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¿Cómo conocí al Traidor? Yo regresaba de las clases de mecanografía que recibía de una mulatona que pretendía ser refinada, sofisticada y de salón, y que tenía su escuela clandestina en un solar del Callejón del Chorro. De súbito rompió a llover con uno de esos aguaceros habaneros, los goterones partiéndote el cerebro, los truenos obstruyéndote los tímpanos, los relámpagos encegueciéndote, y yo que le tengo terror a los rayos, y más a convertirme en un pararrayos, me quité todo lo metálico que llevaba encima y corrí por el medio de la calle evadiendo cualquier posible derrumbe, rezando casi en alaridos:

—¡San Isidro, el aguador, quita el agua y pon el sol!

Ni un alma en la calle. Sólo allí, al final del parque de Aguiar, luchando con un paraguas negro, en medio de la ventisca y debajo del aguacero torrencial estaba él, estudiándome como una fiera a su presa. Pasé por su lado y se ofreció para protegerme con el paraguas, le di una clase de revirón de ojos que todavía me duelen las niñas y los lagrimales. Él me persiguió, no pudo resistir la tentación, me le antojé candorosa, empapadita, el agua transparentaba mi vestido y sus dientes hubieran querido volar para marcar mi dura carne, mi «señora piel», como en el poema de Lezama dedicado a Fina. (El Traidor me contaría años después que Lezama estuvo toda su vida enamorado de ella, platónicamente, claro). Yo estaba lista para sus mordiscos, un ser para traicionar. Nunca me vio bella, confesó en sobradas ocasiones, pero sí víctima, y eso era lo que él buscaba, lo que busca. Me condujo al portal de un convento, recitó un fragmento de su último libro, sacó un ejemplar de una cartera de cuero, y me lo dedicó. Sin preguntarme el nombre escribió: «A una niña hecha de lluvia». Allí nos cogió la noche, hablando, él de gran literatura, yo de las novelas soviéticas (cuando aún eran soviéticas) que vendían en las librerías nuevas. En las librerías de viejo todavía se podían hallar joyitas. Cada vez que mencionaba un título, él hacía una mueca de asco. Sólo cuando enumeré los libros cubanos y latinoamericanos que había leído se asombró y me felicitó, depositando un beso ensalivado en mi frente.

Después de aquella vez hubo otras persecuciones, y hasta guardias montadas en la esquina de mi edificio, y compinches espías que averiguaron casi todo sobre mi vida. Digo bien, «casi todo», él creía que todo. Por fin acudí una noche a su cuarto, en el solar de los intelectuales. Allí malvivían pintores, artesanos, escritores, músicos, periodistas, arquitectos, ingenieros, actores, y mucha chusma también, metralla de todo tipo: un indio oriental que se hacía llamar Argelino, un delincuente con treinta y seis gatos y dos perros pastores alemanes (todos en el mismo cuarto), que se hacía llamar Al Cafotano, por el aquello de Al Capone, un proxeneta, y un traficante de divisas y de drogas. Esa noche, por fin, se enteró y se espantó de mi nombre. Y regresé al día siguiente con el nombre cambiado, con la vida cambiada.

La segunda vez me preguntó si yo era virgen. Claro que respondí que sí, realmente lo era, nadie aún había penetrado mi vulva, mi himen estaba intacto. Él no podía admitir aquello. Me amenazó con el dedo y me partió para arriba visiblemente airado. Si yo era virgen alguien tenía que desvirgarme, pero jamás él. Él era incapaz, no soportaba a las vírgenes, él no se atrevía a romper algo tan delicado y húmedo, ¡el himen! (¿Cómo iba a sospechar que mucho tiempo después, y muy a menudo, iba a desgarrar zonas más sensibles en mí: la dignidad, el alma, y toda esa mojonería tan importante para nosotras?).

Yo tenía que irme otra vez y volver rota y cuidadito con contarle cómo había sucedido. Sería horroroso para él entrar en detalles que nada aportarían a nuestra futura relación sexual.

Yo podría haberle explicado que era señorita por la vagina, pero no por otros canales. Aunque en la escuela algunas muchachas comenzaron a meternos miedo con que por atrás también se salía embarazada, que con sólo pasársela, si caía una gotita en el muslo la cosa podía embarrarse y ya era el embarque. Yo esperaba el oscurecer para restregarme en el muro del Castillo de la Fuerza con un expreso político de cincuenta años. Él acababa de obtener su libertad. Me contó que lo único que había hecho era apedrear una vidriera que exhibía una bandera del Veintiséis de Julio y unas consignas idiotas, por eso había cumplido trece años. Fue una aventura hermosa, algo sufrí con ella, pero me inició en las lecturas diferentes. Por él conocí La tregua, de Mario Benedetti.

Bastó media vez que mi padre comentara que lo último que le podía pasar a él y a su familia, el golpe mortal, era enterarse de que su hija templaba con un negro, para que yo me metiera hasta el tuétano con un negrón de ojos verdes, marino mercante para colmo. Por él conocí en anécdotas todos los puertos importantes, sobre todo el de Hamburgo en Alemania —cuando aquello era República Federal— y las famosas calles de putas de San Pauli. Del negrón ojiesmeralda tuve que salir huyendo porque no se contentó con la retaguardia y ya quería el frente único, y porque yo no era tan valiente en aquella época, ni poseía las condiciones económicas mínimas, para enfrentarme a los problemas raciales de mi padre.

En fin, que yo no era tan doncella, sólo formalmente. Pero ¿quién podía atreverse a interrumpir el manoteo de aquella fiera enjaulada en sus obsesiones?

El Traidor —anegado en llanto— me abrió la puerta y por ella salió, no una jovencita asustada, sino un himen criminal. Un himen dispuesto a matar el primer pene que se atravesara en su camino. Salvo el amado.

En la parada de guaguas del muelle de Casablanca, un peludo esperaba solitario cualquier ómnibus. Tanta era la mariguana y el ron que había ingerido que no tenía idea de su destino, sólo sospechaba que tenía que salir de aquel marasmo. Le di un chapuzón en el agua turbia y apestosa del Malecón, brillante de residuos de petróleo. Después me paré en el medio de la avenida y sacándome un pezón conseguí botella en el auto de un General. Expliqué que mi hermano sufría de una fuerte crisis asmática y había que correr al hospital. Nos dejó en el cuerpo de guardia del Calixto García. De allí, una vez que la chapa del auto del General desapareció, bajé arrastrando al peludo hasta La Red, un night-club oscurísimo del centro del Vedado. Se llamaba Machoqui, y en pleno año setenta y cinco se había propuesto ser hippie cuando ya nadie en el mundo, y mucho menos en Cuba, lo era. Le di cuatro bofetones, lancé dos jarras de agua fría en su imbécil cara y comencé a besarlo para no perder la costumbre del romanticismo. En el pullman descosido y sudoroso, escuchando un bolero en la propia voz de José Antonio Méndez, él se abrió la portañuela, y se sacó el pito bien tieso. Yo ya tenía el blúmer por los tobillos. Evoqué la guillotina, y de un tirón me senté en la cabeza del rabo. Él chilló de dolor, yo no había lubricado lo suficiente. Costó trabajo, pero lo decapité. Sólo hubo un mínimo ardor y una aguada sangrecita. Mi himen había cumplido su cometido: matar a un tolete. Consumado el hecho, como experto criminal, desapareció sin dejar rastros. Y con la misma, acotejé mis ropas, pagué y me fui. De Machoqui, mi destupidor, nunca he vuelto a saber.

Regresé al cuartucho del Traidor. Por supuesto, él no me esperaba. Abrió somnoliento —ya era madrugada— y bostezó sin cuidarse de no mostrarme los empastes. Yo lo aparté a un lado y entré ligera. Como a punto de bailar un vals.

—Ya —dije sonriente, en el colmo del éxtasis.

—¿Ya qué? —preguntó al tiempo que encendía un cigarrillo.

—Ya me partieron.

—Quieres decir que ya no eres…

—Eso… virgen… Con permiso, ¿puedo lavarme? —La esperma del melenudo me corría por las rodillas.

Allí no había baño. Él, desconcertado, me trajo un cubo plástico conteniendo agua y una tina aparte. Delante de su cara lavé mi sexo rojo y enjuagué y quité la pobre manchita sanguinolenta de mi blúmer. Él viró su rostro fingiendo que no quería ver, pero lo vio todo con el rabillo del ojo. Encendió otro cigarrillo, sonrió observándome siempre detrás de la constante nube de humo. Yo me puse muy seria. Yo sólo quería —y todavía no sé por qué— de una manera brutal, enfermiza, que ese hombre me amara.

El Traidor desvirgó mi inocencia, si hoy soy despiadada es por su culpa. Era el destinado a violar mis sueños y lo hizo cruelmente. Era el que debía mentirme y me mató a mentiras. Era el que marca, y aquí estoy cubierta de cicatrices. Él nunca lo sabrá, no está preparado. Yo lo amé como solo puede hacerlo una adolescente. Dócil, y con la inteligencia abierta a cualquier locura. Y sus locuras las tomé demasiado en serio. Fue el primero que quise, y eso, de cierta manera, lo convierte en excepcional.

Así comenzó nuestra historia de amor. Estuve un curso entero sin portarme por la escuela, pero ¿y qué?, aprobé con notas excelentes compradas al profesor-guía por mil pesos. Cuando aquello, mil pesos era todavía dinero, una suma para caerse de culo. No sólo obtuve buenas notas, sino que me dieron una carrera en el Pedagógico. Era el momento del célebre lemita, que tantos estragos profesionales produjo, de que «la vocación no existe, la vocación es el deber cumplido».

Y todo el mundo, en masa, tenía que ser maestro o médico, porque la patria lo necesitaba, y no había profesores de Educación Física, y esa carrera era mortal porque tenías derecho a un cuarto en Ciudad Libertad —compartido entre cinco, claro—, ropa deportiva, zapatillas de tenis mortales, mono para yoguin mortal, medias gordas hasta las rodillas con rayas a colores mortalísimas, desayuno, almuerzo, merienda y comida en un comedor estelar, piscina, profesores requetebuenísimos, rubios, tostaditos, musculosos, aspavientosos. Y en esa carrera me inscribieron, sólo por la interesante suma de otros mil pesos más, que pagaba el Traidor, claro, él ganaba mucho: trescientos veinticinco pesos al mes, más los derechos de autor que se habían restituido. A esa facultad mandaron también a los filtros del aula, a los de cien, a los que aspiraban a ser psicólogos, periodistas, diplomáticos, juristas, científicos, a los cerebrones que se habían matado en las actividades políticas, escuelas al campo, reuniones y todo tipo de comemierdería para ganarse la militancia. Porque si no eras militante no te ganabas la carrera de tus sueños. Pero la carrera de tus sueños se convirtió en la de tus pesadillas cuando se impuso el deber cumplido, porque la vocación es otro invento yanqui, pura propaganda enemiga. ¿Qué será hoy de la vida de Pepe Soto, que quería ser cantante lírico y tuvo que irse a correr campo y pista? Además, para colmo, mira que la vocación le resultó irónica, nada más y nada menos que carrera con obstáculos. ¿Y de la de Julia León, que soñaba con ser fiscal, acusar y acusar? ¡A cuántos no echó p’alante para probar y recontrademostrar que en el futuro podía ser un fiscal de altura, de las que no se rajan! Tuvo que irse a Medicina, a la especialidad de Ginecobstetricia. ¡A cuántos inocentes no estará condenando al patíbulo!

Yo había faltado todo el año a la escuela. En mi vida había pisado un terreno de Educación Física, no era militante por haberme escapado de madrugada para ir a pajear a los varones en su albergue, y por no haber accedido ante el asedio sexual del secretario general de la ujotacé de mi grupo. Yo era la peor de todas, y sin embargo, ya estaba en la universidad. Gracias a la benevolencia del Traidor, pero sobre todo, gracias a mi «prisión fecunda» a su servicio.

A partir de aquella segunda noche en la que aparentemente ya yo reunía los requisitos para que el Traidor se acostara conmigo, a éste se le metió entre ceja y ceja que yo era un ser inocente, al cual debía forjar, defender de los horrores y de las agresiones del mundo exterior, y hacer a su imagen y semejanza. Dejé las clases de mecanografía. La mulata sofisticada había desfalcado los bolsillos de mis padres, yo llevaba seis meses tecleando en la vieja Remington y no había aprendido ni a usar todos los dedos. Un mediodía, el Traidor me desnudó y me sentó como vine al mundo frente a su espléndida Olympia. Tapó el teclado con una hoja en blanco, vendó mis ojos, comenzó a acariciarme el cuello, la espalda, las nalgas, las teticas, el ombligo. Mientras tanto me dictaba poemas de En la calzada de Jesús del Monte. Mi sudor corría a mares y sus manos larguiruchas y secas cortaban los chorros que corrían desde mi cuello a mis pezones, de mi espalda a la raja del culo, de mis sobacos a las caderas. Antes del anochecer, ya yo escribía ciento veinte palabras por minuto, imposible pero cierto. Así comenzó esta historia de amor, a lo militar, él ordenaba y yo cumplía al pie de la letra. Yo era una extensión de su pensamiento. Si él escribía un ensayo sobre el cine mudo era yo la que debía dedicarme a ver minuciosamente, filme a filme, desde la invención de los Lumiere hasta los inicios del cine parlante, y por tanto la decadencia del mudo. Yo llegaba con toda la documentación, se la colocaba en el lado derecho de la máquina y él escribía un ensayo brillante digno de una antología sobre el Centenario del Cine. Si se trataba de la pintura gótica tenía que leerme todas las enciclopedias, marcar con papelitos de diferentes tonalidades y anotar cuidadosamente los nombres de los cuadros y de los autores en las puntas para que él pudiera hallar sin demora las reproducciones de las obras de arte a las que hacía referencia. Empecé a darme cuenta de su tiranía bien tarde, en realidad cuando ya había aprendido —o chupado— lo suficiente, porque aquélla sin duda alguna fue mi gran universidad. A pesar de lo que sufrí y trabajé, madrugadas enteras sin pegar un ojo, a pesar de la explotación (¿lo era?). Sí, pero yo no lo sabía, yo cumplía cada orden por amor. Para mí, así debía amarse, eso era el amor. Él, sin embargo, ordenaba por negocio. Yo era la estudiante que recibía comida, cama, sexo, y una enseñanza grandiosa, exquisita. Muy pronto aprendí a manejar el cuchillo y el tenedor a la manera francesa, y los palitos chinos. Antes yo comía con cuchara. Recibía una preparación muy diferente a la de las bobaliconas de la escuela. A cambio de mis tareas, además debía lavar y planchar toda la ropa, incluso la de cama, y limpiar el cuarto. Cuando meses después entré por la puerta de Ciudad Libertad, me bastaron tres semanas para darme cuenta de que sus aulas nada tenían que ver con el conocimiento. Me dormía en las clases, no resistía los largos entrenamientos. (Total, yo no iba a ir a ninguna olimpiada, yo sólo impartiría clases de educación física a niños, adolescentes o, en el mejor de los casos, a jovencitas aburridas y templonas como yo). Abdominales, y uno-uno, y dos-dos, y tres-tres, y cuatro-cuatro, planchas, y uno-dos-tres-cuatro, cuclillas, y uno-dos-tres-cuatro, rompan filas, jueguen a lo que quieran… Tres semanas fueron más que suficientes y desistí. Nunca más fui. Así y todo, por malabarismo monetario del Traidor, en la pared de la sala de la casa de mis padres hoy cuelga mi flamante diploma de graduada universitaria en Educación Física. Nunca ejercí Mi brillante carrera. Ahora recuerdo la película australiana con ese título y me estremezco porque la protagonista, Sibylle, y yo nos parecíamos mucho. Cuando salí del cine iba pensando que si en el futuro tenía un hijo con el Traidor y salía hembra le pondría ese nombre. Pero el Traidor no quiso nunca saber de hijos. En aquel instante le conté mis pensamientos, al día siguiente se apareció con una gatita recién nacida y medio moribunda, a la cual bautizó con el nombre de Sibylle.

¿Qué pensaban mis padres entretanto, qué opinaban? Nada, porque nada sabían. El Traidor y yo preparamos un guión perfecto y con sus buenas relaciones con funcionarios de todo tipo de ministerios consiguió los documentos necesarios para lograr la gran mentira. Para mis padres, yo había hecho mi último año de preuniversitario con una beca especial para hijos de pinchos en Isla de Pinos, me habían captado en la escuela por mi inteligencia y buen comportamiento, pero por encima de todo por el excelente desenvolvimiento de mi progenitor, implacable dirigente sindical. Para mis padres, yo era militante (poseía hasta un falso carnet). Para mis padres, yo había matriculado la carrera de Educación Física y permanecía becada en Ciudad Libertad. En las vacaciones mentía diciendo que iba al campo a colaborar en los planes agrícolas. Para mis padres, yo era un modelo de hija. El Traidor era el maestro-guía que cada mes los visitaba para informarles de mis progresos y prodigioso rendimiento escolar. Para ellos, yo era dirigente estudiantil. Eso a mi papito lo ponía en el clímax del orgasmo paternal.

En verdad vivía prisionera como en un convento, mi religión era el amor y mi dios era el Traidor. En verdad yo era feliz, porque para mí aquella vida no era humillación y no tenía puntos de referencia con otros estados de felicidad. Afuera el mundo era tan feo que aquel cuarto atestado de libros constituía mi palacio repleto de tesoros. El Traidor dormía por el día y trabajaba de noche y de madrugada. Una o dos veces por semana iba a lo que él llamaba «la oficina», un sitio prohibido para mí. Yo no debía transgredir las fronteras del cuarto, cuanto más las de La Habana Vieja. El Traidor me pertenecía de Monserrate hasta la Bahía. Fuera de estos límites, el Traidor era de él, de otras mujeres, de los amigos, de «la oficina». Cuando viajaba a otros países yo me enteraba de su regreso cuando lo tenía ya frente a mí, de vuelta, con su trajecito italiano azul celeste, su cigarrillo y la eterna cortinilla de humo. La maleta repleta de libros nuevos en ediciones lujosas y regalos, pacotilla para toda su familia, incluida yo. Con el tiempo fui recibiendo cada vez menos regalos.

Al Traidor lo invitaban a muchas recepciones oficiales, una en nombre del Gabo, otra en honor a Régis Debray —aún era de izquierdas y por lo tanto bien visto—, una comida con Carpentier y Lilia, un homenaje a cineastas soviéticos en la muestra de cine de los países socialistas; en fin, una serie de ridiculeces sociales a las cuales tenía que asistir con frecuencia. Me ponía entonces en la terrible tarea de escogerle la ropa. ¿Guayabera? La guayabera, digan lo que digan de que es el traje nacional, a mí me pareció siempre cheísima, uniforme de mediocres, segurosos y oportunistas. Yo le sacaba del escaparate a dos lunas las camisas francesas, los perfumes franceses, el traje inglés, los zapatos italianos. Pero él me alertaba, no era correcto llamar la atención haciendo ostentación con tanta elegancia. Mejor se ponía la guayabera, que era made in México (las de fabricación ciento por ciento cubanas eran sencillamente espantosas). Nunca lo vi vestido con la ropa perjudicona, nunca, ésa era el ajuar de los viajes. Yo planchaba la guayabera, el jeans, también mexicano, lustraba las botas tejidas, lo perfumaba, peinaba sus bucles, lo despedía en la puerta con un beso que él esquivaba, como si fuera una mujer con miedo a borrarse el rimmel. Él desaparecía entre el verdor de los helechos que adornaban el pasillo, detrás del quejido de la reja. Yo me quedaba enjaulada con Proust o Baudelaire.

Al cabo de tres años, en una ocasión en que iba a Ciudad Libertad a entregar el pago al sobornado profesor para que me aprobara el curso, al salir vi que de un Anchar (auto de alquiler particular de los años cincuenta, hoy sólo subsiste en dólares, pero en aquel momento era bien barato) me hacía señas una mano masculina churrosa de tinta para que yo me acercara. Cuando iba a seguir de largo la portezuela se abrió, tuve un vahído, por poco me desmayo. El Traidor. No podía creer a mis ojos, nunca antes lo había visto fuera de nuestras fronteras. Pensé que tal vez se equivocaba, y a pesar de sus continuas llamadas seguí andando. Él corrió detrás de mí, me tomó del brazo.

—Oye, tenemos que casarnos, hoy mismo, ya lo arreglé todo, hace falta que nos casemos… Necesito una mujer, digo, una «compañera»… Me dan un puesto importante en un país lejano, en Europa, y tengo que ir casado.

Me empujó dentro del auto. El auto rodó y rodó y mi cabeza con él. Llegamos al Palacio de los Matrimonios, allí nos esperaban el fotógrafo y dos testigos que el propio fotógrafo había salido a buscar a la calle. Dos viejos cagurrientos y borrachines del bar de la Sociedad Árabe en Prado. La abogada fue a leer el código de la familia, pero el Traidor sacó de su bolsillo cien pesos. Ella cerró el libro en el acto y preguntó sintética:

—¿Se aceptan ustedes mutuamente por esposos?

—Sí —dijo él.

Yo no contestaba. Pasaron dos, tres, cuatro, cinco minutos, nada. Un nudo angustioso inmovilizaba mi garganta. Tenía los ojos aguados, un miedo con ganas de vomitar, de cagarme. Mi mamá no estaba allí. Mi padre se suicidaría automáticamente después de la noticia, de seguro, aunque el Partido desaprueba el suicidio, no admite suicidas en sus filas. Y yo… mosquita muerta, gatica de maríaramo, casándome sin ceremonia, sin invitaciones, aprovechándome de la bondad del Traidor que me quería llevar de viaje… El Traidor me pellizcó el cachete.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no contestas? Tan embulladita que estabas.

La notaria dudó, y a pesar de los cien pesos, me pidió el carnet de identidad nuevamente. Comprobó que soy mayor de edad. Cumplidos los diecinueve. Y yo queriendo contarle a esa señora extraña «mire, compañera abogada, yo lo conocí menor, pero ya pasaron tres años de encierro, y soy mayorcita y sé lo que hago. Y lo que hago es lo que él ordene, porque él es un hombre de mundo y sabe lo que hace, y siempre le ha salido bien. Él va por el camino correcto y yo detrás. Para eso soy su novia, o amante, o secretaria, o criada —no, perdón, la compañera que trabaja en la casa, las criadas no existen desde que la Revolución triunfó— o…».

—Sí, lo acepto por esposo.

O su mujer. Casada por el Palacio. Sin traje, sin brindis. Pero con fotos. Sin mamá, sin papá. Pero con fotos. Despeinada, sudada, vestida a-lo-como-quiera. Lo importante es el papel, el certificado de matrimonio donde consta que el escritor futuro diplomático posee una mujer, digo, una «compañera». Y las fotos que son la prueba más evidente de nuestro feliz y auténtico casamiento. Yo con una cara víctima de filme de terror que no la brinca un chivo. Como Mía Farrow en aquella película donde ella es una ciega y matan a toda la familia de la casa y ella se queda solita dentro, trancada con el asesino.

—A partir de ahora tendrás que acompañarme a todas las recepciones. Tendremos que comprarte trajes apropiados y zapatos altos. Me gusta que andes en tacones para que resaltes. Siempre he disfrutado de que otros hombres codicien a las mujeres que he tenido. Si nadie las mira, si nadie las ambiciona, entonces también para mí pierden el encanto, dejan de gustarme.

Al salir del Palacio, recibimos el primer piropo de dos muchachos que pasaban en un taxi.

—¡Anda, niña incestuosa! ¿Te casaste con el puro?

Él sonrió ligeramente, encendió un cigarrillo y comentó:

—Las cosas empiezan bien.

Me pelé cortico. Comencé a maquillarme. El Traidor se ocupó de comprarme todo el atuendo necesario. Mis padres encontraron estupendo que yo contrajera matrimonio con el profesor-guía, qué remedio no les quedaba, y a lo hecho, pecho.

Aunque mamá lloró a escondidas en el baño, yo la escuché lamentarse. Ella había soñado con el traje blanco y largo, y los invitados y el cake con los muñequitos encima, y con la tiradera de un puñaíto de arroz (no se podía tirar más porque la cuota del mes no alcanzaba), y con toda esa mariconería de las madres con el matrimonio y las hijas hembras. Papá tragó en seco. Si el Traidor no hubiera estado delante me habría partido la cara de un gaznatón. Pero él no podía ni enfrentar ni traicionar al Traidor, el maestro-guía, el futuro diplomático, que tan irreprensiblemente se había portado con la familia y que ahora era su yerno. Entré en la alta sociedad socialista tropical. Conducida de la mano de un hombre famoso, todos miraron indiferentes a esa niña temerosa, enmascarada y virándosele los tobillos por no saber dominar los tacones.

Cada vez que al Traidor le presentaban a alguien importante, respondía orgulloso:

—Encantado, soy filósofo.

Mi ingenuidad —o ignorancia, llamémosle como quieran— no llegaba a tanto como para no pasar vergüenza ante tan petulante y dudosa afirmación. En este país hay boxeadores, peloteros, macheteros de avanzada, constructores, internacionalistas, médicos, poetas, educadores, críticos de arte, de cine, ¿pero filósofos? Filósofos habrá en Alemania, pero no en este país, con tanto calor y hambre y guardias de comité y reuniones para reunirse en otras reuniones, consejillos, asambleas generales, asambleas populares, en las cuales se discute la misma bobada de siempre, por qué el pan no llega a su hora, si es que llega. En este país que no hay ni vergüenza, qué vergüenza va a ver si no hay desodorante, ni una malanga, ni un cariño… ¿Un filósofo, viviendo en una cuartería cochinísima, sin baño ni cocina? ¿Un filósofo, cargando cubos de agua? Aunque en verdad la que los cargaba era yo. No importa, él es filósofo. A costa de lo que sea. No ha escrito una palabra de filosofía, pero argumenta que él piensa mucho y que los hombres que piensan son filósofos, y algún día escribirá magistralmente todo el enredillo que tiene en la mente, en su cerebro, palabra que detesta porque no suena poética.

Al principio yo me ruborizaba, pero le creía, temblaba de emoción, ¡qué belleza estar enamorada de un filósofo! Aún hoy el Traidor se presenta como filósofo, sin todavía haber escrito una línea sobre el tema. El otro día, en la cola del pescado, cuando el Traidor quiso adelantarse alegando que un filósofo no podía perder el tiempo en colas, una gorda le dio una clase de pescozón que lo lanzó sobre el charco junto al contén. Y tuvo que zumbarse las seis horas parado, leyendo no sé qué librito de Derrida. No sólo aquí, ¿a quién en cualquier parte del mundo actual no le avergonzaría confesar que es filósofo? ¿Para qué sirven? ¿Sólo para pensar? ¿En las musarañas, como yo? A lo mejor también soy filósofa y aún no me enteré.

Pero el Traidor no se contentaba con ser un hombre de pensamiento, también se describía como un hombre de acción, un Rambo del comunismo, un machista leninista. El durísimo que desde los ocho años de edad había participado activamente en la lucha clandestina como mensajero. A los once había alfabetizado a guajiros brutísimos en la zona más intrincada de la Sierra Maestra. A los catorce casi pierde la vida y se convierte en un mártir —cualquier hospital podría llevar su honroso nombre— en las montañas del Escambray, en la lucha contra bandidos. Después, por supuesto, hizo el Servicio Militar, y todas las zafras habidas y por haber. (Sin embargo, sus manos son las de un pianista, blancas, palmas rosadas, suaves, sin una ampollita. Yo, con apenas seis escuelas al campo, tengo las manos y los pies llenos de callos). También estuvo de reportero en los bombardeos de Nicaragua y de Angola. Se hacía el agentón de la Seguridad del Estado, siempre andaba en una «misión complicada». El misionero rojo, fue el nombrete que adquirió por mi amiga la Gusana. Con todo y eso, tenía embobada a media población femenina habanera, porque, como todos los protagonistas de acciones tan relevantes, es sobre todo muy mujeriego. A mí no me interesaba para nada toda aquella sarta de heroicidades, nunca creí un ápice de aquel anecdotario. Lo escuchaba como se escucha la novela de las dos, en estado total de semivigilia, absolutamente embriagada con la sonsera cotidiana. Yo no amaba al héroe, yo creía amar al escritor. Y en cuanto al hombre, ¿cómo podía amar a ese hombre morboso que sólo lograba venirse cuando con las embestidas furibundas de su cabilla hacía sangrar mi sexo? Por eso me habitué a las pajas. Sólo a hurtadillas gozaba de un amor imaginario. De mi invención. Porque a él lo inventé yo.

Partimos cuatro años para un país extranjero. Era la primera vez que yo salía de esta isla y ésa es otra novela que debo escribir. Yo iba llorando en el avión, recitando bajito, haciéndome la Avellaneda:

¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!

¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo.

La noche cubre con su opaco velo,

Como cubre el dolor mi triste frente.

¡Voy a partir!… La chusma diligente…

Repetí el soneto cientos de veces, como un credo frente al refectorio, hasta que la tierra desapareció y sólo hubo nubes, y después nada… La nada aburrida que me durmió. Ese sueño —o pesadilla— duró los cuatro años de estancia en aquel país lejano, quiero decir europeo, a donde me habían trasladado de esposa acompañante. Y seguí siendo la misma fea durmiente, la maltratada, la sin destino, siempre pendiente de la frase que podía destruirlo todo, del estruendo que me despertaría.

El Traidor estuvo todo ese tiempo encerrado en una buhardilla, escribiendo una novela que según él le tumbaría el Premio Nobel a Masantín el torero. El producto terminado debería reunir las características siguientes: gótica y requetehermética como las de Umberto Eco, sobre todo la del péndulo, la profundidad filosófica de las de Marguerite Yourcenar y Thomas Mann, la emanación terrible de El Perfume de Patrick Süskind, la densidad poética de Hermann Broch, la sequedad rigurosa de Beckett, y por supuesto, la cubanía de Lezama y Carpentier. La novela, el masterpiece que elaboraba, parecía más bien un collage de los últimos autores reseñados en Magazine Litteraire. Por otra parte, nadie podía leer una línea de lo que escribía, cuando llegaba visita escondía todos los papeles que descansaban encima del escritorio de fina caoba de Honduras comprado en Roche & Bobois. Cuando salía —en poquísimas oportunidades— guardaba celosamente el manuscrito en una caja fuerte. Yo comencé a sospechar.

El Traidor sólo dormía cuando yo me ausentaba, y me botaba de la casa a cada instante bajo pretexto de que yo debía visitar los museos, o ir al cine, o a casa de alguna amiga, o a leer en los parques, y todos esos «tures» amparados con el «money» de mi bolsillo. Me iba a las ocho de la mañana, regresaba a la una de la madrugada, muerta de nostalgia, frío y hambre. Y con algo peor, o mejor, en todo caso muy grande: la duda. ¿Hasta cuándo? En las películas, en los libros, en las casas, en las vidas de otros, el amor no era así.

Una tarde retorné de improviso, él estaba bañándose, en tres saltos me puse de la puerta al escritorio, no cerré para que él no escuchara el ruido del cerrojo. Busqué en las páginas, intenté leer fragmentos de la magna obra: trescientas páginas llenas de una única frase:

«Todos me persiguen. No puedo escribir porque todos me persiguen».

La misma frase repetida hasta la saciedad, hasta la página trescientos. Escuché que el agua de la ducha mermaba, y en tres saltos ya estaba en la escalera —me dio tiempo de volver a cerrar sin ruidos—. En la calle nevaba, yo sentía un frío del coño de la madre que te parió, hijoeputa, yo pasando hambre, dolores de ovarios y de barriga, cagando debajo de los puentes, comiendo baguettes a toda hora, el pan más barato —dicen que ha subido— y el más rico, pero también cansa comer a toda hora pan a capella. (Diera el culo por un plato de frijoles negros, pero allá tampoco hay. «Allá» es Cuba, allá, ¿cuándo habrá lo que tiene que haber?). Lo que debiera hacer es ir ahora mismo a la Embajada americana y pedir asilo —no político— sino marital. Yo durmiendo en los metros, de casa en casa (ya hasta caigo mal, cada vez que llego la gente me pone cara de «ahí llegó la malquerida», se nos agotaron los temas), de cine en cine, gastando dinero hasta en películas pornográficas, de museo en museo, harta de esculturas y de cuadros, de catálogos, afiches, cartas postales, fotografías, y todo es dinero, dinero, dinero, y no tengo ni un amigo para contarle que Gustave Moreau es el pintor que más me ha descojona’o la vida, mejor dicho, uno entre otros principales. Comiéndome la gran mierda del siglo, creyendo que con todo este sacrificio estoy contribuyendo a la gran obra de un escritor cubano, que además es mi marido. Aún es mi marido, porque debo señalar que, antes de salir en las mañanas, cuando ya estoy lista en la puerta, bañada, vestida con mi ropa limpia y planchada, el abrigo impecablemente sacudido, sin una basurita, peinada, perfumada, entonces es cuando a él se le antoja singarme con ropa y todo encima de la colcha blanca que suelta pelusitas, o de la alfombra polvorienta, porque él no se gastará un quilo en comprar el esprai limpialfombras, ni yo tampoco, claro está. (Como esposa acompañante sólo gano sesenta dólares al mes y no tengo derecho a trabajar fuera). A esa hora debo volver a quitarme la ropa, bañarme nuevamente, introducirme un óvulo de nistatina en la vagina porque parece que él ha tenido relaciones con una venezolana de la UNESCO que le ha pegado una trichomona del carajo. Ten paciencia y perfúmate de nuevo, repíntate los labios. Y cuando parece que puedes salir a batirte con las oleadas gélidas de la mañana, él te procura, dulce, casi tierno e indefenso:

—Amor, ¿dejaste mi comida preparada?

Of course, my dear, honey, darling, papito lindo, mi chini, mi coqui, papichuli, etc… Dejé la comida recontrapreparada, el almuerzo que devorarás sin acordarte de mí, sin dejarme ni las sobras. La cena que te jactarás hasta chuparte los dedos y ni las migajas del pan para tu niña, oh baby, sólo los platos amontonados en el fregadero, y las manchas de café por todas partes y las colillas de cigarros, y los ceniceros desbordándose.

En la calle recordé que ya yo había visto esa película, The shining. —Resplandor en español—, y él igualito que Nicholson, escribiendo la misma frase, matando a todos, los fantasmas, los vivos… y yo dentro del laberinto, huyendo siempre, llorando, esperando el hacha en la espalda, el cuchillo en la puerta del baño… No, me dije. Un NO más grande que el de cualquier campaña política latinoamericana. No puedo seguir con este loco. Porque me está enloqueciendo, enfermando. Ya soy una psicópata.

Regresé y una vez más fui sincera. Confesé que había descubierto su novela y que la había leído.

—¿Genial, no? —fue su respuesta socrática, es decir, por el hecho de haber contestado con una pregunta.

Mientras yo hacía las maletas, él amenazaba con el suicidio. Fui a la cocina y sin el más mínimo comentario ni asomo de alarma le puse el cuchillo en las manos. Siguió lamentándose. Fui al botiquín y le preparé el cianuro. Continuó gimoteando. Lo penúltimo que escuché fue:

—Por culpa tuya no puedo escribir. Siento que me espías y eso me inhibe. Todos me espían, pero tú con más encono… Tú eres la culpable…

Por un tin así no solté la carcajada, porque recordé el bolero completico de punta a cabo: «Usted es la culpable, de todas mis angustias, y todos mis quebrantos. Usted llenó mi vida, de dulces inquietudes, y amargos desencantos…». El Traidor vino corriendo, me puso la hoja afilada entre las manos, abrió la camisa de su pijama color punzó, y arrodillado suplicó:

—¡Mátame, mátame! ¡Asesíname!

Ni hablar, pensé yo. Imaginé los titulares en los diarios y en el noticiero: «Talentoso escritor cubano muere descuartizado a manos de su esposa joven y aburrida, una inútil que lo único que hacía era vagabundear mientras él sudaba y se desvivía trabajando en las páginas de su última y genial novela». Recogí mis pertenencias como pude, a lo loco, dejando sin duda cosas de valor y llevándome las boberías que el nerviosismo me permitía ver, en medio de aquel capítulo digno del más vil culebrón venezolano.

Pensé que sería fácil para él olvidarme. En cierta ocasión, almorzando en un restorán habanero con nombre francés, La Fayette, me había dicho que para él no constituía ningún trauma borrar a una mujer de su mapa. Sólo tenía que pensar y fijar sus defectos físicos, y con ese método ya la exterminaba. Yo tengo varios, por desgracia. O por suerte.

El avión, el divorcio. Me enamoré una segunda vez. Me casé y enviudé a los dos años. Sí, también soy viuda joven. Lo perdí en un accidente de avión. Ése podría ser otro libro de amor, el que tal vez nunca escribiré. Porque no se puede escribir toda la vida toda, y porque el dolor sigue aún profundo y latente. ¿O sí podré escribirlo? Lo perdí. Tardé mucho en enamorarme de nuevo, pero pude. ¿Olvidé? No, no olvidé, pero me dio una manía de enamorarme. Ya no soy aquella muchachita llorona y templona. Ahora me paso el día pensando en las musarañas, o me voy al Malecón a venderle en dólares a las jineteras la ropa que ya no me sirve, o a cambiar azúcar por malanga, malanga por habichuela, habichuela por cebolla, cebolla por arroz, arroz por leche en polvo, leche en polvo por detergente, detergente por aspirinas, aspirinas por azúcar, y así, y así, y así… en los mercados negro y rojo, que es la mezcla de los ladrones estatales con el pobre pueblo que, por razones obvias de humanidad, para poder sobrevivir deberá delinquir. Parece la letra de una canción de Pablo Milanés.

El Traidor, por su parte, también retornó a éste, su amado país natal, y volvió a casarse muchas veces, pero todas las mujeres lo dejan porque se niegan a ser consideradas espías. Él sigue escribiendo libros que no se publican, porque además de que hay que esperar las donaciones de papel de los países con cargo de culpa, y a que haya electricidad en los talleres, quién coño va a publicar un libro de quinientas páginas con la misma frase. El Traidor me tocó a la puerta una mañana, era domingo y habían transcurrido varios años, en sus manos se marchitaba una orquídea:

—Toma, es una catleya. —Apuntó a la orquídea de montaña, haciéndose el Proust.

Y yo estaba sola. Y quise salvar la sedienta flor. Y él daba pena lo malmacho que se había puesto, flaco, calvo y encorvado, los dientes cariados y flojos. Y yo sabía —porque venía de verme en el espejo del cuarto— que lucía radiante con mis treinta años. Y, ¿por qué no? Lo dejé pasar.