XXV
Los días avanzaban pesadamente, como arrastrados por una agobiada locomotora. El invierno era largo, de oscuridad densa, y el verano apenas se notó. Cada jornada era igual que la anterior; los días no se acababan nunca. Y sin embargo, los años pasaban. Ya nadie buscaba la cercanía del otro. Casi nadie me hablaba: «Una asesina es una asesina», oí en más de una ocasión. Yo no contestaba, ni insultaba. Un cordón umbilical me ligaba a mi secreto, y de él extraía yo la paciencia. Tenía una familia invisible a los ojos de los demás. Ahora, también mi abogado formaba parte de ella. Pasó meses sin venir a visitarme.
A veces le veía con el aspecto de Juan el Bautista, de pie en mitad de las aguas del Prut, derramando agua sobre la cabeza de la gente. Esa tarea no va contigo, le comentaba yo. ¿Y qué tarea iría conmigo?, preguntaba él sin volver la cabeza. Eres el abogado de oficio de los pobres y los afligidos; puedes estar bien seguro de que están esperando por ti. Tienes razón, querida, tienes mucha razón. Pero no olvides que me echaron de mi trabajo el año pasado. Aunque, si mi nueva ocupación no te gusta, volveré a la de antes. Espero que no me maten. Si tienes miedo, no vuelvas, estuve a punto de decirle, pero no tuve ocasión. Desapareció ante mis ojos. Yo entendí qué significaba ese sueño. Le echaba de menos, a él y a sus movimientos reprimidos, y cada mes lo esperaba.
En las últimas semanas, habían vuelto a saquear tiendas judías, y seguían llegando botines no pequeños. Una tía de Sigui le trajo una blusa de popelín; yo me di cuenta inmediatamente de que era una blusa judía. Sigui se ponía de mejor humor cuando la llevaba. Me costaba mucho soportar el aspecto que tenía con esa blusa, pero me reprimía y no decía ni una palabra. Hasta que una tarde no pude controlarme más y le dije: «Esa blusa no te sienta bien».
—¿Por qué?
—Porque les pertenece a los judíos.
—¿Y qué?
—Que no debes ponerte la ropa de gente torturada.
—Los judíos no me dan miedo.
Me temblaban las manos. Este temblor me alarmó, porque sentí que era violento, que no podría aplacarlo. Al parecer, Sigui se dio cuenta de que se había excedido, y dijo: «¿Por qué vamos a enfadarnos por nada?». Y, más tarde, añadió, como si se le acabara de ocurrir: «Veo que todavía quieres a los judíos».
—No te entiendo —dije con inocencia fingida.
—Yo siento una gran aversión hacia los judíos. La verdad sea dicha, nunca me engañaron ni me molestaron, pero aun así no siento ninguna pena de ellos. Hasta tuve un amante judío una vez, y era un joven muy dulce, eso es innegable. Salíamos de paseo, al cine, a los cafés. Yo sabía que no volverían a quererme de esa forma, pero aun así no me sentía a gusto. Los judíos me desasosiegan el corazón: me hacen sentir culpable. Quizá tú puedas explicarme por qué. Los judíos me sacan de quicio.
La miré y me di cuenta de que era sincera. En cualquier caso, no tenía malicia, sino el deseo de resolver un enigma difícil.
—Es raro —siguió diciendo—. Por las noches no siento ira hacia mí misma, ni hacia mi madre, ni siquiera hacia mi marido, que me maltrataba. Siento ira hacia los judíos. Me sacan de quicio. ¿Tú lo entiendes?
—Pero si ellos no te pegaban.
—Es verdad, tienes toda la razón. Pero ¿qué le voy a hacer? Es así: todo el mundo les odia.
Para quedarme en paz conmigo misma, le dije a Sigui:
—No hables mal de los judíos. Esa forma de hablar me vuelve loca; me cuesta mucho controlarme.
—¿Me vas a pegar? —me dijo, alarmada.
—Yo no —le dije, como si hablara conmigo misma—, pero mis manos sí.
—No me hagas caso.
—Esa blusa de popelín que llevas me ataca los nervios.
—Por tu bien, no me la pondré más.
—Te lo agradezco mucho.
Nos dejábamos llevar por el flujo de los días como las bestias. Trabajábamos. Arrancábamos remolachas de la tierra helada con nuestras últimas fuerzas. La carcelera en jefe pegaba a las débiles sin piedad. Los gritos nos perforaban los oídos, pero el corazón no tenía misericordia. Mi corazón se endurecía de mes en mes. No tenía vida: solo me movía, y por la noche caía en mi catre como las demás y me quedaba dormida. La fatiga era tan poderosa que me había conquistado por completo. Mi contacto con otros mundos era limitado, y muy poco frecuente. A veces, apretaba los puños y sentía mi fuerza, pero enseguida se me abrían las manos.
En el fondo de mi corazón, envidiaba a todas las que se sentaban a pasar la noche charlando, peleando y maldiciéndose. Yo me había quedado sin palabras, como si se me hubieran marchitado dentro. Hasta los simples números que estaban garabateados en la pared me hacían dar vueltas la cabeza. De no haber sido por el trabajo, de no haber sido por esa maldición, me hubiera pasado el día sepultada en el sueño.
Una noche, después de hacer la fila, Sigui se me acercó y me dijo: «Katerina, permíteme que te diga una cosa. Pero no te enfades conmigo ni me pegues».
—No me digas eso —dije, volviéndome al oírla.
—Es que no me lo puedo guardar. Me pesa como una piedra en el corazón.
—Pero ¿por qué tienes que venir a irritarme? —le dije, apretando los puños.
—Tengo que hacerlo.
—No tienes que hacerlo. Lo que tienes que hacer es controlar tu lengua.
Al oír mis palabras, Sigui bajó la cabeza y rompió a llorar.
—Haz lo que quieras. Pégame hasta que te canses. Tu actitud hacia los judíos me da más miedo que la cárcel, más que la carcelera, mucho más que la celda de aislamiento.
—¡Cállate! —le grité.
Pero no se calló, y vi con claridad que estaba dispuesta a morir bajo mis puños. Y ni siquiera así me escondería su verdad. Su llanto se elevó y, mientras se elevaba, mis manos iban perdiendo fuerza.