pasaba, nos rodeaba una sensación de peligro, había una tensión en el aire, en la noche; un peligro agazapado, como si las sombras pudieran hacernos daño en cualquier momento. Chuleta traía en la mano derecha una pistola. Con un gesto nos indicó que nos metiéramos en el carro. Tampoco nos dio más explicaciones. Gritó tres o cuatro insultos. Cabrones, dijo. Hijos de puta. Malditos maricos, también dijo. Cosas así. Y luego se colgó un cigarrillo entre los labios, el mismo cigarrillo partido por la mitad que nunca enciende. Apenas prendió el carro, también comenzó a sonar la vieja casetera. La canción decía que Dios no nos abandona jamás.

La televisión logra que los absurdos más enormes a veces nos parezcan sensatos, coherentes. Esa es su misión, su destino: ofrecer una lógica. Diariamente inventa, produce o reitera distintos sentidos de realidad. Los hace digeribles, potables. La televisión vuelve verosímil cualquier cosa, incluso un proyecto como el de Quevedo. Quizás, en el fondo, esa descabellada idea de hacer un reality show con indigentes no es tan diferente a todos los otros proyectos en los que he estado desde que comencé en el canal. Quizás los tiempos cambian y ya ni siquiera me doy cuenta.

Cuando acabó la segunda telenovela para la que escribí, quedé de pronto sin trabajo concreto, sin nada por delante. Ya era un dialoguista, tenía bastantes capítulos en mi expediente, y necesitaba que el canal me asignara a otro equipo, a otro proyecto; o que, si no, algún otro autor o adaptador me pidiera, requiriera mis servicios. Después de dos semanas, la licenciada Guzmán, de Recursos Humanos, me notificó que, a partir del lunes siguiente, comenzaría a trabajar en el equipo de Primavera, la nueva obra de Teresa De La Fuente. No tenía ni idea de quién era ella. De entrada, hasta su nombre me pareció de telenovela, pensé que de seguro se trataba de un pseudónimo, de un nombre artístico, acorde con el melodrama tradicional. Cuando la conocí, me pareció una señora mayor, una mujer en avanzado estado de descomposición. Ahora me resulta una apreciación injusta: casi estoy a punto de escribir que era una mujer joven, apenas tenía sesenta años. Hablaba con afectación, apretando o estirando excesivamente algunas letras. Pasaba horas con el codo apoyado en el lomo de su máquina de escribir, meditando en las secuencias de cada capítulo, inventando las escenas que tendríamos que dialogar. Se mantenía casi inmóvil, en esa posición que imitaba al pensador de Rodin, con la mirada extendida hacia la única y pequeña ventana que había en la oficina. Los tres libretistas del equipo, mientras tanto, esperábamos. Teresa De La Fuente creía en la inspiración.

La labor de todo jefe de equipo consiste fundamentalmente en «diagramar». Se trata de inventar la estructura narrativa de cada capítulo, escena por escena, poniendo en pocas líneas qué sucede, qué personajes se juntan, de qué hablan... Casi siempre, el mismo autor reparte entre sus libretistas esas escenas. Ahí comienza la fábrica de la escritura. Luego se juntan todas las partes, el autor ensambla y corrige, revisa y ajusta, y manda finalmente el capítulo al productor. Así, día tras día, a lo largo de todos los meses que dure la telenovela. Primavera tuvo trescientos dieciocho capítulos. Teresa De La Fuente, día tras día, creaba un nuevo absurdo, otra situación que a ella le parecía muy dramática y a mí me resultaba muy descabellada. La más truculenta e incoherente que recuerdo es la situación con la médula. Primavera Martínez, la protagonista de la historia, había dado a luz a una pequeña niña. Ya llevábamos más de ciento cincuenta capítulos. La niña era hija del protagonista, algún Pedro Antonio o Francisco Ernesto que ahora no recuerdo. Pero él, obviamente, no lo sabía. El creía que la niña era la hija de otro hombre, del villano de la historia, por supuesto, su rival, un personaje tan perverso que se levantaba cada mañana preguntándose: «¿Cómo puedo hacerle daño hoy a Primavera?»

A esta niña, inocente de todo, a la vuelta del capítulo ciento sesenta y tres, pongamos, con apenas cuatro añitos de edad, le descubren de pronto una leucemia fatal. Sin saber que es su propia hija, por puro noble corazón, por puro amor a Primavera, el galán de la historia decide cederle una porción de su médula. Se ofrece como donador para un trasplante. El villano, aliado con la mala de la historia, hace lo imposible por impedir que la operación milagrosa ocurra. Por más de quince capítulos, Teresa De La Fuente tuvo a la malvada de la telenovela cargando una cava de plástico en cuyo interior, envuelta en hielos secos, estaba una porción de médula del protagonista, la porción de médula que podía salvar la vida de la pobre niña, quien, desdichada, agonizaba mientras tanto en una sala de terapia intensiva de un hospital.

A mí me costaba aguantar la risa cuando leía las diagramaciones. Me parecía increíble que pudiéramos estar escribiendo una secuencia tan asombrosamente delirante. Veía a Teresa De La Fuente, apoyada en su máquina, con las pupilas extraviadas en los cristales de la ventana, raptada por la emoción del melodrama. Así iba imaginando cada escena.

CAPÍTULO 163

DIAGRAMACIÓN

7,193 ESCENA 1— INTERIOR. HOSPITAL. OFICINA DOCTOR ROBLES. DÍA

EN SECUENCIA CON CAPÍTULO ANTERIOR, RETOMAMOS LA SITUACIÓN. EL DOCTOR ROBLES REITERA SU DESPRECIABLE INSINUACIÓN: ÉL PUEDE SALVAR A LA NIÑA, CONSEGUIR OTRA MEDULA, PERO, A CAMBIO, PRIMAVERA DEBE ENTREGÁRSELE, DEBE SER SUYA. PRIMAVERA, CON EL ALMA LLENA DE ANGUSTIA Y CON LOS OJOS LLENOS DE LÁGRIMAS, SE CONTIENE, LE DICE AL DOCTOR QUE ES UN COCHINO, QUE LO QUE LE ESTÁ PROPONIENDO ES UN ASQUEROSO CHANTAJE. LE PREGUNTA CÓMO PUEDE JUGAR ASÍ CON LA VIDA HUMANA. EL DOCTOR ROBLES LE RESPONDE QUE ÉL SÓLO ESTÁ LUCHANDO POR LO QUE SIENTE, QUE ÉL ESTÁ HACIENDO TODO POR ELLA. «PIÉNSALO, PRIMAVERA», LE DICE... «TÚ PUEDES SALVAR A TU HIJA.» Y SALE DE SU OFICINA, DEJANDO A PRIMAVERA PENSATIVA, SUFRIENDO, INDECISA.

CORTE A:

A partir de esa información, el dialoguista debía escribir, recrear, inventar, una escena, con sus personajes, sus movimientos, sus conversaciones. Cada capítulo de una hora puede tener, dependiendo del tipo de telenovela y del estilo del escritor, entre treinta y cinco y cuarenta escenas. Así, una tras otra, Teresa De La Fuente diseñaba cotidianamente nuestras jornadas de trabajo. Cada día que pasaba, yo me sentía más admirado ante las infinitas posibilidades de incoherencia que podía tener un folletín televisivo. Pero la audiencia no parecía darse cuenta. No le importaba nada de eso. La lógica estaba en otro lado. Una vez, con cierto ánimo verista, le pregunté algún detalle científico sobre los trasplantes de médula a la autora de la obra. Teresa De La Fuente me miró de arriba abajo y luego, con piadosa autoridad, me dijo: «En el país hay tres escuelas de medicina. La de la Universidad Central, la de la Universidad de Los Andes y la Escuela de Medicina de Corín Tellado, donde estudiamos usted y yo.» Era su forma de decirme que nuestra relación con la realidad era también una fantasía, que en la ficción televisiva la relación causa efecto podía ser un azar.

Pero la naturaleza es terca. Siempre está ahí. Su guión es distinto. Y aparece cuando uno menos lo espera. El día que escribíamos el capítulo doscientos diecisiete de Primavera, a mi madre le diagnosticaron leucemia.

—Exactamente, ¿qué quieres que haga? —Izquierdo deja caer la pregunta sobre la mesa, ya un poco harto, como aceptando su rendición.

El joven mira a Quevedo. Ha pasado casi la mitad de la reunión en un severo mutismo. Ahora él también luce incómodo.

—Quiero que nos ayudes a envenenar el reality.

Izquierdo menea negativamente la cabeza.

—¿Envenenar? —Pronuncia la palabra con un tono especial, inflándola, llenándola de dudas.

Ahora es Quevedo quien tan sólo mueve la cabeza, asintiendo.

—Tú sabes que los formatos son muy rígidos. No puedes hacer eso. Un reality es un reality y ya. No te pongas a inventar.

—Justamente eso es lo que quiero hacer: inventar. ¡Romper paradigmas!, como dicen ahora. Quiero que ese reality, en el fondo, sea como una telenovela, la telenovela más real de todas, la mejor telenovela de la historia.

Izquierdo suspira sonoramente, repite el gesto que usa cada vez que desea evadirse: deja que sus pupilas se deslicen hacia una pared blanca, deseando poder perderse en esa nada, hundirse en esa nube aplastada sobre el muro.

—Ya no se cómo repetírtelo —dice. Lo mira—. Vas a poner la cagada —susurra, finalmente.

—Tú vas a ver que no. Todo lo contrario.

El plan de Quevedo con el casting es resolver el asunto legal y elegir a siete indigentes.

—Que tengan talento, que tengan algo especial. La idea no es agarrar al primer loquito de carretera que encontremos —afirma.

Aunque tampoco quiere que estén demasiado destruidos. Lo ideal es que se vean sucios, abandonados, pero que su daño no sea irreparable.

—No queremos a gente que tenga el cerebro frito. Estamos ofreciendo una ilusión —repite—, no lo olvides. La audiencia, desde el primer momento, tiene que pensar que debajo de toda esa mugre se esconden príncipes y princesas.

Mientras escucha, Izquierdo no deja de moverse en su silla, cambia de posición, muda una pierna, otra, se estira. Casi pareciera que una iguana da vueltas en el interior de su cuerpo.

—¡Es el viejo cuento del patito feo, coño! ¡Un clásico! ¡El pobre que se vuelve Rey!, ¿quién fue el que escribió eso? ¿Julio Verne?

Izquierdo vuelve a mirar hacia la pared.

Quevedo quiere lo mejor de lo mejor. Unos indigentes que sepan hablar, que puedan moverse con cierta soltura, que tengan alguna mínima disposición para la actuación.

—Estás completamente loco. Eso es imposible.

El libretista hace un recuento de la historia de los reality, enumera sus características, destaca las diferencias obvias, repite la palabra obvias varias veces, entre un formato de ese estilo, con personajes que tienen algún tipo de vínculo fáctico con la realidad, y los programas seriados de ficción pura, regidos por otras leyes dramáticas y otras condiciones de producción.

—Nada es imposible en la televisión, tú lo sabes.

Quevedo habla de la flexibilidad de la producción audiovisual. Apela al riesgo, a la innovación. Insiste en proponer un hilo conductor profundo que es similar a ambos formatos. Son programas aspiracionales. El reality también vende un sueño. Siete personas desconocidas, que salen de la calle, de la miseria; siete personas que no son nada y que de pronto están ante un milagro, ganan un premio muy especial, la mejor oportunidad del mundo: vivir en la televisión.

—El destino, que somos nosotros, les da una segunda oportunidad. No es un mal nombre para el programa, por cierto. ¡Una segunda oportunidad! ¿Les suena? Todos quisiéramos eso en la vida. Y si vives debajo de un puente y estás comiendo mierda, más todavía, ¿o no?

Izquierdo se mantiene firme sobre la línea desdibujada del escepticismo.

—Antes hablaste de seis indigentes, ahora hablas de siete.

—Es lo mismo. Vamos a hacer un casting de seis, vamos a conseguir seis desdentados de la calle. El séptimo lo vamos a poner nosotros. —Quevedo, sonríe, abre una carpeta amarilla que tiene sobre la mesa, saca de ella varias fotografías—. Debería decir más bien la séptima. Miren esta belleza —añade, arrimando la foto hacia Izquierdo y hacia Pablo—. Tiene veinte añitos.

Las fotos: una muchacha joven, de cabello negro. Ciertamente, su edad respira en cada poro de su cuerpo. Tiene una piel bronceada que contrasta con el destello verde de sus ojos. Sonríe con naturalidad. Izquierdo mira el retrato y arruga un poco el entrecejo. Quevedo está atento a sus reacciones.

—Tiene un aire, ¿no? —dice Quevedo, de pronto.

Izquierdo no contesta. Pablo Manzanares no entiende. Toma otra fotografía, la observa, tratando de encontrar un detalle que lo ayude a comprender la frase.

—La primera vez que la vi, pensé lo mismo —continua Quevedo—. Inmediatamente, recordé a Beatriz Centeno.

Al oír el nombre, Pablo gira su rostro y clava su mirada en el libretista.

—¿Usa lentes de contacto de color o en verdad tiene los ojos verdes?

—¿Acaso eso importa? No preguntes pendejadas, Manuel.

En el segundo retrato, la muchacha aparece en traje de baño, al borde de una piscina. Es un bikini azul turquesa que deja ver la perfección de sus caderas; la cintura breve, alzándose suavemente hasta tropezar con unos senos redondos, erguidos. Los hombros desnudos casi parecen flotar sobre el resto del cuerpo. La sonrisa vuela.

—Está más buena que comer con los dedos, no lo niegues.

Izquierdo insiste en mostrarse remolón, distante. Quevedo, sin dejar de sonreír, toma una segunda carpeta y extrae otras fotografías.

—Aquí tengo más.

Lleno de una sobredosis de optimismo, comienza a pasarles otros retratos.

—No le mires los ojos —le dice a Izquierdo—. Mírale las tetas, el culo; mira esa boquita... Y además de todo —añade— el cojo Andrade me aseguró que tiene talento. Acaba de empezar a estudiar en la academia de actores del canal. Nadie la conoce. No ha salido nunca en la pantalla. Ni siquiera en una propaganda. Es justo lo que necesitamos.

Los tres quedan en silencio por unos segundos. El muchacho mira embelesado las fotos de la joven aspirante a actriz. Izquierdo sabe que ya está cercado, que no puede hacer nada. Cada vez que siente ganas de abandonar la reunión, recuerda su contrato. Después de tantos años en la industria, la ética también es sólo un género televisivo, otro posible programa. Entiende que Quevedo está buscando una nueva oportunidad, su segunda oportunidad. Como todos. También a él, eso mismo le ofrece la televisión. También él quiere encontrarle algún sentido a la inutilidad de su existencia. Para eso está la pantalla. Eso es. Por dentro y por fuera. Todos necesitamos una luz que nos ayude a vivir.

—Imagínensela sucia, con el pelo enmarañado, vestida con ropa vieja... —dice Quevedo, soltando la última foto en el centro de la mesa—. Imagínensela como una muchacha pobre, perdida, descalza. —Quevedo hace otra pausa; un breve resplandor se instala en sus ojos, sonríe con satisfacción—. ¡De mendiga a millonaria! ¡Ese es el sueño de todos! ¿A quién no le gustaría tener otra vida, una vida distinta, una vida mejor?

En la fotografía, la muchacha aparece casi desnuda, tendida sobre un piso de madera, medio abrazada a una pashmina de color naranja. Mira a la cámara con cierto desafío. Sonríe. Como si tuviera mucha fe en su futuro.