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LLEVO dos semanas que no me aguanto. No le he contado nada a mi jefe porque tampoco quiero quedar como un niñito acuseta. Le dije que Izquierdo no había llegado a la reunión y ya. El no le dio demasiada importancia. Dijo que lo llamaría. Después no he sabido nada más pero tampoco he podido olvidar el asunto. Estoy tan molesto conmigo. Siempre me pasa lo mismo, en un momento así nunca sé cómo reaccionar, las sorpresas me paralizan. Pero después, a medida que van pasando los minutos, las horas, los días..., se me van ocurriendo cosas, reacciones, respuestas que he debido darle a ese idiota cuando me llamó lameculos. Todavía, en la mañana, cuando me despierto y voy al baño, cuando me miro en el espejo me da rabia. Me pongo rojo por dentro. Hasta he tenido ganas de buscar su teléfono, entre los papeles de la secretaria del señor Quevedo, y llamarlo. Mira, pendejo, le diría. ¿Quién te crees que soy yo, ah? Pero ahí se me acaba todo, se me termina la imaginación. Un poquito más allá, pues. Porque entonces lo veo del otro lado de la línea, de lo más tranquilito, contestándome: ya te lo dije. Tú eres el nuevo lameculos de Quevedo. Así de simple. Sonriendo. Y luego cuelga. Y luego el clic, la línea muerta. Y yo, otra vez, en lo mismo, paralizado, molesto, sin saber qué decir, sintiéndome peor.
Sólo se lo conté a Randy. Y por supuesto que Randy se rió mucho. Randy piensa que Manuel Izquierdo es un tipo interesante, le parece divertido lo que le he contado. Te molesta porque es cierto, me dijo. Eso es lo que pasa. Lo que dice el tipo te saca la piedra porque es la verdad, porque en el fondo tú te sientes así, me repitió. Y yo le dije: sentirse lameculos no es algo muy sabroso, pana. Y él no me dijo nada. Tan sólo hizo un gesto, abrió los brazos, estiró los brazos más bien. Y luego me lanzó una pregunta que fue un balazo. Porque eso también tiene Randy: es preciso, dispara en el blanco, sabe cómo desarmarme con una sola pregunta.
¿Tú le has contado a Emiliana que estás trabajando en la televisión?
Me dejó en el sitio, paralizado.
Claro que no. Ni que fuera loco. Podría perderla. Aunque todavía no la tengo, podría perderla. Sería un fracaso adelantado. Una forma de arruinar la posibilidad de tener algo con ella.
Emiliana es la mujer más hermosa que yo he visto en toda mi vida. Randy dice que con ella se me acható el cerebro. Que estoy perdido de infantil, de pendejo. Y quizás tiene razón. Parece que tuvieras catorce, dice Randy. Y eso porque Emiliana me pone tonto, me pone cursi. Emiliana me pone poco literario. Es la verdad. A mí jamás me había pasado eso antes. Me gustaban algunas chamas, sí, claro. Sentía cosas. Pero nunca hasta ahí, hasta quedar como un tarado. La veo y siento que me meto un churro de mariguana. Ella es un viaje express. Y si me mira, floto. Yo nunca antes me había quedado sin palabras delante de una mujer. Con Emiliana, se me borró la lengua. Me quedé sin saliva.
Yo la conocí el día de las inscripciones en la Escuela de Letras, cuando todos empezamos en el primer semestre. Cuando digo la conocí quiero decir que la vi, que de pronto apareció en mi vida, que cruzó delante de mis ojos. Y fue así. Por primera vez, desde que sé de mí, me sentí así. Sin palabras. En el vacío. Iba sola. Llevaba puesta una camisa sin mangas, azul clara, bluyines y sandalias. Traía el cabello por los hombros, suelto. Los zarcillos eran dos pececitos. Lo recuerdo tan claramente. Hasta sus orejas me gustaron. Yo sentí que ella se deslizaba y que yo me quedaba temblando por dentro. Emiliana tiene la piel color chocolate, el cabello castaño y los ojos muy negros. Cuando sonríe, del lado izquierdo, se le forma un hoyito en la mejilla. Tiene los labios gruesos. Es menuda, quiero decir que no es muy alta, tampoco es ancha, no tiene todas las curvas del mundo, pero no me importa. Tiene las curvas que yo necesito. Es pequeña, pero está muy bien formada. A veces la he imaginado desnuda, de pie sobre mi cama. Así me gusta imaginarla: yo estoy tendido en la cama, leyendo. Leo cualquier cosa, lo que toque, o el libro que ella quiere que yo lea. Porque Emiliana también está ahí, en mi cama, sentada, con un libro en las manos y la espalda apoyada en la pared. El sol que entra por la ventana se tropieza con su cuerpo y produce un efecto maravilloso. Su figura está como mareada de luz. Yo le echo broma, le digo algo. No sé qué porque es una imaginación sin palabras. En cuanto a fantasías con Emiliana yo todavía estoy en la etapa del cine mudo. Ella medio sonríe. Yo le digo algo. Ella me mira y vuelve a sonreír. Yo insisto, digo otra cosa y entonces ella, de repente, deja el libro, se incorpora y comienza a dar pequeños saltitos, de pie, sobre el colchón. Su sonrisa es cada vez más picara, más cómplice. Y entonces comienza a desnudarse. Así. Parada sobre mi cama. Brincandito. Se quita la camisa. Se desabotona el pantalón. Puedo ver la línea perfecta de su cadera. Mi respiración cuelga ahora de esa franja breve, de esa línea que está entre su ombligo y el borde de su pantaleta. Podría caerme en cualquier momento en ese precipicio. Todo lo que soy podría colarse y hundirse por esa franja en ese instante. Jamás en mi vida había sentido que podía derrumbarme así. Desde que la conocí me pasa eso. Cada vez que la veo. Todavía.
La materia de este semestre que más me gusta es sobre la poesía de Lezama Lima. Pero, más que por Lezama y su poesía, me metí por Emiliana. Quizás debería decir que la materia que más me gusta este semestre es Emiliana. Porque ella también asiste a esa lectura dirigida que da el profesor Urbina. Imagen y semejanza: poética de Lezama Lima, así se llama. El primer día de clase, el profesor nos dijo que no iba a dar bibliografía, que sólo leeríamos dos libros del poeta cubano y que todo lo demás lo conoceríamos a través de fotografías. Dijo que a Lezama Lima había que estudiarlo a través de las imágenes. A Randy eso le pareció un insulto, una piratería. El se toma muy en serio la carrera. Quiere leerlo todo, quiere estudiarlo todo. Si sigue así va a terminar siendo profesor. A mí, la verdad, no me importó mucho. La simple coincidencia con Emiliana, en ese mismo curso, era lo único que me interesaba.
Mientras el profesor Urbina mostraba un álbum de fotos de Lezama Lima yo la miraba.
Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.
Emiliana es la muchacha más hermosa que he conocido en mi vida, pero lamentablemente se relaciona conmigo de manera demasiado natural, como si yo no fuera un peligro. Ese es mi fracaso. Eso es lo peor que le puede pasar a cualquier hombre: ser inofensivo.
No. Por supuesto que no le he contado a Emiliana que trabajo en la televisión. Cuando pienso en esa posibilidad, de inmediato recuerdo a Izquierdo, recuerdo lo que me dijo, y sólo siento una piedra atorada en la garganta. Quizás por eso he estado buscando información sobre él. Quizás introduje su nombre en Google sólo por eso, por venganza. Secretamente, esperaba encontrarme con un par de frases que dijeran que era un viejo guionista, mediocre y resentido. Secretamente, me hubiera encantado que la computadora me diera una revancha, que dijera que Manuel Izquierdo era un lameculos. Sin embargo, sólo me arrojó unos breves datos, casi todos de fichas técnicas de diferentes producciones televisivas donde él aparecía como autor o adaptador de varias telenovelas. Nunca nada demasiado original. Al parecer, había tenido una serie de éxitos hace ya algunos años. Había una reseña especial sobre una telenóvela suya, llamada El último hechizo, una polémica obra que se desarrollaba en el ámbito de la brujería. Yo no había visto ninguna. En realidad, jamás he visto una telenovela completa. Me parecen pésimas, simples, balurdas, muy cursis. Nadie actúa bien. Ni siquiera las paredes, las puertas, los muebles.
En un blog dedicado al género, varios foristas opinaban que Manuel Izquierdo ya estaba quemado, que era un hombre con un pasado lamentable y sin futuro. Me gustó ese blog. Ahí fue donde descubrí lo de la fiesta. Una forista se refirió al suceso, como recordándole al resto de la comunidad un pecado que, según ella, también condenaba moralmente al libretista, definía qué clase de persona era. Tuve que investigar más. Así supe que Manuel Izquierdo también había aparecido en las páginas rojas, en las noticias policiales.
No fue fácil. El hecho había sucedido hacía ya doce años. Pero siempre hay una persona dispuesta a escanear la vida ajena. En otro blog, alguien se había dedicado a reproducir un periódico de la fecha. Todo tenía ver con una redada policial, en un apartamento en el este de la ciudad, donde habían detenido a algunos miembros de la farándula. En la nota, se refería o se insinuaba que se trataba de una orgía y se aseguraba que la policía había encontrado droga. Mucha cocaína. Todos los que estaban participando en la fiesta fueron llevados y fichados en la comisaría. Había varias actrices, un par de extras, un director de cámaras, un luminito, dos productores de piso y un libretista. Manuel Izquierdo aparecía en una de las fotos. Lucía mucho más flaco, sin barba, con unos gruesos lentes de pasta, y el cabello enmarañado. La fotografía lo mostraba esposado, entre la borrachera, la trona y el susto. Era obvio que el flash de luz blanca lo dejó congelado. Tenía menos cara de hijo de puta. Llevaba una camisa a medio abotonar. A su lado, estaba una muchacha en minifalda. Aun a oscuras y en esa situación, se veía que estaba buenísima, tenía unas piernas sensacionales. Se trataba, según decía la leyenda de la foto, de la actriz Beatriz Centeno. Ella aparecía apurada y en la mitad de un grito, tratando de agachar la cabeza. También estaba esposada. Entre sus manos, colgaba uno de sus zapatos de tacón.
¿Cuánto tiempo gasté buscando en la red viejas revistas amarillistas dedicadas al mundo del espectáculo? Me sentí de la patada. Era cierto: apenas acababa de empezar a trabajar en el canal y ya me estaba embruteciendo. En vez de leer a Lezama Lima estaba rastreando notas de farándula.
De pronto, esta imagen: yo estoy concentrado en el cabello de Emiliana. Ella está dos lugares más adelante. Yo trato siempre de ubicarme en un buen puesto, detrás de ella. Me encanta su cabello ondulado, lleno de crespos; me encanta cómo se reparte sobre su nuca. El profesor me pide que lea unos versos en voz alta. Emiliana se voltea a mirarme, como casi todos los demás alumnos, pero a mí me importan un carajo los demás, sólo veo a Emiliana, más allá del libro. Detrás del poema, está ella. La presiento. Me tiemblan las manos.
Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor,
Ah, mi amiga, que tú no quieras creer
las preguntas de esa estrella recién cortada,
que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.
Emiliana por fin me mira de otro modo. Eso creo. Hay una dulce turbación en sus ojos. Quizás, por fin, me tenga un poco de miedo. Ojalá.
¿Qué pensaría Emiliana si supiera que yo trabajo en la televisión?
Un día como hoy, por ejemplo: le entregué el informe final al señor Quevedo, el resultado de mi primera tarea asignada. ¿Qué pensaría Emiliana si, a través de un huequito, hubiera podido verme?
Según el calendario, tenemos que salir al aire lo antes posible. Esa es otra de las cosas que he aprendido de la televisión. Todo es urgente, todo es para ayer. Pareciera que nunca planifican nada, que todo es al día, según se mueva el público. El señor Quevedo dice que, si el rating sigue así, en cuatro o cinco semanas a más tardar tenemos que estar al aire. Vas a tener que ponerte las pilas con la universidad, me advirtió, esto es muy exigente. Quiero que este proyecto sea tu prioridad. Yo dije que sí, que no había problema. Por primera vez me sentía importante, pensaba que tenía un trabajo de verdad. Ya no era más un asistonto, el hijo inútil del loco Manzanares; ahora estaba en un proyecto especial, hasta tenía una oficina nueva.
Mi primera tarea asignada fue reunirme con el departamento legal del canal y presentarles el reality, explicarles bien la idea. Todos los abogados usan siempre traje y corbata. Me miraron seriamente, también se miraron varias veces entre ellos, me pareció que la idea les preocupó un poco. El que parecía el jefe o el director me preguntó de dónde íbamos a sacar a los indigentes. ¿De dónde vamos a sacar a los indigentes?, yo le llevé la pregunta a mi jefe. No me hizo gracia. Me sentí un mensajero de interrogantes. Pero tampoco podía hacer otra cosa. Los abogados se clavaron en ese punto. Eso no es tan fácil así, no se puede salir a cazar mendigos por las calles, algo así dijeron. En la jerga legal, por supuesto. Y así mismo se lo dije yo al señor Quevedo. Eso no es tan fácil, no se puede salir a cazar mendigos por las calles.
Y eso fue lo siguiente que me propuso el señor Quevedo. Me pidió que investigara, que hiciera una «primera exploración» para un posible casting. Randy no hacía más que joderme. Decía que yo estaba destruyéndole la fantasía de la televisión. Decía cosas así: yo esperaba, coño, que le hicieras casting a unas misses, a unas jóvenes actrices, a unas modelos, y ahora tú sales con que vas a hacerle casting a unos indigentes. Randy afirmaba que yo lo estaba engañando, que en realidad no trabajaba en el canal sino en una oficina de bienestar social de algún ministerio. Lo que tú haces es todavía peor que la televisión cultural, decía. Es más aburrido, también decía. Y lo peor es que tenía razón. Era cierto. Lo que estaba haciendo no tenía nada de glamoroso, no me producía ninguna emoción. Era interesante. Pero la palabra interesante es ambigua. Sirve para decir demasiadas cosas. Es mejor la palabra excitante. Esa sí que no se presta a dudas. Lo que yo estaba haciendo era interesante. Nada más.
Si, como soñaba Randy, yo hubiera estado en un casting de misses, de jóvenes actrices o de modelos, podría escribir ahorita algo sobre las caderas de esas mujeres, sobre qué clase de tetas tenían, sobre sus movimientos, sus formas de mirar, de hablar, sobre sus labios... Randy me hubiera preguntado por la famosa operación colchón. ¿Es verdad que te lo dan todo, que están dispuestas a coger para que tú las elijas y les des un papel en algún programa? Algo así de seguro me hubiera preguntado. No lo sé. También yo tenía esa pregunta bailando debajo de los ojos. Pero mi primera exploración, como la había llamado el señor Quevedo, no tenía nada que ver con eso. No me iba a poner a pensar en la operación colchón en un centro comunitario de apoyo a los sin techo.
Un periodista que había hecho un reportaje sobre los niños de la calle me dio todos los contactos que tenía. Hablé con tres ONG y también visité los centros de ayuda a los indigentes, administrados por las diferentes instancias públicas. Fui a una casa de alimentación, donde reparten comida gratis para gente que no tiene trabajo ni vivienda. Me presenté como un reportero del canal, del departamento de prensa, en plan de hacer un reportaje para un supuesto programa especial de. Etcétera. Tuve que inventar mil pendejadas hasta que la encargada me invitó a conversar con alguna de las personas que estaban ahí. La mayoría eran hombres. Algunos viejos, otros de edad media, pocos jóvenes. Sólo dos de los que estaban ahí parecían idos, como enajenados, de esos que uno conoce como loquitos. De los que caminan descalzos por las orillas de las autopistas. De los que van hablando solos. Sucios y abandonados. Ellos estaban apartados del resto. Uno andaba descalzo y todo lleno de mugre. El pelo parecía estambre. Estaba acurrucado en una esquina, tenía enfrente un plato de sopa lleno de arroz. Comía con la mano. Hoy vino por primera vez, me dijo la encargada. Al principio, tratamos de no presionarlos. Yo quedé asombrado. Poseía una rara flexibilidad. Se sostenía en un extraño equilibrio, como si estuviera sentado sobre su rodilla izquierda, mientras mantenía la pierna derecha totalmente horizontal. Tenía los ojos lanzados hacia una pared, aunque parecía no estarla mirando. Sólo comía arroz con la mano.
El otro estaba sentado en una mesa aparte. También se veía muy sucio, marrón, como si se hubiera bañado en polvo. Parecía estar dormido, con la cabeza gacha, pero de vez en cuando se despertaba, alzaba de pronto la cara y miraba hacia todos lados, como un pájaro, con movimientos pequeños y rápidos. Pero luego el sueño volvía a jalarlo hacia adentro. Iba bajando la mandíbula poco a poco hasta quedar de nuevo rendido, cabizbajo. Me acerqué un poco a él. Olía a mierda. Por eso estaba solo, supuse.
Los demás me parecieron personas bastante normales. Escribí la palabra y me quedé con la sensación de que necesitaba ponerle comillas. A veces pasa así. Randy dice que las comillas son un asunto moral. Que cuando uno se siente mal con una palabra, entonces usa las comillas.
«Normales». Así. Porque las otras personas que estaban ahí no parecían indigentes, tal y como uno los imagina. No eran recogelatas, vestidos con harapos y sin zapatos, desconectados de la realidad, que andan por la calle sin rumbo fijo, de día y de noche, alucinados, buscando entre las bolsas de basura, durmiendo en cualquier esquina. Por eso digo que me parecían normales. Incluso estaba un tipo que me dijo que había estudiado seis semestres de ingeniería química, que conocía Bogotá y que por favor le mandara sus saludos a la actriz Marilda Hoyos. Me dijo que ella había sido vecina suya hace muchos años, cuando vivían en Charallave. Conversé con varias personas. Siempre hablamos de cosas generales, yo tratando de cumplir mi papel de reportero. En el fondo, de me di cuenta de que me daba pena hablar del proyecto, no hubiera sido capaz ahí de contarle a alguno de ellos sobre la idea del canal. Cuando veía a esa gente y trataba de imaginarlos en un programa como el que soñaba el señor Quevedo, inmediatamente sentía un cólico en el estómago, la lengua se me ponía gruesa, pesada, podía ponerme rojo de un momento a otro. ¿Qué podía decirles? En el canal, cuando hablan de castingy hablan también de pruebas de talento. Así les dicen. Son palabras que quizás también deberían llevar colgadas sus comillas. ¿Qué talento tenían esas personas? ¿Qué talento estaba buscando yo ahí? ¿Sus ganas de comer? ¿Su miseria?
El señor Quevedo quedó satisfecho con el informe. Hasta me felicitó. Muy bien, Pablito, me dijo. Y luego comenzó a hablarme de la industria, de la televisión, del futuro que yo podía tener por delante. Por un momento temí que estirara mucho las aes, que me hablara del graaaan futuro que yo tenía por delante. Creo que de pronto le dio un rapto de paternidad. Se puso muy ladilla. Yo lo escuché ton paciencia, disimulando. Casi sentí que ha— Maha como si diera una entrevista, que me hablaba desde su idea de éxito, desde los logros de su vida. Me preguntó entonces si tenía novia. Le dije que no, pero pensé en Emiliana. En el cabello de Emiliana dos puestos delante de mí, siempre. Esa es su ventaja. Esa es la distancia que me lleva. Me preguntó también por la carrera, era obvio que no entendía muy bien cómo y por qué estaba perdiendo yo mi tiempo de esa manera. Me preguntó qué materias estudiaba. Yo más o menos traté de explicarle. Fue decepcionante. Lo noté en su cara. Todo lo que yo le contaba le parecía aburridísimo. Volvió a preguntarme en qué trabajaba la gente que se graduaba de Letras. Supuse que ya había olvidado nuestra primera conversación. Así que tuve que repetirle lo mismo: que si profesores de literatura, que si investigadores, que. Pero tú quieres ser poeta, me dijo entonces, sonriendo, demostrándome que no se había olvidado de aquella primera vez que hablamos. Yo asentí. Con media sonrisa estampada en la cara. Creo que con orgullo. O al menos con medio orgullo estampado en la cara. El me miró con preocupación. Tardó unos segundos en decírmelo: tienes que madurar, Pablito. Tienes que tomarte la vida en serio.
En el canal hay un departamento de recursos literarios. Así se llama. Es una oficina que queda en el piso dos. A veces he pasado por ahí, he visto el letrero en la puerta. He pensado si no es ése mi lugar dentro de esta industria. Una vez le pregunté a la secretaria del señor Quevedo por ese departamento: qué hacen en esa oficina. Me dijo que había un equipo que se dedica a leer y a analizar los libretos de las telenovelas. Quizás si yo trabajara en esa oficina, tal vez sería distinto. Quizás así sí podría ir a la Escuela y contar lo que estoy haciendo. Pero ahora no puedo. No puedo ir y decirle a Emiliana que trabajo para la vicepresidencia de Proyectos Especiales, mucho menos contarle que mi proyecto es desarrollar un reality show con indigentes; contarle que voy a trabajar con un guionista que me dice lameculos. Si ya le parezco inofensivo, al saber eso le voy a parecer un estúpido, o peor: un farsante, un frívolo, un poeta que se vendió a la farándula. Qué sé yo. ¿Qué se puede esperar de alguien que trabaje en la televisión?