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Estrategias de supervivencia

Soy pobre, estoy solo, desnudo,

no tengo fuego.

Lila la penumbra polar

me rodea por completo…

Recito mis poemas,

los grito,

pelados y sordos, los árboles

tienen miedo.

Solo el eco de las montañas distantes

resuena en los oídos.

Y con un profundo suspiro,

vuelvo a respirar con calma.

VARLAM SHALÁMOV, Neskolko moij Zhiznei[1]

Al final, los prisioneros sobrevivieron, incluso en los campos más terribles, en las condiciones más duras, aun en los años de la guerra, de la hambruna y de las ejecuciones en masa. No solo eso, algunos sobrevivieron lo bastante enteros psicológicamente como para regresar a su hogar, recobrarse y vivir una vida relativamente normal. Janusz Bardach se hizo cirujano plástico en Iowa City. Isaak retomó la enseñanza de la literatura árabe. Lev Razgon volvió a escribir cuentos para niños. Anatoli Zhigulin reanudó la escritura de poesía. Evgeniya Guinzburg se trasladó a Moscú, y durante años fue el alma y el corazón de un círculo de supervivientes que se reunían con regularidad para comer, beber y discutir en torno a la mesa de su cocina.

Ada Purizhinskaya, arrestada cuando era una adolescente, se casó y tuvo cuatro hijos, algunos de los cuales han llegado a ser músicos consumados. Conocí a dos de ellos en una cena familiar, llena de generosidad y buen humor, en la que Purizhinskaya sirvió un plato tras otro de deliciosas viandas, y pareció sentirse decepcionada al ver que yo no podía comer más.

La vida de algunos siguió siendo una vida extraordinaria. Aleksandr Solzhenitsin se convirtió en uno de los más famosos escritores rusos con una obra de las más vendidas y famosas. El general Gorbatov colaboró en la dirección del ataque soviético contra Berlín. Después de su condena en Kolimá y en una sharashka durante la guerra, Serguéi Korolev se convirtió en el padre del programa espacial de la Unión Soviética. Gustav Herling dejó los campos, luchó en el ejército polaco, y aunque escribe en su exilio napolitano, se ha convertido en el hombre de letras más respetado de la Polonia poscomunista. En la capacidad para recuperarse, estos hombres y mujeres no estuvieron solos. Isaac Vogelfanger, que llegó a ser profesor de cirugía en la Universidad de Ottawa, escribió: «Las heridas sanan, y uno vuelve a estar completo otra vez, un poco más fuerte, y más humano que antes…».[2]

No todas las historias de los supervivientes del Gulag terminaron bien, por supuesto, lo cual no necesariamente se puede inferir a partir de las memorias. Obviamente, las personas que no sobrevivieron no escribieron. Aquellos que quedaron mental o físicamente incapacitados a causa de sus experiencias en los campos, tampoco lo hicieron, o si lo hicieron, no necesariamente contaron toda la historia. Hay escasísimas menciones de delatores, o de personas que confiesen haberlo sido, y muy pocos supervivientes admiten haber herido o matado a un compañero de prisión para preservar su vida.

La cuestión de quién sobrevivió, y por qué, debe ser enfocada con mucho cuidado. Sobre este tema, no hay documentos de archivo sobre los que basarse, y no hay «pruebas» reales. Tenemos que aceptar la palabra de aquellos que desean describir sus experiencias, sobre el papel o ante un entrevistador. Cualquiera de ellos podría tener razones para ocultar aspectos de su biografía a los lectores.

En el quinto año del campo (supervivientes): rostros de prisioneros transformados con el paso del tiempo, dibujo de Alexéi Merekov, prisionero, sin lugar, ni fecha.

Con esa salvedad, es posible identificar patrones en los cientos de memorias que han sido publicadas o depositadas en los archivos. Pues hubo estrategias para sobrevivir y eran conocidas en ese momento, aunque variaran mucho de acuerdo con las particulares circunstancias de cada prisionero. Sobrevivir en una colonia laboral en el occidente de Rusia a mediados de los años treinta o incluso a finales de los cuarenta, cuando el grueso del trabajo era de tipo fabril y la comida era regular aunque no abundante, quizá no exigía una adaptación mental especial. Sobrevivir en uno de los campos boreales —Kolimá, Vorkutá, Norilsk— durante los años de la hambruna, por otra parte, requería a menudo cualidades que, de haber permanecido en libertad, los prisioneros podrían no haber descubierto nunca en sí mismos.

Sin duda, muchos prisioneros sobrevivieron porque encontraron el modo de situarse por encima de los demás prisioneros, o de distinguirse de la masa de los famélicos zeks. Docenas de proverbios y refranes de los campos reflejan los corrosivos efectos morales de esta competencia desesperada: «Tú puedes morir hoy, yo mañana», era uno de ellos.

Muchos antiguos zeks llaman cruel a la lucha por la supervivencia, otros la llaman darwiniana. «El campo era una gran prueba de nuestra fortaleza moral, de nuestra moralidad cotidiana, y el 99% de nosotros sucumbíamos», escribió Shalámov.[3] «Después de unas tres semanas la mayoría de los prisioneros eran hombres abatidos, solo les interesaba comer. Se comportaban como animales, sentían un desagrado y una sospecha mutuas, viendo en el amigo de ayer un competidor en la lucha por la supervivencia», escribió Edward Buca.[4] Galina Usakova cuenta la transformación de su personalidad en los campos: «Yo era una muchacha muy educada, bien criada, de una familia de la intelligentsia. Pero con estas cualidades no sobrevives, tienes que curtirte, aprender a mentir, a actuar con hipocresía».[5]

Gustav Herling añade una descripción de cómo el nuevo prisionero aprendía paulatinamente a vivir «sin piedad»:

Primero comparte el pan con los prisioneros enloquecidos por el hambre, guía a los que padecen ceguera nocturna al trabajo, pide socorro cuando su compañero se ha cortado dos dedos en el bosque, y subrepticiamente lleva latas de sopa y cabezas de arenque al depósito de cadáveres. Después de varias semanas se da cuenta de que sus motivos en todo esto no son puros ni realmente desinteresados, que está siguiendo los mandatos egoístas de su cerebro y poniéndose a salvo sobre todo a sí mismo. El campo, donde los prisioneros viven en el nivel más bajo de humanidad y siguen su propio código brutal de conducta con los demás, le ayuda a llegar a esta conclusión. ¿Cómo podría haber pensado, ya en la prisión, que un hombre puede estar tan degradado como para no despertar compasión sino solo odio y repugnancia a sus compañeros? ¿Cómo puede ayudar a los que padecen de ceguera nocturna cuando cada día ve que son golpeados con la culata del rifle porque demoran el retorno de la cuadrilla al trabajo, y después ve que los prisioneros que se apresuran a la cocina para comer la sopa los apartan con impaciencia? ¿Cómo visitar el depósito de cadáveres y sortear la constante oscuridad y el hedor del excremento? ¿Cómo compartir el pan con un loco hambriento que al día siguiente lo saludará en el barracón con una mirada persistente y exigente? … Recuerda y cree las palabras del juez instructor, que le dijo que la escoba de hierro de la justicia soviética solo barre la escoria a los campos…[6]

En los campos soviéticos, los delincuentes prisioneros no tardaban en adoptar la retórica deshumanizadora del NKVD: insultaban a los prisioneros políticos y a los «enemigos», y expresaban asco por los dojodiagi que había entre ellos. Por su inusitada situación de prisionero político en un lagpunkt donde casi todos eran criminales, Karol Colonna-Czonowski pudo enterarse de cómo veían los delincuentes a los políticos: «El problema es que hay demasiados. Son débiles, van sucios, y solo se afanan en comer. No producen nada. Por qué se molestan las autoridades, solo Dios lo sabe…». Otro hampón, prosigue Colonna-Czonowski, contó que encontró a un occidental en un campo de tránsito; se trataba de un científico, un profesor universitario: «Lo sorprendí comiendo, sí, realmente comía, la cola medio podrida de un pescado de Treska. Lo insulté, te puedes imaginar. Le pregunté si sabía lo que estaba haciendo. Dijo que tenía hambre … De modo que le di una tunda y comenzó a vomitar por aquí y por allá. Me enferma pensar en ello. Incluso se lo dije a los guardias, pero el viejo inmundo estaba muerto al día siguiente. ¡Él se lo buscó!».[1]

Otros prisioneros observaban, aprendían e imitaban, como escribió Varlam Shalámov:

El joven campesino que se ha convertido en prisionero ve que en este infierno solo los delincuentes viven comparativamente bien, que son importantes, que la todopoderosa dirección del campo les teme. Los delincuentes siempre tienen ropa y comida, y se ayudan entre sí … comienza a parecerle que poseen la verdad de la vida del campo, que solo imitándolos cruzará el camino que le salvará la vida … que el preso intelectual está aplastado por el campo. Todo lo que valora se desvanece mientras que la civilización y la cultura desaparecen en él en unas semanas. El método de persuasión es el puño o el palo. La manera de inducir a alguien a hacer algo es por medio del culatazo con el rifle, el puñetazo en la boca…[8]

Y sin embargo, sería incorrecto decir que no había moralidad en los campos, que no era posible la amabilidad o la generosidad. Numerosas memorias constatan que el Gulag no era un mundo en blanco y negro, donde la línea entre amos y esclavos estuviese claramente definida, ni que el único modo de sobrevivir fuera la crueldad. Los reclusos, los trabajadores libres y los guardias pertenecían a una compleja red social, y esa red cambiaba sin cesar, como hemos visto. Los prisioneros podían ascender o descender en la jerarquía, y así ocurrió muchas veces. Podían cambiar su destino no solo colaborando o desafiando a las autoridades, sino también urdiendo intrigas, contactos y relaciones. La buena y la mala suerte también determinaban el derrotero de una vida en el campo: si era larga, podía tener períodos «felices», en que el prisionero ocupaba un buen puesto de trabajo, comía bien y trabajaba poco, así como períodos en que el mismo prisionero caía en el submundo del hospital, el depósito de cadáveres y la sociedad de los dojodiagi que se agolpaban en torno al montón de basura, buscando restos de comida.

De hecho ambos métodos de supervivencia estaban inscritos en el sistema. La mayor parte del tiempo, los jefes del campo no pretendían matar a los prisioneros, solo trataban de que cumplieran las cuotas de trabajo imposibles que establecía la planificación central en Moscú. Por consiguiente, los guardias del campo estaban más que deseosos de premiar a los prisioneros que consideraban útiles para alcanzar ese fin. Los prisioneros, desde luego, sacaban ventaja de este deseo. Los dos grupos tenían diferentes fines —los guardias querían aumentar la extracción de oro o la tala de árboles, y los prisioneros querían sobrevivir—, pero a veces encontraron medios comunes para cumplir estos diferentes fines. Había estrategias de supervivencia que eran beneficiosas para los guardias y los prisioneros, y aquí sigue una lista de ellas.

TUFTA: LA SIMULACIÓN DEL TRABAJO

Describir de un modo sencillo la tufta —un término que se puede traducir muy imprecisamente como «engañar al jefe»— no es una tarea fácil. Hay que señalar que tales prácticas estaban tan profundamente arraigadas en el sistema soviético que no es exacto describirlas como si fueran inherentes al Gulag.[9] Tampoco eran exclusivas de la URSS. El proverbio de la época comunista: «Ellos hacen como que nos pagan, y nosotros hacemos como que trabajamos», podía ser escuchado muchas veces en la mayoría de las lenguas del pacto de Varsovia. Más aún, la tufta impregnaba virtualmente todo aspecto del trabajo: la asignación de tareas, la organización laboral, la contabilidad del trabajo, y afectaba virtualmente a todos los miembros de la colectividad del campo, desde los directores del Gulag en Moscú hasta los guardias de rango inferior y los prisioneros más oprimidos.

En los años transcurridos desde que comenzó a debatirse el tema, la controversia también ha versado sobre cuán duro trabajaban los prisioneros, cuánto esfuerzo ponían o dejaban de poner en eludir el trabajo. Desde que la publicación en 1962 de la obra de Solzhenitsin, Un día en la vida de Iván Denísovich, abrió un debate más o menos público sobre el tema de los campos, la gran comunidad de supervivientes, los polemistas y los historiadores de los campos han tenido notables dificultades para llegar a un acuerdo unánime sobre la moralidad del trabajo en el campo. Buena parte de la novela de Solzhenitsin está dedicada en realidad a los esfuerzos del héroe por eludir el trabajo. Durante el curso del día, Iván Denísovich acude al médico con la esperanza de conseguir una baja por enfermedad; fantasea con ponerse enfermo durante unas cuantas semanas; observa el termómetro del campo, esperando que resulte demasiado frío para ir a la zona de trabajo; habla con admiración de los jefes de brigada que pueden «hacer parecer como si el trabajo hubiera sido hecho, fuera cierto o no lo fuera»; se sienten aliviados cuando su jefe obtiene un «buen rango por el trabajo», pese al hecho de que «la mitad del día había pasado y no había hecho nada»; roba astillas de la zona de trabajo para encender la hoguera del barracón; y birla gachas a la hora de la cena. «Trabajo es aquello de que mueren los caballos», y es lo que él trata de evitar.

En los años que siguieron a la publicación del libro, este retrato de un zek tipo fue cuestionado por otros supervivientes, tanto por razones ideológicas como personales. Por otra parte, aquellos que creían en el sistema soviético —y por tanto también creían que el «trabajo» de los campos era valioso y necesario— consideraban ofensiva la «ociosidad» de Denísovich. Muchos de los relatos «alternativos» y «más prosoviéticos» de la vida del campo, publicados en la prensa oficial soviética a raíz de Iván Denísovich, se centraron explícitamente en la dedicación al trabajo mostrada por aquellos que, pese a la injusticia de su arresto, seguían siendo auténticos convencidos. El escritor soviético (y delator vitalicio) Boris Diakov describió a un ingeniero en un proyecto de construcción del Gulag cerca de Perm que se enfrascó de tal modo en el trabajo que olvidó que era un prisionero. «Durante un tiempo disfruté tanto de mi trabajo que había olvidado en qué me había convertido». En la historia de Diakov, el ingeniero era una persona tan concienzuda que incluso envía secretamente una carta al periódico local quejándose de la deficiente organización del sistema de transporte y de los suministros del campo. Aunque es reprendido por el jefe del campo por su indiscreción (nunca se había oído que el nombre de un prisionero apareciese en los periódicos), el ingeniero, como dice Diakov, se siente complacido de que «después del artículo, las cosas mejorasen un poco».[10]

La perspectiva de aquellos que dirigían los campos era aún más radical. Anónimamente, una antigua funcionaria del campo me dijo con bastante enojo que todas las historias de que los reclusos vivían mal eran simplemente falsas. Aquellos que trabajaban bien, vivían muy bien, decía, mucho mejor que el resto: incluso podían comprar leche condensada (la cursiva es mía), algo que no podía hacer la mayoría. «Solo los que trabajaban mal, malvivían», me dijo.[11] Por lo general, esas opiniones no eran manifestadas en público, pero hubo algunas excepciones. Anna Zajarova, la esposa de un funcionario del NKVD, cuya carta a Izvestia circuló en la prensa clandestina soviética en los años sesenta, era terminantemente crítica con Solzhenitsin. Zajarova escribió que sentía cólera «en lo más hondo del alma» por Un día en la vida…:

Podemos ver por qué el héroe de esta historia, con tal actitud hacia el pueblo soviético, no espera más que la excusa de la enfermedad para evitar de algún modo pagar por su culpa; el mal que ha hecho a su patria, con el trabajo … Y ¿por qué exactamente debería alguien evitar el trabajo físico y mostrar desdén por él? Después de todo, para nosotros el trabajo es el fundamento del sistema soviético, y solo en el trabajo reconoce el hombre sus verdaderas facultades.[12]

Otras objeciones, menos ideológicas, provenían de otros zeks. V. K. Yasnyi, prisionero durante cinco años a comienzos de los años cuarenta, escribió en sus memorias: «Tratábamos de trabajar honestamente, y no por miedo de perder la ración, o de terminar en el pabellón de castigo … el trabajo duro, y eso era así en nuestra brigada, ayudaba a olvidar, a desechar los pensamientos angustiosos».[13]

Los prisioneros que habían trabajado con entusiasmo en favor del régimen soviético toda su vida no cambiaban de opinión fácilmente. Aleksandr Borin, un preso político e ingeniero aeronáutico, fue asignado a la planta metalúrgica del Gulag. En sus memorias, cuenta con orgullo las innovaciones técnicas que realizó, la mayoría de las cuales las hizo durante su tiempo libre.[14] Alla Shister, otra presa política, arrestada a finales de los años treinta, me dijo en una entrevista: «Siempre trabajaba como si fuera libre. Este es mi carácter, no puedo trabajar mal. Si se tiene que cavar una zanja, sigo cavando hasta terminar». Después de dos años de trabajo común, Shister se convirtió en jefa de brigada, porque «vieron que trabajo no como trabaja una prisionera, sino con todas mis fuerzas».[15]

Había también quienes, por supuesto, reconocían la ventaja material que reportaba la realización del trabajo. Algunos prisioneros trataban de efectuar lo que se esperaba de ellos: superar la cuota establecida, conseguir el estatus de «trabajador de choque», recibir raciones más abundantes. Vladimir Petrov llegó al lagpunkt de Kolimá e inmediatamente percibió que los habitantes de la «tienda estajanovista», que trabajaban más duro que los demás prisioneros, poseían todos los atributos de los que carecían los dojodiagi:

Sin punto de comparación, estaban mucho más limpios. Incluso en las condiciones sumamente duras de la vida en el campo habían logrado lavarse la cara todos los días, y cuando no podían conseguir agua, usaban nieve. Iban mejor vestidos, también … y eran más dueños de sí mismos. No se apiñaban junto a las estufas, sino que se sentaban en sus literas haciendo algo o hablando de sus asuntos. Incluso el exterior de su tienda parecía diferente.

Petrov rogó ser asignado a esa brigada, cuyos miembros recibían un kilo de pan cada día. Una vez admitido, no obstante, no pudo mantener el ritmo de trabajo. Fue expulsado de la brigada, que no podía tolerar tal debilidad.[16] Su experiencia no era infrecuente, como explicó Herling:

La fascinación por la cuota de trabajo fijada no era el privilegio exclusivo de los hombres libres que la imponían, sino también el instinto dominante de los esclavos que trabajaban acatándola. En aquellas brigadas donde el trabajo era efectuado por equipos de hombres, los capataces más concienzudos y fervientes eran los propios prisioneros, pues allí la cuota era calculada colectivamente dividiendo el producto final por el número de trabajadores. Cualquier sentimiento de amistad mutua quedaba abolido en favor de una carrera de porcentajes. Un prisionero sin calificación asignado a un equipo coordinado de trabajadores experimentados no podía esperar que se le mostrara ninguna consideración; después de una corta lucha era obligado a rendirse y era asignado a otro equipo en el que a su vez muchas veces tenía que vigilar a compañeros más débiles. Había en todo ello algo inhumano, que cercenaba sin piedad el único vínculo natural que unía a los prisioneros: su solidaridad ante sus perseguidores.[17]

Sin embargo, la mayoría de las memorias (corroboradas hasta cierto punto por datos de archivo) hablan de la alusión del trabajo. Mas su primera motivación no era generalmente la mera pereza, ni siquiera el deseo de «mostrar desdén» por el sistema soviético: su principal motivación era la supervivencia. Habiendo recibido vestimenta inadecuada y comida insuficiente, habiendo sido enviados a trabajar en un clima inhóspito con maquinaria obsoleta, muchos se daban cuenta de que eludir el trabajo equivalía a salvar la vida.

Las memorias inéditas de Zinaida Usova, una de las esposas detenidas en 1938, ilustra a la perfección cómo los prisioneros llegaban a esta conclusión. Usova fue llevada primero a Temlag, un campo donde había una mayoría de mujeres como ella, esposas de jerarcas del partido y de los jefes militares que habían sido fusilados. Con un jefe de campo relativamente tolerante y un horario de trabajo razonable, en Temlag trabajaban con entusiasmo. No solo eran todavía en buena parte «leales ciudadanas soviéticas» convencidas de que su arresto había sido un error flagrante, sino que también creían que trabajando duro lograrían una liberación anticipada. Usova «iba a dormir y se levantaba pensando en el trabajo, pensando en diseños. Uno de ellos incluso fue llevado a la producción».

Después, sin embargo, Usova y un grupo de esposas fueron trasladadas a otro campo, donde también había delincuentes. Allí se encontró trabajando en una fábrica de muebles. Su nuevo campo tenía cuotas de trabajo mucho más altas y más estrictas, «irracionales», como decían muchos prisioneros. Solo aquellos que cumplían con la cuota por entero recibían toda la ración de pan de 700 gramos. Aquellos que no podían hacerlo, o que eran incapaces de trabajar, obtenían 300 gramos, apenas lo suficiente para mantenerse vivos.

Para compensar, en su nuevo campo las prisioneras trataban de «engañar a los jefes, escaquearse del trabajo, hacer lo menos posible». Con su relativo entusiasmo por el trabajo, las prisioneras recién llegadas de Temlag se sintieron como parias. «Desde el punto de vista de las residentes más antiguas, éramos unas tontas, o algo parecido a esquiroles. Todas nos odiaron enseguida.»[18] Pronto, naturalmente, las mujeres de Temlag adoptaron los métodos de la elusión del trabajo que ya dominaban las demás. El propio sistema creaba la tufta, no al revés.

A veces, los prisioneros ideaban métodos de tufta singulares. Una mujer polaca trabajaba en una planta de procesamiento de pescado en Kolimá donde las únicas personas que cumplían con la cuota requerida eran aquellas que trampeaban. Los estajanovistas eran simplemente los «tramposos más astutos»: en lugar de envasar todo el arenque, simplemente ponían unos cuantos ejemplares en un recipiente y tiraban el resto y lo hacían «con tanta destreza que el supervisor nunca lo notaba».[19] Mientras colaboraba en la construcción de los baños del campo, a Valeri Frid le mostraron un truco parecido: cómo ocultar las grietas del edificio con musgo en vez de rellenarlas de concreto. Solo lamentaba una cosa de este recurso para ahorrar trabajo: «¿Qué pasaría si yo me bañara un día en este baño? Después de todo, el musgo se secará y caerá, y el viento helado penetrará por la grieta».[20]

Guinzburg también ha contado que ella y su compañera leñadora, Galya, lograron finalmente cumplir con la imposible cuota de árboles talados. Al advertir que una de sus colegas siempre lograba cumplirla, «pese a trabajar sola y con una sierra individual», le preguntaron cómo lo hacía:

Cuando le insistimos, ella miró furtivamente alrededor y explicó:

—Este bosque está lleno de troncos apilados cortados por anteriores cuadrillas. Nadie ha contado hasta ahora cuántas pilas hay.

—Sí, pero cualquiera puede ver que no acaban de ser cortados.

—Lo ves porque la parte cortada es de color oscuro. Si tú sierras un poco esa parte, parece como si acabara de ser cortado. Luego los apilas en otra parte y esa es tu «cuota».

Este truco, al que denominamos «arreglar los bocadillos», nos salvó la vida por un tiempo … Puedo agregar que no siento el menor remordimiento…[21]

Con bastante frecuencia, la tufta fue organizada en el ámbito de las brigadas de trabajo, pues los jefes eran capaces de encubrir cuántos prisioneros habían trabajado. Un antiguo zek contaba que el jefe de su brigada declaró que había cumplido con el 66% de su cuota, cuando en realidad apenas si podía hacer nada.[22] Otros jefes aceptaban sobornos, como reconocióYuri Zorin, que lo había sido: «En los campos, hay leyes que no pueden ser entendidas por los que viven fuera de la zona», dijo eufemísticamente.[23] Leonid Trus recordaba que los jefes de brigada de Norilsk decidían «qué trabajadores merecían mejor comida y paga que otros», sin considerar lo que realmente hubieran logrado. El soborno y las lealtades de clan determinaban la «producción» de un prisionero.

Desde el punto de vista del zek, los mejores jefes de brigada eran aquellos que organizaban la tufta a gran escala. Mientras trabajaba en una cantera en el norte de los Urales a finales de los años cuarenta, Leonid Finkelstein se encontró en una brigada cuyo jefe había ideado un sistema de simulación muy complejo. Por las mañanas, la cuadrilla iba a la cantera. Los guardias permanecían en el extremo, donde pasaban el día sentados alrededor de las hogueras. Iván, el jefe de brigada, organizaba entonces la tufta:

Sabíamos con precisión qué zonas del fondo del cañón se veían desde arriba, y ese era el engaño… en la zona visible del fondo nosotros picábamos muy fuerte la piedra. Trabajábamos y había mucho ruido, los guardias podían vernos y oírnos trabajar. Entonces Iván caminaba a lo largo de la fila… y decía «uno a la izquierda», y todos nos movíamos un paso a la izquierda. Nunca lo notaron los guardias.

De ese modo, uno por uno pasaba a la izquierda, hasta que el último llegaba a la zona invisible, nosotros sabíamos donde estaba, había una línea de tiza en el suelo. Una vez en la zona invisible, nos relajábamos, nos sentábamos en el suelo, tomábamos el pico y golpeábamos el suelo cercano de un modo flojo, solo para hacer ruido. Después alguno se nos acercaba, y después otro y así sucesivamente. Entonces Iván decía: «Tú, a la derecha», y el hombre obedecía y se unía al ciclo de nuevo. Ninguno tuvo que trabajar ni siquiera la mitad del turno.[24]

Una vez, a Leonid Trus se le encargó descargar camiones de mercancías: «Simplemente anotábamos que habíamos llevado los objetos a una distancia mayor de lo que lo habíamos hecho, por ejemplo 300 metros en lugar de 10». Por eso, recibían mejores raciones de comida. «La tufta era constante —decía de Norilsk—, sin ella no habría habido nada en absoluto».

La tufta también se organizaba en la cúpula de la jerarquía administrativa, mediante una prolija negociación entre los jefes de brigada y los supervisores de la cuota de trabajo, los funcionarios cuya tarea era determinar el rendimiento de una brigada durante una jornada. Los supervisores de la cuota de trabajo, como los jefes de brigada, eran propensos al favoritismo y al soborno, así como al capricho. En Kolimá, a finales de los años treinta, Olga Adamova-Sliozberg fue nombrada jefa de una brigada que cavaba zanjas integrada en su mayoría por prisioneras políticas, ya debilitadas por largas condenas de cárcel. Después de tres días de trabajo, cuando habían completado apenas el 3% de la cuota asignada, fue al supervisor y le rogó una asignación más fácil. Al saber que la brigada en falta estaba compuesta por antiguas militantes del partido, su rostro se ensombreció:

Oh, sí, antiguas militantes del partido. Ahora, si hubierais sido prostitutas, habría accedido a dejaros limpiar las ventanas y cumplir tres veces con la cuota. Cuando esos militantes del partido decidieron castigarme por ser un kulak, me sacaron a mí y a mis seis hijos de casa; yo les pregunté: «¿Qué han hecho los niños?», y ellos me contestaron: «Esa es la ley soviética». De modo que aquí estamos, vosotras podéis cumplir a rajatabla vuestra ley soviética y sacar nueve metros cúbicos de lodo por día.[25]

Los supervisores de la cuota eran conscientes de la necesidad de conservar la fuerza de trabajo en ciertos momentos, por ejemplo cuando el campo había sido criticado por su elevada tasa de mortalidad, o cuando el campo estaba en el extremo norte y solo podía conseguir reemplazos una vez al año. En tales circunstancias, ellos podían reducir la cuota, o hacer la vista gorda cuando no se cumplía. Esta práctica era llamada en los campos «adaptar la cuota», y decir que estaba difundida es subestimar la realidad.[26]

El soborno también funcionaba en los niveles superiores de la jerarquía, a veces a través de toda la cadena de mando. Aleksandr Klein estaba en un campo a finales de los años cuarenta, en un momento en que se introdujo un pequeño salario para motivar a los zeks a que trabajaran más duro:

Después de recibir el salario (no era mucho), el trabajador se lo daba al jefe de brigada. Esto era obligatorio: el jefe de brigada tenía que sobornar al capataz y al supervisor de la cuota, quien determinaba el cupo que debía cumplir la brigada.

Klein escribió que, por lo general, entregaba la mitad de su «salario». De no hacerlo, las consecuencias podían ser funestas. Aquellos que no pagaban eran automáticamente señalados como si hubieran entregado un porcentaje inferior al de la cuota; por lo tanto, recibían menos comida. Los jefes de brigada que no querían pagar, lo pasaban peor. Según Klein, uno fue asesinado en la cama. Le golpearon la cabeza con una piedra, sin que quienes dormían junto a él se despertaran.[27]

La tufta también incidía en la compilación de estadísticas en todos los niveles de la vida del campo. Los jefes y los contables del campo con frecuencia modificaban las cifras en provecho propio, según decenas de informes sobre hurto guardados en los archivos de la inspección. En un lagpunkt en 1941, el jefe del campo y el contable «se valieron de su posición profesional» para abrir una fraudulenta cuenta bancaria, que les permitía saquear las cuentas del campo. El jefe robó 25 000 rublos, y el contable, 18 000, una fortuna en términos soviéticos.

No existe una gran diferencia entre robar y falsificar las estadísticas de producción. Si la tufta comenzaba en el ámbito de la brigada, y se acrecentaba en el del lagpunkt, para el momento en que los contables de los grandes campos estaban calculando las estadísticas totales de producción, las cifras estaban ya muy alejadas de la realidad, y (como veremos) daban una idea muy engañosa de la productividad real de los campos, que con toda probabilidad era sumamente baja.

En realidad, es casi imposible saber qué hacer con las cifras de producción del Gulag, dado el grado de falsedad y engaño que existía. Por esa razón, siempre me han causado perplejidad los pormenorizados informes anuales del Gulag, tales como uno realizado en marzo de 1940. En más de 124 páginas este impactante documento da cuenta de las cifras de producción de decenas de campos, cuidadosamente relacionados según su especialidad: los campos forestales, de fábricas, de minas, de granjas colectivas. El informe va acompañado de amplios cuadros y cálculos, y diferentes tipos de cifras. En conclusión, el autor del informe declara confiadamente que el valor total de la producción del Gulag en 1940 era 2659,5 millones de rublos, una cifra que carece de sentido, dadas las circunstancias.[28]

PRIDURKI: COOPERACIÓN Y COLABORACIÓN

La tufta no era el único método que los prisioneros utilizaban para llenar la brecha entre las cuotas imposibles que se les exigían y las precarias raciones que se les asignaban, ni era el único instrumento que los mandos empleaban para cumplir con sus imposibles objetivos de producción. Había otras formas de persuadir a los prisioneros para que cooperaran, como Isaak Filshtinski describe memorable y brillantemente.

Filshtinski comienza su historia en uno de sus primeros días en Kargopollag, el campo de explotación forestal y construcción situado al norte de Arjánguelsk. Al llegar se encontró con otra recién llegada, una joven; formaba parte de un contingente femenino que había sido temporalmente agregado a su brigada. Al advertir su «aspecto tímido y asustado» y su harapienta ropa de campo, se acercó a ella en la fila de prisioneros. Sí, le dijo ella en respuesta a su pregunta, «llegué ayer en un transporte de la prisión». Comenzaron a conversar.

Cuando llegaron a la zona de trabajo, los hombres y las mujeres fueron separados, pero en el camino de regreso la joven artista encontró a Filshtinski de nuevo. Los diez días siguientes caminaron juntos hacia el bosque y de regreso al campo. Ella le hablaba de su nostalgia, del esposo que la había abandonado, del niño que quizá no volvería a ver. Después la brigada de mujeres fue separada de la de los hombres para siempre y Filshtinski perdió el rastro de su amiga.

Pasaron tres años. Fue un día caluroso —algo raro en el extremo norte— cuando Filshtinski la vio de nuevo. Esta vez vestía «una chaqueta impecable que se adaptaba perfectamente a su talla». En lugar de la habitual gorra de prisionero, llevaba una boina. Y en lugar de las habituales botas gastadas, calzaba zapatos. Su cara era más redonda, su apariencia era más vulgar. Cuando abrió la boca, habló con la jerga más grosera, «prueba de un vínculo prolongado y permanente con el hampa del campo». Al ver a Filshtinski, un gesto de horror apareció en su cara. Se dio media vuelta y se alejó «casi corriendo».

Cuando Filshtinski la encontró por tercera y última vez, la mujer vestía, según le pareció a él, a la «última moda de la ciudad». Estaba sentada detrás del escritorio del jefe, y ya no era una prisionera. Estaba casada con el mayor L., un jefe de campo famoso por su crueldad. Se dirigió a Filshtinski con rudeza. Ya no se avergonzaba al hablar con él. La metamorfosis era completa: había pasado de prisionera a colaboradora, y de colaboradora a jefa de campo. Primero había adoptado el lenguaje del mundo del hampa, después la indumentaria y las costumbres. Por ese camino había alcanzado la posición privilegiada de las autoridades del campo. Filshtinski sintió que no tenía «nada más que decirle», aunque al salir de la sala se volvió a mirarla otra vez. Sus ojos se encontraron por un instante, y creyó percibir en los de ella un relámpago de «melancolía infinita» y un brillo de lágrimas.[29]

Los lectores familiarizados con otros sistemas de campos reconocerán el destino de la amiga de Filshtinski. Al hablar de los campos nazis, el sociólogo alemán Wolfgang Sofsky escribió que «el poder absoluto es una estructura, no una posesión». Con esto quería decir que en los campos alemanes el poder no se basaba en el mero control que una persona ejercía sobre la vida de los demás. En cambio, «al convertir a un pequeño número de las víctimas en cómplices, el régimen borraba la frontera entre el personal y los reclusos».[30] Aunque la brutalidad que reinaba en el Gulag era distinta, en su organización y sus efectos los campos nazis y soviéticos eran similares en este aspecto: el régimen soviético también hacía un uso análogo de los prisioneros, captando a algunos para que colaboraran con el sistema represivo, poniéndolos por encima de los demás, y otorgándoles privilegios que les permitieron, a su vez, colaborar con la autoridades en el ejercicio del poder. No es casual que, en su relato, Filshtinski reseñara la evolución de la indumentaria de su amiga: en los campos, donde había una escasez crónica de todo, las nimias mejoras en la ropa, la comida o las condiciones de vida eran suficientes para persuadir a los prisioneros de que cooperaran, de que procuraran una promoción. Los prisioneros que lo lograban eran los pridurki o «reclusos de confianza». Una vez que lograban esa condición su vida en los campos mejoraba de mil maneras.

Aun reconociendo que toda clasificación en este mundo carece de límites estrictos, Solzhenitsin trató de describir la jerarquía de los «reclusos de confianza». En el nivel más bajo, explicaba, estaban los «privilegiados»: los ingenieros, diseñadores, mecánicos y geólogos de confianza. Por encima de ellos estaban los capataces, planificadores, supervisores de la cuota de trabajo, supervisores de construcción, técnicos. Ambos grupos tenían que formar por las mañanas y marchaban al trabajo en un convoy. Por otra parte, no hacían trabajo físico y, por lo tanto, no estaban «totalmente extenuados» al final del día; esto los convertía en privilegiados frente a los prisioneros que realizaban los trabajos comunes.

Los «reclusos de confianza» del complejo eran más privilegiados todavía. Eran prisioneros que nunca dejaban la zona durante el día. Según Solzhenitsin,

Un trabajador de los talleres del campo vivía con más comodidad y mejor que el que se deslomaba en el trabajo común: no tenía que salir para formar, y esto significaba que podía levantarse y desayunar mucho más tarde; no tenía que marchar en convoy a la zona de trabajo y volver; sufría menos rigores, menos frío, gastaba menos esfuerzo; además, su jornada terminaba antes; o su trabajo era en un lugar abrigado, y si no siempre había cerca un lugar para calentarse … «Sastre» en los campos suena como «profesor titular» en el mundo libre.[31]

Los inferiores en la jerarquía de los «reclusos de confianza» del complejo en realidad hacían trabajos físicos: asistentes de los baños, lavanderas, lavaplatos, enfermeras; algunos trabajaban en los talleres del campo, remendaban la ropa y el calzado y reparaban la maquinaria. Por encima de estos trabajadores, estaban los genuinos «reclusos de confianza» del complejo, que no hacían el trabajo físico duro: los cocineros, los que distribuían el pan, los empleados, los médicos, enfermeras, asistentes médicos, barberos, ordenanzas veteranos, repartidores de tareas, contables.[32] Aunque en principio los prisioneros comunes podían convertirse en «reclusos de confianza» y viceversa: los «reclusos de confianza» podían ser relegados al rango de prisioneros comunes, había reglas complicadas que regulaban este proceso.

Estas reglas variaban mucho de un campo a otro y de una época a otra, aunque parece que hubo algunas convenciones que más o menos eran válidas en todo momento. Lo más importante era que resultaba más fácil convertirse en un «privilegiado» si un prisionero era clasificado como delincuente «socialmente próximo», y no como preso político «socialmente peligroso». Debido a la trastornada jerarquía moral del sistema soviético de campos que decretaba que los «socialmente próximos» eran más capaces de ser convertidos en buenos ciudadanos soviéticos, era automáticamente más probable que se les diera el estatus de «reclusos de confianza». Y en cierto sentido, los ladrones, que no temían el uso de la fuerza, eran «reclusos de confianza» idóneos. Como he dicho, así ocurrió en los años treinta y durante la guerra, años en que las bandas de gángsteres reinaban sin discusión en los campos soviéticos. Incluso después (Filshtinski escribía a finales de los años cuarenta), la cultura de los «reclusos de confianza» apenas se diferenciaba de la cultura de los delincuentes profesionales.

Pero los delincuentes «de confianza» planteaban un problema a los mandos del campo. No eran «enemigos», pero tampoco tenían educación. En muchos casos ni siquiera sabían leer y escribir, y no querían aprender: aunque algunos campos establecieron planes de alfabetización, los delincuentes rara vez se molestaban en ir a clase.[33] Eso no dejaba a los jefes del campo otra opción, escribía Lev Razgon, que emplear a los presos políticos: «El plan ejercía una implacable presión que no toleraba excusas. Bajo su influencia, incluso los más rigurosos jefes de campo que expresaban el odio más profundo por los prisioneros contrarrevolucionarios estaban obligados a poner a los presos políticos a trabajar».[34]

En efecto, después de 1939, cuando Beria reemplazó a Yezhov —y simultáneamente se dispuso a hacer del Gulag una empresa rentable— las normas nunca quedaron claras en modo alguno. Las instrucciones de Beria de agosto de 1939, que explícitamente prohibían a los jefes de campo emplear a los presos políticos en ningún tipo de tarea administrativa, hacía en verdad algunas excepciones. Los médicos acreditados debían ser empleados en su esfera profesional y, en circunstancias especiales, los prisioneros condenados por alguno de los delitos «menores» del artículo 58, secciones 7, 10, 12 y 14, que incluían la «agitación antisoviética» (contar chistes contra el régimen, por ejemplo), y la «propaganda antisoviética». Por otra parte, aquellos sentenciados por «terrorismo» o «traición a la patria» no podían ser empleados en teoría salvo como trabajadores sin calificación.[35] Cuando estalló la guerra, esta orden fue revocada. Stalin y Molótov enviaron una circular especial que permitía a Dalstrói, «en vista de la situación excepcional», «cerrar acuerdos individuales por un cierto período con ingenieros, técnicos y trabajadores administrativos que han sido enviados a trabajar a Kolimá».[36]

Sin embargo, los jefes de campo que tenían demasiados presos políticos en trabajos de mayor nivel se arriesgaban a la censura, y siempre hubo un cierto grado de ambivalencia. Solzhenitsin y Razgon concuerdan en que a veces a los presos políticos se les encomendaban buenos trabajos de oficina, contabilidad y teneduría de libros, pero solo temporalmente. Una vez al año, cuando se preveía la visita de los equipos de inspección de Moscú, eran despedidos.

En la práctica las normas eran muchas veces disparatadas. Como preso político en Kargopollag, Filshtinski tenía terminantemente prohibido seguir un curso de tecnología forestal. Sin embargo, se le permitió leer los libros de texto, y una vez que hubo pasado los exámenes estudiando por su cuenta, le fue permitido trabajar como especialista forestal también.[37] En los años de posguerra, a medida que los grupos nacionales más fuertes empezaron a tener influencia en el campo, el reinado de los hampones fue suplantado a menudo por el de los prisioneros mejor organizados, en la mayoría de los casos los ucranianos y los bálticos. Aquellos que tenían los mejores puestos, el capataz y los supervisores, podían cuidar de los suyos y lo hacían, y distribuían los buenos cargos entre los presos políticos, que casualmente eran sus paisanos.

Mas en ningún momento los prisioneros tenían todo el poder para distribuir los trabajos «de confianza». La jefatura del campo tenía la última palabra sobre los presos «de confianza», y la mayoría de los jefes de campo solían dar los trabajos más cómodos a aquellos que aceptaban colaborar más abiertamente; en otras palabras, a delatar. Lamentablemente es difícil decir cuántos delatores empleaba el sistema. Aunque los archivos estatales rusos permiten el acceso al archivo de la dirección del Gulag, no se permite la consulta de los documentos sobre la «Tercera División», la sección del campo encargada de los delatores. El historiador ruso Viktor Bersdinskij en su libro sobre Viatlag, cita algunas cifras sin dar la fuente. «En los años veinte, los jefes de la OGPU se impusieron la tarea de conseguir al menos un 25% de delatores entre los prisioneros del campo. En los años treinta y cuarenta, este número previsto bajó al 10%.» Pero Berdinskij también está de acuerdo en que una evaluación real de las cifras es complicada sin acceso a los archivos.[38]

Tampoco hay muchos autores de memorias que admitan abiertamente haber sido delatores, aunque algunos admiten haber sido reclutados. Los prisioneros que habían sido delatores en la prisión (o incluso antes de su arresto) llegaban ya a los campos con una nota en su expediente sobre su disposición a cooperar. Parece que otros eran sondeados al llegar al campo, cuando todavía estaban desorientados y temerosos. En su segundo día en el campo, Leonid Trus fue llevado ante el mando operativo, conocido en la jerga de los campos como kum, el reclutador de delatores, y le pidieron que colaborara. Sin comprender realmente lo que se le pedía, rehusó. Piensa que por esto se le dio inicialmente un trabajo físico difícil, de bajo estatus, según los estándares del campo.

Quizá la excepción más famosa a la negativa casi universal a admitir la delación es, una vez más, Aleksandr Solzhenitsin, que cuenta sus devaneos con los mandos del campo extensamente. Su primer momento de debilidad se remonta a los primeros días en el campo, cuando todavía luchaba por asumir la abrupta pérdida de estatus. Cuando fue invitado a hablar con el mando operativo, fue llevado a una sala «pequeña, primorosamente amueblada», donde una radio emitía música clásica. Después de preguntarle cortésmente cómo se encontraba y si se adaptaba a la vida del campo, el reclutador le preguntó: «¿Todavía es usted un soviético?». Después de cierto tira y afloja, Solzhenitsin respondió afirmativamente.

Pero aunque la confesión de ser «soviético» equivalía a confesar un deseo de colaborar, inicialmente Solzhenitsin se negó a delatar. Entonces el reclutador cambió de táctica. Apagó la radio, y comenzó a hablar a Solzhenitsin sobre los hampones del campo, preguntándole cómo se sentiría si su esposa en Moscú fuese asaltada por algunos que consiguieran escapar. Finalmente, Solzhenitsin declaró que informaría si escuchaba que alguno de ellos planeaba evadirse. Firmó un compromiso, prometiendo dar noticias de cualquier fuga a los mandos, y eligió un seudónimo conspirativo: «Vetrov». Escribe: «Esas seis letras están marcadas con vergonzosas incisiones en mi memoria».[39]

Según su propio relato, Solzhenitsin nunca delató a nadie. Cuando fue llamado otra vez en 1956, dice que rehusó firmar nada. Sin embargo, su primera promesa fue suficiente para mantenerlo mientras estuvo en el campo en uno de los trabajos «de confianza», viviendo en los pabellones especiales, un poco mejor vestido y alimentado que los demás prisioneros. «Esta experiencia me llenó de vergüenza», escribió, y sin duda dio origen a su desdén por los «reclusos de confianza».

Cuando se publicó, la descripción de los «reclusos de confianza» hecha por Solzhenitsin generó controversia y aún la genera. Como su descripción de los hábitos laborales del recluso, desató un debate en el mundo de los supervivientes de los campos y de los historiadores, que aún continúa. Virtualmente, los autores de memorias más leídos fueron «reclusos de confianza» en un momento u otro. Evgeniya Guinzburg, Lev Razgon, Varlam Shalámov, el propio Solzhenitsin. Puede ser, como algunos afirman, que la mayoría de los prisioneros que sobrevivieron fueran «reclusos de confianza» en algún momento de su vida en el campo. Conocí a un superviviente que me contó que una vez asistió a una reunión de antiguos amigos del campo. El grupo comenzó a recordar, y estaban riéndose de las viejas historias del campo, cuando uno de ellos al mirar a su alrededor, se dio cuenta de la razón que los había mantenido juntos y que hacía posible que, en vez de llorar, se rieran del pasado: «Todos habíamos sido pridurki».

No hay duda de que muchas personas sobrevivieron porque consiguieron trabajos «de confianza» en el complejo, escapando al horror del trabajo común. Pero ¿supuso siempre una activa colaboración con el régimen del campo? Solzhenitsin pensaba que sí. Incluso los «reclusos de confianza» que no eran delatores, afirmaba, todavía se definen como colaboradores. «¿Cuál de los puestos “de confianza” no implicaba halagar a los jefes y participar en el sistema general de coacción?»

Solzhenitsin explicaba que a veces la colaboración era indirecta, pero igualmente perjudicial. Los trabajos «de confianza» (los ajustadores de la cuota laboral, los tenedores de libros, los ingenieros) no torturaban a las personas, pero participaban en un sistema que obligaba a los prisioneros a trabajar hasta matarse. Lo mismo vale para los trabajos «de confianza» de la oficina: mecanógrafos que copiaban las órdenes para el mando del campo. Solzhenitsin escribió que, de cada persona que repartía el pan y podía robar una barra, se podría decir que estaba privando de su ración completa a un zek que trabajaba en el bosque: «¿Quién le sisaba el pan a Iván Denísovich? ¿Quién le robaba el azúcar mojándola con agua? ¿Quién se quedaba con la grasa, la carne y los buenos cereales de la olla común?».[40]

Implacablemente contrario a Solzhenitsin, como muchos lo estuvieron y lo están, se mostró Lev Razgon, un escritor que en la década de 1990 gozó de una autoridad casi tan notoria como aquel sobre el tema del Gulag. Mientras estaba en los campos, Razgon trabajaba como supervisor de la cuota de trabajo, uno de los más altos cargos «de confianza». Razgon sostenía que para él, como para muchos otros, optar por convertirse en «recluso de confianza» era simplemente optar por la vida. Durante los años de la guerra «era imposible sobrevivir si estabas talando árboles». Solo sobrevivían los campesinos, «aquellos que sabían cómo afilar y arreglar los instrumentos, y aquellos a los que se les asignaba una labor agrícola que conocían, que podían prepararse una dieta con patatas, rábanos y otras verduras que birlaran».[41]

Razgon pensaba que no era inmoral optar por la vida, ni aceptaba que quienes lo hicieron no fueran «mejores que quienes los arrestaron». También se opone a la semblanza corrupta que Solzhenitsin presenta de los «reclusos de confianza». Una vez que estaban en trabajos más cómodos, muchos de ellos ayudaban a otros prisioneros:

No eran indiferentes a los Ivanes Denísovich que iban a talar árboles, ni se sentían lejos de ellos. Simplemente no podían ayudar a quienes no sabían hacer otra cosa que trabajo físico. E incluso entre los últimos buscaban y encontraban personas con los conocimientos más insospechados: aquellos que sabían cómo hacer astiles curvados y toneles eran enviados a los lugares donde se fabricaban esquís, aquellos que podían hacer canastos comenzaban a hacer sillones, sillas y sofás de mimbre para los jefes.[42]

Razgon dice que así como había buenos y malos guardias, había también buenos y malos «reclusos de confianza», personas que perjudicaban a los demás, y personas que los ayudaban.

SANCHAST: HOSPITALES Y MÉDICOS

De las muchas absurdidades que había en la vida del campo, quizá la más rara era también la más vulgar: el médico del campo. Cada lagpunkt tenía uno. Si no había médicos preparados, entonces el lagpunkt al menos tenía una enfermera o un feldsher, un asistente médico que podía o no tener formación médica. Como ángeles de la guarda, el personal médico tenía el poder de arrancar a un recluso del frío, e internarlo en los aseados hospitales del campo, donde podían ser alimentados y reanimados gracias a sus cuidados. Todos los demás, los guardias, el jefe del campo y los jefes de brigada decían a los zeks que trabajaran más. Solo el médico no estaba obligado a hacerlo.

Algunos reclusos fueron literalmente salvados gracias a unas pocas palabras de un médico. A Lev Kopelev, ardiendo de fiebre, famélico y acosado por el hambre, un médico le diagnosticó pelagra, una infección estomacal y un resfriado grave. «Te estoy enviando al hospital», le dijo. No era un viaje sencillo ir del lagpunkt al hospital central del campo, el sanchast. Kopelev dejó todas sus pertenencias, pues todo lo que era del campo debía permanecer allí, caminó por «charcos hondos y helados» y se apretujó con otros prisioneros enfermos y moribundos en un carro de ganado. El viaje fue infernal. Pero cuando despertó en su nuevo entorno, descubrió una transformación en su vida:

En un gozoso sueño, estaba en una habitación brillante y limpia del hospital, sentado en una litera cubierta con una sábana increíblemente limpia… El médico era un hombre pequeño de cara redonda, cuyo mostacho gris y sus gruesas gafas subrayaban su gesto de gentileza e interés.

—En Moscú —preguntó—, ¿conoce usted a una crítica literaria llamada Motilova?

—¿Tamara Lazarevna Motilova? ¡Por supuesto!

—Es mi sobrina.

El tío Borya, como llegué a conocerlo, miró el termómetro.

—Ajá. Haga que se asee —le dijo a su asistente— y que su ropa se hierva. Póngalo en la cama.

Al despertar de nuevo, descubrió que le habían llevado seis trozos de pan: «Tres trozos de pan negro y, ¡visión milagrosa!, tres trozos de pan blanco. Los comí con ansia, con los ojos llenos de lágrimas». Mejor todavía: le dieron raciones contra la pelagra: nabos y zanahorias, así como levadura y mostaza para extender en el pan. Por primera vez le permitieron recibir dinero y paquetes de su familia; por lo tanto, pudo comprar patatas hervidas, leche y majorka, el tabaco más barato. Habiendo estado condenado a la muerte en vida, se dio cuenta de que estaba destinado a salvarse.[43]

Era una experiencia común. Evgeniya Guinzburg llamaba «paraíso» al hospital de Kolimá donde trabajó.[44] Otros escriben recordando con asombro las sábanas limpias, la amabilidad de las enfermeras, los extremos a que llegaban los médicos para salvar a sus pacientes. Un prisionero cuenta la historia de un médico que, arriesgando su cargo, dejó ilegalmente el campo para conseguir las medicinas necesarias.[45] Vadim Aleksandrovich, que era también médico en un campo, recordaba: «El médico y su asistente en el campo son, si no dioses, semidioses. De ellos depende la posibilidad de unos cuantos días libres de un trabajo agotador, incluso la posibilidad de ser enviado a un sanatorio».[46]

Janos Rozsas, un húngaro de dieciocho años que se encontraba en el mismo campo que Aleksandr Solzhenitsin después de la guerra, escribió un libro titulado La hermana Dusya, así titulado en honor de la enfermera de campo que, según cree, le salvó la vida. No solo se sentaba a hablar con él, lo convenció de que era imposible morir con sus cuidados. La hermana Dusya cambió su ración de pan por leche para Rozsas, que podía digerir muy pocos alimentos. Le estuvo agradecido el resto de su vida: «En mi mente evocaba dos rostros queridos, la lejana faz de mi madre y el rostro de la hermana Dusya. Eran increíblemente parecidas».[47]

La gratitud de Rozsas hacia la hermana Dusya finalmente se tradujo en su amor por la lengua y la cultura rusas. Al ser dado de alta del hospital comenzó, tal como dice Solzhenitsin, a «estudiar la lengua de sus carceleros y guardias de convoy con todo su corazón». Cuando encontré a Rozsas en Budapest, todavía hablaba un ruso elegante y fluido, todavía mantenía contacto con sus amigos rusos y orgullosamente me dijo dónde estaban las referencias a su historia en Archipiélago Gulag y en las memorias de la esposa de Solzhenitsin.[48]

Pero había, como muchos advirtieron, otra paradoja presente aquí. Cuando un prisionero con escorbuto estaba en la brigada de trabajo, nadie se interesaba por su dentadura ni por los forúnculos de sus piernas. Sus quejas provocaban el desprecio burlón de sus guardias, o algo peor. Pero cuando su temperatura llegaba al nivel requerido o la enfermedad alcanzaba el momento crítico (cuando «cumplía» como enfermo, en otras palabras), el prisionero agonizante recibía de inmediato raciones para el escorbuto o para la pelagra, y todo el cuidado médico que el Gulag podía ofrecer.

Esta paradoja estaba integrada en el sistema. Desde el comienzo de la existencia de los campos, los prisioneros enfermos habían sido tratados de modo diferente. Se establecieron brigadas de inválidos, para los prisioneros que no podían hacer un trabajo físico duro, ya en enero de 1931.[49] Después habría barracones de inválidos, e incluso lagpunkts para inválidos, dedicados a cuidar a prisioneros débiles para que se recuperaran. En 1933, Dmitlag organizó «lagpunkts de recuperación» programados para dar cabida a 3600 prisioneros.[50]

Tan extraño fue para Gustav Herling este contraste entre las condiciones letales de la vida del campo, y los esfuerzos que los médicos del campo ponían en curar a los prisioneros cuya salud había sido destruida con tesón, que llegó a la conclusión de que en la Unión Soviética debía existir un «culto al hospital»:

Había algo incomprensible en el hecho de que en el momento en que un prisionero dejaba el hospital se convertía otra vez en un prisionero, pero mientras estaba tumbado sin moverse en una cama limpia, todos los derechos de un ser humano, aunque siempre con la excepción de la libertad, le eran otorgados. Para un hombre desacostumbrado a los violentos contrastes de la vida soviética, los hospitales del campo le parecían como iglesias que ofrecían asilo frente a la todopoderosa Inquisición.[51]

Desde luego que los jefes del Gulag en Moscú tomaban muy en serio el problema planteado por el gran número de prisioneros inválidos «incapaces de trabajar». Aunque su existencia no era una novedad, el problema se agudizó tras la decisión de Stalin y Beria de eliminar la política de la «libertad condicional anticipada» para los inválidos: de pronto, no se podía dejar a los enfermos fácilmente fuera de la nómina de trabajo. Si no por otra cosa, esto obligó a los jefes de campo a prestar atención a los hospitales del campo. Un inspector calculó con precisión el tiempo y el dinero perdidos por enfermedad: «De octubre de 1940 a la primera quincena de marzo de 1941 hubo 3472 casos de congelación, merced a los cuales se perdieron 42 334 jornadas laborales. 2400 prisioneros estaban demasiado débiles para trabajar».[52]

Sin embargo, como las demás cuestiones del Gulag, la necesidad de curar a los enfermos no se consideró de modo directo. En algunos campos parece que los lagpunkts especiales para inválidos se crearon para impedir que estos inválidos hundieran las estadísticas de producción. Este fue el caso de Siblag, que contaba con 9000 inválidos y 15 000 «semiinválidos» entre sus 63 000 prisioneros en 1940-1941 (más de un tercio). Cuando estos prisioneros débiles eran sacados de las zonas de trabajo importantes y reemplazados por nuevos trabajadores «frescos», las cifras de producción del campo aumentaban como por arte de magia.[53]

La presión para cumplir el plan obligaba a muchos jefes de campo a afrontar un dilema. Por una parte, deseaban genuinamente curar a los enfermos (de modo que pudieran volver al trabajo), pero, por otra, no querían alentar a los «ociosos». En la práctica, eso provocó que las jefaturas de los campos pusieran límites, a veces muy precisos, a cuántos prisioneros podían estar enfermos al mismo tiempo, y cuántos podían ser enviados a los lagpunkts de recuperación.[54]

Si había más enfermos, tendrían que esperar. Es característica la historia de un prisionero de Ustvimlag, que declaró varias veces que estaba enfermo y que no podía trabajar. Según el informe oficial archivado después: «Los trabajadores médicos no prestaron atención a sus protestas, y fue enviado a trabajar. No estando en condición de hacerlo, se negó, por lo cual fue encerrado en la celda de castigo. Allí se le mantuvo cuatro días, después de lo cual se le llevó muy debilitado al hospital, donde murió».[55]

El reducido número fijado de permisos por enfermedad hacía que los médicos se hallaran bajo presiones encontradas y terribles. Podían ser censurados o incluso condenados, si morían demasiados prisioneros enfermos, al haberles denegado la entrada al hospital del campo.[56] Podían ser también amenazados por los elementos más violentos y agresivos de la élite criminal del campo, que querían verse libres del trabajo. Si el médico del campo prescribía descanso a los auténticos enfermos, tenía que soportar la presión de los delincuentes.

Cuando llegó a trabajar como feldsher en un lagpunkt de delincuentes, Karol Colonna-Czosnowski fue advertido de que su predecesor había sido «muerto a cuchilladas» por sus pacientes. En su primera noche en el campo se enfrentó con un hombre que llevaba un pico y que exigía ser eximido del trabajo al día siguiente. Karol afirma que consiguió sorprenderlo y echarlo de la cabaña de feldsher. Al día siguiente hizo un trato con Grisha, el jefe de los hampones del campo: además de los verdaderamente enfermos, Grisha le daría los nombres de dos personas más al día a quienes exoneraría del trabajo.[57]

Aun en el caso de que un prisionero finalmente ingresara al hospital, con frecuencia descubría que la calidad del cuidado médico variaba mucho. Los campos más grandes tenían hospitales provistos de personal y medicinas. El hospital central de Dalstrói, en la ciudad de Magadán, era conocido por poseer el equipo más moderno, así como por su personal integrado por los mejores médicos prisioneros, a menudo especialistas de Moscú. Aunque la mayoría de los pacientes eran agentes del NKVD o empleados del campo, algunos prisioneros afortunados también eran tratados por los especialistas allí y en otras partes: mientras cumplía condena en los campos, a Leonid Finkelstein se le permitió consultar a un dentista.[58] Algunos de los lagpunkts de inválidos también estaban bien equipados, y parecen haber tenido el propósito de velar por la recuperación de los prisioneros. Tatiana Okunevskaya fue enviada a uno, y se maravilló de los espacios abiertos, los amplios barracones, los árboles: «¡No los había visto en años! ¡Y era primavera!».[59]

En los hospitales de los lagpunkts más pequeños, la situación era mucho más deprimente. En uno de ellos, en el lagpunkt de Sevurallag, «el tratamiento y la documentación eran deficientes», según Isaac Vogelfanger, que había sido cirujano jefe del campo. Peor todavía,

… las raciones alimenticias eran sumamente inadecuadas y había muy pocos fármacos disponibles. Los casos de cirugía, las fracturas y heridas musculares graves, eran mal atendidos y descuidados. Rara vez, como después supe, se daba de alta a los pacientes para que volvieran al trabajo. Al ser ingresados con signos terminales de desnutrición, la mayoría de ellos moría en el hospital.[60]

Peores eran los barracones, o más bien depósitos de cadáveres, para los enfermos terminales. En uno de ellos, establecido para los prisioneros con disentería, «los pacientes yacían en cama durante semanas. Si tenían suerte, se curaban, pero era más frecuente que se murieran. No había tratamiento, ni medicinas … los pacientes solían ocultar una muerte durante tres o cuatro días para quedarse con la ración del fallecido».[61]

Aunque se puede decir que muchos médicos de los campos salvaron la vida a muchas personas, no todos necesariamente mostraban una inclinación a ayudar. Algunos, desde su situación privilegiada, habían llegado a simpatizar más con los jefes que con los «enemigos» a quienes estaban obligados a tratar. Una doctora de la sección del hospital de un campo, que era la esposa del jefe, fue efectivamente censurada por la inspección porque «retrasaba el ingreso de los enfermos graves en el hospital, no exoneraba a los enfermos del trabajo, era grosera con ellos y los expulsaba de la enfermería».[62]

Hubo casos en que los médicos trataron mal a sabiendas a los pacientes prisioneros. Cuando trabajaba en un campo minero a comienzos de los años cincuenta, a Leonid Trus le aplastaron la pierna. El médico del campo vendó la herida, pero era necesario hacer algo más. Trus había perdido mucha sangre, y estaba comenzando a sentir mucho frío. Como el campo no tenía instalaciones para efectuar transfusiones de sangre, los mandos del campo lo enviaron, en la caja de un camión, al hospital local. Semiconsciente, oyó al médico que decía a la enfermera que comenzara la transfusión. El amigo que lo acompañaba dio sus datos personales: nombre, edad, sexo, lugar de trabajo, después de lo cual el médico interrumpió la transfusión. Ese tipo de auxilio no debía darse a un prisionero. Trus recuerda que le administraron algo de glucosa, gracias a su amigo que pagó un soborno, y algo de morfina. Al día siguiente, le amputaron la pierna:

El cirujano estaba tan convencido de que no sobreviviría, que ni siquiera hizo la operación él mismo, sino que la encargó a su esposa, una terapeuta que estaba tratando de ser acreditada como cirujana. Después me dijeron que ella lo hizo todo bien, que sabía lo que estaba haciendo, excepto que pasó por alto algunos detalles. No los había olvidado, pero no creía que yo viviría, y por tanto no importaba si estos detalles médicos se cumplían. Y mire, ¡seguí viviendo![63]

Tampoco los médicos del campo, amables o indiferentes, estaban necesariamente preparados. Aquellos que tenían el título podían ser de los mejores especialistas de Moscú cumpliendo sentencias de reclusión, como ser charlatanes que no sabían nada de medicina, pero que fingían conocimientos para conseguir un puesto de categoría. Ya en 1932, la OGPU se quejaba de la escasez de personal médico calificado.[64] Esto significaba que los prisioneros con título de medicina eran la excepción a las reglas que regulaban los trabajos «de confianza»: cualquiera que fuera el acto contrarrevolucionario que teóricamente hubieran cometido, siempre se les permitía ejercer la medicina.[65]

Esta escasez hacía que se capacitara a los prisioneros como enfermeros y feldshers, con una preparación que era muchas veces elemental. Evgeniya Guinzburg se formó como enfermera después de pasar «varios días» en un hospital de campo, aprendiendo el arte de «ahuecar las manos» y cómo poner una inyección.[66] Alexander Dolgun, que había aprendido en un campo las tareas básicas del cargo de feldsher, fue puesto a prueba después de haber sido trasladado a otros campos. Un funcionario, desconfiando de su preparación, le ordenó que hiciera una autopsia; «realicé la mejor actuación que pude y procedí como si lo hubiera hecho cono frecuencia».[67] Para conseguir el trabajo de feldsher, Janusz Bardach también mintió: afirmó que cursaba el tercer año de medicina cuando en realidad no había entrado todavía a la universidad.[68]

Los resultados eran previsibles. Al llegar a su primer puesto como médico convicto en Sevurallag, Isaac Vogelfanger, que era un cirujano titulado, se sorprendió al observar que el feldsher local trataba los forúnculos del escorbuto (un síntoma causado por la desnutrición, no por una infección) con yodo. Después, vio que ciertos pacientes murieron porque un doctor sin preparación insistió en inyectarles una solución casera hecha de azúcar.[69]

Nada de esto habría sorprendido a los mandos del Gulag, uno de los cuales se quejaba en una carta a su jefe en Moscú de la escasez de doctores: «En varios lagpunkts, el auxilio médico es ofrecido por enfermeros autodidactas, prisioneros sin ningún tipo de preparación médica».[70] Los mandos sabían que los servicios médicos eran deficientes, los prisioneros también, y no obstante continuaron funcionando igual que siempre.

Incluso con todas sus deficiencias, aun cuando los doctores eran corruptos, los dispensarios mal equipados, la medicación escasa, tan atractiva les parecía la vida en el hospital o la enfermería a los prisioneros, que para ingresar en ellos no solo eran capaces de herir o amenazar a los médicos, sino también de herirse a sí mismos. Como soldados que tratasen de evitar el campo de batalla, los zeks practicaban el samorub, «automutilación», y la mastyrka, «fingirse enfermos», en un intento desesperado de salvar la vida. Algunos creían que finalmente recibirían una amnistía para inválidos. Tantos lo creían que el Gulag al menos una vez emitió una declaración negando que se soltaría a los inválidos (aunque esto se hizo de manera ocasional).[71] La mayoría, sin embargo, estaban satisfechos simplemente con evitar el trabajo.

El castigo por automutilación era especialmente severo: un aumento de la condena en el campo. Quizá esto reflejaba el hecho de que un trabajador inválido era una carga para el Estado y un lastre para el plan de producción. «La automutilación era castigada cruelmente, como un sabotaje», escribió Zhigulin.[72] Un prisionero cuenta la historia de un ladrón que se cortó cuatro dedos de la mano izquierda. Sin embargo, en vez de ser enviado a un campo de inválidos, lo hicieron sentar en la nieve a observar a los que trabajaban. Se le prohibió moverse, bajo pena de aplicarle la ley de fugas; «muy pronto él mismo pidió una pala y moviéndola como una muleta, con la mano que le quedaba, picaba la tierra helada, llorando y maldiciendo».[73]

Sin embargo, muchos prisioneros pensaban que los beneficios potenciales merecían que valiera la pena correr el riesgo. Algunos de los métodos eran rudimentarios. Los delincuentes eran famosos por cortarse sencillamente el dedo medio, el anular y el índice con un hacha, de modo que no podían talar árboles ni llevar carretillas en las minas. Algunos se cortaban un pie o una mano, o se frotaban los ojos con ácido. Y otros, al salir para el trabajo, se envolvían un peal húmedo alrededor del pie, y por la noche regresaban con una congelación de tercer grado.

Pero también se utilizaban métodos más sutiles. El delincuente más audaz robaba una jeringa y se inyectaba jabón disuelto en el pene: la eyaculación resultante parecía el síntoma de una enfermedad venérea. Otro prisionero encontró el modo de fingir silicosis, una enfermedad pulmonar. Primero limó un poco un anillo de plata que había logrado conservar entre sus pertenencias, después mezcló la limadura con tabaco, y se lo fumó. Aunque no sentía nada, se presentó en el hospital tosiendo del modo en que tosen los enfermos de silicosis.[74]

Los prisioneros también intentaban crear infecciones o dolencias largas. Gustav Herling vio a un prisionero poner el brazo al fuego, cuando pensó que nadie lo veía; lo hacía una vez al día, lo mejor para mantener viva una herida misteriosamente persistente.[75] Para ponerse enfermo, Anatoli Zhigulin bebió agua helada y después salió a respirar aire frío, lo cual hizo que la temperatura le subiera hasta el punto de permitirle ser excusado del trabajo: «¡Oh, diez días felices en el hospital!».[76]

Los prisioneros también fingían locura. Bardach, durante su trayectoria de feldsher, trabajó un tiempo en la sala psiquiátrica del hospital central de Magadán. Allí, el principal método para desenmascarar a los falsos esquizofrénicos era ponerlos en una sala con verdaderos esquizofrénicos. «En unas horas, muchos prisioneros, incluso los más decididos, tocaban la puerta para salir.»[77]

Había también un procedimiento establecido para descubrir a aquellos prisioneros que intentaban fingir parálisis, según Elinor Lipper. El paciente era colocado en la mesa de operaciones y se le daba un poco de anestesia. Cuando se despertaba, los médicos lo ponían de pie. Inevitablemente, cuando lo llamaban por su nombre, daba unos pasos antes de recordar que debía desplomarse.[78]

Pero también había doctores que ayudaban a los pacientes a encontrar métodos de automutilación. Alexander Dolgun, aunque muy débil y con una diarrea incontrolable, no tenía una fiebre lo bastante alta para ser excusado del trabajo. Sin embargo, cuando dijo que era estadounidense al médico del campo, un letón educado, este se alegró: «Me moría por encontrar alguien con quien practicar inglés», dijo, y le enseñó el modo de infectar una pequeña herida. Eso le produjo un enorme forúnculo en el brazo, suficiente como para impresionar a los guardias del MVD que inspeccionaban el hospital con la gravedad de su mal.[79]

Una vez más, la idea de la moral se invertía. En el mundo libre, un médico que deliberadamente provocara una enfermedad en sus pacientes no sería considerado un buen hombre. En los campos, sin embargo, un médico así era venerado como un santo.

«VIRTUDES ORDINARIAS»

No todas las estrategias para sobrevivir en los campos se derivaban necesariamente del propio sistema. Tampoco implicaban la colaboración, la crueldad o la automutilación. Si algunos prisioneros (quizá la inmensa mayoría) lograron mantenerse vivos manipulando las normas del campo en su provecho, también hubo otros que se fortalecieron en lo que Tzvetan Todorov, en su libro sobre la moralidad del campo de concentración, denomina las «virtudes ordinarias»: el afecto, la amistad, la dignidad y la vida intelectual.[80]

El afecto adoptó múltiples formas. Había prisioneros, como hemos visto, que formaron sus propias redes de ayuda para sobrevivir. Los miembros de los grupos étnicos que dominaban algunos campos a finales de los años cuarenta (ucranianos, bálticos, polacos) crearon sistemas de asistencia mutua. Algunos construyeron redes de relaciones independientes durante años en los campos. Y otros hicieron dos o tres amigos íntimos. Quizá el caso más famoso de estas amistades del Gulag sea el de Ariadna Efron, hija de la poetisa Marina Tsvetaeva, y su amiga Ada Federolf. Hicieron grandes esfuerzos para permanecer juntas, tanto en los campos como en el destierro, y después publicaron sus memorias conjuntamente en un volumen. En cierto momento de su relato, Federolf cuenta cómo se reunieron después de una larga separación cuando Efron fue llevada en un transporte diferente:

Era verano. Los primeros días fueron horribles. Nos llevaron a hacer ejercicio un día, el calor era insoportable. Entonces, de repente, un nuevo transporte de Ryazan y… Alya. Me ahogaba la felicidad, la llevé a la litera superior, cerca del aire fresco … Esa es la felicidad del prisionero, simplemente encontrar a una persona.[81]

Muchos coinciden en esto. «Es muy importante tener un amigo, una persona de confianza, que no te abandonará en los momentos difíciles.»[82] Había límites naturalmente; Janusz Bardach escribió de su mejor amigo del campo: «Ninguno de nosotros pidió nunca al otro comida, ni la ofreció. Ambos sabíamos que este tema debía ser sagrado si queríamos seguir siendo amigos».[83]

El respeto hacia los demás ayudaba a algunos a preservar su humanidad, y a otros el respeto por sí mismos. Las mujeres en particular hablaban de la necesidad de mantenerse limpias, o tan limpias como fuera posible, como una forma de preservar la dignidad. Olga Adamova-Sliozberg cuenta que una compañera de celda «lavaba y secaba el cuello blanco de su blusa y lo cosía de nuevo» cada mañana.[84] Otros hacían ejercicio o prácticas higiénicas rutinarias. Otra vez nos dice Bardach:

… pese a mi cansancio y al frío, seguí practicando los ejercicios rutinarios que había realizado en casa y en el Ejército Rojo, lavándome la cara y las manos en la bomba de agua. Quería conservar todo el orgullo que pudiera, separándome de aquellos prisioneros que había visto rendirse día a día. Primero dejaban de preocuparse por su aseo y su apariencia, después desatendían a sus compañeros y, finalmente, sus propias vidas. Si yo no tenía control sobre otra cosa, tenía el control del ritual que yo creía me libraría de la degradación y la muerte segura.[85]

Otros también practicaban disciplinas intelectuales. Muchísimos prisioneros escribían poesías, o las aprendían de memoria, repitiendo sus versos y los de otros para sí mismos una y otra vez, para después recitarlos a sus amigos.

Shalámov ha escrito que la poesía, en medio de «la simulación y el mal, el deterioro», lo salvó de encanallarse por completo. Este es el poema que escribió titulado «A un poeta»:

Comí como un animal, gruñendo por la comida.

Una simple hoja de papel de escribir

parecía un milagro

que cayera del cielo al oscuro bosque.

Bebía como una bestia, lamiendo el agua

humedeciéndome los largos mostachos,

midiendo la vida no por meses ni años

sino por horas.

Y cada anochecer,

sorprendido de estar vivo aún,

repetí versos

como si escuchara tu voz.

Y los susurraba como oraciones.

Y los veneraba como el agua de la vida,

como un icono salvado en una batalla,

como una estrella guiadora.

Eran el único vínculo con otra vida;

allí, donde el mundo nos asfixiaba

con la mugre cotidiana

y la muerte nos pisaba los talones.[86]

Solzhenitsin «escribió» poesía en los campos, componiéndola en su cabeza y recitándola después para sí mismo con la ayuda de una colección de palillos rotos; como cuenta su biógrafo Michael Scammell:

Ponía dos filas de diez palillos con su pitillera, una fila representaba las decenas y otra las unidades. Después recitaba sus versos en silencio, moviendo una «unidad» por cada verso o una «decena» por cada diez versos. El quincuagésimo y el centésimo verso eran memorizados con especial cuidado, y una vez al mes recitaba el poema completo. Si olvidaba un verso o lo colocaba fuera de su lugar, volvía a empezar una y otra vez hasta hacerlo bien.[87]

Quizá por razones parecidas, la oración ayudaba a algunos. Las memorias de un baptista, enviado a los campos postestalinistas en los años setenta, consisten casi por completo en relatos de cuándo y dónde rezó, y dónde y cómo ocultaba sus biblias.[88] Muchos autores de memorias han escrito sobre la importancia de las festividades religiosas. La Pascua se celebraba en secreto, como ocurrió un año en la prisión de tránsito de Solovki, o podía hacerse públicamente en los trenes de transporte: «El vagón se balanceaba, los cánticos eran inarmónicos y estridentes, los guardias golpeaban los flancos del vagón en cada parada, pero ellos seguían cantando».[89] La Navidad podía celebrarse en un barracón. Yuri Zorin, un prisionero ruso, recuerda con sorpresa el acierto con que los lituanos de su campo habían organizado la celebración navideña, una festividad que comenzaban a preparar con un año de antelación.[90]

Kazimierz Zarod estuvo entre los polacos que celebraron la Nochebuena de 1940 en un campo de trabajo con la guía de un sacerdote que iba calladamente diciendo misa en cada barracón del campo esa noche:

Sin la ayuda de la Biblia o un devocionario, comenzó a decir las palabras de la misa, el latín habitual, pronunciado en un murmullo apenas audible y respondido en voz tan baja que era como un suspiro.

«Kyrie eleison, Christe eleison». Señor ten piedad de nosotros. Cristo ten piedad de nosotros. «Gloria in excelsis Deo…!»

Las palabras nos redimían y la atmósfera de la cabaña, siempre brutal y tosca, cambió de manera imperceptible; los rostros vueltos hacia el sacerdote, se suavizaban y distendían, mientras que los hombres se esforzaban por escuchar el murmullo apenas perceptible.

«Todo claro», dijo el hombre que permanecía sentado observando desde la ventana.[91]

Muchas personas educadas sobrevivieron espiritual y físicamente, al emprender algún proyecto intelectual o artístico más ambicioso. Pues aquellos con dones o talento artístico con frecuencia encontraban un uso práctico para ellos. En un mundo de constante escasez, por ejemplo, donde las posesiones más elementales tenían un gran significado, las personas que podían proporcionar algo que los demás necesitaban estaban constantemente solicitadas.

No todos los objetos que los prisioneros producían para los demás eran necesariamente de carácter utilitario. Los servicios de Anna Andreieva, una artista, estaban en constante demanda y no solo por parte de prisioneros. Los mandos del campo le pidieron que decorara una lápida para un funeral, que reparara la loza y los juguetes, y que los elaborara también: «Hacíamos de todo para los jefes, lo que necesitaran o pidieran».[92] Un prisionero grababa pequeños souvenirs para otros prisioneros en colmillos de mamut: brazaletes, miniaturas con temas «del norte», anillos, medallones, botones.[93]

El museo de la Sociedad Memoria de Moscú, fundada por antiguos prisioneros y dedicada a divulgar la historia de la represión en tiempos de Stalin, está hoy día lleno de objetos, retazos de encaje, baratijas hechas a mano, naipes pintados e incluso pequeñas obras de arte (pinturas, dibujos, esculturas), que preservaron los prisioneros, llevándoselas a casa y donándolas después.

Los bienes que los prisioneros aprendieron a suministrar no siempre eran objetos tangibles. Aunque parezca extraño, en el Gulag era posible cantar, danzar o actuar, para salvar la vida. Esto es exacto sobre todo respecto a los prisioneros con talento artístico en los campos más grandes, donde había jefes más sofisticados que deseaban alardear de sus orquestas y compañías de teatro. Si el jefe de Ujtizhemlag aspiraba a mantener una verdadera compañía de ópera, como algunos lo hicieron, esto equivalía a salvar la vida de decenas de cantantes y bailarines. Como mínimo podrían tener tiempo libre para ensayar. Más importante todavía era que podían recuperar algún sentimiento de humanidad. «Cuando los actores estaban en escena, olvidaban la constante sensación de hambre, la carencia de derechos, el convoy que los esperaba con perros guardianes en la entrada», escribió Aleksandr Klein.[94]

Algunas veces las recompensas eran incluso superiores. Un documento de Dmitlag describe el vestuario especial que fue entregado a los integrantes de la orquesta del campo —que incluía las codiciadas botas de los funcionarios— y las órdenes al jefe del lagpunkt de ponerlos en barracones especiales.[95]

En los campos más pequeños, los artistas obtenían mejores condiciones. Georgi Feldgun recibió comida extra cuando estaba en un campo de tránsito, después de tocar el violín para un grupo de hampones. Sintió que la experiencia era muy rara: «Aquí estamos nosotros, en el confín del mundo, en el puerto de Vanino… y estamos tocando la música eterna, escrita hace más de 200 años. Tocamos Vivaldi para cincuenta gorilas».[96]

Dmitri Panin describió a un payaso profesional de Odessa que actuó toda su vida, sabiendo que si hacía reír a los mandos del campo, se salvaría de ser transferido a un campo de castigo: «La única incongruencia de esta alegre danza estaba en los grandes ojos negros del payaso, que parecían estar implorando piedad. Nunca he visto una actuación tan emotiva».[97]

De todas las formas de sobrevivir mediante la colaboración con los mandos, «salvarse» actuando en el teatro del campo o participando en alguna actividad cultural era el método que les parecía a los prisioneros menos problemático moralmente. Quizá se debía a que otros prisioneros también se beneficiaban en alguna medida. Incluso aquellos que no recibían un trato especial, el teatro les brindaba un gran apoyo moral, lo cual también es necesario para sobrevivir. «Para los prisioneros, el teatro era una fuente de felicidad, era amado, adorado», escribió uno de ellos.[98] Gustav Herling recuerda que al asistir a los conciertos, «los prisioneros se quitaban la gorra en la puerta, se sacudían la nieve de las botas en el pasillo exterior, y ocupaban su lugar en los bancos con una ceremoniosa antelación y una reverencia casi religiosa».[99]

Quizá eso era porque aquellos cuyo talento artístico les permitía vivir mejor les inspiraban admiración, no envidia ni odio. Tatiana Okunevskaya, la estrella de cine enviada a los campos por negarse a dormir con Abákumov, el jefe del contraespionaje soviético, era reconocida en todas partes y todos la ayudaban. Durante un concierto del campo, sintió que le tiraban a las piernas cosas que parecían piedras; al mirar hacia abajo, se dio cuenta de que eran latas de piña mexicana, una exquisitez inimaginable, que un grupo de ladrones había comprado para ella.[100]

Nikolái Starostin, el jugador de fútbol, también era muy respetado por los urki, quienes se pasaron el mensaje: no toquéis a Starostin. Por las noches, cuando comenzaba a contar anécdotas de fútbol, las «partidas de cartas se interrumpían» y los prisioneros se agrupaban a su alrededor. Cuando llegaba a un nuevo campo, solían ofrecerle una cama limpia en el hospital del campo: «Era la primera cosa que me daban, dondequiera que llegara, si, entre los médicos o los mandos, había un aficionado».[101]

Un gran número de prisioneros políticos que escribieron memorias (y esto puede explicar por qué las escribieron) atribuyen su supervivencia a su capacidad de «contar historias»: de entretener a los delincuentes prisioneros contándoles el argumento de novelas o películas. En el mundo de los campos y las prisiones, donde los libros son escasos y las películas una rareza, un buen narrador de historias es muy apreciado. Leonid Finkelstein dice: «Siempre estaré agradecido al ladrón que, en mi primer día de prisión, reconoció ese potencial en mí, y dijo: “Probablemente has leído muchos libros. Cuéntaselos a la gente, y vivirás muy bien”. Y en efecto vivía mejor que los demás. Gozaba de cierta notoriedad, de cierta fama… Me encontraba con personas que me decían: “Tú eres Leonchik-Romanist [Leonchik, el narrador de historias], oí hablar de ti en Taishet”». Debido a su aptitud, Finkelstein fue invitado, dos veces al día, a la cabaña del jefe de brigada, donde recibía un jarro de agua. En la cantera donde él trabajaba, «eso significaba la vida». Finkelstein descubrió que los clásicos rusos y extranjeros funcionaban mejor: tenía mucho menos éxito contando los argumentos de las novelas soviéticas más recientes.[102]

Lo mismo les ocurrió a otros. En el tren caluroso y mal ventilado que la llevaba a Vladivostok, Guinzburg descubrió que «recitar poesía tenía sus ventajas… Por ejemplo, después de cada acto de La desgracia de ser de Griboyedov, me ofrecían un sorbo de agua del jarro de alguna persona como premio por los “servicios a la comunidad”».[103]

Aleksandr Wat contó Rojo y negro de Stendhal a un grupo de bandidos mientras estaba en prisión.[104] Alexander Dolgun contó el argumento de Los miserables,[105] Janusz Bardach la historia de Los tres mosqueteros: «Sentía ascender de categoría en cada lance inesperado».[106] En respuesta a los ladrones que despreciaban a los políticos hambrientos como “gusanos”, Colonna-Czosnowski se defendió contándoles «mi propia versión de una película, debidamente aderezada para conseguir el mayor efecto dramático, que había visto en Polonia unos años antes. Era una historia de “ladrones y policías”, que tenía lugar en Chicago, en que figuraba Al Capone. Por si acaso, puse a Bugsy Malone, e incluso a Bonnie y Clyde. Decidí incluir todo lo que podía recordar, más algunas mejoras que improvisé sobre la marcha». La historia impresionó a los oyentes, y le pidieron al polaco que la repitiera muchas veces: «Como niños, escuchaban con atención. No les importaba escuchar la misma historia una y otra vez. Como a los niños, también les gustaba que utilizara las mismas palabras cada vez. Y advertían el más ligero cambio o la más pequeña omisión … a las tres semanas de mi llegada, yo era un hombre distinto».[107]

Mas el talento artístico no siempre proporcionaba al prisionero dinero o pan para salvarle la vida. Alexéi Smirnof, uno de los principales defensores de la libertad de prensa en la Rusia actual, cuenta la historia de dos literatos que, mientras estaban en los campos, crearon un poeta francés ficticio del siglo XVIII, y escribieron un poema de la época en francés.[108]

Incluso a Irena Arguinskaya la ayudó su sensibilidad estética. Años después de su liberación, todavía hablaba de la «belleza increíble» del extremo norte, donde el crepúsculo y la visión de los espacios abiertos y los extensos bosques la dejaban sin respiración.[109]

Y, sin embargo, la belleza no siempre ayuda a todos, y su percepción es algo subjetivo. Rodeada por la misma taiga, el mismo espacio abierto, los mismos paisajes imponentes, a Nadezhda Ulianovskaya este paisaje solo le inspiraba repugnancia: «Casi contra mi voluntad, recuerdo los grandiosos amaneceres y crepúsculos, los pinares, las brillantes flores que por alguna razón no tenían perfume».[110]

Tan perpleja me dejó su comentario que cuando visité el extremo norte en la canícula, miré con otros ojos los amplios ríos y los bosques infinitos de Siberia, el paisaje lunar vacío que es la tundra ártica. En las afueras del lagpunkt de Vorkutá, incluso recogí un puñado de flores silvestres árticas para ver si tenían perfume. Lo tienen. Quizá Ulianovskaya simplemente no deseaba percibirlo.