La Festividad de la Luna Llena

Otoko proyectaba llevar a Keiko al templo del monte Kurama, con motivo de la Festividad de la Luna Llena. La fiesta se celebraba en mayo, pero en una fecha distinta de la que fijaba el antiguo calendario lunar. La tarde anterior a la fiesta, la luna asomó por detrás de las Colinas Orientales sobre el fondo de un cielo límpido.

Otoko la contemplaba desde la galería.

—Creo que mañana habrá una luna magnífica —comentó en voz alta, dirigiéndose a Keiko, que permanecía en el interior de la casa.

Se suponía que los asistentes a la fiesta debían beber de un cuenco de sake que reflejara la luna llena; por eso, nada podía ser más decepcionante que un cielo nublado, sin luna.

Keiko salió a la galería y apoyó suavemente la mano en la espalda de Otoko.

—La luna de mayo —dijo Otoko.

—¿No quieres que demos un paseo en automóvil al pie de las Colinas Orientales? —preguntó Keiko después de una pausa—. ¿O que vayamos a Ôtsu, a ver la luna en el lago Biwa?

—¿La luna en el lago Biwa? ¿Qué tiene de particular?

—¿Crees que se refleja mejor en un cuenco de sake? —preguntó a su vez Keiko, mientras se sentaba a los pies de Otoko—. Sea como fuere me gustan los colores que hay esta noche en el jardín.

—¿Sí? —dijo Otoko y se asomó al jardín—. Trae un almohadón, ¿quieres? Y apaga las luces de adentro.

Desde la galería del estudio sólo se veía el jardín interior del templo; la residencia principal interrumpía la vista. Era un jardín oblongo, no muy artístico; pero la luna bañaba aproximadamente la mitad de su superficie, de modo que hasta las piedras lucían colores variados por efecto de las luces y sombras. Una azalea blanca parecía flotar en la oscuridad. El arce rojo que se levantaba cerca de la galería aún tenía hojas tiernas, pero la noche las oscurecía. En la primavera, la gente solía tomar por pimpollos las yemas rojo-brillante de aquel árbol y preguntaban qué flor era ésa. Otra característica del jardín era la profusión de musgo pilífero.

—¿Qué te parece si preparo un poco de té nuevo? —propuso Keiko.

Otoko seguía contemplando aquel jardín que le era tan familiar, como si no estuviera habituada a verlo a todas las horas del día. Permanecía sentada, con la cabeza ligeramente gacha, preocupada, con los ojos fijos en la mitad del jardín bañada por la luna.

Al regresar con el té, Keiko comentó una noticia que había leído en alguna parte: la modelo de Rodin para El beso vivía aún y tenía alrededor de ochenta años.

—Cuesta creerlo, ¿no?

—Dices eso porque eres joven. ¿Acaso es forzoso que mueras temprano porque un artista ha inmortalizado tu juventud? ¡No se debe perseguir así a los modelos!

El recuerdo de la novela de Oki había producido aquel estallido. Pero Otoko era bellísima a los treinta y nueve años.

—En realidad, esto me ha hecho pensar que podrías pintar mi retrato mientras soy joven aún.

—Si puedo, lo haré, por supuesto.

—¿Pero por qué no un autorretrato?

—¿Que me pinte yo? No lograría un parecido aceptable, por una parte. Y aun cuando lo lograra, en ese retrato aparecería todo tipo de fealdades y terminaría por odiarlo. Y a pesar de todo, la gente seguiría pensando que me he favorecido, a menos que lo hiciera abstracto.

—¿Significa eso que quieres un retrato realista? Eso no coincide con tu personalidad.

—Quiero que me pintes.

—Me encantaría hacerlo, si pudiera —repitió Otoko.

—Es posible que tu cariño por mí se haya enfriado… ¿o es que me temes? —La voz de Keiko se había hecho cortante—. Un hombre estaría encantado de pintarme. Aun al desnudo.

Otoko parecía imperturbable.

—Está bien, lo intentaré.

—¡Cuánto me alegra!

—Pero no desnuda. Los desnudos pintados por mujeres nunca resultan bien. Por lo menos en mi estilo anticuado.

—Cuando yo pinte mi autorretrato te incluiré en el cuadro.

El tono de Keiko era insinuante.

—¿Qué clase de cuadro sería?

La muchacha lanzó una risita enigmática.

—No te preocupes. Si tú me retratas, mi cuadro puede ser abstracto. Nadie se enterará.

—No es que me preocupe —dijo Otoko y tomó un sorbo del fragante té nuevo.

Era el primer té de la temporada, un obsequio de la plantación de té de Uji, que Otoko había visitado para hacer unos bocetos. En esos bocetos no aparecía ninguna de las muchachas que recogían el té, la superficie íntegra estaba colmada por las suaves ondulaciones de las hileras de arbustos de té. Día tras día había regresado a la plantación para dibujar con diversas luces y sombras. Keiko la había acompañado en todas las ocasiones. En una oportunidad le preguntó:

—¿No crees que esto es una abstracción?

—Si tú la hubieras pintado, sí lo sería. Supongo que es una audacia de mi parte; pero quiero hacer el intento de armonizar los colores de las hojas nuevas y de las viejas, y las líneas suaves y redondeadas de las hileras.

Había hecho una versión preliminar del cuadro en su estudio, sobre la base de los bocetos.

Pero la razón por la cual Otoko deseaba pintar la plantación de té de Uji no era sólo el placer que le causaban las hojas de diferentes matices de verde. Después de romper su relación con Oki, había huido a Kioto con su madre, pero había efectuado varios viajes a Tokio. Lo que más recordaba de aquel período eran los campos de té vecinos a Shizuoka, vistos desde la ventanilla del tren. A veces los veía a mediodía, otras veces, al atardecer. Por entonces sólo era una colegiala e ignoraba que algún día sería pintora; pero ante el espectáculo de los campos de té, la tristeza de la separación la había oprimido repentinamente. No podía decir por qué aquellas lomadas verdes, tan poco vistosas, habían llegado tanto a su corazón, cuando a lo largo de las vías férreas había montañas, lagos, el mar… y a veces hasta nubes de tonalidades caprichosas. Pero quizá fuera su melancólico verde y las melancólicas sombras crepusculares de las hondonadas que las separaban, lo que había provocado su dolor. Eran lomas pequeñas, bien cuidadas, con vallecitos oscuros: no era un panorama salvaje. Y las hileras de arbustos redondeados parecían rebaños de mansas ovejas verdes. Pero era muy probable que aquel estado de ánimo de Otoko se debiera simplemente a que su tristeza había llegado al apogeo cuando cruzó por primera vez los campos vecinos a Shizuoka.

Esa tristeza retornó cuando Otoko vio la plantación de té de Uji. Comenzó a visitarla para hacer sus esbozos. Ni siquiera Keiko parecía advertir su estado de ánimo. Lo cierto era que los campos de té de Uji, en primavera, no tenían la melancolía de los que había contemplado Otoko desde la ventanilla del tren; el verde de las hojas nuevas era demasiado brillante.

A pesar de haber leído la novela de Oki y de haber oído hablar de él tantas veces durante las largas charlas que mantenía con Otoko en la cama, Keiko no parecía comprender que los bocetos de la plantación de té escondían la tristeza del antiguo amor de Otoko. Ella, por su parte, se deleitaba en la textura de aquellas ondulantes hileras de arbustos que se entrecruzaban; pero mientras más bocetos producía, más se alejaba de la realidad. Otoko encontraba muy divertidos aquellos ensayos.

—Piensas hacer todo el cuadro en verde, ¿no? —preguntó Keiko.

—Por supuesto. Son campos de té en la época de cosecha… Variaciones del verde.

—Yo no sé si usar rojo o púrpura… No me importa que la gente no se dé cuenta de que son campos de té.

El estudio preliminar de Keiko quedó colgado en la pared junto al de Otoko.

—Que té nuevo tan delicioso —comentó Otoko con una sonrisa—. Prepara un poco más… en estilo abstracto.

—¿Tan amargo como para que no puedas beberlo?

—¿A eso le llamas abstracto?

Desde la habitación vecina le llegó la risa joven de Keiko. Su voz se endureció un poco.

—Cuando fuiste a Tokio te detuviste en Kamakura, ¿no?

—Sí.

—¿Por qué?

—El día de Año Nuevo el señor Oki manifestó sus deseos de ver mis cuadros. —Keiko se detuvo unos instantes y luego prosiguió hablando con voz fría—: Otoko, quiero vengarte.

—¿Vengarme? —exclamó Otoko sobresaltada—. ¿A mí?

—Así es.

—Keiko, ven, siéntate aquí. Discutamos esto ante una taza de tu té abstracto.

Keiko se arrodilló en silencio junto a su maestra y levantó una taza de té verde, mientras sus rodillas rozaban las de Otoko.

—¡Caramba! ¡Está amargo en serio! —comentó frunciendo el ceño—. Voy a preparar otra tetera.

—Está bien así —la detuvo Otoko—. ¿Quieres decirme ahora por qué hablas de venganza?

—Tú sabes muy bien por qué.

—Yo nunca he pensado en semejante cosa. No la deseo en lo más mínimo.

—Porque todavía lo amas… porque no podrás dejar de amarlo mientras vivas. —La voz de Keiko se ahogó—. De modo que quiero vengarte —concluyó.

—Pero ¿por qué?

—¡Yo experimento celos a mi manera!

—¿De veras?

Otoko apoyó la mano sobre el hombro de Keiko. La muchacha temblaba.

—Es verdad lo que he dicho, ¿no? Lo adivino. Y me enfurece.

—Qué criatura violenta —comentó Otoko suavemente—. ¿Qué quieres decir cuando hablas de venganza? ¿Qué has pensado hacer?

Keiko permanecía inmóvil, con los ojos bajos. La franja de luz lunar abarcaba ahora un sector más amplio del jardín.

—¿Por qué fuiste a Kamakura sin decirme una palabra?

—Quería conocer a la familia del hombre que te hizo tan desdichada.

—¿Y lo lograste?

—Sólo pude conocer a su hijo Taichiro. Supongo que es la imagen de su padre cuando era joven. Parece que estudia literatura japonesa medieval. Fue muy gentil conmigo. Me hizo conocer los templos de Kamakura y hasta me llevó a la costa, a Enoshima.

—Tú has nacido y has vivido en Tokio, ¡cómo es posible que no conozcas esos lugares!

—Los conocía pero nunca los había visto bien. Enoshima ha cambiado enormemente. Me encantó enterarme de que había templos en los cuales las mujeres podían refugiarse de sus maridos.

—¿Ésa es tu venganza? ¿Estás tratando de seducir al muchacho? ¿O acaso piensas dejarte seducir por él? —preguntó Otoko y dejó caer su mano del hombro de Keiko—. Al parecer soy yo la que debe sentir celos.

—¡Ay, Otoko! ¡Celos, tú! ¡Qué feliz me haces!

La muchacha rodeó el cuello de Otoko con sus brazos y se apretó contra ella.

—¡Yo puedo ser perversa, un verdadero demonio! ¡Con cualquiera menos contigo! ¿Lo comprendes?

—Pero llevaste contigo dos de tus cuadros predilectos.

—Una muchacha perversa también quiere impresionar bien. Taichiro me escribió para anunciarme que mis cuadros están colgados en su estudio.

—¿Es ésa la forma de vengarme? —preguntó Otoko con voz serena—. ¿Es el comienzo de tu venganza?

—Sí.

—Él era apenas un niño. No sabía nada acerca de la relación de su padre conmigo. Lo que a mí me lastimó fue el enterarme del nacimiento de su hermana menor. Ahora que veo las cosas a la distancia estoy segura de que fue así. Supongo que la niña ya estará casada.

—¿Quieres que destruya su matrimonio?

—¡Keiko, por favor! ¡Cómo puedes ser tan superficial! ¡No hables así! Te crearás problemas serios. No se trata de una inocente travesura.

—No temeré nada mientras te tenga a ti. ¿Crees que podría seguir pintando si te perdiera? Renunciaría a la pintura… y hasta a la vida.

—¡No digas esas cosas horribles!

—Me pregunto si no podrías haber destruido el matrimonio de Oki.

—Pero es que yo era apenas una colegiala… y ellos tenían un hijo.

—Yo lo habría hecho.

—No sabes lo fuerte que puede ser una familia.

—¿Más fuerte que el arte?

—Bueno… —Otoko inclinó la cabeza con expresión triste—. En ese tiempo yo no pensaba en el arte.

—Otoko —dijo Keiko y se volvió hacia su amiga, sujetándola suavemente por la muñeca—: ¿por qué me enviaste a recibir y a despedir a Oki?

—¡Porque tú eres joven y bonita, por supuesto! Porque estoy orgullosa de ti.

—Me enfurece que me ocultes cosas. Y yo te he observado atentamente con mi mirada celosa.

—¡Ah, sí!

Otoko miró los ojos de Keiko, que centelleaban a la luz de la luna.

—No es que haya querido ocultarte nada. Pero yo tenía apenas dieciséis años cuando nos separamos y ahora soy una mujer madura, que comienza a engordar de cintura. Lo cierto es que no tenía muchas ganas de encontrarme con él. Tenía miedo de desilusionarlo.

—¿No era más lógico que se preocupara él? Yo te admiro más que a nadie en el mundo, de modo que él me decepcionó. Desde que vine a vivir aquí, contigo, me aburren los muchachos jóvenes. Pero creí que el señor Oki me impresionaría más. Cuando lo vi me sentí atrozmente decepcionada. A través de tus recuerdos yo había llegado a imaginármelo mucho mejor de lo que es.

—No puedes abrir juicio habiéndolo tratado tan poco.

—Por cierto que sí.

—¿Cómo?

—No me costaría nada seducir al señor Oki o a su hijo.

—¡Me asustas! —exclamó Otoko—. Ese tipo de presunción es peligroso, Keiko.

—No veo por qué —replicó Keiko, imperturbable.

—Sí que lo es. Además, ¿no crees que estás adoptando una actitud terriblemente dañina, por muy joven y bella que seas?

—Supongo que la mayoría de las mujeres tienen esa actitud que tú llamas dañina.

—Así es. ¿Y ésa es la razón por la cual llevaste tus cuadros favoritos a Oki?

—No. No necesito de mis cuadros para seducirlo.

Otoko parecía consternada.

—Lo hice porque soy tu discípula y quería que él viera mis mejores obras.

—Te lo agradezco. Pero dices que sólo cruzaste unas pocas palabras con él en la estación. ¿Era razón suficiente para entregarle tus cuadros?

—Se lo había prometido. Además tenía curiosidad por ver su reacción ante ellos y necesitaba un pretexto para tomar contacto con su familia.

—¡Menos mal que él estaba ausente!

—Me imagino que habrá visto los cuadros más tarde; pero es probable que no los haya entendido.

—Eres injusta con él.

—Ni siquiera llegó a escribir algo mejor que Una chica de dieciséis.

—Eso no es cierto. A ti te gusta porque en ella me ha idealizado. Una novela juvenil como ésa gusta a la gente joven. Entiendo que no te entusiasmen sus trabajos posteriores.

—De todas maneras, si muriera hoy sólo se lo recordaría por esa novela.

—¡No sigas hablando así! —La voz de Otoko se había hecho severa. Arrancó su muñeca de la mano de Keiko y se apartó.

—¿Tanto lo aprecias todavía? —exclamó Keiko en tono áspero también—. ¿Aunque yo diga que te voy a vengar?

—No es aprecio.

—Entonces es… amor.

—Quizá.

Otoko se puso abruptamente de pie y entró en la casa. Keiko permaneció afuera, en la galería bañada por la luna, sentada, con el rostro hundido en las manos.

—Otoko, yo también vivo para otro ser —dijo, por fin, con voz temblorosa—. Pero cuando se trata de un hombre como Oki…

—Perdóname. Todo sucedió cuando yo era muy joven.

—Me voy a vengar.

—Eso no destruiría mi amor.

Keiko sollozaba ahora en la galería. Aún tenía el rostro hundido entre las manos.

—Otoko, píntame… píntame antes de que me convierta en la clase de mujer que has dicho. ¡Hazlo, por favor! Déjame que pose desnuda para ti.

—Está bien. Tendré mucho gusto en pintar tu retrato.

—¡Qué alegría me das!

Otoko había guardado varios bocetos de su bebé muerto. Pasaban los años, pero ella mantenía su intención de utilizarlos para un cuadro que se intitularía Ascensión de un infante. Había hojeado muchos libros de arte occidental en busca de cuadros de querubines y del Niño Jesús, pero aquella rolliza lozanía parecía poco apropiada para su dolor. Había varios célebres cuadros japoneses antiguos de San Kôbô de niño, que la habían conmovido por su graciosa expresión de emoción contenida. Pero el santo no era un infante ni ascendía al cielo. No era que Otoko quisiera mostrar la ascensión como tal, sólo pretendía sugerir la sensación espiritual. ¿Pero llegaría a hacerlo algún día?

Ahora que Keiko le pedía que la pintara, Otoko pensaba en sus antiguos bocetos para La ascensión de un infante. Quizá pudiera retratar a Keiko a la manera de los cuadros del niño santo. Sería un Retrato de una virgen en el más puro estilo clásico. A pesar de tratarse de obras de arte religioso, algunos retratos de santos tenían una seducción indescriptible.

—Keiko, he decidido pintarte y he pensado en una composición. Estará dentro de la tradición budista, de modo que no quiero ninguna pose inadecuada.

—¿Budista? —exclamó Keiko incómoda—. No estoy segura de que me guste la idea.

—Por lo menos déjame probar. Los cuadros budistas suelen ser muy bellos… y podría intitularlo Muchacha abstraccionista.

—Te estás burlando de mí.

—Hablo en serio. Lo comenzaré no bien termine con la plantación de té.

Otoko se volvió para mirar la pared del estudio. Sobre los cuadros de la plantación de té pendía el retrato de su madre, pintado por ella. Sus ojos se detuvieron en ese cuadro. La madre lucía joven y bella en él, más joven que la propia Otoko. Quizá fuera el reflejo de su edad —treinta y uno o treinta y dos años— en el momento en que había pintado el retrato. O quizás hubiera surgido simplemente así.

Al verlo por primera vez, Keiko había dicho:

—Adorable. Parece un autorretrato.

¿Sería realmente así?, se preguntó Otoko.

Otoko se asemejaba mucho a su madre. ¿Sería la añoranza de su madre muerta lo que había hecho que captara en aquel retrato todos los elementos de semejanza? Al comienzo había hecho un buen número de bocetos basados en una fotografía, pero ninguno de esos ensayos la había conmovido. Por fin decidió ignorar la foto… y de pronto su madre se le apareció sentada ante ella. Más que un fantasma, era su imagen viviente. Trazó un boceto tras otro, a toda prisa, con el corazón rebosante de emoción. Pero con frecuencia debía detenerse pues los ojos se le nublaban de lágrimas. Advirtió que el retrato de su madre se estaba convirtiendo más bien en un autorretrato.

El resultado final era el cuadro que ahora pendía de la pared sobre los estudios de la plantación de té. Otoko había quemado todas las versiones previas. La restante era la que más se aproximaba a un autorretrato, pero Otoko la consideraba la mejor. Cada vez que contemplaba el cuadro, sus ojos se velaban de tristeza. El retrato respiraba con ella. ¿Cuánto le había llevado fijar la imagen en aquella pintura?

Hasta ese momento Otoko no había pintado ningún otro retrato y sólo una que otra figura. Sin embargo, esa noche, presionada por Keiko había experimentado el repentino deseo de hacer un retrato. Nunca había imaginado así la Ascensión de un infante; pero aquel deseo largamente acariciado explicaba por qué había recordado los retratos del niño santo y había pensado en pintar a Keiko en el clásico estilo budista. Su madre, su hijita perdida y Keiko… ¿acaso no eran sus tres amores? Por diferentes que fueran, debía pintarlos a los tres.

—Otoko, estás contemplando el retrato de tu madre y te preguntas cómo puedes pintarme, ¿no? Piensas que es imposible sentir esa clase de amor por mí.

Keiko había entrado en el estudio y se había sentado muy cerca de su maestra.

—¡Tonterías! Ahora no me siento satisfecha cuando lo miro… He progresado un poco desde que lo pinté, ¿sabes? De todos modos siento cariño por este cuadro. Con todas sus fallas, es una obra a la cual me consagré en cuerpo y alma.

—No necesitas esforzarte tanto con mi retrato. Hazlo rápidamente.

—No, no —dijo Otoko absorta en sus pensamientos.

Mientras contemplaba el cuadro se había ido hundiendo en un mar de recuerdos de su madre. Luego Keiko le habló y su mente volvió a los retratos del niño santo. Algunas de las imágenes parecían niñas delicadamente graciosas o hermosas doncellas, en el estilo elegante y refinado del arte budista; pero también había una cierta voluptuosidad en el personaje. Aquellas figuras podían interpretarse como símbolos del amor homosexual en los monasterios medievales —de donde estaban proscritas las mujeres—, como expresión del anhelo de adolescentes hermosos que pudieran confundirse con bellas muchachas. Quizás ésa fuera la razón por la cual había recordado los retratos del santo no bien pensó en pintar a Keiko. El peinado no difería mucho de la melena y el flequillo usado por las niñas en la actualidad. Lo que ya no se veía eran esos esplendorosos kimonos de brocado, salvo en el teatro. No, resultaban demasiado anticuados para una jovencita moderna. Otoko recordó los retratos de Reiko, la hija del pintor Kishida Ryûsei. Eran óleos o acuarelas con un dibujo minucioso, en un estilo clásico que mostraba influencias de Durero. Algunos de esos retratos eran cuadros de tema religioso. Pero Otoko había visto uno extremadamente raro, en colores claros, sobre papel chino. Mostraba a Reiko vistiendo una enagua roja y desnuda de la cintura para arriba. Estaba sentada en una pose muy formal. No era una de las obras maestras de Ryûsei, y Otoko se preguntaba por qué había retratado a su propia hija en esa forma, en un cuadro de clásico estilo japonés. El pintor había hecho cosas semejantes en estilo occidental.

¿Por qué no hacer, entonces, un desnudo de Keiko? No había razón para renunciar a la idea del retrato del niño santo. Incluso había personajes budistas en los que se advertía una insinuación de pechos femeninos. ¿Y qué hacer con el peinado? Había visto un magnífico retrato del cual era autor Kobayashi Kokei. Era de exquisita pureza, pero el peinado no armonizaba. Luego de considerar diversas soluciones, Otoko sintió en forma casi dolorosa que el problema estaba más allá de sus fuerzas.

—¿Quieres que nos acostemos, Keiko? —preguntó.

—¿Tan temprano? ¿Con una luna tan maravillosa?

Keiko se volvió para mirar el reloj.

—Son sólo las diez y cinco.

—Estoy un poco cansada. ¿No podemos seguir hablando en la cama?

—Está bien.

Keiko preparó las camas mientras Otoko estaba sentada ante su tocador. Era muy rápida. Cuando Otoko se hubo levantado, Keiko se dirigió al espejo para quitarse el maquillaje. Inclinada hacia adelante, con el esbelto cuello curvado, miró su rostro en el cristal.

—Otoko, no soy la persona más indicada para un cuadro budista.

—Eso depende del pintor.

Keiko se quitó las horquillas y sacudió la cabeza.

Otoko observó a Keiko desde la cama.

—¿Piensas dormir con el pelo sin sujetar?

—Creo que necesita ventilación. Debería habérmelo lavado. —Keiko hizo una pausa y se llevó un manojo de pelo a la nariz—. ¿Qué edad tenías cuando murió tu padre, Otoko? —preguntó luego.

—Once años. ¿Cuántas veces me vas a hacer la misma pregunta?

Keiko no replicó. Corrió los paneles deslizables que daban sobre la galería, cerró las puertas entre dormitorio y estudio, y se tendió al lado de Otoko. Las camas estaban juntas.

Durante varias noches se habían acostado sin correr los paneles exteriores. Las hojas de papel de arroz brillaban con tenue resplandor a la luz de la luna.

La madre de Otoko había muerto de cáncer pulmonar, sin revelarle que su marido había tenido una hija con otra mujer y que, por lo tanto, Otoko tenía una media hermana menor que ella. Otoko siempre lo había ignorado.

Su padre se había dedicado a la importación y exportación de productos textiles. Fueron muy numerosas las personas que asistieron a sus funerales y que practicaron las habituales reverencias y ofrendas de incienso; pero la madre de Otoko advirtió la presencia de una mujer bastante extraña, que parecía tener sangre blanca. Sus párpados hinchados por el llanto le llamaron la atención, cuando la mujer se inclinó ante la acongojada familia. La madre de Otoko sintió una aguda punzada de dolor. Hizo un gesto para que se aproximara el secretario privado de su marido y le susurró que preguntara a los recepcionistas quién era aquella joven de aspecto euroasiático. Más tarde, el secretario pudo averiguar que una abuela de aquella mujer era canadiense y se había casado con un japonés. Ella, por su parte, se había educado en un colegio para norteamericanos y trabajaba como intérprete. Vivía en una casita en Azabu.

—Supongo que no tiene hijos.

—Dicen que hay una niñita.

—¿La vio usted?

—No. Me informaron los vecinos.

La madre de Otoko tuvo la seguridad de que aquella niñita era hija de su marido. Había formas de verificarlo, pero pensó que la joven euroasiática la iría a ver. Nunca lo hizo. Habrían transcurrido algo más de seis meses cuando el secretario le informó que se había casado y que había llevado a la niña consigo. Él también insinuó que la joven euroasiática había sido amante del desaparecido. Con el correr del tiempo, los furiosos celos de la viuda se fueron calmando. Comenzó a pensar en la posibilidad de adoptar a la niñita. Aquella hija de su marido debía de ignorar quién era su verdadero padre. Sintió que había perdido algo precioso… y no sólo porque Otoko era su única hija. Empero, le resultaba difícil hablar a una niña de once años de la hija ilegítima de su padre.

Sin duda aquella niñita ya se había casado y tendría sus propios hijos; pero para Otoko era como si no existiera…

—¡Otoko, Otoko! —gritó Keiko sacudiendo a su amiga—. ¿Has tenido una pesadilla? Parecías quejarte de un dolor.

Acarició a Otoko, mientras ésta recuperaba el aliento.

—¿Me estabas mirando?

—Sí, desde hace unos instantes.

—¡Qué mala eres! Estaba soñando.

—¿Qué clase de sueño?

—Soñaba con una persona verde. —La voz de Otoko aún mostraba signos de agitación.

—¿Alguien vestido de verde?

—No era la ropa. Era todo verde, incluyendo brazos y piernas.

—¿Sería el monstruo de los ojos verdes?

—¡No te burles de mí! No tenía un aspecto aterrador, sólo era una figura verde que flotaba y flotaba en torno a mi cama.

—¿Una mujer?

Otoko no contestó.

—Es un buen presagio. ¡Estoy segura!

Keiko apoyó una mano sobre los ojos de Otoko y los cerró; luego tomó una de las manos de su amiga y le mordió un dedo.

—¡Ay! —exclamó Otoko y abrió los ojos de par en par.

—Dijiste que me ibas a pintar —dijo Keiko—. Por eso adopté el color verde de la plantación de té.

—¿Te parece? ¿Bailas a mi alrededor hasta cuando duermo? Eso me asusta.

Keiko dejó caer la cabeza sobre el pecho de Otoko y lanzó una risita un poco histérica.

—¡Pero si eres tú la que soñaba!…

Al día siguiente ascendieron hasta el templo del Monte Kurama y llegaron allí hacia el atardecer. Los fieles se congregaban en el predio del templo. El tardío crepúsculo de un largo día de mayo desdibujaba ya los picos y los bosques vecinos.

La luna llena asomaba por sobre las Colinas Orientales, más allá de Kioto. A izquierda y derecha del recinto central del templo ardían grandes hogueras. Los sacerdotes habían salido y comenzaban a entonar los sutras. El sacerdote principal, que llevaba vestiduras escarlatas, entonaba las palabras, repetidas luego por los demás. Los acompañaba un armonio.

Todos los fieles ofrecían cirios encendidos. Justo enfrente del recinto central se había instalado un gigantesco cuenco de sake, que contenía agua, en la cual se reflejaba la luna. Los fieles iban desfilando para que se vertiera agua de ese cuenco en sus palmas ahuecadas. Después de hacer una reverencia, la bebían. Otoko y Keiko hicieron lo mismo.

—Puede que encuentres pisadas verdes cuando regresemos a casa —dijo Keiko.

Parecía excitada por la atmósfera de aquella ceremonia en la montaña.