-XVIII- Obstáculos en el camino del éxito

Nunca he perdido el tiempo en pequeñeces.

(SCHILLER)

He trabajado lo mismo cuando me han ultrajado que cuando me han aclamado.

(TAURÉS)

Huye de los licores; juzga y trata con igual consideración a pobres que a ricos, y observa en todo puntualidad. La puntualidad es el alma del negocio.

(SIR TOMÁS LIPTON)

Cierto día el autor de este libro encarga a sus alumnos un trabajo de composición literaria y el alumno del tercer curso Francisco Ibáñez, presenta el siguiente:

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Una berlina de viaje arrastrada por cuatro robustos corceles se detuvo ante el hotel del León de Oro, en el centro de la pequeña ciudad de Nundene. Los escudos de armas pintados en las portezuelas, la rica librea de los lacayos encaramados en la trasera del carruaje, revelaban un viajero de nota. Así maese Hans, el digno propietario del hotel, se apresuró a correr hacia él. Acogió al recién llegado con grandes saludos, inclinándose tanto como lo permitía su abultado vientre, mostrando una larga y alegre sonrisa. Alababa calurosamente el confort de la habitación del primer piso, reservado a los grandes personajes, y que había ocupado recientemente monseñor el obispo de Tréves. Pero el extranjero, cortó pronto esta elocuencia declarando que apenas si se detendría una hora escasa y que se contentaría con hacer una comida en la sala común.

Allí era donde se reunían todas las tardes el maestro de escuela Paffner, el bailío y algunos grandes negociantes de la ciudad. Tenían costumbre de platicar gravemente vaciando las copas. Cuando había algún viajero solitario, se esforzaban en trabar conversación, le invitaban a trincar y le hacían mil cortesías, a fin de saber las noticias de fuera. Esto les permitía, al día siguiente maravillar a los vecinos por el relato de acontecimientos lejanos, cuya importancia exageraban complacientemente.

Viendo al desconocido en la sala, se dejaron al pronto impresionar por su buen aspecto y riqueza de su porte. Pero él respondió a su saludo con tan sencilla cordialidad, una cortesía de tan buena ley, que juzgaron fácil abordarle y no tardaron en verificarlo. El maestro de escuela Paffner supo deslizar hábilmente algunas frases, que podían dirigirse tanto a sus compañeros como al que comía en la no muy distante mesa. Este último, además, pareció muy curioso deseando obtener algunos informes sobre la ciudad. Interrogó y le respondieron. La conversación llegó a ser familiar.

Así supieron los vecinos que el viajero llegaba de Berlín. Esta particularidad le valió a sus ojos cierto prestigio. El bailío que tenía algunas nociones administrativas, habló de las intendencias y de la corte. Afirmó que había tenido el honor de contemplar no hacía mucho los augustos rasgos del rey Federico. Pero como el viajero parecía conocer bastante bien la persona del monarca juzgó prudente desviar la conversación, y se entusiasmó después con el saber de los filósofos. Se hablaba entonces mucho de Leibniz. El bailío aseguró que acababa de adquirir su última obra, pero se apresuró a añadir que no había tenido todavía tiempo de leerla. Era un medio de reservarse la consideración del extranjero, al mismo tiempo que prevenía un percance que podía ser enfado, Este último, por otra parte, parecía poco dispuesto a profundizar.

Un poco celoso de ver al bailío acaparar la atención del viajero, el maestro de escuela, que era bastante susceptible, juzgó llegado el momento de intervenir.

-Es lamentable, señor, que no nos hagáis el honor de permanecer más tiempo en nuetstro pueblo. Os hubiéramos mostrado un fenómeno, un loco debiera decir, cuyas extrañas manías son la burla de todo el mundo. Es uno de esos numerosos franceses expatriados. Se ha refugiado aquí en Prusia, como muchos de sus compatriotas a quienes nuestro bien amado soberano concede la más amplia hospitalidad en lo que, después de todo, el rey Federico tiene perfectamente razón, porque son, en su mayoría, hábiles artesanos que propagan entre nosotros técnicos conocimientos y nos enseñan mil oficios remuneradores.

Así, os propongo «in continenti» vaciar una copa a la salud del nuestro rey.

Habiéndose secado los labios, continuó el maestro de escuela:

-El buen hombre, de que hablo no nos trae, desgraciadamente, más que vanas quimeras. No es que esté desprovisto de méritos. Sé que ocupó durante algún tiempo una cátedra de Matemáticas, y tengo demasiado respeto a las autoridades para creer un instante que no se le hubiera podido nombrar profesor sino se le hubiera reconocido cierta competencia, pero el pobre se ha dejado influir por sus pequeños éxitos de pedagogo, y helo ahí ahora que pretende revolucionar el mundo con invenciones fantásticas.

Uno de los negociantes interrumpió:

-¡Ah!, sí; ¡queréis hablar de ese Papín y de su máquina!

-Precisamente. Ese Papín ha imaginado una máquina, que es evidentemente muy curiosa. Hace hervir agua en una marmita. El vapor de agua (él es quién ha descubierto ésta su particularidad) posee una fuerza expansiva bastante apreciable. Utiliza esta fuerza para hacer mover un pistón que hace marchar a su vez todo un mecanismo, seguramente muy ingenioso; de suerte que, cuando el aparato está en marcha, se ve ir y venir una serie de piezas que parecen funcionar todas. A primera vista, se está tentado a creer en alguna hechicería fantástica, pero cuando, ese Papín os explica el funcionamiento de su máquina (y debo deciros que lo explica admirablemente) se penetra fácilmente su misterio y no puede uno impedirse el experimentar cierta admiración por la ingeniosidad del buen hombre.

No hay que decirlo, es muy curioso, está muy bien fabricado, es muy diestro. Solamente, ¡ay! porque ha conseguido hacer andar un aparato que está bastante bien combinado (y si nosotros hubiéramos pensado en ello lo hubiéramos hecho también) anuncia ahora la pretensión de poner en movimiento el mundo entero, con su sistema. Tiene en eso un útil que es interesante ver funcionar durante cinco minutos. Eso puede divertir a los niños. y debo decir, que también hace reflexionar un poco a las personas mayores. Es un juguete grande, bien estudiado, perfeccionado e instructivo, que no es malo hacer ver a las gentes; pero que no podría ser otra cosa.

Y he ahí que ese iluminado pretende, por el mismo medio, accionar los oficios en las fábricas, y, lo que es más fuerte, hacer mover los barcos. ¡Es el colmo!

-¡Los barcos!

-Sí, perfectamente. A tal extremo, que ha construido un barco, sobre el cual ha instalado su famoso sistema y que pretende hacerle ir así a Inglaterra sin remos y sin velas.

-¡Imposible!

-Es como os lo digo. Podéis ver el barco en la costa mañana por la mañana.

-¡Está loco!

El bailío, hizo esta observación:

-¡Es gracioso como las gentes educadas puedan perder la brújula cuando a ello se ponen!

-Observad bien -continuó el maestro de escuela- que todas esas fantasías le cuestan muy curas. El buen hombre está lejos de ser rico. Ha consagrado todas sus pequeñas economías a la realización de su última quimera. Yo le conozco un poco. He tratado a veces, de darle buenos consejos.

Le he dicho: estáis loco, mi pobre amigo: no llegareis nunca a nada. ¡Pero es testarudo como una mula, y como si hubiera cantado!

En este instante estallaron violentos rumores en la vecina calle. Esperando el espectáculo de un incendio, temiendo las cóleras de un motín, los que charlaban se precipitaron ansiosos hacia la calle.

Un hombre pálido como la muerte, huía ante una multitud de marineros y de muchachos. Los pilluelos le lanzaban piedras.

El maestro de escuela exclamó:

-¡Mirad! Es él justamente. ¡Dionisio Papín, el loco!

Y como uno de los perseguidores te informara de que se acababa de romper el famoso barco, añadió dándose importancia:

-¡Ya le había yo dicho que su máquina no andaría!

La narración anterior, recogida por mi alumno de la vida de Dionisio Papín y referente a la época en la cual, expatriado, huía de la persecución religiosa promovida en Francia por Luis XIV contra quienes no fueren católicos, nos demuestra cómo la fuerza de la rutina se opone a todo noble intento que pretenda cambiar las cosas trayendo novedades, siquiera éstas hayan de mejorar la condición del trabajo.

Papín acorralado, tratado de loco, es uno de los infinitos sabios a quienes la sociedad, por cuyo bienestar se interesaba, puso enfrente los mayores obstáculos para el éxito. Los mismos obstáculos que la sociedad opuso a Cristóbal Colón, a Bernardo Palissy y al inagotable número de grandes hombres tenidos por visionarios y locos entre sus contemporáneos ruines, envidiosos, vanos e ignorantes.

Más fuerza de voluntad, paciencia y resignación se precisa en cualquier intento que se salga un poco de lo vulgar para triunfar de la resistencia de las gentes siempre opuestas a toda innovación, o para no desmayar ante las burlas de que suele ser juguete el genio, que para vencer en las dificultades de la empresa proyectada.

Pero no son sólo los hombres quienes ponen los principales obstáculos a las obras de otros hombres. En el propio sujeto que haya de llevarlas a cabo, disponiendo de cuantos elementos le sean precisos, tanto materiales como de aptitud y condiciones personales, cabe que sean muchas y variadas las causas por las cuales no lleguen a tener realización con éxito ciertos negocios que se proyectan y no se emprenden, o se emprenden y no se acaban.

Esos obstáculos son de orden diverso: unas veces nacen de sensibilidad fría que no estimula a la acción, otras veces de pereza mental y corporal por la que el individuo se resiste a todo esfuerzo, no faltan casos en que la pereza ha sido contaminada por las amistades y así sucesivamente podríamos ir enumerando las diversiones, los vicios, la disipación y otras numerosas causas de todos conocidas y que por lo general proceden de una educación defectuosa.

«El juego, la disolución y el vino impiden ser ricos, fuertes y viejos» decía Logau, y éxito notabilísimo en la vida de cada persona sería lograr riqueza, fortaleza y ancianidad. Casi puede afirmarse que alcanzar tales cosas constituye la lucha perenne de los hombres en el mundo.

La naturaleza es idéntica en todos los seres humanos y, no obstante, hay países que dan un tanto por ciento muy elevado, en. comparación con otros pueblos, de analfabetos y proletarios, es decir de individuos que no han llegado a éxito alguno, Puesto que no han logrado siquiera el éxito modesto de poseer una elemental cultura y de vivir con recursos propios y seguros. Y como las naciones son sumas de individuos hallamos también naciones de hacienda próspera, con sociedades financieras que manejan caudales inmensos, mientras que otras han de vivir hipotecando sus ingresos presentes y futuros con lo cual no se arranca nunca el yugo de la servidumbre, aunque en apariencia sean independientes.

¿Qué motiva tales diferencias siendo, como antes decimos, idéntica la naturaleza humana? La educación solamente, sin que nos refiramos con ello solo a la educación dada a la juventud en escuelas y colegios, sino a la educación social que se adquiere por el medio ambiente en que se vive y por las costumbres que se ven practicar.

En España, por ejemplo, los niños observan desde pequeños que se concede más fe para hacerse ricos a la lotería o al toreo que al trabajo y a la actividad, y las personas crecen respirando una atmósfera de holganza que da pena. La sustancia para las empresas son pocos los que la tienen, pues la mayoría quieren llegar al éxito en un instante: se ve que Fulano o Mengano se hizo rico en una nochebuena o que un torero adquiere millones en un par de años, y todos quieren ser los ansiados mortales afortunados que se enriquecen por el número que sale de un bombo o por los billetes de banco que afluyen a la taquilla de una plaza de toros.

La vocación para los oficios, si es que se toma alguno, es lo de menos; lo de más es tomar una ocupación donde se trabaje poco y, si puede ser del Estado, tanto mejor; el Estado vigila apenas y se cobra por estar sentado en las oficinas hablando de política y de toros, según cae, más que resolviendo expedientes. Además, sirviendo al Estado cabe el desempeño de varios cargos y, por consiguiente, el disfrute de sueldos múltiples, plaga que dicho sea entre paréntesis, debe ser eminentemente española.

La sensibilidad, que es como el fuego que mueve la caldera humana, tiene una educación defectuosísima en el pueblo español; éste tiene una sensibilidad grosera. La fiesta «nacional» es cruel y asquerosa; las vísperas de San Juan y las fiestas locales se anuncian «corriendo la pólvora» como los africanos de quienes por atavismo, conservamos numerosos rasgos característicos; el pueblo rodea con supersticiosa atención a los romanceros que cantan coplas en las esquinas, siendo esa toda la cultura artístico-literaria que adquiere; los niños parece que vienen al mundo con el instinto de la crueldad y del odio a toda belleza, pues, apenas son capaces de moverse, ya se ejercitan en destrozar plantas, dañar a los pajarillos y ensuciar las paredes de los mejores edificios con rayas, dibujos o letreros, si saben esto último, obscenos y de pésimo gusto. Los carreteros por las calles son una continuada serie de blasfemos, martirizadores de las infelices bestias que caen en su poder.

¡Pero cómo ha de tener sensibilidad un pueblo cuando hasta los propios educadores de la infancia comentan durante las horas de clase el cortejo que dieron a un espada, a un puntillero a un picador!

No es, pues, todo cuestión de raza ni de herencia, es en mucho cuestión de hábitos, de costumbre, de ejemplo, de educación. Cuando el socialismo se apodere más del alma de las gentes, la sensibilidad de los españoles mejorará sin duda alguna y habrá una noble reacción contra la crueldad y la grosería producidas en España de alto en bajo, y que por espíritu de imitación el pueblo sigue.

Somos el pueblo más rutinario del mundo, y con el pretexto de conservar nuestra nacionalidad y de no fundirnos moralmente en elementos extraños, conservamos hasta nuestros vicios y nuestros errores aun conociéndolos. Por lo superficial, no por lo esencial, es por lo que pretendemos pasar plaza de progresivos.

La iniciativa individual es nula en la generalidad de los españoles. No se sabe ser más que lo que fueron los padres, ni dar rumbos nuevos al negocio. Los capitales son muy cobardes y en tanto que los capitales nacionales vacilan, llegan los extranjeros y se apoderan de las empresas.

El pesimismo es la característica del negociante español.

En política los puestos mejores son para los hijos de los padres, con lo cual se matan las ilusiones de los que valen más, que se dedican a otra cosa, y queda así la dirección y administración pública en manos ineptas y en conciencias donde la ética no es lo que más resplandece. Quienes no tienen vocación ni aptitud para la política la toman por oficio, disputándose los cargos como modus vivendi en vez de aceptarlos como obligación cívica.

Así, la ambición no es la ambición noble del patriotismo, sino la censurable de los egoístas. Estos son los que acaparan las direcciones de los establecimientos públicos, incluyendo los docentes, y esos los gobernantes que rigen pueblos y provincias.

El vicio corroe altos y bajos y se hace gala de la maldad considerándola listeza. La virtud y la diligencia son objeto de burla por los pícaros, que viven en el ocio sin tener más taller que el lupanar.

Con la prosperidad de los pícaros, holgazanes y viciosos, el pesimismo se apodera de los que tienen talento y voluntad, decae su ánimo, desmayan y abandonan los asuntos a que su afición los llamaba para aumentar el número de los vagos, que viven por la intriga, el engaño la adulación u otros medios igualmente bajos y despreciables.

La habilidad para el ejercicio de una profesión requiere atención y constancia, pero como estas cualidades no se dan en la mayoría de los individuos, en razón a que la fe en el éxito de los esfuerzos nobles se pierde antes de haber adquirido habilidad para nada, trabaja, quien a ello se ve forzado, a la buena ventura, sin otra preocupación que la de cubrir las necesidades más perentorias, pero no con la ilusión y la aptitud que supone la aspiración a realizar el ideal de vida que cada cual se forma al dar sus primeros pasos por el mundo de la actividad y las ocupaciones.

En tales condiciones de trabajo, se carece de habilidad y se carece de diligencia. Y como el triunfo es de los que más deprisa y con más seguridad marchan, los españoles, que así vivimos, quedamos rezagados. Es decir, rezagados ya estábamos siglos ha, pero en lugar de recobrar la distancia perdida, la aumentamos por el conjunto de motivos que esbozamos y que bien pudiéramos reducir a dos: la pereza, y la glorificación que hacemos de los perezosos y holgazanes a quienes encumbramos a las más altas categorías sociales.

De ahí el considerar nosotros que el único remedio para aproximarnos a la civilización, que ya no está solo en Europa sino que va alcanzando las restantes partes del mundo, lo tenemos en las palabras de Jesucristo al paralítico de la piscina «¡Surge et ambula!;» ¡levántate y anda! Eso debe hacer el pueblo español, dejar la molicie que lo corroe, la holganza que lo envilece, la pereza que lo hace esclavo de la riqueza de otros pueblos y trabajar más de lo que trabaja; dejar de endiosar toreros y políticos, para que el que pueda y deba, suba por sus propios méritos; y, por último, no poner, trabas cuando alguna región como Cataluña quiere levantarse y andar con paso más rápido que el resto de la nación, a donde aún no ha llegado el aguijón del estímulo con la fuerza que lo sienten las provincias catalanas.

El que escribe estas líneas es castellano de pura cepa, del centro de Castilla, del corazón de España, y al mentar a Cataluña no se propone animarla en sus propósitos regionalistas, pero no quiere desconocer ni dejar de declararlo que por allá se camina más deprisa que por el resto de la nación y que sus propósitos de progreso merecen alabanza. Amicus Plato, sed magis amica veritas. Amigos de España, podríamos decir nosotros parodiando la frase aristotélica, pero por lo mismo más amigos de la verdad.

En España se impone el reinado de la actividad y del trabajo destronándose el de la juerga y la vagancia, y en esa revolución de nuestras costumbres es Cataluña quien asesta los primeros golpes a la Bastilla donde se encierra nuestro porvenir.

Reconozcámoslo, y como en su día se reconoció a Asturias que fue el núcleo de la reconquista contra la invasión sarracena, declaremos ahora (en algún punto había de estar) que el núcleo de la reconquista contra la pereza española, causa del atraso nacional, está en Cataluña. Ensancharlo hasta cubrir España entera es lo que hace falta. El camino a seguir es llano y suave para los hombres de buena voluntad, pero «el que camina caminará poco y con trabajo, según frase de San Juan de la Cruz, sino tiene buenos pies y ánimo, y porfía en eso mismo animosamente».

En España, lo repetimos, el ánimo, la diligencia y la perseverancia para trabajar no son todavía las características de nuestra condición, aunque algo parece que la vamos modificando. Confiemos en que lo serán con el andar de los años y sigamos punzando por todos los medios a ver si inyectamos en los espíritus el virus de la actividad. ¡Así sea!