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Los enemigos reaccionarios

Enseñamos que es correcto dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Pero cuando el César se sienta en el altar, respondemos de manera cortante: no puede.

Cardenal STEFAN WYSZYNSKI, 1953

A finales de 1948, los partidos comunistas de Europa del Este y sus aliados soviéticos ya habían impuesto enormes cambios en las nuevas democracias populares. Habían eliminado a los más capaces de sus oponentes potenciales. Habían tomado el control de las instituciones que consideraban más valiosas. Habían creado, de la nada, la policía política. En Polonia, la oposición armada había sido destruida y la oposición legal, desmantelada. En Hungría y en Alemania del Este, los movimientos «antifascistas» espontáneos habían dejado de existir, y los partidos de auténtica oposición habían sido eliminados. En Checoslovaquia, un exitoso golpe de Estado había otorgado el poder absoluto a los comunistas. Partidos fieles al comunismo gobernaban ahora Bulgaria, Rumanía y Albania. La socialdemocracia, pese a sus profundas raíces en la región, había desaparecido del escenario político, junto con las grandes empresas privadas y muchas organizaciones independientes.

Aun así, el paraíso socialista aún quedaba muy lejos. Los regímenes habían atraído a algunos colaboradores y a algunos partidarios convencidos, y estaban intentando educar a más. Muchas decenas de miles de personas se habían unido al partido y a sus organizaciones de masas afiliadas, como los movimientos juveniles, las organizaciones de mujeres y los sindicatos oficiales. Sin embargo, los partidos comunistas eran impopulares, y el apoyo que recibían era aún inestable, incluso en las instituciones de mayor confianza. A millones de europeos del Este la ideología comunista aún les resultaba ajena, y aún pensaban que el partido representaba una potencia extranjera. Los partidos comunistas de Europa del Este no habían ganado legitimidad mediante elecciones y tampoco la habían ganado a través de sus políticas económicas. Sus economías ya se habían quedado rezagadas con respecto a las de Occidente. Los alemanes del Este, en particular la población de Berlín oriental, lo vieron claramente después de la reforma monetaria de 1948 en Alemania occidental. Sin embargo, cualquiera que tuviera familiares en Occidente, o que tuviera acceso a la radio de allí también lo sabía.

Ni siquiera Stalin confiaba plenamente en sus seguidores de Europa del Este, de modo que concluyó que tendrían que recurrir a métodos más severos para mantenerse en el poder. Durante aproximadamente los cinco años siguientes, los estados de Europa del Este imitarían con exactitud las políticas internas e internacionales soviéticas con la esperanza de eliminar a sus oponentes para siempre, conseguir un mayor crecimiento económico e influir sobre una nueva generación de adeptos convencidos mediante la propaganda y la educación pública. Hasta la muerte de Stalin en 1953, los partidos comunistas de la región perseguirían una serie de objetivos idénticos utilizando exactamente las mismas tácticas. Esa fue la fase final del estalinismo.

Aunque la retórica de esa época siempre sonó sumamente segura, el período comenzó con una crisis. En marzo de 1949, Bolesław Bierut, ahora el líder incontestable del partido comunista polaco, apuntó a ese problema en una carta que escribió a Viacheslav Molótov, y que después llegó a manos de Stalin. En primer lugar, Bierut elogió a los agentes de la policía secreta polaca que habían «repelido los ataques del enemigo» en 1945 y 1946. Los agentes de seguridad polacos de formación soviética no solo habían derrotado a la resistencia y «destruido el PSL de Mikołajczyk», sino que se habían convertido en «un instrumento afilado del poder del pueblo en la lucha contra el enemigo de clase y la penetración del espionaje extranjero». Sin embargo, no estaba satisfecho. Pese a sus muchos logros, la policía secreta aún no había conseguido «reorganizar de manera contundente su labor para llevar a cabo una batalla más exitosa contra las actividades del enemigo». Entre esos enemigos, Bierut mencionó no solo los movimientos de resistencia, sino también a los «clérigos», los socialdemócratas polacos, los antiguos miembros del Ejército Nacional e incluso a antiguos comunistas que «habían sido excluidos del partido[1]».

A continuación, Bierut expuso las muchas «insuficiencias» de la policía secreta y recomendó soluciones. Entre ellas mencionó el cierre total de la frontera terrestre occidental y la frontera marítima del norte; la infiltración en los grupos de «enemigos» potenciales; mayor seguridad para las fábricas y las oficinas del partido; y una cuidadosa labor «táctica» entre el clero, utilizando «métodos coercitivos» en algunos casos, o la «neutralización» en otros. El tono de la carta de Bierut es sumamente paranoico, y se refiere en múltiples ocasiones a espías, agentes angloamericanos y enemigos de diversos tipos:

En el transcurso de los últimos meses ha sido posible observar indicios de autosatisfacción, de que se ha subestimado la capacidad del enemigo para reconstruir sus redes de organización, de que se ha producido una observación insuficiente de las actividades del enemigo, así como una tendencia a adoptar mecánicamente viejos métodos de lucha que son claramente insuficientes en la situación actual…[2]

En cierto sentido, la paranoia de Bierut estaba justificada. Sin duda, muchos clérigos polacos sentían una gran insatisfacción, como la sentían también muchos ex miembros del Ejército Nacional, ex comunistas y ex partidarios de la socialdemocracia. Una gran parte de la sociedad polaca era notablemente más proestadounidense que prosoviética, y eran muchos los que se sentían más vinculados a los ideales del disuelto Ejército Nacional que a los del nuevo ejército polaco, visiblemente dominado por oficiales soviéticos.

Sin embargo, es probable que la paranoia de Bierut se viera intensificada por la paranoia del propio Stalin, que aumentó considerablemente durante 1948 y 1949, y por algunas de las mismas razones. Millones de ciudadanos soviéticos habían experimentado la riqueza y la libertad de Europa occidental por primera vez durante la Segunda Guerra Mundial y después habían regresado a su tierra, un mundo privado de bienes materiales. «Las bicicletas son viejas, de antes de la guerra —escribió Joseph Brodsky sobre su infancia durante la posguerra—, y a quien tenía un balón de fútbol lo considerábamos un burgués[3].» La insatisfacción, incluso entre los comunistas más convencidos, era real. Stalin lo sabía y la policía secreta soviética, también. Durante una conversación telefónica privada, intervenida y grabada por el KGB, un general soviético que había regresado a casa desde el frente contó a un colega que «absolutamente todo el mundo expresa abiertamente su descontento con esta vida. En los trenes, en todas partes, no se habla de otra cosa[4]».

Como resultado de las conquistas durante la guerra y de la represión sangrienta de los movimientos de resistencia, la Unión Soviética también había desarrollado categorías nuevas de residentes sumamente sospechosos. Como sus fronteras se habían desplazado varios cientos de kilómetros hacia el oeste, millones de habitantes de las Polonia, Rumanía y Checoslovaquia de preguerra y de los estados bálticos eran ahora ciudadanos soviéticos. Muchos de ellos estaban naturalmente en contra de lo que percibían como una nueva forma de imperialismo ruso, y eso la policía también lo sabía. En el año 1945, el KGB consideraba a todos los ciudadanos de los nuevos territorios occidentales agentes de influencia extranjera, saboteadores y espías en potencia. Incluso después de que la mayoría de los presos políticos fueran liberados del Gulag tras la muerte de Stalin, los nacionalistas bálticos y ucranianos permanecieron en prisiones soviéticas hasta bien entrada la década de 1960[5]. A fin de contener el descontento generalizado, y tal vez para intimidar a los nuevos ciudadanos soviéticos y asegurarse su docilidad, Stalin ordenó una importante oleada de arrestos durante 1948 y 1949, comparable en número al Gran Terror de 1937-1938. Tras una tregua después de la guerra, los campos del Gulag empezaron a llenarse nuevamente. Alcanzarían su punto máximo, en términos de cantidad y de trascendencia económica, entre 1950 y 1952[6].

La acentuada paranoia de Stalin también contribuyó a provocar la guerra fría, que a su vez alimentó aún más su ansiedad. Las dudas que se tenían en Occidente sobre las intenciones soviéticas en Europa se habían consolidado ya cuando Churchill pronunció su discurso sobre «el Telón de Acero» en 1946, y se habían convertido en la norma cuando en 1947 el presidente Truman declaró la intención de Estados Unidos de «apoyar a los pueblos libres que se resisten a ser dominados por minorías armadas o por presiones externas», frase que se conoció más tarde como la Doctrina Truman[7]. Con el tiempo, «el apoyo a los pueblos libres» adoptaría muchas formas, desde las más imaginativas —se soltaron globos con panfletos de propaganda sobre la frontera Este-Oeste— hasta otras más pragmáticas[8]. Sin duda, el «arma» más efectiva de la guerra fría fue Radio Free Europe, un servicio de radiodifusión establecido en Munich, fundado por el gobierno estadounidense pero con empleados exiliados, que transmitían en su lengua. Radio Free Europe resultó un medio efectivo no porque ofreciera contrapropaganda, sino porque radiaba de manera fiable las noticias del día[9].

El miedo occidental de las intenciones soviéticas, combinado con la paranoia de Stalin, llevó a una serie de profundos cambios diplomáticos y militares, todos ellos muy bien descritos en muchas de las excelentes descripciones que hay de la guerra fría[10]. En abril de 1949, los europeos occidentales ratificaron el Tratado del Atlántico Norte y crearon la OTAN. En octubre de 1949, Stalin abandonó la farsa de que se produciría la reunificación inminente de Alemania, y la República Democrática Alemana —también conocida como Alemania del Este, RDA o DDR, por Deutsche Demokratische Republik— se convirtió en un Estado independiente. El rearmamento de Alemania, impensable unos años atrás, se fue acelerando progresivamente en ambos lados de la frontera, dentro del país, con la creación del Bundeswehr en el Oeste, la Fuerza de Defensa Federal y el Ejército Popular Nacional en el Este. Se tomaron medidas extraordinarias para asegurarse la lealtad de otros ejércitos de Europa del Este. En noviembre de 1949, un general soviético, Konstantin Rokosovski, fue nombrado ministro de Defensa de Polonia. Si bien era de origen polaco (y aunque su familia aún insiste efusivamente en que nació en Varsovia), Rokosovski había forjado su carrera en el Ejército Rojo, y nunca entregó su pasaporte soviético. Su presencia en el gobierno polaco sirvió para establecer, simbólica y prácticamente, el control soviético sobre las fuerzas armadas y la política exterior de Polonia[11]. Otros oficiales soviéticos, algunos de los cuales solo hablaban ruso, recibieron también puestos de responsabilidad en las fuerzas armadas polacas y húngaras. En ambos ejércitos, oficiales jóvenes de procedencia obrera o campesina fueron ascendidos rápidamente, mientras que a otros mayores se les facilitó la salida[12].

Sin embargo, en 1948 la Unión Soviética también recibió otros tres golpes a su prestigio en Europa del Este. El primero fue la llegada de la primera cantidad de ayuda financiera del Plan Marshall, unos 4000 millones de dólares que serían repartidos durante los dos años siguientes. El Fondo Marshall no fue la única razón de la recuperación económica de Europa occidental, que ahora empezaba a acelerarse, pero sí supuso un estímulo anímico y financiero fundamental. El «dinero Marshall» se convirtió en una de las explicaciones más comunes para la diferencia en los niveles de bienestar que se estaban produciendo entre las mitades este y oeste del continente[13].

El segundo golpe fue el resultado de una provocación soviética que salió mal. Después de que los Aliados occidentales anunciaran una reforma monetaria y la introducción del marco occidental (que más adelante se convertiría en el deutsche mark) en las zonas de ocupación en junio de 1948, la Unión Soviética respondió con lo que se conocería como el bloqueo de Berlín. Las autoridades de ocupación soviéticas cortaron la electricidad, así como el acceso por carretera, ferrocarril y barcaza a Berlín Oeste e interrumpieron el suministro de comida y combustible. La reforma monetaria aceleró las divergencias económicas entre Alemania del Este y del Oeste, pero el propósito del bloqueo no fue solo protestar por el nuevo marco occidental. Sin duda tenía como objetivo sacar a los estadounidenses de Berlín, y tal vez también de Alemania. El Ejército Rojo tenía confianza en su éxito. Un administrador soviético recordó después que cuando se anunció el bloqueo, los empleados del cuartel general soviético en Karlshorst lo celebraron con entusiasmo, creyendo que ese sería el principio del fin: ¡finalmente los Aliados occidentales se marcharían de Berlín![14]

Como es bien sabido, no sucedió así. En lugar de eso, entre el 24 de junio de 1948 y el 12 de mayo de 1949, los Aliados occidentales organizaron un puente aéreo de gran capacidad que transportaba toneladas de comida y combustible al sector occidental de Berlín a diario, lo suficiente para abastecer a dos millones de personas. El compromiso aliado con el puente aéreo de Berlín, y con el mantenimiento de una presencia occidental en Alemania, sorprendió sobremanera a la cúpula soviética. Los servicios de inteligencia soviética habían subestimado las posibilidades de éxito del puente aéreo y habían pronosticado con seguridad una rápida retirada de los occidentales. Al cabo de unas semanas, los analistas se vieron obligados a cambiar de parecer. La magnífica organización asombró a los rusos que estaban en Berlín. Para un funcionario soviético, parecía que «el avión volara bajo sobre Karlshorst a propósito, para impresionarlos. Uno nos sobrevolaba mientras otro desaparecía por el horizonte, y después aparecía un tercero, uno tras otro, sin interrupción, ¡como una cinta transportadora![15]». El éxito del puente aéreo finalmente obligó a la cúpula soviética a levantar el bloqueo, y en los meses siguientes, Berlín Oeste empezó a movilizarse para convertirse formalmente en parte de Alemania occidental. La inteligencia soviética de la región empezó a informar a Stalin sobre las amenazas de una guerra inminente. Y él optó por creerlas[16].

El tercer golpe importante al prestigio de Stalin llegó del interior del bloque. Josip Broz Tito, el «pequeño Stalin» de Yugoslavia, era el único líder comunista de Europa del Este a quien no le preocupaba ser una figura sumamente impopular. Aunque tenía multitud de enemigos, y aunque se deshacía de ellos con bastante brutalidad, el partido comunista yugoslavo también tenía sus propias fuentes de legitimidad. Habiendo liderado la resistencia antinazi, y después de haber creado su propio ejército y policía secreta, Tito —de manera excepcional en la región— no necesitaba del apoyo militar soviético para mantenerse en el poder. Tampoco deseaba una gran interferencia soviética. Si bien las tensiones llevaban algún tiempo gestándose, la ruptura se hizo oficial en junio de 1948, cuando el resto del bloque se puso de acuerdo en expulsar a Yugoslavia de la Kominform.

Si el éxito del puente aéreo de Berlín había agravado la paranoia sobre posibles conspiraciones occidentales y redes de espionaje anglo-estadounidenses, la salida de Tito del bloque alimentó los temores soviéticos de disensiones internas. Porque, si Tito podía escapar a la influencia de Stalin, ¿por qué no podrían hacerlo otros? Si los yugoslavos podían diseñar sus propias políticas económicas, ¿por qué no iban a hacerlo los polacos o los checos? Con el tiempo, el «titoísmo» o el «desviacionismo derechista» se convirtió en un delito político muy grave: en el contexto de Europa del Este, un «titoísta» era alguien que quería que su partido comunista nacional mantuviera cierta independencia del partido comunista soviético. Como el trotskismo, el término podía llegar a aplicarse a cualquiera que se opusiera (o pareciera oponerse, o fuera acusado de oponerse) a la línea política establecida. Los titoístas también se convirtieron en los nuevos chivos expiatorios. Si Europa del Este no era tan próspera como la del Oeste, entonces seguro que ellos tenían la culpa. Si las tiendas estaban vacías, era por los titoístas. Si las fábricas de Europa central no producían a los niveles esperados era porque los titoístas las habían saboteado.

Dentro de las fronteras del bloque oriental, el año 1948 marcó un momento decisivo también en política interior: fue el año en que los aliados de Europa del Este de la Unión Soviética abandonaron sus intentos de adquirir legitimidad a través de un proceso electoral y dejaron de tolerar cualquier forma de verdadera oposición. Todo el poder del Estado policial se volvió contra los enemigos que el régimen creía tener en la Iglesia, en la ya derrotada oposición política e incluso en el seno del propio partido comunista.

Los opositores al régimen sufrieron violencia, arrestos e interrogatorios, pero esas no fueron las únicas tácticas. A partir de 1948, los partidos comunistas iniciaron también esfuerzos destinados a corromper las instituciones de la sociedad civil desde dentro, en particular las instituciones religiosas. La intención no era destruir las iglesias, sino transformarlas en «organizaciones de masas», vehículos para la distribución de propaganda estatal, igual que los movimientos de jóvenes, los movimientos de mujeres comunistas o los sindicatos comunistas[17]. En esa nueva etapa, los partidos comunistas sentían que ya no bastaba con amedrentar a sus oponentes. Tenían que aparecer señalados públicamente como traidores o ladrones, ser sometidos a humillantes juicios amañados, sujetos a incesantes ataques por parte de los medios, y encerrados en prisiones nuevas y más severas, y en campos especialmente diseñados para ellos.

El renovado ataque a los enemigos del comunismo fue el elemento más visible y drástico de la fase final del estalinismo. Sin embargo, la creación de un extenso sistema de educación y propaganda, planeado para evitar que en el futuro surgieran nuevos enemigos, constituyó un factor igualmente importante para los comunistas de Europa del Este. En teoría, esperaban crear no solo una nueva clase de sociedad, sino una nueva clase de individuo, un ciudadano que ni siquiera fuera capaz de imaginar alternativas a la ortodoxia comunista. Durante una agitada discusión sobre la pérdida de oyentes de la radio de Alemania del Este, un alto mando comunista argumentó que «es necesario que en cada detalle, en cada programa, en cada departamento se analice la línea del partido y se utilice en el trabajo diario[18]». Eso fue precisamente lo que se hizo en la sociedad: a partir de 1948, las teorías del marxismo-leninismo se explicarían, expondrían y analizarían en guarderías, escuelas y universidades; en la radio y los periódicos; mediante elaboradas campañas, manifestaciones y acontecimientos públicos multitudinarios. Todas las fiestas oficiales se convirtieron en ocasiones para adoctrinar, y todas las organizaciones, desde la cooperativa de alimentos Konsum en Alemania a la Sociedad Chopin de Polonia, se convirtieron en vehículos de distribución de la propaganda comunista. La población de los países comunistas participaba en campañas por «la paz», recogía dinero para ayudar a la comunista Corea del Norte y desfilaban para celebrar las fiestas comunistas[19]. Desde fuera —y para algunos también desde dentro—, la fase final del estalinismo parecía un sistema político cuyos intentos por hacerse con el control total podrían resultar exitosos.

Desde los primeros tiempos de la ocupación soviética, la Iglesia siempre se había visto sometida a acoso, y a cosas peores. Los líderes religiosos, por ser importantes e influyentes miembros de la sociedad civil, habían sido algunas de las primeras víctimas de la oleada de violencia inicial por parte del Ejército Rojo. Multitud de sacerdotes católicos polacos fueron enviados a campos soviéticos. Los campos alemanes de posguerra contenían a miembros del clero católico y protestante, además de un considerable número de líderes de juventudes católicas. Las autoridades de ocupación soviéticas habían hecho todo lo posible para prohibir los campamentos religiosos y retiros para jóvenes. En Hungría, la oleada de violencia contra los grupos de jóvenes había empezado con el arresto del padre Kiss, el sacerdote acusado de organizar el asesinato de los soldados del Ejército Rojo en 1946, y había seguido con la prohibición del grupo de jóvenes católicos Kalot, campañas difamatorias contra el clero calvinista y luterano, y muchas otras formas de acoso legal y personal. Ya en mayo de 1945, un obispo luterano, Zoltán Túróczy, fue juzgado por un tribunal popular y condenado a la cárcel, supuestamente para amedrentar a otros[20].

Los líderes comunistas odiaban y temían de manera instintiva a los líderes religiosos, y no solo por su propio ateísmo doctrinal. Los líderes religiosos eran una fuente alternativa de autoridad moral y espiritual. Contaban con recursos económicos independientes y contactos poderosos en Europa occidental. Los sacerdotes católicos en particular eran temidos, tanto por sus estrechos vínculos con el Vaticano como por el poder que parecían tener las sociedades y organizaciones benéficas católicas. En muchos países, sobre todo en Alemania y Polonia, los líderes de la Iglesia también habían estado relacionados con la oposición antifascista o antihitleriana durante la guerra, lo que les proporcionó una posición y una legitimidad adicionales al término de la guerra. El poder organizativo de la Iglesia, además de su poder ideológico, era extraordinario. Poseía edificios a los que la gente descontenta podía acudir a reunirse, e instituciones en las que podían conseguir empleo. Todos los domingos, sacerdotes y pastores tenían su público asegurado. Las publicaciones de la Iglesia también tenían un grupo de lectores fiel. Todo ello convertía a la Iglesia en un elemento clave que prestaba apoyo a organizaciones sociales, benéficas y educativas de toda clase.

Desde el principio, tanto los nuevos regímenes como sus aliados soviéticos habían mostrado una buena dosis de cautela al tratar con las iglesias. En 1945, el Ejército Rojo no se dedicó a cerrar, saquear o destruir iglesias de manera sistemática como lo habían hecho los bolcheviques durante la Revolución rusa y la Guerra Civil, y tampoco fusiló en masa a sacerdotes[21]. En muchas ocasiones, los soldados del Ejército Rojo en Alemania hicieron todo lo posible para facilitar la reapertura de instituciones religiosas: iglesias, escuelas, incluso facultades de teología. Permitieron que las nuevas emisoras de radio transmitieran sermones y autorizaron la impresión de biblias y otra literatura religiosa. Todo ello fue deliberado. Querían distinguir a los nuevos ocupantes de sus predecesores nazis, como un funcionario soviético en Alemania escribió en un análisis posterior: «Al dar a las iglesias libertad total para llevar a cabo sus actividades, las autoridades de ocupación soviéticas demostraron su tolerancia hacia la religión» y eliminaron «una parte importante del arsenal de la propaganda antisoviética[22]». Sin embargo, su completa ignorancia acerca de la religión teñía sus acciones de cierta arbitrariedad. Por ejemplo, en 1949 el alto mando soviético de la zona comenzó a sospechar de los jóvenes que se estaban preparando para celebrar la confirmación luterana en la ciudad de Nordhausen y pidió saber «qué falta hace tal propaganda adicional». Bramó que no entendía el propósito de una ceremonia de confirmación: «¿Es el de agitar contra el marxismo y Rusia?», se preguntó[23].

La deferencia hacia la Iglesia fue incluso mayor en Polonia, donde los líderes comunistas, ansiosos por ser percibidos como «polacos» y no «soviéticos» (o, de hecho, judíos), en un primer momento rindieron tributo a los símbolos nacionales polacos de toda índole, incluyendo a la jerarquía eclesiástica. Altos cargos comunistas desfilaban junto a altos cargos clericales en las procesiones anuales del Corpus Christi, y los líderes comunistas asistían a misa con frecuencia. Entre bastidores, la cúpula del partido polaco describía estas acciones como una política de «sortear» a la Iglesia: primero reformarían otras instituciones, intentarían alejar de ella a la población y esperarían a que los religiosos practicantes de mayor edad terminaran por desaparecer.

Como en Alemania, el nuevo gobierno deseaba que algunas instituciones católicas oficiales reabrieran en Polonia como muestra de que se había restaurado la «normalidad» y de que la presencia del Ejército Rojo no constituía una nueva ocupación. La institución católica más importante del país, la Universidad Católica de Lublin, abrió sus puertas en agosto de 1944, una decisión que enfureció al gobierno de Londres en el exilio, puesto que implicaba un reconocimiento tácito del statu quo. Poco después, la archidiócesis de Cracovia recibió permiso oficial para publicar Tygodnik Powszechny («Universal Semanal»), el semanario católico de corte intelectual que se convirtió rápidamente en el más importante del país. El escritor e intelectual comunista Jerzy Borejsza organizaba reuniones de intelectuales comunistas y católicos en Cracovia con la esperanza de orquestar un alto el fuego entre la Iglesia y el partido[24].

En Hungría, el partido también intentó parecer complaciente, aunque es necesario acentuar la palabra «intentó». En noviembre de 1945, Mátyás Rákosi dijo en una reunión del Comité Central dedicada a asuntos relacionados con la Iglesia que «tenemos que obrar con cuidado, tenemos que decidir cómo y de qué manera atacar[25]». «Obrar con cuidado», al menos en un primer momento, significaba que los comunistas húngaros jamás atacaron a la Iglesia abiertamente y que las brigadas comunistas ayudaron a reconstruir iglesias dañadas por los bombardeos, por lo que fueron elogiadas públicamente[26]. Sin embargo, los líderes religiosos aparecían en los medios oficiales como «reaccionarios» corruptos que pretendían restaurar el régimen de Horthy.

Los ataques a las iglesias también se llevaron a cabo ocultos tras la apariencia de otros programas. Durante la reforma agraria, el Estado húngaro privó deliberadamente a la Iglesia católica de más de tres cuartas partes de sus tierras, y a la Iglesia protestante de más de casi la mitad[27]. En público, las autoridades describían esa confiscación de propiedades de la Iglesia como una consecuencia legítima de la reforma económica y no como un ataque abierto a la religión. No se pagó ninguna compensación. Los sacerdotes y otros funcionarios eclesiásticos asumieron la dudosa posición de empleados del Estado cuando las organizaciones religiosas pasaron a depender por completo de las subvenciones estatales por primera vez.

Sin embargo, a finales de 1947 la mayoría de los partidos comunistas de la región, conscientes de que seguían siendo impopulares, se dispusieron a abandonar las sutilezas. Los jóvenes tardaban demasiado en convertirse en comunistas entusiastas, y la población religiosa no se extinguía lo bastante rápido. En septiembre, József Révai, en ese momento responsable de ideología, ya había empezado a hablar de «poner fin a la reacción del clero[28]». En octubre, los jefes de la policía secreta regional polaca se reunieron en Varsovia y prestaron atención a Julia Brystiger, la directora del Departamento V, el departamento de la policía secreta responsable del clero, quien declaró que «la batalla contra la actividad enemiga del clero es, sin duda, una de las tareas más difíciles a las que nos enfrentamos». Brystiger, una de las agentes de la policía secreta más odiadas, expuso varios nuevos métodos de ataque, desde la investigación e introducción «sistemáticas» en las iglesias de las provincias hasta el reclutamiento de miembros del clero como informantes y la utilización de «jóvenes activistas» para controlar la religiosidad de profesores y educadores[29]. A su debido tiempo, esas tácticas se convirtieron en la práctica habitual en todo el bloque.

En Alemania del Este, la policía secreta y la fuerza policial ordinaria, la Volkspolizei (la policía popular), perdieron muy poco tiempo en redirigir su atención hacia los «enemigos» en los grupos religiosos de jóvenes. En diciembre de 1949, el inspector general de la Volkspolizei ya había identificado lo que quedaba de la Junge Gemeinde, el movimiento de jóvenes protestantes, como una organización hostil cuyo objetivo principal era la destrucción de la Juventud Libre Alemana (Freie Deutsche Jugend, o FDJ). En una conversación con la cúpula de la FDJ, el inspector declaró que «si los delincuentes se reúnen al amparo de un culto religioso, por supuesto los atacaremos contundentemente con todos los medios legales[30]». Rápidamente, el lenguaje se volvió aún más severo. Walter Ulbricht se refirió a la Junge Gemeinde como un «centro de agentes» que estaba «en contacto con los supuestos grupos de juventudes» de Berlín Oeste. En Berlín Este, los administradores recibieron la disposición especial de «frustrar y destrozar el trabajo llevado a cabo por grupos reaccionarios dentro de la Iglesia y la Junge Gemeinde, en favor de los imperialistas extranjeros, para perjudicar la construcción socialista, sabotear la lucha por la paz y evitar la unidad de Alemania[31]».

Antes de 1949, el acoso se había dirigido a un puñado de influyentes jóvenes líderes cristianos. Sin embargo, ahora la propaganda en contra de la Iglesia se volvió mucho más evidente. El régimen prohibió la Kreuz auf der Weltkugel —una cruz sobre un círculo, que simbolizaba el mundo—, símbolo de la Junge Gemeinde. Pandillas de la FDJ aparecían en reuniones de la Iglesia e interrumpían su desarrollo. (Un informe de la FDJ describe con satisfacción un «circuito en motocicleta» alrededor del lugar donde se había reunido un grupo cristiano[32]. La FDJ también organizó reuniones en institutos para «protestar contra el terror fascista en Alemania occidental» y para «descubrir y eliminar a los elementos hostiles» de los edificios, refiriéndose a los estudiantes católicos y protestantes. «Tribunales» escolares interrogaban a los niños sospechosos de tener inclinaciones religiosas. Eran acontecimientos importantes, públicos y con frecuencia muy espectaculares. Uno de esos espectáculos tuvo lugar en el teatro de una escuela de Wittenberg: los alumnos que se negaban a incorporarse a la FDJ o que insistían en ir a la iglesia fueron nombrados, condenados y expulsados, uno a uno, delante de toda la escuela. Muchos de ellos bajaron del estrado llorando[33].

En 1954, el Estado introdujo la Jugendweihe, una alternativa secular a las ceremonias de confirmación protestante, una ceremonia que se suponía que impartía a los jóvenes «conocimiento útil en cuestiones básicas de la cosmovisión científica y la moralidad socialista […] educándolos en el espíritu del patriotismo social y el internacionalismo patriótico, y ayudándolos a prepararse para la participación activa en la construcción de una sociedad socialista desarrollada y la creación de las condiciones previas básicas para la transición gradual hacia el comunismo». Los pastores protestaron, pero aunque al principio solo atrajo a, aproximadamente, una sexta parte de los jóvenes, en la década de 1960 más del 90 por ciento de ellos participarían en esa ceremonia[34].

Muchos niños fueron expulsados de la escuela por negarse a renunciar públicamente a la religión —los cálculos oscilan entre 300 y 3000—, y muchos más fueron expulsados de las universidades. Algunos de ellos se marcharon a Alemania del Oeste o a Berlín Oeste, donde el Ministerio del Interior de Alemania occidental ofreció enseñanza y alojamiento para aquellos que se vieron obligados a marcharse de la escuela, una política que, naturalmente, incrementó la paranoia en la mitad oriental del país[35]. Otros miembros de familias religiosas nunca intentaron siquiera ingresar en la universidad. Después de haberse negado a afiliarse a la FDJ en la escuela, Ulrich Fest, el tendero de Wittenberg, supo que ni él ni sus amigos podrían optar a estudios superiores: «Éramos un grupo muy reducido en el que todos pensábamos “no, eso no es para nosotros”[36]».

Los acontecimientos siguieron un patrón similar en Hungría: primero comentarios aciagos sobre espionajes, después acoso, prohibiciones y arrestos. Rákosi inició 1948 acordando con Révai que «antes de que termine el año tenemos que poner fin a la reacción clerical[37]». Cientos de escuelas religiosas fueron nacionalizadas en un período de meses, a veces teniendo que hacer frente a airadas protestas. En un tristemente famoso incidente en el pueblo de Pócspetri, los vecinos del lugar se reunieron para protestar por la pérdida de su escuela y la policía los golpeó con porras. Una pistola se disparó y un policía resultó muerto. A continuación, detuvieron a un notario y a un sacerdote del lugar, y el notario fue condenado a muerte y ejecutado. Las sospechas (que ahora se sustentan en algunas pruebas documentales) de que el incidente había sido provocado y organizado por la policía política han pendido sobre el caso desde entonces. En ese momento, el incidente fue utilizado en la guerra propagandística contra las escuelas religiosas. En junio, más de 6500 se vieron obligadas a renunciar a su identidad religiosa y a convertirse en escuelas estatales[38].

El cierre de monasterios no se hizo esperar. Las monjas de la ciudad de Gyór dispusieron de seis horas para recoger sus cosas y marcharse. En el sur de Hungría, ochocientos monjes y unas setecientas monjas fueron expulsados de monasterios en plena noche; les dijeron que podían llevarse veinticinco kilos de ropa y libros, los subieron a camiones de transporte y los sacaron de allí a la fuerza. En todo el país, unas ochocientas monjas recibieron la noticia de que no podían seguir trabajando en hospitales, decreto que obligó a muchos de esos hospitales a reducir sus servicios. Algunas monjas volvieron a vivir con sus familias o fueron a trabajar a fábricas, y a otras las deportaron a la Unión Soviética[39]. Sándor Keresztes, un ex político católico que estaba bajo vigilancia policial constante —tenía ocho hijos, lo que de por sí ya se consideraba sospechoso—, contrató discretamente a un grupo de monjas para que repararan medias de nailon, de modo que pudieran permanecer juntas y no pasar hambre[40].

En Polonia, el cambio de táctica del partido en 1948 coincidió con la muerte del primado católico August Hlond. Tras su fallecimiento, la creencia generalizada entre el clero de que el régimen pronto fracasaría y de que las potencias occidentales tendrían que forzar la salida de la URSS de Europa del Este empezó a desvanecerse[41]. La Iglesia estaba más que desmoralizada por los arrestos de sacerdotes, por las órdenes que prohibían la enseñanza del catecismo en las escuelas y por la clausura de seminarios. Los hospitales y asilos católicos también se cerraron, junto con las organizaciones de beneficencia que aún estaban activas. A principios de 1950 se violó un nuevo tabú cuando el régimen lanzó un ataque sobre Caritas, la entidad de acción caritativa católica más importante. Caritas administraba más de 4500 orfanatos, se ocupaba de 166 700 huérfanos, mantenía 241 comedores de caridad y distribuía ayuda del exterior, mayoritariamente de Estados Unidos, la cual había contribuido a reconstruir iglesias, escuelas y conventos. En los meses que siguieron al fin de la guerra, Caritas había sido una de las pocas fuentes de medicamentos en Polonia. Sin embargo, su poder, prestigio e independencia contribuyeron a que el ataque del partido fuera especialmente virulento. En enero de 1950, la agencia de prensa polaca anunció que Caritas había quedado bajo el control de «aristócratas» y simpatizantes nazis, y que la mayoría de sus dirigentes estaban siendo investigados por malversación de fondos. Caritas quedó de inmediato bajo la administración estatal y su cúpula directiva fue sustituida. En realidad, la entidad fue nacionalizada. Asombrado, el episcopado polaco negó en bloque todas las acusaciones vertidas contra Caritas y denunció el ataque:

No se trata de una preocupación por el bienestar de la población, sino que se pretende la destrucción de Caritas como institución de la Iglesia y, al mismo tiempo, la acumulación de insinuaciones y calumnias en contra del catolicismo, a fin de desbaratar la Iglesia en Polonia. Tal efecto se consigue mediante la campaña de gran envergadura que se ha llevado a cabo en la prensa y la radio, y mediante la organización de conferencias y reuniones. […] En algunos casos se ha organizado también la persecución de sacerdotes. Los han sacado de la cama a primera hora de la mañana gente armada con rifles, que otras veces no permitieron la celebración de la santa misa o forzaron la interrupción de los oficios religiosos […] algunos sacerdotes comparecieron frente al tribunal aún con sus vestiduras litúrgicas[42].

Los sacerdotes que se opusieron a la nacionalización de Caritas fueron castigados con severidad. Un sacerdote que leyó una protesta en voz alta a sus feligreses fue multado con 75 000 zlotys, una fortuna en esa época[43]. Después de que un grupo de padres de Katowice escribieran una carta para mostrar su oposición al cierre de la escuela católica, los sacerdotes de la zona empezaron a ser arrastrados repetidamente hasta las oficinas de la policía secreta. Un informe interno de la Iglesia observó que «sería difícil encontrar en la diócesis de Katowice a un solo sacerdote que no haya sido llamado, y no una, sino dos, tres, cuatro o más veces, a la Seguridad del Estado, donde, después de largos interrogatorios, a veces de cinco o seis horas, los obligaron a firmar varios protocolos y declaraciones[44]».

Después de eso, las altas jerarquías eclesiásticas disuadieron a otros de llevar a cabo formas de protesta similares. En 1954, solo quedaban ocho escuelas de primaria católicas en todo el país, de las cuales seis estaban a punto de cerrar. Las otras dos siguieron abiertas solo porque no había alternativas en su zona. Los hospitales y asilos católicos también se habían eliminado, junto con los últimos grupos religiosos independientes, como Bratni Pomoc («Ayuda fraternal»), la organización benéfica estudiantil más antigua del país. Algunos monasterios y conventos permanecieron abiertos, pero también estuvieron sometidos a presiones. Las monjas ya no podían estudiar en escuelas de enfermería que antes habían pertenecido a sus órdenes, y los monjes eran vigilados constantemente. De manera excepcional en Europa del Este, la Universidad Católica de Lublin siguió abierta. Sin embargo, su rector fue arrestado por prohibir la Unión de Jóvenes Polacos en el campus, y la facultad recibió fuertes presiones para ceder[45].

En todo el bloque, los sacerdotes fueron arrestados en oleadas casi arbitrarias —en 1953, alrededor de mil estaban presos en Polonia— y se les vigilaba con sumo recelo. Un párroco de Krotoszyn fue investigado por ser «enemigo confirmado de la realidad actual, lo que descubre en sus sermones de doble significado, conversaciones individuales y confesiones[46]». A un informante de Budapest le pareció que su tono era «cauto, comedido», aunque también percibió claramente un sentimiento contrarrevolucionario en un sermón sobre el heroico comportamiento de san Pablo. También le resultó sospechoso que un coro de la iglesia interpretara «una canción poco conocida llena de quejas y plegarias desesperadas[47]». Entre los encarcelados en Alemania hubo varios sacerdotes, como Johannes Hamel en Halle, y el diácono Herbert Dost en Leipzig, que tenían muchos seguidores entre los jóvenes, y algunos líderes laicos como Erich Schumann, a quien acusaron de violar la Constitución alemana[48]. Las campañas para desacreditar a la Iglesia se debatían en las esferas más altas. En Hungría, el Politburó acordó que los gerentes de las fábricas deberían «organizar seminarios sobre el papel de la Iglesia como apoyo principal del capitalismo», y que la policía secreta debería lanzar «campañas de murmuraciones» en lugares de trabajo y áreas residenciales que culpara de los objetivos de producción no alcanzados al sabotaje clerical[49].

Sin embargo, los ataques más aterradores no fueron los que se llevaron a cabo en secreto. A finales de la década de 1940, los líderes religiosos más importantes de la región también sufrieron ataques. En el invierno de 1952-1953, figuras destacadas de la archidiócesis de Cracovia se vieron sometidas a un juicio macabro en el que hubo pruebas falseadas, tinta invisible y documentos falsos[50]. La investigación del arzobispo József Grósz, el segundo cargo católico más alto en Hungría, también provocó arrestos de sacerdotes y seglares acusados de «conspiración armada» y complots terroristas[51]. Con anterioridad se había desprestigiado también a un sacerdote calvinista húngaro, László Ravasz, y a un obispo luterano, Lajos Ordass. Este último fue detenido en agosto de 1947 y condenado a dos años de prisión acusado de tráfico ilegal de moneda extranjera[52]. De todas esas causas «criminales», destacaron dos por la obsesión y la determinación con las que fueron perseguidas. Se trató de los ataques sobre los dos líderes religiosos más importantes de Europa del Este: el cardenal József Mindszenty, a quien el Vaticano nombró primado húngaro en 1945, y el cardenal Stefan Wyszynski, su homólogo polaco, nombrado en octubre de 1948.

De una u otra manera, el clero tenía que funcionar dentro de un sistema político que lo describía como a su mayor enemigo. Algunos pensaron que cierto grado de cooperación e incluso de colaboración con los partidos comunistas sería su única opción para sobrevivir, y la única manera de proteger a los fieles. Otros discreparon con vehemencia. Nadie tenía el beneficio de la experiencia, y en ese momento no estaba claro cuál sería la opción «correcta» o «moral». Tal ambigüedad se hace evidente al examinar con atención las historias de los cardenales Mindszenty y Wyszynski, dos hombres extraordinarios que tomaron decisiones muy distintas.

Sociológicamente, ambos tenían mucho en común. Los dos eran hijos de devotos agricultores provinciales de recursos modestos, y los dos debían su educación y su carrera a la Iglesia. En sus memorias, Mindszenty escribe con gratitud sobre la decisión de sus padres de enviarlo al instituto, lo que no era común entre jóvenes como él[53]. El recuerdo más temprano de la niñez de Wyszynski era mirar los dos cuadros que colgaban en su habitación: la Virgen negra de Czestochowa, una figura a la que su padre adoraba, y la santísima Virgen de Ostra Brama, la imagen más venerada por su madre[54].

Ambos hombres eran patriotas, y ambos tenían una trayectoria reconocida en su resistencia a la tiranía. El efímero gobierno comunista húngaro de 1919 había arrestado a Mindszenty durante un breve período de tiempo, y el gobierno fascista húngaro de la Cruz Flechada había vuelto a arrestarlo en 1944, cuando se negó a jurar lealtad a su líder, Ferenc Szálasi[55]. Wyszynski también había trabajado como profesor «clandestino» en Varsovia durante la ocupación nazi, después de que cerrara la universidad. Durante la guerra siguió vinculado estrechamente al Ejército Nacional, y durante el Alzamiento de Varsovia fue capellán en la región de Zoliborz y en el hospital de Laski, al norte de la ciudad.

Ambos estaban al corriente de política y eran conscientes de los peligros que corrían en sus puestos. Tras su nombramiento en 1948, Wyszynski observó con ironía que a menudo le ofrecían libros sobre el martirio, así como estampas de mártires. Los que le rodeaban esperaban la llegada de la policía en cualquier momento: «Mi arresto inmediato parecía un hecho tan seguro que incluso el chófer estaba buscando otro trabajo[56]». En ese mismo año, también temiendo ser arrestado, Mindszenty hizo una declaración en la que perdonaba por adelantado a cualquier católico que pudiera verse obligado a firmar cartas o peticiones en contra de él: «No deseo que ningún católico pierda su medio de sustento por mi culpa. Si los fieles católicos firman cartas de queja contra mí, pueden hacerlo sabiendo que no lo hacen por propia voluntad. Recemos por nuestra querida Iglesia y nuestra preciosa Hungría[57]».

Durante sus primeros años en el cargo, ambos reflexionaron sobre el papel de la Iglesia bajo un régimen comunista, comentaron las posibles opciones con sus colegas y rezaron para descubrir el camino. También ambos actuaron de buena fe, según lo que creían que era mejor para las instituciones religiosas y para los creyentes. Sin embargo, como sus respectivas memorias ilustran, finalmente llegaron a conclusiones muy distintas sobre cuál era el mejor camino a seguir. Para dos personas profundamente religiosas, las opciones no eran fáciles ni evidentes.

De los dos, Mindszenty fue el más político, el más directo y el que se manifestó más abiertamente en contra del comunismo. Sus conflictos con el gobierno húngaro empezaron muy temprano. En 1945, durante una visita al Vaticano, la primera que realizaba como primado, Mindszenty obtuvo una promesa de ayuda humanitaria a Hungría por parte de católicos estadounidenses. Eso enfureció a los comunistas, quienes intentaron evitar que la ayuda llegara a Hungría. Mindszenty denunció esa maniobra públicamente: «Estas donaciones de Estados Unidos fueron una muestra de la solidaridad global de la Iglesia mundial. Al bolchevismo mundial no le gustaron en absoluto». Se mostró igualmente rotundo sobre la indiferencia del partido comunista hacia el imperio de la ley. Antes de las elecciones de octubre de 1945, hizo pública una carta en la que no mencionaba el nombre de ningún partido, pero sí denunciaba la violencia policial y las detenciones arbitrarias, manifestando que «da la impresión de que una dictadura totalitaria está empezando a reemplazar a la anterior». Rákosi convocó una reunión de emergencia después de que la carta de Mindszenty se hiciera pública, y en algunos lugares la policía intentó evitar que los sacerdotes la leyeran en alto en la iglesia[58].

Cuando empezó a intensificarse la presión sobre los grupos de jóvenes católicos y protestantes, Mindszenty asumió la responsabilidad de defenderlos abiertamente en público. En mayo de 1946, desfiló junto a la Asociación de Padres Católicos en manifestaciones contra la proposición de cierre de las escuelas religiosas. En marzo de 1947 condenó públicamente la abolición de la religión en todas las escuelas, y advirtió de que «prometer libertad de religión mientras se crean instituciones no confesionales es el colmo de la hipocresía». Después de que los obispos húngaros declararan 1947 un año santo —año mariano—, Mindszenty participó en las celebraciones. Cientos de miles de peregrinos acudieron a verlo a las reuniones masivas que se celebraron por todo el país, pese a los obstáculos que se crearon a propósito, como trenes «estropeados» y carreteras «cerradas». Mindszenty arengó a las masas con discursos vehementes y provocadores: «Las parroquias católicas deben estar alerta en estos tiempos de lucha. […] No hacemos daño a nadie y tampoco lo haremos en el futuro. Pero si existe el intento de destruir la justicia y el amor, las bases que nos sostienen, entonces tenemos el legítimo derecho a defendernos[59]».

Mindszenty no se anduvo con rodeos y no transigió ni negoció. Respondió a todos los ataques contra la Iglesia con contraataques. No se mostró dispuesto a firmar ningún acuerdo con el Estado hasta que el régimen accediera a devolver los edificios y fondos que les habían confiscado, a restablecer las asociaciones que habían disuelto y a establecer relaciones diplomáticas con el Vaticano. Evidentemente, esas no eran condiciones que el partido comunista estuviera dispuesto a aceptar, y en otoño de 1948 la prensa del partido lanzó una campaña bajo un nuevo eslogan: «¡Aniquilaremos el mindszentismo!».

Después de Navidad fue arrestado. Lo despojaron de inmediato de sus vestiduras y todas sus pertenencias, lo interrogaron repetidamente y lo torturaron durante semanas. Mindszenty escribe que lo golpearon en la planta de los pies y que lo patearon sobre el suelo de su celda. Finalmente se vio sometido a un humillante juicio amañado, durante el cual «confesó» públicamente una serie de delitos absurdos, como haber planeado el robo de las joyas de la Corona húngara y conspirado para que el archiduque Otón de Habsburgo regresara al trono de Hungría. Después de eso permaneció en prisión hasta octubre de 1956[60].

Wyszynski corrió una suerte distinta, no solo porque Polonia fuera diferente, sino porque el primado polaco eligió otra clase de tácticas. Por naturaleza, se sentía más inclinado a llegar a acuerdos. Aunque también él fue acosado desde el primer momento en que ocupó su cargo —se convirtió en primado tras la muerte de Hlond en 1948, justo cuando la campaña de propaganda contra la Iglesia empezaba a acelerarse—, optó por evitar el conflicto abierto. Se abstuvo de dar sermones encendidos y de criticar públicamente al régimen, y prefirió protestar entre bastidores. En sus memorias, lamentó que la población no siempre se diera cuenta de sus tácticas ocultas: «La gente no sabía nada sobre la multitud de cartas, memorandos y quejas entregadas […] en defensa de los derechos de la Iglesia». Incluso intentó identificar algunos puntos de acuerdo potencial con la ideología comunista, señalando la tradicional defensa por parte de la Iglesia de la «justicia social», y declarándose a favor de la reestructuración económica y de la reforma agraria, que según él tendrían que haberse producido mucho antes. Reconoció que su «ateísmo intolerante» dificultaba la cooperación con los comunistas, pero de todos modos trató de encontrar puntos en común[61].

Desde el momento en que tomó posesión de su cargo, Wyszynski empezó a negociar lo que más adelante se conocería como el «acuerdo de entendimiento mutuo» entre las autoridades estatales y la Iglesia. Tres obispos se desplazaban regularmente para reunirse con dirigentes comunistas. Prosiguieron con esas reuniones incluso cuando se impusieron restricciones severas en las actividades de la Iglesia e incluso cuando los comunistas empezaron a crear obstáculos y provocar demoras. Wyszynski firmó el célebre —o tristemente célebre, según el punto de vista— documento en abril de 1950. Entre otras cosas, obligaba a los líderes eclesiásticos polacos a «decir al clero que su trabajo pastoral, de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, debería fomentar el respeto por las leyes y prerrogativas del Estado entre los fieles[62]». En realidad, la Iglesia se comprometió a no apoyar a la resistencia, ni a los grupos de resistencia anticomunista de ninguna clase. El acuerdo fue controvertido, y se mantuvo así durante años. A muchos les pareció que habían llegado demasiado lejos con un compromiso vergonzoso que contribuía a legitimar el régimen y a debilitar la Iglesia. Un sacerdote al que sometieron a un interrogatorio policial en 1950 tuvo conocimiento del acuerdo cuando todavía estaba en la cárcel. Más adelante escribió que había supuesto que era una mentira diseñada para doblegar su voluntad de resistir. Era imposible, impensable, que un primado católico polaco hubiera firmado algo tan sumamente colaboracionista.

El propio Wyszynski tardó mucho en tomar la decisión de firmar el acuerdo, y en ocasiones pareció arrepentirse de haberlo hecho. En 1953 dijo en una conferencia del episcopado que todos sus intentos de cooperar con el régimen y de complacerlo se habían percibido como una simple «debilidad»: «El gobierno nunca ha dejado de mirar a la Iglesia a través de una lente política. La Iglesia es el Vaticano, los obispos son agentes y espías». Pareció casi aliviado cuando finalmente lo arrestaron en septiembre de 1953 porque con ello su postura quedó un poco más clara, como le comentó a un sacerdote: «Obreros, campesinos, intelectuales, gente de toda condición y de todos los lugares de la nación están en la cárcel, y es bueno que el primado y los sacerdotes también lo estén, porque nuestra labor consiste en estar con la nación[63]».

Wyszynski entendía el motivo por el que tanta gente desaprobaba el acuerdo entre la Iglesia y el Estado, y también sabía que Mindszenty se había negado a firmar un documento similar. Su decisión de negociar no implicaba que se hiciera ilusiones con respecto a la naturaleza del régimen: sabía que firmando un acuerdo no ganaba otra cosa que un poco de tiempo. Sin embargo, tiempo era justamente lo que quería. La Iglesia polaca había sufrido terriblemente durante la guerra, escribió después: miles de sacerdotes polacos fueron arrestados, miles murieron en campos de concentración alemanes y soviéticos, y el clero necesitaba tiempo para recuperarse. La Iglesia debía evitar a toda costa la destrucción que había padecido la Iglesia ortodoxa rusa tras la Revolución rusa: «Teníamos que ganar tiempo y fortaleza para defender las posturas de Dios[64]». Consideró el acuerdo como un compromiso necesario que proporcionaría a la Iglesia un poco de espacio para respirar y, por lo menos, dificultaría que el régimen se quejara de que la Iglesia era obstinada o recalcitrante.

Esas dos posturas distintas dieron lugar a resultados diferentes. La confrontación abierta de Mindszenty tuvo el mérito de la claridad. En esa época fue muy admirado por su insistencia en la verdad, y por ello sigue siendo admirado hoy en día. Las escuelas e instituciones religiosas habían sido destruidas, gente inocente había sido arrestada y asesinada, y él tuvo el coraje de denunciarlo. Su franqueza lo convertiría más adelante en un importante símbolo del anticomunismo en Hungría y en el resto del mundo. Cuando los rebeldes húngaros lo liberaron en 1956, una multitud eufórica fue a recibirlo a las puertas de la prisión[65]. Sin embargo, su valor no evitó que la Iglesia húngara sufriera una severa represión. Después de su detención, tortura y humillante juicio, los obispos húngaros se vieron obligados a firmar un «acuerdo de entendimiento mutuo» similar al que Wyszynski había firmado de mala gana, pero con unas condiciones mucho peores[66]. La versión húngara no solo reconocía la constitución de la República Popular húngara, sino que también instaba a sus fieles a contribuir a cumplir el Plan Quinquenal. De manera explícita, advertía a los sacerdotes de que no se opusieran a la colectivización de la agricultura. A la semana siguiente de haberlo firmado, el Estado emitió el decreto que disolvió las órdenes monásticas de Hungría[67].

Las tácticas más acomodaticias de Wyszynski tuvieron el mérito de la flexibilidad. Persiguió evitar la confrontación, evitar que los sacerdotes entraran en la cárcel, y mantener tantas instituciones religiosas abiertas como fuera posible. Su postura no tenía la claridad moral de la de Mindszenty, ni la misma capacidad de inspiración, y sus sermones comedidos dejaban a la población desconcertada sobre la verdadera actitud de la Iglesia hacia el comunismo. Sin embargo, esa forma de actuar suya que evitaba la confrontación tal vez ayude a explicar por qué Wyszynski fue arrestado relativamente tarde, en 1953 en lugar de en 1949, por qué nunca fue juzgado, y por qué la Iglesia polaca salió relativamente intacta del período estalinista, al menos en comparación con la húngara, la checoslovaca y la alemana. Wyszynski creía que su tono conciliador había conseguido que a los comunistas les resultara más difícil atacar a la Iglesia católica polaca. En realidad, no pudieron acusarlo de intransigencia reaccionaria cuando había aceptado tantas de sus peticiones. Al menos hasta la década de 1980, la actitud de Wyszynski marcó la pauta que siguieron otros clérigos polacos, la mayoría de los cuales aceptaron públicamente la autoridad legal del partido. Durante todo el período comunista, la inmensa mayoría de los sacerdotes polacos procuraron evitar los conflictos políticos al tiempo que siguieron llevando a cabo sus funciones tradicionales. En comparación, las iglesias húngaras, tanto la católica como la protestante, se sintieron mucho más desmoralizadas durante el período estalinista, y la policía secreta se infiltró más a fondo en ellas durante las décadas de 1970 y 1980. A diferencia de la Iglesia católica de Polonia y las iglesias protestantes de Alemania, las húngaras no desempeñaron un papel institucional importante en la oposición política al comunismo que se desarrolló durante la década de 1980.

Ambas actitudes tuvieron sus ventajas y sus inconvenientes y, por supuesto, las diferentes decisiones de los dos destacados líderes católicos de la región tuvieron influencia sobre el clero ordinario y los fieles laicos. Algunos eligieron la rebeldía y la cárcel. Otros eligieron el camino poco satisfactorio de la negociación, el acuerdo y la protesta entre bastidores, con el convencimiento de que era lo mejor para sus feligreses. Hans-Jochen Tschiche, un clérigo luterano de Alemania del Este, se dijo que «somos la Iglesia, no solo para los fuertes, sino para la mayoría. La Iglesia es para los débiles y temerosos, y si entro en un conflicto serio con el Estado, eso puede resultar demasiado peligroso para ellos[68]».

Sin embargo, esas no eran las únicas opciones que tenían los fieles en el nuevo régimen. Rápidamente surgieron también otra clase de oportunidades.

Desde los primeros días de la ocupación soviética, los nuevos servicios de la policía secreta intentaron incorporar en secreto a sacerdotes y gente religiosa a sus filas, igual que intentaron incorporar a miembros de muchas otras profesiones. Sin embargo, en el caso del clero, la colaboración secreta no era suficiente; también querían que el clero actuara abiertamente en favor del régimen, como una facción del partido comunista. Esa fue una idea explícitamente soviética[69]. Según Józef Swiatło, un alto cargo de la policía secreta que desertó en 1953, el propio general Serov había propuesto «no la disolución de la Iglesia, sino convertirla lentamente en una herramienta de la política soviética». La idea consistía en «introducirse en ella, dividirla en tantas facciones enfrentadas como fuera posible —como sucedió en Rusia antes de 1929— y menoscabar su autoridad en el exterior[70]». Ese había sido el destino de la Iglesia ortodoxa en Rusia, que en la década de 1930 ya se había convertido en una institución estatal.

El propio Stalin expuso claramente esa política en octubre de 1949, en una reunión de la Kominform en Karlsbad, cuando ordenó a los partidos del bloque comunista que adoptaran tácticas más severas, empezando por Checoslovaquia:

Es necesario que aislemos a la jerarquía católica y abramos una brecha entre el Vaticano y los creyentes. Según el éxito que tengamos en Checoslovaquia, desarrollaremos actividades católicas en Polonia, Hungría y en el resto de los países. También debemos sacar el máximo partido del asunto de la situación económica de los simples sacerdotes. Nuestras medidas separarán a esos simples sacerdotes de la jerarquía. Los gobiernos deberían obligar a los sacerdotes a prestar el juramento de ciudadanía, los partidos comunistas deberían obligar a los sacerdotes a propagar las ideas de Marx, Engels y Lenin a través de sermones y clases de religión, y cada vez que estén en contacto con sus fieles. Tenemos que sostener una guerra sistemática contra la jerarquía; las iglesias deberían estar por completo bajo nuestro control en diciembre de 1949[71].

En Hungría, las autoridades siguieron esas tácticas, y lo hicieron conjuntamente con las masivas «campañas por la paz» que se lanzaron en todo el país en 1948. Ese movimiento en favor de la paz, como se ha dicho, no se pareció a los movimientos espontáneos, de base, que con el tiempo aparecieron en algunos países de Europa occidental; estuvo organizado desde arriba, por el gobierno, y llevado a cabo con la ayuda de activistas del partido comunista que organizaban desfiles, carreras y conferencias, todo en favor de la paz, y que recaudaban dinero para bonos de paz. Los periodistas recibieron el encargo de escribir sobre la campaña de la paz, y los diseñadores tuvieron que crear carteles y folletos para promoverla.

En Hungría, como en el resto de los países, los activistas también iniciaron una importante campaña para pedir la paz. Las peticiones se hicieron llegar a escuelas, oficinas y fábricas, donde los miembros del partido competían entre sí para ver quién conseguía más firmas. En la primavera de 1950, esta campaña alcanzó una intensidad rayana en la histeria. A principios de mayo, 24 583 «activistas por la paz» habían recogido 6 806 130 firmas en favor de la paz mundial, un porcentaje enorme en un país que en ese momento tenía unos 9 millones de habitantes[72].

A los sacerdotes también se les pidió que firmaran la petición, y algunos lo hicieron. Otros eludieron o se apartaron de la campaña argumentando que no sabían si sus votos les permitían firmar una petición política. Finalmente, el arzobispo Grósz, que tras el arresto de Mindszenty lo había sustituido como primado de Hungría, resolvió el asunto. Declaró públicamente que la Iglesia católica siempre había fomentado la paz. Sin embargo, solo el Vaticano estaba en disposición de decidir si un clérigo católico podía unirse a una organización internacional o firmar algún tratado. En consecuencia, no firmaría esa petición por la paz, ni ninguna otra, y los sacerdotes húngaros tampoco deberían hacerlo[73].

Esa declaración proporcionó al partido comunista y a sus simpatizantes la munición que necesitaban. Los periodistas del partido acusaron de inmediato a la Iglesia de belicista. György Lukács, el filósofo húngaro que a veces colaboraba con el partido comunista y a veces no, atacó la decisión «hipócrita» del arzobispo. La cúpula del partido comunista estuvo encantada: la Secretaría del partido decidió que el movimiento por la paz debería «ser utilizado para conseguir que los simples sacerdotes se enfrentaran a sus superiores[74]». Intensificarían la presión sobre el clero de rango inferior y ofrecerían recompensas a quienes desafiaran al arzobispo Grósz y aceptaran participar en el «movimiento por la paz».

Se identificó rápidamente a los posibles colaboradores y József Révai organizó la «concentración por la paz», que se convertiría en la reunión inaugural de la organización de «sacerdotes por la paz». Todo lo que aconteció en esa reunión estuvo planeado con antelación, incluidas las declaraciones finales, que finalmente serían firmadas por 279 sacerdotes y monjes, alrededor de un 2 por ciento del clero del país. Incluso el estado de ánimo de los participantes se decidió con antelación. En una reunión del Comité Central, János Kádár —quien se convertiría en el dictador de Hungría después de la revolución de 1956— declaró que «el ambiente de la reunión no debería ser demasiado ameno ni demasiado cauteloso»:

Debería crearse un clima de guerra. Hay que enfatizar los errores de la política de Mindszenty, criticar las políticas del episcopado hacia las autoridades […] los sacerdotes deberían informar sobre las amenazas que reciben por sus convicciones democráticas y por su participación voluntaria en esta reunión. […] Los discursos deberían contener comentarios contra los obispos, los oradores deberían pedir que el episcopado cambie su opinión acerca de la democracia y la paz, los oradores no deberían ser demasiado radicales, para no poner en peligro la sensación de unidad de la reunión[75].

Un nivel similar de planificación se llevó a cabo en la organización de los sacerdotes polacos «progresistas», como el partido comunista polaco los llamaba. (Coloquialmente —y con ironía—, a este grupo de clérigos se les conocía como «los sacerdotes patrióticos».) Estos clérigos polacos no estaban adscritos al movimiento por la paz, como en Hungría, sino más bien a la organización «oficial» de veteranos de guerra, la Unión de Combatientes por la Libertad y la Democracia (Zwiazek Bojowników o Wolnosc i Demokracje, o ZBoWiD), creada por el partido comunista porque los verdaderos grupos de veteranos, vinculados mediante relaciones informales y estrechos lazos afectivos al Ejército Nacional, eran demasiado peligrosos para que el régimen pudiera tolerarlos.

Los sacerdotes que se adscribieron de inmediato recibieron privilegios como el acceso a médicos y sanatorios, así como a material de construcción para sus iglesias. Tras la disolución de Caritas en enero de 1950, las posibles recompensas por colaboración fueron aún mayores. Los sacerdotes que cooperaban con el Estado podían controlar el activo, las oficinas y los proyectos de Caritas. En ese momento, la policía secreta polaca había empezado a fomentar la creación de publicaciones y organizaciones católicas «oficiales». Existía ya un periódico católico «oficial», Dzis i Jutro («Hoy y mañana»), como también Pax, un partido pseudopolítico católico «oficial», sobre el cual hablaré más adelante. A raíz de esos cambios, los sacerdotes progresistas orquestaron una campaña de afiliación y planearon una conferencia nacional, a la que asistieron unos trescientos cincuenta sacerdotes en 1952[76].

Sin embargo, la Iglesia se defendió. En Hungría, el consejo episcopal destituyó de sus funciones a los sacerdotes por la paz. En Cracovia, el cardenal Sapieha solicitó un encuentro personal con los sacerdotes progresistas y les ordenó que renunciaran a formar parte del movimiento. En ambos países, los sacerdotes partidarios del régimen fueron, en ocasiones, acosados por la población. En un pueblo húngaro, los fieles «dejaron de confesarse y de tomar la comunión con los sacerdotes por la paz», e interrumpieron a gritos sus sermones[77].

Como resultado de tal hostilidad, los movimientos nunca se convirtieron en organizaciones de masas para la distribución de literatura procomunista y el apoyo del régimen. Crecieron, pero no tanto como el régimen había esperado: en su apogeo, el movimiento contaba con unos 1000 sacerdotes progresistas polacos y otros 1000 simpatizantes. El grupo húngaro jamás publicó una cifra oficial de sus miembros: en un momento determinado, la cúpula del partido habló de más de 3000, aunque Radio Free Europe, la emisora respaldada por Estados Unidos con sede en Munich, más adelante situó la cifra de verdaderos activistas en 150. Ambos grupos publicaron periódicos —La voz del Capellán en Polonia y Cruz en Hungría— y mantuvieron reuniones con regularidad.

Los motivos de quienes decidieron mantenerse al margen de esos movimientos resultan fáciles de entender: tanto su jerarquía como su sistema de valores estaban en contra de ello. Mucho más difíciles de entender son las razones de quienes se afiliaron. El historiador József Gyula Orbán considera que una pequeña proporción, alrededor de una décima parte, colaboró motivada por un deseo real de cooperar con las nuevas esferas de poder. Algunos eran marxistas o socialistas de izquierdas que tenían algo de fe en el programa económico del partido. Otros esperaban que colaborando con los comunistas mejorarían la vida de sus parroquianos. El historiador de la Iglesia polaca, el padre Tadeusz Isakowicz-Zaleski, también especula con que algunos de los sacerdotes progresistas, en particular los supervivientes de los campos de concentración alemanes, estaban psicológicamente debilitados por sus experiencias durante la guerra y, por consiguiente, fueron manipulados fácilmente por los comunistas[78].

Es evidente que otros fueron chantajeados o golpeados para ser sometidos. El que se convirtió en líder del grupo húngaro, el obispo Miklós Beresztóczy, había sido arrestado en 1948 y torturado brutalmente. Otro sacerdote se incorporó al movimiento después de haber sido acusado de provocar un incendio (en su parroquia se había incendiado un montón de paja), con la esperanza de librarse de la cárcel. Swiatło, el desertor de la policía secreta, defendió que los servicios de seguridad polacos estaban decepcionados con el movimiento: «Los sacerdotes patrióticos son criaturas de los [servicios de seguridad], en muchos casos destrozadas física y moralmente por los campos soviéticos o nazis[79]». Algunos de los que asistían a las reuniones oficiales no eran más que agentes de la policía secreta vestidos con sotana. Los observadores de Hungría, en las primeras reuniones de sacerdotes por la paz, descubrieron a «misteriosos» franciscanos a los que nadie había visto antes y a los que no volvieron a ver.

También hubo otros que se adhirieron con la esperanza de conseguir ascensos y privilegios, y sin duda la policía secreta buscó a aquellos sacerdotes que estaban descontentos, cuyas ambiciones se habían visto frustradas o que tenían algún conflicto con sus superiores. El padre Henryk Werynski, un sacerdote polaco que en el pasado había sido un firme defensor del régimen de preguerra, encajaba muy bien en esa categoría. Antes de la guerra, Werynski había trabajado para la agencia de prensa católica y tenía una fuerte ambición política y literaria. Después de la guerra cambió de bando, y a partir de ese momento su carrera avanzó a un ritmo muy rápido.

En un principio, Werynski aceptó convertirse en agente activo de la policía secreta. Le pagaban un sueldo mensual de 5000 zlotys y le garantizaban que sus artículos en favor del gobierno saldrían publicados en todos los periódicos católicos, que hasta ese momento los habían rechazado. A cambio, él los ayudaba a identificar a otros sacerdotes potencialmente «progresistas». Werynski les pasaba información sobre todos sus colegas de Cracovia, tanto clérigos como seglares, daba parte a las autoridades de manera regular y expresaba su gratitud en público. En una reunión del comité de sacerdotes progresistas celebrada en Krynica en 1951, declaró que el gobierno de preguerra, «aunque admirado por muchos sacerdotes, jamás los cuidó tan bien» como los comunistas[80]. Según Swiatło, Werynski había llegado al punto de proporcionar información a los agentes de policía obtenida a través de la confesión. Swiatło declaró que él mismo había dado un cupón a Werynski para comprar una sotana[81].

El miedo, la política opresiva del estalinismo y las dudas sobre el futuro debieron de afectar también a muchos sacerdotes. El arresto y la «confesión» incoherente del cardenal Mindszenty aterrorizaron a los sacerdotes católicos de todo el bloque soviético. La nacionalización de Caritas y otras organizaciones benéficas de Polonia, la disolución de monasterios en Hungría y la destrucción de escuelas religiosas en todos los países pudieron hacer pensar a muchos que había llegado el principio del fin de la Iglesia tradicional. El cardenal polaco Sapieha se sentía tan desmoralizado en esa época que emitió un comunicado en el que declaró que, si lo arrestaban, nadie debería confiar en la autenticidad de cualquier declaración o «confesión» que se hiciera pública después[82]. En ese ambiente, la decisión de colaborar tal vez no resultara tan discutible desde el punto de vista moral como lo fue más adelante.

Motivos igualmente variopintos explican no solo la colaboración clerical pública, sino también la secreta. Sándor Ladányi, un historiador de la Iglesia luterana húngara e hijo de un pastor luterano, señala que aunque muchos sacerdotes que se convirtieron en informantes habían sido torturados, y aunque muchos otros habían sido simples arribistas como Werynski —sacerdotes, estudiantes de teología, profesores que se sentían frustrados con su carrera o que querían estudiar en el extranjero—, hubo muchas otras razones para la colaboración. Los sacerdotes y los pastores estuvieron sometidos a presiones constantes para hablar con la policía secreta —a más presión que otros— y algunos cooperaron de manera voluntaria, con la esperanza de desviar el interés de las autoridades mientras ellos se esforzaban en ayudarlos lo menos posible. Algunos accedieron a convertirse en informantes, pero no dijeron nada. Varios expedientes sobre informantes húngaros concluyen con la afirmación de que el nombre de determinado sacerdote debería ser eliminado, puesto que «la información que proporciona no es buena». También hubo quienes fueron chantajeados, abiertamente o de manera más sutil. Los clérigos protestantes en particular se consideraban más vulnerables al chantaje porque tenían familia. Podía peligrar la educación de sus hijos o la medicación de sus mujeres (a los sacerdotes católicos, que no tenían mujeres ni hijos, se les consideraba más difíciles de «convertir» y, por consiguiente, a menudo se les trataba con más dureza)[83].

En realidad, los sacerdotes por la paz y los sacerdotes patrióticos no resultaron de gran valor para el régimen. Entre bastidores, las autoridades húngaras criticaban a los sacerdotes por la paz por hacer «avances insuficientes en la lucha contra la reacción clerical». En Polonia, ni el partido ni la población abrazaron realmente el movimiento: con el tiempo, la expresión «sacerdote patriótico» se convirtió en un insulto. A medida que se fueron alejando de la corriente dominante de la Iglesia, lo que hacía más fácil que la gente dejara de prestarles atención, también se volvieron menos útiles para el régimen como altavoces de propaganda. No obstante, parece que su presencia tuvo un efecto descorazonador, incluso debilitante sobre el resto del clero, y los líderes religiosos les dedicaron buena parte de su tiempo y energía. El cardenal Wyszynski mantuvo reuniones frecuentes con los sacerdotes progresistas, entre ellas algunas durante los meses previos a su arresto en 1953. Durante un breve período de tiempo, la posibilidad de una «conversión» generalizada de los sacerdotes católicos a la causa comunista debió de parecerles perfectamente plausible.

Sobre todo, la existencia de un clero procomunista y decidido contribuyó a la confusión moral de ese período. ¿La Iglesia estaba a favor o en contra del comunismo? ¿La nueva organización de Caritas en Polonia era auténtica o falsa? ¿Estaban los sacerdotes por la paz realmente a favor de la paz, y de ser así, no deberían contar con el apoyo de todo el mundo? Los sacerdotes colaboracionistas también fomentaron la colaboración de otros: si los «santos varones» podían aceptar obsequios y favores de parte del régimen a cambio de cooperación, ¿por qué no iban a hacerlo los demás?