Ninguno de sus capturadores hablaba. Era una experiencia misteriosa, sólo el ruido de las pisadas ligeras y la respiración leve, el tintinear del equipo y el olor cálido y salvaje de los cuerpos que lo rodeaban.
Después de una hora, el sargento hizo una señal para que hicieran una pausa y se detuvieron al costado del camino. Sean se acercó al guerrillero más próximo y le tocó la cantimplora que llevaba en el cinturón.
El hombre habló con el sargento. Ésas fueron las primeras palabras que dijeron y Sean los entendió. Hablaban en shangane. Los shanganes eran un vestigio de una de las pequeñas tribus zulúes que habían sido derrotadas por los guerreros del rey Chaka en la batalla Mhlatuze, en 1818. A diferencia de muchos de los otros jefes de tribu, Soshangane se resistió a incorporarse al imperio de Chaka y huyó hacia el norte con sus diezmadas tropas para fundar su propio reino, junto a las fronteras de Zimbabue y Mozambique.
Por lo tanto, el idioma shangane tenía raíz zulú. A lo largo de los años, muchas de las personas que trabajaron en el campamento de Sean eran sanganes, ya que, como sus antepasados zulúes, eran un pueblo noble y señorial. Sean podía hablar su lengua con fluidez pues contenía muchas similitudes con el sindebele.
Sin embargo, no cometió el error de indicarles a sus capturadores que había entendido lo dicho por el soldado. —El mabunu quiere beber.
—Déjalo —respondió el sargento—. El inkosi lo quiere vivo.
El soldado le pasó la cantimplora y, aunque el agua era salobre y estaba teñida por el lodo de los pantanos, para Sean tuvo el sabor de un Veuve Clicquot helado, servido en copa de cristal.
«El inkosi lo quiere vivo», había dicho el sargento. Sean reflexionó después de devolver la cantimplora. El inkosi, el jefe, era obviamente el camarada China, y tenían órdenes de cuidarlo. Eso lo tranquilizó un poco, pero no tuvo mucho tiempo para disfrutar esa información. Al cabo de unos minutos, el sargento les dio la orden de reanudar esa acelerada marcha hacia el sur.
Anduvieron hasta el amanecer. Sean esperaba en cualquier momento unirse a la columna principal, en la que viajaban Claudia y Job, pero cubrían kilómetro tras kilómetro y no había ni rastro de ellos. Ahora que había luz, Sean podía buscar las huellas de la columna en el camino, pero no había ningún rastro. Debían de haber tomado una ruta diferente.
El sargento que estaba a cargo era todo un veterano. En los flancos tenía dispuestos hombres que barrían los lados del camino, adelantándose al resto por si encontraban una emboscada frelima. Pero lo que parecía preocuparlo más que un ataque desde la selva era la amenaza del cielo. Todo el tiempo intentaban permanecer bajo los árboles. Cada vez que se veían forzados a cruzar un claro, frenaban e inspeccionaban el cielo, esperando escuchar ruido de motores, antes de aventurarse a avanzar, y luego cruzaban hasta los próximos árboles a toda carrera.
Una vez, durante la primera mañana, oyeron el ruido del motor turbo de un avión, débil y muy distante, pero el sargento instantáneamente les dio la orden de que se cubrieran sin demora. A cada lado de Sean había un soldado que lo obligó a mantener la cabeza agachada hasta que desapareció el último zumbido del avión.
Esta preocupación por un posible ataque aéreo le intrigaba; todo lo que había oído y leído indicaba que la fuerza aérea frelima era tan débil y dispersa que casi no existía. Los aviones que poseían estaban obsoletos y no se adecuaban al tipo de ataque a tierra, a lo que debía sumarse la escasez de técnicos preparados y de repuestos. No obstante, esos hombres se tomaban muy en serio esa amenaza.
A mediodía el sargento ordenó que se detuvieran. Uno de los soldados preparó la comida sobre un fuego pequeño, que repartió no bien terminó de cocinarlo. Siguieron unos cuantos kilómetros antes de detenerse a comer. A Sean se le dio la misma ración. El maíz estaba duro y bien salado, pero la carne era rancia y a punto de pudrirse. En un hombre blanco común y corriente, habría causado un ataque inmediato de gastroenteritis, pero el estómago de Sean estaba acostumbrado a ese tipo de cosas como el de cualquier africano. Lo comió sin gusto pero sin perturbarse.
—Está buena la comida —dijo el sargento en shangane al sentarse a su lado—. ¿Quiere más?
Sean fingió no entender y le dijo en inglés:
—Lo siento. No comprendo lo que dice.
El sargento se encogió de hombros y siguió comiendo. Al cabo de unos minutos, se dio la vuelta hacia Sean y gritó: —¡Atrás! ¡Una serpiente!
Sean resistió el impulso natural de dar un salto, pero en cambio sonrió condescendiente y repitió:
—Lo siento. No comprendo lo que dice.
El sargento se relajó y uno de sus hombres señaló:
—No entiende shangane. No hay problema si hablamos delante de él.
No le hicieron caso durante el resto de la comida y charlaron entre ellos. En cuanto terminaron, el sargento sacó un par de esposas ligeras de la mochila y aseguró una a la muñeca de Sean y otra a la suya. Asignó la guardia a dos de los hombres y el resto se dispuso a dormir.
Si bien Sean estaba exhausto ya que durante días sólo había dormido a ratos, no pudo conciliar el sueño y repasó mentalmente la situación, tratando de encontrar la pieza del rompecabezas que faltaba. Aún no estaba seguro de que se encontrara en manos renamas. Sólo contaba con la brevísima nota de Claudia que se lo sugería. Por otra parte, el camarada China había sido comisario del ejército marxista ZANLA bajo las órdenes de Robert Mugabe. La RENAMO era una organización fanáticamente anticomunista, cuyo objetivo era derrocar al gobierno marxista FRELIMO. Algo fallaba.
Asimismo, China había luchado en la guerra de Rhodesia de Ian Smith. ¿Qué estaba haciendo allí, al otro lado de la frontera, en una guerra de un país extranjero? ¿Qué era China? ¿Un Mercenario, un traidor, un guerrero independiente que aprovechaba el caos de Mozambique para satisfacer sus propios intereses? Sería interesante descubrirlo.
A pesar de lo intrigado que estaba, en lo último en que pensó antes de que lo venciera el sueño fue en Claudia Monterro. Si China lo quería vivo, entonces era muy probable que también quisiera a la muchacha viva. Con ese razonamiento, se quedó profundamente dormido, con una leve sonrisa dibujada en los labios.
Lo despertó el dolor de los músculos entumecidos y de los hematomas causados por las culatas. El sargento lo hizo ponerse de pie y correr de inmediato, nuevamente hacia el sur, hacia las sombras frescas de la noche. Al cabo de un kilómetro, los músculos se entibiaron y la rigidez se evaporó. Adoptó el ritmo de sus escoltas con facilidad. Siempre mirando hacia el frente, con la esperanza de ver la columna principal emerger de la oscuridad, y a Job y Dedan transportando a Claudia junto a los utensilios del campamento.
No se detuvieron en toda la noche. Cuando hicieron una pausa para comer, sus capturadores comenzaron a hablar de él con las bocas llenas de maíz y carne maloliente.
—Dicen que en la otra guerra fue un león, que devoraba al enemigo —aclaró el sargento—. Fue él quien atacó el campo de entrenamiento de Inholozane, en las colinas de «los pechos de la doncella».
Los soldados lo contemplaron con interés y conspicuo respeto.
—Dicen que fue él quien dejó sordo al general China en persona.
Se rieron y sacudieron las cabezas. Eso sí que era gracioso.
—Tiene cuerpo de guerrero —dijo uno de ellos, tras lo cual lo analizaron abiertamente, hablando de su físico como si fuese un objeto inanimado.
—¿Por qué ordenó el general que hiciéramos esto? —preguntó otro soldado. El sargento sonrió y se retiró un pedazo de carne de una muela con la uña.
—Tenemos que hacerle tragar el orgullo y la furia —explicó sin dejar de sonreír—. El general China quiere que de león pase a ser un perro que mueva la cola ante el amo.
—Tiene cuerpo de guerrero —repitió el primer hombre—. Ya veremos si tiene corazón de guerrero. —Y todos rieron a carcajadas.
«¿Conque es un desafío? —pensó Sean con el rostro impasible—. Muy bien, hijos de puta. Veamos qué perro mueve primero la cola.»
En forma perversa, Sean comenzó a divertirse. El desafío le iba como anillo al dedo. Eran diez y apenas superaban los veinte años. Él tenía más de cuarenta, pero la desventaja hacía el reto aún más atractivo y le ayudaría a soportar la monotonía y las penurias de los días siguientes.
Sean tuvo sumo cuidado en ocultar que sabía que era un desafío. Sabía que era peligroso irles en contra o humillarlos. Su disposición y respeto serían más valiosos que el odio y el resentimiento.
Sean había pasado toda su vida adulta en compañía de hombres negros. Los conocía como sirvientes y como amos, como cazadores y como soldados, como leales amigos y como encarnizados enemigos. Conocía al dedillo sus defectos y virtudes y cómo explotarlos. Entendía las costumbres tribales, la etiqueta social. Sabía cómo alabarlos, lisonjearlos, impresionarlos y cómo era posible granjearse su respeto.
Se dirigió a ellos con la cuota exacta de respeto, sin excederse para evitar que llegasen a despreciarlo. Puso especial atención en no desafiar la autoridad del sargento para que no perdiera la confianza de sus hombres. Hizo despliegue de su sentido del humor. A través de los gestos y haciéndose un poco el payaso logró hacerlos reír. Tras compartir la risa, toda la relación se alteró sutilmente. Pasó a ser más un compañero que un cautivo y no recurrieron a los golpes de culata para persuadirlo.
Y, lo que era más importante, día a día accedía a un poco más de información.
En dos oportunidades pasaron por aldeas incendiadas, tierras cultivadas de los alrededores que habían sido invadidas por la maleza; las cenizas negras volaban con el viento.
Sean señaló las ruinas.
—¿RENAMO? —inquirió y sus capturadores reaccionaron consternados.
—¡No! ¡No! —corrigió el sargento—. ¡FRELIMO! ¡FRELIMO! —Se golpeó el pecho—. RENAMO —dijo con orgullo, y señaló a sus hombres—: ¡Renamos!
—¡Renamos! —ratificaron ellos con fervor.
—Una cosa menos —dijo Sean riendo—. Frelimo, ¡pum! ¡pum! —Hizo el gesto de dispararle a un frelimo y estuvieron encantados, sumándose a la pantomima asesina con entusiasmo. Su actitud hacia él mejoró aún más. En la próxima comida, el sargento le entregó una ración más que generosa de carne podrida. Mientras comían, discutieron abiertamente su rendimiento y llegaron a la conclusión de que lo sobrellevaba a las mil maravillas.
—Puede correr y sabemos que sabe matar, pero ¿acaso puede matar a un henshaw? —preguntó el sargento.
«Henshaw» en shangane quería decir «halcón». Habían utilizado esta palabra muchas veces en los últimos cinco días de travesía. Cada vez que la pronunciaban, miraban al cielo preocupados. Una vez más, ante la sola mención, los hombres entristecieron y, como acto reflejo, miraron hacia arriba.
—El general China cree que sí —agregó el sargento— pero ¿quién sabe? ¿Quién sabe?
En esos momentos, Sean estimaba que su posición dentro del grupo era bastante segura. La relación que había entablado con los hombres le permitiría tomarse la primera libertad y obligarlos a resolver el juicio por cansancio.
En la próxima etapa, comenzó a forzar la marcha. En vez de mantenerse trotando entre los hombres, dos pasos detrás del sargento shangane a cargo de la columna, se adelantó hasta pisarle los talones, exagerando la respiración de manera que el sargento pudiera sentirla sobre la espalda sudorosa. Instintivamente, apretó el paso y Sean lo alcanzó, quedándose a poca distancia, demasiado cerca, presionándolo.
Irritado, el sargento lo miró por encima del hombro y Sean lo saludó con una sonrisa, respirándole en la cara. El sargento entrecerró los ojos y comprendió lo que ocurría. Le devolvió la sonrisa y empezó a andar a toda carrera.
—¡Eso es! —dijo Sean en inglés—. Veamos quién mueve el culo primero.
El resto de la columna se quedó atrás. El sargento les dio la orden tajante de que se apresuraran y adoptaron entonces esa mortífera velocidad. Al cabo de una hora, sólo quedaban tres. Los otros se habían quedado tendidos en el kilómetro y medio de selva. Frente a ellos, el camino ascendía a una ladera empinada hacia otra meseta.
Sean había andado sin dificultad hasta que se encontró codo a codo con el corpulento sargento. Pero cuando intentó pasarlo, no lo logró. La ladera era tan empinada que el camino serpenteaba mil y una veces. El sargento se adelantó en la primera curva, pero Sean lo alcanzó y superó en la recta.
Corrían a máxima velocidad y se turnaban en la delantera; el tercer hombre cayó antes de llegar a la mitad del camino de la colina. Serios, empapados en sudor, jadeaban como el escape de una máquina de vapor.
De pronto, Sean salió disparado como un tiro, se alejó del camino y empezó a trepar la colina, cortando camino al evitar la curva y adelantándose veinte metros al shangane. El sargento le gritó enfadado y lo imitó en la próxima curva. Los dos habían abandonado el camino y corrían por la ladera, saltaban las rocas y raíces, como un par de kudus en fuga.
Sean llegó arriba un metro delante del sargento y se tumbó sobre el duro terreno, rodando sobre los costados, tratando de recuperar el aliento. El sargento se desplomó a su lado jadeando. Al cabo de un minuto, Sean se sentó tembloroso y los dos se miraron estupefactos.
Entonces Sean comenzó a reír. Parecía que gimiera de dolor, pero en cuestión de segundos el shangane se le sumó, aunque cada carcajada representaba una agonía. La risa ganó volumen a medida que los pulmones recuperaron fuerzas. Cuando el resto del grupo llegó laboriosamente hasta allí, los encontraron sentados Junto al camino, desternillándose de risa como un par de locos.
Cuando reanudaron la marcha una hora más tarde, el sargento se alejó del transitado sendero y marchó a campo través hacia el oeste. Por fin, había un propósito en la forma en que conducía la columna.
Sean comprendió que el juicio había concluido.
Antes del anochecer, atravesaron una línea de defensas permanentes.
Estaban situados a lo largo de un río ancho y lento, cuyas aguas verdes corrían entre bancos de arena y piedras pulidas y redondeadas por la corriente. Las trincheras y los refugios subterráneos estaban festoneados por troncos y bolsas de arena y meticulosamente camuflados por si tenía lugar un ataque aéreo. Había morteros y pesadas ametralladoras, cuyo fuego podía cruzar el río y barrer la margen del norte.
Sean tuvo la impresión de que se trataba de fortificaciones de envergadura y supuso que se encontraban en el perímetro de una amplia área militar, seguramente un batallón y quizás una división. Una vez atravesado el río, la presencia de Sean en medio de sus capturadores despertó un marcado interés. Los soldados que no estaban de guardia salieron de los refugios y se arremolinaron a su alrededor. Sus capturadores no podían ocultar la satisfacción que les proporcionaba tener un prisionero blanco.
La multitud curiosa de interesados y bromistas se esfumó de repente cuando se les acercó un rechoncho oficial con gafas. Los escoltas lo saludaron con gestos teatrales, a los que respondió tocando el borde de la boina roja con la punta de su bastón.
—Coronel Courtney —dijo el oficial en un inglés aceptable—. Se nos comunicó que los aguardáramos.
Para Sean resultaba alentador notar que los renamos lucían las insignias de rango militar, basadas en las convenciones del ejército portugués. Ese hombre llevaba las bandas rojas y las coronas en las charreteras correspondientes a la graduación de mayor. Durante la guerra de guerrillas, los terroristas habían dejado de lado las tradiciones capitalistas e imperialistas y abandonado los símbolos que distinguen a los oficiales superiores.
—Pasará la noche con nosotros —le informó el mayor. Espero que sea nuestro huésped durante la cena.
Sin duda, ése era un tratamiento extraordinario y hasta los capturadores de Sean estaban impresionados y, en cierta extraña forma orgullosos de él. El sargento en persona lo escoltó hasta el río y llegó a darle un pedazo de jabón verde para que se lavara la camisa y los shorts.
Mientras se secaban al sol sobre una roca, Sean nadó desnudo en el río y usó lo que quedaba de jabón para lavarse el pelo y limpiarse la cara de camuflaje cremoso y de suciedad. Hacía casi dos semanas que no se afeitaba; desde que dejara el campamento de Chiwewe, y la barba era densa y espesa.
Con abundante espuma se enjabonó las axilas y la entrepierna y examinó su propio cuerpo. No quedaba ni un gramo de grasa; se veía con claridad cada uno de los músculos debajo de la piel bronceada. No había estado en semejante forma física desde el fin de la guerra. Parecía un pura sangre que, gracias a la mano experimentada de un entrenador, hubiera llegado a la perfección y se dispusiera a participar en una carrera.
Se estiró el pelo hacia atrás con el peine de acero que le prestó el sargento. Le llegaba casi a los hombros, abundante, ondulado, brillante después del baño. Se puso la ropa húmeda. Se sentía bien. Tenía esa curiosa sensación de estar en el pináculo de su estado físico.
El comedor de los oficiales era un refugio subterráneo, desprovisto de ornamentos o decoración. Los muebles eran rústicos, hechos a mano. Sus anfitriones fueron el mayor, un capitán y dos jóvenes subalternos.
La abundancia de la comida compensó la falta de presentación artística. Un abundante guiso humeante hecho con pescado secado al sol, pimientos, los feroces peri-peri, que eran un vestigio de los colonialistas portugueses, y enormes raciones de la inevitable papilla de maíz.
Fue la mejor comida desde el campamento de Chiwewe, pero la estrella de la noche fue la bebida que sirvió el mayor: cantidades ilimitadas de verdadera y civilizada cerveza en lata. Las etiquetas decían «Castle Lager», y en letra pequeña al pie: «Ver-Waardig in Suid Afrika, Made in Sudáfrica», lo que indicaba claramente cuál era el país aliado de la RENAMO.
Como invitado, Sean propuso el primer brindis. Se puso de pie y elevó la lata de cerveza.
—Por la RENAMO y el pueblo de Mozambique.
El mayor agregó:
—Por el presidente Botha y el pueblo de Sudáfrica.
Brindis que no dejaba ninguna duda. Sabían que Sean era sudafricano y, por ende, un invitado de honor.
Se sintió tan seguro en su compañía que se relajó por primera vez en meses y se dio el lujo de embriagarse un poco.
El mayor había luchado en favor de Rhodesia durante la guerra de guerrillas. Le informó a Sean que, al igual que Job Bhekam, había pertenecido a los Fusileros Africanos de Rhodesia, la élite negra del ejército que luchara tan eficientemente y causara tantas bajas a las guerrillas ZANLA. Pronto quedó establecida la camaradería de los viejos hermanos de armas. Sin hacerlo de manera evidente, Sean fue capaz de guiar la conversación y conseguir información que el mayor dejaba escapar con mayor libertad a medida que se consumían las latas de cerveza.
Los cálculos de Sean resultaron ser correctos. Se encontraba en el perímetro norte de un grupo del ejército renamo. Las fortificaciones eran profundas y dispersas como precaución contra un posible ataque aéreo. Desde esa base, dirigían los saqueos hacia el sur, castigaban las guarniciones frelimas y atacaban el ferrocarril que unía Beira, en la costa, con Harare, la capital de Zimbabue.
Mientras aún consumían la primera caja de cerveza, Sean y el mayor discutieron seriamente lo que representaba ese ferrocarril. Zimbabue era una nación rodeada totalmente de tierra. Las únicas arterias que la unían con el mundo exterior eran las líneas de ferrocarril. La más importante se dirigía hacia el sur, a Sudáfrica, y a través de Johannesburgo llegaba a los puertos de Durban y Ciudad del Cabo.
El gobierno marxista de Mugabe sentía un amargo resentimiento al tener que depender de la nación que, según ellos, representaba todo lo malo de África, el bastión del capitalismo y del sistema de libre mercado, la nación que durante los once años de guerra había apoyado el régimen blanco de Ian Smith. La retórica histérica de Mugabe contra su vecino sureño no cesaba y la mano sucia del apartheid se aferraba a su yugular. Su instinto le dictaba buscar la salvación en el este, en Mozambique. Durante la guerra por la independencia, Mugabe contó con la noble asistencia del presidente frelimo de Mozambique, Samora Machel, cuya lucha contra el yugo colonial portugués acababa de culminar con la libertad.
Los frelimos, sus hermanos marxistas, le brindaron a Mugabe reclutas, armas y el apoyo incondicional a sus guerrilleros. Sin reservas, le ofrecieron las bases dentro de su territorio desde donde lanzar sus ataques contra Rhodesia. En consecuencia, resultaba natural que recurriese una vez más a Mozambique en busca de una vía de escape de la tremenda humillación ante el resto de África, ante los hermanos de la Organización de Unidad Africana. De ninguna manera podía tolerar mantener los lazos con el monstruo del sur, del que dependía totalmente si deseaba contar no sólo con gasolina, sino con lo indispensable para la supervivencia.
El ferrocarril que iba al puerto de Beira, sobre el canal de Mozambique, era la solución natural para su calvario. Por supuesto, las instalaciones portuarias y el sistema de vías quedaron destruidos bajo el gobierno socialista. La solución fue simple y distó de ser original: ayuda en masa proveniente de las naciones desarrolladas de Occidente. Como sabía todo buen africano marxista, ése era un derecho inalienable y cualquier intento en su contra enfrentaría la igualmente simple y poco original acusación de flagrante racismo. El temor a semejante acusación surtía efecto inmediato. El costo calculado para reparar el puerto y el ferrocarril ascendió a cuatro mil millones de dólares. No obstante, debido a que los verdaderos costos africanos solían exceder las estimaciones en un ciento por ciento, era más realista hablar de una suma de ocho mil millones de dólares. Una cantidad insignificante, nada más de lo que les correspondía como tributo, un precio justo que Occidente debía pagar por el placer y el prestigio que Mugabe encontraría al aplastar la nariz del monstruo del sur.
Había tan sólo un obstáculo en su camino: el ejército de la RENAMO. Se había concentrado en ese ferrocarril vital, lo atacaba a diario, volaba puentes y alcantarillas, arrancaba las vías y disparaba contra el material rodante.
El daño era menor si se lo comparaba con el hecho de que los actos de sabotaje daban a los gobiernos occidentales una excusa perfecta para retener los fondos necesarios y restaurar el ferrocarril que transportaría todas las exportaciones e importaciones de Zimbabue.
Los esfuerzos del gobierno frelimo para proteger el ferrocarril eran tan ineficaces que hasta los habitantes de Zimbabue se vieron forzados a cooperar. Más de diez mil soldados al mando de Mugabe se esforzaban por contener los ataques renamos al ferrocarril. Se calculaba que los costos de estas operaciones representaban un millón de dólares diarios a la economía de Zimbabue, una de las más endebles al sur del Sahara.
Resultaba irónico que Mugabe, un ex guerrillero, se viera obligado a ocupar un papel pasivo y defender equipos fijos y posiciones permanentes. Debía soportar ahora el aguijón de la criatura que había dejado volar tan alegremente.
Sean y el mayor renamo soltaron una carcajada ante la comparación y se dispusieron a comenzar la segunda caja de cerveza, producto del apartheid. Eso marcó el fin de los temas serios de conversación.
Rememoraron de buen humor los días de la guerra de guerrillas. No tardaron en descubrir que los dos habían estado en la misma posición en Mavuradonha el día en que liquidaron a cuarenta y seis guerrilleros. «Un buen trabajo», tal como siempre se denominaba una acción culminada con éxito. Los Scouts de Sean se instalaron en las colinas, en calidad de grupo de contención, mientras los rifleros se tiraron en paracaídas al otro lado, formando una línea de barrido que condujo a los terroristas hasta los Scouts.
—Empujaron a tantos conejos como guerrilleros —recordó Sean—. No sabía a quién disparar primero. —Siguieron riendo y recordando viejas misiones, alocadas operaciones, peligrosas persecuciones y «buenos trabajos».
Bebieron a la salud de Ian Smith, los Ballantyne Scouts y los Rifleros Africanos de Rhodesia. Como todavía quedaba suficiente cerveza, brindaron por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Cuando se acabó la lista de gobernantes conservadores, Sean sugirió:
—¡Muera Gorbachov!
La sugerencia se aceptó con entusiasmo y el mayor propuso de inmediato:
—¡Muera FRELTNTO y Chissano!
La lista de izquierdistas era más larga que la de conservadores y la repasaron cuidadosamente, desde Neil Kinnock hasta Edward Kennedy y Jesse Jackson.
Cuando se despidieron, Sean y el mayor se abrazaron como hermanos. Sean llevaba los bolsillos llenos de latas de cerveza, de modo que al regresar a donde estaban los guardias shanganes, ellos también lo saludaron con afecto mientras distribuían las latas.
A la mañana siguiente, el sargento shangane lo sacudió para que se despertara. Todavía estaba oscuro. El dolor de cabeza era aterrador y en la boca tenía un sabor como si allí hubiese dormido una hiena. Era una de las consecuencias de estar en insuperable estado físico. La reacción del cuerpo ante el abuso del alcohol era proporcionalmente violenta, la resaca era más feroz. Ni siquiera tenía una aspirina.
Sin embargo, a media mañana, Sean había sudado hasta la última gota de cerveza rancia. Todavía se dirigían al suroeste. Mientras andaban vieron muchas más fortificaciones. Tal como le había dicho el mayor, estaban inteligentemente ocultas y dispersas. Había artillería ligera en emplazamientos con bolsas de arena, morteros situados en reductos estratégicos y destacamentos armados con cohetes RPG, indispensables en todo arsenal guerrillero. Todas las tropas parecían tener la moral alta; parecían dispuestas, bien alimentadas y equipadas. Casi todos llevaban el camuflaje atigrado y botas de combate de lona con suelas de goma.
Sus escoltas reaprovisionaron las mochilas en el destacamento de intendencia. Al hacer una pausa para alimentarse, observó que el maíz venía en bolsas de dos kilos con la etiqueta de "Premier», los fósforos con que encendieron el fuego eran «Lion» y las barras de jabón, «Sunlight», todos ellos con la familiar leyenda bilingüe, «Verwaardig in Suid Afrika, Made in Sudáfrica».
—Es como estar en casa otra vez —dijo Sean riéndose entre dientes.
Las líneas de defensa renamas formaban círculos concéntricos como cuando se tira una piedra a un estanque. Sean no tardó en darse cuenta de que se aproximaban al centro. Atravesaron las que obviamente eran las zonas de entrenamiento, donde los jóvenes reclutas negros, hombres y mujeres por igual, algunos adolescentes, estaban sentados bajo los techos de paja como niños en una clase. Prestaban tanta atención a la pizarra que casi no levantaron la cabeza cuando el destacamento de Sean pasó por allí.
Las pizarras le indicaron a Sean que la instrucción cubría desde el manual de infantería hasta teoría política.
Tras cruzar la zona de entrenamiento, llegaron a lo que aparentemente era una serie de colinas bajas, escasamente custodiadas. Hasta que estuvieron a escasos metros de la ladera de una de esas colinas, Sean no descubrió las entradas de los refugios.
Construidos cuidadosamente, estaban ocultos de manera más astuta que los que habían estado pasando durante todo el día. Debían ser invisibles desde el aire e impenetrables en caso de un ataque aéreo. Sus guardias cambiaron de postura y de actitud, por lo que Sean dedujo que habían llegado a los cuarteles centrales del ejército renamo.
Aun así, quedó sorprendido cuando, sin ceremonia alguna, se detuvieron frente a la entrada de un refugio subterráneo. Hubo un breve diálogo cuando el sargento shangane lo entregó a los guardias de la entrada. Lo hicieron bajar a un laberinto subterráneo de corredores y cavernas excavadas en la tierra. El refugio estaba iluminado por bombillas eléctricas y a lo lejos se oía el zumbido de un generador. Las paredes estaban recubiertas de bolsas de arena y el techo estaba reforzado con tablas de madera.
Entraron en la sala de comunicaciones. De un vistazo, Sean notó que el equipo de radio era sofisticado y estaba en buenas condiciones. Cubría una de las paredes un mapa a gran escala de las provincias de Zambazia y Manica, en el norte y centro de Mozambique.
Sean estudió el mapa furtivamente. De inmediato comprendió que el terreno montañoso donde estaba emplazado el ejército renamo era la Serra da Gorongosa. El río que habían cruzado y que formaba las líneas de defensa era el Pungwe. El ferrocarril corría a sólo treinta o cuarenta kilómetros al sur de esa posición. Pero antes de que pudiera extraer más información del mapa, lo llevaron a toda prisa por otro corredor al final del cual había una puerta tapada por una cortina.
Su escolta solicitó respetuosamente permiso para entrar. La respuesta fue cortante y autoritaria. Uno de los soldados lo empujó y Sean abrió la cortina y entró en la habitación.
—Camarada China —dijo sonriendo—. ¡Qué sorpresa tan agradable!
—Esa manera de dirigirse hacia mi persona ya no es la apropiada, coronel Courtney. En el futuro, por favor, llámeme general China o simplemente señor.
Estaba sentado ante un escritorio en el centro de la habitación. Llevaba puesto el ubicuo uniforme atigrado, pero estaba adornado por las alas plateadas de paracaidista y por cuatro vistosas franjas sobre el pecho, en el lado izquierdo. Llevaba un pañuelo de seda amarilla al cuello. La boina roja y el cinturón tejido colgaban de un gancho sobre la pared. La culata de la pistola automática era de marfil y sobresalía de su funda tejida. Era obvio que el general China había tomado muy en serio su conversión del marxismo al capitalismo.
—Tengo entendido que se ha desenvuelto bien durante los últimos días y que comulga con la RENAMO, sus aliados y objetivos. —Su actitud hacia Sean era condescendiente, lo que lo intranquilizó.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó Sean perentoriamente.
—¿Sabe, coronel? Tenemos radio. No somos animales. —China le señaló el equipo de alta frecuencia que ocupaba una de las paredes laterales del refugio—. Sugerí que pasara una velada agradable con el mayor Takawira.
—¿Me podría decir, por favor, qué diablos es todo esto, general? Ha secuestrado a ciudadanos de dos naciones amigas y poderosas, Sudáfrica y Estados Unidos.
El general China levantó una mano para detenerlo.
—Por favor, coronel, no se altere. Nuestra gente, en Lisboa y las demás bases, ya han recibido quejas de los norteamericanos y los sudafricanos. Por supuesto, negamos haber cometido un secuestro y adoptamos una actitud de inocencia ultrajada. —Hizo una pausa y estudió a Sean durante un momento—. Muy loable de su Parte haber hecho llegar un mensaje a la Embajada de Estados Unidos en tan poco tiempo, pero no esperaba menos de usted.
Antes de que Sean pudiera responder, levantó el auricular del teléfono de su escritorio y habló pausadamente en un idioma que Sean reconoció como portugués, pero que no comprendía.
Colgó y se quedó mirando la puerta a la espera de algo. Instintivamente Sean hizo lo mismo.
La cortina de lona se abrió y tres personas agacharon la cabeza para entrar en el refugio. Dos mujeres negras, uniformadas con pistolas en el cinturón y rifles AK, escoltaban a corta distancia a Claudia Monterro. Claudia llevaba la camisa y los shorts color caqui desteñidos por el efecto del sol y recién lavados, la misma ropa con la que la había dejado.
Había adelgazado. Fue lo primero que le llamó la atención. Tenía el pelo cuidadosamente recogido en una trenza que le colgaba sobre la espalda y lucía el tono dorado del pan tostado.
Los ojos se le veían enormes en el rostro delgado. Nunca había notado los rasgos refinados de las mejillas y la mandíbula. Al verla, creyó que el corazón se le detenía y llegaba a tocarle las costillas para moverse después alocadamente.
—¡Claudia! —dijo Sean y ella movió la cabeza súbitamente hacia su lado. La sangre desapareció del rostro, lo que dejó un tono café con leche debajo del bronceado.
—¡Dios mío! —suspiró ella—. Tenía tanto miedo de que… —se interrumpió y quedaron mirándose fijamente. Ninguno se movió durante unos segundos, en los que Sean sólo oyó los latidos del corazón. Entonces ella dijo su nombre—: Sean. —Y sonó como un ruego. Se inclinó hacia él y levantó las manos con las palmas hacia arriba en un gesto de súplica, los ojos llenos de sufrimiento, desconsuelo y deseo, provocados por los últimos días. Sean dio dos zancadas y se colocó frente a Claudia. Ella se arrojó en sus brazos con los ojos cerrados y apretó la cara contra su pecho. Los brazos se aferraron a él con tanta fuerza que le impidieron respirar.
—Querida —murmuró Sean y le acarició el pelo, fuerte y con vida bajo su mano—. Querida, todo irá bien ahora.
Claudia levantó la cabeza y lo miró. Los labios temblaron y se separaron. La sangre había regresado revitalizando el bronceado. Parecía resplandecer y la luz de los ojos había recuperado el brillo amarillo del topacio.
—Has dicho «querida» —murmuró ella.
Bajó la cabeza y la besó; los labios de Claudia se entreabrieron y la boca se entregó cálida y húmeda. Sean la exploró con lalengua y la saboreó como si fuera la savia de la hierba fresca y dulce.
Desde el escritorio, el general China dijo tranquilamente en shangane:
—Muy bien. Lleváosla.
Las guardianas la tomaron y separaron de los brazos de Sean salvajemente. Claudia soltó una queja inocente y desesperada y trató de resistirse, pero eran mujeres fornidas y, entre las dos, la alzaron y se la llevaron a rastras hacia la cortina.
—Déjenla —gritó Sean y empezó a caminar hacia ellas, pero una desenfundó la pistola y le apuntó al vientre. La cortina de lona se cerró y las protestas de Claudia fueron perdiendo fuerza a medida que la alejaban. Una vez en silencio, Sean se dio vuelta lentamente hasta enfrentarse al hombre detrás del escritorio.
—Desgraciado —dijo entre dientes—. Ha organizado todo esto a propósito.
—Ha salido mejor de lo que esperaba —concedió el general China—. Aunque algunas conversaciones con la señorita Monterro me dieron la pauta de que estaba más interesada en usted como hombre que como cazador profesional.
—Me gustaría retorcerle el cuello. Si algo le pasa a ella…
—Vamos, coronel Courtney. No voy a hacerle ningún daño. Es demasiado valiosa. Es la pieza clave para la negociación, como usted comprenderá.
La furia de Sean desapareció poco a poco.
—Bien, China. ¿Qué quiere? —dijo Sean con tono severo.
—Muy bien. Estaba esperando que me hiciese esa pregunta. Siéntese. —Le indicó uno de los bancos delante del escritorio—. Voy a ordenar que hagan un poco de té para que podamos hablar.
Mientras esperaban el té, el general China se entretuvo con los papeles del escritorio, leyó y firmó unas cuantas órdenes. Eso le dio a Sean la oportunidad de recuperarse. Un sirviente trajo el té y el general China le indicó que sacara los papeles del escritorio con un gesto.
Al estar nuevamente solos, China lo observó por encima del borde del tazón mientras bebía.
—Usted quiere saber qué es lo que quiero. Bien, debo confesarle que en primer lugar no fue más que una simple retribución. Después de todo, coronel, fue usted el que destruyó mi campamento de Inholozane. Usted es responsable de la única mancha en mi carrera profesional e infligió un daño físico a mi persona. —Se tocó el oído—. Razón suficiente para que quiera vengarme. Estoy seguro de que estará de acuerdo.
Sean mantuvo silencio. A pesar de que no había probado té en días y lo ansiaba desesperadamente, no tocó el tazón que descansaba sobre el borde del escritorio delante de él.
—Por supuesto, sabía que estaba a cargo de la concesión de caza de Chiwewe. En realidad, como ministro de Mugabe, fui uno de los que dio su aprobación. Hasta ese momento pensé que sería útil tenerlo tan cerca de la frontera.
Sean hizo un esfuerzo por relajarse. Se dio cuenta de que accedería a más información, lograría más, si cooperaba en vez de desafiarlo. Era difícil hacerlo ya que aún sentía el gusto de Claudia en la boca. Levantó el tazón de té y bebió un poco.
—Ha sido un cambio notable —dijo sonriente—. Camarada un día; general el otro. Funcionario de un gobierno marxista un día; jefe militar de la RENAMO el otro.
China le restó importancia con la mano.
—La dialéctica del marxismo nunca me interesó verdaderamente. Ahora que lo reconsidero, comprendo que me uní al ejército guerrillero por la causa del capitalismo. En aquel momento era la mejor manera de ganarse la vida. ¿Le encuentra algún sentido, coronel?
—Por supuesto —contestó Sean asintiendo. Esta vez la sonrisa fue sincera—. Es bien sabido que la única forma en que el comunismo puede funcionar es si hay capitalistas que paguen los gastos y se hagan cargo del espectáculo.
—Usted lo ha expresado a las mil maravillas. —China le mostró su reconocimiento con la cabeza—. Descubrí eso tiempo después, cuando Zanla derrocó a Ian Smith y se hizo cargo del gobierno de Harare. Como era un ex guerrillero, los peces gordos que evitaron la verdadera lucha y que ahora controlaban la cosa me tenían miedo y desconfianza. Me di cuenta de que en vez de recibir una justa recompensa, tenía más probabilidades de terminar en la prisión de Chikarubi y por eso le permití a mi instinto capitalista que me guiara. Con otros ciudadanos que pensaban de la misma manera, planeamos otro cambio de gobierno, y pudimos convencer a algunos de mis viejos compañeros de armas, que ocupaban altos puestos dentro del ejército de Zimbabue, de que yo sería un buen sustituto de Robert Mugabe.
—El viejo juego africano del golpe y el contragolpe —añadió Sean.
—Es reconfortante hablar con alguien que sigue el razonamiento de la conversación sin dificultades —indicó China con aprobación—. Pero usted también es africano, aunque de diferente cepa.
—Me complace que me reconozca como tal —dijo Sean— pero volvamos al deseo altruista de colocar a la mejor persona en el puesto…
—Sí… bien, alguien se lo contó a una mujer y ella se lo dijo a su otro amante, que resultó ser el Jefe de Inteligencia de Mugabe. Me vi obligado a cruzar la frontera apresuradamente y aquí estoy con algunos de mis ex camaradas que también se han unido a la RENAMO.
—¿Pero por qué la RENAMO? —preguntó Sean.
—Es mi hogar político natural. Soy bueno en lo que hago y me dieron la bienvenida. Soy en parte shangane. Como usted sabe, nuestra tribu se extiende a los dos lados de la línea artificial impuesta por los funcionarios de la era colonial, que no tuvieron consideración alguna hacia las realidades demográficas cuando se acordaron las fronteras.
—Si usted es ahora capitalista, general China, como dice ser, debe de haber mucho más que eso. ¿Hay alguna recompensa futura que lo esté esperando?
—Usted no me desilusiona —dijo China—. Es tan perspicaz y astuto como cualquier africano. Por supuesto que hay algo para mí. Cuando haya terminado de ayudar al ejército renamo a formar un nuevo gobierno en Mozambique, con el apoyo de Sudáfrica, podrá ejercer una presión irresistible en Zimbabue. Podrá provocar un cambio de gobierno en Harare… un nuevo presidente que sustituya a Mugabe.
—De general China a presidente China de un solo golpe interrumpió Sean—. Tengo que admitir algo, general. Usted piensa a lo grande.
—Me conmueve que aprecie mis aspiraciones.
—Pero ¿qué tengo que ver yo en todo esto? En principio habló de venganza por el oído. ¿Qué es lo que le hizo perdonarme?
China frunció el entrecejo y se tocó la oreja.
—Debo confesarle que lo habría disfrutado. En honor a la verdad, ya había planeado un ataque nocturno al campamento Chiwewe. Desplacé una de mis unidades a la frontera, al otro lado de su concesión. Estaba a la espera de una oportunidad para liberarme de mis obligaciones por unos días para hacerle una visita personalmente, cuando un cambio de planes me obligó a desistir de la idea.
Sean levantó una ceja como muestra de interés y atención.
—Hace poco tiempo hubo una alteración drástica en el equilibrio de fuerzas aquí, en la provincia central. Gracias al combate, dominamos el país. De hecho, lo controlamos por completo a excepción de las ciudades principales. Redujimos la producción de alimentos a un punto tal que el gobierno frelimo depende totalmente de la ayuda extranjera. Hemos estrangulado' virtualmente el sistema de transporte. Atacamos las carreteras y los ferrocarriles a nuestro antojo y nuestras fuerzas se mueven con libertad y reclutan más soldados en las aldeas. Llegamos a organizar un gobierno alternativo. Sin embargo, todo esto cambió recientemente.
—¿Qué pasó?
China no contestó de inmediato, sino que se puso de pie y caminó hacia el mapa.
—Como distinguido militar que luchó contra la guerrilla, coronel Courtney, no tengo que explicarle nuestra estrategia ni hacer una disertación sobre las armas que empleamos en esta guerra. No tememos a las bombas nucleares, a la artillería pesada ni a los modernos aviones de persecución. Nos dio un ataque de risa cuando supimos que Mugabe había comprado a sus amigos soviéticos dos escuadrones de bombarderos, los obsoletos MIG 23. Trastos viejos de los que los rusos se libraron con sumo gusto y que Mugabe no puede mantener en el aire. Hay pocas, muy pocas armas modernas a las que les tengamos miedo, salvo. —China hizo una pausa y se giró para mirar de frente a Sean—, Pero usted es el experto, coronel. Usted es el hombre con vida que más sabe de operaciones en contra de la guerrilla. ¿Qué es a lo que más le tememos?
Sean no dudó un solo instante.
—A los gunships de los helicópteros.China volvió a sentarse pesadamente en la silla.
—Hace tres semanas, los soviéticos entregaron un escuadrón completo de helicópteros Hind a la fuerza aérea frelima. Sean dejó escapar un silbido.
—¡Hinds! En Afganistán los llaman «la muerte voladora». Aquí los llamamos «henshaw», los halcones.
—No hay fuerza aérea en toda África que pueda mantener un escuadrón de Hinds en el aire más de unos cuantos días, simplemente no tienen la estructura de apoyo. —Sean sacudió la cabeza, pero China lo contradijo sin alterarse.
—Los rusos suministraron técnicos, municiones y repuestos, así como pilotos. Tienen intención de aplastar a la RENAMO en seis meses.
—¿Tienen posibilidades de lograrlo?
—Sí —dijo China con firmeza—. Ya han limitado nuestros movimientos severamente. Si no se puede mover, un ejército guerrillero está derrotado. —Hizo un gesto que abarcó el refugio—. Aquí nos escondemos bajo tierra como topos, no como guerreros. Nuestra moral, que hasta hace un mes era tan alta, se está haciendo añicos. En vez de mirar orgullosos hacia adelante, mis hombres se agachan y miran al cielo.
—No es una vida fácil, general —dijo Sean compadeciéndolo—. Estoy seguro de que encontrará alguna solución. —Ya la he encontrado —dijo él—. Usted.
—¿Yo? ¿Contra un escuadrón de Hinds? —Sean soltó una carcajada—. Me halaga, pero no cuente conmigo.
—Eso es imposible, coronel. Usted tiene una deuda conmigo. —Se tocó la oreja—. Y yo otra con usted, la señorita Monterro.
—Está bien —aceptó Sean con resignación—. Diga todo lo que tenga que decir.
—El plan que tengo en mente requiere una cara blanca y un oficial entrenado que entienda de tropas negras y hable su idioma.
—General China, supongo que usted no defiende la teoría del viejo general Von Lettow-Vorbeck, que sostiene que las mejores tropas del mundo son las de soldados negros con oficiales blancos. ¿Por qué diablos no lo hace usted mismo?
—Conozco mis propias limitaciones —dijo China—. Soy mejor administrador que soldado. Además, como ya le expliqué, necesito una cara blanca. —Levantó la mano para impedir que Sean lo interrumpiera otra vez—. En un principio va a trabajar con un grupo pequeño, diez hombres.
—Mis escoltas shanganes —se adelantó Sean—. Ésa es la razón por la que me mandó de excursión con ellos.
—Muy perspicaz, coronel. Sí, veo que su reputación está bien fundada. En unos pocos días se ganó el respeto y hasta podría decir su lealtad. Creo que lo seguirán hasta en la más arriesgada empresa.
—Necesitaré más que los diez shanganes. Hay otros dos que quiero conmigo.
—Por supuesto, sus matabeles —China no tardó en señalar—. También entran en mis cálculos.
Era la oportunidad para preguntar por Job y Dedan que Sean tanto había esperado.
—¿Los dos se encuentran a salvo? —preguntó.
—Le aseguro que sí.
—Me niego a seguir hablando hasta que los haya visto y hablado con ellos —dijo secamente y los ojos de China se entrecerraron.
—Le ruego que no adopte esa actitud, coronel. Sólo contribuirá a que nuestra relación futura sea más difícil y desagradable.
—Hablo en serio —repitió Sean tercamente—. Quiero hablar con mis hombres.
El general China miró el reloj de pulsera y luego dejó escapar un suspiro teatral.
—Está bien. —Levantó el auricular del teléfono y dio algunas órdenes, luego volvió a mirar a Sean—. Los dos tendrán que trabajar con usted, usted mismo se lo puede explicar. Mediante su cooperación, tiene una excelente oportunidad para persuadirme de que les otorgue la libertad. Por supuesto, la oferta incluye a la joven señorita Monterro.
—Es muy generoso —agregó Sean con ironía.
—Espere a escuchar todas las condiciones. Podría no aceptar los términos de la negociación. —El general China se dirigió al teniente que acababa de entrar tras su llamada y le dijo en shangane—: Lleve a este hombre a visitar a los dos prisioneros matabeles —ordenó—. Permítales hablar durante… —volvió a mirar el reloj de pulsera—… diez minutos. Luego tráigalo otra vez aquí.
Tres hombres escoltaron a Sean por los pasadizos subterráneos y bajo el sol implacable.
Las barracas que servían de prisión consistían en una sola choza de barro con techo de paja, rodeada por una empalizada formada por postes y alambre de espino, cubierta en su totalidad por una red de camuflaje. El carcelero abrió el portón y dejó entrar a Sean. Llegó hasta la puerta de la choza.
Sobre una chimenea abierta en el centro de la habitación había una cacerola de tres patas. El único mobiliario eran dos colchones delgados, hechos de juncos sueltos, a ambos lados del fuego. Dedan estaba dormido sobre uno de los colchones, y sobre el otro Job estaba sentado con las piernas cruzadas y contemplaba el carbón que se consumía.
—¿Cómo estás, viejo amigo? —dijo Sean en sindebele sin levantar la voz y Job se puso de pie y lentamente comenzó a sonreír.
—¿Cómo estás, viejo amigo? —dijo él y luego rieron y se abrazaron, palmeándose la espalda. Dedan se levantó del otro colchón de un salto, sonriendo feliz, y tomó a Sean de la mano, sacudiéndosela brutalmente.
—¿Por qué has tardado tanto tiempo? —preguntó Job—¿Encontraste a Tukutela? ¿Dónde está el americano? ¿Cómo te atraparon?
—Te lo contaré más tarde —lo interrumpió Sean—. Tenemos cosas más importantes ahora. ¿Hablaste con China? ¿Lo reconociste? Fue el que atrapamos en Inholozane.
—Sí, el de la oreja. ¿Qué probabilidades tienes con él, Sean? —Es demasiado pronto para saberlo —advirtió Sean— pero está hablando de una especie de trato.
—¿Qué? —exclamó Job y los dos giraron la cabeza hacia la puerta de la choza.
Fuera se oyó el ruido agudo y ensordecedor de las alarmas y los gritos alocados.
—¿Qué pasa? Quiso saber Sean y se acercó a la puerta.
El portón de la empalizada estaba todavía abierto, pero los guardias se estaban dispersando, preparando las armas y mirando hacia el cielo. El teniente hacía sonar el silbato histéricamente mientras corría.
—Ataque aéreo —le informó Job—. Son los helicópteros de FRELIMO. Hubo uno hace dos días.
Sean podía escuchar los motores, débiles y distantes, y el quejido sibilante de las hélices, que se hacía más agudo y penetrante.
—¡Job! —Sean lo cogió del brazo—. ¿Sabes dónde tienen a Claudia?
—Allí. —Job le señaló un lugar al otro lado de la empalizada—. Un lugar como éste.
—¿A qué distancia?
—Quinientos metros.
—El portón está abierto y los guardias se han ido. Vámonos.
—Estamos en medio de todo un ejército. ¿Y qué hacemos con los helicópteros? —protestó Job—. ¿Dónde podemos ir? —No discutas. Vamos.
Sean salió por la puerta y cruzó la empalizada sin perder tiempo. Job y Dedan lo seguían de cerca.
—¿Para qué lado?
—Hacia allá, pasando esos árboles.
Los tres corrieron sin separarse. El campamento parecía desierto mientras los soldados ocupaban sus posiciones en los refugios subterráneos. Sean vio que había algunos hombres que estaban preparando las ligeras armas antiaéreas en los emplazamientos fijos y pasó un pequeño destacamento armado con lanzadores de cohetes RPG portátiles que se dirigían a la colina más próxima. La elevación les daría un buen ángulo de tiro. Sin embargo, los RPG no podían captar los infrarrojos y tenían una capacidad tierra-aire muy limitada.
Los hombres estaban tan preocupados que ninguno reparó siquiera en la cara blanca de Sean cuando se apresuraron a tomar sus posiciones. Ahora el silbido de los motores estaba acompañado por el fuego desde tierra.
Sean ni siquiera se dio la vuelta. Vio que la luz se reflejaba en el alambre de púas delante de él. La prisión de las mujeres estaba también camuflada debajo de matorrales y una red. Aparentemente, las carceleras también la habían abandonado.
—¡Claudia! —gritó al acercarse a la empalizada y aferrarse al alambre de púa—. ¿Dónde estás?
—¡Aquí, Sean! ¡Aquí! —le indicó Claudia. Había dos chozas tras la empalizada. Las puertas estaban cerradas con llave y no había ventanas. La voz de Claudia provenía de la choza más cercana y quedaba ahogada por el ruido atronador de los motores, el silbido de las hélices y el rugir del fuego desde tierra.
—Ayudadme —ordenó Sean y se separó del alambre.
La empalizada medía más de dos metros. Job y Dedan se acercaron y se agacharon. Sean cogió carrerilla hacia ellos y dio un salto, ayudándose con el escalón que formaban sus manos con los dedos entrelazados. Al mismo tiempo impulsaron los brazos hacia arriba y Sean pasó al otro lado. Pasó por encima del alambre, dio una vuelta en el aire y cayó sobre los pies. Amortiguó el golpe como un paracaidista y se incorporó utilizando el empuje inicial.
—Apártate de la puerta —le gritó a Claudia cuando a toda carrera se llevó por delante el rústico panel trenzado a mano.
Era demasiado fuerte y pesado para caer con el solo empujón de su hombro, pero saltaron las bisagras de la pared de adobe y cayó hacia adentro en una nube de polvo y fragmentos de barro seco que volaron por el aire.
Claudia estaba hecha un ovillo contra la pared del fondo, pero cuando Sean entró como un tornado en la choza después de que cayera la puerta, se abalanzó a su encuentro. Sean la abrazó pero, cuando intentó besarlo, Sean la tomó de un brazo a toda prisa y atravesó la puerta corriendo.
—¿Qué pasa? —dijo ella sin aliento.
—Nos vamos de paseo. —Al salir al aire libre nuevamente, vio a Job y a Dedan que estaban tratando de abrirse paso por la cerca. Con toda la fuerza de los brazos y piernas la levantaron, abriendo un angosto paso entre el alambre y la tierra cocida por el sol. Sean se agachó para ayudarlos, se afirmó entre las púas del alambre y tiró hacia arriba con fuerza. Bajo el peso de los tres, la tierra bajo el poste más próximo se quebró y cedió. Levantaron el Poste unos centímetros sacándolo del agujero en el que estaba metido y subieron el alambre.
—¡Échate al suelo! —ordenó Sean a Claudia—. ¡Pasa! —Era delgada y ágil como un hurón y el alambre quedó a varios centímetros sobre la espalda cuando se arrastró para pasar.
—¡Sostenedlo! —les gritó Sean, e hicieron un esfuerzo para levantarlo. Los músculos negros se tensaron aún más y las caras se contrajeron por el esfuerzo.
Sean se tiró al suelo y pasó por debajo del alambre. A medio recorrido, notó que una de las púas de acero se le clavaba en la carne y se detuvo de inmediato.
—¡Arrastradme! —ordenó y mientras Dedan continuaba sosteniendo el alambre, Job se agachó y se tomaron de las manos—. ¡Tira! —ordenó Sean y Job obedeció. Sean sintió que la espalda se le desgarraba y la sangre comenzaba a brotarle de ella. Finalmente, quedó libre.
Al ponerse de pie, Claudia lanzó un grito:
—¡Tu espalda! —Pero él la tomó del brazo una vez más y le preguntó a Job:
—¿Por dónde? —Sabía que Job habría estudiado el campamento durante los días en prisión. Podía confiar en sus indicaciones.
—Hacia el río —respondió Job inmediatamente—. Si podemos ir aguas abajo, nos alejaremos del campamento.
—Muéstranos el camino —le ordenó Sean y tuvo que gritar para que lo oyera. Alrededor de ellos se elevaba el tartamudeo del fuego de las armas automáticas, el estruendo de las ametralladoras pesadas, como si pasaran un palo con fuerza por encima de una plancha de hierro ondulada, que finalmente quedó ahogado por un trueno como si desbordasen las cataratas Victoria. Sean supo exactamente lo que era aunque nunca lo había oído antes. Era el cañón de múltiples bocas, tipo Gatling, montado sobre el morro de un helicóptero Hind, capaz de disparar balas de 12,7 mm como si fuese una manguera contra incendios.
Se dio cuenta de que Claudia estaba temblando aterrorizada por el ruido y la sacudió.
—¡Vamos! —le gritó como un perro—. ¡Corre! —Todavía renqueaba levemente a consecuencia del ligamento lastimado. Siguieron a Job y a Dedan hacia el río. Aún se encontraban bajo el manto protector de los árboles, pero lo que tenían delante era campo abierto.
Un pequeño grupo de renamos atravesaba el claro a toda carrera hacia ellos, ocho o nueve hombres en fila india, cada uno de los cuales transportaba un lanzador RPG. Mientras corrían, miraban hacia el cielo buscando un blanco para sus cohetes.
El emplazamiento al que querían llegar quedaba a doscientos metros. De pronto, la tierra a su alrededor entró en erupción. En toda su vida de combatiente, Job jamás había visto algo igual. La tierra se disolvió, pareció convertirse en líquido, que a su vez pasó a ser una nube de polvo con el ataque de las balas de 12,7 mm.
La franja por la que pasaba el fuego del cañón quedó totalmente destruida. Hasta los árboles desaparecieron en un remolino de fragmentos de madera y hojas trituradas. Sólo quedaban las raíces cuando la lluvia de fuego cesó. En la tierra parecía que se hubieran abierto los surcos de un campo recién arado. Y sobre él quedaron los restos de los hombres de los RPG. Habían sido rebanados y mutilados como si los hubiesen metido en una máquina de picar carne.
Sean todavía tenía a Claudia cogida del brazo y, de un tirón, la tendió a su lado, junto al camino, en el momento en que una sombra los cubría. Sin embargo, las ramas que había sobre sus cabezas los protegieron de los ojos del encargado de disparar que iba en el helicóptero. Job y Dedan también se habían sumergido en los matorrales que había al lado del camino y no fueron detectados.
El Hind sobrevoló apenas a cinco metros por encima de los árboles y de repente pudieron ver completamente la máquina cuando atravesaba el claro donde descansaban los cadáveres de los lanzadores.
Sean se inquietó enormemente cuando lo vio. No suponía que fuera tan grande y tan grotesco. Medía quince metros de largo.
Los rusos lo llamaban «Sturmovich», el jorobado. Era un monstruo deforme: desgarbado y aberrante. Las manchas verdes Y marrones del camuflaje tropical le otorgaban la apariencia de la enfermedad y la decadencia del leproso. Las abultadas carlingas dobles de vidrio blindado parecían ojos malévolos, tan feroces que Sean instintivamente se aplastó contra la hierba y cubrió la espalda de Claudia con un brazo protector.
Bajo el inmenso cuerpo de la gunship se alojaba un conjunto de pods de cohetes. Cuando se quedaron contemplándolos boquiabiertos, la máquina se detuvo en el aire y rotó sobre su propio eje, bajó el desagradable morro romo y disparó una descarga de cohetes.
Con feroces silbidos y estelas de humo blanco, llegaron hasta más allá del río e hicieron estallar los hormigueros y los refugios protegidos por las bolsas de arena, que quedaron reducidos a llamas, humo y polvo.
El ruido era ensordecedor y el aullido penetrante de los rotores era como un punzón que les taladraba los tímpanos. Claudia se cubrió los oídos y sólo atinó a gemir:
—¡Santo Dios! ¡Santo Dios!
El Hind giró lentamente, en busca de un nuevo blanco, y entonces volvieron a agazaparse. Se alejó sobre el río, a la caza. El cañón Gatling, desde la torreta de control remoto en el morro, lanzaba ráfagas de sólido metal contra la selva, y lo destruía todo a su paso.
—¡Vamos! —gritó Sean por encima del estruendo y la hizo poner de pie. Job y Dedan corrían delante y la tierra surcada por los cañones del helicóptero era blanda y esponjosa bajo sus pies.
Cuando pasaron al lado de los hombres muertos, Job se agachó sin aminorar la marcha y agarró uno de los lanzadores RPG que no había sido destruido. Al dar el paso siguiente, se agachó nuevamente y se apoderó de una mochila de fibra de vidrio, que contenía tres proyectiles para el RPG, y siguió a toda carrera, en dirección al río. Debido a su rodilla, Claudia no podía seguirles el paso y, pese a que Sean la llevaba prácticamente a rastras, se retrasaron casi cien metros.
Job y Dedan llegaron a la orilla del río. Era profundo y rocoso, con fracturados peñascos de piedras negras pulidas por el agua. Una galería de altos árboles ribereños extendía sus copas por encima de las aguas verde manzana, que no dejaban de correr.
Job miró hacia atrás, angustiado, pues todavía estaban totalmente desprotegidos. Con una mueca les advirtió que tuvieran cuidado. Tiró la mochila al suelo y colocó el cañón corto y el Squat del RPG sobre el hombro, apuntando hacia el cielo Por detrás de la cabeza de Sean.
Sean no miró para arriba pues sabía que no había tiempo. No había podido aislar el ruido de las hélices del segundo Hind del rugir ensordecedor de la primera máquina. Pero ahora el estruendo ya le hacía daño.
A un lado corría una torrentera angosta, formada por el agua de las tormentas de la estación de las lluvias, pero ahora seca y con las márgenes escarpadas. Sean levantó a Claudia en el aire y saltó dentro con ella en brazos. El barranco tenía casi dos metros de profundidad; dieron contra el fondo con semejante fuerza que Claudia se golpeó la mandíbula al cerrar violentamente la boca en el preciso momento en que el borde del barranco se deshacía bajo una descarga del cañón.
La tierra bajo sus cuerpos se estremeció como un ser vivo, como si ellos fuesen insectos que sacudiera un gigantesco caballo de sus flancos. El borde del barranco desgajado por las ráfagas del cañón cayó sobre ellos formando nubes, una lluvia de pesados terrones sobre las espaldas, golpeándolos de tal manera que no podían respirar. El polvo los ahogó y los enterró vivos.
Claudia lanzó un grito y trató de liberarse de la capa de polvo y tierra seca, pero Sean la contuvo.
—Quédate quieta —le mandó—. No te muevas, preciosa.
—El Hind giró y regresó esta vez directamente hacia el barranco, buscándolos. El artillero jugueteaba con el cañón Gatling de la remota torreta.
Sean giró un poco la cabeza y miró de reojo. El polvo le oscurecía la vista, pero poco a poco alcanzó a ver el morro manchado del Hind suspendido en el aire, a menos de dos metros de distancia, exactamente encima de ellos. El artillero seguramente los había detectado por la piel clara, que los convertía en blancos de tiro de preferencia. Sólo la delgada capa de tierra fresca los protegía del examen a través de la mira de su cañón. —Dispárale, Job —Sean rogó en voz alta—. Dispárale a ese hijo de puta.
En el barranco junto al río, Job se arrodilló dispuesto a disparar. El RPG 7 era una de sus armas favoritas. La enorme máquina estaba suspendida sobre el barranco, a sólo cincuenta metros.
Apuntó a cinco centímetros por debajo del borde de la cara del piloto. El RPG era bastante inexacto y, aun a quemarropa, se daba suficiente margen por si el misil se desviaba de su curso. Afirmó la mira y detuvo por un instante los latidos del corazón. Disparó. Una estela de humo blanco pasó por encima del hombro y el cohete salió como un rayo hasta golpear a sólo unos centímetros del lugar al que había apuntado, donde el vidrio blindado de la carlinga se unía al fuselaje camuflado.
El cohete estalló con la fuerza con que explotaría el motor de un camión Mac, o la caldera de una locomotora. Durante un instante, la parte frontal del Hind desapareció entre las llamas y el humo. Job soltó un grito triunfal y se puso de pie de un salto, esperando ver cómo el monstruo horrendo se destruía en el cielo envuelto en su propio humo y fuego.
En cambio, el enorme helicóptero ascendió un poco más, como si el piloto hubiese reculado al estallar el proyectil próximo a él. Cuando desapareció el humo, Job no podía dar crédito a sus ojos al ver que el fuselaje no había sufrido ni un solo rasguño. Había una única mancha negra sobre la pintura que señalaba dónde había chocado el proyectil.
Cuando aún lo contemplaba atónito, el morro del Hind giró hacia él y el cañón le hizo frente. Job soltó el RPG y se lanzó desde el peñasco, zambulléndose en el río desde seis metros de altura, en el momento en que el cañón desgarraba las ramas del árbol debajo del cual había estado segundos antes. El fuego cercenó el tronco de cuajo como si fuese la sierra de un leñador y todo el árbol se cayó por el barranco y golpeó la superficie del agua levantando una nube de rocío.
El Hind se elevó para alejarse y, virando, empezó a sobrevolar el río. Intacto pese al ataque y tan mortífero como antes, buscaba su próximo blanco.
Sean se puso de rodillas; tosió tratando de recuperar aliento.
—¿Estás bien? —preguntó con voz ronca, pero por un instante Claudia no le pudo contestar. La arena la cegaba y las lágrimas surcaban las mejillas llenas de polvo y tierra—. Tenemos que llegar al agua. —Sean la hizo ponerse de pie y, a veces empujándola y otras arrastrándola, llegaron al borde del barranco.
A toda carrera, llegaron al peñasco y miraron hacia abajo. El árbol talado flotaba llevado por la corriente, una balsa enorme de ramas llenas de hojas.
—¡Salta! —ordenó Sean y Claudia no dudó un instante. Tomó impulso y se lanzó al agua de pies. Sean la siguió cuando ella todavía estaba en el aire.
Cuando llegó a la superficie después de la zambullida, vio que la cabeza de Claudia flotaba a su lado. El agua le había lavado la cara y el pelo le cubría los ojos, brillante y chorreando agua.
Juntos empezaron a nadar hacia la masa flotante de ramas y hojas. Era una buena nadadora y, aunque llevaba botas y estaba vestida, la patada era fuerte. Avanzaba en estilo crol.
Al llegar al árbol, Job alargó un brazo y la ayudó a ocultarse debajo de las ramas. Dedan ya estaba allí y Sean apareció un segundo más tarde. Cada uno estaba asido a una rama y las hojas formaban un casco protector sobre las cabezas.
—Le di —dijo Job furioso—. Le di justo sobre el morro con un cohete. Fue como golpear a un búfalo con una honda. Se dio la vuelta y empezó a buscarme.
Sean se retiró el agua de los ojos y la cara con la palma de la mano.
—Tiene una capa de titanio —le explicó con calma—. Son prácticamente invulnerables al fuego convencional; la cabina del piloto y el compartimiento del motor son impenetrables. Lo único que puedes hacer cuando uno de estos hijos de puta te ataca es correr y esconderte. —Se echó el pelo empapado hacia atrás—. De todas maneras, los alejaste de nosotros. Estaba a punto de destruirnos con ese cañón roñoso. —Sean nadó hasta donde estaba Claudia.
—Me gritaste —acusó ella—. Fuiste muy poco amable. —Es preferible que te traten mal a estar muerta —dijo Sean sonriendo y ella le devolvió la sonrisa.
—¿Qué quieres decirme? No me vendría mal un poco de mal trato, siempre y cuando seas tú el que lo haga.
Por debajo del agua, Sean le deslizó un brazo alrededor de la cintura y la abrazó.
—¡Dios mío! ¡Cómo extrañé tu descaro y tu chispa! Claudia se apoyó en él.
—Me di cuenta cuando te fuiste…
—Yo también —confesó él—. Hasta ese momento, creía que no te soportaba y luego me di cuenta de que no podía estar sin ti.
—Me siento mal cuando dices eso. Demuéstrame que hablas en serio.
—Más tarde. —La apretó—. Primero tenemos que tratar de salir de aquí vivos. —Nadó hasta donde estaba Job dentro de la cueva que formaban las hojas.
—¿Puedes ver la orilla?
Job le indicó que sí con la cabeza.
—Parece que el ataque ha terminado. Están saliendo de los refugios —añadió Job.
Sean estudió los alrededores a través de las ramas protectoras. Había tropas que se movían con cautela cerca de la margen más cercana.
—Durante un rato van a estar recogiendo lo que queda hasta que se den cuenta de que nos hemos escapado. Pero mantén los ojos bien abiertos.
Dio unas brazadas hasta donde estaba Dedan, que controlaba la otra orilla.
—Están demasiado ocupados —le informó Dedan. Un grupo de camilleros trabajaba junto a la orilla, recogiendo los muertos y los heridos, mientras otros destacamentos ya habían comenzado a reparar las fortificaciones dañadas y reemplazaban el camuflaje destruido. Nadie miraba hacia el río.
Había otros desechos que flotaban arrastrados por la corriente al igual que ellos, ramas cortadas, equipo dañado, bidones de petróleo vacíos, lo suficiente para distraer la atención del frágil refugio.
—Si todavía no nos han descubierto cuando caiga la noche, nos habremos quitado de encima al ejército. Presta mucha atención, Dedan.
—Mambo —acató Dedan y se concentró por completo en la orilla.
Sean volvió pausadamente adonde estaba Claudia y se sostuvo de la rama a su lado. Se le acercó de inmediato.
—No quiero estar lejos de ti ni un solo instante —confesó Claudia—. ¿Era en serio lo que me dijiste?
Sean la besó y ella lo besó la segunda vez tan salvajemente que le mordió el labio inferior. Sean disfrutó del ligero dolor.
Finalmente se separó de sus brazos y le preguntó con tono perentorio:
—¿Hablabas en serio?
—No puedo estar sin ti.
—No te estás esforzando demasiado.
—Eres la mujer más maravillosa que conozco.
—No está del todo mal, pero hay algo que todavía quiero oír.
—Te quiero —admitió él.
—Sí, Sean, sí. Yo también te quiero. —Lo besó otra vez y se olvidaron del resto del mundo. Las bocas se fundieron y los cuerpos mojados se aferraron el uno al otro debajo de la superficie.
Sean no sabía cuánto tiempo había pasado cuando Job los interrumpió.
—Nos estamos acercando a la orilla —advirtió.
La corriente había arrastrado el árbol hasta la orilla exterior de la siguiente curva del río y ya estaba dragando el banco de arena sumergido en aquel punto. Sean estiró las piernas y pudo hacer pie.
—Llevémoslo hasta donde sea más hondo —ordenó Sean todavía oculto debajo de la copa frondosa. Se esforzaron y empujaron hasta que lo liberaron del banco de arena y volvió al centro de la corriente, que lo deslizó río abajo.
Sean jadeaba a causa del esfuerzo, colgado de una rama. Sólo la cabeza sobresalía de la superficie. Claudia se acercó y se prendió de la misma rama.
—Sean —comenzó ella. Su actitud había cambiado—. Hasta ahora no te he preguntado, principalmente porque no quería oír la respuesta. —Se interrumpió y respiró profundamente—¿Qué pasó con mi padre?
Sean se quedó en silencio como si estuviera buscando las palabras para decírselo, pero fue Claudia la que volvió a hablar. —¿No volvió contigo?
Sean sacudió la cabeza y los mechones empapados le taparon la cara.
—¿Encontró su elefante? —preguntó ella con ternura. —Sí —se limitó a decir Sean.
—Me alegro. Quería que ése fuese mi último regalo.
Dejó la rama de la que se sostenía y pasó los dos brazos por el cuello de Sean, apoyando la mejilla sobre el rostro para no tener que mirarle a los ojos.
—¿Está muerto, Sean? Tengo que oírtelo decir para creerlo.
Con el brazo libre la apretó y reunió valor para responder.
—Sí, querida. Capo está muerto, pero murió como un hombre, como a él le habría gustado; y Tukutela, su elefante, murió con él. ¿Quieres saber los detalles?
—¡No! —contestó sacudiendo la cabeza y aferrándose a él—. Ahora no, y quizá nunca. Está muerto y parte de mí y de mi vida se muere con él.
Sean no podía encontrar palabras para consolarla y la mantuvo en los brazos cuando comenzó a llorar por su padre. Lloró en silencio, sin separarse de él, sacudiéndose a causa del profundo dolor. Las lágrimas se mezclaron con las gotas de agua de río sobre la cara. Sean sintió el gusto a sal sobre los labios cuando la besó. Se le partía el corazón.
Siguieron flotando río abajo sobre las aguas verdes. El humo y el olor de la batalla llegaba hasta ellos desde las márgenes bombardeadas y los débiles gritos y quejidos de los heridos se oían desde el agua. Sean dejó que Claudia se desahogara en silencio. Poco a poco, los quejidos y el llanto fueron desapareciendo hasta que al final murmuró con voz ronca:
—No sé cómo lo habría soportado sin tu ayuda. Vosotros dos os parecéis tanto… Creo que eso es lo primero que me atrajo de ti.
—Lo tomo como un cumplido.
—Ésa era mi intención. Fue él quien me inculcó el gusto por los hombres poderosos y fuertes.
A su lado, prácticamente al alcance de la mano, flotaba un cadáver. El aire hinchaba la camisa de camuflaje atigrado y el cuerpo flotaba boca arriba. La cara era muy joven: un muchacho de quince años quizás. El agua había enjuagado toda la sangre de las heridas; sólo había un delgado hilo rosado sobre el agua verde.
Sean vio las rugosas cabezas saurias, escamosas como la corteza de un viejo roble, que se aproximaban velozmente siguiendo el rastro que dejaba la sangre. Círculos concéntricos se alejaban de las truculentas fauces; las largas colas se movían a uno y otro lado, Los dos enormes cocodrilos se disputaban el premio.
Uno de los reptiles alcanzó el cuerpo y se elevó en el agua; las mandíbulas, festoneadas por desiguales hileras de colmillos amarillos, se abrieron de par en par y se cerraron sobre el brazo del muchacho. Los colmillos se encontraron sobre la carne muerta y el sonido rechinante de los huesos llegó hasta ellos. Claudia se quedó sin aire y giró la cara.
Antes de que el cocodrilo hundiese el cuerpo por debajo de la superficie, el segundo reptil, más grande que el primero, clavó los colmillos sobre el vientre y los dos animales comenzaron a disputarse el almuerzo tirando de cada lado.
Los dientes del cocodrilo no están diseñados para hacer una escisión precisa a través de la carne y los huesos. Por lo tanto, permanecieron con las bocas cerradas y recurrieron a las enormes colas curvas, retorciéndose violentamente en la blanca espuma, rasgando el cuerpo entre los dos, desmembrándolo. Pudieron oír cómo se desgarraban los tendones y las coyunturas de los hombros y las ingles.
Presa de la fascinación del horror, Claudia volvió a mirar y, boquiabierta, contempló cómo uno de los reptiles gigantes se levantaba en el agua con uno de los brazos en la boca y lo engullía convulsivamente. Las escamas amarillentas del cuello se abultaron cuando el brazo se deslizó a través de la garganta. Después arremetió nuevamente en busca de otro bocado.
Atacándose y luchando por los patéticos fragmentos humanos, se alejaron del árbol. Al recordar el corte que le recorría la espalda por el alambre de púas, Sean sintió un profundo alivio pues debía de haber sido su propia sangre la que dejó el rastro en las aguas verdes.
—¡Santo Dios! Es demasiado horrible —dijo Claudia atónita—. Todo esto se está convirtiendo en una pesadilla. —Estamos en África. —Sean la sostuvo tratando de darle coraje—. Pero ahora estoy yo contigo. Todo va a salir bien. —¿En serio, Sean? ¿De veras crees que saldremos de esto vivos?
—No se devuelve el importe bajo ningún concepto. ¿Es eso lo que estás preguntando?
Soltó un último sollozo y se apoyó en sus brazos. Lo miró fijamente a los ojos.
—Lo siento —dijo ella—. Me estoy portando como un bebé—
Me he dejado llevar, pero te prometo que no volverá a ocurrir. —Le sonrió fingiendo alegría, con el agua que le llegaba al cuello.
Viviremos sólo el presente, o lo que queda de él.
—Ésta es mi chica. —Sean sonrió al responderle—. Pase lo que pase, siempre podré decir que quise a Claudia Monterro.
—Y que tu amor fue correspondido —aseguró ella y lo volvió a besar. Un beso prolongado, cálido y aderezado con lágrimas, no una expresión carnal sino de necesidad, para los dos un compromiso, algo verdadero y seguro en un mundo de peligrosa inseguridad.
Sean no se había dado cuenta de que estaba excitado hasta que dejó de besarlo y le exigió:
—Te necesito ahora, en este momento. No voy… No me atrevo a esperar. Sean, querido, estamos vivos y nos queremos. Esta noche quizás estemos los dos muertos. Hazme tuya ahora.
Sean miró rápidamente alrededor del árbol. A través del follaje podía ver las márgenes del río. Al parecer, habían superado las fortificaciones renamas. No había más señales de vida bajo las galerías que formaban los altos árboles ribereños y el silencio del mediodía africano era pesado y somnoliento. A poca distancia, un poco más que al alcance de su mano, flotaban Job y Dedan, pero sólo se veía la parte de atrás de las cabezas desnudas mientras controlaban el río.
Sean volvió a mirar a Claudia y, al ver los ojos color miel, la deseó desesperadamente. Nunca antes había deseado algo de esa manera.
—Dímelo otra vez —suspiró la voz ronca de Claudia.
—Te quiero —dijo Sean y volvieron a besarse, pero esta vez fue un beso distinto, duro, donde el primero había sido suave, caliente, donde había sido cálido, y salvajemente urgente donde tierno y dilatado.
—Rápido —dijo ella en su boca—. Cada segundo es oro. —Y con las manos empezó a desvestirlo bajo el agua. Sean tenía que usar una mano para mantenerse a flote, pero con la otra la ayudó de la mejor manera posible.
Le abrió la camisa y luego hizo lo mismo con la suya Y el torso desnudo hasta la cintura se apretó contra el cuerpo de Sean. Los pechos estaban lubricados por la frescura del agua. Los pezones estaban duros por el deseo. Sean los sentía deslizarse sobre su pecho como enormes uvas maduras.
Desató el cinturón de cuero que sostenía los shorts color caqui y se elevó para que Sean pudiera bajarle la cremallera. Luego, sacudió las piernas para liberarse mientras él le pasaba los pantalones mojados por las nalgas. Sean se los colgó de un brazo para impedir que se los llevara la corriente. Claudia estaba desnuda de cintura para abajo. Con enloquecida premura, le abrió los pantalones y lo buscó con ambas manos.
—¡Sean! —exclamó ella—. ¡Santo Dios! ¡Qué grande! Qué dura! Por favor. ¡Rápido! ¡Rápido!
En el agua los cuerpos eran tan ligeros y tan ágiles como los de un par de nutrias. Las largas piernas rodearon el cuerpo envolviéndolo, las rodillas se clavaron en las axilas, los tobillos se anudaron en la cintura y lo buscó a ciegas. Sean puso las caderas en ángulo para contener sus movimientos. Casi lo logró, pero se resbaló inofensivamente entre los tensos vientres desnudos.
Claudia susurró ahogadamente ante la frustración y se agachó para volver a agarrarlo. Luego arqueó la espalda hermosa y libidinosa y alcanzó a devorar la punta. Los dos se pusieron tensos. De pronto, el cuerpo de Claudia quedó rígido y los ojos dorados se abrieron tanto que parecieron ocupar toda la cara. Sean la penetró por completo. Después del agua fría, su cuerpo estaba tan caliente que Sean casi no lo resistió y soltó un grito involuntario.
Sorprendidos, Job y Dedan se dieron la vuelta y supieron disimular ante lo embarazoso de la situación. Para Sean y Claudia no existía nada en el mundo.
Todo pasó rápidamente y ella quedó colgada del cuello, exhausta como un corredor al final de una maratón demoledora. Sean recuperó la voz primero.
—Lo siento —dijo él—. Ha sido demasiado rápido. No podía esperar. ¿Has…?
—Mucho antes que tú. —Ella dibujó una insegura sonrisa de costado—. Ha sido como un accidente de automóvil. ¡Rápido pero devastador!
Permanecieron así, fundidos por el abrazo de piernas y brazos, durante un largo rato, tranquilos, descansando, hasta que Claudia sintió que se marchitaba y resbalaba. Sólo en ese momento lo liberó de las cadenas de sus piernas y lo buscó con la boca para besarlo tiernamente.
—Ahora me perteneces y yo a ti. Aunque tenga que morir hoy mismo, ya no importa tanto. Has sido mío.
—Tratemos de que sea más que un solo día —le dijo sonriendo—. Vístete, mi amor. —Le devolvió la ropa—. Mientras controlo qué pasa en el mundo real.
Se acercó a nado a donde estaba Job.
—¿Qué ves?
—Creo que nos hemos alejado de las líneas —contestó Job con tacto, evitando mirar a Sean a los ojos. Era extraño, pero no le incomodaba que Job supiera lo que había pasado entre Claudia y él. Se sentía exaltado y triunfante tras la consumación de su amor y nada podía empañarlo.
—Cuando oscurezca lo suficiente, llevaremos el árbol hasta la orilla y subiremos a tierra. —Sean miró el Rolex. Faltaban dos horas para que anocheciese—. Mantén los ojos abiertos —dijo Sean y nadó hasta donde estaba Dedan para repetir la advertencia.
Trató de calcular la velocidad de la corriente observando la orilla y llegó a la conclusión de que no llegaba a los cuatro kilómetros por hora. Aún se encontraban peligrosamente cerca de las líneas renamas cuando se puso el sol, y el río corría hacia el este rumbo al mar, por lo que tendrían que rodear o atravesar las fuerzas del general China para alcanzar la frontera con Zimbabue al oeste. Era una tarea ciclópea pero Sean aún se sentía optimista e invulnerable. Dejó a Dedan y regresó adonde estaba Claudia.
—Me haces sentir bien —le confesó.
—De aquí en adelante, ése va a ser mi trabajo —aseguró ella—. Pero ¿qué hacemos ahora?
—Nada hasta que oscurezca, excepto navegar en el transatlántico por el río.
Se acurrucó a su lado bajo el agua. Los dos se abrazaron y miraron pasar las orillas lentamente.
Al cabo de un rato, Claudia le dijo:
—Tengo frío.
Habían estado en el agua durante casi dos horas. Y aunque la temperatura del agua era un poco menor a la de los cuerpos, poco a poco los estaba afectando.
Claudia lo miró de reojo y le sonrió con desfachatez.
—¿Hay alguna manera de prevenir la hipotermia? —preguntó ella—. ¿O es que acaso tengo que hacer una sugerencia?
—Bien. —Sean fingió reflexionar—. No podemos encender un fuego.
—¿Conque no podemos? —preguntó ella—. ¿Quieres apostar? —Y bajó la mano y después de unos segundos murmuró_—: ¿Ves? Y ni siquiera he usado fósforos.
—¡Es un milagro! —dijo él y comenzó a desabrocharle el cinturón.
—Esta vez tratemos de hacer durar el milagro más de diez segundos —sugirió ella.
Cuando se puso el sol, el río se convirtió en una serpiente luminosa con escamas de color naranja intenso y fulgurante carmesí.
—Ahora podemos ir a la orilla —indicó Sean. Comenzaron a nadar y llevar el tronco de manera perpendicular a la corriente. Los movimientos eran torpes y pesados: la mayoría del peso estaba bajo el agua y oponía resistencia a todos sus esfuerzos por llevarlo hacia la orilla. Siguieron esforzándose, pateando con fuerza, y perezosamente el tronco comenzó a girar.
El sol desapareció tras el horizonte y las aguas se volvieron negras como el alquitrán. Los árboles de la orilla eran siluetas que recortaban los últimos rayos del atardecer, pero aún se encontraban a treinta metros de la orilla sur.
—Vamos a nadar desde aquí —decidió Sean—. Manteneos cerca. No os separéis en la oscuridad. ¿Estáis listos?
Se amontonaron agarrándose de la misma rama. Sean alcanzó la mano de Claudia, abrió la boca para dar una orden y la volvió a cerrar parando las orejas para escuchar.
Se sorprendió de que no lo hubiera oído antes. Quizá el sonido se había ahogado entre las altas orillas del río y los elevados árboles que flanqueaban su curso serpenteante. Pero de pronto se oyó alto e inconfundible: un motor fuera borda a toda velocidad.
—¡Mierda! —dijo con amargura y miró hacia la orilla cercana. Estaba a sólo treinta metros y era como si estuviese a treinta kilómetros.
El rugido del motor subía y bajaba a consecuencia de la acústica del agua y los árboles circundantes, pero resultaba claro que venía con la corriente a favor y a toda velocidad, desde las líneas renamas. Sean escudriñó por entre las hojas y vio un brillo en la oscuridad, un rayo de luz que atravesaba el cielo nocturno y rebotaba en los árboles oscuros junto a la orilla, llegaba al agua Y subía temerario por las orillas.
—Es una patrulla renama —dijo Sean—. Y nos están buscando.
Claudia se aferró a su mano y nadie dijo nada.
—Trataremos de escondernos aquí —dijo Sean—. Aunque no veo cómo vamos a lograrlo. Preparémonos para escondernos debajo del agua cuando llegue la luz.
El sonido del motor cambió, reduciendo la marcha, y la embarcación giró hasta quedar en contra de la corriente a unos metros de distancia, pero de todas maneras se les acercaba deprisa.
El rayo pasó alternativamente de una orilla a otra, iluminándolas como si fuese de día. Era un foco enormemente poderoso. Tal vez era una de esas linternas de campaña, similar a la que había sorprendido a Sean al borde del acantilado.
Mientras el rayo pasaba de una orilla a otra, iluminó por un instante la embarcación y su tripulación. Sean reconoció que era una Zodiac neumática de dieciocho pies, con un motor fuera borda Yamaha de cincuenta y cinco caballos de fuerza, y aunque no pudo contar los ocupantes, había por lo menos ocho o nueve y tenían una ametralladora ligera montada en la proa. El hombre que sostenía la luz estaba de pie en el centro.
El rayo se detuvo en el árbol y los deslumbró durante unos segundos con su malvado ojo blanco; siguió su curso y el brillo los cegó. Luego, volvió despiadadamente y los inmovilizó. Sean oyó que alguien daba una orden ininteligible en shangane. La Zodiac alteró su curso y se dirigió hacia ellos; el rayo de luz no los abandonaba.
Los cuatro se hundieron en el agua, de modo que sólo los orificios nasales quedaran expuestos. Se agazaparon detrás de la rama de la que se sostenían.
El piloto de la Zodiac frenó y dejó el motor en punto muerto, El bote de goma negra se movía junto a la corriente frente a ellos a seis metros de distancia. La luz exploró el follaje sin misericordia.
—Gira la cara —Sean le indicó a Claudia sin que casi se le pudiera oír. La tomó en sus brazos debajo de la superficie. Aunque las caras estaban bronceadas, brillarían al entrar en contacto con la luz. Sean la protegió con su cuerpo y le dio la espalda a la Zodiac.
—No hay nadie allí —dijo alguien en shangane. Aunque había hablado en un tono normal de conversación, la voz llegó con claridad hasta donde se ocultaban.
—¡Rodeémoslo! —ordenó otra voz autoritaria y Sean reconoció al sargento shangane que había estado a cargo de su escolta. Una estela blanca surgió de la popa de la Zodiac cuando comenzó a rodear el árbol.
El rayo de luz proyectó rígidas sombras negras, que nacían en las ramas frondosas, y daba origen a reflejos espejados cuando tocaba el agua. Mientras la Zodiac daba la vuelta, pasaron inadvertidamente al otro lado del frondoso refugio y, cuando el rayo se cernió sobre ellos, se deslizaron debajo de la superficie tratando de no hacer ruido cuando emergían para respirar.
El juego mortal del escondite duró toda una eternidad, hasta que la voz de la Zodiac dijo una vez más:
—No hay nadie. Estamos perdiendo el tiempo.
—Den otra vuelta —contestó la voz del sargento; y al cabo de un minuto—: Dispare contra el árbol.
En la proa de la Zodiac, los destellos de la ametralladora RPG parecieron fuegos artificiales, pero la ráfaga penetró en la copa del árbol con salvajismo brutal y desconcertante. Les castigó los tímpanos y las ramas encima de las cabezas amortiguaron la embestida perdiendo un sinfín de ramitas y hojas; rebanó la corteza y levantó una lluvia de agua de la superficie. Los proyectiles rebotaron en la noche, aullando como espíritus enloquecidos.
Sean mantuvo a Claudia bajo el agua, pero aún oía las balas que se zambullían a su alrededor o que golpeaban el tronco. Aguantó hasta que los pulmones estuvieron a punto de estallar llenos de ácido y sólo entonces se elevó a la superficie en busca de un poco de aire.
El soldado de la ametralladora disparaba en tandas, en vez de hacerlo en una ráfaga continua. Al igual que un operador de Morse, un tirador experto tiene su propio estilo que lo distingue y que los otros pueden reconocer. Éste disparaba tandas dobles, de cinco vueltas cada una; era necesario contar con la muñeca de un concertista de piano para lograr esa precisión sobre el gatillo.
Cuando Sean y Claudia salieron a la superficie, ansiando un poco de aire, Dedan también lo hizo a sólo un metro de distancia, delante de ellos. El reflejo de la luz le iluminó la cara de plano. La barba rala y espesa chorreaba agua, los ojos eran como esferas de marfil en la cara de ébano y la boca abierta procuraba un poco de aire.
Una bala le tocó la sien, justo encima de la oreja. La cabeza cayó hacia atrás con el impacto, que le abrió el cuero cabelludo como con un sable. Involuntariamente soltó un grito, un rugido glótico como el de un búfalo mortalmente herido en el corazón. La cabeza cayó hacia adelante y quedó boca abajo en las aguas oscuras.
Sean se abalanzó sobre él y logró tomarlo del brazo, haciendo que volviera a la superficie antes de que se lo llevara la corriente.
Pero la cabeza colgaba y en las órbitas sólo quedaba expuesto el blanco de los ojos.
Sin embargo, los hombres de la Zodiac oyeron el grito y el sargento shangane le gritó a uno de sus hombres:
—Prepárate a tirar una granada. —Y luego les dijo a ellos—: Salgan de aquí. Tienen diez segundos.
—Job, contéstale —ordenó Sean resignado—. Dile que saldremos.
Los matabeles y los shanganes podían entenderse y Job les gritó que no dispararan.
Claudia ayudó a Sean a mantener la cabeza de Dedan sobre la superficie y, entre los dos, lo arrastraron hasta la Zodiac. La luz los cegó, pero fuera del resplandor aparecieron las manos que los subieron a bordo de uno en uno.
Temblorosos como cachorros a punto de ahogarse, se acurrucaron en el centro del bote. El cuerpo de Dedan estaba tendido entre ellos. Sean le levantó la cabeza con cuidado y la apoyó sobre sus piernas. Estaba inconsciente, apenas respiraba.
Sean giró la cabeza despacio para examinar la herida sobre la sien.
En un primer momento, no reconoció lo que veía. La luz de la lámpara dejaba ver el surco poco profundo que había dejado la bala, del que salía algo blanco y brillante.
A su lado, Claudia se estremeció violentamente y murmuró.
—Sean, es el… es el… —No podía decirlo. Hasta ese momento Sean no se había dado cuenta de que era el cerebro, aún contenido en la membrana blanca de la duramadre, que salía por la escisión de la cabeza como la cámara de aire a través de un agujero en la cámara de un automóvil.
El sargento shangane dio una orden y el piloto arrancó el poderoso motor fuera borda haciendo girar la Zodiac. Volvían a toda velocidad a las líneas renamas.
Sean permaneció sentado sobre el suelo del bote con la cabeza de Dedan sobre las piernas. No podía hacer nada más que tomarlo de la muñeca y controlar cómo el pulso se hacía cada vez más débil y errático hasta que finalmente se detuvo por completo.
—Ha muerto —dijo sin alterarse. Job no dijo nada y Claudia apartó la mirada.
Sean mantuvo la cabeza muerta entre las piernas durante todo el viaje de regreso. Cuando el piloto paró el motor y se dispuso a atracar junto a la orilla, la levantó finalmente. Los aguardaban luces encendidas y formas oscuras.
El sargento shangane dio una orden tajante y dos de sus hombres levantaron el cuerpo sin vida de Dedan, separándolo de Sean, y lo arrojaron boca abajo en la orilla lodosa. Otro soldado tomó a Claudia del brazo y la hizo ponerse de pie de un tirón. La empujó brutalmente hacia la orilla y cuando ella se giró enfurecida para protestar, el hombre levantó la culata de su AK para golpearla en el pecho.
Sean estaba detrás de él y lo agarró del brazo impidiendo el golpe.
—Si vuelves a hacer eso, hijo de hiena sifilítica —le dijo lentamente en shangane—, te corto el mtondo con un hacha desafilada y te lo hago comer sin sal.
El soldado lo miró sorprendido, intrigado más por su perfecto shangane que por la amenaza. A unos metros, el sargento dejó oír una carcajada de placer.
—Es mejor que hagas lo que te dice —le advirtió al soldado—, a menos que tengas mucha hambre. Habla muy en serio. —Luego miró a Sean con una sonrisa—. ¿Así que habla shangane como cualquiera de nosotros y entendía todo lo que decíamos? —Sacudió la cabeza apesadumbrado—. ¡No le permitiré que me vuelva a tomar el pelo!
Mojados, fríos y desaliñados, fueron arrastrados sin ceremonia alguna al refugio del general China para llegar finalmente a su escritorio. Al mirarlo, Sean comprendió que lo consumía la ira.
Durante un prolongado minuto, examinó a Sean sin levantarse de la silla, para decir finalmente:
—La mujer se traslada a otro campamento lejos de aquí. No tendrá oportunidad de volver a verla hasta que yo lo ordene.
Sean no movió un solo músculo de la cara, pero Claudia dio un grito para protestar y tomó el brazo de Sean como si pudiera impedir la amenaza de la separación. El general China no ocultó la satisfacción frente a su desconsuelo y prosiguió:
—Ya no merece el tratamiento especial que se le ha otorgado hasta ahora y he ordenado que se la coloque entre rejas para impedir cualquier intento de fuga. Se la mantendrá incomunicada con el resto del mundo.
Había dos carceleras detrás del escritorio. El general China las miró y les hizo un gesto para que se la llevaran. La más alta de las dos llevaba galones de sargento sobre la manga. Le dio una orden a la otra mujer, fornida y con cara de sapo, que dio un paso al frente. Las esposas de acero inoxidable colgaban de su mano.
Claudia se aferró al brazo de Sean y se alejó instintivamente de ella. La mujer dudó un momento y la sargento le dio una orden tajante. La carcelera tomó a Claudia de la muñeca y sin esfuerzo aparente la apartó de Sean.
Con la destreza que nace de la experiencia, hizo girar a Claudia y le hizo apoyar la cara contra las bolsas de arena que formaban las paredes del refugio, haciendo sonar las esposas al cerrarlas sobre una de las muñecas. Luego estiró los brazos de Claudia hacia la espalda y cerró la segunda esposa sobre la otra muñeca.
Dio un paso atrás. La enorme sargento se acercó y tomó a Claudia de las manos y las levantó hasta que quedaron entre los omóplatos. Claudia soltó un grito de dolor cuando la obligó a ponerse de puntillas. La sargento inspeccionó las esposas. Se ceñían alrededor de las muñecas de Claudia, pero no estaba satisfecha. Deliberadamente, la sargento las ajustó más y Claudia volvió a gritar de dolor.
—Están demasiado ajustadas. Me están cortando.
—Dígale a esa puta que las afloje —dijo Sean severamente al general China, que por primera vez en la tarde sonrió y se reclinó sobre el respaldo de la silla.
—Coronel Courtney, he dado órdenes para que no se dé a esta mujer ni una sola oportunidad de escapar. La sargento Clara está cumpliendo con su deber.
—Le está cortando la circulación. La señorita Monterro podría perder las manos por gangrena.
—Eso sería realmente lamentable —coincidió el general China—. Sin embargo, no interferiré a menos que… —Hizo una pausa.
—¿A menos que qué? —preguntó Sean como una fiera.
—A menos que me asegure que cooperará conmigo por completo y a menos que me dé su palabra de honor de que no intentará escapar.
Sean miró las manos de Claudia. Ya comenzaban a hincharse y oscurecerse, tomando un color plomizo. Las venas latían azules debajo de las esposas con el acero brillante que le cortaba las muñecas.
—La gangrena es muy peligrosa y desafortunadamente nuestras instalaciones en caso de amputación son extremadamente primitivas —señaló el general China.
—De acuerdo —dijo Sean resignado—. Le doy mi palabra de honor.
—Y su cooperación —el general China se apresuró a añadir.
—Y prometo cooperar —concedió Sean.
El general China dio una orden, tras la que la sargento usó la llave de las esposas y las aflojó dos muescas. Inmediatamente desapareció la hinchazón de las manos y la piel comenzó a recuperar el tono bronceado normal a medida que circulaba la sangre.
—¡Llévensela! —ordenó en inglés y la sargento le hizo una señal a la carcelera. Cogieron a Claudia de los brazos y la arrastraron hasta la puerta.
—¡Esperen! —gritó Sean, pero ellas no le hicieron caso y, cuando trató de seguirlas, el sargento shangane lo cogió del brazo con una técnica magistral.
—¡Sean! —gritó Claudia presa de la histeria—. ¡No dejes que me lleven! —Pero la sacaron del refugio a empellones y la cortina de lona los separó.
—¡Sean! —volvió a decir la voz.
—¡Te quiero! —gritó él, luchando por liberarse de las garras del sargento—. Todo va a salir bien. Sólo recuerda que te quiero. Haré lo que tenga que hacer para sacarte de aquí.
La promesa se oyó sordamente en sus propios oídos y la voz de Claudia se convirtió en un lamento desesperado:
—¡Sean! —Y luego se oyó débilmente—: ¡Sean! —Hasta que finalmente reinó el silencio detrás de la cortina.
Sean descubrió que estaba jadeando perturbado, pero se controló. Dejó de luchar y se quedó quieto. El sargento aflojó un poco la presión y Sean se liberó mirando al general China. —¡Hijo de puta! —le gritó—. ¡Hijo de puta!
—Veo que no está con ánimo para conversar sensatamente —dijo China mirando el reloj—. Y ya es más de medianoche.
Dejaremos que se calme. —Miró al sargento y le dijo en shangane—. Llévenselos —señalando a Sean y Job—. Denles de comer, ropa seca y una manta. Déjenles dormir y tráiganlos de vuelta al amanecer. —El sargento saludó y los empujó hacia la puerta. Tengo trabajo para ellos —advirtió China—. Asegúrense de que estén en condiciones de hacerlo bien.
Sean durmió junto a Job sobre el suelo del refugio con un guardia que los vigilaba. El suelo era de tierra húmeda y las mantas estaban llenas de bichos, pero ni la incomodidad ni la molestia de los insectos que le caminaban sobre la piel, ni siquiera el recuerdo de Claudia, le impidieron conciliar el sueño.
El sargento lo despertó cuando todavía no había amanecido y lo sustrajo de un sueño hueco arrojándole un montón de ropa sobre el cuerpo postrado.
—Vístase —ordenó.
Sean se sentó y se rascó la roncha dejada por un bicho.
—¿Cuál es su nombre? —Era un alivio poder hablar shangane con libertad.
—Alphonso Henriques Mabasa —dijo el shangane orgulloso y Sean no pudo evitar sonreír ante la extraña combinación. El nombre de un emperador portugués y la palabra shangane para denominar al que golpea con un palo.
—¿El que usa sin piedad con los enemigos y con cariño con las esposas? —preguntó Sean y Alphonso no pudo menos que soltar una vulgar carcajada.
Job se sentó y se sonrió ante la procaz ocurrencia de Sean.
—¡A las cinco de la mañana y sin desayunar! —protestó Job y sacudió la cabeza con tristeza, pero Sean oyó cómo Alphonso repetía la broma complacido ante sus hombres fuera del refugio.
—Con los shanganes no cuesta mucho granjearse la reputación de cómico —señaló Job en sindebele al tiempo que examinaban el montón de ropa que había traído Alphonso. Toda era de segunda mano, pero razonablemente limpia. Sean encontró una gorra estilo militar y un uniforme atigrado y se deshizo de la camisa y los shorts que ya estaban hechos jirones. Conservó sus cómodas botas Velskoen.
El desayuno consistió en un guiso de avena y kapenta, un pescado diminuto seco que Sean llamaba el arenque africano. —¿No hay té? —preguntó Sean y Alphonso largó una carcajada.
—¿Se cree que estamos en el hotel Polana de Maputo?
Acababa de amanecer cuando Alphonso los escoltó hacia la orilla, donde encontraron al general China y a sus hombres inspeccionando el daño hecho por los Hind.
—Perdimos veintiséis hombres ayer entre muertos y heridos —dijo el general China a modo de saludo—. Y otros tantos desertores durante la noche. La moral de los hombres se está hundiendo. —Habló en inglés y era evidente que ninguno de sus hombres le entendía. A pesar de las circunstancias, se le veía apuesto y competente, con la boina y el uniforme de combate impecable, las medallas sobre el pecho y las estrellas de general sobre las charreteras. La pistola con culata de marfil asomaba por encima del cinturón trenzado y, como los aviadores, llevaba gafas de sol con una delgada montura de oro.
—A menos que detengamos esos helicópteros, todo se va acabar en tres meses, antes de que las lluvias puedan salvarnos.
La estación de las lluvias era el momento de las guerrillas, cuando la hierba crecía hasta la altura de un hombre, y los caminos intransitables y los ríos desbordados paralizaban al defensor y le brindaban un bendito refugio a su verdugo.
—Ayer observé a esos Hind en acción —dijo Sean con cautela—. El capitán Job tomó prestado uno de sus RPG 7 y dio en el blanco con un cohete AP.
China miró a Job con renovado interés.
—Bien. Ninguno de mis hombres ha logrado hacerlo hasta el momento. ¿Qué ocurrió?
—Nada —contestó Job simplemente.
—Ni un rasguño —confirmó Sean.
—Toda la máquina está recubierta con una capa de titanio —dijo China y miró hacia el cielo, un gesto que delataba nerviosismo, como si estuviera esperando que uno de los monstruos jorobados apareciera milagrosamente—. Nuestros amigos del sur nos ofrecieron uno de sus modernos sistemas de misiles Darter, pero nos enfrentamos con la dificultad de transportar los vehículos de lanzamiento. Necesitaríamos camiones pesados, en estos caminos y a través de un territorio controlado por frelimos. —Sacudió la cabeza—. Necesitamos un arma de infantería que pueda ser transportada y utilizada por soldados de a pie.
—Que yo sepa, hay sólo un arma efectiva de ese tipo. El ejército de Estados Unidos desarrolló una técnica en Afganistán. Adaptaron el misil Stinger original y encontraron una forma de penetrar el blindaje. No conozco los detalles —agregó Sean apresuradamente. Sabía que no le convenía aparecer como un experto, pero el problema lo intrigaba y se había dejado llevar.
—Tiene usted razón, coronel. La versión modificada del Stinger es la única arma que ha resultado efectiva contra el Hind. Ésa es su tarea, el precio de su libertad. Quiero que consiga una remesa de Stinger para mí.