En Cougar Canyon siempre hemos tenido problemas con las maestras. La escuela, por supuesto, es apenas una escuela de campaña, aislada, inaccesible. No hay nada en ella que pueda atraer a una maestra. Sin embargo, como el Pueblo continúa trayendo hijos al mundo, aun nuestro pequeño Grupo alcanza a reunir anualmente nueve escolares, el número reglamentario de acuerdo con las normas del condado.
Naturalmente, yo ya no estoy en edad escolar, al menos en la edad escolar de Cougar Canyon, y desde hace tiempo. Pero a veces, cuando comienzan las clases, falta algún alumno, y entonces vuelvo a inscribirme para un curso especial. Ahora, sin embargo, trabajo en otro nivel. Papá mismo me preparó, hace dos veranos, para mis exámenes secundarios, y me prometió que si este año estudio bien, el año que viene iré al Exterior. Allí obtendré mi diploma de maestra, y yo misma podré enseñar y no necesitaremos recurrir a los Extraños. Sí, los chicos, en general, preferirían que la escuela permaneciese cerrada, pero los Viejos quieren que se instruyan, y aquí, entre nosotros, los Viejos tienen siempre la última palabra.
Como papá es presidente del consejo escolar, yo me entero de muchas cosas que los otros chicos no saben. En el verano, por ejemplo, escribió a la Inspección diciendo que este año volveríamos a ser más de nueve, y pidió que nos enviaran una maestra. Le contestaron que no quedaba ninguna que no hubiese oído hablar de Cougar Canyon, de modo que tendríamos que buscarla nosotros mismos aunque fuese bajo tierra. Eso de «bajo tierra» me sonó como una broma demasiado macabra, pues todos sabemos que en un rincón de nuestro cementerio se levantan las tumbas de cuatro de nuestras maestras. Es verdad que siempre nos mandan a las más viejas, a las desheredadas y sin hogar, a las desahuciadas, dispuestas siempre —al fin y al cabo les queda poco tiempo de vida— a tirar un año aquí, otro allá, en empleos que nadie aceptaría, ya que en nuestro Estado no hay una buena ley de pensiones y las maestras, por lo general, mueren en la brecha. No obstante, viejas y todo, desalentadas como llegan, Cougar Canyon les reserva siempre toda clase de emociones violentas, y de horrores, aunque nada de todo esto sea, en verdad, premeditado.
Sin embargo, en estos últimos años tuvimos bastante suerte. Los Viejos piensan que empezamos a adaptarnos, pero los más disconformes afirman que la Travesía nos ha debilitado. Cualquiera de las dos explicaciones puede ser justa, tal vez las dos; o quizá las maestras mismas han empezado a cambiar, y son más fuertes. De cualquier modo, las dos últimas duraron casi hasta fin de año. Papá las llevó a Kerry Canyon, donde aguardaban las ambulancias; y ahora, después de una breve temporada en una casa de salud, están sanas otra vez. Antes, en cambio, casi siempre cambiábamos de maestra cuatro veces por año.
Bueno, lo cierto es que escribió a una agencia de la costa, y después de un intercambio de cartas, conseguimos, por fin, una maestra.
Papá lo anunció durante la comida.
—Es demasiado joven —dijo, tomando un escarbadientes mientras se balanceaba en su silla.
Mamá le sirvió una segunda porción de pastel a Jethro y volvió a levantar su tenedor.
Ser joven no es un crimen —dijo—. Además, para los chicos será un cambio agradable.
Sí, pero es una lástima —dijo papá, explorándose una muela con el escarbadientes.
Mamá frunció el ceño. Yo no sabía con exactitud si por el hecho de que papá había querido decir que era una lástima que una maestra tan joven fuese a parar a un lugar como Cougar Canyon. No es que seamos en realidad malos o crueles. Lo que pasa es que todos los maestros son Extraños y nosotros lo olvidamos a veces... sobre todo los chicos.
—Nadie la obliga a venir —opinó mamá—. Pudo decir que no.
— Sí, pero... —Papá enderezó la silla—. Basta de pastel, Jethro. Ve afuera y ayuda a Kiah a traer la leña. Karen, tú y Lizbeth: a lavar los platos. Pronto, hijos.
Todos obedecimos. En Cougar Canyon los hijos obedecen siempre a sus padres, aunque tengo entendido que en el Exterior no ocurre así. Me fastidió porque yo sabía que papá quería alejarnos para poder hablar con mamá como hablan los mayores, de modo que le dije a Lizbeth que yo levantaría la mesa y me puse a trabajar lentamente y en silencio, aguzando el oído.
—No pudo conseguir ningún otro empleo —dijo papá—. La agencia me informó que en los dos últimos años le consiguieron dos colocaciones, pero que en ninguna de las dos alcanzó a terminar el curso.
—Bueno. —Mamá frunció los labios y arrugó el entrecejo—. Entonces, si es tan mala, ¿por qué diablos la contrataste?¡Como si pudiésemos elegir! —dijo papá, riéndose. En seguida se puso serio—. No, no fue por falta de capacidad. Es una buena maestra. Según ella, la despidieron sin motivo. Pidió recomendaciones y el director de una escuela escribió, al parecer: «La señorita Carmody es una maestra excelente, pero no nos atrevemos a recomendarla».
«¿No nos atrevemos?» —repitió mamá, perpleja.
«No nos atrevemos», sí, eso dijo. La agencia aseguró que había investigado a fondo, y que no habían podido explicarse el motivo de los despidos. Sin embargo, la muchacha no consiguió ningún otro empleo en la costa. Escribió diciendo que deseaba tentar suerte en otro Estado.
— Será horrible tal vez o deforme —sugirió mamá. Papá lanzó una carcajada.
— ¡Horrible o deforme! —dijo. Sacó un sobre del bolsillo—. Mira, aquí tienes la foto que acompañaba la solicitud.
Yo había terminado de levantar la mesa y me incliné por encima del hombro de papá.
— ¡Caramba! —dije.
Papá me miró, levantando una ceja. Había sabido evidentemente, desde un principio, que yo escuchaba toda la conversación.
Me puse colorada pero no me moví. Me pareció que papá me dejaría entrar en el mundo de los mayores, aunque sólo fuese por la puerta trasera.
La joven de la foto era hermosa. No podía tener más años que yo, pero era mucho más bonita. Cabello oscuro, corto y ondulado, y una piel cremosa, finísima, que parecía brillar con luz propia. Había en su mirada un no sé qué de perplejidad, de desconcierto, como si las cejas oscuras fuesen dos signos de interrogación horizontales. La boca se le curvaba en una expresión de tristeza, no mucho, en verdad: apenas lo bastante para que uno se preguntase por qué, y sintiese, inmediatamente, el deseo de consolarla.
—De algo estoy seguro —dijo papá—. De que va a alborotar a la gente de Canyon.
—No sé —dijo mamá con aire pensativo—. ¿Qué dirán los Viejos cuando vean llegar al Canyon a una Extraña joven y atractiva?
—Adonday Veeah —murmuró papá—. No lo había pensado. Ninguna de las maestras anteriores estaba en edad de crearnos problemas.
— ¿Qué pasaría? —pregunté—. Si un miembro del Grupo se casara con una Extraña, quiero decir.
—Imposible —dijo papá con un tono tan parecido al de los Viejos que comprendí por qué lo habían elegido en la asamblea de la primavera.
— ¿Y Jemmy? —dijo mamá, preocupada—. No hace más que decir que tendrá que buscar otro Grupo. No le gustan las muchachas de aquí. Y si esta Extraña... ¿Qué edad tiene?
Papá desplegó la solicitud. —Veintitrés años —dijo—. Hace tres que terminó sus estudios.
—Jernmy tiene veinticuatro —dijo mamá frunciendo los labios—. Papá, mucho me temo que debas rescindir el contrato. Si pasara algo... Bueno, bastante tuviste que esperar para que te eligieran, y sería una verdadera lástima que algo anduviera mal ahora.
—No puedo. La señorita Carmody ya está en camino. Y las clases empiezan el lunes. —Papá se despeinó el mechón que le caía sobre la frente. Siempre hace lo mismo cuando está preocupado—. Nos estamos ahogando en un vaso de agua —dijo con forzado optimismo.
—Bueno, esperemos que el Grupo no tenga problemas.
—Y ella tampoco —dijo papá, sonriendo—. ¿Dónde están mis cigarrillos?
—Sobre la biblioteca.
Mamá se puso de pie, recogió el mantel, y lo dobló para evitar que las migas cayeran al suelo.
Papá chasqueó los dedos y los cigarrillos llegaron por el aire desde la habitación contigua.
Mamá entró en la cocina. El mantel se sacudió sobre el cesto de papeles y la siguió.
La noche del domingo papá fue a Kerry Canyon a buscar a la nueva maestra. En realidad, ella debía haber estado con nosotros el sábado por la tarde, pero cuando llegó a la cabecera del condado ya había pasado la hora de la salida del autobús. La carretera termina en Kerry Canyon. Es decir, para los Extraños. Más allá no hay un verdadero camino, y es mejor así. Los turistas nos dejan en paz. Claro está que a nosotros no nos es difícil ir de un lado a otro con nuestros automóviles. Por eso, precisamente (a causa del estado de los caminos), el mundo se detiene en Kerry Canyon y tenemos que hacerlo todo: ir en busca de pasajeros, de provisiones...
En casa, todos los chicos quisieron quedarse levantados para esperar a la nueva maestra, y mamá los dejó, pero a eso de las siete y media los más pequeños empezaron a dormirse, y a las nueve sólo quedábamos Jethro y Kiah, Lizbeth, Jemmy y yo. Papá debía de haber vuelto hacía rato, y mamá empezaba a sentirse nerviosa e intranquila. Por fin, a las nueve y cuarto, oímos que el coche tosía y estornudaba en el camino. La ancha sonrisa de alivio de mamá se reflejó en todas nuestras caras.
— ¡Claro! —exclamó—. Olvidé que traía a una Extraña en el coche. Tuvo que venir por el camino y la llanura de los Asnos es realmente intransitable.
Sentí a la señorita Carmody antes que ella llegase a la puerta. Yo esperaba, y de pronto la sentí, tan claramente que supe entonces, con miedo y orgullo a la vez, que yo era como mi abuela, y que pronto tendría que llevar la carga y la gracia del Don, ese Don que nos abre las puertas de todas las mentes, las del Pueblo y las Extrañas, y que permite, además, aconsejar y ayudar, aclarar pensamientos y emociones.
Y entonces la señorita Carmody apareció en el umbral, parpadeando un poco a causa de la luz, sosteniéndose el cuello del abrigo para protegerse del áspero viento del otoño. Llevaba en la cabeza un pañuelo claro, y su piel tenía esa textura mate y luminosa de la foto. Sonreía tímidamente, pero con miedo, además. Yo cerré los ojos y entré, simplemente. Era la primera vez que yo entraba en alguien. La señorita Carmody temblaba de pies a cabeza, fatigada, desconcertada, y muy adentro de ella descubrí una pregunta, gastada —demasiado repetida— que no entendí. Y bajo esa inseguridad había tanta delicadeza, tanta ternura, una pena tan angustiosa que los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces, cuando papá la presentaba, volví a mirarla (entrar en alguien lleva tan poco tiempo), y advertí a mi lado un sobresalto. En seguida, vertiginosamente, me metí en la mente de Jemmy.
Jemmy y yo habíamos vivido siempre muy juntos, y muchas veces hablábamos sin palabras, pero yo nunca había entrado en él de este modo, y sin que él lo supiese. Me sentí intimidada, avergonzada, al descubrir tan claramente sus emociones, y salí de él cuanto antes, pero sabiendo que Jernmy ya nunca buscaría otro Grupo, y que los Viejos no podrían detenerlo.
Todo esto ocurrió en menos tiempo del que se necesita para decir cómo—está—usted y estrechar una mano. Mamá bajó las escaleras lanzando breves exclamaciones y llevó a la señorita Carmody y a papá a la cocina para servirles una taza de café. Jemmy le dio una palmada a Jethro y le dijo que subiese las maletas de la señorita Carmody... por las escaleras, no por el aire. Al fin y al cabo no queríamos perder a nuestra maestra antes que hubiese puesto los pies en la escuela.
Esperé hasta que todo el mundo se acostó. La señorita Carmody en su cama fría, fría, y todos los demás, claro está, protegidos por nuestras propias sábanas. ¡Qué pena me dan los Extraños!
Luego fui a buscar a mamá. Nos encontramos en el oscuro vestíbulo y nos abrazamos y ella me consoló.
—Oh, mamá —murmuré—. Hace un momento entré en la señorita Carmody. Tengo miedo.
Mamá volvió a estrecharme entre sus brazos.
— Me lo imaginaba. Es una responsabilidad muy grande. Tienes que ser prudente y lúcida. Tu abuela supo llevar su Don con gracia y dignidad. Tú eres como ella.
—Pero, mamá, ¡ser una Vieja! Mamá se echó a reír.
—Aún te faltan años y años de aprendizaje para ser una Vieja. El trabajo de consejera es demasiado pesado.
— ¿Es necesario que lo diga? — rogué—. No quiero que nadie lo sepa aún. No quiero ser distinta de los demás.
—Se lo diré al Más Viejo. No es necesario que lo sepa ningún otro.
Mamá me abrazó otra vez, y yo, un poco más tranquila, regresé a mi cama.
Tendida en la oscuridad dejé la mente en blanco, sin saber cómo lo hacía. Sentí a mi familia alrededor, y era como el roce suave de unos dedos, como si me sostuviese una mano cálida y afectuosa. Algún día yo pertenecen a al Grupo como ahora pertenecía a la familia. ¿Pertenecer a otro? Con una rara sensación de pánico, aparté a la familia. Yo quería estar sola... ser únicamente yo misma, y ningún otro. Yo no quería el Don. Al cabo de un rato me quedé dormida.
La señorita Carmody salió para la escuela una hora antes que nosotros. Quería tener todo preparado en la escuela. Kiah, Jethro, Lizbeth y yo fuimos a pie y bajamos al valle para recoger a los tres pequeños Armister. El cielo era tan azul que podíamos sentir su sabor, un delicado sabor otoñal de mieses y de hojas secas. Las clases comenzaban; las hojas de los álamos tapizaban de oro el camino, y nosotros marchábamos con el corazón ligero y el paso ligero. A decir verdad, Jethro tenía el paso demasiado ligero, y la tercera vez que lo hice bajar le di una buena bofetada. Cuando llegamos a casa de los Armister lloriqueaba todavía.
— ¡Es bonita! —les gritó Lizbeth a los chicos que venían corriendo al portón, ansiosos por saber algo de la nueva maestra.
—Y es joven —añadió Kiah, apartando a Lizbeth.
—Es más pequeña que yo —moqueó Jethro, y todos nos echamos a reír, porque aunque no tiene todavía doce, Jethro mide ya un metro setenta.
Debra y Rachel Armister tomaron del brazo a Lizbeth y se adelantaron con las cabezas muy juntas, atentas a las noticias que les proporcionaba Lizbeth acerca del cabello, el vestido, el esmalte de uñas, las maletas y el camisón de la maestra, aunque yo no podía saber cómo ella se las había ingeniado para descubrir tantas cosas.
Jethro y Kiah se unieron a Jeddy y treparon al cerco de alambres que bordea el sendero y caminaron por el alambre más alto. Jethro se aventuró a dar un paso o dos por encima del alambre, pero cuando advirtió que yo lo miraba bajó de un salto. Sabe perfectamente bien, como todos los chicos del Canyon, que a un niño de su edad le está prohibido caminar por el aire en la vía pública.
Tomamos el atajo que lleva a Mesa Road en busca de los chicos Kroginold. Los Kroginold habían arrancado suspiros a papá, más de una vez.
Bueno, después de la Travesía, en el último momento, cuando el aire rugía alrededor y el calor aumentaba, el Pueblo se dispersó. Los miembros de nuestro Grupo abandonaron la nave unos segundos antes que se hiciera pedazos en la hondonada, detrás del monte Calvo. La nave estalló, literalmente, y los fragmentos se desparramaron por el barranco, provocando un incendio que desnudó las colinas en muchos kilómetros a la redonda. Cuando los miembros del Pueblo —los que habían quedado con vida— se reunieron otra vez, se fundó Cougar Canyon, y se descubrió que la aleación de la nave era aquí un metal muy apreciado. Nuestro Grupo vivió desde entonces de la explotación de las minas del barranco, aunque la venta del producto plantea ciertos problemas. Todo el mundo sabe que no hay ese metal en la región, así que es preciso enviarlo fuera y traerlo luego de vuelta.
De cualquier modo, nuestro Grupo de Cougar Canyon es quizás el más grande de todos los del Pueblo, aunque podemos asegurar que hubo otros sobrevivientes. La abuela llegó a descubrir la presencia de dos Grupos más, aunque nunca pudo saber dónde estaban, y como en esta nueva vida queremos pasar inadvertidos, no nos empeñamos en buscarlos. Papá recuerda algo de la Travesía, pero algunos de los Viejos quedaron ciegos e inválidos a causa del calor y tratando de evitar que los otros ardieran como estrellas fugaces.
Pero volviendo a mi relato, papá solía lamentar que los Kroginold, precisamente, hubiesen ido a parar a nuestro grupo. Los Kroginold son gente rebelde —ya lo eran antes de la Travesía— y no hay peores alumnos que sus hijos. Los demás, en general, recordamos siempre que es necesario ser prudentes con los Extraños.
Cuando llegamos a casa de los Kroginold, Derek y Jake peleaban revolcándose en un montón de hojas secas, con tanto entusiasmo que ni siquiera nos oyeron. Me agaché y le solté una palmada al trasero más próximo. Los chiquillos se incorporaron, muertos de risa, entre una nube de hojas secas: dos imágenes de ese dios Pan que aparece en el libro de mitología.
—Bueno —nos preguntó Derek mientras revolvía las hojas buscando sus libros—, ¿qué especie de vejestorio nos ha tocado esta vez?
—No es ningún vejestorio —respondí con una cólera un poco injustificada. No sé por qué, pero Derek me saca siempre de mis casillas—. Es joven, y hermosa.
— ¡Sí, ya me la imagino! —dijo Jake, y volcando la gorra lanzó sobre las tres niñas aterrorizadas una nube de hojas secas.
—No sabes lo que dices —intervino Kiah—. Nunca tuvimos una maestra tan bonita.
— ¡Lo que es a mí no me va a enseñar nada! —gritó Derek, y subió flotando a la copa de un álamo en el recodo del camino.
—Yo sí te voy a enseñar —murmuré.
Tomé un puñado de sol y tiré de los tensores tan rápidamente que Derek cayó como una piedra. Chillaba como un gato, pensando sin duda que iba a matarse, pero lo detuve a cincuenta centímetros del suelo. Aunque la sacudida y la caída casi lo habían dejado sin aliento, Derek gritó:
—¡Se lo contaré a los Viejos! ¡Está prohibido tirar de los tensores!
—Cuéntalo si quieres —repliqué, mientras avanzaba con paso rápido por el camino cubierto de hojas—. Yo hablaré también. Ya veremos, criatura insolente, cómo explicas esa subida al árbol.
Me sentía avergonzada. Al fin y al cabo me estaba pareciendo a los Kroginold, pero estos chicos me exasperaban realmente.
Nuestra última parada antes de llegar a la escuela era la casa de los Clarinade. Cada vez que yo pensaba en los mellizos Clarinade se me encogía el corazón. Iban a la escuela por primera vez, con dos años de retraso. La señorita Kroginold decía que antes de nacer, Susie y Jerry, los mellizos, se habían repartido un solo cerebro. La ocurrencia es digna, ciertamente, de la maledicencia de los Kroginold; aunque no puede discutirse que comparados con los otros niños de Canyon los mellizos Clarinade están un poco atrasados. Carecen de muchos atributos del Pueblo. Papá dice que esto puede ser un efecto retardado de la Travesía —que será superado con los años— o un presagio de lo que el futuro reserva aquí a nuestros hijos, a todo el Pueblo en verdad. Sólo pensarlo me da escalofríos.
Susie y Jerry esperaban tomados de la mano, como siempre. Eran niños tímidos y retraídos, pero estaban muy contentos porque empezaban a ir a la escuela. Jerry, que hablaba casi siempre por los dos, contestó tímidamente a nuestro saludo.
De pronto Susie nos sorprendió a todos, exclamando:
¡Hoy vamos a la escuela!
¿No es cierto que es maravilloso? —le dije tomando entre mis manos su manita fría—. Y además tendrás una maestra muy hermosa.
Pero Susie se hundió en su ruborizada turbación y no dijo una sola palabra más en el resto del camino.
Jake y Derek me inquietaban. Caminaban delante murmurando entre ellos, y de vez en cuando nos miraban a hurtadillas y se echaban a reír. Era evidente que tramaban alguna diablura —para asustar a la nueva maestra—, y yo deseaba ansiosamente que la señorita Carmody se quedara con nosotros. En aquel momento descubrí que tendrían que pasar muchos años para que me admitieran entre los Viejos. Trataba de entrar en las mentes de Derek y Jake, y de descubrir sus intrigas, pero no lograba traspasar aquellos susurros burlones y sibilantes y aquellas miradas duras y opacas.
Acabábamos de doblar el último recodo del camino, e íbamos a entrar en el patio de la escuela, cuando de pronto, entre los arbustos, se nos apareció Jemmy, con las manos a la espalda. A aquella hora Jemmy debía de estar desde hacía tiempo en las minas. Miró furiosamente a Jake y Derek, y observó luego a los otros niños.
—Cuidado en la escuela, ¿eh? —les dijo—. Y vosotros dos, los Kroginold, haceros los graciosos y ya veréis. Os haré volar por encima del monte Calvo y luego tiraré de los tensores. Esta maestra se queda.
Susie y Jerry se abrazaron, mudos de terror. Los Kroginold enrojecieron y adelantaron la barbilla, desafiantes. Los demás miramos asombrados a Jemmy, que nunca se enojaba ni levantaba la voz.
—Hablo en serio, Jake y Derek. Perded la línea y los Viejos entenderán al fin ciertas cosas. El asunto de la campana de Kerry Canyon por ejemplo.
Los Kroginold cambiaron una mirada inquieta. Las niñas contuvieron el aliento. Una regla muy estricta prohíbe exhibirse fuera del Grupo. Si Derek y Jake eran los que habían lanzado al vuelo la campana de Kerry Canyon el cuatro de julio último...
—Y ahora ¡adentro! —ordenó Jemmy señalando la escuela con un movimiento de cabeza.
Los asustados mellizos se precipitaron por el camino de hojas secas, como un par de hojas brillantes. Los otros chicos fueron detrás. Los Kroginold, enfurruñados, se adelantaron mirando de vez en cuando por encima del hombro, murmurando entre dientes.
Jemmy meneó la cabeza, frunciendo el ceño.
—Es hora de que se civilicen —dijo—. Cada dos por tres nos quedamos sin maestra.
—Tienes razón —dije cautelosamente. Jemmy, cabizbajo, pateaba unas hojas.
—No tiene sentido matarlas de un susto.
—Claro que no —asentí, disimulando una sonrisa.
De pronto, Jemmy sonrió tristemente, como si se burlara de sí mismo.
— ¿Para qué te lo digo si tú ya lo sabes bien? Toma.
—Jemmy adelantó las manos que había tenido escondidas hasta entonces, y me alcanzó un ramillete de hojas otoñales multicolores—. Dáselas. Un regalo del primer día.
— ¡Oh, Jemmy! —dije envuelta en el naranja, el grana y el oro de las hojas—. Son hermosísimas. Fuiste al monte Calvo esta mañana.
—Sí, sí. Pero que ella no sepa de dónde son.
Jemmy desapareció.
Corrí para alcanzar a los chicos antes que llegaran a la puerta. Dominados por una repentina timidez daban vueltas al pie de las escaleras del porche, y se escondían unos detrás de los otros.
—Por favor —susurré—. Desayunasteis con ella esta mañana. No os va a comer. Vamos, entrad.
De pronto me sentí empujada a la cabeza de la fila y entré guiando a mi pequeño y sosegado grupo. Mientras le daba a la señorita Carmody el manojo de hojas otoñales, los demás chicos se acomodaron tranquilamente en sus pupitres de otros años. Sólo los mellizos se habían quedado de pie, muy juntos, asustados y pálidos.
La señorita Carmody puso las hojas sobre el escritorio, y arrodillándose junto a los mellizos les apartó con dulzura las apretadas manitas.
—Estoy tan contenta de que hayáis venido a la escuela —les dijo con su voz cálida—. Necesitaba un primer grado para que la escuela marchase bien, y aquí tengo un pupitre que parece hecho para mellizos.
Los llevó a un lado del aula, junto a la estufa panzuda — que en el invierno calentaba a los Extraños— y bastante cerca de la ventana. Había allí un pupitre doble, de polvoriento esplendor, que el Pueblo había heredado sin duda de alguna aldea fantasma de las colinas. Debajo del pupitre, dos cajones de madera servían de apoyo a las piernecitas demasiado cortas, y del orificio del tintero brotaba una llama de deslumbrantes hojas rojizas, idénticas a las que me había dado Jemmy.
Los mellizos se deslizaron en el banco con las manos juntas otra vez, y miraron a la señorita Carmody con los ojos muy abiertos. La maestra les sonrió, se agachó, y les tocó con las puntas de los dedos los hoyuelos de las redondas barbillas.
— Sonrisas escondidas —dijo.
Las dos caritas asustadas se iluminaron fugazmente con una sonrisa trémula. Luego la señorita Carmody nos habló a todos.
No llegué a oír aquel discurso de bienvenida. Yo estaba demasiado ocupaba pensando en el ramillete de hojas otoñales, y en las palabras con que la señorita Carmody los había hecho sonreír (las mismas que empleaba la señora Clarinade), y en el viejo pupitre que hasta ese día había estado en el cobertizo. Pero cuando nos pusimos de pie para saludar a la bandera y entonar el himno matutino, yo ya había resuelto el problema. Papá la había puesto al tanto, sin duda, la noche anterior, en el camino. Los mellizos eran una preocupación constante en el Grupo, y todos ansiábamos que aquel primer año de clase fuera para ellos realmente feliz. Papá conocía también la fórmula de la sonrisa, y el lugar donde se guardaban los pupitres. En cuanto al ramillete de hojas, bueno, algunas crecían al pie de la montaña, y la escarcha podía cambiarles el color en esta época del año.
Así transcurrió el primer día de clase y todo parecía marchar a pedir de boca. La señorita Carmody era una maestra excelente y hasta Derek y Jake estudiaron con interés.
La amenaza de Jemmy había bastado, parecía, para que los Kroginold no intentaran ninguna nueva travesura. Excepto aquella estúpida historia de la tiza. La señorita Carmody explicaba algo junto al pizarrón, y de cuando en cuando, sin volverse, buscaba a tientas la tiza. Jake, deliberadamente, la cambiaba entonces de lugar. Yo ya estaba a punto de intervenir, cuando la señorita Carmody chasqueó los dedos con fastidio y tomó firme— mente la tiza. Jake advirtió que yo lo miraba y se encogió en su asiento. No se lo dije a Jemmy, pero Jake se quedó tranquilo una larga temporada.
Los mellizos progresaban poco a poco. Reían y jugaban con los otros, y al mediodía Jerry iba a veces con sus compañeros mayores a la orilla del arroyo, de donde volvía tan despeinado y mojado como ellos después de haber trabajado un rato en la construcción de un dique.
La señorita Carmody se adaptaba tan bien a los hábitos de la comunidad, y era tan querida por todos, que ya empezábamos a pensar que al fin una maestra nos duraría todo el año. Ya había aguantado a pie firme algunas emociones que habían ahuyentado a sus predecesoras. Por ejemplo...
Una vez que Susie leyó sin equivocarse toda una página (seis líneas), la señorita Carmody le dio como premio un petirrojo de papel. La niña, emocionada, volvió a su asiento flotando, literalmente, a diez centímetros del suelo. Yo contuve el aliento hasta que Susie se sentó acariciando con un dedo el cromo brillante. Miré entonces de reojo a la maestra. La señorita Carmody, muy tiesa, sentada detrás de su escritorio, apoyaba las manos en los bordes, como si estuviera a punto de levantarse, y miraba a Susie con una expresión de sorpresa incrédula. Pero en seguida meneó la cabeza, sonriendo, y se hundió otra vez en sus papeles.
Yo suspiré aliviada. Nuestra penúltima maestra había tenido una pataleta cuando una de las chicas, distraídamente, había ido flotando hasta su asiento porque le dolía un pie. Yo había tenido la esperanza de que la señorita Carmody fuese más fuerte, y aparentemente no me había equivocado.
Esa misma semana, un mediodía, Jethro llegó corriendo a la escuela. Valancy (cuando estábamos solas yo llamaba a la señorita Carmody por su nombre de pila, pues al fin y al cabo sólo tenía cuatro años más que yo) me explicaba unos tests y mediciones del curso que yo preparaba en aquellos días.
—Eh, Karen —gritó Jethro por la ventana—. ¿Puedes venir un momento?
— ¿Para qué? —pregunté fastidiada por la interrupción. En ese preciso instante yo estaba a punto de comprender qué era lo normal en una curva de inteligencia normal.
—Es urgente —gritó Jethro.
Cerré el libro.
—Perdóneme, Valancy. Iré a ver qué pasa.
— ¿Quieres que vaya contigo? —me preguntó Valancy—. Si es algo serio...
—Oh, no. Una tontería, sin duda —dije—, y me escabullí.
Cuando alguno del Pueblo dice que es urgente, todos sabemos que el asunto puede ser grave.
—Adonday Veeah —murmuré mientras corría con Jethro por el sendero que lleva al arroyo—. ¿Qué pasa? ¿Más dificultades?
—Mira —dijo Jethro.
Vi entonces a los chicos. Rodeaban a un asustado pero orgulloso Jerry, y en el aire, sobre las bases de una represa, flotaba un enorme peñasco.
— ¿Quién lo levantó? —murmuré azorada. —Yo —confesó Jerry, sonrojándose.
Me volví entonces a Jethro.
¿Y tú? ¿Por qué no tiraste de los tensores? Llegaste corriendo como un loco...
¿Tirar de los tensores? —gimió Jethro—. ¿En «o? Ya sabes que no nos permiten levantar cosas tan grandes, y menos aún bajarlas. Además —admitió, avergonzado—, no recuerdo ese maldito juego de niñas.
—Oh, Jethro. Qué estúpido eres a veces. —Miré a Jerry—. ¿Cómo se te ocurrió? Jerry se puso a temblar. —Vi cómo lo hacía papá una vez en la mina...
— ¿Te dejan levantar en tu casa?
—No sé. —Jerry aplastó el barro con el pie y bajó la cabeza—. Nunca levanté nada antes.
— Bueno, lo sabrás ahora. Los chicos no tienen que levantar nada que un Extraño de la misma edad no pueda levantar con las manos. Y menos cuando no es capaz de bajarlo.
—Ya lo sé —dijo Jerry, debatiéndose entre el miedo y el orgullo.
—Bueno, recuérdalo entonces.
Tomé un puñado de sol, tiré de los tensores, y el peñasco volvió a su sitio en la ladera de la montaña.
A las niñas les es más fácil tirar de los tensores, al menos con el sol. Por supuesto, sólo los Viejos unen los rayos del sol y de la lluvia, y únicamente los Más Viejos los de la luna y las tinieblas, capaces de mover montañas. Pero Jethro sabía cómo tirar de los tensores, y no debía haberlo olvidado. Habíamos corrido el riesgo de que Valancy viera lo que no debía ver.
Volví a la escuela y sólo entonces entendí lo que había ocurrido: Jerry había levantado el peñasco. Los niños levantan objetos pequeños casi desde que aprenden a caminar. En esos casos no es necesario bajarlos, pues los objetos se alzan a unos pocos centímetros, y sólo unos segundos. Luego la gravedad misma los devuelve al suelo. Pero Jerry y Susie nunca habían levantado nada. Estaban alcanzando el nivel de los otros niños. Quizá la Travesía los había retrasado, como decía papá, y quizá los únicos afectados eran los Clarinade. Estaba tan entusiasmada con el descubrimiento que me olvidé y subí al porche de la escuela sin tocar la escalera. Por suerte, Valancy estaba colgando unos grabados de la alta y anticuada moldura del aula, justo debajo del cielo raso, y no se dio cuenta. El esfuerzo le había encendido la cara y me pidió que le alcanzara el escabel para poder terminar el trabajo. Traje el escabel y se lo sostuve, y de pronto... casi la hago caer a Valancy. ¿Cómo había colgado aquellos cuatro primeros grabados antes que yo llegase?
Aquel otoño el tiempo fue excepcionalmente seco. Esto no nos preocupó demasiado, pues la lluvia, cuando hay un Extraño cerca, es una molestia terrible. No hay más remedio que dejarse mojar. Pero cuando pasó noviembre y nos acercamos a Navidad, empezamos a inquietarnos. El arroyo se quedó reducido a un hilo de agua, luego a unos charcos, y al fin se secó. Los Viejos pasaron toda una noche en el dique buscando una solución al problema. Una precaución elemental exigía que alejáramos a Valancy, y Jemmy se ofreció voluntariamente y la llevó a Kerry Canyon a una función teatral. Yo estaba todavía despierta cuando llegaron de vuelta, pasada la medianoche. Desde que había empezado a desarrollar el Don, yo tenía largos períodos de desasosiego, en los que no me sentía como un ser distinto de los demás, sino como parte de todos los del Grupo. Mis futuros estudios me enseñarán a apartarme, cuando no quiera estar con los otros. Aunque no sabemos quién me instruirá. Desde que murió la abuela, nadie sabe ver en el Grupo, y los libros y archivos que hubiesen podido ayudarnos se perdieron en la Travesía.
De cualquier modo, yo estaba despierta y asomada a la ventana, en la oscuridad. Jemmy y Valancy se detuvieron en el porche antes de separarse. (Jemmy dormía esos días en la mina.) No necesité imaginar nada ni recurrir al Don para entender aquella pantomima. Cuando las sombras de los dos se confundieron, cerré los ojos y la mente. La emoción de Jemmy y Valancy me hubiese permitido entrar en ellos en aquel momento, pero yo había estado observándolos todo el otoño. Sabía muy bien lo que ocurría entre ellos. Sabía también que más de una vez Valancy había subido llorando a su cuarto, y que Jemmy pasaba largas horas de soledad en el peñasco que corona la hondonada, en la cima del monte Calvo, como si quisiese que el corazón se le confundiera con la piedra y fuese tan inaccesible a los Extraños como el peñasco mismo. Yo conocía muy bien los sentimientos de Jemmy, pero —curiosamente— después de aquella primera noche no había podido leer otra vez en Valancy. Había algo en ella, ajeno a los Extraños y al Grupo, que yo no alcanzaba a entender.
La puerta se abrió y se cerró; los pasos ligeros de Valancy atravesaron el vestíbulo, y sentí que Jemmy me llamaba desde afuera. Me eché un abrigo sobre los hombros y bajé las escaleras, tiritando. Jemmy me esperaba junto a la escalera del porche, a la luz de la luna, preocupado y triste.
—Me rechazó —me dijo, simplemente.
¡Oh, Jemmy! Le pediste...
Sí. Dijo que no.
—Cuánto lo siento. —Me acurruqué en el peldaño superior cubriéndome los tobillos helados—. Pero Jemmy...
—Sí, ya lo sé —replicó Jemmy—. Es una Extraña. No tengo ningún derecho. Pero si ella me aceptara, no vacilaría un instante. Toda esta historia de la pureza del Grupo...
—Está muy bien —dije dulcemente— mientras no le toque a uno, ¿no es cierto? Pero piensa, Jemmy, ¿podrías vivir como un Extraño? Tu vida entera sería una continua represión, o perderías a tu mujer. Sería mejor que aceptases el no ahora, y no edificar algo que luego tendrás que destruir. Y si hubiera hijos... —Callé un momento—. Jemmy, ¿podrías tener hijos?
Jemmy retuvo bruscamente el aliento.
—No lo sabemos, ¿no es cierto? —continué—. No hemos podido comprobarlo. ¿Quieres realmente que Valancy sea parte de este primer experimento?
Jemmy se dio con la gorra un furioso golpe en el muslo. Luego se rió.
—Tú tienes el Don —dijo, aunque yo nunca le había revelado mi secreto—. ¿Sabes, hermanita, que te querrán muy poco cuando seas una Vieja?
—A la abuela la querían todos —respondí tranquilamente. De pronto grité—: No, Jemmy, no me apartes, tú, precisamente tú. ¿No me basta saber que soy distinta, en medio de un Pueblo que también es distinto? Oh, Jemmy, tú al menos no me abandones.
Yo estaba a punto de echarme a llorar.
Jemmy se sentó a mi lado y me palmeó el hombro como en otros tiempos.
—Cálmate, Karen. Haremos lo que haya que hacer. He descargado en ti mi mal humor, y eso es todo. ¡Qué mundo éste!
Jemmy suspiró.
Yo me arrebujé en mi abrigo. Tenía el alma helada.
—Pero el otro mundo no existe —murmuré—. La Morada.
Y nos quedamos un rato callados, compartiendo esa tristeza honda que es la trama misma de la vida del Pueblo, aun para aquellos que no conocieron la Morada. Papá dice que es algo así como una memoria racial.
—No es porque no me quiera —dijo al fin Jemmy—. Me quiere. Me lo dijo.
— ¿Por qué entonces?
Yo no entendía que alguien pudiera rechazar a mi hermano.
Jemmy se echó a reír. Era una risa triste, entrecortada.
—Porque es diferente, dice.
—¿Diferente? ¿Ella?
—Eso me dijo, como si fuese una confesión. No puedo casarme, soy diferente, dijo. ¿Qué te parece? Es gracioso oírlo en boca de una Extraña.
—Pero no sabe que somos el Pueblo. No puede saberlo. Piensa que es distinta de todo el mundo. ¿Por qué?
—No lo sé. Sin embargo, hay algo en ella... Una especie de coraza, una pared. Nunca encontré nada igual en una Extraña, ni tampoco en la gente del Pueblo. A veces me parece uno de los nuestros, y de pronto me estrello contra un muro de piedra.
— Sí, es cierto, yo lo sentí.
Durante un instante escuchamos el silencio del mundo nocturno. Luego Jemmy se puso de pie.
—Bueno, Karen, buenas noches, hasta mañana.
Yo también me puse de pie.
—Hasta mañana.
Jemmy se alejó a la luz de la luna. Cuando llegó al portón, se volvió y me miró desde las sombras.
—No me resignaré —dijo—. La quiero.
El día siguiente amaneció templado y sin viento, lo que era raro en el mes de diciembre y en nuestras montañas. Una especie de calma amenazadora flotaba entre los árboles, y delgadas humaredas se elevaban en el cielo lechoso: signos de la sequía que asolaba la región. Detrás del monte Calvo asomaba —apenas visible— una rara masa de nubes que se confundía con el cielo blanco.
En la escuela todos estábamos inquietos. Los más pequeños, a causa del tiempo; Valancy, pálida y acongojada luego de la noche anterior. Yo quería ayudarla, pero mi mente se estrellaba una y otra vez contra aquel muro infranqueable.
Al fin algo ocurrió. Jerry se enojó con Susie, la empujó, y la niña cayó sobre una caja de acuarelas que Debra había dejado abierta en el suelo. Susie se echó a llorar. Debra gritó, y Jerry rió entre dientes, feliz y turbado a la vez. Valancy, sin volverse, buscó algo con qué golpear el escritorio y restablecer el orden, y derribó el viejo florero cuarteado donde unas flores silvestres se marchitaban en un agua de tres días. El florero se rompió y un agua nauseabunda corrió por el escritorio mojando el informe mensual que Valancy tenía ya casi listo.
Durante un instante hubo un silencio de muerte. Luego Valancy estalló en una carcajada nerviosa que se contagió a toda la clase. Limpiamos como pudimos a Susie y el escritorio, y Valancy decidió que el día era muy apropiado para trepar por las laderas del monte Calvo. Buscaríamos ramas y hojas para adornar el aula, pues se acercaban las fiestas.
Todos llevábamos el almuerzo a la escuela, de modo que recogimos las cestas y un hule que los chicos habían traído para trabajar en la represa del arroyo. El arroyo estaba seco, y el hule podía servir ahora como mantel para traer de vuelta las hojas.
Dejamos la escuela charlando y jugueteando, y yo casi me quedé con el cuello torcido tratando de vigilar a todos los niños a la vez, decidida a cortar por lo sano cualquier intento de vuelo y otras actividades especiales del Grupo. Los pequeños, entusiasmados, podían olvidar las reglas.
Fuimos por la hondonada, pasamos por la represa de los chicos, y trepamos por el lecho seco de los torrentes que bajan como una escalinata desde la meseta. Ya arriba, desplegamos el hule y pusimos en él nuestras provisiones, como si estuviésemos en un verdadero picnic. De pronto me llamó la atención el silencio. Miré y vi a Debra, Rachel y Lizbeth que observaban aterradas el almuerzo de Susie. Susie sacaba tranquilamente de su cesta media docena de koomatkas y las depositaba junto a sus sandwiches.
Las koomatkas son casi las únicas plantas que sobrevivieron a la Travesía. Se dice que en el equipaje de un tripulante se encontraron cuatro koomatkas intactas. Se las plantó y se las cuidó como a bebés, y hoy casi todas las familias del Grupo cultivan una planta de koomatkas en algún rincón oculto. Las koomatkas no son hoy tanto un alimento —en el sentido terrestre— como un último recuerdo de otras muchas maravillas semejantes perdidas junto con la Morada. Se las reserva para las grandes ocasiones. Susie las había robado sin duda en algún momento de distracción de su madre. Y ahora estaban allí, a plena luz, sobre el mantel, ante los ojos de una Extraña.
Antes de que yo pudiera esconderlas o decir algo, Valancy se dio vuelta y vio las frutas que brillaban levemente con un resplandor verde azulado. Las miró un rato, con los ojos muy abiertos, y extendió la mano. Iba a decir algo, me pareció, pero bajó la cabeza, se echó hacia atrás, y se tomó las manos con fuerza. Las niñas, sin dejar de mirar a Valancy, guardaron las koomatkas en la cesta de Susie, y consolaron silenciosamente a la niña. Susie acababa de entender lo que había hecho, y parecía que iba a echarse a llorar por haber traicionado al Pueblo ante una Extraña.
En aquel momento, Kiah y Derek rodaron sobre el improvisado mantel, disputándose un bizcocho. Pusimos el almuerzo a salvo, limpiamos las manchas de chocolate de las camisas de los chicos, y olvidamos el incidente de las koomatkas. Sin embargo, después de comer, cuando nos echamos a descansar y contemplábamos las nubes amenazadoras que avanzaban por el cielo del mediodía, me sorprendí de pronto tratando de descifrar la expresión de Valancy en el momento en que había visto las frutas. ¡Era imposible que las hubiera reconocido!
Luego de un breve descanso enterramos los restos del almuerzo —la colina estaba demasiado seca y no era posible quemarlos— y reanudamos la marcha. Al cabo de un rato la cuesta se hizo más empinada. Las manzanitas, espinosas y enmarañadas, se nos prendían a la ropa, nos lastimaban las piernas y se enganchaban a los extremos del rollo de hule. Todos mirábamos ansiosamente el aire libre, allá arriba, y si Valancy no hubiera estado allí con nosotros hubiéramos podido flotar sobre muchos obstáculos, ahorrándonos aquellas molestias. No detuvimos un momento, jadeando y resoplando, y seguimos adelante.
Al cabo de casi una hora llegamos a un pequeño claro rocoso, una especie de islote en aquel mar de manzanitas, apoyado en la ladera del monte Calvo. Nos echamos aliviados sobre los lomos de granito, sintiendo cómo el corazón nos golpeaba el pecho.
De pronto Jethro se incorporó y olió el aire. Valancy y yo, alarmadas, miramos alrededor. De la pequeña hondonada lateral vino una súbita ráfaga de viento que nos trajo un olor acre y penetrante de arbustos quemados.
Jethro corrió a lo largo de la ladera del monte Calvo, y se perdió de vista en la hondonada. Volvió en seguida, haciendo ademanes, corriendo y flotando a la vez.
—Es espantoso —jadeó—. Espantoso. La hondonada está en llamas, y el fuego se acerca.
Valancy nos reunió a todos con una mirada.
— ¿Cómo no vimos el humo? —preguntó con una voz tensa—. No había humo cuando salimos.
—La pendiente no se ve desde abajo —dijo Jethro—. Toda esta parte podría arder sin que viésemos el humo. Este lado del monte Calvo es como un valle cerrado con muchas hondonadas.
— ¿Qué haremos? —gimió Lizbeth, abrazándose a Susie.
Llegó otra ráfaga de viento y de humo, y todos tosimos, y yo descubrí entonces a través de las lágrimas una larga lengua de fuego que lamía las laderas.
Valancy y yo nos miramos. Yo no podía leerle el pensamiento, pero en mí sólo había pánico. El fuego se acercaba, y estábamos rodeados por una maraña de manzanitas. En un momento pensé que podíamos escapar por el aire, pero los más chicos no sabían flotar en línea recta más que unos pocos segundos, y no podíamos abandonar a Valancy. Me llevé las manos a la cara. Yo no quería ver aquella inmensa extensión de manzanita seca, que ardería como una antorcha cuando la alcanzase el fuego. Y la lluvia no llegaba. La manzanita verde no arde fácilmente, pero luego de tantos meses de sequía...
Los niños pequeños lloraban ahora. Alcé la cabeza y vi a Valancy que me miraba fijamente, con una intensidad insoportable. En ese momento las llamaradas, brillantes y terribles, asomaron detrás de ella, en la hondonada.
Jake, con un grito ronco, se separó de nosotros y se elevó un par de metros por encima de la manzanita. Los pies se le enredaron en las zarzas, y cayó pesadamente entre las ramas espinosas.
— ¡Debajo del hule! —La voz de Valancy resonó como un latigazo—. ¡Todos debajo del hule! ¡De—bajo—del—hule!
La voz de Valancy era sibilante y helada. Desenrollamos el hule, lo extendimos, y nos metimos debajo. Esperando aún en ese espantoso momento que Valancy no me viese, fui flotando a donde estaba Jake y lo ayudé a incorporarse. No podía levantarme con él, de modo que lo llevé a empujones y a la rastra al refugio del hule. Valancy seguía de pie, de espaldas al fuego, tan cambiada, tan extraña, que cerré los ojos y me acurruqué con los otros chicos.
De pronto Valancy se puso a hablar con una voz terrible y atronadora que me heló los huesos. Ahogué un grito. Una ola de miedo recorrió el grupo y me asomé y miré.
Llegará un día mi última hora y veré aún la figura de Valancy, de pie, tensa, más alta que nunca, entre las convulsivas nubes de humo, con las manos extendidas, los dedos apartados, mientras ordenaba palabras con una voz de contenido terror, palabras que me angustiaban, pues yo tenía que haberlas oído alguna vez, y no las conocía. Y mientras miraba sentí en mí un frío helado, un frío sobrenatural y paralizante que me heló las lágrimas en la cara vuelta hacia el cielo.
Y entonces, de los dedos de Valancy, de sus manos tendidas, brotaron relámpagos, saltaron de uno a otro dedo. Y las nubes, en lo alto, respondieron con otros relámpagos. Con un brusco movimiento de la mano, Valancy lanzó hacia el cielo el frío, el relámpago, el humo espeso y móvil. Y el rugido siseante de la lluvia ahogó el rugido de las llamas.
Me quedé de rodillas, bajo el diluvio, y durante un instante interminable miré aquellos ojos vacíos, desesperados, acosados. Luego Valancy cayó pesadamente hacia adelante, y yo apenas alcancé a sostenerle la cabeza que ya iba a golpear la piedra.
Entonces, mientras yo tenía la cabeza de Valancy en mi regazo, temblando de frío y de miedo, y los chicos lloraban detrás, oí que papá nos llamaba. En seguida lo vi. Venía con Jemmy y Darcy Clarinade en la camioneta, notando en la lluvia, sobre la empapada y humeante extensión de manzanita, sobre la ladera de la inaccesible montaña. Papá bajó; una rueda del coche rozó una rama y giró lentamente en el aire. Entre los tres nos levantaron a todos y nos depositaron sanos y salvos en la querida y decrépita camioneta.
Jemmy recibió en sus brazos el cuerpo inerte de Valancy, y se acurrucó en el asiento, mirando acusadoramente al mundo.
Yo y los chicos nos amontonamos alrededor de papá, aliviados y felices. Papá nos abrazó a todos, y luego me tomó la barbilla y me miró a los ojos.
— ¿Por qué llovió? —me preguntó muy serio, exacta mente como un Viejo, mientras el agua me chorreaba por el pelo y él estaba allí completamente seco, protegido por su coraza.
—No sé —sollocé, parpadeando en la lluvia—. Fue Valancy... con relámpagos... hacía frío... Valancy habló.
De pronto, ya sin fuerzas, me desplomé en el piso de madera de la camioneta, y a pesar de mis años me eché a llorar como los otros chicos.
Un grupo solemne y silencioso se reunió esa noche en la escuela. Yo estaba sentada en mi pupitre, con los dedos entrelazados, asustada de mi propio Pueblo. Nunca había asistido a una reunión oficial de Viejos. Todos estaban sentados en pupitres, excepto el Más Viejo, que ocupaba la silla de Valancy. Valancy, con un rostro de piedra, esperaba en el pupitre de los mellizos, desgarrando con dedos nerviosos unos pañuelos de papel.
El Más Viejo golpeó con el bastón el escritorio y paseó por el cuarto una mirada ciega.
—Nos hemos reunido —dijo— para investigar...
Valancy se puso de pie de un salto.
— ¡Oh, basta! —gritó—. ¿No pueden despedirme enseguida? Díganme que me vaya y me iré.
— Siéntese, señorita Carmody —dijo el Más Viejo.Valancy se sentó dócilmente.
¿Dónde nació usted? —preguntó con dulzura el Más Viejo.
¿Qué importa? —preguntó Valancy, y luego dijo, resignada—: Está en mi solicitud. Vista Mar, California.
— ¿Y sus padres? —No lo sé.
Hubo un estremecimiento en el cuarto.
— ¿Cómo no lo sabe?
—Oh, todo esto es tan inútil —dijo Valancy—. Pero si tienen que saberlo... Mis padres eran huérfanos. Los encontraron después de una explosión y un incendio, perdidos en las calles de Vista Mar. Crecieron en casa de un viejo matrimonio que había perdido en el incendio todos sus bienes. Al fin se casaron, y nací yo. Ahora están muertos. ¿Puedo irme?
Un murmullo recorrió la sala.
—¿Por qué dejó sus otros empleos? —preguntó papá.
Antes que Valancy pudiese responder, se abrió bruscamente la puerta y entró Jemmy, marcando el paso.
—Vete —ordenó el Más Viejo.
—Por favor —dijo Jemmy, desarmado de pronto—. Déjeme. Es también un problema mío...
El Más Viejo acarició el bastón y luego asintió en silencio. Jemmy sonrió apenas, aliviado, y se sentó en un banco de atrás.
—Continúe —le dijo a Valancy el Más Viejo.
—Bueno —dijo Valancy—, perdí mi primer empleo porque... me sorprendieron en un acto de levitación... así lo llamarían ustedes, supongo. Quise reparar un postigo de mi cuarto. Se había trabado y... bueno... subí a arreglarlo, simplemente. El director me vio. No podía creerlo, y se asustó tanto que me echaron.
Valancy calló y esperó.
Los Viejos se miraron entre ellos. Yo me puse a atar cabos, pensando que con un poco de sentido común hubiera podido descubrir la verdad hacía tiempo.
— ¿Y el segundo?
El Más Viejo se inclinó hacia adelante y apoyó la mejilla en el hueco de la mano.
Valancy enrojeció, sorprendida.
—Bueno... —dijo titubeando—. Llamé a mis libros... estaban en el escritorio quiero decir, y...
—Entendemos —dijo el Más Viejo.
— ¿Entienden? ¿Ustedes? —preguntó Valancy, perpleja.
El Más Viejo se puso de pie.
— Valancy Carmody, ¡abre tu mente!
Valancy lo miró, y de pronto se echó a llorar.
—No puedo, no puedo —sollozó—. Ha pasado mucho tiempo. Soy distinta. Estoy sola. ¿No se dan cuenta? Todos murieron. Soy una extraña.
—Ya no eres una Extraña —dijo el Más Viejo—. Estás entre los tuyos, Valancy. Karen —me dijo—, entra en ella.
Así lo hice. Al principio tropecé una vez más con el muro impenetrable. De pronto, con un súbito grito silencioso, de angustia y de alegría, me encontré con Valancy. Vi los secretos que la habían atormentado desde la muerte de aquellos padres huérfanos... que eran del Pueblo. Y los ancianos... No sólo pertenecían al Pueblo, eran además los Más Viejos de la Travesía.
Reviví con Valancy aquellos secretos aterradores y ocultos. Había tenido que vivir como una Extraña, había tenido que esconder todas sus diferencias, ahogando todos los Dones del Pueblo. Había vivido siempre asustada, temiendo traicionarse, y sintiéndose profundamente sola, pues creía ser la última sobreviviente del Pueblo.
Y entonces, de pronto, Valancy entró en mí, inundándome con una presencia de poder desconocido...
Abrí los ojos y vi a los Viejos que miraban fijamente a Valancy. Hasta el Más Viejo había vuelto hacia ella su rostro arrugado y la observaba con asombro.
Inclinó la cabeza e hizo la Señal.
— Las Persuasiones y los Designios perdidos —murmuró—. Todo está en ella.
Yo supe entonces que Valancy, que había vivido encerrada en sí misma, protegiéndose de un mundo donde cualquier acto irreflexivo podía traicionarla, y que había vivido ignorada entre nosotros, e ignorándonos, no sólo era del Pueblo. Tenía poderes que nadie, desde la muerte de la abuela, había conocido, e incluso poderes superiores. Mis pensamientos incoherentes se resumieron en uno. Ahora había alguien que podía instruirme. Ahora yo llegaría a ver, aunque no tanto como Valancy.
Me volví hacia Jemmy, para compartir con él mi asombro. Jemmy miraba a Valancy como el Pueblo mismo debe haber mirado la Morada en la hora definitiva. Luego fue hacia la puerta.
Valancy se apartó rápidamente de mí y de los Viejos. Jemmy la esperaba con la manos extendidas.
Dejé la escuela y me precipité por el sendero como una poseída, flotando y corriendo hasta que llegué al porche de casa y caí en brazos de mamá.
— ¡Oh, mamá! ¡Es de los nuestros! Y Jemmy la quiere. ¡Es maravillosa!
Me eché a llorar en los brazos tibios y acogedores de mamá.
Así que ahora no necesito ir al Exterior para ser maestra. Ahora tenemos una maestra permanente. Pero iré de todos modos. Quiero parecerme a Valancy, y Valancy ha completado sus estudios. Además, para vivir en el Exterior hay que ser disciplinada, y esto puede servirme. Tengo tantas cosas que aprender... pero Valancy me acompañará. El Don no me apartará de todos.
Tal vez no debiera decirlo, pero hay una razón por la que quiero apresurar mis estudios. Pronto trataremos de descubrir a los otros sobrevivientes del Pueblo. Los muchachos de aquí no me gustan.
Era corno si unas cortinas de plata centellearan cerrándose sobre algún cuadro mágico, que se recordaba con deleite. Lea respiró hondo, y con una comprensión, casi repentina, corno el estallido de una burbuja, advirtió que se había olvidado completamente de sí misma y de sus dificultades por primera vez en muchos meses. Y se sentía bien, oh, tan bien, tan sin asperezas, tan animadamente descansada. Si al menos... Si al menos... se dijo en silencio, y en seguida se estremeció oyendo el golpe desnudo y seco de las cosas tal como son contra ese bendito refugio que Karen le había facilitado. Apretó las manos, con amargura.
Alguien rió quedamente en el silencio del cuarto.
— ¿Todavía no lo encontraste, Karen? Empezaste a buscar hace bastante tiempo...
—No tanto. —Karen sonrió envuelta todavía en los recuerdos que acababa de evocar—. Y tengo mi título ahora. Oh, y he olvidado tanto, la estupefacción, el terror. — Se quedó perdida en sus ensoñaciones, un rato, y luego sacudió la cabeza y se rió—. Bien, Jemmy. He entendido mi deber y he cumplido. ¿Qué manilas tibias nos traen el próximo relato?
Jemmy alisó el papel arrugado.
—Bueno, Peter es el que sigue. A no ser que Bethie quiera...
— ¡Oh, no, oh, no! —protestó la voz suave de Bethie—. Peter, Peter puede hacerlo mejor, es el indicado, quiero decir, ¡Peter!
Todos se rieron.
—Bueno, Bethie, bueno —dijo Jemmy—. Tranquilízate. Será Peter. Bueno, Peter. Tienes tiempo hasta mañana por la noche para prepararte. Creo que luego de las excitaciones de hoy... bueno, un relato es suficiente.
La gente se incorporó, giró, se movió. El murmullo de las voces y las risas empapó a Lea como un océano tibio.
—Lea. —La voz de Karen—. Aquí están Jemmy y Valancy. Quieren conocerte.
Lea se puso trabajosamente de pie, sintiendo que aquellos ojos interesados la atravesaban de parte a parte. Sintió que la bienvenida la envolvía, una bienvenida que iba mucho más allá de las palabras. Sintió, en algún lugar del pecho, una punzada, y que unas lágrimas inexplicables le rodaban ahora por las mejillas. Volvió la cabeza y buscó a tientas un pañuelo. Alguien le puso uno grande y blanco en las manos, y el hombro de alguien fue fuerte y tranquilizador un momento, y los brazos de alguien fueron ágiles y seguros cuando la alzaron y la llevaron, enceguecida por un llanto sin sollozos, fuera de la escuela.
Más tarde —oh, mucho más tarde— Lea se sentó de pronto en la cama. Karen apareció en seguida al lado, en silencio.
—Karen, ¿es posible que todo eso haya ocurrido de veras?
—¿De qué hablas, Lea?
—La historia que contaste. No es una historia real, por supuesto.
—Claro que lo es, del principio al fin.
¡No es posible! —gritó Lea—. ¡Gente que viene del espacio! ¡Gente mágica! No puede ser cierto.
¿Por qué no quieres que sea cierto?
—Porque no puede ser. No es verosímil. No hay nada fuera de lo que es... Quiero decir, una anda y anda por el mundo y al fin vuelve al sitio del principio. Todo termina donde comenzó. Más allá de ciertos límites... —Lea buscó las palabras—. ¡La realidad tiene límites!
— ¿Quién define los límites?
—Bueno, están ahí, simplemente, desde el momento en que una nace. Estás atrapada desde el principio y así tienes que seguir hasta el día de tu muerte.
¿Quién te vendió como esclava? —preguntó Karen, algo perpleja—. ¿No te habrás esclavizado tú misma? Estoy de acuerdo contigo en que todo vuelve a donde empezó, ¿pero, dónde empezó todo?
¡No! —chilló Lea, llevándose a los ojos unos puños apretados, y volviendo la cabeza sobre la almohada, a un lado y a otro—. ¡No quiero volver a ese tembladeral, a ese caos, esa agitación sin sentido!
La oscuridad más negra rodó y ardió y rugió, con un chillido insidioso; el poblado vacío, el frío de llamas; la imposibilidad de todas las imposibilidades...
—Lea, Lea. —La voz de Karen atravesó con dulzura, pero firmemente la maraña de horror—. Lea, duerme ahora. Duerme ahora sabiendo que todo se inicia con la Presencia y que todas las cosas vuelven a su comienzo.
Lea desayunó con Karen a la mañana siguiente. El viento movía hacia afuera y adentro las cortinas cortas y fruncidas de la ventana.
— ¿Ninguna pantalla? —preguntó Lea sosteniendo la tregua armada, colmada de oscuridad, como si fuese una copa de agua llena hasta el borde.
—No, ninguna pantalla —dijo Karen—. Mantendremos las alimañas fuera de otro modo.
—Un modo que también les impida salir —dijo Lea sonriendo—. Traté de irme ayer.
—Ya sé —dijo Karen sosteniendo en la mano una rebanada de pan y observando cómo se iba tostando, lenta y aromáticamente—. Por esto tapié las ventanas un poco más que de costumbre. Pero no hoy.
— ¿Confías en mí? —preguntó Lea sintiendo el secreto balanceo de terror en la copa en equilibrio.
—No estás en una cárcel. Ayer estabas todavía aferrada a las faldas de la muerte. Hoy ya puedes sonreír. Ayer pusiste la botella de lejía en el último estante. Hoy puedes leer el rótulo tú misma.
— Quizá soy analfabeta —dijo Lea, sombría, recogiendo la copa—. Me gustaría salir un rato hoy, si estás de acuerdo. Hace mucho tiempo que no miro el mundo.
—No vayas muy lejos. En estos alrededores casi no puedes hacer otra cosa que trepar... o bien levitar. No tenemos muchos caminos en el mundo exterior. No vayas más allá de la escuela. Preferiríamos que no lo hicieras por ahora... —Sonrió apenas—. Además hay muchos otros sitios donde ir.
—Quizá vea a algunos de los niños —dijo Lea—. Davey o Lizbeth o Kiah.
Karen rió.
—No me parece muy posible, no en las actuales circunstancias. Y los «niños» se sentirían bastante insultados si te oyeran. Han crecido, son adultos ahora, o por lo menos creen que lo son. Mi historia ocurrió hace años, Lea.
— ¡Hace años! ¡Pensé que era muy reciente!
—Oh, no. ¿Qué te hizo creer...? —¡Recordabas todo de un modo tan completo! Cosas tan pequeñas. Y el modo como Jemmy miraba a Valancy y Valancy a Jemmy... —— —El Pueblo tiene una memoria especial. Y la mirada de Jemmy era de amor, y el amor no muere...
—El amor no... —Lea torció la boca—. Bueno, habría que definir eso que llamas amor... —Se incorporó bruscamente—. Quisiera caminar un rato. —Titubeó—. Y quizá meterme un poco en el agua, un arroyo fresco...
—Claro, por supuesto —dijo Karen—. Puedes ir hasta el arroyo y mojarte los pies, si quieres. Te servirán aquí el almuerzo y yo vendré para la cena. Iremos a la escuela juntas a oír la historia de Peter.
Lea subió hasta la laguna, los pies desnudos y lastimados, los bordes de la falda empapados con agua del arroyo y el estómago vacío. Había olvidado el almuerzo.
La laguna era ancha y tranquila. El agua entraba murmurando por un extremo y salía cloqueando por el otro. En el medio, la superficie era como un espejo. Una hoja amarilla cayó lentamente de un algodonero y tocó el agua con tanta delicadeza que los anillos resultantes fueron como hilos que corrían a las orillas de arena. Lea suspiró, se recogió la falda, y metió un pie en la laguna. La mordedura limpia y fría del agua la dejó sin aliento, pero dio otro paso adelante. El agua pronto le llegó a las rodillas y más arriba. Se detuvo bajo el árbol de algodón, esperando, esperando tan quieta que el agua se le cerró mansamente alrededor de las piernas. Sólo allá abajo, en la arena fina que tenía bajo los pies, alcanzaba a sentir el movimiento del agua. Se quedó allí hasta que cayó otra hoja, rozándole la mejilla, deslizándosele por el hombro y sobre la blusa arrugada, y deteniéndose un instante en los pliegues recogidos de la falda antes de dibujar un círculo tranquilo en la superficie brillante del agua.
Lea miró un rato la hoja y la sombra de plata que era ella misma, sobre el agua, y luego alzó los ojos hacia las altas paredes de roca que se alzaban alrededor. Apretó los codos contra los costados y pensó: Estoy siendo otra vez una entidad. Tengo forma y proporciones. Tengo fronteras y límites. Tengo que aprender de algún modo cómo manejar un ser finito. La carga de no ser nada en una nada infinita era demasiado, demasiado...
Una agitación inquieta que en cualquier momento podía convertirse en pánico hizo que Lea mirara alrededor y buscara la costa. Salía a la orilla, las manos ocupadas en la falda, cuando resbaló, soltó las manos tratando de mantener el equilibrio, y cayó de espaldas en la laguna con un sonoro chapoteo. Chorreando agua y jadeando alcanzó a sentarse, el agua hasta los hombros. Parpadeó sacándose el agua de los ojos, y entonces vio al hombre.
El hombre tenía un pie en el agua, como avanzando hacia ella. Se reía.
Lea resopló, mirándolo, indignada, y el agua le salpicó el mentón.
— ¡Pude haberme ahogado! —gritó, sintiéndose muy tonta y muy mojada.
— Si se queda ahí puede ahogarse todavía. Las crecientes llegan en octubre.
—Si sigue tardando tanto en ayudarme —replicó Lea—, ¡quizá lo consiga! No puedo incorporarme sin que se me moje toda la cabeza.
—Pero ya está toda mojada —rió el hombre, vadeando hacia ella.
—Eso fue un accidente — resopló Lea otra vez—. ¡Es diferente hacerlo a propósito!
— ¡Lógica femenina! / El hombre tomó a Lea por las manos y tiró ayudando a que se pusiera de pie y llevándola a la orilla.
Lea alzó los ojos hacia la cara sonriente del hombre y le devolvió la sonrisa empezando a darle las gracias. De pronto el hombre pareció retroceder, fuera de foco, a kilómetros de distancia, y hablaba ahora con una voz muy débil. Se volvió aturdida y trató de alejarse. En ese momento el hombre la tomó por la mano, y ella sintió que el cuerpo le temblaba y se le disolvía y que la nada invadía el mundo, más y más oscura.
— ¡Karen! —gritó—. ¡Karen! ¡Karen! El mundo desapareció.
Lea apartó con irritación la mano extendida de Karen. La cama era blanda.
—No iré.
—Oh, sí, irás —dijo Karen—. El relato de Peter te gustará mucho. ¡Y Bethie! Tienes que oír los cuentos de Bethie.
—Oh, Karen, por favor, no me hagas probar de nuevo —rogó Lea—. No puedo soportar caer de nuevo luego de... luego de...
Lea calló meneando la cabeza.
—Hablas de probar —dijo Karen, fríamente—. Ni siquiera has empezado. Tienes que ir esta noche. Será la lección número dos para ti, de modo que prepárate.
Lea buscó una excusa.
Mis ropas —dijo—. Tienen que estar todavía empapadas.
Sí, lo están —dijo Karen, imperturbable—. Eres del tamaño de Lizbeth. Te he traído alguna ropa. Elige.
Lea volvió la cabeza.
—No.
—Levántate.
La voz de Karen continuaba siendo fría, pero Lea se levantó. Repasó en silencio las ropas que le ofrecían.
—Bueno —dijo Karen—. Eres más alta de lo que pensaba. Y perdiste algunos kilos desde que decidiste dejar esta vida.
Lea tuvo un acceso de indignación, pero se quedó quieta mientras Karen se ponía de rodillas y tironeaba del vuelo del vestido. La tela se estiró y se quedó estirada, haciendo que la falda pareciera más adecuada para la altura de Lea.
—Ya está —dijo Karen incorporándose y arreglándole el vestido a Lea alrededor de la cintura y poniendo un pliegue donde había una arruga. Luego, con un movimiento de la mano, hizo más intenso el color de la tela—. No está mal, es tu color. Vamos, o llegaremos tarde.
Lea se negaba tercamente a interesarse en algo. Sentada en un rincón se miraba fijamente las manos juntas, dejando que la marea y la charla que fluía y el movimiento de la gente la rozaran levemente, sin alzar los ojos. De pronto, luego de la serena invocación, sintió una punzada de nostalgia. Nostalgia de unas manos que la habían sujetado en la frescura del agua. Echó atrás la cabeza, sorprendida, en el momento en que Jemmy decía: —Te dejo el pupitre, Peter. Es todo tuyo, hasta la última decrépita astilla.
—Gracias —dijo Peter—. Espero que la silla sea cómoda. Esto llevará su tiempo. He decidido seguir el ejemplo de Karen y darle también un título a mi historia. Yo mismo pude haberme hecho esta pregunta en cualquier momento de estos largos años.
»No hay consuelo en Galaad. ¿No hay allí médicos? ¿Por qué entonces la hija de mi Pueblo no ha recuperado aún la salud?
En la breve pausa que siguió, Lea tuvo conciencia de un pensamiento que le cruzaba la mente. ¡Había olvidado el episodio de la laguna! ¿Quién era él? ¿Quién era él? Pero no supo qué contestarse y Peter empezó a hablar...