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La hora cero
El caso demencial de ruinas, alambres enredados, cadáveres retorcidos, caballos muertos, trozos de puentes volados vueltos del revés, pezuñas sangrientas que se habían arrancado de caballos, pistolas rotas, munición desperdigada, orinales, palanganas oxidadas, pedazos de paja y entrañas de caballos flotando en los charcos turbios, mezcladas con sangre, cámaras, coches destrozados y partes de tanques: todo ello es testigo del terrible sufrimiento de una ciudad…
TAMÁS LOSSONCZY, Budapest, 1945[1]
Cómo encontrar las palabras que describan de manera fiel y ajustada la imagen de una gran capital destruida casi hasta el punto de que no se la reconoce; de una nación en el pasado poderosa que ha dejado de existir; de un pueblo conquistador tan brutalmente arrogante y absolutamente seguro de su misión como raza superior […] a quienes ahora ves husmeando entre sus ruinas, seres humanos rotos, desorientados, temblorosos y hambrientos, sin voluntad, sin objetivos ni dirección.
WILLIAM SHIRER, Berlín, 1945[2]
Me dio la impresión de estar caminando sobre cadáveres, como si en cualquier momento fuera a meter el pie en un charco de sangre.
JANINA GODYCKA-CWIRKO, Varsovia, 1945[3]
Las explosiones retumbaron a lo largo de la noche y el fuego de artillería se oyó durante todo el día. En toda Europa del Este, el ruido de los bombardeos, las ametralladoras, los tanques, los motores y los edificios en llamas anunció la cercanía del Ejército Rojo. A medida que la primera línea de combate se aproximaba, el suelo daba sacudidas, las paredes temblaban y los niños gritaban. Después, todo cesó.
El final de la guerra, se produjera donde y cuando se produjese, siempre traía consigo un silencio abrupto e inquietante. «La noche fue excesivamente silenciosa», escribió una cronista anónima sobre el final de la guerra en Berlín[4]. La mañana del 27 de abril de 1945 salió a la puerta de su casa y no vio a nadie: «No hay ni un solo ciudadano a la vista. Los rusos tienen las calles para ellos. Pero debajo de cada edificio la gente susurra temblorosa. ¿Quién podría haber imaginado un mundo así, aquí escondido, tan asustado, justo en medio de la gran ciudad?»
La mañana del 12 de febrero de 1945, el día que terminó el sitio de la ciudad, un funcionario húngaro oyó el mismo silencio en las calles de Budapest. «Me acerqué al distrito del castillo y no había ni un alma. Caminé por la calle Werbóczy. Solo cadáveres y ruinas, carros de suministros y carretas […] Llegué a la plaza Szentháromság y decidí echar un vistazo al ayuntamiento, por si había alguien allí. Desierto. Todo vuelto del revés y ni un alma a la vista…[5]»
Incluso Varsovia, una ciudad que ya estaba destruida al término de la guerra —los ocupantes nazis la habían arrasado tras el levantamiento de otoño—, se volvió silenciosa cuando el ejército alemán por fin se batió en retirada el 16 de enero de 1945. Władysław Szpilman, que formaba parte del reducido grupo de gente que se ocultaba entre las ruinas de la ciudad, percibió el cambio. «Reinó el silencio —escribió en sus memorias El pianista del gueto de Varsovia—, un silencio que ni la propia Varsovia, una ciudad muerta durante los últimos tres meses, había conocido antes. Ni siquiera se oían los pasos de los guardias en el exterior del edificio. Yo no lo comprendía.» A la mañana siguiente, rompió el silencio «un ruido confuso y penetrante, el último sonido que habría esperado»: había llegado el Ejército Rojo y los altavoces de radio anunciaban en polaco la noticia de la liberación de la ciudad[6].
Ese fue el momento que a veces se ha llamado «la hora cero», Stunde Null: el final de la guerra, la retirada de Alemania, la llegada de la Unión Soviética, el momento en que cesó la batalla y la vida comenzó de nuevo. La mayoría de las historias de la toma del poder comunista en Europa del Este empiezan precisamente en este momento, y es lógico que así sea[7]. Para quienes vivieron ese cambio de poder, la hora cero supuso un momento crucial: algo muy concreto llegó a su fin, y algo muy nuevo comenzó. A partir de ese momento, mucha gente creyó que todo sería diferente. Y así fue.
Sin embargo, aunque es lógico comenzar cualquier historia de la toma del poder comunista en Europa del Este a partir del término de la guerra, en cierto sentido resulta muy engañoso. Las gentes de la región no se encontraban frente a una página en blanco en 1944 o 1945, y no podía decirse que estuvieran empezando de cero. Y tampoco surgieron de la nada, sin experiencias previas, dispuestos a comenzar de nuevo. En realidad, subieron de los sótanos de sus casas destrozadas, o salieron de los bosques donde habían vivido como partisanos, o de los campos de trabajos forzados en los que habían estado encerrados y, si estaban lo bastante sanos, se embarcaron en largos y complicados viajes para regresar a su tierra. Algunos de ellos ni siquiera dejaron de luchar cuando los alemanes se rindieron.
Cuando emergieron de entre las ruinas, no encontraron un territorio virgen, sino destrucción. «La guerra terminó como lo hace el camino que lleva al final de un túnel —escribió la biógrafa checa Heda Kovály—. De lejos se veía la luz al final, un brillo cada vez más intenso, y ese resplandor parecía más deslumbrante ahí dentro, acurrucados en la oscuridad, cuanto más esperábamos para alcanzarlo. Pero cuando por fin el tren salió a la gloriosa luz del sol, lo único que vimos fue un erial sembrado de hierbajos, piedras y montones de basura[8].»
Las fotografías de toda Europa del Este en esa época muestran escenas de un apocalipsis. Ciudades asoladas, hectáreas de escombros, pueblos incendiados y ruinas calcinadas y humeantes allí donde antes había habido casas. Marañas de alambre, restos de campos de concentración, campos de trabajos forzados, campos de prisioneros de guerra; terrenos yermos, hundidos por las marcas que dejaron los tanques, sin la menor señal de agricultura, cultivos o vida de ninguna clase. En las ciudades destruidas recientemente, en el ambiente flotaba el olor a cadáveres. «Las descripciones que he leído siempre utilizan la expresión “olor dulzón”, pero es demasiado vaga, totalmente inadecuada —escribió un superviviente alemán—. Los gases no son un olor, sino algo más sólido, más grueso, un vapor caldoso que se concentra frente a la cara y los agujeros de la nariz, tan mohoso y denso que cuesta respirar. Te golpea como si tuviera puños[9].»
Las zonas de entierro provisionales estaban por todas partes y la gente paseaba por las calles con cuidado, como si cruzara un cementerio[10]. Después llegó el momento de exhumar los cuerpos, que se sacaron de patios y parques y se llevaron a fosas comunes. Los funerales y las ceremonias en las que se volvían a enterrar los cuerpos eran frecuentes, aunque en Varsovia, una se vio interrumpida de manera llamativa. En el verano de 1945, una marcha fúnebre avanzaba lentamente por las calles de Varsovia cuando los dolientes, vestidos de negro, vieron algo maravilloso: «Un tranvía rojo de Varsovia en marcha», el primero en recorrer la ciudad desde el final de la guerra. «Los transeúntes que iban por la acera se detuvieron, otros echaron a correr junto al tranvía al tiempo que aplaudían y gritaban con entusiasmo. Sorprendentemente, el cortejo fúnebre también se detuvo, y los dolientes que acompañaban al fallecido, contagiados por el estado de ánimo general, se volvieron hacia el tranvía y también empezaron a aplaudir[11].»
Eso también era habitual. A veces, una extraña euforia parecía apoderarse de los supervivientes. Estar vivo era un alivio y el dolor se mezclaba con la alegría, y el comercio, los negocios y la reconstrucción empezaron de inmediato, de manera espontánea. En el verano de 1945, Varsovia rebosaba actividad. Stefan Kisielewski escribió: «Entre las ruinas de las calles hay un alboroto como no se había conocido hasta ahora. El comercio: bulle. El trabajo: en auge. El humor: en todas partes. La vida fluye en las calles y nadie pensaría que esta multitud la constituyen las víctimas de un terrible desastre, gente que apenas se ha recuperado de una catástrofe o que vive en condiciones extremas e inhumanas…[12]». Sándor Márai describió Budapest en este período en una de sus novelas:
Y lo que quedaba de una ciudad y de una sociedad renació con una alegría tan apasionada y testaruda, con una fuerza tan persistente y astuta como si nada hubiera pasado […] en las avenidas del centro de Pest, bajo los soportales, ya se podía comprar toda clase de comidas deliciosas, artículos de tocador, ropa, calzado, todo lo que se podía imaginar. Monedas de oro de la época de Napoleón, morfina, manteca de cerdo… Los judíos salieron tambaleándose de las casas marcadas con la estrella y, al cabo de una o dos semanas, ya se podía regatear en Budapest, entre restos de caballos, cadáveres humanos aún sin enterrar y edificios en ruinas, para comprar gruesas telas inglesas, perfumes franceses, aguardientes holandeses y relojes suizos…[13]
Este entusiasmo por el trabajo y la renovación habría de durar muchos años. El sociólogo británico Arthur Marwick aventuró en una ocasión que la experiencia de fracaso nacional tal vez sirviera a los alemanes occidentales como estímulo para reconstruirse y recuperar la noción de orgullo nacional. Argumentó también que la propia magnitud del desastre nacional quizá contribuyera al auge de posguerra: habiendo experimentado tal catástrofe económica y personal, los alemanes se dedicaron de inmediato a la reconstrucción[14]. Pero Alemania, del Este y del Oeste, no estaba sola en su iniciativa de recuperarse y recobrar la «normalidad». Una y otra vez, polacos y húngaros comentan en sus memorias y en entrevistas sobre el período de posguerra lo desesperados que estaban por conseguir educación, un trabajo corriente, una vida sin violencia y trastornos constantes. Los partidos comunistas estaban más que preparados para aprovecharse de esos deseos de paz.
En cualquier caso, los daños a la propiedad eran más fáciles de reparar que el daño demográfico en Europa del Este, donde la magnitud de la violencia había sido mayor que la de ninguna otra circunstancia que se hubiera vivido en la mitad oriental del continente. Durante la guerra, Europa del Este había experimentado lo peor de la locura ideológica de Stalin y Hitler. En 1945, la mayor parte del territorio entre Poznan, al oeste, y Smolensk, al este, había sido ocupado no una vez, sino en dos o incluso en tres ocasiones. Tras el Pacto Molótov-Ribbentrop en 1939, Hitler había invadido la región desde el oeste, ocupando la parte occidental de Polonia. Stalin la había invadido desde el este, ocupando la parte oriental de Polonia, los estados bálticos y Besarabia. En 1941, Hitler invadió de nuevo los mismos territorios desde el oeste. En 1943 se repitió la historia y el Ejército Rojo ocupó la misma región una vez más, desde el este.
En otras palabras, en 1945 los letales ejércitos y la sanguinaria policía secreta de no uno sino de dos estados totalitarios habían ocupado una y otra vez la región, provocando en cada ocasión profundos cambios políticos y étnicos. Por mencionar un ejemplo, la ciudad de Lvov fue ocupada dos veces por el Ejército Rojo y una vez por la Wehrmacht. Después de que terminara la guerra dejó de llamarse Lvov y pasó a llamarse Lviv; dejó de pertenecer a la parte este de Polonia para incorporarse a la parte occidental de la República Socialista Soviética de Ucrania y la población polaca y judía que había vivido allí antes de la guerra fue asesinada o deportada y reemplazada por población ucraniana procedente de los campos de los alrededores.
Europa del Este, junto con Ucrania y los estados bálticos, fue también la zona donde se produjeron la mayoría de los asesinatos por motivos políticos en Europa. «Hitler y Stalin se hicieron con el poder en Berlín y en Moscú —escribe Timothy Snyder en Tierras de sangre, un relato insuperable de los asesinatos masivos de esa época—, pero su visión de transformación implicaba, sobre todo, a los territorios de en medio[15].» Stalin y Hitler compartían el desprecio por la noción de soberanía nacional para cualquiera de las naciones de Europa del Este y, juntos, lucharon por eliminar a sus élites. Los alemanes consideraban a los eslavos seres infrahumanos, no muy por encima de los judíos, y en los territorios entre Sachsenhausen y Babi Yar no dudaron en ordenar asesinatos callejeros arbitrarios, ejecuciones públicas o el incendio de pueblos enteros como venganza por la muerte de un nazi. La Unión Soviética, entretanto, veía a sus vecinos occidentales como antisoviéticos y auténticos baluartes del capitalismo cuya existencia planteaba un problema a la URSS. En 1939, y de nuevo en 1944 y en 1945, el Ejército Rojo y el NKVD detendrían no solo a los nazis y colaboradores en sus territorios recién conquistados, sino a cualquiera que, teóricamente, se opusiera a la administración soviética: socialdemócratas, antifascistas, empresarios, banqueros y comerciantes; prácticamente, la misma gente señalada por los nazis. Aunque en Europa del Este hubo víctimas civiles, además de episodios de robos, mala conducta y malos tratos cometidos por los ejércitos británico y estadounidense, la mayoría de las tropas anglosajonas se centraron en asesinar a nazis, y no a los posibles dirigentes de las naciones liberadas. Y, en su mayoría, trataron a los líderes de la resistencia con respeto y no con recelo.
En el Este es también donde los nazis llevaron a cabo con mayor fuerza el Holocausto, donde establecieron la gran mayoría de los guetos, campos de concentración y campos de exterminio. Snyder señala que los judíos representaban menos del 1 por ciento de la población alemana cuando Hitler se alzó con el poder en 1933, y muchos de ellos lograron escapar. El deseo de Hitler de una Europa «libre de judíos» solo pudo realizarse cuando la Wehrmacht invadió Polonia, Checoslovaquia, Bielorrusia, Ucrania y los estados bálticos, y finalmente Hungría y los Balcanes, que era donde vivían la mayoría de los judíos europeos. De los 5,4 millones de judíos que murieron en el Holocausto, la inmensa mayoría eran de Europa del Este. De los restantes muchos fueron llevados a la región para ser asesinados. El desprecio que los nazis sentían por todos los europeos del Este influyó en su decisión de llevar a los judíos de toda Europa al Este para ejecutarlos. Allí, en una tierra de criaturas infrahumanas, era posible cometer hechos inhumanos[16].
Sobre todo, en Europa del Este es donde el nazismo y el comunismo soviético entraron en conflicto. Si bien empezaron la guerra como aliados, Hitler siempre había deseado iniciar una guerra de destrucción contra la URSS, y tras la invasión de Hitler Stalin prometió lo mismo. Las batallas entre el Ejército Rojo y la Wehrmacht fueron, por consiguiente, más feroces y sangrientas en el Este que las que tuvieron lugar más hacia el Oeste. Los soldados alemanes temían a las «hordas» bolcheviques, sobre las que habían oído contar multitud de historias terribles, y hacia el final de la guerra lucharon contra ellas con especial desesperación. Su desprecio hacia la población civil era particularmente profundo y el respeto por la cultura e infraestructura local, simplemente inexistente. Un general alemán desafió las órdenes de Hitler y dejó París en pie por motivos sentimentales y de respeto hacia la ciudad, pero otros generales alemanes asolaron Varsovia y destruyeron gran parte de Budapest sin pensárselo dos veces. Las fuerzas aéreas occidentales tampoco parecían demasiado preocupadas por la antigua arquitectura de la región: los bombarderos aliados contribuyeron a incrementar las cifras de muertos y de edificios destruidos al bombardear no solo Berlín y Dresde, sino también Danzig y Königsberg, Gdansk y Kaliningrado, entre muchos otros lugares.
Con la penetración del frente oriental en Alemania, la batalla se intensificó. El Ejército Rojo se centró en su ofensiva contra Berlín con una actitud rayana en la obsesión. Desde el inicio de la guerra, los soldados soviéticos se despedían con el grito de: «Nos vemos en Berlín». Stalin estaba desesperado por llegar a la ciudad antes de que lo hicieran los otros aliados. Sus comandantes lo entendieron, como también lo hicieron los comandantes estadounidenses. El general Eisenhower, plenamente consciente de que los alemanes lucharían a muerte en Berlín, decidió salvar vidas estadounidenses y dejó que Stalin tomara la ciudad. Churchill argumentó en contra de esta política: «Si los rusos toman Berlín, ¿acaso no grabará en sus mentes la impresión de que han sido el aplastante colaborador a la victoria común y no planteará esto graves y temibles dificultades en el futuro?[17]». Sin embargo, finalmente se impuso la prudencia del general estadounidense y sus tropas y las británicas avanzaron lentamente hacia el este, después de que el general George C. Marshall declarara que se resistía a «arriesgar vidas estadounidenses por razones estrictamente políticas», y de que sir Alan Brooke argumentara que «el avance en el país tenía que coincidir, hasta cierto punto, con los que serían nuestros límites definitivos[18].» Mientras tanto, el Ejército Rojo avanzaba directamente hacia la capital alemana, dejando una estela de destrucción tras de sí.
Cuando se suman las cifras, el resultado es desolador. En Gran Bretaña, la guerra se cobró la vida de 360 000 personas y en Francia, de 590 000. Es una cifra de víctimas espantosa, pero aun así representa menos del 1,5 por ciento de la población de esos países. En comparación, el Instituto Polaco de la Memoria Nacional estima que hubo unos 5,5 millones de muertos durante la guerra en el país, de los cuales aproximadamente 3 millones eran judíos. En total, un 20 por ciento de la población polaca, una de cada cinco personas no sobrevivió. Incluso en los países en que la lucha no fue tan sangrienta, la proporción de muertes fue más elevada que en Occidente. Yugoslavia perdió 1,5 millones de personas, lo que supone el 10 por ciento de su población. Un 6,2 por ciento de húngaros y un 3,7 por ciento de la población checa antes de la guerra también fallecieron[19]. En Alemania, el número de víctimas se sitúa entre los 6 y los 9 millones de personas —según a quienes consideremos «alemanes», teniendo en cuenta todos los cambios en la delimitación de fronteras—, o lo que es lo mismo, un 10 por ciento de la población[20]. En la Europa del Este de 1945 habría sido difícil encontrar una sola familia que no hubiera sufrido una grave pérdida.
Cuando hubo pasado la tormenta, se hizo evidente que muchos de los que no habían muerto estaban viviendo en otro sitio. En 1945, la demografía, la distribución de la población y la composición étnica de muchos países de la región eran muy distintas de lo que lo habían sido en 1938. Hasta un extremo que aún no se ha comprendido plenamente en Occidente, la ocupación nazi de Europa del Este había provocado importantes desplazamientos de población como consecuencia de oleadas de deportaciones y reasentamientos. Los «colonos» alemanes se habían desplazado a la Polonia y la Checoslovaquia ocupadas con el propósito de cambiar la composición étnica de algunas regiones en particular, mientras se expulsaba o se asesinaba a los nativos. Los polacos y los judíos fueron desalojados de sus hogares en los mejores barrios de Łódz para hacer lugar a los administradores alemanes ya a principios de diciembre de 1939. En los años posteriores, unos 200 000 polacos tuvieron que abandonar la ciudad para realizar trabajos forzados en Alemania, mientras que los judíos fueron amontonados en el gueto de Łódz, donde la mayoría de ellos murieron[21]. El régimen de ocupación alemán instaló a los alemanes en su lugar, entre ellos personas de origen alemán que vivían en los estados bálticos y en Rumanía, algunos de los cuales creyeron que estaban recibiendo propiedades que habían sido abandonadas[22].
Muchos de esos cambios se invertirían o vengarían en el período de posguerra. Los años 1945, 1946 y 1947 fueron años de refugiados: los alemanes se desplazaron hacia el oeste, los polacos y checos regresaron al este desde campos de trabajos forzados y de concentración en Alemania, los deportados volvieron de la Unión Soviética, soldados de toda clase regresaron de otras zonas, los fugitivos volvieron de su exilio británico, francés o marroquí. Algunos de esos refugiados regresaron a su tierra, pero al descubrir que ya no era lo que había sido partieron en busca de nuevos territorios. Jan Gross considera que entre 1939 y 1943 unos 30 millones de europeos se dispersaron, o fueron reubicados o deportados. Entre 1943 y 1948, 20 millones más de personas fueron también trasladadas[23]. Krystyna Kersten señala que entre 1939 y 1950 uno de cada cuatro polacos cambió de lugar de residencia[24].
La inmensa mayoría de esa gente llegó a su país sin nada. Inmediatamente se vieron obligados a buscar ayuda —de iglesias, instituciones benéficas o del Estado— de la forma que fuera. Familias enteras, que antes de la guerra habían sido autosuficientes, se vieron obligadas a hacer largas colas ante oficinas gubernamentales a la espera de que se les asignara una casa o un apartamento. Hombres que en el pasado habían tenido un trabajo y un sueldo se encontraron pidiendo cartillas de racionamiento, con la esperanza de conseguir un empleo dentro de la burocracia estatal. La mentalidad de un refugiado, que ha sido expulsado por la fuerza de su hogar, no es la misma que la de un emigrante que parte en busca de fortuna: sus circunstancias crean una dependencia y una sensación de indefensión que, probablemente, no hubiera experimentado con anterioridad.
Para colmo de males, la gran destrucción física en Europa del Este era comparable a la gran destrucción económica, y a una escala igualmente incomprensible. No todas las naciones de Europa del Este eran ricas antes de la guerra, pero la región tampoco se encontraba en tal inferioridad de condiciones con respecto a la mitad occidental del continente en 1939 como quedó en 1945. Si bien algunos grupos se habían beneficiado durante la guerra de la demanda de armas y tanques —varios historiadores económicos han analizado la expansión de la clase obrera industrial durante esos años, en particular en Bohemia y Moravia—, la segunda mitad de la guerra supuso una catástrofe para casi toda la población[25]. En 1945 y 1946, el producto nacional bruto de Hungría fue tan solo la mitad del de 1939. Según los cálculos, los meses finales de la guerra habían destruido alrededor de un 40 por ciento de la infraestructura económica del país[26]. En Budapest, la capital, resultaron dañadas las tres cuartas partes de sus edificios, de los cuales un 4 por ciento quedaron destruidos por completo y un 22 por ciento, inhabitables. La población se redujo en un tercio[27]. Cuando se marcharon, los alemanes se llevaron gran parte del material rodante ferroviario del país; el ejército soviético, con el pretexto de repararlo, se llevó casi todo el resto[28].
En Polonia se estima que los daños ascendieron a una cifra cercana al 40 por ciento, pero algunas zonas quedaron destruidas por completo. La infraestructura de transportes del país resultó especialmente afectada: más de la mitad de los puentes desaparecieron, junto con puertos, instalaciones portuarias y dos quintas partes de las vías ferroviarias. La mayoría de las grandes ciudades polacas sufrieron daños considerables, lo que significa que perdieron casas y apartamentos, antiguos monumentos arquitectónicos, obras de arte, universidades y escuelas. En el centro de Varsovia, alrededor de un 90 por ciento de los edificios quedaron total o parcialmente destruidos después de que los alemanes los volaran de manera sistemática durante su retirada[29].
Las ciudades alemanas también resultaron gravemente dañadas, a causa tanto de los bombardeos aéreos de los aliados, que provocaron enormes tormentas de fuego, como de la insistencia de Hitler para que sus soldados combatieran hasta el final, calle por calle. Incluso en Checoslovaquia, Bulgaria y Rumanía, donde la devastación no fue tan extensa y donde no se produjeron bombardeos aéreos, los daños fueron considerables. Por ejemplo, Rumanía perdió sus yacimientos petrolíferos, que habían aportado un tercio de los ingresos nacionales antes de 1938[30].
La guerra también había alterado la economía de la región en otros aspectos más difíciles de cuantificar. En dos ensayos justamente célebres sobre las consecuencias sociales de la guerra, Jan Gross y Bradley Abrams señalan que en gran parte de la región —sin duda en Hungría, Checoslovaquia, Polonia y Rumanía, además de en la propia Alemania—, la expropiación de la propiedad privada a gran escala empezó en realidad durante la guerra, bajo los regímenes nazi y fascista, y no después, en tiempos del comunismo. A la confiscación masiva de propiedades y negocios de los judíos en Europa central, ya fuera por parte del Estado o por los ocupantes alemanes, le siguió una mayor germanización durante los últimos años de la ocupación. A veces, esto ocurría furtivamente: en el territorio checo, los bancos alemanes controlaban los bancos checos, y así podían «establecer si una compañía o un banco checos eran o no solventes y, en los casos de insolvencia, las compañías o bancos alemanes se hacían cargo de las operaciones de rescate, haciéndose así con su control[31]». En ocasiones, el control se imponía abiertamente. En Polonia era habitual que pusieran a directores y encargados alemanes al mando de fábricas y negocios que, en rigor, seguían perteneciendo a los polacos.
La ocupación también reorientó la economía de la región. Entre 1939 y 1945, las exportaciones a Alemania se duplicaron y triplicaron, como también lo hizo la inversión alemana en la industria local. Desde principios de la década de 1930, los economistas alemanes habían dado razones en favor del establecimiento de colonias económicas en Europa del Este; durante la ocupación, las empresas alemanas empezaron a crearlas, con frecuencia apropiándose de fábricas y negocios de propiedad judía, o incluso no judía[32]. La región se convirtió en un mercado autónomo y cerrado, lo que nunca había sido en el pasado[33]. Esto supuso que cuando Alemania se hundió, también lo hicieron las relaciones comerciales internacionales de la región, circunstancia que a la larga facilitó a la Unión Soviética ocupar el lugar de Alemania.
Por razones similares, el hundimiento de Alemania creó también una crisis de propiedad. Al término de la guerra, los emprendedores, administradores e inversores alemanes huyeron o fueron asesinados. Muchas fábricas quedaron abandonadas y sin dueño. Algunas pasaron a manos de consejos de trabajadores. Las autoridades locales tomaron el control de algunas otras. La mayoría de esas propiedades abandonadas fueron finalmente nacionalizadas —si no se habían traspasado ya por completo a la Unión Soviética, que consideraba todas las propiedades «alemanas» legítimas reparaciones de guerra— con sorprendentemente escasa oposición[34]. En 1945, la idea de que las autoridades gobernantes podían confiscar la propiedad privada sin ofrecer ninguna compensación era un principio establecido en Europa del Este. Cuando comenzó la nacionalización a una escala mayor, nadie se sorprendió lo más mínimo.
De todos los daños provocados por la Segunda Guerra Mundial, el más difícil de cuantificar es el daño psicológico y emocional. La brutalidad de la Primera Guerra Mundial creó una generación de dirigentes fascistas, intelectuales idealistas y artistas expresionistas que retorcieron la figura humana hasta convertirla en un conjunto de formas y colores inhumanos en un intento de plasmar su desorientación. Pero dado que implicó ocupación, deportación y desplazamientos masivos de población civil además de lucha, la Segunda Guerra Mundial penetró de una manera mucho más profunda en la vida cotidiana de la gente. La violencia constante y diaria configuró la psique humana de innumerables maneras, no todas ellas fáciles de describir.
También esto marcó una diferencia con respecto a lo que sucedió en Occidente, en particular en los países anglosajones. El poeta polaco Czesław Miłosz, en un intento de explicar las diferencias mentales entre la Europa y los Estados Unidos de posguerra, escribió sobre el modo en que la guerra destruye la noción de un hombre acerca del orden natural de las cosas: «En el pasado, si un hombre se hubiera tropezado con un cadáver por la calle, habría llamado a la policía. Se habría congregado una multitud y se habrían oído comentarios y cuchicheos. Ahora sabe que debe evitar el cuerpo oscuro que yace en la cuneta y abstenerse de hacer preguntas innecesarias».
Durante la ocupación, ciudadanos respetables dejaron de considerar el bandidaje como un delito, escribió Miłosz, por lo menos si estaba al servicio de la resistencia. Muchachos jóvenes de familias respetables de clase media que observaban la ley se convirtieron en delincuentes habituales: «El asesinato de un hombre no constituye para ellos ningún problema moral importante». Durante la ocupación, llegó a ser normal cambiar de nombre y de profesión, viajar con documentación falsa, aprenderse de memoria una biografía inventada, ver cómo todo el dinero que se tenía perdía su valor de la noche a la mañana, ver a la gente reunida en la calle como si fuera ganado[35].
Los tabúes acerca de la propiedad se destruyeron y el robo se convirtió en una rutina, incluso en un gesto patriótico. La gente robaba para mantener vivo a su grupo de partisanos, para alimentar a la resistencia, o para alimentar a sus propios hijos. Y se observaba con rencor cuando robaban los otros: los nazis, los delincuentes, los partisanos. A medida que se aproximaba el final de la guerra, la epidemia de robos se intensificó. En la novela de Sándor Márai La mujer justa, uno de los personajes se maravilla ante el espíritu emprendedor de los ladrones que peinaban las ruinas de los edificios bombardeados: «Pensaban que había llegado la hora de salvar por su cuenta lo que no habían robado los nazis y los cruces flechadas, y más tarde los rusos y nuestros comunistas, que se habían dado prisa en volver… Pensaban que era un deber patriótico poner sus manos sobre todo lo que se podía coger… por eso empezaron a “salvar” cosas[36]».
En Polonia, como ha escrito Marcin Zaremba, el intervalo entre la retirada de los ocupantes nazis y la llegada del Ejército Rojo estuvo marcado por oleadas de saqueos en Lublin, Radom, Cracovia y Rzeszów, cuando los polacos irrumpieron en casas y tiendas vacías de alemanes, como uno de ellos explicó: «No en busca de nada en particular, ni para llevarnos cosas, sino para robar a los alemanes, para hacernos con propiedades alemanas después de que ellos nos lo hubieran quitado todo[37]».
En los meses que siguieron al final de la guerra, una oleada de saqueos todavía más organizada barrió los territorios de Alemania, en Silesia y Prusia Oriental, que ahora se habían convertido en propiedad de Polonia. Grupos de saqueadores en coches, camiones y otros vehículos recorrieron ciudades medio vacías en busca de muebles, ropa, maquinaria y otros objetos de valor. Los saqueadores «especializados» buscaron cafeteras exprés y equipos de cocina en Wrocław y Gdansk para los restaurantes y cafeterías de Varsovia. «Al principio, los saqueadores no estaban muy interesados en los libros singulares —recuerda un biógrafo—, pero pronto aparecieron expertos en ese campo.» Las antiguas propiedades de los judíos de todo el país fueron también asaltadas, al igual que los cementerios judíos, donde los campesinos esperaban encontrar tesoros escondidos o dientes de oro. Sin embargo, la mayoría de los saqueadores actuaban de manera totalmente indiscriminada y atacaban propiedades de judíos y gentiles por igual. Después del Alzamiento de Varsovia, los saqueos se desataron en la destruida capital polaca cuando todo el mundo —«vecinos, transeúntes, soldados»— se dispuso a desvalijar tiendas vacías y edificios de apartamentos medio destruidos tras la trágica última batalla de la resistencia polaca. Los buscadores de tesoros levantaron los campos de los alrededores de Treblinka en 1946, pero en septiembre de ese mismo año los transeúntes también se abalanzaron sobre las víctimas de un accidente de tren cerca de Łódz, no para ayudarlas, sino en busca de objetos de valor[38].
Si bien la fiebre saqueadora finalmente se apagó en Polonia y en otros países, es posible que contribuyera a crear tolerancia hacia la corrupción y el robo de propiedades privadas que fueron tan comunes más adelante. La violencia también se había convertido en algo habitual, y siguió siendo así durante muchos años. Hechos que unos meses antes habrían provocado una respuesta de indignación generalizada dejaron de molestar a la población. Más de setenta años después, un húngaro me contó que todavía recordaba con claridad una terrible escena sucedida en una calle de Budapest: la detención repentina de un hombre, sin motivo, que iba con sus dos hijos pequeños. «El padre llevaba a los niños en un carrito por la calle, pero a los soldados soviéticos no les importó, se llevaron al padre y dejaron a los niños en medio de la calle.» A nadie que pasara por allí le resultó extraño[39]. Cuando tras el cese oficial de las hostilidades se impuso aún más violencia —la brutal expulsión de alemanes y otros grupos, los ataques a los judíos que regresaban a su tierra, las detenciones de hombres y mujeres que habían combatido contra Hitler, las continuas guerras de guerrillas en Polonia y en los estados bálticos—, tampoco a nadie le resultó extraño.
No toda la violencia tenía un motivo étnico o político. «No hay actividad en el pueblo que no termine en pelea», recordó un maestro de pueblo polaco[40]. Seguía habiendo armas y las cifras de asesinatos eran elevadas. En muchas partes de Europa del Este, bandas armadas deambulaban por las zonas rurales, algunas de ellas haciéndose llamar miembros de la resistencia aunque no tuvieran relación con ninguna estructura organizada de resistencia, y vivían de robar y asesinar. En todas las ciudades de Europa del Este actuaban bandas de antiguos soldados desorientados, y la violencia criminal empezó a mezclarse con la violencia política, hasta tal punto que los informes públicos no siempre aclaran de qué clase fue en cada caso. A finales del verano de 1945, en tan solo dos semanas la policía de un solo municipio de Polonia registró 20 asesinatos, 86 robos, 1084 casos de allanamiento de morada, 440 «delitos políticos» (no definidos), así como 125 casos de resistencia a la autoridad, otros 29 delitos contra la autoridad, 92 incendios provocados y 45 delitos sexuales. «El problema principal de la gente es la seguridad —explicó el informe policial—, sería mejor si hubiera tranquilidad en la zona, y no ataques y robos[41].»
El hundimiento institucional acompañó al hundimiento moral. Las instituciones sociales y políticas polacas habían dejado de funcionar en 1939. Las de Hungría lo hicieron en 1944 y las alemanas 1945. Esta catástrofe provocó en la población un profundo recelo sobre las sociedades en las que habían crecido y los valores en los que se habían educado, y no es de extrañar: esas sociedades habían sido débiles, y los valores habían quedado anulados con suma facilidad. La experiencia de la derrota nacional —ya fuera mediante la invasión y ocupación nazi en 1939 o mediante la invasión y ocupación aliada en 1945, o ambas— resultó extraordinariamente complicada para quienes la vivieron.
Desde entonces, muchos han tratado de describir lo que se siente al soportar la desintegración de toda tu civilización, al ver cómo se desmoronan los edificios y paisajes de tu infancia, al entender que el mundo moral de tus padres y profesores ya no existe y al descubrir que tus respetados dirigentes nacionales han fracasado. Sin embargo, quienes no lo han experimentado no pueden entenderlo fácilmente. Palabras como «vacío» o «desolación», cuando se utilizan para describir la catástrofe nacional que conlleva una ocupación extranjera, simplemente no son suficientes: no logran transmitir la ira de la gente contra sus dirigentes antes y durante la guerra, por el fracaso de sus sistemas políticos, su ingenuo patriotismo y las ilusiones de sus padres y profesores. La destrucción generalizada —la pérdida de hogares, familias, escuelas— condenó a millones de personas a una soledad extrema. Distintas zonas de Europa del Este experimentaron tal desmoronamiento en momentos distintos, y la experiencia no fue igual en todas partes. Sin embargo, llegara cuando llegase y en cualquier forma que adoptase, el fracaso nacional tenía efectos profundos, particularmente en los jóvenes, muchos de los cuales concluyeron que todo aquello que alguna vez habían creído cierto era falso. Además, la guerra los había dejado sin una estructura social y sin contexto. Muchos de ellos se asemejaban a la «personalidad totalitaria» que describe Hannah Arendt, al «ser humano completamente aislado, que, sin otros lazos sociales con la familia, los amigos, los camaradas o los simples conocidos, deriva su sensación de ocupar un lugar en el mundo únicamente a partir de su pertenencia a un movimiento, de su afiliación al partido[42]».
Sin duda, eso fue lo que le sucedió a Tadeusz Konwicki, un novelista polaco que fue partisano durante la guerra. Criado en una familia patriótica cerca de Vilna, en lo que entonces era Polonia oriental, Konwicki se unió al brazo armado de la resistencia polaca, el Ejército Nacional, durante la guerra. Primero luchó contra los nazis. Después, durante un tiempo, su unidad combatió contra el Ejército Rojo. En algún momento, su lucha empezó a degenerar y a derivar hacia los robos a mano armada y la violencia gratuita, y Konwicki se descubrió preguntándose por qué seguía luchando. Finalmente salió de los bosques y se trasladó a Polonia, un Estado cuyas nuevas fronteras ya no incluían el hogar de su familia. A su llegada se dio cuenta de que no tenía nada. A los diecinueve años tenía un abrigo, una mochila pequeña y un puñado de documentos falsos. No tenía familia, amigos, ni una educación superior. Esta fue una experiencia bastante común. Lucjan Grabowski, un joven guerrillero del Ejército Nacional que combatía cerca de Białystok, entregó las armas aproximadamente en la misma época, y después también se dio cuenta de que no tenía nada: «No tenía traje, porque los de antes de la guerra me quedaban pequeños […] mi cartera estaba vacía, tenía un único billete de dólar que me dio alguien y unos pocos miles de zlotys que mi padre había pedido prestados a nuestro vecino. Y eso era lo que me quedaba después de cuatro años luchando contra los ocupantes[43]».
Konwicki también había perdido la fe en mucho de lo que había creído cierto en el pasado. «Durante la guerra vi mucha masacre. Vi el hundimiento de todo un mundo de ideas, humanismo y moralidad. Me encontraba solo en este país en ruinas. ¿Qué podía hacer? ¿Qué camino debía tomar?[44]» Konwicki anduvo sin rumbo durante muchos meses, se planteó escapar a Occidente, intentó redescubrir sus raíces «proletarias» trabajando como albañil. Finalmente, y casi de manera accidental, cayó en el mundo literario comunista y en el partido comunista: algo que jamás habría creído posible antes de 1939. Durante un breve período de tiempo, se convirtió incluso en un escritor «estalinista» al adoptar el estilo y las peculiaridades que dictaba el partido.
El suyo fue un destino dramático, pero nada inusual. La socióloga polaca Hanna Swida-Ziemba también ha intentado reconstruir la moralidad de preguerra de su generación —gente nacida a finales de la década de 1920 y principios de la de 1930— y ha descrito un panorama muy similar. Su generación creció con una fe intensa en el Estado polaco, con la convicción de que le esperaba un destino especial. El propio concepto de «Polonia», escribe, era especialmente importante para su generación porque el Estado polaco moderno no se había creado hasta 1918, y ella perteneció al primer grupo de escolares que se educaron en ese sistema. Aprendieron a objetivar la nación, a aspirar a «servirla», a relacionarse con ella utilizando otras categorías, como la fe o la traición. Cuando la nación se desplomó, no les quedó nada[45]. Muchos dirigieron su decepción hacia los políticos de antes de la guerra, la derecha autoritaria y los generales que habían fracasado de manera tan estrepitosa en preparar a Polonia para la guerra. Otro escritor polaco, Tadeusz Borowski, satirizó el patriotismo almibarado de los políticos de preguerra: «Tu patria: un rincón pacífico y un leño ardiendo obediente en el fuego. Mi patria: una casa quemada y una citación del NKVD[46]».
Para los nazis jóvenes, la experiencia del fracaso fue aún más apocalíptica, ya que a ellos no solo les habían enseñado patriotismo, sino que creían firmemente en la superioridad mental y física de los alemanes. Hans Modrow —más adelante, un destacado comunista de Alemania del Este— tenía más o menos la edad de Konwicki en 1946 y estaba igualmente desorientado. Miembro leal de las Juventudes Hitlerianas, se había alistado a la Volkssturm, la «milicia del pueblo» que opuso resistencia al Ejército Rojo durante los últimos días de la guerra. En esa época sentía un intenso odio hacia los bolcheviques, a los que consideraba criaturas infrahumanas, inferiores física y moralmente a los alemanes. Pero en 1945 fue capturado por el Ejército Rojo e inmediatamente experimentó un momento de profunda desilusión. Los subieron, a él y a otro grupo de prisioneros de guerra alemanes, a un camión y los llevaron a trabajar a una granja:
Era joven y quería ayudar. Me levanté en el camión y empecé a darle a cada uno su mochila, y después di mi mochila a alguien para poder saltar del camión. Cuando hube bajado me di cuenta de que me la habían robado. Nunca la recuperé. Y no fue un soldado soviético, sino uno de nosotros, los alemanes. Al día siguiente, el Ejército Rojo nos volvió a todos iguales: nos quitaron las mochilas a todos y nos dieron una taza y una cuchara con la que comer. A raíz de ese episodio empecé a pensar en la supuesta camaradería alemana de manera diferente[47].
Unos días después, lo nombraron conductor de un capitán soviético, que le preguntó sobre el poeta alemán Heinrich Heine. Modrow no había oído hablar de Heine y se avergonzó al pensar que la gente a la que había considerado «infrahumana» parecía saber más sobre la cultura alemana que él mismo. Finalmente, a Modrow lo trasladaron a un campo de prisioneros de guerra cerca de Moscú, donde fue seleccionado para asistir a una escuela «antifascista» y recibir formación en marxismo-leninismo; formación que, en ese momento, él estaba más que dispuesto a recibir. Tan intensa fue su experiencia del fracaso de Alemania que pasó rápidamente a abrazar una ideología que le habían enseñado a odiar durante su infancia. Con el tiempo, también sintió algo parecido a la gratitud. El partido comunista le ofreció la posibilidad de compensar los errores del pasado: los errores de Alemania, además de los suyos. La vergüenza que sentía por haber sido un nazi fanático pudo por fin borrarse.
Sin embargo, los recuerdos de la guerra no podían borrarse. Como tampoco el pasado podía explicarse fácilmente a la gente de fuera que no había experimentado el mismo nivel de destrucción y que no había presenciado la indiferencia que los seres humanos eran capaces de mostrar ante el sufrimiento ajeno. «El hombre del Este no puede tomarse a los estadounidenses [o a otros occidentales] en serio», escribió Miłosz. Como no habían pasado por tales experiencias, «su falta de imaginación es terrible[48]». Miłosz se olvidó de añadir que también sucedía lo contrario: los europeos del Este tenían unas expectativas muy poco realistas sobre sus vecinos occidentales.
Los europeos occidentales y los estadounidenses nunca fueron indiferentes al comunismo soviético, ni antes ni después de la guerra. Mucho antes de 1945, en la mayoría de las capitales occidentales se habían mantenido encendidos debates sobre la naturaleza del nuevo régimen bolchevique y sobre el comunismo en general. Ya en 1918, los periódicos estadounidenses habían publicado vívidos artículos sobre el «Peligro rojo». En Washington, Londres y París, gran parte de los debates públicos durante las décadas de 1920 y 1930 se ocupaban de la amenaza comunista a la democracia liberal.
Incluso durante su alianza en tiempos de guerra con Stalin, la mayoría de los estadistas británicos y estadounidenses que trataban directamente con Rusia tenían multitud de dudas sobre sus intenciones tras la guerra y entendían a la perfección la naturaleza de su régimen. «Las revelaciones de los alemanes son probablemente ciertas —Winston Churchill a dirigentes polacos en el exilio después de que los nazis encontraran los restos de miles de oficiales polacos enterrados en el bosque de Katín, donde habían sido asesinados por la policía secreta soviética—: los bolcheviques pueden ser muy crueles[49].» George Kennan, el diplomático estadounidense que diseñaría la política de posguerra dirigida a la URSS, pasó los años de la guerra en Moscú, desde donde «bombardeó a los niveles más bajos de la burocracia de Washington con análisis sobre el mal comunista[50]». Dean Acheson, por entonces vicesecretario de Estado, comparó las negociaciones con los delegados soviéticos durante el verano de 1944 con «tratar con una máquina tragaperras anticuada. […] Se podría acelerar el proceso agitándola con fuerza, pero es inútil hablar con ella[51]».
Aunque tampoco importaba demasiado. En sus memorias, Acheson resumió sus observaciones sobre esas negociaciones comentando que: «Para quienes formábamos el Estado, sin embargo, este frustrante intervalo ruso se olvidó pronto en mitad de acontecimientos más importantes e inminentes[52]». A decir verdad, el Washington y el Londres en tiempos de guerra casi siempre tuvieron «acontecimientos más importantes» de los que preocuparse, al menos hasta 1945. Hasta el final de la guerra, el comportamiento de Rusia en Europa del Este siempre fue una cuestión secundaria.
Esto se hace más que evidente en los informes oficiales y no oficiales de las conferencias de Teherán y Yalta en noviembre de 1943 y febrero de 1945, en las que Stalin, Roosevelt y Churchill decidieron el destino de enormes extensiones de Europa con sorprendente indiferencia. Cuando el asunto de las fronteras de Polonia salió a relucir en la primera reunión de los tres grandes aliados en Teherán, Churchill le dijo a Stalin que podía quedarse con la parte oriental de Polonia que había invadido en 1939, y que Polonia podría «desplazarse hacia el oeste, como el soldado que da dos pasos lateralmente hacia la izquierda» como compensación. A continuación, «demostró con la ayuda de tres cerillas la idea del desplazamiento de Polonia hacia el oeste», lo cual, según consta en el acta, «complació al mariscal Stalin[53]». En Yalta, Roosevelt sugirió con desgana que la frontera oriental de Polonia podría ampliarse para incorporar la ciudad de Lvov y los yacimientos petrolíferos de los alrededores. Stalin pareció estar de acuerdo, pero nadie insistió y finalmente esa idea se abandonó. Así fue como se decidieron las identidades nacionales de cientos de miles de personas.
Esto no reflejaba animadversión alguna hacia la región, tan solo las distintas prioridades. La principal preocupación de Roosevelt en Yalta era la forma que adoptarían las nuevas Naciones Unidas, que él concebía como un organismo capaz de prevenir guerras en un futuro, y necesitaba la colaboración soviética para construir ese nuevo sistema internacional. También quería la ayuda soviética en la invasión de Manchuria, así como la posibilidad de utilizar las bases rusas de Extremo Oriente. Estas consideraciones eran más importantes para él que el destino de Polonia o Checoslovaquia, y había también otros asuntos en juego, desde el futuro de la monarquía italiana hasta el petróleo de Oriente Próximo. Si bien en los planes de posguerra de Stalin suponía un asunto central, Europa del Este tenía tan solo un interés marginal para el presidente de Estados Unidos[54].
Churchill, entretanto, era plenamente consciente de la debilidad británica. Sabía que una vez que el Ejército Rojo estuviera en Polonia, Hungría o Checoslovaquia, Gran Bretaña no tendría la fuerza para obligarlo a marcharse. En sus memorias, Churchill recuerda haberle dicho a Roosevelt justo antes de la cumbre de Yalta que «deberíamos ocupar tanto territorio austríaco como nos sea posible, ya que era “indeseable que los rusos ocupen más parte de Europa occidental de lo que sea estrictamente necesario”». No queda claro el criterio por el cual Austria formaba más parte de la Europa «occidental» en ese momento que Hungría o Checoslovaquia. Sin embargo, el fatalismo de Churchill se trasluce con claridad: una vez que el Ejército Rojo ocupara su lugar, no se movería de él[55].
Ambos líderes sabían también que, cuando terminara la guerra, sus votantes esperarían ansiosos el regreso a casa de sus maridos, hermanos e hijos. Sería extremadamente difícil «vender» un nuevo conflicto con la URSS. La propaganda durante la guerra había retratado a Stalin como a un jovial «tío Joe», el amigo algo tosco de los obreros, y tanto Churchill como Roosevelt lo habían elogiado en sus declaraciones públicas. En Londres, sus simpatizantes habían organizado conciertos benéficos en favor de la Unión Soviética y erigido una estatua de Lenin frente a una de las buhardillas londinenses en las que vivió el líder bolchevique[56]. En Estados Unidos, los empresarios ya estaban deseando aprovecharse de esa nueva amistad: «Rusia será, si no el mayor, sí nuestro cliente más entusiasta cuando termine la guerra», declaró el presidente de la Cámara de Comercio de Estados Unidos[57]. Echarse atrás y decir a la población británica y estadounidense cansada de la guerra que tenían que quedarse en Europa para combatir contra la Unión Soviética habría sido políticamente difícil, si no imposible.
Las dificultades logísticas eran aún peores. Churchill, que nunca se alegró de la ocupación soviética de Berlín, en la primavera de 1945 ordenó a sus planificadores militares que investigaran la posibilidad de un ataque aliado sobre las fuerzas soviéticas en Europa central, posiblemente utilizando tropas polacas o incluso alemanas. El resultado, un plan para la Operación Impensable, se desestimó de inmediato por poco práctico. Sus autores advirtieron al primer ministro británico que las tropas del Ejército Rojo triplicaban en número a las británicas, y que el resultado podría ser una campaña militar «larga y costosa», incluso una «guerra total». El propio Churchill anotó en un margen del borrador que un ataque al Ejército Rojo era «sumamente improbable», si bien algunos elementos de la Operación Impensable formaron parte más tarde de la planificación de un posible ataque soviético sobre Gran Bretaña[58].
Había también un elemento de ingenuidad por parte de Occidente, como había observado Miłosz: Roosevelt, especialmente hacia el final de su vida, expresó con frecuencia su fe en las buenas intenciones de Stalin. «No se preocupe —le dijo al líder polaco en el exilio Stanisław Mikołajczyk en 1944—, Stalin no pretende arrebatarle la libertad a Polonia. No se atrevería a hacerlo porque sabe que el gobierno de Estados Unidos lo respalda unánimemente[59].» Aproximadamente un año más tarde, los negociadores estadounidenses y británicos acordaron otorgar a la Unión Soviética el mando de la Comisión de Control Aliada en Budapest —el organismo establecido para gestionar el país después de la guerra— con la estricta condición de que la URSS consultara con los otros aliados antes de dar cualquier instrucción al gobierno húngaro. Llegado el momento, ni siquiera fingió la intención de hacerlo[60].
Más adelante, algunos arguyeron que los simpatizantes comunistas en el gobierno estadounidense y los «elementos prosoviéticos» en Washington también habían influido sobre la política estadounidense de posguerra[61]. Aunque Alger Hiss, probablemente el agente soviético más conocido, se encontraba en Yalta como parte del equipo de negociación estadounidense, su influencia —si es que tenía alguna— habría resultado innecesaria. Las transcripciones demuestran claramente que Churchill y Roosevelt tenían intereses muy definidos, y que sacar a la Unión Soviética de Europa del Este no era uno de ellos[62]. Quienes estuvieron presentes eran pragmatistas. «Lo único que Yalta hizo fue reconocer la realidad de los hechos tal como existían y como se estaban produciendo —recordó un general estadounidense—. Para mí, no hubo posibilidad de elegir[63].»
Tal vez de manera confusa, esa fue la situación durante la guerra fría. Incluso cuando la retórica occidental se volvió ferozmente antisoviética, siempre se puso mucho cuidado para evitar un nuevo conflicto europeo. Ni Estados Unidos ni Gran Bretaña querían una guerra con la Unión Soviética, ni en ese momento ni más adelante. En 1953, tras la muerte de Stalin, cuando en Berlín oriental estallaron las huelgas y los disturbios, las autoridades aliadas de Berlín occidental se mostraron muy contenidas, llegando incluso a advertir a los alemanes occidentales de que no cruzaran la frontera para dar apoyo a las huelgas[64]. En la época de la Revolución húngara en 1956, el secretario de Estado de Estados Unidos, John Foster Dulles, un declarado guerrero de la guerra fría, también se tomó muchas molestias para negar cualquier implicación estadounidense en los hechos, y para comunicar a la Unión Soviética que «no consideramos a estas naciones posibles aliados militares[65]».
En realidad, los europeos del Este fueron con frecuencia más ingenuos que los aliados occidentales. En Hungría, los políticos probritánicos se aferraron a la creencia de que su país sería liberado por los británicos. Muchos estaban «animados por la idea irracional de la supuesta importancia geopolítica de Hungría», en palabras del historiador László Borhi[66], y esperaban una invasión británica de los Balcanes bien entrado el año 1944. Como su país había sido un bastión de la cristiandad occidental en su lucha contra el Imperio otomano, pensaron que durante el siglo XX seguirían desempeñando ese papel. «Las potencias occidentales no podrían permitir la dominación rusa de una zona geográficamente importante [de Hungría]», declaró con seguridad un diplomático húngaro. Los polacos, cuyo futuro político había sido objeto de discusiones acaloradas entre los dirigentes aliados, estaban igualmente convencidos de que los británicos no abandonarían el país en cuyo nombre habían declarado en un principio la guerra a Alemania, y Estados Unidos no podría abandonarlos porque el lobby polaco-estadounidense lo evitaría: tarde o temprano habría una Tercera Guerra Mundial. Más adelante, a los alemanes orientales les costó creer que Occidente pudiera acceder a la fortificación de la frontera interalemana. Sin duda, Occidente no podría permitir una Alemania dividida.
Sin embargo, Occidente pudo permitirlo y aceptarlo, igual que aceptó también una Europa dividida. Si bien nadie en Occidente —nadie en Washington, Londres o París— fue capaz de prever la magnitud de los cambios físicos, psicológicos y políticos que el Ejército Rojo impondría en todos los países que ocupó, lo cierto es que tampoco nadie hizo grandes esfuerzos para evitar que se produjeran.