Alicia se miró al espejo. Extendió por el rostro la crema de arroz para rebajar el tono sonrosado de sus mejillas, trazó alrededor de los párpados una línea oscura que realzó la transparencia azul de sus ojos, perfiló los labios con un pincel impregnado de un rojo intenso y rizó los bucles rubios de su cabellera con unas tenacillas. Hizo una mueca, frunciendo la boca y enarcando las cejas, para comprobar que el maquillaje estaba bien repartido y los colores combinaban adecuadamente. Dio un paso atrás, para contemplar su reflejo con perspectiva, se ahuecó las enaguas, ajustó el corsé, acomodó los pechos y pronunció algo más el escote. Echó un último vistazo y, satisfecha de su aspecto, se dispuso a partir. Antes, en un gesto maquinal, tocó la superficie del espejo, fría, dura, obcecadamente impenetrable. Recordó los tiempos en los que el azogue se plegaba a la presión de su cuerpo, se convertía en tenue bruma y le daba acceso al mundo del otro lado. Eran los prodigiosos privilegios de la infancia. Se sacudió la nostalgia que empezaba a invadirla, se dijo que la experiencia de ser mujer también podía ser maravillosa y salió de la habitación.
Ese día necesitaba estar guapa. Era una ocasión especial. Su prometido, el joven Timothy, iba a presentarle a la familia. La presencia de la madre de Timothy, la duquesa de Cheshire, le amedrentaba. Había oído hablar de su carácter y, aunque Timothy la tranquilizaba asegurándole que en privado era afable, Alicia no podía evitar el nerviosismo. Decían que, desde que había enviudado, vivía amargada, trataba con rigor al servicio e incluso tenía comportamientos caprichosos, por no decir tiránicos. Tío Charles aseguraba que se trataba de un caso típico de histeria femenina que algunos médicos curaban con un tratamiento tan eficaz como obsceno. Afortunadamente Timothy estaría a su lado, la apoyaría, encubriría sus torpezas… Subió al coche de punto que le esperaba a la puerta y, mientras las calles de Londres desfilaban por la ventanilla, intentó imaginar el futuro que le aguardaba. Iba a emparentar con una de las familias más ricas de la ciudad. Pero su influencia iba mucho más allá. Al parecer, el duque de Cheshire había sido amante de la reina Victoria en su juventud y, aunque había fallecido hacía doce años, su familia seguía siendo recibida en la corte. Si se casaba con Timothy, Alicia alternaría con lo más selecto de la sociedad. Irían a vivir a Cheshire Manor, en las afueras de Londres, y tendría que ocuparse de la casa. La perspectiva no le resultaba muy atractiva, pero estaba dispuesta a todo por Timothy. Era tan adorable y se portaba tan bien con ella…
Llegó al domicilio de los Cheshire, cerca del parque Saint James, en pleno corazón de Westminster. Un mayordomo con librea de terciopelo le franqueó el paso haciendo una reverencia ampulosa, la condujo hasta el salón y, antes de retirarse, la anunció:
—¡La señorita Alicia Liddell!
Timothy se acercó a ella, besó efusivamente su mano a modo de bienvenida y le presentó a su tío, el cardenal Nicholas Wiseman, y a su hermana Elisabeth. ¿Sólo dos personas acudían a su presentación?, se preguntó Alicia. Aunque eran parientes allegados, tuvo la impresión de que la familia no mostraba gran interés por dar notoriedad al enlace. Como si leyera sus pensamientos, Timothy anunció:
—Madre vendrá en unos instantes.
Elisabeth, la hermana de Timothy, era cinco años mayor que él, pero aparentaba por lo menos diez. Enteca, de espalda encogida y facciones estreñidas, como fruncidas en un gesto de rechazo, carecía de encanto. Tampoco se esforzaba en tenerlo. Con el pelo recogido en un moño sin moldear y un vestido a cuadros de dudoso gusto, apenas miró a Alicia cuando, frenando el impulso de ésta por abrazarla, extendió hacia ella una mano flácida. En cuanto al tío Nicholas, delgado, más que alto, encaramado en la dignidad de máximo representante de la Iglesia anglicana, se limitó a inclinar la cabeza a modo de saludo. Apenas tuvieron tiempo de intercambiar unas palabras cuando la duquesa irrumpió en la estancia. La acompañaba una camarera que correteaba a su alrededor tratando de cumplir las constantes órdenes que le daba. Apenas prestó atención a la respetuosa reverencia de Alicia. Continuó instruyendo a la criada sobre el vestido que debía prepararle para la recepción de la noche, sobre la correspondencia que debía enviar antes de finalizar el día, sobre el arreglo de las habitaciones de invitados, sobre los uniformes del resto del servicio… Finalmente tomó asiento, se sacó unos impertinentes de debajo de la manga y examinó a Alicia. Lo hizo sin ningún pudor, recorriendo varias veces su figura con la mirada. Alicia, incómoda, bajó los ojos y se sonrojó debajo del maquillaje. Sin que ello supusiera aprobación, la duquesa le ordenó sentarse. Entablaron la preceptiva conversación sobre el tiempo y, tras arremeter contra la inestabilidad de la meteorología londinense, la duquesa zanjó:
—Hasta que nuestra prima Victoria no tenga poder sobre el clima, no será una verdadera emperatriz. Cada día debería decretar el tiempo en el imperio. Lluvias en la India, sol radiante en Rodesia, tormentas en Canadá… Incluso una inundación para los franceses o un buen terremoto para los austriacos.
—Pero eso supondría usurpar las funciones de Dios, sobre todo en lo que respecta a los franceses y austriacos, que no pertenecen al imperio… —objetó Alicia en un intento de ser ocurrente.
—Si la corona se ocupa de ello, ya encontrará Dios otras cosas que hacer —sentenció la duquesa sin apreciar el humor de Alicia. Y, para demostrar que ella sí ejercía un poder omnímodo sobre sus dominios, sacó un enorme reloj de la faltriquera y exclamó—: ¡Cielo santo, ya es la hora del té!
Al instante, como si fuera un número de un espectáculo, entraron dos criados empujando sendos carritos. Mientras preparaban las tazas y escanciaban la infusión, el cardenal Wiseman, silencioso hasta el momento, carraspeó y se dirigió a la invitada.
—¿Y cómo está su tío, el diácono Dodgson? Tengo entendido que, desde su entrevista con el obispo Wilberfore, dejó de hacer dibujos y sacar fotografías de niñas desnudas. Era algo impropio de un siervo del Señor. Y espero que no siga publicando esos absurdos cuentos que firmaba con ese seudónimo…, ¿cómo era…?
Un incómodo silencio se instaló en la sala. A todas luces, el cardenal tenía más interés en manifestar su censura que en conocer el estado de salud de tío Charles. La duquesa había vuelto a calarse los impertinentes y la observaba entre reprobadora y divertida. Elisabeth tampoco la perdía de vista, frunciendo aún más su ya arrugado ceño de manera que recordaba a una comadreja. Alicia miró a Timothy en busca de socorro, pero, absorto en las vueltas que su cucharilla daba al té, fingía no haber entendido el reproche, ¿o tal vez lo compartía?
—Carroll, Lewis Carroll… —musitó Alicia.
—Creo que usted misma sirvió de modelo para alguna de las fotografías e inspiró sus cuentos… No se puede decir que carezca usted de insolencia, señorita Liddell. Espero que con los años haya mejorado su educación —prosiguió Wiseman hurgando en la herida del escándalo.
—Y no olvide, tío Nicholas, que en aquella época el diácono Dodgson seguía un tratamiento de láudano. Seguro que aún lo toma. Cuando se adquiere un vicio… —Elisabeth sustituyó el final de la frase por una risita despectiva.
Al oír ese comentario, Alicia perdió el poco aplomo que le quedaba, sintió mareos y creyó desmayarse. Ni podía ni sabía qué contestar. Entonces, como si quisiera dar un giro a la conversación, la duquesa se levantó, se dirigió a uno de los carritos, apartó al criado que lo custodiaba, tomó un cuchillo y, con tono más amenazador que cortés, preguntó:
—¿Alguien desea un trocito de tarta?
Sin esperar respuesta, levantó la tapadera de una de las bandejas y, al encontrarla vacía, lanzó un grito de sorpresa, casi de pánico. Repitió la operación con una segunda y luego con una tercera. Todas las bandejas estaban vacías. Al borde del ataque de nervios, miró a su alrededor y exclamó:
—¿Quién ha robado las tartas?
Alicia no daba crédito a sus oídos. Era evidente que nadie había robado las tartas. Lo más probable era que el servicio hubiera olvidado colocarlas en las bandejas. Entonces, ¿qué insinuaba la duquesa? ¿Por qué la miraba con expresión acusadora?
—Te lo advertí, Timothy. La gente sin escrúpulos, cuando no puede tener los manjares más exquisitos, no duda en robarlos. Dime, cariño —preguntó la duquesa a su hijo—: ¿tú te consideras un plato vulgar o una deliciosa tarta?
Alicia entendió que la duquesa aludía a su eventual matrimonio. Atónita ante la grosería, miró a su prometido esperando, si no una declaración de amor, al menos un gesto de solidaridad. No se produjo. Sin levantar la cabeza, el joven Cheshire respondió:
—Una tarta, madre. Una deliciosa tarta.
Elisabeth sonrió con indisimulada satisfacción, el cardenal dio un ruidoso sorbo al té y la duquesa se arrellanó en el sofá alisando el vestido, majestuosa como una reina, quizá como una emperatriz. Puesto que Timothy, tras su adscripción a la repostería selecta, permanecía silencioso, Alicia decidió que no debía seguir allí por más tiempo. Tenía la impresión de haber sido invitada sólo para sufrir tan espantosa humillación. Así que se levantó, hizo una escueta reverencia y dijo:
—Señora duquesa, puede quedarse con su hijo y con todas sus tartas.
Salió precipitadamente del salón sin volver la cabeza y buscó la salida por pasillos y habitaciones. Oyó los pasos de Timothy corriendo tras ella. La alcanzó antes de llegar a la puerta e intentó disculparse.
—Yo… Yo… —balbuceaba— no podía imaginar la reacción de mi madre… Claro que tampoco sabía lo de tu tío Charles… Te quiero, Alicia. Pero para los Cheshire el honor de la familia es muy importante…
Alicia miraba a ese hombre acobardado y notaba que el suelo se abría bajo sus pies. ¡Qué vergüenza! ¿Cómo había podido sentirse atraída, o quizá sólo deslumbrada, por semejante petimetre? Lágrimas de desesperación, y también de rabia, corrían por sus mejillas abriendo surcos en el maquillaje. Buscó en el bolso un pañuelo con el que enjugárselas y, ¡oh sorpresa!, impregnando el fondo de hojaldre y nata, desprendiendo un apetitoso olor a manzana, había un trozo de tarta. Obedeciendo a un impulso irresistible, lo estampó en el rostro de Timothy.
Abandonó la casa de los Cheshire sin saber adónde le llevaban sus pasos. Sola, ultrajada, con el llanto nublándole la mirada, caminaba en medio de la multitud. Pero cuando le venía a la mente la expresión de perplejidad de Timothy mientras la melaza le escurría por la cara, una sonrisa se abría paso en medio del dolor.
De vuelta en casa y tendida en la cama, Alicia sollozaba inconteniblemente.
—Acabaré nadando en un mar de lágrimas, como cuando era niña —se dijo tratando de tranquilizarse.
Entre hipos y suspiros recuperó el aliento y buscó una explicación a lo ocurrido. Tío Charles tenía razón. Vivían una época pacata, hipócrita y clasista. Por muy orgullosos que los británicos se sintieran de su reina, la viuda Windsor, como casi todo el mundo la llamaba, siempre vestida de negro, favorecía en los últimos años las políticas más conservadoras. La era victoriana imponía lo conveniente sobre lo justo y lo verdadero.
—Yo me esfuerzo en explorar lo que las cosas pueden ser, y ellos en decretar lo único que deben ser. Nos arrebatan la sorpresa de lo posible y nos someten al rigor de lo obligatorio. Así son los moralistas —repetía el diácono Dodgson.
Probablemente Alicia había sido víctima de los prejuicios de la época y del resentimiento que en algunos sectores de la Iglesia persistía contra su tío. Pero, aunque quizá explicaran el comportamiento de los Cheshire, esas reflexiones no aliviaban su desilusión. Sus planes para hacerse mujer habían fracasado. Al día siguiente iba a cumplir dieciocho años, había creído llegado el momento de incorporarse al mundo de los adultos, pero a la vista de los acontecimientos… Además, la misteriosa aparición del trozo de tarta en su bolso la devolvía a aquellos años de magia en los que cualquier cosa podía ocurrir. Así que quizá fuera mejor aferrarse a la niña que no había dejado de ser y seguir lanzando tartas a los estúpidos…, o llorar a mares, reír a carcajadas, correr a todo correr, jugar por jugar, hablar por no callar… y dormir para soñar. Y, conforme lo pensaba, agotada por las tensiones del día, sus párpados se cerraron y una agitada somnolencia se apoderó de ella. Volvió a soñar que caía por un agujero oscuro e interminable. Pero no disfrutó, como cuando tenía siete años. Al contrario, una gran angustia se apoderó de ella. Veía cómo el suelo se aproximaba rápidamente, incluso distinguía la afilada estaca de madera en la que iba a ensartarse… Pero justo cuando faltaban escasos centímetros, se despertó envuelta en sudor.
—¡Feliz cumpleaños, Alicia!
Miró en todas las direcciones, intentando adivinar de dónde provenía la voz. La oscuridad envolvía la habitación, pero a la luz de la luna se recortaba una silueta. Aunque no distinguía sus facciones, se trataba de un hombre. Con gesto distendido, sacó un reloj del bolsillo del chaleco.
—Acaban de dar las doce —anunció—. Comienza un nuevo día. Quizá para ti, una nueva época. A diferencia de otros cuentos, en éste la magia no termina a medianoche, sino que da comienzo. Levántate y arréglate, que salimos.
Alicia obedeció sin saber si aquello era un sueño o se hallaba en la vida real. El desconocido prendió la lámpara de gas y la habitación se iluminó.
—¡Mírate! ¡Estás horrible! —le dijo confrontándola al espejo.
Tenía razón. Se había acostado vestida y la ropa que tan cuidadosamente había elegido para su presentación en casa de los Cheshire estaba deslucida. Además, las lágrimas del disgusto mezcladas con el sudor de la pesadilla habían arrasado su maquillaje y su rostro parecía una máscara. El hombre sacó un pañuelo y, sin ningún miramiento, como si se tratara de una niña que se ha ensuciado, le limpió la cara. Soltó las horquillas de su pelo, que se desplomó en tupida melena. Le arrancó la falda y la blusa y la dejó con una enagua de seda y el corpiño. La miró de arriba abajo, desabrochó un par de botones, con lo que sus pechos casi desbordaron, y pareció satisfecho.
—¡Quítate los zapatos y ponte estos botines! ¡Píntate los labios del mismo tono rojo que llevabas y separa las pestañas con este cepillo! ¡No necesitas más!
Alicia obedeció y comprobó en el espejo los resultados. Se encontró hermosa. Turbadoramente hermosa. Su rostro, liberado de maquillaje, adquiría una llamativa naturalidad. Su indumentaria, a todas luces indecorosa, le recordaba la de las mujeres que comerciaban con su cuerpo en Whitechapel. Pero esa imagen, lejos de escandalizarla, la excitaba. Salieron a la calle y, respondiendo al chasquido de los dedos del desconocido, apareció una berlina tirada por dos caballos. Subieron a ella y partieron al trote. El desconocido volvió a sacar el reloj de su chaleco.
—No tenemos prisa, Alicia. A diferencia de otros cuentos, en éste hay que hacer las cosas despacio, muy despacio… Procurando que duren el mayor tiempo posible y disfrutando de ellas…
Alicia miró a su acompañante, que parecía un distinguido caballero. Su cabello blanco se prolongaba en unas pobladas patillas que le llegaban hasta la mandíbula y brillaban en la noche. La densa cabellera no lograba ocultar unas grandes orejas, unos ojos saltones y un par de dientes prominentes que se agitaban en nervioso mordisqueo cuando pronunciaba «muy despacio…», «el mayor tiempo posible…». El personaje, más que inquietarla, le divertía, y se tranquilizó. Al fin y al cabo, después de su decepción con Timothy, ¿qué tenía que perder?
El viaje no duró mucho. Alicia no logró adivinar dónde se hallaban. Le pareció que habían recorrido los muelles del Támesis, bordeado el mercado de Billingsgate y que se habían adentrado en Gray’s Inn o en otro de los barrios prohibidos, pero tampoco podía asegurarlo. La berlina se detuvo ante un edificio iluminado. El caballero se apeó, dio la vuelta al carruaje, le abrió la puerta y le tendió la mano. Alicia descendió y, como la polilla atraída por la luz, se dirigió hacia el local cuya enseña rezaba: the march hare. Un portero engalanado como un general le abrió las puertas con exagerada reverencia. Estaba convencida de que su acompañante le descubriría los secretos que ocultaba el local, pero, cuando se disponía a entrar, se dio cuenta de que no iba a ser así.
—¡Feliz cumpleaños, Alicia! —le gritó sacudiendo la mano por la ventanilla mientras se alejaba a toda velocidad.
Alicia permaneció un momento desconcertada ante las puertas desbordantes de luz. Se hallaba sola, vestida de manera provocadora y en un lugar manifiestamente peligroso. Sin embargo, obedeciendo a su impulso y también a la insistente invitación del portero, dio unos pasos hacia el interior. La recibió una vaharada cargada de tabaco, alcohol y un aroma agrio que Alicia no supo identificar. Sintió, como una bandada de urracas, las miradas de la asistencia posándose sobre ella. Lejos de arredrarse, se creció con la expectación y, erguida, exagerando el quiebro de caderas al que le obligaban los botines, siguió al camarero, que se deshacía en elogios sobre su belleza. La condujo hasta una mesa, limpió la silla azotándola con una servilleta y la invitó a sentarse. Lo hizo mirando a su alrededor con descaro, como si tuviera costumbre de frecuentar ese tipo de tugurios. Y debió de resultar convincente porque todos apartaron la mirada y volvieron a sus conversaciones.
Sobre el escenario, una mujer embutida en lamé plateado desgranaba una canción de amor desgraciado. La terminó ante la indiferencia del público y fue sustituida por un saltimbanqui que hizo su entrada haciendo espectaculares piruetas. Se puso a andar con las manos y luego a girar sobre la cabeza.
—¿Por qué andas de cabeza, loco Matt? —preguntó uno de los clientes.
—En mi juventud andaba con los pies porque temía lastimarme el cerebro. Ahora sé que no tengo y, si lo tengo, no me ha servido de gran cosa. Por lo menos así no me saldrán callos —repuso el loco Matt, siempre boca abajo.
Todo el mundo rió. Captada así la atención del público, el saltimbanqui se puso sobre los pies de un salto y pasó al número de prestidigitación. Se sacó de debajo de la manga una carta tan pequeña que abultaba menos que una uña. Cuando la mostró, nadie fue capaz de distinguirla. Entonces Matt el loco —ahora Matt el mago— sopló y sopló y la carta creció y creció. Hasta que fue tan grande como el propio Matt. Aunque tuviera truco, el efecto resultaba milagroso. La propia Alicia, acostumbrada a la maravilla, lo contempló boquiabierta. Pero los asistentes seguían sin saber qué carta era porque sólo veían el dorso. Matt se postró ante ella, dando muestras de un temeroso respeto; luego mimó la defensa de su inocencia, la condena a muerte, la imploración y finalmente la decapitación. Su actuación fue tan brillante que, al finalizar, todos sabían de qué carta se trataba.
—¡La reina de picas! —gritó la sala al unísono.
Matt hizo girar la carta provocando la risa del público porque efectivamente se trataba de la reina de picas, pero su rostro, caricaturizado, se asemejaba al de la viuda Windsor. Volvió de nuevo la carta hacia sí y se puso a cortejarla. En medio de abucheos, Matt fingía gestos de seducción. Piropeaba al naipe, lo hacía bailar, se arrodillaba en rendida adoración, lo besaba y se frotaba obscenamente contra él. Cuando gritos, pitidos y pataleos estaban a punto de obligarle a terminar el espectáculo —¡qué mal gusto coquetear con la reina de picas!—, Matt enseñó la carta y un murmullo de admiración recorrió la sala. La reina de picas, por amor —o por arte de magia—, se había convertido en la reina de corazones. E, inexplicablemente, su rostro recordaba el de Alicia. Una parte del público se dio cuenta del parecido y, mientras aplaudía, miraba en dirección a la muchacha. Al igual que Matt, que de esa manera le dedicaba el número. Alicia se ruborizó.
Seis mujeres sustituyeron a Matt en el escenario. Entraron moviendo las caderas y saludando provocadoramente al público. La orquesta arrancó con una alegre melodía y se pusieron a bailar agitando las plumas del tocado, levantando las piernas, remangando las faldas y mostrando unas bragas abiertas por las que enseñaban las nalgas. Aunque podía entender el entusiasmo del público, a Alicia el número no le interesaba. Es más, por un momento temió que los ánimos pudieran caldearse hasta ponerla en peligro. Era la única mujer sola en la sala. Pensó en marcharse, aunque, sin coche y sin saber con exactitud dónde se encontraba, no parecía fácil. El camarero, que le preguntó con babeante obsequiosidad qué deseaba tomar, interrumpió sus reflexiones.
—¿Una taza de té? —preguntó, más que pidió, Alicia.
—De ninguna manera —contestó una voz a su espalda—. No es lugar ni momento para el té.
Era Matt, el mago, el saltimbanqui o el loco, que se inclinaba ante ella a modo de saludo. Se había cambiado de ropa, pero la que lucía aún resultaba más abigarrada que la de la actuación. Una levita verde manzana ocultaba apenas un chaleco amarillo que a su vez venía a engastarse sobre un pantalón a cuadros. El conjunto lo remataba una enorme chistera rosada que, para enfatizar la reverencia, sujetaba en la mano. A Alicia le pareció elegante, estridentemente elegante, y, sin duda, atractivo.
—Mi nombre es Matthew Hatter, pero puede llamarme Matt, señorita —se presentó.
—Alicia Liddell —correspondió ella.
—Lo sé —afirmó mientras se sentaba a su lado—. Champaña, Alfred. Trae una botella de champaña francés.
Aunque desconocía los modales del mundo de la farándula, le resultó osada la manera de presentarse y, sobre todo, de aproximarse. Se sintió un tanto incómoda, pero entonces el champaña vino a interponerse entre ellos, ¿o tal vez a unirlos? Alicia nunca había probado un vino como ése y Matt le habló del champaña, casi lo inventó para ella, con los más fantasiosos detalles.
—El té es para combatir el aburrimiento y el champaña para avivar la pasión. Cada una de esas burbujas es un deseo. El buen champaña, como el buen amante, nunca deja de burbujear. —Y le enseñó a brindar, a soportar el picoteo del gas en la nariz y a beber a pequeños sorbos. Luego le explicó las claves de su filosofía, ¿o era de su locura?—. Vale más tener un hermoso sombrero que una cabeza bella. Es más, prefiero una cabeza hueca a una llena de malas ideas.
Sorbo tras sorbo, la cabeza de Alicia también se ahuecó y se llenó de burbujas. Le embargó una agradable sensación y se sintió tan cómoda que contó a su acompañante el bochornoso episodio vivido en casa de los Cheshire.
—Debería alegrarse por lo ocurrido, Alicia. Desposando a semejante imbécil no se habría convertido en mujer sino en señora, que es muy distinto.
Aunque Alicia no entendió lo que Matt quería decir, a esas alturas tampoco le importaba. La confianza entre ambos dio paso a la complicidad y no tardaron en encontrarse amartelados, con los alientos cruzados y los dedos enredados. Alicia no había experimentado nada igual. Un agradable cosquilleo le recorría la piel y se depositaba como zumo de limón, jugoso, ácido, espumeante, en lo más bajo del vientre.
—¿Qué sabe del sexo? —preguntó abruptamente Matt.
—Nada —respondió Alicia con un brillo achampanado en los ojos.
—Entonces déjeme que se lo explique. Algunos sostienen que no puede explicarse porque sus placeres son indescriptibles. Yo puedo. Si usted quiere, Alicia, primero le cuento lo que haremos y, si las palabras le gustan, pasaremos a los actos.
Alicia no dijo ni sí ni no. Dio un trago de champaña y se relamió los labios. Matt no necesitó más. Se quitó la chistera, se inclinó hacia su oreja y con voz entrecortada empezó a hablar como si recitara:
—Le amalaré el noema hasta que se le agolpe el clésimo. Caeremos en hidromurias, en salvajes ambonios, en sústalos exasperantes. Le relamaré las incopelusas y permanecerá enredada en un grimado quejumbroso que le hará evulsionarse de cara al nóvalo. Sentirá cómo las amilas se le espejunan, se van apeltronando, reduplimiendo hasta que quede tendida como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sólo será el principio porque, si consiente en tordular los hurgalios, ludibrísima Alicia, me aproximaré suavemente a sus orfelunios y…
—¿A mis orfelunios? —interrumpió Alicia, demasiado excitada como para seguir soportando tanta sensualidad léxica.
—A sus orfelunios y a sus venurias… —Matt tomó aliento mientras su chistera enrojecía cada vez más—. En cuanto nos entreplumemos, un ulucordio nos encrestoriará, nos extrayuxtará y paramoverá. Será un clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. Volposados en la cresta del murelio, nos sentiremos balparamar, perlinos y márulos. Temblará el troc, caerán las marioplumas y todo se resolvirará en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que nos ordopenarán hasta el límite de las gunfias.
Fue más de lo que Alicia pudo soportar y, cogiendo la mano de su relator, se levantó y se dirigió a la salida. No había entendido nada, pero quería que se lo hiciera. Sin más dilación. Matt se caló la chistera, cuyo tono rosado había virado ya a un rojo carmesí, y la siguió.
—Ahora ya puede abrir los ojos. Prepárese a contemplar la mayor de las maravillas —le susurró Matt.
Primero un párpado y luego otro, con lentitud para disfrutar de la sorpresa, ¿no había que hacerlo todo despacio en este cuento?, se dispuso a mirar. Ante ella, ella. Ésa era la maravilla, su propio cuerpo reflejado en el espejo. E, indudablemente, le gustaba. El champaña la había envuelto en una aureola de brillante dejadez. ¿Era eso la sensualidad? La cadera pronunciada hacia la derecha, el muslo izquierdo entreabriendo la enagua, los pechos asomando hasta la areola y, sobre todo, el pelo revuelto, los labios húmedos y gruesos, el brillo en los ojos… Pero había más. Matt se desnudaba tras ella. Su carne aflorando bajo la ropa excitaba a Alicia. Fibroso como buen saltimbanqui, emanaba fuerza y también una ágil precisión. Porque, al mismo tiempo que se desnudaba, no dejaba de acariciarla. Besaba su nuca, mordisqueaba sus hombros, lamía el dorso de su oreja, inoculándole un estremecimiento que bajaba por la espalda y estallaba más abajo de la rabadilla, allí donde, con fuerza irresistible, empezaba a despertar el sexo.
Se encontraban en una habitación con numerosos espejos. Todo lo que podía distinguir lo veía reflejado en el que tenía enfrente. Desde esa perspectiva, el mobiliario se le antojaba un ondulado mar de terciopelo rojo. Una otomana, un diván, un sofá, un par de sillones, una cama, todo tapizado en la misma mullida tonalidad, conformaban el conjunto. Las redondeces de respaldos y apoyabrazos estaban reforzadas con almohadas, cojines y almohadones. Salvo una pequeña mesa, en la que destellaba el dorado de las copas de champaña, la habitación ofrecía un sinfín de apoyos —o de refugios— para que se posaran las caricias y reposaran los cuerpos. Y en medio de ese mar, tan carmesí como sus suaves olas, flotaba la chistera de Matt.
En cuanto él estuvo desnudo, comenzó a desnudarla. Le sacó los pechos y Alicia vio en el espejo cómo, según los acariciaba y amasaba, se endurecían sus pezones, y una tibia ebullición le subió por la garganta y empezó a hervir al llegar a la cabeza. Siempre detrás de ella, Matt le bajó las bragas y metió la cara entre sus nalgas, mejilla con mejilla, labios contra labios, y la lengua de él en las dos bocas de ella, en la más rosada y también en la más oscura. Al principio Alicia se dejó hacer, pero luego ofreció resistencia. No se plegó a los embates de él, sino que contraatacó endureciendo las carnes y restregándolas contra su cara. Y, cuanto más enérgico era el frote, más disfrutaba de la batalla. Matt tuvo que retirarse con la nariz irritada y los labios entumecidos. Entonces le separó la hendidura de las nalgas y, cual improvisado canal, vertió champaña en ella. Su boca entreabierta lo aguardaba cuando, tras perlarse en el pubis, se derramaba gota a gota. Mientras Matt bebía con ansiedad, Alicia se notaba cada vez más sedienta.
No sabía dónde se encontraba ni cómo había podido llegar hasta allí. La habitación le resultaba vagamente familiar, pero no podía asegurar que hubiera estado en ella con anterioridad, ni en un tiempo pasado ni en un sueño. Recordaba que, ebrios de música y champaña, habían abandonado el cabaret cogidos de la mano. ¿Y después? Quizá hubiera sido consecuencia del hechizo verbal con el que Matt explicó, tan incomprensible como evocadoramente, los misterios del sexo. Alicia no olvidaba que, cuando atravesó por primera vez el espejo, tuvo que leer El Galimatazo, un poema indescifrable y de mágicos efectos que le había hecho volar. Evidentemente, no se hallaba en el país de las maravillas, pero lo que sentía era maravilloso.
Matt se colocó frente a ella, ambos de perfil ante el espejo, y la miró o, mejor dicho, entró en sus ojos. Fue estrechándola entre los brazos hasta aplastarla contra su piel. En el apretado cuerpo a cuerpo, Alicia sintió cada poro de su amante buscando encajar en los suyos. Pero, sobre todo, sintió esa tea encendida oprimiéndole, casi derritiéndole, el vientre. Se apartó levemente para verla boquear de impaciencia y, como niña curiosa, quizá ya como mujer lujuriosa, la acarició. El ardiente enramado de sangre se encabritó entre sus manos y el propio Matt, aspirado por el placer, contuvo la respiración. Le sorprendió su tacto, tan duro y tan suave, tan ardiente y tan refrescante. Parecía un arma, pero no le daba miedo. En el fondo, Alicia quería que la desgarrara y la abrasara. A ser posible en ese orden.
Matt también se encontraba visiblemente alterado. Las alas de su nariz batían aceleradamente, el pecho se le agitaba, descompasado, debido a los estertores, las caderas le culebreaban de izquierda a derecha… La besó como si el beso le germinara desde dentro, relamiéndole los labios, mordisqueándoselos y luego introduciéndole la lengua. Fue como una serpiente enroscándose en el deseo de Alicia y comprimiéndolo hasta sacarle todo el líquido… o todo el fuego. Alicia notó cómo Matt le pasaba los dedos por el sexo húmedo y luego los olía arrebatado. La volcó, de modo que los riñones descansaran sobre una de las almohadas, y la habitación empezó a darle vueltas. Tal como estaban distribuidos, los espejos repetían su imagen hasta el infinito como en un caleidoscopio. Así que todo lo sintió por dentro y, a la vez, lo vio en multiplicados reflejos. Con el sexo en su entrepierna, Matt se disponía a penetrarla. Tras unos tanteos, tomó un ligero impulso y empujó. Alicia oyó un chasquido, un ruido de cristales rotos estallando entre los muslos, ¿o fue su grito repercutiendo de un espejo a otro?
El dolor se le mezcló con el calor e, inmediatamente, se fundió con la plenitud del sexo de él ocupando el de ella. Lo vio entrar y salir de su vientre y luego, atrapada en la espiral del vértigo, empezó a caer. A caer hacia lo alto. Se precipitó contra el espejo del techo, el más obsceno porque recogía la expresión de su rostro. La superficie reflectante empezó a reblandecerse, como si fuera a darle acceso. Sus manos, efectivamente, pasaron al otro lado y notó en las palmas esa viscosidad que siempre la impregnaba al llegar al país de las maravillas. Creyó que, impulsada por la nueva experiencia, iba a regresar allí. Pero no fue así. Con la misma energía que había sido disparada hacia lo alto, descendió. El sexo de Matt, engarzado en sus entrañas, la retenía. Y su deseo de que continuara en ellas también. ¿Para qué quería más maravillas? Alicia entendió que, como mujer, no iba a necesitar atravesar ningún espejo. Le bastaría con que un hombre atravesara el suyo.
No supo cuánto duró su primera cópula. Conforme Matt entraba y salía de ella, Alicia se sumergía en el goce o, sólo para tomar aliento, asomaba a la superficie. Él la puso boca abajo y la mantuvo en una única y profunda penetración durante más de cinco minutos. La sentó en su sexo, se atornilló en su interior y giró dentro de ella como las manecillas de un reloj. De costado, la retuvo contra su regazo mientras le oprimía los pechos… Alicia no podría decir todo lo que Matt hizo y le hizo… Hasta que en inesperada explosión soltó chorros de un líquido abrasador que la arrasó por dentro. Entonces inició una nueva y prolongada caída. Porque, cada vez que tocaba fondo, una onda se abría bajo ella y así, infinitamente expansiva, se ahogaba al tiempo que se desahogaba. Durante un tiempo indeterminado Alicia fue delicia. Por fin, agotándose en espasmos progresivamente reducidos, se durmió por segunda vez en el día. Antes de que sus párpados se cerraran, vio que la chistera de su amante, a la deriva por el tapizado, palidecía y recuperaba el rosado original.
¿Cuánto tardó en despertar? Tampoco habría sabido decirlo. Desde luego, ya era de día y, a la vista de la luz que entraba a raudales, una hora avanzada. ¿Dónde se encontraba? Era sin duda la misma habitación en la que había estado con Matt, pero, sustituyendo el derroche de terciopelo rojo, un mobiliario convencional, propio de un despacho, ocupaba el espacio. Y no había ni un solo espejo. En su lugar y del mismo tamaño que los espejos, ventanas. Y así sí lo reconocía. Era la finca que tío Charles había comprado años atrás para retirarse a trabajar. En esa pieza concreta había escrito los últimos tratados de matemáticas y lógica. Ella misma había asistido a una de sus lecturas. Entonces, ¿qué hacía allí? ¿Cómo se había transformado esa sobria estancia en un encarnado nido de amor? Quizá, una vez más, todo había sido un sueño. Se levantó, todavía mareada y con el sexo dolorido. Tropezó con unos cristales esparcidos por el suelo. Eran fragmentos de espejo manchados de sangre. Los consideró la prueba de que lo vivido esa noche había sido real. Sólo podían ser los restos de su virginidad.
Sobre la mesa, aparatosamente a la vista, había un sobre en el que, con la letra inconfundible de tío Charles, se leía «PARA ALICIA». Lo abrió con la esperanza de encontrar explicación a tanto misterio. Por desgracia no fue así. Si esa carta llegaba a sus manos, era porque Charles Dodgson, el que en tiempos fuera el afamado escritor Lewis Carroll, había fallecido. En ella le informaba de los bienes que le legaba y le daba algunos consejos. Una mujer joven e independiente como ella iba a tener que abrirse paso en un mundo materialista y despiadado. Para ayudarla, su tío le dejaba esa casa en las afueras de Londres, no muy alejada, por cierto, de la casa de campo de los Cheshire. De hecho, bromeando sobre las incomparables dimensiones de ambas, tío Charles había bautizado la suya Chess Hire Manor. Aunque el nombre, además de parodiar el de sus opulentos vecinos, reflejaba su afición por el ajedrez. De hecho, la misiva terminaba aludiendo a ese noble arte. Según aseguraba Dodgson, la vida es una partida de ajedrez. Con la propiedad de esa casa Alicia quedaba posicionada en el tablero. Quizá le pareciera poca cosa, sobre todo comparada con las mansiones del vecindario, pero no debía olvidar que un peón, si alcanza la octava casilla, se convierte en reina.
Apesadumbrada por la noticia, Alicia pensó en su tío y en los buenos ratos que habían pasado juntos. No dejaba de resultarle misterioso, quizá premonitorio, que hubiera muerto el mismo día en que ella había perdido la virginidad. Pero todo empezó a aclararse cuando, al mirar por una de las ventanas del despacho, descubrió que tanto las parcelas de su propiedad como las colindantes tenían forma cuadrada, y, contemplando las tonalidades de tierras y cultivos, alternaban las claras y las oscuras. Estaba convencida de que, observadas desde una perspectiva suficientemente elevada, cada parcela constituiría una casilla y el conjunto de fincas un tablero de ajedrez. Puede que tío Charles no hablara metafóricamente cuando le decía que alcanzando la octava casilla se convertiría en reina.
Desde luego, una reñida partida de ajedrez se libraba en la zona. Muy próxima a Londres, constituía la vía de expansión natural de la ciudad. Según recientes rumores, el ministro de Obras Públicas había autorizado un plan de urbanismo que comprendía hasta Chess Hire Manor e incluso más allá. Todas esas tierras, dedicadas hasta entonces a la agricultura, iban a revalorizarse. Los especuladores ya habían tomado posiciones comprando algunas, pero sólo eran los primeros movimientos de una larga jugada. Las tierras pertenecían desde siglos a familias de alcurnia. Para muchas de ellas constituían un auténtico feudo, enclave de su hidalguía, bastión del escudo de armas o simple reducto que garantizaba posición y nombradía. ¿Quién, de los que contaban en política y finanzas, no tenía casa en Kingsbury Green o en Harrow on the Hill?
Muy pocos estaban dispuestos a vender y, con tan influyentes propietarios, el ministerio no se atrevía a expropiar. Alicia no estaba especialmente interesada por los negocios inmobiliarios, pero había pasado muchas horas jugando al ajedrez con su tío. Y si acumular terrenos o amasar una fortuna no le producía mayor satisfacción, ganar una partida le resultaba de lo más estimulante. Así que entró en la compra y venta como si de un juego se tratara. De alguna manera, así cumplía con la última voluntad de su tío. No tardó en darse cuenta de que ese mundo controlado por hombres de grandes puros, vientres prominentes y voces estentóreas, era mucho más simple de lo que daban a entender. El arte de negociar se parece al de seducir y, a pesar de su escasa experiencia, Alicia se sabía dotada para ello. De hecho, ante la excepcionalidad de una mujer metida a tales menesteres, los hombres no sabían cómo reaccionar. El galanteo se les confundía con el regateo y la caballerosidad con los beneficios. Y, en último término, ¿quién puede rechazar una oferta cuando va acompañada de una amable sonrisa, un sugerente parpadeo o, si es necesario, una atrevida insinuación?
Alicia llegó a pensar que la grandilocuencia con la que los hombres hablaban de «hacer negocios» no era sino una estratagema para darse importancia y ocultar la sencillez, cuando no la mezquindad, de sus mecanismos. Ella misma logró labrarse en pocos meses una respetable posición, a pesar de no contar con un capital inicial. No le costó conseguir un préstamo y, en cuanto comprendió que el valor de las cosas —y de los terrenos— guarda estrecha relación con los interesados rumores que se hace circular sobre ellas, demostró ser maestra inflando y desinflando precios. Una de sus más lucrativas prácticas fue la de comprar parcelas sueltas en lugar de propiedades enteras. «Con ganar una casilla es suficiente», se decía siguiendo los consejos ajedrecísticos de tío Charles. Lo cual no le impedía volver a hacer una oferta al propietario de una finca troceada por ventas anteriores, que, ante la disminución de la rentabilidad, se mostraba menos reacio a rechazarla.
Alicia entendió que el amor y los negocios, lejos de ser incompatibles, podían proporcionar grandes beneficios. A fin de cuentas, buena parte de las propiedades con las que especulaba tenían su origen en calculados contratos matrimoniales. Así que nunca se negó a utilizar sus encantos para alcanzar un mejor acuerdo. Por supuesto, no hizo nada que la degradara o la desagradara. Después de Matt Hatter, tuvo otros amantes al margen de los negocios, pero en ocasiones se divirtió mezclando ambas cosas. Así le ocurrió, por ejemplo, con Mister Tweedle.
Alicia tenía poco más de veinte años y contaba ya con cierta notoriedad empresarial. Su fortuna era un valor en alza. A su lado, no obstante, las propiedades de Tweedle constituían un verdadero emporio. Había llegado hacía unos años de Estados Unidos y en poco tiempo se había hecho con una buena parte de los terrenos urbanísticamente estratégicos. Nadie sabía gran cosa de su pasado americano y atribuían su éxito al espíritu emprendedor que regía la vida en el Nuevo Mundo. Lo cierto era que maniobraba con habilidad, y era encantador a la hora de pactar e implacable a la de hacer cumplir. Más que joven, de aspecto juvenil, se declaraba sportman, partidario de la tecnología e incondicional de ese mundo de progreso que el naciente siglo XX iba a alumbrar.
A Alicia no le disgustaba Tweedle. A diferencia de otros especuladores, no parecía estar en el negocio por ambición sino por diversión. Su sentido del juego era menos lúdico, quizá más deportivo, que el de Alicia, pero coincidían en algunas estrategias. Una de las operaciones que contribuyó decisivamente a mejorar su posición la zanjó con una carrera de caballos. Derrotó al barón Edgar Atheling, consumado jinete, en un circuito que le dejó escoger y con un purasangre cuyo pedigrí dejaba la montura de Tweedle a nivel de jamelgo. Cuando Atheling llegó a la meta sudoroso, Tweedle, apenas despeinado, ya estaba allí. Y mereció la notoriedad de la prensa al apostar contra un grupo de propietarios que podía ir volando de Kenton a Harrow Weald. Y lo hizo con una de esas máquinas con motor y alas que causaban sensación en aquellos tiempos.
A Alicia también la conquistó gracias a su gusto por los artilugios modernos. La llevó a dar un paseo en automóvil. Y, tras haber recorrido la campiña londinense a más de cincuenta kilómetros por hora, al borde de un estanque, con el sol en los ojos y las mejillas todavía encendidas por la excitación de la carrera, ella se entregó, o fingió entrega. Lo hizo sin excesiva pasión, más por curiosidad que por verdadero deseo. Quizá también porque le interesaba contar con un aliado, o con una perspectiva diferente, en ese mundo masculino. Él tampoco mostró gran entusiasmo por la relación. De hecho se veían muy de vez en cuando, como viejos amantes, no tanto para satisfacer la tentación de la carne como para intercambiar confidencias sobre las últimas transacciones. Sin embargo, sus contactos se animaron cuando Tweedle introdujo su aliciente favorito: una apuesta.
—La superioridad sexual de las mujeres quedará algún día demostrada. Los hombres nos derramamos en cada cópula y, cuantas más veces nos derramamos, más tiempo tardamos en recuperarnos. Las mujeres, al contrario, pueden pasar una jornada en el lecho recibiendo homenajes de unos y otros. Ni los mejores sementales aguantan más de tres arremetidas seguidas. Pues bien, querida Alicia, estoy dispuesto a yacer con usted toda una jornada ininterrumpidamente, sin más descanso que los minutos necesarios para tomar aliento y refrescarme.
Alicia sonrió, calibrando la propuesta. Con Tweedle el sexo siempre tenía algo de gimnástico. Si aceptaba, tanta actividad lúbrico-deportiva podía resultar engorrosa. Por otra parte, sentía curiosidad por ver a su amante rendirse ante tamaño desafío. Porque, sin ser experta, había aprendido lo suficiente acerca del sexo para saber que ningún hombre era capaz de superarlo. Adivinando sus dudas, Tweedle introdujo un caballeroso argumento.
—Lo haré y, lejos de suponerme un esfuerzo, será un placer. —Le dedicó una reverencia y remató con un aliciente definitivo—: Me apuesto mis tres parcelas en Wood Green contra tus dos parcelas en Hornsey.
Alicia aceptó. Discutieron sobre la fecha y el lugar donde se celebraría lo que Tweedle llamaba pomposamente «nuestro torneo de amor». Alicia accedió a todas sus condiciones. Sería durante el solsticio de invierno, cuando los días son más cortos, en uno de los apartamentos que el norteamericano poseía en el centro de Londres y que, al parecer, había pertenecido a Oscar Wilde. Consideró que, en cualquier lugar que se produjera el encuentro, su amante no iba a aguantar ni doce, ni diez, ni las ocho horas y media de luz solar previstas para ese 22 de diciembre. Cuando le vio entrar en la habitación con camiseta, calzón corto y zapatillas deportivas, desapareció el poco deseo que le quedaba. Alicia había acudido con camisón de tul y prendas íntimas destinadas, si no a encender, a mantener el deseo de Tweedle. Ella habría tenido que ser la que se presentara desprovista de encanto para desanimarle en su empresa, pero le pareció de mal gusto. Y ahora lo tenía delante haciendo flexiones y respirando profundamente a modo de calentamiento. En cuanto dieron las ocho treinta y siete, hora oficial del amanecer según Greenwich, se abrió la bragueta, sacó un miembro totalmente erecto y se abalanzó sobre ella.
Alicia le vio venir entre incómoda y divertida. Al principio lo acogió con indiferencia, pero con el vaivén y los primeros sudores su cuerpo, olvidando ridículos y prevenciones, empezó a responder. Y enseguida comprendió que Tweedle pretendía prolongar lo más posible cada cópula. Ése podía ser el truco. En ningún momento habían acordado el número de veces que harían el amor. Lo más probable es que intentara pasar el día entrando y saliendo pero sin eyacular más de dos o tres veces. En cuyo caso, manteniendo una actitud distante, favorecía sus propósitos. Así que empezó a excitarle pellizcándole las nalgas, acariciándole los testículos, apretando el sexo, jadeando en sus oídos… De esa manera y, aunque resistió todo lo que pudo, Tweedle quedó fuera de combate en media hora. No le importó. Se levantó y fue al cuarto de baño. Alicia le oyó respirar profunda y acompasadamente, lavarse y orinar. A los cinco minutos, fresco, repeinado y de nuevo erecto regresó a la habitación.
El maratón prosiguió, interrumpido tan sólo por las breves visitas al cuarto de baño. Naturalmente, conforme se sucedían las cópulas, las eyaculaciones tardaban más en producirse. Alicia cayó en una especie de trance. A la vista de los acontecimientos, dejó de procurar el agotamiento seminal de su amante, ahora convertido en contrincante. La simple idea de mantenerse indefinidamente penetrable y abierta al gozo le provocaba una gran excitación. Su piel se le antojaba más impúdica, los pechos más contundentes y los labios —todos— más gruesos. Tweedle cumplió. Sudó sobre ella, imprimiendo un ritmo frenético a sus caderas. Y también estuvo a punto de quedarse dormido. Pero en ningún momento cayó derrotado.
Oscurecía y Tweedle seguía yendo y viniendo entre sus muslos. Si Alicia no había contado mal, ésa era la novena cópula. Una auténtica proeza. Y, aunque nunca había pensado que fuera buena idea hacer del amor un récord, tuvo que reconocer que la experiencia había merecido la pena. La compenetración de los cuerpos hasta el agotamiento tenía algo de compulsivo, casi desesperado, que le había proporcionado desconocidos momentos de placer. Pero, fatigada y dolorida, decidió rendirse. Aunque faltaran cuarenta y tres minutos para el anochecer, ni Tweedle se iba a derrumbar ni ella quería seguir. Tuvo que firmar los contratos de cesión que el norteamericano ya tenía preparados. En cuanto la vio hacerlo, se derrumbó en el lecho y quedó profundamente dormido.
La hazaña dejó a Alicia admirada durante varios días. Nunca pensó que Tweedle tuviera tanto vigor sexual. Pero, disipado el éxtasis, dio en pensar y también en recordar. Porque, si la memoria no le fallaba —y la memoria de la piel no se equivoca—, todos los actos sexuales no habían sido iguales. Repasando caricias, arremetidas, espasmos y ritmos, descubrió dos maneras de hacer el amor claramente diferenciadas. Incluso, si los poros no le mentían, dos tipos de piel. La sospecha se abrió paso en su mente como un relámpago. De pronto todo cobraba sentido. No había un Tweedle sino dos, idénticos, seguramente gemelos. Mientras uno trabajaba entre sus piernas, el otro reposaba en el cuarto de baño. Y cuando aquél terminaba, éste tomaba el relevo. ¿Cómo no lo había pensado antes? Una vez descubierta la estratagema, le parecía evidente. De esa manera cada Tweedle había estado con ella cuatro veces. No era una mala marca, pero alejada de las épicas nueve cópulas con las que había ganado la apuesta.
Si repasaba las principales operaciones inmobiliarias del norteamericano, casi todas se podían explicar de la misma manera. La victoria sobre el barón Atheling no había supuesto ningún problema. Un Tweedle había estado en la línea de salida mientras el otro, apostado cerca de la meta, sólo había tenido que cabalgar unos pocos metros. Con toda probabilidad, su hazaña aeronáutica se explicaba de la misma manera. Uno de los hermanos había despegado de Kenton y el otro había aterrizado en Wood Green. Sólo habían tenido que preocuparse de que tanto los caballos como los aviones de ambos guardaran el suficiente parecido, algo sin duda fácil para tan redomados timadores. Para tener absoluta seguridad, encargó a un detective que investigara el pasado norteamericano de los Tweedle o de cualquier otra pareja de gemelos con antecedentes fraudulentos. No tardó en ver confirmadas sus sospechas. En Estados Unidos eran tan conocidos que se les llegó a apodar Tweedledee y Tweedledum. Nunca se habían visto implicados en grandes estafas, pero habían estado varias veces en prisión. El viaje a Europa debía de haberles hecho más listos y ambiciosos. Aunque —se ratificaba Alicia— los negocios en Londres eran algo bien sencillo. Y más para alguien sin escrúpulos.
Pensó en denunciarles a la policía o, mejor, en ponerles en evidencia ante la sociedad londinense a la que habían timado. Pero, bien mirado, lo más inteligente sería aprovecharse de la situación. Ahora Alicia sabía algo que los demás ignoraban. Sabía más incluso que los Tweedle, confiados en su estratagema y, con toda seguridad, dispuestos a volver a ponerla en práctica.
Pero, si ellos eran maestros en hacer de dos personas una identidad, Alicia era maestra en hacer de una identidad dos personas. Por algo tío Charles la había proclamado reina de los espejos. Con él había estudiado catoptromancia durante años. La ciencia de los espejos y de los reflejos no tenía secretos para ella. El hecho de que ya no le estuviera permitido pasar al mundo del otro lado no significaba que no pudiera valerse de sus mecanismos. En la primera lección, su tío le explicó que la memoria de los espejos puede funcionar hacia atrás y hacia delante. Es decir, que un espejo puede recordar lo que ya se ha reflejado en él y lo que algún día se reflejará. La catoptromancia fue ciencia muy prestigiada en la Antigüedad y muchos aseguraban leer el futuro en un espejo. Pero a Alicia no le interesaba eso. Quería que su imagen quedara fijada para siempre en un espejo. Para ello sólo necesitaba ponerse delante, actuar tal y como quería ser grabada e, inmediatamente, envolver el espejo en un paño negro de fieltro, encerrarlo en un cofre lleno de hielo y esperar a que el reflejo se congelara. De esa manera, en cuanto el espejo fuera destapado y la luz incidiera sobre él, repetiría incesantemente las imágenes grabadas. Tío Charles tenía grandes esperanzas en la explotación industrial de esta propiedad de los espejos. Pero la invención del cinematógrafo, menos realista pero más barato, dio al traste con ellas.
Durante varios días Alicia ensayó delante de espejos de distinto tamaño. Tuvo que romper muchos antes de quedar satisfecha. Su plan exigía que cada movimiento, cada postura, cada expresión estuviera perfectamente calculada y coincidiera, mejor dicho, se integrara en el escenario que había imaginado. Por fin, cuando lo tuvo dispuesto, se preparó a disfrutar de un juego que, de acuerdo con la dialéctica especular, iba a dar la vuelta al engaño de Tweedle. Se citó con él y le hizo una propuesta que no podría rechazar.
—La pasión de los hombres es extraordinariamente inconstante. Una vez que han tenido a una mujer, se aburren de ella. En realidad, aprecian menos el placer de la carne que el orgullo de la conquista. Así, un día se muestran inagotables con su amante y al siguiente apenas les apetece su compañía. Querido amigo, estoy convencida de que serás incapaz de repetir la hazaña del otro día. Es más, dudo mucho que sobrepases las dos veces.
Tweedle se atusó el bigote con suficiencia. No sabía dónde quería llegar Alicia, pero, seguro de su gemelar complicidad, la dejaba avanzar. Y sonrió tan satisfecho de sí mismo como de la estupidez de las mujeres cuando la oyó decir:
—Te apuesto todas tus propiedades al oeste de Tottenham contra todas las mías, que, como sabes, son muchas más.
Naturalmente, en esta ocasión la cita se produjo en el lugar que propuso Alicia. Escogió Chess Hire Manor, en concreto el despacho de tío Charles, la misma habitación que presenció su iniciación en brazos de Matt Hatter. Siguiendo la pauta que le había proporcionado aquella inolvidable noche, cambió el mobiliario y sustituyó las ventanas por espejos. Uno de ellos, el que contenía sus reflejos grabados, lo mantuvo envuelto en el paño negro. Tweedle llegó antes de la hora. Se le notaba inquieto: no conocía la casa y le preocupaba que su hermano no pudiera entrar y garantizar su relevo en el lecho. Alicia, consciente del problema, le tranquilizó asegurando que era un lugar muy tranquilo y que, continuando los hábitos de su tío, nunca cerraba las puertas. Es más, le mostró la casa haciendo hincapié en la sala colindante que podía utilizar como cuarto de baño. Luego, sin aguardar la hora, como si fuera víctima de un irresistible arrebato, tomó la iniciativa. Desbordado por las caricias, Tweedle no vio cómo Alicia rasgaba la tela que envolvía el espejo y la incierta luz del amanecer incidía en su superficie. Cuando quiso darse cuenta, se encontraba desnudo con su imagen reverberando hasta el infinito de un espejo a otro. Y, si la suya se multiplicaba en una cascada de perspectivas, ¿qué decir de la imagen de Alicia? Su apasionamiento era tal que parecía estar en varios sitios a la vez. En realidad sólo había dos Alicias, una real y otra memorizada en el espejo, pero se reproducían y actuaban de forma conjuntada provocando el delirio de los sentidos o —como le ocurría a Tweedle— el vértigo de la razón.
En una habitación tapizada de espejos, ¿cómo distinguir si la caricia recibida es de la mujer o de uno de sus reflejos? Además, ¿tiene eso importancia? El placer se nutre más de la imaginación que de la realidad, y en el sexo, como en los espejos, todos somos imágenes. Así que Tweedle se vio desbordado por el generalizado espejismo y sintió a Alicia por todo su cuerpo, deslizándose entre sus piernas, lamiéndole las nalgas, abrazándole la cintura, batiendo su miembro, mordiendo su cuello… Por un momento, tuvo la sensación de que dividido, o multiplicado, la penetraba dos veces, pero no consecutivas sino simultáneas, como si cada uno de ellos fuera dos o, al menos, tuviera dos sexos.
Una esperanza le quedaba a Tweedle. Con tanto desdoblamiento, su hermano podía introducirse en la habitación sin que la joven se percatara. Y, por fortuna, así lo hizo. Porque el torbellino de lujuria en que se había convertido Alicia no permitía contención ni consentía descanso. Eyaculó a los pocos minutos en las manos de la joven sin haber llegado siquiera a penetrarla. Ella entonces utilizó su esperma como ungüento que se aplicó y le aplicó con tal lubricidad que le provocó una nueva erección. ¿A él o a su hermano? La confusión se apoderaba de todo y de todos. Tweedle se miraba al espejo y no sabía si era entidad, fraternidad o especularidad. Tampoco estaba seguro de si gozaba o de si se veía gozar, ni siquiera de si el placer le venía de sentir o de mirar, del tacto o de la vista.
Alicia contaba con la incorporación del otro Tweedle. Es más, en eso se basaba su plan. Disfrutó especialmente sintiendo a los dos dentro, sintiendo el compensado vaivén que se establecía entre sus cuerpos idénticos, la complementaria textura de sus carnes, la sincopada alternancia de sus caricias… Alicia los acogió en la boca y en el sexo, en el claro y en el oscuro, por delante y por detrás, encima y debajo… Y su reflejo previamente grabado la acompañaba en todas sus maniobras de tal forma que se diría que gozaba de vida propia.
Cuando estaba a punto de desbocarse el frenesí de todos —fueran los que fueran los que en esa habitación copulaban—, Alicia, sin dejar de cabalgar, diluyó azufre en un cuenco. Según le había enseñado tío Charles, sólo el azufre es capaz de disolver o, mejor, de aglutinar el mercurio de los espejos. Y el efecto resultó espectacular. Roció los espejos con la solución sulfúrica y al instante se transparentaron, devueltos a su condición de ventanas. Una resplandeciente luminosidad se instaló en la estancia mientras los efluvios pútridos del azufre parecían empapar el vértigo de las perspectivas. En unos segundos los Tweedle se encontraron descubiertos y atufados. Desnudos, sudorosos, atrapados bajo los muslos de su común amante, se miraron perplejos. Sin darles tiempo a reaccionar, Alicia los encajó ingle contra ingle, juntó sus sexos y los ató. Entonces, en cuclillas, abriéndose de par en par, se los introdujo a la vez. Al principio con esfuerzo; luego, según subía y bajaba, progresivamente holgada. Escopeta de doble cañón, el sexo de los Tweedle la abarrotaba y además la desbarataba porque, por más que formaran uno, eran dos y sus desajustes en los movimientos, en la palpitación, en la nervadura, le proporcionaban sumo placer.
Comprendió que en esta ocasión, inevitablemente, los gemelos iban a eyacular a la vez. De hecho lo sintió venir, como el volcán que se hincha y tiembla antes de entrar en erupción. No podía adivinar lo que sentían los Tweedle, pero, a la vista de su galvanizada gestualidad, era muy intenso. Explotaron mirándose el uno al otro, como si Alicia no existiera, y gritando desgarradoramente, de nuevo univitelinos. Su esperma, en prolongada incontinencia, desbordó a Alicia y, tras dejar de fluir, los tuvo varios minutos agónicos.
Alicia fue la primera en reaccionar. Se levantó y abrió una de las ventanas para despejar el olor a azufre. Al ver a los Tweedle con los sexos atados pero marchitos, uno vencido a la derecha y otro a la izquierda, no pudo evitar una sonrisa. Su victoria no podía estar más clara. El engaño de los gemelos quedaba absolutamente patente, y en esa postura hasta parecían esposados. En cualquier caso, no habían ganado el desafío, agotados, quizá definitivamente deshermanados. Sin dejar de sonreír, sin vestirse siquiera, Alicia les tendió los contratos de cesión. No protestaron. De hecho, apenas se atrevieron a mirarla. Tweedle y sus dos cuerpos firmaron.
Con esta operación, Alicia se convirtió en la mayor propietaria al noroeste de Londres. En cuanto cerrara unas cuantas ventas, estaría en condiciones de ofrecer al ministerio el paquete completo de propiedades que requería su plan urbanístico. Al ser la única propietaria, tendrían que aceptar la suma que pidiera. Tan sólo un obstáculo se interponía. Y parecía difícil de resolver. Sir Humphrey Dumphrey se había enrocado. Según aseguraba, sus propiedades habían sido otorgadas a sus antepasados por el mismo Guillermo el Conquistador, allá por el siglo XI. Docenas de Dumphrey se habían sucedido al frente de esos dominios y no pensaba vender por mucho que le ofrecieran. Se declaraba dispuesto a defender, por las armas si fuera necesario, ese reducto aislado en medio de las fincas de Alicia. Y, para demostrar que no bromeaba, había levantado un muro sobre el que pasaba horas oteando el horizonte, en pie de guerra, a la espera de una orden de expropiación o de un desahucio.
Si algo había aprendido Alicia en los últimos años era que a los hombres se les derrota más fácilmente por el amor que por las armas. Y Sir Humphrey no podía ser una excepción. Había oído insistentes rumores sobre sus aficiones eróticas. Decían que, a pesar de su pequeño tamaño, o precisamente por él, poseía un enorme miembro que sólo podía satisfacerse entre varias mujeres. Al parecer, su cuerpo ovoide funcionaba en la práctica como una especie de contrapeso para mantenerse erguido mientras desplegaba la erección. Tanta obcecación en la defensa territorial y tanta hipertrofia sexual despertaron la curiosidad de Alicia, que decidió visitarlo para ver —y si hacía falta tocar— lo que había de cierto en esos rumores.
Lo encontró encaramado en su muralla y, en cuanto la vio aparecer, se lanzó a proferir amenazas. Aseguraba que Eduardo, el recién proclamado rey, no consentiría semejante atropello y cuidaría de que el patrimonio de los Dumphrey se mantuviera intacto para las generaciones venideras. Alicia se acercó hasta el pie de la muralla con la más radiante de las sonrisas y dejando asomar sus encantos por el escote.
—Tranquilizaos, señor —le habló como a paladín medieval—. No vengo a desposeeros de vuestras tierras. Sólo hay una propiedad de los hombres que me interese y, si bien se mira, es su única posesión verdadera. De ella sale su descendencia y en ella radica su fuerza. Nadie puede arrebatársela porque siempre la lleva puesta. Yo sólo pretendo visitarla —moduló la voz insinuantemente—. ¿Me abriréis ahora la puerta?
Alicia había notado que, conforme le hablaba, la entrepierna de Sir Humphrey se inflamaba. Hasta tal punto que hacía peligrar su precario equilibrio sobre la muralla. «Santo cielo», pensó, «parece aún más grande de lo que dicen.» Vencido por los encantos de la joven, el enorme depósito de la genealogía de los Dumphrey acabó dando con su propietario en el suelo. Se incorporó, recomponiendo la hidalguía, abrió la cancela y, con asombrosa rapidez para sus cortas piernas, condujo a Alicia hasta sus aposentos. Y allí, en cómoda intimidad, insinuación tras insinuación, el sexo de Sir Humphrey creció poniendo sus pantalones al borde del estallido. La situación era ridícula sin dejar de resultar excitante. En cualquier caso, necesitaba urgente intervención. Alicia sacó un pañuelo delicadamente plegado, lo abrió y mostró su contenido.
—Esta seta que veis es un regalo de mi tío Charles para una ocasión especial. Y no veo ninguna mejor que ésta. Tiene extraordinarias propiedades. Si muerdo del lado izquierdo, menguaré, y si muerdo del derecho, creceré. ¿Cómo preferís que sea yo para vos, Sir Humphrey?, ¿grande o pequeña?
Excitado por la propuesta, ni Sir Humphrey ni su sexo cabían en sí de gozo. Se revolvió de impaciencia, calibró la extraordinaria opción que le ofrecían y, ante la sorpresa de Alicia, eligió.
—Pequeña.
Había creído que el deseo de un hombre con semejante miembro sería encontrar una mujer lo suficientemente grande para darle cabida. Pero se equivocó. La prefería del mismo tamaño que su prominencia, casi una compañera. Pues la tendría. Tal y como le había enseñado su tío, la seta no obraba milagros en la talla de las personas, sino en su percepción de las cosas. Así que quien debía comer un trozo no era Alicia, sino Sir Humphrey. Entre carantoñas y zalamerías, consiguió que lo tragara. Y los efectos no se hicieron esperar. Leyó en la expresión de su rostro que ya la veía del tamaño deseado e, influida por la alucinación de él, ella también se sintió disminuir. Y la dimensión de lo que se ocultaba en la entrepierna contribuyó a reforzar la ilusión.
Se encargó ella misma de liberarlo. Desabrochó con dificultad el pantalón, porque la presión apenas se lo permitía y las descontroladas pulsaciones hacían que se le escaparan los botones. Por fin la bestia emergió. Alicia nunca había visto y nunca vería nada igual. El coloso ascendía prácticamente hasta la barbilla de su propietario. Incapaz de manipularlo, se limitó a abrazarlo. Totalmente desnuda, se restregó o bailó con él al tiempo que besaba su cabeza enrojecida. Acarició sus testículos, uno con cada mano y luego uno con cada pecho. Sir Humphrey, tumbado y congestionado, la contemplaba ir y venir, subir y bajar… Desde su alucinada perspectiva, el devaneo de la mujer con su sexo se le antojaba una lucha cuerpo a cuerpo. Alicia, aunque divertida, tampoco quería demorar el juego. Las dos cabezas de Sir Humphrey estaban tan coloradas que temía una apoplejía o, simplemente, que la sangre le faltara y arrugara la erección. Así que sujetó el cuello del prepucio con las dos manos y lo lamió hasta tenerlo bien humedecido; luego, con una mano que se llevaba a la entrepierna, lo impregnó con el aroma de su sexo y, finalmente, lo sacudió como si lo estrangulara. Notó el esperma subir como un surtidor y salir disparado hacia lo alto para caer en gotas gigantescas y densas. Salpicó el cuerpo de Alicia y también el de Sir Humphrey, que resoplaba con una sonrisa.
En cuanto se repuso, continuaron la conversación cubiertos de esperma y con el sexo de Sir Humphrey enroscado y todavía palpitante. Alicia, que sabía que ése era el mejor momento para negociar con los hombres, argumentó con la mayor naturalidad.
—Aunque os jurara amor eterno, sabéis que las mujeres somos veleidosas. Hoy en día ni siquiera en la palabra de los hombres se puede confiar. Así que, por mucho que os lo prometa, nunca tendríais garantizado un cuidado de vuestro sexo como el que con mi reducido tamaño os acabo de ofrecer. Puedo proporcionaros, sin embargo, el objeto que permite tan deliciosa atención. Puedo regalaros la seta milagrosa.
Los ojos de Sir Humphrey se encendieron de codicia, lujuria, impaciencia y algún otro humor. Alicia había tocado su punto débil. Sólo le quedaba rematarlo con la adecuada sutileza.
—A cambio sólo tenéis que entregarme vuestra propiedad —y, como le sintió estremecerse de inquietud, se apresuró a añadir—: Pero no vuestra principal propiedad, esa torre inexpugnable de la que sale vuestro linaje y os proporciona tanto placer, sino esa otra de piedra y ladrillo que un día dejará de producir o perderá valor.
Alicia sintió la voluntad de su huésped dudar entre su arraigo nobiliario y su dispersión seminal. Desdobló el pañuelo y le ofreció la seta para reforzar la tentación. Sir Humphrey Dumphrey, vástago fundacional de la nobleza inglesa, gruñó, se rascó la cabeza, se mordió las uñas y, por fin, cogió la seta.
Si con la adquisición de las propiedades de Mister Tweedle aumentó el prestigio social de Alicia, la toma de posesión de los dominios Dumphrey la encumbró a lo más alto. Hasta los más reacios a aceptar a especuladores y arribistas se rindieron a sus pies. Nadie llegó a conocer las cláusulas del contrato firmado con el Ministerio de Obras Públicas, pero aseguraban que las condiciones habían sido ventajosísimas. Los pretendientes hacían cola a su puerta y los rumores acerca de su promiscuidad se acallaron. Todo el mundo que se preciara se jactaba de conocerla y se peleaba por invitarla.
Siempre guardó un amor entrañable hacia tío Charles y conservó como un tesoro las fotos que le hizo de niña, así como los secretos sobre catoptromancia y otras útiles artes que le enseñó. En la lujosa mansión que adquirió en el centro de Londres, su retrato ocupó un lugar preferente, y también el espejo que le abrió las puertas de las maravillas. A pesar de sus éxitos, no dejaba de mirarlo con nostalgia. En las ocasiones especiales, cuando realmente quería estar guapa, se maquillaba ante él.
No se entretuvo en comprobar si sus adquisiciones le habían llevado a completar el tablero de ajedrez que un día creyó ver desde la habitación de Chess Hire Manor. Tampoco supo con exactitud si había alcanzado la octava casilla, la que permite que el peón se convierta en reina. Pero un día de primavera, víspera de su veinticinco cumpleaños, Timothy Cheshire llamó a su puerta. Azorado, quizá avergonzado, venía a invitarla a tomar el té. Su madre, la duquesa, se sentiría muy honrada de recibirla.
Alicia había oído que la situación económica de la familia atravesaba un mal momento. Incluso se rumoreaba que en breve se verían obligados a vender Cheshire Manor. Intuyó que la invitación pretendía recuperar el vínculo roto siete años atrás. Quizá Timothy, o su madre, pensara que él todavía ocupaba un lugar en su corazón. Quizá, simplemente, dada su experiencia inmobiliaria, pretendiera negociar con ella la venta de la casa. Quizá, incluso, habida cuenta de su situación geográfica, Cheshire Manor fuera la octava casilla. Pero Alicia no quiso saber nada.
—Lo siento, Tim. Como ves, me he convertido en un suculento bocado y no puedo ir a una casa en la que se roban tartas.
Cabizbajo, Timothy se alejó sin despedirse, consciente de que le devolvía la humillación de la que en tiempos la hizo objeto. Alicia le vio alejarse y sonrió. No tanto por haberle humillado como por haber conquistado la libertad de poder decir no. Quizá en los tiempos modernos, ser reina consistiera en eso.