X
FUE Dudley quien rompió el silencio.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Resultaría evidente, incluso para un humano —respondió ella—. Control Auxiliar tenía celos de vosotros. Control Auxiliar temía que vosotros, u otros de vuestra clase, descubrierais la manera de volver a nuestro mundo —sonrió con tristeza—. Después de todo, tenéis que reconocer que la prisión de la que habéis escapado parecería para muchos hombres un verdadero paraíso.
—¿Y cómo escapaste tú? —la voz de Dudley era tan amarga que impresionó mientras miraba a Verónica y a las formas sin vida que habían sido Natasha, los despojos de lo que fue Sally y el cadáver metálico de Lynette. Sabía que había tomado mucho cariño a Natasha—. ¿Cómo escapaste?
La chica sonrió cansada.
—Yo era más fuerte que las demás, me imagino. Ya habéis visto, en el túnel, que soy capaz de quebrantar mis convicciones congénitas. Fui capaz de descuidarme, de luchar contra las directrices que se me han implantado. Yo era más fuerte que las otras. ¿O puede ser que me copiaron de un modelo real, mientras que las demás no eran más que criaturas salidas del recuerdo y de la imaginación de Control Auxiliar? ¿Pero importa eso?
—Sí —contestó él con torpeza.
—Dudley —le dije—, si Verónica tenía... si Verónica hubiese muerto eso no significaría que tu Natasha siguiese viviendo, o Sally o Lynette.
—Lo siento —murmuró. Me volví a Verónica y le pregunté:
—¿Se puede hacer algo por ellas?
—No —fue su llana respuesta.
—¡Por el amor de Dios, callaos! —nos gritó Alan—. Tenemos otras cosas que preocuparnos y no de tres muñecas rotas...
—¡Sally era algo más que una muñeca! —respondió el viejo Jim, que había subido de su sala de máquinas.
—De acuerdo. Era más que una muñeca.
—Era una mujer.
—De acuerdo. Era una mujer. ¿Y qué?
—Por favor, basta de peleas —ordenó Verónica.
Se produjo un tenso silencio, roto por Alan.
—Dudley —preguntó—: ¿Dónde estamos?
—Ese cacharro de computador con patas lo sabía —dijo Dudley—. Yo no.
—¿Verónica?
Ella le miró, buscando algo en su rostro que no había. Luego dijo despacio:
—Hasta que luché contra la directriz final seguí formando parte de Control Auxiliar; mi mente, hasta cierto grado, era una extensión de su mente. Había claro, mucho que se me conservaba en secreto, pero al final las barreras fueron destruidas y supe...
—¿Qué es lo que sabes? ¿Qué es lo que supiste?
—Sé —afirmó ella tranquila— que este navío va rumbo a una estrella negra, una estrella de antimateria.
—Entonces debería aparecer en la carta —dijo Dudley, mirando a la transparencia esférica.
—Aparecería en la carta si vuestro Indicador de Proximidad de Masa funcionase adecuadamente —contestó ella—. Pero si lo... modificaron... no. Ahora es capaz de discriminación.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que indica la materia normal; ignora la antimateria.
—Comprendo. O no lo comprendo. No entiendo la estrella oscura, por qué es así y por qué no aparece en la carta... —preguntó con viveza—: ¿Cómo fue modificado el Indicador?
—No me construyeron para ser navegante ni ingeniero electrónico —contestó ella.
—Podría desmontarlo —dijo Dudley pensativo—. Podría desmontarlo y sustituir el transistor y circuitos de nuestros recambios.
—Eso tomaría tiempo —saltó Alan—. ¿Y cuánto tiempo tenemos?
—No lo sé —respondió la chica.
—¿Para qué diablos nos sirves? —juró él. Se volvió a mirar al viejo Jim y ordenó—: Vuelve a tu sala de máquinas. Voy a cortar el motor.
Bruscamente apartó a Verónica de la silla del piloto, colocándose él mismo en su lugar. Resultaba muy propio suyo que se ocupase de detalles secundarios antes de llevar uno de sus dedos a los mandos. Recordé haberle oído sermonear a Dudley sobre este mismísimo asunto.
—Un hombre en caída libre —había dicho— es incapaz de hacer los finos ajustes de los controles e instrumentos a menos que su cuerpo esté bien asegurado. Un resbalón de la mano puede llevarnos a la pérdida del navío.
Vi cómo los colores rojos desaparecieren del monitor, e! modelo traslúcido del "Lucky Lady" en el panel de control cambiaba a violeta, a un violeta que se oscurecía hasta el gris. Fuera de las ventanillas, las estrellas resumían su aspecto normal, ya en apariencia no se atestaban delante de nosotros en nuestra línea de vuelo.
—Dudley —dijo Alan—, quiero hacer un cambio radical de rumbo. ¿Cuál es la situación?
—Hay un complejo de intersecciones delante nuestro. A unos cien mil kilómetros...
—¿Podía ser la estrella negra?
—Podría. Pero...
—Hay sólo un modo de descubrirlo —dijo Alan. Luego, volviéndose a mí—: George, mira si el cohete de señales delantero está cargado en su tubo de disparo.
Mientras yo revisaba esto volvía a utilizar el motor otra vez, cortándole después de una marcha de escasos segundos.
—Quinientos mil kilómetros —dijo Dudley.
—El cohete en su tubo —informé.
—Bien. Ahora un empujoncito más. Motor de reacción...
La breve aceleración mientras nuestro motor cohete funcionaba nos hizo caer en cubierta. Aun así, sentado incómodamente como me hallaba, pude distinguir la masa de filamentos que ahora llenaban el tanque mapa. Podía haber sido lo que los navegantes veteranos de los botes de conserva llamaban un sistema de puntos, podían haber sido las líneas de fuerza manando de un cohete mayor, del sol oscuro que, según Verónica, no se veía visible en nuestros instrumentos de otra manera.
Cuando se cortó el motor a reacción floté subiendo desde la cubierta, sin peso una vez más, en caída libre. Olí a Alan ordenar:
—¡Fuego! —luego, malhumorado—: ¡Fuego, maldito!
Me arrastré basta el panel de control desde donde estaban situados los botones de disparo. Oprimí el preciso.
Vimos cómo la larga estela de llamas se extendía por delante. Pensé: "Quizá no haya un sol oscuro, no una estrella antimateria. Quizá Verónica mintiese, o quizá Control Auxiliar mintiera a través de ella.”
Y luego, lejano, pero no imposiblemente distante, se produjo la chispa brillante, el diminuto punto de luz cuyo fulgor, aun así, nos lastimó los ojos. Delante de nosotros teníamos antimateria y había allí un sol que se veía varias, o muchas veces mayor de lo que se podía esperar. Alan actuó en el giróscopo, volviendo al navío con respecto a su eje más corto, y utilizó el motor de reacción una vez más para impedir que marchase hacia la segura destrucción.
Todo lo que podíamos hacer ahora era esperar a que Dudley terminara su tarea de desmontar y montar. Para todos nosotros sería un largo viaje a casa, y especialmente para Alan.
No sé lo que pasó entonces entre Alan y Verónica.
Él se fue a sus habitaciones y ella le siguió. No estuvo allí mucho rato. Cuando volvió al control olía a "whisky" y manifiestamente ignoraba a Verónica, quien, el rostro pálido y tenso, se colocó detrás de él. El modo en que ella le miraba era lastimoso... pero, me recordé a mí mismo, todos teníamos nuestros problemas.
Con rudeza, el viejo Jim le preguntó si había algo que pudiera hacerse por sus hermanas, cuyos cuerpos aún estaban en la sala de control.
Ella respondió con amargura:
—Son sólo máquinas rotas. Echadlas a la basura.
—¡Sally no era una máquina! —respondió flameante Jim, con un arrebato súbito de emoción.
—Lo era —le contestó con llaneza Verónica—. Lo sé muy bien. Yo también soy sólo una máquina.
Alan permaneció mudo.
—Tú eres el capitán, Alan —intervino Dudley—. ¿Qué hacemos?
—Lo que gustéis —respondió. Luego, volviendo a sus modales autoritarios, añadió—: Será mejor que te pongas a trabajar en el indicador. Ahora.
—No tan de prisa —le contestó Jim—. Hay ciertas... ciertas formalidades que observar.
Por eso no echamos a la basura los cuerpos.
Los enterramos.
Dejamos a Alan en Control —Verónica se quedó con él— y llevamos los restos sin vida hacia la escotilla. Allí estaban el viejo Jim y Dudley, que leyó las oraciones fúnebres, y yo mismo. Llevados los cuerpos hasta la escotilla, los colocamos en el pequeño compartimiento y manejamos las bombas brevemente para elevar la presión interna, para que cuando la puerta exterior se abriese ellas salieran con limpieza del compartimiento.
Escuchamos las palabras que Dudley leía en voz ligeramente temblorosa, las palabras que, en esta ocasión, podían haber parecido blasfemias, pero que, en cierto modo, no lo eran. Después de todo, ¿qué son los seres humanos sino máquinas? ¿Y qué es una máquina pensante y con sentimientos hechos en forma humana sino un ser humano?
—Por tanto echamos los cuerpos al vacío —leyó Dudley.
El viejo Jim oprimió el botón.
Notamos cómo el navío temblaba ligeramente; supimos que había habido reacción a la acción que expulsó masa sólida gaseosa. Eso significaba que nuestra posición en el espacio había cambiado, que se nos había dado un impulso a lo largo de una trayectoria en ángulo recto a nuestra dirección. Pero no importaba. No sabíamos dónde estábamos ni dónde íbamos.
Seguimos sin saberlo después de que Dudley hubo desmontado y reajustado el Indicador de Proximidad de Masa, remplazando los circuitos impresos extraños y los transistores con ayuda de los recambios de a bordo. Ahora mostraba sin discriminación materia normal y antimateria, exhibiendo claramente el sol muerto en el que casi habíamos tropezado. Dudley, incurriendo en el disgusto impaciente de Alan, hizo más modificaciones propias al instrumento, reincorporando alguno de los circuitos que había descartado.
Ahora, si nos acercábamos a un sistema planetario, un toque de conmutador nos diría si era seguro aventurarse dentro de sus límites. Por lo menos serviría para cortar el despilfarro de energía de los cohetes, de la cual temamos las existencias limitadas.
No es que eso importase mucho. Todos los planetas de este sector del espacio eran yermas pelotas de polvo, incapaces de mantener vida tal como la conocemos o, venido al caso, cualquier clase de vida en absoluto. Incluso la falsa vida de las máquinas medulianas hubiesen perecido en estas atmósferas corrosivas.
Seguimos adelante, cayendo a través del infinito atestado de estrellas, dando rodeos para investigar lo que parecían sistemas planetarios prometedores a larga distancia, siguiendo la marcha de nuevo cuando descubríamos que eran sólo esferas estériles de roca, barro o arena. Pudimos haber sido aconsejados e instruidos para dirigirnos hacia el Centro; allí habríamos encontrado vida, nuestra clase de vida; entonces nos habría sido posible orientarnos. Como ocurre con frecuencia, nuestro atajo había resultado el camino más largo.
Fue Alan, claro, quien estaba decidido a volver al Rim. Tenía alguien que le esperaba. Tenía el sueño que todavía no se había realizado enteramente... el sueño del navío pequeño, siendo el propietario y patrón, viajando por el Círculo Oriental, el barquito a bordo del que viviría, en estado de reina y señora, su esposa.
Y Verónica, la pseudo Verónica... ¿Y de ella qué?
Nos sirvió, cocinando y manteniendo nuestros camarotes limpios y aseados. Durmió, si es que dormía, en una de las bodegas de carga. Guardaba silencio, y arrugas profundas aparecían en su rostro mientras trasteaba en torno a nosotros, un reproche vivo a la crueldad humana. Me recordaba a un tipo, a un personaje de los antiguos clásicos, el Hombre de Lata del libro "El Mago de Oz", que quería tener un corazón para alegar así su humanidad, pero que, durante toda la historia, daba muestras de poseer tal corazón. Verónica tenía corazón, de acuerdo..., y su corazón estaba casi destrozado.
Seguimos adelante, con Alan apenas abandonando Control, durmiendo, cuando lo hacía, atado a su sillón. Seguimos, odiando el olor de aceite y metal caliente en el aire tantas veces respirado, odiando la insípida comida de los tanques hidropónicos, la blanda agua procesada y reprocesada, regenerada y muchas veces más vuelta a regenerar.
Seguimos hasta el día en que el gran globo, verde y oro y blanco y azul, apareció invitador en nuestros visores, el globo en cuyo lado nocturno habíamos destellado con la normal incandescencia del impacto —Alan se pronto pareció desconfiar de las modificaciones de Dudley al Indicador de Proximidad de Masa—, no el áspero fulgor de la materia reaccionando con la antimateria hasta la profunda destrucción de ambas.