Penélope apartó la mirada y fingió no haberle visto. Siguió rizándose el pelo, enroscando cada mechón en los tirabuzones de plata que le regalara su madre, la prudente Peribea, y se mantuvo tercamente atareada ante el tocador, ignorando al intruso, como si no existiera. Había observado por el espejo cómo abría la puerta con sigilo, penetraba en sus aposentos y se escondía detrás de las cortinas. Sentía su respiración infectando el aire de la habitación con el aliento entrecortado del deseo, pero ella, imperturbable, continuaba arreglándose. Frotaba las mejillas con emplaste de loto traído de Egipto, resaltaba la transparencia de sus ojos con khôl negro que aplicaba sobre los párpados y se perfumaba la nuca con aceite de Focea. Del cuerpo de Penélope emanaba un penetrante aroma a flores que se extendía por todo el palacio.

Anfinomo husmeó desde su escondite y aspiró los dulces efluvios. Absorbía el aire como si, a través del olor, pudiera poseer a la mujer que lo desprendía. Enardecido, su sexo entró en erección y un delicioso cosquilleo le subió de la pelvis hasta la garganta. La inflamación de la entrepierna y el calor que se expandía por su piel le obligaron a desnudarse. Se quitó la túnica, la escondió con torpe precipitación detrás de la cortina y empezó a acariciarse. Por los muslos, por el vientre, por los testículos, por el tallo del pene… La excitación le desbordaba. Quería más: más olor de Penélope, y no sólo de su perfume, sino de ese otro que fluía de dentro de su cuerpo; más del suave chasquido de sus manos extendiendo afeites por los hombros; más del brillo dorado de sus bucles meciéndose tras las orejas. Así que se arriesgó y, aprovechando el ensimismamiento especular de la mujer, corrió de puntillas por la habitación hasta encogerse tras la enorme crátera que adornaba el acceso al balcón. Desde ahí, asomándose con disimulo, podía ver, además de la espalda, la oreja izquierda y el comienzo de la blanca mejilla. El olor le llegaba con mayor intensidad y, abarrotado, casi agarrotado por la erección, volvió a frotarse el sexo de manera rítmica y cada vez más acelerada. Pero no tardó en sentirse insatisfecho. Aún podía aproximarse más al objeto de su deseo. Se levantó, pegó el cuerpo a la panza de la crátera, la rodeó intentando fundirse con las imágenes que la adornaban y luego, en un par de saltos, se refugió entre los pliegues de la tela que separaba el tocador del dormitorio. Era el lugar perfecto. Apenas diez metros le separaban de ella, y podía contemplarla de frente, distinguir el azul de sus ojos concentrados en el espejo, sumirse en el pozo de sus labios entreabiertos, escuchar la fricción de sus muslos, oler el almizcle de sus ingles… Anfinomo, intentando poner calma en el desbarajuste de su lujuria, se mojó los dedos con saliva y con húmeda parsimonia retomó las caricias de su erección —o la erección de sus caricias—, primero por la punta del sexo, luego por toda su intensa extensión, hasta abandonarse de nuevo al frenesí.

Las evoluciones de Anfinomo no habían pasado inadvertidas a Penélope. Le vio en el espejo cuando se ocultó tras la crátera y con el rabillo del ojo cuando pasó hacia el dintel del dormitorio. Pudo observar su cuerpo desnudo, enteco pero fibroso, su espalda cargada hasta hacerle parecer jorobado… Aunque, a decir verdad, no estaba totalmente desnudo. De un fino cinturón pendía un cuchillo pequeño, especie de daga que, según decían, manejaba con destreza, mantenía envenenada y de la que nunca se desprendía. Penélope no olvidaba que, a pesar de su ridículo aspecto, se hallaba ante un hombre peligroso. Y portentosamente dotado: siempre le sorprendía la talla de sus genitales cuando, tras los tocamientos que le llevaban de un rincón a otro, se desplegaban en toda su dimensión. Al igual que las demás mujeres de Ítaca, creía que el tamaño del miembro de los hombres guardaba relación con el de sus armas. La espada de Ulises era enorme y en la sala de los tesoros conservaba —auténticas joyas de la panoplia— doce hachas de tal envergadura que sólo él era capaz de manejar… ¿Cómo explicar, pues, el puñalito de Anfinomo al lado del descomunal instrumento que colgaba de su entrepierna?

Penélope veía cómo asomaba la imponente cima de ese sexo, cómo se aceleraba su mano masturbatoria y cómo la tela se agitaba con sus jadeos. ¿Anfinomo creía realmente pasar inadvertido? Penélope se levantó bruscamente, se dirigió hacia donde se encontraba el desenfrenado visitante y se detuvo a su altura. Temiendo haber sido descubierto, Anfinomo cesó todo movimiento y contuvo el aliento. El riesgo de ser sorprendido formaba parte del juego y, en el fondo, aumentaba su excitación. Mantuvo, pues, la erección mientras apenas contenía una risa nerviosa. Tras un breve titubeo, Penélope siguió su camino sin mirarle para encaminarse al armario de los ungüentos. Seleccionó un aríbalo y un alábastron que contenían sustancias untuosas para mantener la piel tersa y regresó al tocador pasando de nuevo delante de Anfinomo. Éste, al confirmar la ceguera de la mujer a su presencia, volvió al acompasado frote.

Penélope se despojó de la corta túnica que cubría su cuerpo. Lo hizo con naturalidad, como si estuviera sola, pero sin dejar por ello de administrar con sensualidad las partes que ponía al descubierto. Tardó varios minutos en mostrarse totalmente desnuda. Se aplicó los ungüentos por el cuello y por los hombros. Bajó hasta los pechos y estuvo un tiempo amasándolos con lentitud, desplegando una sonrisa de placer mientras la mirada se le perdía y la respiración se le hacía más profunda. Finalmente llegó al vientre y, tras merodear por la frondosidad del pubis, se internó con decisión en ella. El ungüento, al entrar en contacto con la rizada cabellera, provocaba una leve crepitación que, con estudiada espontaneidad, Penélope reavivaba una y otra vez. Aunque simulaba distracción, incluso el despreocupado abandono de la intimidad, Penélope no apartaba la mirada de ese miembro, ya ciclópeo, que desbordaba de las cortinas. Nunca había visto un enramado de venas y nervaduras tan vibrantemente encendido. Le halagaba comprobar cómo, a pesar de los años, era capaz de poner a un hombre tan fuera de sí. Y, si era sincera —o, simplemente, se dejaba llevar— no sólo le halagaba, también la excitaba.

Se volvió de espaldas y exhibió un par de nalgas perfectamente redondeadas. Las acarició, las apretó, las separó mostrando con irresistible insistencia la sima oscura en la que se hendían. En contacto con el ungüento la piel adquiría un brillo tentador que, convenientemente masajeado, llevaba a Anfinomo a un estado que oscilaba entre la desesperación y el placer. Y reservaba para el final lo mejor de su actuación. Se introdujo los dedos, rezumantes de untura, en lo más profundo del vientre. No mostró el sexo, pero su mano hundida en rítmico vaivén y el constante entrechocar de muslos no dejaban dudas sobre la actividad a la que se entregaba. Echó la cabeza hacia atrás en un estertor de placer y eso fue más de lo que Anfinomo pudo aguantar. Lanzó unos gritos sofocados, una especie de hipo doloroso, y eyaculó. Penélope vio cómo el chorro blanco salía despedido desde el escondite hasta la crátera, incluso más allá, dejando suelo, cortinas y columnas impregnados de densas escurriduras.

No se dio cuenta del momento exacto ni de la vía de fuga utilizada, pero unos segundos después Anfinomo había abandonado el lugar. Penélope recuperó el aliento, limpió el ungüento de la entrepierna con una esponja y, todavía desnuda, salió a la terraza. Se quedó mirando el horizonte, escudriñando la lejanía durante varios minutos, hasta que sus ojos azules se fundieron con el azul del mar.

Anfinomo estaba convencido de que Hermes le tenía bajo su protección y que, cuando lo necesitaba —o, simplemente, cuando se lo pedía—, le cubría con su manto y le salvaguardaba en sus incursiones a los aposentos de la reina. El dios velaba por los ladrones y, al fin y al cabo, él robaba. Robaba los encantos de la hermosa Penélope, un perdonable delito, pero robaba. Sólo quería gozar de unos instantes de belleza, observarla a su antojo y en el más absoluto anonimato. «Los placeres, mejor cuanto más ocultos. Y eso los dioses lo saben y lo perdonan…», repetía a quien quisiera oírle. Pero ¿podía alguien confiar en las palabras de Anfinomo y, menos aún, en su fe en los dioses? Su comportamiento mezquino, en ocasiones cruel, y su carácter intrigante no podían sino apartarle de los favores del Olimpo. Sin embargo, estaba seguro de la hermética tutela y sin cesar invocaba al dios de las alas y el caduceo, le ofrecía sacrificios y hasta en prolongados monólogos —oraciones las llamaba él— le confesaba sus más lúbricos pensamientos.

Penélope, desde luego, no confiaba en él. Su padre, el viejo Icario, aseguraba que el nombre de una persona dice mucho de su carácter. Anfinomo significa «el de los dos nombres» y ¿cómo confiar en alguien que se llama de dos maneras o, peor aún, cuyo nombre anuncia precisamente su ambivalencia? Por si a Penélope le quedara alguna duda, él mismo, hacía ya meses, le había anunciado lo que iba a ocurrir. Se lo insinuó de manera confusa: «Si lo permites, Penélope, yo te protegeré». Al principio ella lo interpretó como una fórmula de cortesía o como una oferta hipócrita para ganarse su simpatía. Pero no tardó en comprender lo que en realidad quería decir: «Tú deja que te mire y, a cambio, haré que nadie te moleste».

Porque a partir de ese momento empezaron las visitas de Anfinomo. En las primeras, Penélope, sin atreverse a expulsarle, se limitó a ser distante. Fingía no verle, pero sin prestarse a ninguna complicidad. Mientras él recorría los aposentos de un escondite a otro, ella permanecía inmóvil, ensimismada, mirando por la ventana o adormecida sobre el triclinio, vestida, más que púdica, indiferente. En cierta ocasión se encerró en la sala de armas de Ulises y sólo salió cuando estuvo segura de que se había marchado. Pero Anfinomo no tardó en hacerle entender que, de persistir en esa actitud, su situación empeoraría. Su riqueza, su oratoria y su comportamiento traicionero le otorgaban gran ascendencia sobre los demás pretendientes, que, más que respetarle, le temían. Penélope no olvidaba que ciento ocho jóvenes impacientes, príncipes y nobles procedentes de Samos, Zacinto, Duliquio o de la propia Ítaca, se disputaban sus encantos y, excitados ante la perspectiva matrimonial, podían poner en peligro la gobernabilidad del reino. Anfinomo se encargó, no obstante, de recordárselo. Le bastaron unas palabras deslizadas en los oídos adecuados para provocar una reyerta entre pretendientes que estuvo a punto de acabar en el asalto de las habitaciones de Penélope. Ésta captó inmediatamente el mensaje y, a partir de ese momento, le dio acceso a su intimidad. La situación no dejaba de ser perversa. Porque ambos fingían. Él se esforzaba por no ser visto y ella por mostrar la despreocupación de quien no ve.

El acuerdo tácito con Anfinomo funcionó unos meses. Penélope seguía soportando el piafar impaciente de los hombres que, cual sementales encelados, se reunían todas las tardes en el patio, para beber el vino y comer las vituallas del ausente Ulises, hasta emborracharse, y entonces discutían, se peleaban y caían dormidos entre vómitos, sudor y sangre. Todas las noches Penélope sentía bajo sus pies, justo debajo de la habitación donde intentaba conciliar el sueño, el aliento fétido de un monstruo, una gigantesca serpiente de ambición, lujuria y frustración que reptaba hacia ella y amenazaba con estrangularla.

En cierta ocasión los oyó subir en medio de la noche. El repiqueteo de escudos, corazas y canilleras avanzando por las escaleras la sacó del sueño. Durante unos segundos no supo si la escena que se ofrecía a sus ojos era real o formaba parte de sus pesadillas. A los pies del lecho, una oscura masa resoplante formada por una docena de hombres la observaba con ira y deseo. Traían las espadas desenvainadas y sus cuerpos desprendían un olor acre en el que el sudor y el vino se mezclaban con la sangre. Por un momento, Penélope temió que hubieran acudido a matarla o a violarla, quizá a las dos cosas. Pero se limitaron a hablar o, mejor dicho, a mascullar su descontento. En un coro desentonado fueron acribillándola con sus reproches. ¿Qué mujer había más despiadada que ella, capaz de mantener a tantos hombres pendientes de una decisión que nunca tomaba? Algunos llevaban más de quince años a la espera de que se dignara aceptarlos o rechazarlos. ¿Y qué clase de reina consentía que su propio país, esa Ítaca fértil, permaneciera indefinidamente en un estéril interregno, sin saber adónde ir, apeada del barco de la Historia? La acusaban, amenazantes —quizá vengadores—, de ser fría como mujer e irresponsable como reina.

Por unos instantes, Penélope, desnuda bajo las sábanas, se sintió indefensa, a merced de esos hombres embriagados de orgullo. Pero, obedeciendo a un indignado impulso, apartó la ropa que la cubría, se incorporó tal y como había venido al mundo y lanzó este discurso: «¿Por quién os tomáis? Venís todos los días a esquilmar el patrimonio de mi esposo, el añorado Ulises, vaciáis su despensa, os hacéis servir por sus criados y humilláis a sus parientes. Ninguno de vosotros ha traído pruebas de su muerte y queréis que despose a uno de los vuestros. No sois dignos de sucederle, no sois dignos del trono de Ítaca, no sois dignos de mí…». Los hombres quedaron mudos ante la fuerza de estas palabras y ante la belleza del cuerpo que, erguido ante la cama, las pronunciaba. Pero, más que a su oratoria o a su desnudez, fueron sensibles al halo plateado que la envolvía. La luna, filtrándose por el balcón, se reflejaba en la blancura de su piel y la dotaba de un frío brillo. Los pretendientes pensaron que la diosa Artemisa extendía su manto virginal sobre Penélope y la protegía. Y, cabizbajos, abandonaron la habitación.

Penélope estaba convencida de que las malas artes de Anfinomo la libraban de estas molestas irrupciones y aplazaban el momento de tomar una decisión. Él distraía a unos, enfrentaba a otros, todo con tal de garantizarse esas clandestinas visitas masturbatorias que tanto placer le proporcionaban. Ella lo soportaba como un mal menor e, incluso, dado que le debía en buena parte su seguridad, trataba de compensarlo por su tutela. No obstante, era consciente de que, tarde o temprano, las intrigas de Anfinomo no lograrían frenar la creciente fogosidad de los pretendientes. Lo cual ocurrió antes de lo que pensaba.

Una noche en que los gritos le impedían dormir, supo que había terminado la tregua entre los pretendientes. Había demasiada furia en los golpes que le llegaban desde la planta baja y después, pasado el bullicio, demasiado silencio. Penélope se encogió en la cama y vio una enorme sombra, casi un eclipse, penetrando en sus aposentos. Bajo el casco ensangrentado, tras la expresión rabiosa del hombre que acaba de batirse con cien rivales, reconoció la figura de Eurímaco. Hijo del prudente Pólibo, los itacenses lo consideraban el más digno candidato a la mano de la reina. Llevaba diez años frecuentando el palacio de Ulises como si de su propia hacienda se tratara y, prueba de su ascendente autoridad, había tomado a Melanto, sirvienta de Penélope, como amante. Ahora, erguido ante el umbral del dormitorio, bufando de furia y deseo, parecía dispuesto a tomar lo que consideraba suyo. Por la fuerza si era necesario.

Penélope, aterrada, se encogió, aferrada al dosel de la cama. Pensó en gritar pidiendo ayuda, en intentar la huida por la terraza o en resistir con la mayor energía. Pero enseguida comprendió la inutilidad de cualquiera de estas opciones. «Si no puedes vencer a tu enemigo, simula la rendición», solía decir el astuto Ulises, «aguarda hasta que la situación sea favorable y, entonces, ataca sin piedad.» Así que se levantó envuelta en una sábana y, sin apartar la mirada, vio cómo Eurímaco avanzaba hacia ella. La armadura rematada con púas de plata rozaba su carne y amenazaba desgarrarla. El guerrero no era consciente de su agresivo aspecto. Sólo quería poseer a la mujer que, finalmente, se hallaba al alcance de su mano. Penélope leía la obsesión en las brasas de sus ojos y en la respiración entrecortada que agitaba su pecho. Eurímaco estaba tan cerca que podía oler su sudor y la embriaguez emputrecida de su aliento. Si seguía avanzando, la ensartaría y la violaría. Seguramente en ese orden.

Penélope dio un paso atrás y dejó caer la sábana que la cubría. El destello de su cuerpo hizo que Eurímaco se detuviera deslumbrado, quizá también desconcertado. Ella aprovechó ese momento para pasar a la ofensiva. Se acercó al guerrero, se apoyó suavemente en su pecho y, aprovechando la sorpresa, introdujo la mano por debajo de la faldilla hasta alcanzar su sexo. Eurímaco se estremeció al contacto y, tras convulsión de coraza y tremolar de penacho, quedó paralizado, inmovilizado en el placer como una estatua. Hasta la respiración se le estancó en suspiro. Penélope había tocado el resorte que mueve a los hombres y también los detiene. Controlada la situación, sabía lo que debía hacer. Y empezó con suavidad; luego, conforme la entrepierna de Eurímaco se inflamaba, con creciente rapidez. Arrimada, casi pegada, vibraba con los espasmos contenidos que recorrían el cuerpo del guerrero. A esa distancia no sólo sentía el terremoto de placer que le atravesaba, sino que veía cómo la sangre que todavía perlaba la armadura se escurría, arrastrada por la agitación, y salpicaba el suelo. Él ni siquiera se atrevía a mirarla, temiendo que, asaltada por el pudor, interrumpiera el gozoso vaivén. Se mantuvo en tensión, apretando los puños. Sin tocarla. Quizá sin pensarla. Sólo sintiéndola.

Penélope no podía evitar la satisfacción, incluso cierto orgullo, al comprobar la eficacia de su caricia. La erizada coraza de Eurímaco, su furor guerrero se venían abajo ante el aplacador contacto de una piel. Las armas se rendían al suave ataque de una mano desnuda. Tal y como había sostenido en las largas discusiones con su querido Ulises, Afrodita era más poderosa que Ares. Sin embargo, aborrecía haberse visto obligada a actuar de esa manera y no perdonaba a Eurímaco el miedo que en ella había suscitado. De hecho, una vez embridado, disfrutaba de su poder, consciente de que al ritmo de sus expertas manos lo llevaría por donde quisiera. Para terminar de calmarle, le sopló en el cuello, luego le invitó a pasar la mano por su espalda y enarcó las nalgas. Con las palmas frotó los testículos, que se endurecieron al contacto. Habría podido prolongar la caricia y mantenerle en el gozo durante varios minutos, pero no quiso. No lo merecía. Así que apretó con precisa ternura el cuello del prepucio, jadeó fingiendo excitación y Eurímaco se desbordó con un aullido en el que el placer todavía se mezclaba con la ira.

Sólo entonces la miró. En sus ojos ella ya no vio deseo sino asombro, quizá también un velo de vergüenza. No tanto por la violenta irrupción en el dormitorio como por la rápida eyaculación. Se apoyó en una de las columnas para tomar aliento, miró a su alrededor como si intentara entender lo ocurrido… Hundido en la resaca de vino y sexo, hizo amago de recuperar la fiereza, desenfundó la espada y la dirigió hacia el vientre de Penélope. Ésta, lejos de arredrarse y consciente de que se trataba de un último acceso de ira más que de auténtica voluntad asesina, se irguió frente al filo. Entonces Eurímaco dio media vuelta y con la espada baja —las dos— salió de la habitación. Penélope contempló su marcha con gesto regio. Tras él quedaba un pequeño charco de sangre, sudor y esperma. La esencia de los hombres, se dijo, la que les da el poder y también la que les lleva a perderlo.

Había logrado salir airosa gracias a su sangre fría —o a la caliente de Eurímaco—, pero la situación podía reproducirse en cualquier momento con un desenlace menos favorable. Era evidente que Anfinomo había perdido el control de los pretendientes; al menos, los más motivados ya no le escuchaban y, peor aún, ya no le temían. Debía urdir un nuevo plan para mantener a raya a tanto varón excitado. Llevaba más de quince años sorteando sus embates, inventando ardides, buscando excusas para aplazar lo que cada vez se antojaba más inaplazable. Sin embargo, Penélope había decidido que ninguno de esos hombres, aspirantes a un trofeo al que no tenían derecho, la poseería. Habían ocupado su palacio, habían violado la intimidad de sus aposentos, pero nunca la penetrarían. Aunque tuviera que valerse de caricias desapasionadas o de fingimientos voluptuosos, no copularían con ella y mucho menos la embarazarían. Y no era tanto por fidelidad a Ulises como por respeto a sí misma. Si quería seguir siendo reina, debía reinar, primero y siempre, sobre su cuerpo.

Cuando se cumplieron cinco años de la partida de Ulises, ante la falta de noticias de la suerte que había corrido en Troya, surgieron las primeras voces que reclamaban —algunas exigían— un nuevo rey. Ítaca, no obstante, seguía siendo próspera y Penélope gobernaba con justicia. Eran las intrigas políticas de un puñado de familias las que habían hecho correr el rumor de que sobrevendría un caos inminente si la reina no celebraba nuevas nupcias. Entonces, para librarse de estas presiones, a Penélope se le ocurrió hacer un rico y definitivo regalo a Laertes, el único que éste podría llevarse a la tumba. Anunció a las decenas de pretendientes que ya empezaban a acosarla que sólo tomaría marido cuando terminara de tejer el sudario de su suegro. Así les hizo concebir esperanzas en la próxima extinción de la dinastía laertiada. En realidad, el padre de Ulises gozaba de excelente salud y ella no tenía intención alguna de casarse. Durante más de cuatro años los mantuvo engañados escudándose en la calidad de la tela en la que trabajaba o en la complejidad de los motivos con los que la adornaba. Pero Penélope destejía por la noche lo que durante el día tejía. Hasta que Anfinomo, seguramente informado por una de las criadas, descubrió el engaño.

Fue un motivo más para aceptar la viciosa tutela de Anfinomo, pero, a la vista de los hechos, debía cambiar de protector, y encomendarse a Eurímaco no parecía lo más adecuado. No podía seguir conteniéndole con una caricia en la entrepierna. Es más, estaba convencida de que en la próxima visita querría resarcirse y dejar clara su voluntad de conquista. Penélope no veía la manera de pactar con él, así que ideó una estratagema para detenerlo.

De entre todos los pretendientes sólo Antínoo era capaz de hacer frente a Eurímaco. Engreído y violento, debía su ascendencia al poder de su padre, el taimado Eupites, que siempre había negado legitimidad a los soberanos de Ítaca. Cuarenta años atrás, había combatido contra Laertes en un fracasado intento de arrebatarle el trono. La prolongada ausencia de Ulises le llevaba a concebir nuevas esperanzas y, consciente de que su hijo no poseía la habilidad política para maniobrar en tan delicada situación, le había rodeado de algunos de sus más valiosos colaboradores. Penélope sabía que al menos una docena de pretendientes no estaban ahí para gozar de sus encantos, sino, por orden de Eupites, para apoyar a Antínoo. Quizá solucionaría sus problemas si envenenaba la rivalidad entre Eurímaco y Antínoo… Como decía Ulises, dividir al enemigo es el comienzo de la victoria.

Para lograrlo, pensó que podría utilizar el objeto más deseado por los pretendientes: su propio lecho. Muy pocos sabían que el palacio del rey de Ítaca había sido construido alrededor de esa enorme cama. En su fogosa juventud, Penélope y Ulises pasaban las horas amándose. Sentían tal atracción el uno por el otro que, en cuanto se separaban, empezaban ya a desearse. La lujuria les enredaba en una espiral inagotable, hasta el punto de que quienes les conocían llegaron a creerles afectados por alguna enfermedad inoculada por Eros. Pero ellos, lejos de vivirlo como un mal, lo consideraban una bendición. Nunca, por muchos años que pasaran juntos, se cansarían de recorrer sus cuerpos. A diferencia de otros hombres y mujeres, sobre todo a diferencia de otros reyes y reinas, se casaron para yacer indefinidamente juntos.

Por eso Ulises quiso construir con sus propias manos el lecho nupcial. Ése sería su verdadero hogar; el resto de las dependencias palaciegas sólo serviría para tareas subsidiarias como el gobierno, la administración de justicia, la despensa o la armería. Ulises taló un olivo centenario y sobre el tocón de doce codos de diámetro labró la base del lecho. Acabado el trabajo, convocó a carpinteros, tejedores y orfebres para que cuadraran la base, la recubrieran con las más mullidas telas y la repujaran con oro, plata y marfil. Esculpieron un hermoso friso presidido por Poseidón, el dios de los mares, en donde, entre otras figuras, aparecía Eolo, señor de los vientos. Porque Ulises concebía la cama como un mar de placer azotado por las galernas de la pasión. A través de sus procelosas aguas, resistiendo los embates de los celos o aprovechando las mareas de felicidad, surcarían juntos hacia el éxtasis. Para reforzar aún más su aspecto oceánico, la superficie del lecho se quebraba en zonas de desigual tersura y profundidad, creando con la ayuda de cojines y sábanas excitantes rompeolas, plácidas ensenadas o simas silenciosas. Cuando Penélope y Ulises se acostaban, era como si embarcaran en un excitante viaje. Sus cuerpos enlazados rodaban por ese inmenso espacio de amor, navegaban a la deriva de su goce, y unas veces acababan en el abrigo de un puerto, otras naufragaban en un acantilado o recalaban en una isla ignota para, al poco, volver a zarpar.

Nunca imaginó Penélope que Ulises abandonaría tan pronto esa navegación erótica y la sustituiría por otra más real y peligrosa. Cuando Agamenón le convocó para combatir a los troyanos, el corazón se le rompió, escindido entre el deber y el amor. Las obligaciones como rey terminaron imponiéndose y Penélope presenció consternada su partida en una embarcación que no eran sus brazos. Ahora el mar de sábanas se le hacía desierto y el placer de la navegación nostalgia. Había envejecido en la soledad de esos pliegues, arrasada por la resaca de un amor que se negaba a volver. Hacía ya muchos años que no se embarcaba de un salto en el navío del deseo sino que, resignadamente, se encaramaba con la ayuda de un escabel —tan alta era la cama— en la balsa de la espera. En los momentos más oscuros de su separación había llegado a pensar que el gigantesco tálamo había sido construido por Ulises con intenciones muy distintas a las confesadas. No era navío para descubrir nuevos horizontes sino pecio que la mantenía varada, quizá definitivamente hundida. Y las raíces del viejo olivo, abismándose en el corazón de la tierra, no servían de ancla contra las zozobras del amor sino de lastre que le impedía alcanzar cualquier orilla.

Pues bien, ese lecho, barco o prisión, le iba a servir para afrontar la nueva situación con los pretendientes. Por primera vez desde que Ulises lo construyera, Penélope iba a tomar el timón y poner rumbo hacia la libertad. Al menos hacia una mayor seguridad.

Pero el lecho no le bastaba. Necesitaba contar con la complicidad de otra persona, una mujer en la que pudiera confiar, dispuesta a combatir con ella, a sacrificarse por ella si fuera necesario. Y, si miraba a su alrededor, entre amigas y sirvientes, sólo Eurínome reunía esas condiciones. Ocupaba el cargo de despensera, pero había sido promovida por Penélope a las mayores responsabilidades domésticas. Para ello había tenido que relegar a Euriclea, la vieja aya de Ulises, y alejarse de Melanto, su antigua camarera, aliada de los pretendientes y amante de Eurímaco. Dado el aislamiento al que estaba sometida, Eurínome se había convertido, más que en sirviente, en confidente. Además, poseía cualidades muy apropiadas para llevar a cabo su plan. Todavía joven, era de carácter alegre, decidida, amante de los hombres, y Penélope esperaba que le concediera su apoyo. Si no lo hacía como amiga, se lo ordenaría como reina. En esas circunstancias, no le quedaba otra salida.

Cuando Penélope le contó su idea a Eurínome, ésta aceptó sin vacilar. No sólo por fidelidad a su señora; también porque, con toda seguridad, la desgracia de la reina conllevaría la de todos los criados que habían permanecido a su lado. La estrategia, complicada, exigía una gran compenetración entre ambas. De hecho, tal y como explicaba Penélope, las dos constituirían una única mujer; una mujer formada por dos mitades: Eurínome sería la parte inferior y Penélope la superior. La situación con los pretendientes se había hecho insostenible, a no ser que se entregara a uno de ellos. Y Eurínome comprendió que, al fin y al cabo, se trataba de copular con hombres fuertes y bien dotados, los mejores guerreros de Ítaca. Además, le rendirían sus homenajes como si de una reina se tratara. Y disfrutaría de todo ello en el anonimato. Durante varios días ensayaron su juego, buscaron la zona de la cama que mejor se prestaba a ello y estudiaron las posturas que debía adoptar cada una. Aunque al principio llevaron los preparativos con preocupación, enseguida, conscientes de la ceguera de los hombres en cuanto se colocan entre los muslos de una mujer, se relajaron y acordaron entre risas los últimos detalles del plan.

Esperaron a que terminara la vendimia y, el día de la fiesta de Dionisos, aprovechando que los hombres bebían más y desconfiaban menos, Eurínome se aproximó a Antínoo y, con discreción, deslizó estas palabras en sus oídos: «La reina te espera en sus aposentos; aguarda a la medianoche y sube a visitarla». Al oír esa invitación, los ojos desorbitados de Antínoo miraron con incredulidad a Eurínome. ¿Había sido el elegido? ¿Penélope se había convencido finalmente de las ventajas que ofrecía su alianza? Eupites, su padre, iba a sentirse orgulloso… Un montón de preguntas se agolpaban en su garganta, pero Eurínome le ordenó con un gesto que guardara silencio y actuara con discreción. Sin embargo, a partir de ese momento no pudo disimular su nerviosismo y, apartándose del grupo, salió al patio y empezó a pasear de un lado a otro. Su alteración pasó inadvertida a los pretendientes, entregados como estaban a la conversación, la comida, la bebida y las mujeres. Sólo Eurímaco se dio cuenta. No lo habría hecho sin la intervención de Eurínome, quien, al servirle un plato de alondras adobadas en miel, le obligó a volver la mirada hacia el impaciente elegido. A partir de ese momento Eurímaco no le perdió de vista y, cuando, al llegar la medianoche, Antínoo enfiló con torpe disimulo la escalinata que conducía a la planta superior, le siguió. Todo sucedía como las dos mujeres habían previsto.

El dormitorio de Penélope se hallaba sumido en la penumbra. Distribuidas estratégicamente por la estancia, unas cuantas lamparillas proporcionaban una luz trémula. Alimentadas con aceite de Naxos, producían una doble llama y desprendían un aroma que enturbiaba los sentidos. Cuando Antínoo entró en la habitación, quedó impresionado por las dimensiones del lecho. Nunca había subido a esa parte de la casa, aunque había oído las descripciones de alguno de los pretendientes. La realidad las superaba y en ese ambiente casi religioso todo se le antojaba gigantesco, ¿o era él quien empequeñecía? Avanzó con lentitud, desorientado, sin saber muy bien hacia dónde dirigir sus pasos. Entonces la voz de Penélope le llamó en un susurro: «Acércate, Antínoo. Ven y búscame». No se hizo de rogar. Subió de un salto al lecho y recorrió a gatas los encantadores recovecos que albergaba. La voz de Penélope había bastado para ponerle en un estado de suma excitación. Al descender de una zona cubierta de almohadones, se dio de bruces con ella. La llama de una de las lámparas irisaba los ojos de Penélope y doraba la curva de sus pechos. «Acércate, Antínoo», repetía. Y Antínoo, reclamado por esa insinuante voz de sirena, se deshacía de placer antes ya del primer contacto.

Cuando estuvo tan cerca que el olor de su piel le embriagaba, la reina musitó, mitad como una orden, mitad como provocación: «Puedes entrar en mí y disfrutar todo lo que quieras, pero no puedes besar mis labios ni tocar mis pechos». Antínoo se desprendió de la túnica mostrando un cuerpo fornido y un sexo largo y delgado. Deseoso de penetrarla, buscó con frenesí el pubis de la reina. En desequilibrio sobre los almohadones, tuvo que apoyarse en el vientre de Penélope para no caer. Ésta le apartó inmediatamente, tomó su sexo y, con precisión, se lo introdujo. Una entraña tierna acogió el miembro de Antínoo y lo estrechó a modo de bienvenida. Para Antínoo era la más familiar de las caricias, y la interpretó como una señal de absoluta entrega. Estaba dentro de la reina. Como si ya fuera rey. Y al pensar en eso, más que al sentir el placer que le subía desde el vientre, su cabeza le dio vueltas y a punto estuvo de perder el sentido.

Antínoo, sin embargo, no había penetrado a la reina, sino a Eurínome. Las dos mujeres se habían colocado de modo que Penélope hundía piernas y pelvis en las mullidas ondas del lecho dejando asomar su tronco. Eurínome, al contrario, dejaba asomar piernas y pelvis mientras el resto del cuerpo buceaba por debajo de las sábanas. Los muslos de la reina reposaban a horcajadas sobre el vientre de la criada y el rostro de ésta rozaba la espalda de aquélla. De esa manera mantenían el contacto que les permitía actuar de modo coordinado. Porque, aunque se ofrecieran demediadas, su acción conjunta las convertía en una. Y, lejos de sentirse incómodas, disfrutaban. Eurínome porque siempre había gustado del sexo anónimo: «Sin nombre, incluso sin rostro, el sexo es más sexo», afirmaba. A lo cual debía añadir en este caso la confusión de que era víctima el hombre que la penetraba. Antínoo creía recibir los favores de una reina cuando, en realidad, se estaba acostando con el servicio. Penélope, segundos después del acople, experimentó la gran satisfacción de estar engañando a un miserable. Y ambas apreciaban la estrecha complementariedad que se creaba entre ellas. Una gozaba en silencio y la otra suspiraba sin placer.

Penélope disfrutó especialmente simulando una expresividad arrebatada. Es más, cuando Antínoo apartaba los ojos, en un intento de controlar el orgasmo, ella le tomaba por la barbilla y le obligaba a mirarla. El rítmico balanceo de la cama, las piernas de Eurínome abriéndose y cerrándose y su aliento soplándole por la espalda le daban pistas para orientar su mímica. Porque no sólo jadeaba, sincronizada con los embates de Antínoo, sino que echaba hacia atrás su cuello en fingido abandono, asomaba la lengua en un gesto de falsa lascivia, ponía los ojos en blanco simulando desmayo y agitaba los pechos al ritmo creciente de la excitación del hombre. Comprobó con agrado que Antínoo era más suyo que de Eurínome. De hecho, bastó con que la palma de su mano le rozara la mejilla para que eyaculara ruidosamente. Penélope llevó el disimulo hasta acompañar la descarga del hombre con gritos acompasados, como si también ella gozara. Lo hacía no sólo para engañar a Antínoo sino para cubrir los gemidos de Eurínome, que, arrastrada por el torbellino, intentaba ahogarlos contra su espalda.

Antínoo se derrumbó satisfecho sobre el lecho. El acto había durado unos pocos minutos pero se sentía totalmente confiado, como si formara parte ya de la vida de Penélope. Así que enseguida empezó a hacer planes sobre su boda. Se casarían de inmediato y la ceremonia de coronación tendría lugar lo antes posible. Eupites, su padre, aportaría tierras y ganado a la ya rica hacienda real. Y reinarían felices sobre una Ítaca próspera. Nadie se opondría a ello, porque mataría con sus propias manos al pretendiente que no aceptara su victoria… Antínoo habría continuado indefinidamente trazando el mapa de su felicidad futura si, llegado a este punto, Penélope no le hubiera interrumpido. Primero le habló con voz tenue, como si todavía estuviera desmayada de placer: «No sólo eres el más atractivo de todos los que aspiran a mi mano, sino que nuestra alianza es la más conveniente para Ítaca». Y continuó en un tono más irritado, como si estuviera enfadada: «Pero, ay, Eurímaco ha venido a visitarme antes que tú, me debo a él y tú no serás capaz de matarlo». Esta segunda parte de la réplica irritó tanto a Antínoo como le había complacido la primera. Protestó, juró que lo haría, que Eurímaco no era enemigo para él… Penélope permaneció callada como si no confiara, esperando que penetrara en él el veneno del resentimiento…

La conversación había sido meticulosamente preparada por las dos mujeres; estaba dirigida a los oídos de Eurímaco, que en esos momentos escuchaba oculto detrás de una columna. Había llegado a la habitación poco después de Antínoo y había presenciado la escena con ira contenida. Es más, en cierto momento había pensado subir al lecho, abalanzarse sobre su rival y degollarlo ante los ojos espantados de Penélope. Pero se había retenido. Porque no era honorable matar a un guerrero desarmado y, sobre todo, esperaba obtener alguna ventaja de lo que allí ocurriera. Pero los sentimientos de Eurímaco cambiaron cuando oyó las palabras de Penélope. Entendió que ella le otorgaba, más que prioridad, preferencia, y que, al mismo tiempo, reprochaba a su rival una clara inferioridad, incluso incapacidad, para enfrentarse a él, el verdadero campeón de los pretendientes. En unos segundos su interpretación de la escena dio un vuelco, dejó de ver a Penélope como una mujer inconstante que, tras haberle masturbado a él, se ayuntaba con otro hombre, para considerarla una víctima, sometida a la fuerza por Antínoo pero, al final y habiéndoles probado carnalmente a los dos, reclamándose suya.

Y eso era precisamente lo que Penélope quería. Sin coste físico ni emocional, sólo con inteligencia y disimulo, había logrado enfrentar a los dos líderes de los pretendientes. Antínoo abandonó el dormitorio con una idea, casi una obsesión. Y no era casarse con ella, sino acabar con su rival. Otro tanto le ocurría a Eurímaco. Pero las fuerzas entre ambos estaban equilibradas, y sus respectivos aliados eran igual de poderosos, tanto que la confrontación podía prolongarse meses. En ello al menos confiaba Penélope. Pero lo que a la reina le llenaba de orgullo, y también de alegría, era su interpretación como actriz. Había sido media mujer, pero había desempeñado el papel de tres. Para Antínoo había sido una amante entregada; para Eurímaco, una prometida fiel; para Eurínome, reina inteligente y amiga cómplice. Y ese juego de espejos en el que su imagen se triplicaba le provocaba una evidente excitación. Sabía que, cuanto más múltiple apareciera para los demás, más única sería para sí misma.

«Si mi padre creía en el significado de los nombres, ¿por qué me llamó Penélope, “la de los ojos llorosos”? ¿Acaso quiso vincularme desde mi nacimiento a un destino de ausencia y tristeza?», se preguntaba sin cesar esos días. Y no sólo reflexionaba sobre su padre, también lo hacía sobre el papel que los demás hombres, en especial su marido y su hijo, habían desempeñado en su vida. Recordaba su infancia lacedemonia y los cuidados de su madre Peribea, así como el cariño de su padre, Icario. Excesivo se le antojaba ahora. Sólo la entregó a Ulises cuando ella se lo pidió con insistencia. Incluso la persiguió hasta su salida de Esparta en un último intento de conservarla a su lado. Pero tanto fervor paterno ocultaba un lastre sentimental que Penélope había tardado en superar. Porque, para quererle —o para ser querida—, había tenido que plegarse a sus gustos, comportarse según sus preferencias, convertirse en la mujer que él había querido que fuera. Seguramente como en tiempos también hizo su madre y, antes que ella, su abuela.

¿No había ocurrido lo mismo con Ulises? Su repentina partida había interrumpido un idilio. Además de inigualable amante, era también sensible, generoso, ocurrente e infatigable narrador de historias. A su lado, las horas transcurrían rápidamente. Pasaban tan veloces como después de su partida se hicieron interminables. Bien mirado, su matrimonio había sido un año de pasión y veinte de espera. ¿Puede alguna mujer soportar tan descompensado balance? Se esforzaba, pero con el paso del tiempo se debilitaba su confianza, incluso su cariño. A veces llegaba a dudar de que hubiera un tiempo en que conoció la felicidad. ¿Existió realmente ese ser excepcional que sólo con mirarla la transportaba al cielo, más diosa que mortal, o había sido sólo un sueño al que ahora se aferraba para negar una realidad cada vez más inevitable? ¿Por qué se había marchado Ulises? Y, más difícil de responder aún, ¿por qué no volvía?

A los oídos de Penélope habían llegado las más diversas, a veces inverosímiles, historias. Desde que la guerra de Troya terminara, hacía diez años, todos los caudillos griegos habían regresado a sus hogares. Todos menos Ulises. Un náufrago que había logrado alcanzar las playas de Ítaca contaba que lo había visto en la isla Ogigia amancebado con la ninfa Calipso. Al parecer, cegado por sus encantamientos, llevaba siete años conviviendo con ella y hasta había tenido un hijo. Pero Penélope sabía en qué consisten los encantamientos de las mujeres y también conocía las apetencias sexuales de su marido. Pese a todo, le costaba aceptar el abandono y, más aún, el olvido. Una y otra vez se preguntaba qué hechizos utilizaba Calipso, capaces de neutralizar el milagro de su amor. Y la respuesta siempre le partía el corazón.

Con frecuencia Penélope había pensado en entregarse a otros hombres. No le faltaban ocasiones. Al contrario, más bien le agobiaban. ¿No era estupidez más que fidelidad aguantar tanta espera? Sin noticias, sin plazos, sin esperanzas… Y, además, con la sospecha, cada vez más fundada, de que Ulises hubiese rehecho su vida en otro lugar, con otra mujer… Penélope miró a muchos hombres con este pensamiento, y no sólo a los pretendientes. Hombres hermosos y deseantes, dispuestos a cualquier cosa por ella, que le habrían dado lo que les hubiera pedido. Pero no había querido… o no había podido… ¿Qué sentido tenía arrojarse a los brazos de un hombre sólo porque otro la despreciaba? En su caso, además, influía la perentoriedad con la que le planteaban la nueva relación. Cuantos la rodeaban insistían en que conociera nuevo varón. Pero el adulterio pierde su atractivo cuando se hace obligatorio. De hecho, Penélope se decía que, de no haberla asediado los pretendientes, habría sido infiel. No les quería porque ellos se empeñaban en que les quisiera. Aunque quizá todo fuera más sencillo y, simplemente, veinte años después, seguía enamorada de Ulises.

Telémaco, su hijo, tampoco le había servido de apoyo en tan difícil coyuntura. Tenía unos pocos meses cuando su padre partió y los primeros años fue, más que un consuelo, fuente inagotable de alegría. Verlo crecer y comprobar cómo en su rostro afloraban los rasgos amados de Ulises constituyó una auténtica delicia. Pero a partir de los siete años empezó a mostrar más interés por las enseñanzas de Mentor que por las caricias de su madre. Amigo íntimo de Ulises, había recibido el encargo de vigilar la buena marcha del reino, pero Mentor se había centrado en la educación de Telémaco, al que amaba como a un hijo. Y éste había respondido convirtiéndose en el mejor de los aprendices. Penélope había visto con preocupación cómo el mar se iba dibujando en el azul de sus ojos. Al igual que su padre, había nacido para la aventura. Supo, pues, que él también se marcharía. Aunque nunca sospechó que fuera tan pronto: con poco más de quince años, zarpó hacia Pilos en busca de su padre, según dijo. Penélope intentó disuadirle, aunque sin convicción. Sabía que algunos hombres no pueden resistir la llamada del horizonte. Al menos logró que, además del invencible Pireo, le acompañara el propio Mentor. Ella gobernaría…, a pesar de los pretendientes…, a pesar de la soledad…

Ahora esperaba a su marido y a su hijo. Cuando se asomaba a la terraza del dormitorio y miraba al mar, le invadía una profunda melancolía que a veces la mantenía horas y horas sin moverse, transida frente al azul. Y no era sólo por Ulises y Telémaco, sino también —quizá sobre todo— por ella misma. Se sentía vacía, en cierta medida inútil, palimpsesto permanentemente en blanco, tela que se teje y desteje, sin nada que decir, quizá sin nadie que ser, a la espera del acontecimiento que no acaba de producirse. Pese a todo, quería permanecer virginal. Su decisión de no dejarse penetrar por ningún pretendiente no obedecía a la fidelidad ni al pudor. Era para afirmarse. La querían como objeto de deseo, simple cópula, como trofeo de una rivalidad viril y vía de acceso al trono de Ítaca. Pues bien, no iba a ser copulativa sino disyuntiva. O ellos o ella.

Le preocupaba la posición de Eurínome. Y no sólo la físicamente contorsionada que debía adoptar en la cama. Estaba obligada a copular con hombres de aviesas intenciones y que, además, creían hacerlo con otra mujer. Su papel podía resultarle humillante, mero orificio de desahogo al servicio de su señora. Una debía prostituirse a fin de que la otra permaneciera casta. Para que la reina pudiera ser fiel a un hombre que la ignoraba, la criada debía entregarse a otro que desconocía su existencia. Penélope decidió abordar directamente la cuestión, pues su seguridad dependía de ella. La respuesta de Eurínome le sorprendió. No se sentía degradada, sino, al contrario, estimulada. «Yo conozco el engaño mientras que ellos son engañados», repuso; «tú siembras en ellos el entusiasmo y yo lo recojo. Así que me beneficio de un deseo que nunca habría conocido por mis medios, el deseo que provoca una reina. Y, si lo permitís, señora, estoy orgullosa de que nos confundan y mi entraña sea tomada por la de la más bella de las mujeres.»

Una historia que su criada le contó, y que luego habría de escuchar docenas de veces, terminó de convencer a Penélope. «Empieza a circular por la ciudad la verdadera historia de la toma de Troya. Aedos y rapsodas aseguran que la inexpugnable Ilion no cayó como consecuencia de la cólera de Aquiles, sino de la inteligencia de tu marido, oh mi reina. Dicen que mandó construir un gigantesco caballo de madera que los troyanos tomaron por el tributo de los griegos a Poseidón en reconocimiento de su derrota. Cuando lo introdujeron en la ciudad, Ulises y los suyos salieron del vientre de la bestia y los mataron a todos. Pues bien, señora, yo soy tu caballo de Troya en la lucha contra los pretendientes, el arma secreta que alberga en su interior la solución a nuestros problemas. No me siento humillada, porque nuestro es el poder y nuestra será la victoria.»

Con estas elocuentes palabras quedó rubricada una alianza que todavía debía dar numerosos frutos. Y el primero, más importante incluso que la contención de los pretendientes, fue la lección que Penélope aprendió de su criada: no tiene el poder el que más manda, sino el que menos obedece, y que el dominio más eficaz no es el que se impone por la fuerza, sino el que, subrepticio, se acepta como si no existiera. Desde esa perspectiva, su propio comportamiento le resultaba más aceptable. Antes hacía y deshacía con hilos tensados en un telar; ahora hacía y deshacía con hombres presos de la ambición. No era un trabajo inútil sino neutralizador. Se trataba de que una fuerza contrarrestara la otra. La noche eliminaba lo hecho durante el día, como Antínoo eliminaría lo hecho por Eurímaco.

Libres de cualquier remordimiento, las dos mujeres aprendieron a disfrutar de sus citas con los hombres. Porque, naturalmente, hubo más. No las promovieron, pero tampoco las escatimaron. Tuvieron todos los encuentros necesarios para mantener el delicado equilibrio entre los pretendientes. Y así pasaban, en estratégica alternancia, de los brazos de Eurímaco a los de Antínoo. Las cópulas de ambos resultaban muy similares. Inducidos por el ambiente y convenientemente estimulados por las dos mujeres, apenas tenían oportunidad de lucirse, ni siquiera de mostrar sus preferencias. Cuando Penélope y Eurínome estuvieron más seguras de su compenetración, introdujeron variantes en cada encuentro, probando nuevas posturas o añadiendo algún aliciente. Y les estimulaba tanto hacerlo como, después, comentarlo. El sexo de Eurímaco era más grueso y sus arremetidas más brutales, pero solía derramarse antes que Antínoo. En cualquier caso, ambos eran igualmente fáciles de convencer. Bastaban unos cuantos halagos a su hombría e insistir en su preeminencia sobre los demás, y ya estaban dispuestos a hacer lo que las mujeres dijeran. Entendieron que, aunque parecieran enteros, ellos estaban más partidos que ellas: cuando su sexo trabajaba, el cerebro se les paraba.

En cierta ocasión, mientras yacían con Antínoo, Penélope distinguió una carnosa protuberancia que sobresalía de una de las columnas. No tuvo dudas. Se trataba del sexo de Anfinomo, que, como de costumbre, la espiaba, quizá incluso se excitaba viéndola entre los brazos de otro hombre. Entonces, sin dejar de embelesar al que tenía delante, concibió un plan para escarmentar al que se ocultaba. Le había contado a Eurínome las visitas masturbatorias de las que había sido objeto durante tantos meses. Y hasta le había manifestado su inquietud por la desaparición de Anfinomo. Desde que Eurímaco y Antínoo se repartieran la mujer que ambas formaban, no había vuelto a verle merodear por sus aposentos. Tampoco acudía a las reuniones de los pretendientes, para alivio de éstos, pues nadie le apreciaba. Penélope sospechaba que urdía algún oscuro plan, pues sabía que no era de los que renuncian, al menos no sin antes buscar venganza.

Así que precipitó el alivio de Antínoo e hizo que abandonara la estancia lo antes posible. En voz baja, para que Anfinomo no pudiera oírla, ordenó a Eurínome que permaneciera bajo las sábanas y siguiera sus instrucciones, las que le diera de palabra y las que le transmitiera con el movimiento de su cuerpo. Con lentitud, como si su tronco navegara, empezó a separarse de su otra mitad y a desplazarse hacia la zona del lecho más cercana al escondite de Anfinomo. Sabía que allí las luces, reflejadas en las barras de bronce que adornaban el remate de la cama, adquirían un inquietante tono rojizo. Eurínome, por su parte, se movía en dirección contraria con gran agitación de piernas. Penélope habló entonces con voz cavernosa: «Ven aquí, Anfinomo. Haz lo que tanto tiempo has deseado. Satisfácete en mí. Allá está mi sexo. Atrápalo antes de que huya».

El miembro de Anfinomo fue asomando poco a poco por detrás de la columna. Y al otro extremo apareció su cuerpo, más encorvado de lo habitual por el pánico. Ofrecía un penoso aspecto. Con los hombros encogidos, su sexo surgía enorme, y mientras éste apuntaba al cielo, el rostro se le desencajaba. El espectáculo era fantasmagórico. Veía a una Penélope partida, oscura y enrojecida por la luz, como ensangrentada, levantando los brazos mientras sus piernas y sus nalgas se exhibían al otro lado de la cama como una quimera tentacular. Se quedó paralizado ante el prodigio, anclado detrás de su miembro, incapaz de reaccionar. Consciente del efecto que provocaba, y conocedora de las devociones de Anfinomo, Penélope remató con una nueva invitación: «Hermes te ayudará a poseerme. Él encubre a los ladrones. Si se lo pides con fe, se te llevará con mi fugitiva entraña, dentro de mí para siempre. Sé que te gusta esconderte. Quizá así desaparezcas y por fin seas Nadie». La invocación de Hermes hizo reaccionar a Anfinomo, que abandonó el dormitorio corriendo, agitando los brazos y rogando a su dios que le librara de ese monstruo demediado y, sobre todo, que no le convirtiera en Nadie.

En cuanto el hombre abandonó la estancia, Penélope se arrancó del lecho y Eurínome, despeinada, sacó la cabeza de debajo de los almohadones. Se miraron y rompieron a reír en una incontenible carcajada. Un tanto asfixiada por el acolchonado entierro, todavía brillante por la reciente cópula, la figura de la criada se le antojó a Penélope especialmente atractiva. El entusiasmo por la reciente victoria y la complicidad trenzada fuera y dentro del dormitorio, por encima y por debajo del lecho, la llevaron a abrazarla con ternura. Pero la suavidad de su piel, la humedad de sus labios al devolverle los besos, el roce de los pechos de ella con los suyos, el dulce entrechocar de sus pezones hizo que sus sentimientos cambiaran. En unos segundos pasó de la amistad agradecida a la lascivia. Eurínome lo notó, o ella misma se sintió arrebatada por la misma pasión, y llevó la mano a la entrepierna de su señora. Penélope dio un respingo y se apartó, más conmocionada que excitada. Hacía tanto tiempo que nadie la tocaba que la caricia fue de una estremecida intensidad. Eurínome se detuvo, temerosa de haber ido demasiado lejos, de haber profanado quizá la intimidad de su reina. Pero Penélope, emocionada por la belleza de ese rostro asustado, dio rienda suelta al deseo y sus brazos rodearon el cuello de Eurínome.

Con qué placer se dejó morder los labios aflojados por el deseo, con qué abandono se tendió en el lecho y permitió que lamiera orejas y cuello, con qué escalofrío acogió el mordisqueo en los pezones, con qué culebreo de cintura enarcó el vientre para ampliar la extensión de caricias y besos… Era muy distinto a lo que había experimentado junto a Ulises; aunque el placer se asemejara, las formas del contacto divergían. Era como si, entre los brazos de Eurínome, la piel se tornara más vasta, como si su cuerpo, menos concentrado en el vientre, se expandiera en un gozo quizá más estrecho pero más prolongado. Efervescente, deseosa de ser ella quien prodigara y dirigiera las caricias, se incorporó e intentó tumbar a Eurínome. Entonces ella la retuvo y le dijo: «Aguarda, mi reina, y deja que me lave. Todavía llevo dentro el líquido de Antínoo». Pero Penélope, enardecida por el deseo, o tal vez ya enamorada de Eurínome y de todo lo que contuviera, repuso: «No lo hagas. La belleza de la copa hará delicioso todo lo que en ella beba».

Y estalló la lujuria. La frase de Penélope conmovió a Eurínome hasta tal punto que su cuerpo vibró de arriba abajo. Y la conmoción de la criada repercutió en la reina y, así, enredadas la una en el seísmo de la otra, sus carnes se abrieron y sus volcanes entraron en erupción. Obligada por su declaración, fue Penélope la primera que llevó los labios al sexo de la que, más allá de jerarquías, ya sólo era su amante. Pasó la lengua por esos labios verticales, abiertos, tiernos, rezumantes. Una y otra vez. Luego los besó en un boca a boca prolongado y absorbente. Efectivamente, el sexo de Eurínome destilaba un jugo amargo envuelto en un penetrante aroma a mar. Pero no percibía el relente de la descarga del hombre. Y, si estaba allí, no le importaba. De hecho, le gustaba. Nunca había probado un manjar más delicioso. La blandura del tacto, la untuosa humedad, la intensidad del olor se mezclaban en una arrebatadora sensación que le impedían apartarse. Abocada entre las ingles, lamía, sorbía, mordía… No controlaba lo que hacía. Quizá simplemente se nutría. Porque, llegada a ese punto, la caricia le parecía, más que sexo, la esencia misma de la vida. Además Eurínome agonizaba en roncos estertores que, producidos por la lengua de Penélope, atravesaban su pecho y le desgarraban la garganta. Acompañaba los quejidos con suaves empujones en la espalda, como si quisiera introducirla en su cuerpo. Y ese balanceo la meció en el éxtasis hasta que Eurínome soltó un chorro ácido que penetró en su boca, le salpicó por el mentón y el cuello y embriagó su nariz. El alivio vino acompañado de aullidos de muerte que tardaron varios minutos en amortiguarse.

Sin tomarse tiempo para descansar, y como si tuviera prisa por devolverle la caricia, Eurínome volvió de espaldas a Penélope, abrió sus nalgas e introdujo una lengua afilada en su orificio oscuro. Y, según entraba y salía, apretaba sus carnes cada vez con mayor intensidad, hundiéndole los dedos y marcándole las uñas. Coordinaba de tal manera el ritmo de sus penetraciones con la fuerza de sus pellizcos que placer y dolor se combinaban en una espiral vertiginosa. Penélope rodaba por ella en una caída inacabable, abandonándose al abismo. Luego le introdujo los dedos. Primero uno, luego dos, después tres y hasta cuatro. De dentro afuera, y también en sorprendente gancho que removía el más oculto rincón de su entraña. Eurínome la recorrió toda como si estuviera hambrienta de ella. La colocó de nuevo boca arriba y abrazó sus pechos, los dos a la vez y cada uno por separado. Y llegó un momento en que Penélope se perdió en el placer. Con la mirada extraviada y la respiración contenida, quedó inmóvil, instalada en el éxtasis. Por fin, cuando Eurínome la besó enlazando la lengua con la suya, manteniendo los dedos en su sexo, restregando los muslos contra los suyos y batiendo los pechos contra sus pezones, estalló. Fue un suspiro hondo y una convulsión prolongada.

No terminaron ahí. Porque al punto se colocaron la una en posición inversa a la otra, la boca de Eurínome en el sexo de Penélope y la boca de Penélope en el sexo de Eurínome, sus labios horizontales contra los verticales, abrevándose la una en la otra. Y así abrazadas rodaron durante horas por la infinitud del lecho hasta que, exhaustas, se durmieron, la cabeza de una en los muslos de la otra, untuosas todas sus bocas, respirando la brisa de sus sexos.

Penélope no sabía que Ulises iba a regresar a Ítaca llamándose Odiseo, «el que es Nadie». Y que el nombre que tanto había aterrorizado a Anfinomo había proporcionado nueva vida a Ulises, pues no sólo le había servido para librarse del cíclope Polifemo sino que había presidido toda la épica hazaña de su regreso. Tampoco sabía otras muchas coincidencias que se habían producido en la vida de ambos a pesar del tiempo, a pesar de la distancia. Él había pasado los últimos años dando tumbos por mares y reinos, de combate en naufragio y de desgracia en amorío. Ella no había salido de Ítaca. Ambos, sin embargo, habían tenido que afrontar parecidas peripecias. Penélope había defendido el tálamo nupcial de los asedios sufridos por los pretendientes y para ello había recurrido a múltiples trucos e inconcebibles alianzas. Esa batalla era similar a las que su esposo había librado contra los más peligrosos enemigos en los más recónditos lugares. También había encontrado, más que consuelo, desconocidos placeres en los brazos de una mujer. Y si bien Eurínome no era maga como Calipso, su incondicional entrega había obrado prodigios. Pero, aunque desconociera la semejanza de sus trayectorias, algo le decía que iban a concluir y, finalmente, confluir.

Despegándose suavemente del cuerpo de Eurínome, que seguía durmiendo, Penélope salió a la terraza. Durante años había creído que sus esfuerzos por mantener la dignidad a salvo acortaban la ausencia de Ulises, como si la resistencia de ella le acercara al hogar, como si su negativa a olvidarle pudiera ayudarle a encontrar el camino… Muchas horas había pasado oteando esa línea donde el cielo se hunde en el mar, segura de que algún día lo vería aparecer. Sus párpados se habían arrugado y sus ojos se habían vuelto más azules en la contemplación infinita. Ahora comprendía que Ulises sólo llegaría cuando dejara de esperar, cuando el pozo sin fondo de la nostalgia empezara a rellenarse de felicidad, cuando un nuevo sentimiento aplacara tanto resentimiento…

Por primera vez en mucho tiempo, contemplaba el mar como paisaje y no como ruta de regreso. Ni siquiera rebuscaba en el surco brillante del amanecer la sombra de una vela o el chapoteo de unos remos. Pero, quizá por eso mismo —porque los dioses hacen que encontremos cuando no buscamos—, un punto se perfiló en el horizonte. Primero pareció un incierto reflejo, apenas una mota en la tersura del mar, que poco a poco aumentó de tamaño. Podía ser cualquier barco, uno más de los que comerciaban entre Ítaca y el continente. Pero algo en su corazón le anunciaba una llegada especial. Su pulso se aceleró, como si así pudiera apremiar su atraque en el puerto. El mástil se hizo visible y, con él, el distintivo de la embarcación. Era Telémaco que, por fin, regresaba. Uno de sus hombres volvía. Y, ¿quién sabía?, quizá el otro no tardaría en hacerlo. Porque así es el rastro de la sangre, una gota lleva a la siguiente y el retorno del hijo precede, simple adelanto, al del padre.

Penélope dio un profundo suspiro, inhaló el aire fresco de la mañana y sonrió. Sentía que su larga aventura también empezaba a tener fin, y una paz ya olvidada la invadía. En cualquier caso, tantos años de espera —ahora lo entendía— le habían servido para algo más que permanecer en estado de viudedad latente. Contemplado con perspectiva, no había sido tiempo perdido sino de aprendizaje y de consolidación —quizá de transformación— de su condición de mujer. De hecho, a pesar de haber disimulado, engañado y suplantado, después de haber hecho para deshacer y de haber sido para dejar de ser, finalmente se sentía fuerte y singular. Volvió la cabeza y distinguió el hermoso cuerpo de Eurínome desperezándose entre las sábanas. Ella era la prueba, gozosamente viva, de que se había convertido en algo más que la esposa de Ulises, la madre de Telémaco, el trofeo de los pretendientes o la hija de Icario. Más incluso que la Penélope de ojos llorosos que durante tanto tiempo había lamentado su destino. Porque, por encima del nombre que su padre quiso ponerle, o del trato que los hombres le habían dado, ella también, tan odisea o más que Ulises, había dejado de ser Nadie.