XI

TRATAMOS de establecer contacto con los nativos del planeta por radio, pero lo único que conseguimos fue desperdiciar energía; no es que importase mucho: los robots mecánicos de Control Auxiliar habían hecho un buen trabajo rellenando nuestra Pila. Utilizamos nuestro motor cohete para establecernos en una órbita próxima y luego, durante cuatro días enteros, estudiamos con cuidado el mundo que quedaba debajo nuestro.

Era, decidimos por fin, nuestra clase de mundo y su atmósfera, según el análisis espectroscópico, era nuestra clase de atmósfera. Estaba habitado, lo sabíamos, por seres inteligentes; las luces de la ciudad lo probaban. Debía ser, decidimos, sin embargo, otra Colonia Perdida, y una que había retrocedido más que efectuar algún progreso. No obstante, siempre había la posibilidad de que su gente pudiera hacer revivir el arte y la ciencia de la astronomía, una simple posibilidad de que fueran capaces de decirnos en qué parte nos encontrábamos de la galaxia. Así que, después del estudio cuidadoso de mapas fotográficos que habíamos hecho, aterrizamos.

No había ciudades, ni ningún centro de población, cerca de los polos magnéticos. De haber sido el "Lucky Lady" un verdadero bote de conservas, aunque debiéramos haber encontrado difícil aterrizar con seguridad en otro lugar que no fuese en los desiertos árticos o antárticos, pero la nave era una mezcla, una especie de cohete, aunque las líneas de su casco ignorasen todas las leyes aerodinámicas. Bajamos entrando con energía reactora, la estructura del navío temblando y quejándose bajo la tensión, cayendo hasta un aterrizaje a nivel del suelo a cosa de dos kilómetros al exterior de una de las ciudades de la zona templada septentrional.

Fue un aterrizaje a la luz del día, claro, y mientras perdíamos altura pude estudiar el emplazamiento de aterrizaje y sus alrededores a través de los grandes binoculares montados. Desde el aire la ciudad parecía rara. Era humana, sin duda, pero con un sistema que yo hubiese jurado no sobrevivía en ninguna parte de la galaxia. Un sistema que pasó con la Edad Media de la Tierra.

La ciudad —no era más que una ciudad, en realidad, y no una ciudad muy grande— se apiñaba dentro de una muralla toscamente circular.

En su centro había una colina y sobre la colina un castillo. Había otra torre, al exterior de las murallas, que me dejó bastante confuso... Luego me di cuenta de que esa torre era un navío. La nave estaba plantada, esbelta y alta, con la proa en forma de aguja, evidentemente no un desmañado bote de conservas. Era vieja, el metal de sus planchas sucio y maltrecho por los elementos. Debía haber sido una de las primeras naves llamadas viajeras del tiempo.

Reiteré esta información a Alan y Dudley, pero estaban demasiado atareados con los mandos para prestarme atención. Verónica, dejada caer graciosamente en uno de los sillones vacíos, no estaba interesada.

—¿A qué viene todo ese jaleo? —preguntó inquieta.

—Estamos en una Colonia Perdida —le contesté—. Pero todas las Colonias Perdidas fueron fundadas en los días de los botes de conserva, y ese navío no es ningún bote de conserva...

—¿Y qué? —murmuró ella.

—¡Basta de cháchara y cuidado con la toma de tierra! —gruñó Alan.

Chocamos contra el suelo.

Considerando el atalaje híbrido del "Lucky Lady" no fue un mal aterrizaje. Tomamos tierra a unos ochocientos metros de la extraña nave. Permanecimos sentados en nuestros sillones hasta que Verónica se levantó para ayudar a Alan a quitarse los cinturones de seguridad. Él la apartó a un lado con rudeza innecesaria, se abrió las hebillas y se puso en pie para mirar por el ventanal. Luego se apresuró a tomar los binoculares montados, dirigiéndolos hacia los fuertes de la ciudad. Lo oí jurar.

—¿Qué es eso? —preguntó a Dudley.

—Caballería —susurró—. Jinetes... Pero no montan caballos.

Tomé uno de los anteojos más pequeños de la estantería, lo enfoqué hacia el camino que salía de la muralla de la ciudad. Los jinetes parecían bastante humanos, pero sus monturas eran de un cuerpo largo, con seis patas, apariencia en cierto modo reptiliana. Cada hombre llevaba una lanza de la que hondeaba un alegre penacho. Las nubes se apartaron y la luz se reflejó en cada armadura bruñida.

—Hay algo raro ahí —murmuró Alan. Luego—: Baja conmigo a la escotilla, George. Tú, Dudley, quédate en Control... y dile al viejo Jim que esté alerta junto a sus cohetes. Quizá tengamos que remontar el vuelo a toda prisa.

—¿Puedo ir yo? —preguntó Verónica.

—Supongo que sí —le contestó Alan de mala gana—. Pero primero ponte algo encima, para que tengas aspecto decente.

Le seguí rampa abajo, hasta la escotilla Oímos el rápido taconear de los pies de Verónica mientras corría tras nosotros. Me volví para mirarla; llevaba un viejo jersey de Alan y un par de pantalones cortos de él también, atados improvisadamente con una corbata. Las ropas no escondían las líneas de su cuerpo, simplemente las acentuaban. Vestida parecía en cierto modo más desnuda que cuando iba con sus retazos ordinarios de ropa transparente.

Alan, como siempre, la ignoró, oprimió las palancas que abrían las puertas internas y externas. La calle era gris, el olor de cosas verdes creciendo penetró en el navío, disipando la ranciedad que habíamos estado respirando durante tantísimo tiempo.

Verónica dijo temblorosa:

—Eso huele bien...

—¿Qué sabes de eso? —rezongó—. Eres...

—...sólo una máquina —terminó por él Verónica—. Lo sé. No te molestes en decírmelo.

Traté de no hacerles caso, miré hacia la hermosa llanura, al apiñamiento de la ciudad y al tosco merecedor del castillo cerniéndose por encima de todo. Los jinetes ahora estaban más cerca, aproximándose al galope, sus monturas cubriendo el campo con casi la velocidad de un avión en vuelo bajo. Pensé: "No me gusta esto en absoluto, en absoluto. Establecer contacto con estos bastardos es tarea del Servicio de Exploración, por qué los muchachos con armas de costado y ametralladora, y bombas de fisión o de fusión, son capaces de devolver golpe por golpe."

Deseé que Alan se retirase en la escotilla, en donde estaríamos razonablemente a salvo de aquellas largas y siniestras lanzas, pero permaneció allí plantado, firme, en el centro de la portezuela circular, con Verónica a su derecha y yo, un poco tras él a su izquierda. Permaneció allí plantado y su armadura era la arrogancia que el dominio de las máquinas proporcionaba a ciertos hombres. Se quedó allí plantado, sin moverse, aunque la punta de la lanza llevada por el más próximo jinete se dirigía a su pecho, y quedaba a unos pocos palmos de distancia y aun esta distancia disminuía rápidamente.

Luego, con gran estrépito de correajes y armaduras, toda la tropa refrenó y se detuvo. El jefe, un gigante barbudo, con un manto de terciopelo manchado, bordado en oro, color púrpura al que aparecía entre las planchas de su armadura, preguntó:

—¿Quién diablos son ustedes? —luego sus ojillos de cerdo se agitaron debajo de las espesas cejas—. ¿Y quién es la moza? ¿Cuánto vale?

Alan ignoró las dos últimas preguntas y contestó fríamente:

—Éste es el "Lucky Lady" y yo soy su Patrón.

—Pues a mí no me parece muy afortunada, creo que podría mejorar con un cambio de amo. ¿Qué te parece, bombón?

—Yo me refería a la nave —dijo Alan, todavía más fríamente.

—Yo no.

—Yo sí —afirmó Alan.

—Está bien, pues. Quiero hablar de negocios. ¿Dónde está su permiso de aterrizaje?

—No puede usted verlo —le dijo Alan—. No creo necesario exhibir mi armamento. Pero le aseguro que mi Oficial Artillero está preparado para exhibirlo al primer signo de hostilidad por su parte.

Examiné con atención el rostro barbudo. El jefe de los bárbaros no estaba convencido por la fanfarronada de Alan... sin embargo, al mismo tiempo, no podía correr ningún riesgo. Gruñó con voz malhumorada:

—Está bien, capitán. Pasaremos por alto lo del permiso. Pero, como señor de esta Baronía, tengo derecho a preguntarle de dónde vienen, qué quieren de aquí y si son o no capaces de pagar lo que necesiten.

—Salimos de Elsinore, en el Sector Shakespeariano —le contestó Alan—. Nos dirigimos al Rim.

—A menos que el Rim haya cambiado desde que estuvimos por última vez en el espacio —afirmó el hombre barbudo—, están ustedes infernalmente desviados de la trayectoria —luego se apresuró a añadir—: Espero que su Oficial Artillero sea más experto que su navegante...

—En cuestión, de hecho —dijo Alan—, este es un navío experimental y aún tenemos que descubrir diversas cosas en lo que respecta a equipo navegacional...

—¿Y se aplica eso mismo a su artillería?

—Pues claro que no.

"Cuan cierto —pensé—. Si no hay cañones no puede haber ningún problema artillero."

—Todavía no han dicho lo que desean.

—Información.

—¿Qué clase de información?

—Mapas estelares, si es que los tienen.

—Y entonces tendremos a los chicos del Servicio de Exploración respirándonos con fuerza en el cuello. No es muy probable, caballero. Ha pasado un largo año desde que el abuelito trajo el viejo "Star Raider" en su último viaje, pero aseguraría que Black Bart no ha sido olvidado.

"Black Bart”... el "Star Raider"... Miré el casco oxidado, al gran navío que, con toda probabilidad, jamás volvería a volar. De modo que aquél era el "Star Raider”, navío insignia de la flota pirata de Black Bart. Así que este planeta era el escondite de Black Bart, el mundo en el que los descendientes de sus tripulaciones de asesinos seguían viviendo. Así que éste era el planeta al que se había retirado la armada criminal de Black Bart, cuando los navíos de guerra apresuradamente fletados del Servicio de Exploración hicieron que el espacio resultase demasiado peligroso para ellos.

—Black Bart... —exclamó Alan pensativo—. Ese nombre me suena...

—¡Apostaría que le suena al infierno! —gritó el descendiente de Black Bart.

—¿De veras?

Desde donde yo estaba no podía ver el rostro de Alan, pero me lo imaginé.

—Sí, capitán quien quiera que usted sea...

—Capitán Kemp. ¿Y usted cómo se llama?

—Barón Bartholemew Bligh, a sus órdenes. Hasta cierto punto.

—¿Y qué ocurrirá si yo no puedo pagar este cierto punto?

—Entones no estaré a sus órdenes.

—No soy pirata —exclamó Alan pesaroso—, así que voy a pagar lo que necesite. Ya le he dicho lo que deseaba... mapas estelares y cualquier otro dato astronáutico que puedan proporcionar.

—Venderle —corrigió el barón.

—Está bien. Venderme —se volvió a mí—: George, ¿quieres bajar el Manifiesto? Puede que haya algunas mercancías en nuestra carga que interesen al Barón Bligh. Y creo que tal transacción quedaría cubierto por el Seguro General.

—¿Sigue funcionando Llody's —preguntó Bligh con genuino interés—. Oyendo hablar al abuelo uno pensara que el viejo bastardo nos había arruinado. Pero, capitán, ajustamos todos los detalles en mi castillo. Llevamos generaciones aislados de la galaxia y nos gustaría saber cómo van las cosas desde que se retiró Black Bart. Haga que su sobrecargo o el título que se de a su cargo traiga el Manifiesto cuando desembarqué y él y usted y la dama pueden venir a la ciudad con nosotros. ¿Verdad que saben cabalgar? Tengo monturas disponibles.

—De acuerdo —admitió Alan—. Usted comprenderá, claro, que dejaré órdenes a mi Ejecutivo y a mi oficial artillero de que la ciudad sea destruida en caso de que no regresemos.

Se volvió bruscamente y se adentró en la nave. Cuando los tres estuvimos dentro, oprimió el botón que cerraba las escotillas y antes de que estuviesen del todo cerradas pude ver la expresión de resentimiento que aparecía en el rostro del barón.

—Creo que nuestro barbudo amigo esperaba que se le invitara a subir para tomar un trago —dije.

—Cierto —asintió Alan—. Pero no le quiero ver husmeando dentro de la nave. Tal y como están las cosas, él creé que es posible que vayamos armados, también que llevemos una tripulación lo suficiente nutrida para manejar nuestro armamento.

—No te olvides de dejar esas órdenes al oficial artillero —le dije.

Soltó una carcajada.

—Pues las dejaré a mi oficial ejecutivo.

Me tocó a mí el turno de reír.

—¿Y cómo va Dudley a destruir la ciudad? Ni siquiera tenemos ninguna pistola automática en el navío.

El rostro de Alan estaba serio cuando me contestó.

—Las ciudades han sido destruidas antes que ahora por navíos cohetes desarmados. Dudley podría hacerlo con facilidad. Todo lo que tiene de efectuar es levantar el navío hasta que alcance poca altura, luego dejar que derive lentamente por encima del blanco...

—¿Y lo harías? ¿Ordenarías que lo hiciese?

—Pues claro que sí. Esa gente desciende de piratas que eran asesinos implacables, no esos corsarios maravillosos y caballerescos de las novelas. A juzgar por la apariencia del jefe local y de sus muchachos no ha cambiado mucho el carácter de la tribu al paso de las generaciones. Olvidaron cómo gobernar navíos y generar la electricidad, sin duda, pero no olvidaron la ley bajo la que operaban sus antecesores; la ley de la jungla que permite al fuerte robar al débil.

Hablábamos mientras subíamos la rampa espiral. Cuando llegamos al apartamento de los oficiales entré en la cabina para cambiarme y ponerme un uniforme más o menos respetable y meter el Manifiesto en una cartera. Verónica desapareció en el almacén que había quedado convertido en sus habitaciones. Alan siguió subiendo hasta la sala de control.

Nos volvimos a reunir en la escotilla.

Verónica nos esperaba cuando bajé. Se había quitado el suéter y los pantalones cortos y llevaba un vestido tipo "sari" que ni me imaginé que poseyera. Me preguntaba de dónde lo había sacado cuando me di cuenta de que debía haber sido cortado de alguna pieza de seda de Altair, de las que había en abundancia en la bodega de carga, ya que pertenecía al flete que trajimos de Elsinore. Supongo, técnicamente, que era latrocinio, pero teníamos cosas más importantes de qué preocuparnos que de formalidades vagas.

La examiné con más atención. Llevaba unos sencillos pendientes de oro que iniciaron su vida como botones de uniforme de los Rim Runners. Las sandalias también eran doradas y antaño fueron de cuero sencillo, parte de otro embarque de Elsinore al Rim, pero que habían recibido encanto mediante la sencilla fórmula de cubrir las tiras con galones de las bocamangas.

Verónica advirtió mi interés y por primera vez en semanas también se mostró interesada. Dijo:

—El viejo Jim es un artesano muy hábil.

—¿También el "sari"? —pregunté.

—No. Jim me consiguió la tela, el resto es cosa mía.

Se volvió despacio, dejándome que la admirase por todas partes, pero quedándose de pronto petrificada cuando descendió Alan.

Su mirada se posó brevemente en nosotros.

—¿Preparados? —preguntó.

Llevaba un elegante uniforme y parecía el primer oficial del navío. Había, sin embargo, un bulto sospechoso bajo la pechera izquierda de su chaqueta y yo me pregunté riendo con aspereza y diciendo:

—Todo forma parte del farol —luego sin decir nada más oprimió las palancas que abrían la escotilla.

Las puertas se descorrieron.

El barón y sus hombres habían desmontado y estaban sentados sobre la hierba en torno al navío. Cabalgando tuvieron cierto parecido con una fuerza disciplinada. Desparramados y descansando en el suelo no eran más que una horda. Pero se pusieron de pie con bastante viveza, a la orden de su jefe, montando en sus sillas de altos pomos.

Tres no montaron de inmediato si no que nos condujeron a un trío de animales. Miré al que me estaba destinado y el animal también me miró. Ninguno de nosotros simpatizamos. Los labios de la cosa descubrieron unos afilados dientes amarillos con una especie de desdén y los diminutos ojitos negros me miraron con altivez. Eludí la mirada, pasé más allá de la cabeza al extremo del largo y sinuoso cuello, trepé con torpeza en la silla que estaba instalada entre el primero y el segundo par de patas, que no resultó demasiado incómoda.

Miré en mi torno y vi que Alan ya había montado y que el barón, con una gran exhibición de cortesía, estaba ayudando a Verónica a instalarse en su silla. La chica se había metido el "sari" entre los muslos y mostraba en total demasiada pierna. Alan era un estúpido, pensé, por permitirla que viniese con nosotros.

Por fin estuvimos todos montados y la cabalgata se alejó de la nave, trotando hacia el muro de la ciudad. ¿Trotando? Supongo que ésa era la palabra adecuada, aunque el movimiento no se parecía en nada al trote equino. Las bestias en las que cabalgábamos fluían sobre el suelo como serpientes con sus largos cuerpos juntándose a cada desigualdad del terreno. Por fortuna fue un viaje corto. De no haber sido así, estoy seguro de haberme mareado.

Sin embargo, resultó lo bastante largo para que el sol se hundiese más allá de la cordillera de montañas del oeste, lo bastante largo para que los chorros destellantes de gas natural, las luces que habíamos visto desde el espacio, cobrasen vida a lo largo de las murallas de la fortificación. Delante de nosotros se cernía la masa amenazadora del castillo, negro contra el cielo oscuro, los rectángulos estrechos y amarillos de iluminación que eran sus escasas ventanas haciendo que la negrura pareciera aún más amenazadora.

Yo había maldecido con frecuencia la reducida opresión que constituía el navío... la falta de espacio, el mal olor, el aire demasiado respirado... pero ahora deseé estar de vuelta a bordo. Un hedor de corrupción desde las abiertas alcantarillas de la ciudad me sirvió para que no cambiase de idea.