Don Caravelli estudió cuidadosamente la imagen en el circuito
cerrado de televisión. Se trataba de uno de los veinte monitores
localizados en el centro de seguridad de su fortaleza. Esa cámara
en particular estaba oculta en la parte frontal del centro de
conferencias del edificio. Proporcionaba una imagen panorámica de
toda la estancia. Antes de cualquier reunión importante, al Capo de
Capi le gustaba espiar a sus subordinados y asegurarse de que no le
reservaban ninguna sorpresa. Permanecer al mando de una
organización basada en el asesinato y la intimidación requería de
una buena dosis de paranoia. Don Caravelli no confiaba en nadie
porque no podía permitirse ese lujo.
–¿Ninguno lleva armas? – preguntó a Marius Michaud, jefe de
seguridad del complejo.
–Nada que aparezca en nuestros detectores de metal -respondió
éste-. Siguiendo sus instrucciones, también fueron registrados a su
llegada. Ninguno de ellos estaba armado.
–Bien -dijo Don Caravelli-. Nunca está de más recordarles el
poder que tengo sobre sus vidas.
Los treinta vampiros congregados en la cámara no parecían
precisamente cómodos, y eso era lo que esperaba. Con toda seguridad
ya habrían oído de las ejecuciones de Don Torazon y Don Brusca.
Aunque aquellos Cainitas se contaban entre los asesinos más
sanguinarios y crueles del mundo, todos compartían un miedo común.
Temían a su líder, el Capo de Capi. Como amo absoluto de la Mafia
tenía su existencia en sus manos, y era conocido que muy a menudo
cerraba estas manos en puños implacables.
Habían acudido desde toda Europa a su llamada. La noche
pasada se había corrido la noticia, y como no podía ser de otra
manera la respuesta había sido inmediata. Ninguno se atrevía a
perderse la reunión. Cuando Don Caravelli chasqueaba los dedos, sus
subordinados saltaban. Su palabra era ley.
Satisfecho con que todo estuviera preparado, Don Caravelli
dejó la cabina de control y recorrió los cien metros que conducían
a la sala de conferencias. Se hizo un silencio absoluto en cuanto
apareció por la puerta.
–Amigos míos -declaró, reconociendo su presencia mientras se
dirigía al estrado en la parte frontal-. Por favor, sentaos. –
Antes de que llegara a su puesto, todos habían
obedecido.
»Quiero agradeceros vuestra presencia en esta reunión
-comenzó, recorriendo a los congregados con la mirada. Había
diecinueve hombres y once mujeres, y todos ellos habían vadeado
ríos de sangre para lograr sus puestos como capitanes de la Mafia-.
Normalmente no me gusta celebrar reuniones tan apresuradas, pero
vivimos tiempos agitados. Necesito vuestra ayuda. Dos mortales que
trabajan con un Vástago determinado amenazan la misma existencia de
la Mafia. Deben ser destruidos.
Nadie dijo una palabra. Don Caravelli esperaba silencio.
Comprendían que tras aquel lenguaje educado se ocultaba una orden.
El Jefe de Jefes no les estaba pidiendo un favor, sino que exigía
su obediencia inmediata.
Levantó una mano y la sala quedó a oscuras. Proyectada contra
una pared blanca junto a él estaba la fotografía de una joven de
gran belleza.
–Estoy seguro de que todos la reconocéis -dijo-. La habéis
visto muchas veces en el pasado. Esta mujer de aspecto
aparentemente joven e inocente se llama Alicia Varney. La señorita
Varney no es ni joven ni inocente. Es uno de los humanos más ricos
del mundo, así como el cerebro que se oculta tras los Sindicatos
del Crimen de los EE.UU. Durante décadas ha sido uno de nuestros
peores enemigos. Ha llegado el momento de librar al mundo de su
presencia. Aunque es mortal, una y otra vez ha demostrado ser muy
difícil de matar. Muchos de nuestros hermanos lo han intentado, sin
éxito. No la subestiméis, ni a ella ni a su compañero. No son
humanos ordinarios. No los tratéis como a tales.
La fotografía desapreció, reemplazada un instante después por
un boceto del rostro de un hombre.
»El nombre de su amigo es Dire McCann. Trabaja como
detective, y en privado asegura ser un mago renegado. Extrañamente
no se dispone de fotografía alguna del señor McCann. – La voz de
Don Caravelli era temible-. Encuentro este hecho bastante
inquietante. Existen demasiadas preguntas alrededor de este hombre
que carecen de respuesta. Lo único seguro es que es extremadamente
poderoso.
El Capo chasqueó los dedos y las luces
regresaron.
»Los dos mortales saben mucho sobre los Hijos de Caín. Varney
es un ghoul, y McCann podría serlo también. Como he dicho, los
hechos verificables sobre él son escasos. Creo que los dos se
encuentran en algún lugar de Europa, y están involucrados en un
insidioso plan de ciertos antiguos de la Camarilla para destruir a
la Mafia. Esos insensatos tratan de destruir todo aquello que no
pueden controlar. No permitiré que eso suceda, y vosotros tampoco.
Vuestro trabajo es encontrar a estos problemáticos mortales,
buscarlos allí donde se encuentren. El tiempo se está acabando.
Reunid cualquier fuerza necesaria, repito, cualquier fuerza, y destruidlos. Rodeadlos, matadlos
y traedme sus cabezas. Hacedme feliz y seréis recompensados.
Falladme…
Don Caravelli dejó vagar su voz. No tenía sentido realizar
amenaza alguna.
–¿Alguna pregunta?
–Mencionó que ese ganado viaja con Vástagos -dijo Setge
Reejmar, de Hungría-. ¿Debemos destruirlos también a
ellos?
El Capo sonrió, mostrando sus dientes.
Asintió.
–Si es posible -dijo, prefiriendo no comentar la identidad de
los compañeros del detective. Cuanto menos supieran de aquel
asunto, mejor-. Sin embargo, me preocupan menos los vampiros en su
compañía que ellos mismos. McCann y Varney son vuestros objetivos.
Extended la noticia. Hasta ahora no son conscientes de nuestro
interés en ellos, y así debe seguir siendo. Dejad que descubran que
la Mafia está detrás de su cabeza cuando la trampa se cierre, nunca
antes. – La mirada del Capo de Capi vagó por la estancia en un
amplio arco, abarcando a todos los presentes-. No hay más preguntas
-dijo con voz seca-. Tenéis vuestras instrucciones. Obedecedlas.
Quiero sus cabezas.
Sin más palabras, Don Caravelli abandonó el lugar. Ya había
dado los primeros pasos para cumplir su parte del acuerdo con
Elaine de Calinot. Sus tropas estaban listas para saltar a la
acción, y la Mafia era la red criminal más extendida del Viejo
Continente. No había duda de que encontrarían a los humanos, y
cuando lo hicieran su muerte sería segura.
Diez minutos después, tras un breve paso por el centro de
seguridad, abrió las puertas de su sanctum interior. No se
sorprendió al ver a Elaine aguardando su regreso. Esperaba la
aparición del miembro del Consejo Interior de los
Tremere.
–Parece que no tienes muchos problemas superando las
sofisticadas medidas de seguridad de mi ciudadela -señaló mientras
se sentaba frente a su pared llena de armas-. Qué deprimente.
Debería hacer revisar todos esos aparatos, aunque es posible que
sea mucho más rápido despedazar a Marius Michaud.
–Como prefieras -dijo Elaine. Se quedó de pie, apoyada
ligeramente sobre su bastón de hechicera. Sus ojos azules y
brillantes parecían divertidos-. Ninguna solución te servirá. Las
máquinas no tienen nada que hacer contra los antiguos del clan
Tremere. Los jefes de seguridad son fáciles de engañar. Soy
invisible hasta que decido dejar de serlo.
–Yo no he tenido problemas para verte -respondió Don
Caravelli.
–Recuerda mis palabras exactas, asesino -dijo Elaine con una
risa-. Considera esta breve demostración una
lección.
El jefe de la Mafia abrió los ojos incrédulo. La hechicera
Tremere había desaparecido. Elaine y su bastón se habían
desvanecido en cuanto había terminado de hablar. Parecía que el
suelo se la hubiera tragado. Sus sentidos, mil veces más agudos que
los de un humano normal, no podían detectar el menor indicio de su
presencia en la estancia. Atónito, se levantó de la silla para
observar el lugar en el que había estado… solo para descubrir el
filo de una daga tocando su garganta.
–Confío en haber dejado clara mi postura -dijo Elaine
mientras bajaba la hoja hacia la mesa y la clavaba. El puñal tembló
con la fuerza del impacto-. Muchos vampiros creen comprender la
disciplina de la Ofuscación, pero solo unos pocos la dominan
realmente. Solo se me ve cuando yo lo deseo.
–Una buena elección de armas -dijo Don Caravelli. Más rápido
de lo que el ojo podía seguir, sacó la daga de la mesa y la arrojó
al otro lado de la cámara, clavándola con tal fuerza en la pared
que se hundió hasta la empuñadura-. Las demostraciones siempre son
tan instructivas… Especialmente cuando las llevan a cabo aliados de
confianza.
Elaine rió entre dientes.
–Una excelente observación -dijo-. Eres un estupendo
asociado, Don Caravelli. Sospecho que debes ser un enemigo
terrorífico.
–La sangre de mis adversarios habla por mí -dijo mientras la
hechicera se situaba frente al escritorio-. Sus fantasmas tiemblan
al oír mi nombre.
–Y, sin embargo, temes la ira de una jovencita -dijo
Elaine.
El vampiro maldijo.
–Madeleine Giovanni es la espina de mi existencia. Es una
asesina implacable y carece totalmente de compasión. – Una sombra
de sonrisa asomó a sus labios-. En realidad, los dos compartimos
esos rasgos. A pesar de sus orígenes, Madeleine podría haber sido
confundida con uno de mis chiquillos. Esa puta es mi
Némesis.
–Será detenida -dijo Elaine-. Es mi parte en nuestro trato.
Cumple la tuya y la Daga de los Giovanni no volverá a representar
una molestia para ti.
–La caza ha comenzado -declaró Don Caravelli-. Si como me has
dicho, los humanos están en Europa, mis agentes darán con ellos.
Descubrir que uno de los dos era Alicia Varney fue un placer
inesperado que eleva las apuestas aún más. Su muerte está
asegurada, así como el fin de Dire McCann.
–Eso espero -dijo Elaine-. Por tu bien. – La mujer rubia se
detuvo un instante-. Dile a tus soldados que presten una especial
atención a París. Tengo la fuerte sensación de que esos dos
molestos mortales aparecerán en la Ciudad de las
Luces.
–¿París? – repitió Don Caravelli, tratando de no mostrar
curiosidad en su voz. Sentía que en aquel comentario había mucho
más que una mera sospecha.
–Corren historias, rumores sin confirmar, sobre un antiguo
vampiro Nosferatu que habita en los túneles bajo las calles de la
metrópolis -dijo Elaine-. Según estos rumores, su nombre es
Phantomas. Creo que McCann y Varney le están
buscando.
–Bien -dijo Don Caravelli eligiendo sus palabras
cuidadosamente-. Podremos tender un cebo empleando ese nombre.
¿Sabes el motivo por el que buscan a este Cainita en
particular?
–No tengo ni idea.
El Capo asintió, sintiendo su mentira.
–No importa -declaró-. Su nombre bastará.
–Mátale si interfiere con tus planes -terminó la
hechicera.
–Por supuesto. Mi palabra es ley. No dejaré que nadie me
detenga.
Sin embargo, antes de destruir a Phantomas tenía la intención
de sacarle todos sus secretos, especialmente aquellos que tanto
preocupaban a Elaine de Calinot. La Tremere tenía razón: Don
Caravelli era un enemigo peligroso, y no confiaba en nadie. Ni
siquiera en sus aliados.
Se decía que si una persona se sienta el tiempo suficiente en
el Café de la Paix, frente al Teatro de la Ópera de París, todo el
mundo pasará frente a él. Aunque los tiempos habían cambiado desde
la primera vez en que se dijo aquella frase, el restaurante al aire
libre aún servía como principal punto de la ciudad para ver a la
gente. Era un nudo alrededor del cual parecía girar toda la
metrópolis.
Había algunos lugares más grandes que el Café en la Ciudad de
las Luces, pero no muchos. Se trataba de un punto favorito de ricos
y poderosos, de famosos y de aquellos que deseaban la fama, de
notorios y de los que ansiaban la notoriedad. Los precios, como el
lugar eran magníficos. Una merienda en el Café permitiría pagar dos
entradas para la Ópera. Solo los más ricos o insensatos se
permitirán algo más que un café y unas pastas. Los mejor situados
bebían vino mientras observaban al populacho de Francia pasar
frente a ellos.
La joven pareja sentada en una pequeña mesa en la parte
trasera llamaba poco la atención de los clientes de media tarde. Su
aspecto era el de dos personas muy adineradas y profundamente
concentradas en su conversación. A esa gente era mejor dejarla en
paz. Un ligero parecido indicaba que se trataban de hermano y
hermana, no de amantes. Ninguno de los camareros recordaba cuándo
habían llegado ni lo que habían pedido, pero eso no parecía
importar. Con aquella pareja siempre era así.
El hombre era alto, aunque delgado, con el cabello rubio y
los ojos azules y claros. La piel era del color del bronce. Estaba
vestido con una camisa blanca de manga corta y pantalones del mismo
color, igual que los calcetines y los zapatos.
Su hermana llevaba un top y una falda
blancos de punto, unas medias claras y zapatos blancos de tacón
alto. Un intrigante patrón de estrellas y cruces subía por las
medias de nailon. Su cabello era pelirrojo, y tenía los ojos tan
radiantes como los del hombre. Su figura haría que los varones,
especialmente los parisinos, se detuvieran a mirar. Extrañamente, a
pesar de su aspecto, no atraía la atención de
nadie.
Hablaban en tono normal, riendo y charlando, pero sus
palabras nunca llegaban más allá de su mesa. De vez en cuando uno
de los dos miraba a la calle como si esperara ver a alguien
conocido. No tenían prisa. Los acontecimientos se estaban
desarrollando tal y como estaba previsto.
–¿Cuándo llegará Alicia? – preguntó la mujer, que se hacía
llamar Rachel Young. A lo largo de los siglos había sido conocida
como Leah, Mareth, Tablis, Seramis, Elizabeth, Jill y cien nombres
más. Solo su hermano y su padre conocían su verdadero nombre, que
llevaba perdido más de siete mil años.
–Creo que tomó un vuelo privado ayer por la noche -respondió
el hombre. Se hacía llamar Reuben, y en el pasado había asumido
tantas personalidades diferentes como su hermana. Eran gemelos-.
Espero que llegue con Jackson al Café a primera hora de la noche.
McCann nunca parece actuar de día. Rehuye el sol.
–Eso he notado -dijo Rachel-. Observarle en acción ha sido
una experiencia que da que pensar. No soy capaz de determinar la
relación exacta que guarda con Lameth. A veces no parece ser más
que un detective inteligente con gusto por lo melodramático. Luego,
inesperadamente, demuestra poseer un poder extraordinario, o
menciona acontecimientos que tuvieron lugar hace cincuenta siglos.
Ese hombre es un enigma ambulante.
–No es un ghoul como Alicia -dijo Reuben-, ni un mago como
asegura. – El joven negó con la cabeza-. Es único. Sospecho que
nunca descubriremos el secreto de Dire McCann.
–Yo no me rindo tan fácilmente -dijo Rachel-. Una vez termine
este asunto con la Muerte Roja pretendo descubrir todo lo posible
sobre él.
Rió. Se trataba de un sonido seductor que provocaría
escalofríos en un sacerdote, pero ningún hombre en el Café
reaccionó. Reuben y Rachel no deseaban ser oídos, o notados, y todo
lo que deseaban sucedía.
–Espero que tengas esa oportunidad -dijo Reuben-. La Muerte
Roja está dispuesta a hacerse con el poder de la Camarilla y del
Sabbat. Si McCann y Varney no logran contactar pronto con
Phantomas, el mundo podría hacerse incómodamente
cálido.
Rachel torció el gesto.
–Si los Sheddim se introducen en nuestra realidad se
producirá una gran catástrofe. Tendríamos que intervenir
directamente en los asuntos de la humanidad, lo que crearía todo
tipo de problemas.
–Por no mencionar que se nos harían muchas preguntas que no
querríamos responder -dijo Reuben-. No, nuestro plan original es el
mejor. Hemos hecho todo lo posible por conducir a Lameth y a Anis
en la dirección correcta para que se enfrenten a la Muerte Roja y
la destruyan. De ellos depende rematar el trabajo.
–Phantomas ha averiguado al menos parte de la verdad sobre la
Muerte Roja -dijo Rachel-. Posee un increíble talento para tomar
informaciones totalmente aisladas y unirlas en un asombroso
mosaico. Su deducción fue brillante.
–Recopilar su enciclopedia durante el último milenio le ha
dado un importante conocimiento sobre la mente de los Cainitas
-dijo Reuben-. Su saber le permite desvelar las tramas más
complejas como una madeja.
–Es una suerte que no sepa tanto sobre nosotros -dijo Rachel
con los ojos brillantes-. Me gusta la intimidad.
–La suerte le permitió relacionarme con Khufu -dijo Reuben,
sonriendo-. Ese es el problema de tener tus rasgos tallados en una
piedra. No importa demasiado. McCann dedujo nuestras identidades
cuando habló con Maimónides, y el egipcio nos conoce y sabe de
nuestro trabajo.
–Nuestro amigo en Suiza no dirá nada acerca de nosotros
-añadió Rachel-. Después de todo, fuimos los que le proporcionamos
gran parte de los documentos originales sobre Baba Yaga que envió a
McCann. Además, el detective tiene tantos secretos propios que no
creo que vaya extendiendo historias sobre
nosotros.
–Eso creo yo -dijo Reuben encogiéndose de hombros-. Apuesto a
que Padre nunca tuvo este tipo de problemas para pasar
desapercibido.
–No es fácil ocultarse cuando tratas de manipular la historia
-rió Rachel.
Reuben le sonrió.
–Hablando de eso -dijo cambiando de tema-. Supongo que has
estado vigilando los distintos planes de Elaine…
–Eso creo -dijo Rachel-. Tiene un formidable talento para
tejer hechizos de ocultación. Por suerte, yo soy mejor. Sus
recientes esfuerzos han complicado la partida, hay que
admitirlo.
–Hay muchos matones de la Mafia recorriendo las calles
-respondió Reuben.
–No podemos hacer demasiado al respecto. Elaine jugó su as al
reclutar a Don Caravelli. Controla a una horda de criminales que
está por todas partes.
–Me sentiría muy defraudado si Alicia o Dire McCann fueran
abatidos por un pistolero mafioso antes de tener la oportunidad de
encontrar a Phantomas -dijo Reuben.
–Sería terriblemente anticlimático -respondió sombría
Rachel-. Por suerte, ya han demostrado una increíble capacidad para
defenderse. Las calles de París podrán teñirse de rojo, pero no
creo que la sangre pertenezca a ninguno de ellos
dos.
–Ha llegado el momento de movernos -dijo Reuben-. Alicia
viene hacia aquí. La siento moverse por la ciudad. Aunque verla es
todo un placer, creo que no sería prudente que ninguno de los dos
estuviera por aquí cuando llegara.
–¿Qué hay de la factura? – preguntó Rachel-. Ese vino era una
añada muy buena.
–Ninguno de los camareros recordará habérnoslo traído
-respondió su hermano-. No está anotado en ningún pedido. Van a
tener problemas para cerrar la facturación.
–Cualquiera que se quede con la propina logrará encontrar una
solución -dijo Rachel-. Recuerda que esto es París, donde la
inventiva lo consigue todo.
–Me encanta París en primavera.
–Y a mí en otoño. Suponiendo que siga existiendo para
entonces…
–Esperemos que sí -terminó Reuben. Su tono era sombrío y no
carecía de un tono de desesperación-. La Mascarada de la Muerte
Roja está casi completa. En Linz las caretas caerán
definitivamente, y los Sheddim triunfarán o serán
destruidos.
El avión aterrizó en suelo suizo pocos minutos después de
medianoche. Una limosina Mercedes de color negro estaba esperando a
McCann y a Elisha en la terminal. Flavia no parecía muy contenta,
igual que Madeleine Giovanni.
–No me gusta esto, McCann -dijo mientras el conductor
esperaba paciente a unos metros. Se trataba de un hombre altísimo y
esquelético, de rostro lampiño y oscuro y expresión totalmente
neutra. Vestía de negro riguroso y decididamente no era suizo.
Elisha pensó que debía ser árabe-. Podríais estar dirigiéndoos a
una trampa. ¿Cómo podremos Madeleine o yo acudir en vuestra ayuda
si no sabemos dónde habéis ido?
El detective rió.
–Estoy seguro de que Madeleine ya es más que capaz de
localizar a Elisha aunque estuviera enterrado en el fondo de un
glaciar. – Viendo la expresión en los ojos de la Giovanni, McCann
se apresuró-. Claro, que no debe preocuparse de que pueda ocurrir
nada de eso. Todo el viaje se ha preparado por teléfono. Os juro
que no necesitaremos ayuda alguna. Elisha y yo no tendremos ningún
problema, y probablemente descansemos mejor que vosotras
dos.
–Mis contactos en la ciudad nos han procurado un cómodo chalé
-dijo Madeleine con una voz fría como el viento de la noche-. Nos
servirá en el poco tiempo que estemos aquí. Flavia y yo estaremos
bien, lo que no significa que aprobemos esta ridícula aventura. Me
opongo terminantemente a que aceptéis tantos riesgos sin un
objetivo claro. Deberíamos estar persiguiendo a nuestro enemigo, no
haciendo expediciones innecesarias a los Alpes para hablar con
extraños desconocidos.
–Necesitamos información -dijo McCann. El detective parecía
exasperado, y Elisha no podía culparle. Aunque no conocía a
Madeleine desde hacía mucho, sabía que su tozudez podía frustrar a
la voluntad más férrea. Aún la encontraba increíblemente
fascinante, pero tenía sus defectos-. Espero obtener algunas pistas
muy valiosas de esta visita. Juzgadlo por vosotras mismas cuando
regresemos, ¿de acuerdo?
–Sigue sin gustarme -gruñó Flavia, que observaba al chofer-.
¿Cómo sabemos si podemos confiar en ese personaje? Tenemos enemigos
por todas partes.
–Su nombre es Echtabana -dijo McCann, haciendo un gesto al
conductor para que se acercara-. Me ha servido como chofer muchas
veces en el pasado, y es un leal sirviente de su maestro. Os
aseguro que no es posible obligarle a cometer una
traición.
Flavia observaba al hombre de piel oscura con una mirada
suspicaz, pero éste aguantó sin moverse. Tras unos instantes, la
Assamita se volvió y sacudió la cabeza con
frustración.
–Su mente es férrea como una piedra -declaró-, y está cerrada
a mis pensamientos. Podría tratarse de un Assamita en forma mortal.
Su maestro, tu amigo, debe ser una persona interesante para lograr
tal devoción.
–El señor McCann parece tener un rango extremadamente amplio
de conocidos -señaló Madeleine.
–Si vives lo suficiente -dijo el detective tomando a Elisha
por el codo-, terminas conociendo a toda clase de gente
interesante, incluyendo a dos fascinantes señoritas. Elisha y yo
nos reuniremos con vosotras mañana por la noche en el chalé. Hasta
entonces, no os metáis en líos. Nada de fiestas
salvajes.
El detective hizo un gesto al conductor.
–Vámonos, Echtabana. Hemos perdido demasiado tiempo
hablando.
–Síganme, caballeros -dijo el hombre con una voz seria como
sus rasgos-. Mi maestro espera.
La limosina disponía de un bar portátil y de ventanas
tintadas. Era imposible ver el interior de la sección de los
pasajeros desde fuera, pero tampoco se podía ver nada desde dentro.
Elisha, que esperaba haber podido contemplar los Alpes, no estaba
muy contento.
–Algo que aprendí de mis anteriores visitas a Suiza -dijo
McCann respondiendo a la pregunta muda mientas Echtabana salía del
aeropuerto-, es que no es aconsejable mirar por las ventanas en
este país. La caída suele ser de varios kilómetros. Los Alpes es
mejor verlos desde un lugar estable.
–No me gustan las alturas -admitió Elisha-. En Israel no hay
muchas montañas.
–Bueno, y en Suiza no tienen demasiado desierto -sonrió el
detective-. Mi amigo está familiarizado con ambos tipos de terreno.
Como habrás adivinado, valora enormemente su intimidad. Nadie
conoce la localización exacta de su fortaleza. Parece encontrarse
en algún lugar en las montañas que rodean Berna. Aunque confía en
mí más que en la mayoría, estoy seguro de que las puertas y
ventanas no se abrirán hasta que lleguemos a nuestro
destino.
–¿Cuánto tardaremos en el viaje? – preguntó el
mago.
–Unas dos horas. Por supuesto, podríamos estar conduciendo en
círculos la mayor parte del tiempo, estando el lugar a veinte
minutos del aeropuerto. Solo Echtabana lo sabe con seguridad, y
nunca abrirá la boca.
–Flavia parecía impresionada con él -dijo Elisha-. Me pareció
algo sorprendente.
–No hace cumplidos a la ligera -respondió el detective-.
Tendré que mencionarle sus palabras a mi amigo, aunque dudo que
signifiquen mucho para él. Odia a los Vástagos y desconfía de
ellos, aunque tiene algún respeto por los
Assamitas.
–Mencionaste la Yihad -dijo Elisha-. No sabía que involucrara
a los humanos, además de a los vampiros.
–Mi amigo es algo más que humano, como descubrirás dentro de
poco. Ahora, cálmate y relájate. No he tenido mucho tiempo
últimamente para concentrarme en mis problemas con Flavia y
Madeleine molestándome constantemente. Necesito ordenar mis ideas
antes de que lleguemos.
–Pero…
–Silencio -respondió McCann.
Elisha, al que Rambam había enseñado que siempre había que
respetar a sus mayores, ahogó los miles de preguntas que ardían en
su mente. Cerró los ojos y se recostó en los cómodos asientos de la
limosina, sabiendo que estaba demasiado excitado como para
descansar.
La mano de McCann sobre su hombro le despertó pocos minutos
antes de su llegada.
–Lo siento -dijo el mago aturdido mientras se frotaba los
ojos. Tenía los dedos rígidos-. No creía que me fuera a
dormir.
–No pasa nada -dijo McCann, señalando una botella de vino
vacía en la papelera aneja al bar-. Unos cuantos vasos de un
excelente Zinfandel me hicieron compañía. He agradecido el
silencio.
–¿Ya llegamos a la fortaleza? – preguntó Elisha estirándose
en el asiento.
–Llegaremos de un momento a otro, según Echtabana -respondió
el detective.
–Espero que Madeleine esté bien -preguntó el mago, cuyos
pensamientos vagaron por un momento-. Parecía disgustada con no
poder acompañarnos.
–No me preocuparía por eso -sonrió McCann-. Madeleine
Giovanni ha logrado sobrevivir casi cien años como una de las
principales asesinas del mundo. Sospecho que aunque conocerte haya
sido todo un acontecimiento en su gris existencia, no habrá perdido
ninguna de sus habilidades o talentos. Sobrevivirá sin ti durante
un día.
Elisha sintió cómo la sangre le acudía a las mejillas. Sabía
que se estaba sonrojando.
–El coche se ha parado -dijo McCann, ahorrándole al joven una
mayor vergüenza-. Hemos llegado.
Un instante después, Echtabana abrió la puerta derecha de la
limosina.
–Caballeros, por favor, síganme. Mi maestro espera su
presencia en la sala de recepción.
El maestro del chofer se encontraba sentado en un sillón de
aspecto cómodo frente a una pequeña mesa de cóctel en una sala
decorada exclusivamente en azul y dorado. A su lado había un alto
mayordomo, vestido totalmente de negro y con rasgos tan oscuros e
impasibles como los del otro.
–Amigos míos -dijo el misterioso amigo de McCann, poniéndose
en pie cuando entraron en la estancia-. Bienvenidos a mi hogar. Me
alegro de veros a ambos. Por favor, sentaos.
El hombre señaló dos sillas frente a él. El detective tomó la
de la izquierda y Elisha la otra. Echtabana giró hasta el otro lado
de la mesa y se situó junto a su maestro, en el lado opuesto al
mayordomo.
–¿Algo que beber después de vuestro largo viaje? ¿Quizá algo
de comer?
–Estoy bien -dijo McCann-. Bebí algo de vino en el coche,
pero Elisha podría querer algo.
–Un vaso de ginger ale estaría bien -dijo Elisha titubeante-.
Y tengo algo de hambre. Solo tomamos un aperitivo en el
avión.
El hombre miró a su mayordomo.
–Ya has oído. Un vaso de ginger ale para nuestro joven amigo.
Yo tomaré lo de siempre. Dile al chef que prepare algo especial.
Podemos comer mientras hablamos.
Aquel breve intercambio dio al mago unos segundos para
escrutar a su anfitrión sin ser demasiado indiscreto. Parecía tener
unos veinticinco años, muy pocos más que él mismo. Mediría un metro
ochenta y vestía pantalones oscuros y camisa dorada. Aun sentado,
parecía estar en una condición física excelente. La mandíbula era
fuerte, la nariz de halcón, el cabello negro y la piel del color
del oro fundido. El ojo derecho brillaba inteligente; el izquierdo
estaba cubierto con un parche enjoyado.
–Como desee -murmuró el sirviente-. Así se hará -dijo
inclinándose ligeramente y saliendo de la
estancia.
–Khemis es tan melodramático -dijo el hombre riendo mientras
devolvía su atención a McCann y a Elisha-. Le encanta impresionar a
los invitados. Normalmente dice "Sí, jefe".
McCann sonrió.
–Les estás dejando ver demasiadas películas de Indiana Jones
en la televisión, Príncipe.
–Más bien de Jeeves y Bertie Wooster que del Dr. Jones
-respondió el hombre-. Pero Khemis, a pesar de todo, es muy eficaz.
Aquí están las bebidas.
Elisha observó su vaso, una copa de cristal terminada con un
borde de oro puro. Debía valer millones. Casi parecía sacrílego
emplearla para beber un refresco.
–Aún no me has presentado a tu joven protegido, McCann -dijo
el anfitrión mientras daba un sorbo de un líquido ámbar de una copa
similar.
–Lo siento -dijo el detective-. He olvidado mis modales,
Príncipe. Me honra presentarte a Elisha Horwitz, estudiante del
notable erudito y mago Moisés Maimónides. Elisha, el Príncipe Horus
de Egipto.
Su anfitrión inclinó ligeramente su cabeza.
–Es un placer Elisha. Rambam me ha hablado sobre tu don
extraordinario. Veo por tu aura que no exageraba en
absoluto.
El joven mago enrojeció. A veces tenía la sensación de que su
maestro había hablado de sus habilidades con todos los demás magos
del mundo. No le importaba, pero le preocupaba tener que cargar con
unas expectativas tan grandes.
–¿Ha asumido el título del antiguo dios celeste egipcio,
Príncipe? – preguntó, tratando de sacar conversación. Para mantener
su verdadero nombre en secreto, muchos magos adoptaban como alias
la identidad de famosos seres mitológicos.
Horus rompió a reír mientras McCann lanzaba un gran suspiro.
Elisha se sonrojó aún más, consternado y preguntándose qué había
hecho mal.
–Un error normal -dijo el Príncipe limpiándose las lágrimas
de los ojos-. No empleo el nombre de Horus, Elisha. Soy Horus, hijo de Osiris e Isis, hermano de Anubis
y sobrino de Set el Corruptor. Aunque no soy un dios, soy uno de
los pocos inmortales del mundo. Puedo ser muerto, pero nunca
detenido. Soy una momia.
–Déjenme ver si lo he entendido todo -dijo Elisha media hora
más tarde. Había absorbido demasiada información en demasiado poco
tiempo. No era fácil mantenerse al día cuando se estaba con Dire
McCann-. Puede ser asesinado, pero antes o después su espíritu y su
cuerpo se reunifican y vuelve a la vida, con el mismo aspecto
exacto que antes.
–Es parte del secreto conocido como el Hechizo de la Vida
-dijo Horus, metiéndose una uva en la boca. En la mesa que les
separaba había una enorme bandeja con frutas, quesos y pasteles
exóticos. El príncipe se concentraba en las uvas rojas. Elisha
comía queso y McCann, como era habitual, no probaba
bocado.
–Mi madre Isis, una brillante hechicera, descubrió la fórmula
hace casi cinco mil años. La empleó para salvarme de la ira de mi
tío Set, que pertenecía a los Condenados. No estoy seguro de si le
debo las gracias o mi odio eterno. Cuando se le ofreció la misma
oportunidad para lograr la inmortalidad, ella rechazó el regalo.
Isis pasó hace milenios a las tierras de los muertos. Me dejó solo
para pelear con mi tío y sus hordas de vampiros.
–Has logrado reclutar un buen número de soldados a lo largo
de los siglos -dijo Dire McCann.
Horus apartó el comentario con un gesto.
–Varias decenas de criados leales me sirven en mi eterno
conflicto contra el Corruptor -declaró-. ¿Pero cómo un puñado de
momias puede prevalecer contra las hordas de los Seguidores de Set?
Cada vez que su número disminuye, los Setitas se limitan a Abrazar
a una nueva legión de acólitos.
–Podrías dejar de luchar -dijo McCann.
–Nunca -protestó el príncipe, iracundo-. Set destruyó a mi
padre, Osiris, y a mi hermano, Anubis. Me hizo perder un ojo. Ese
monstruo es el señor de las tinieblas y de la corrupción. Como hijo
del sol, mi misión sagrada es poner fin a su
maldad.
–Suponía que dirías eso -sonrió el
detective.
–¿Puedo hacer una pregunta? – intervino
Elisha.
–Por supuesto -invitó Horus. Su furia había desaparecido con
la misma velocidad con la que había llegado-. ¿Qué deseas
saber?
–Aunque controla vastos poderes mágicos, es mortal y es
posible matarle. Cuando eso ocurre, su alma abandona su forma
física y mora en el mundo espiritual. Tras varios años, su cuerpo
se regenera, su alma regresa y usted renace. ¿Es
correcto?
–Es una explicación extremadamente simplificada, pero
esencialmente correcta -dijo Horus.
–Entonces -siguió Elisha-, si su alma debe reunirse con el
mismo cuerpo, ¿por qué no destruyen sus enemigos su cuerpo mientras
está vacío? Eso rompería el ciclo y anularía el Conjuro de la
Vida.
–Lo han intentado -replicó Horus con una extraña sonrisa en
los labios-. No una, sino numerosas veces. Como mucho, durante uno
de los intentos mi tío fue capaz de sacarme el ojo izquierdo y
destruirlo. El Conjuro de la Vida incluye la ingestión de poderosos
elixires y pociones, así como en el canto de numerosas plegarias
místicas. Juntos, conceden tanto la inmortalidad como proporcionan
a mi cuerpo una invulnerabilidad limitada. Puedo ser gravemente
dañado, incluso cortado en pedazos, pero a lo largo de los años,
las décadas o puede que los siglos, mi forma se regenera y se
recompone. – El príncipe negó con la cabeza-. Aunque deseara
terminar con mi propia existencia, sería incapaz. Como momia, estoy
destinada a caminar eternamente por la Tierra.
–Cuando Rambam supo que pensaba visitar a Horus -dijo
McCann-, me pidió que te trajera. Sospecho que espera que algún día
llegues a estudiar con el príncipe. Horus es el mayor alquimista
del mundo.
–Estaría encantado de tenerte como estudiante, Elisha -dijo
el príncipe-. Tus habilidades de mago y mis enseñanzas combinadas
serían una mezcla interesante. Sin embargo, McCann es demasiado
modesto. Lameth, el Mesías Oscuro de los Vástagos, ha sido
considerado desde hace mucho tiempo como el alquimista supremo de
la historia. McCann conoce muchos de los secretos de su mentor.
Hemos pasado muchas, muchas horas juntos en mi laboratorio,
tratando de reformular antiguos elixires empleando ingredientes
modernos.
Elisha mantuvo la boca cerrada, pero dejó que sus
pensamientos vagaran libres. A bordo del barco que les llevó desde
Estados Unidos hasta Israel, Madeleine le había entretenido
contándole diversas leyendas sobre el Matusalén de la Cuarta
Generación conocido como Lameth, el Mesías Oscuro. Había sido una
lección fascinante.
Según la versión más ampliamente aceptada de la leyenda,
Lameth había sido un poderoso mago atlante Abrazado hacía muchos
miles de años por un Antediluviano. Buscando alivio de la sed de
sangre que acosaba a todos los vampiros, había inventado un elixir
mágico capaz de inducir artificialmente la Golconda. Beber aquella
poción producía la paz interior que buscaban muchos de los Hijos de
Caín. Tal poción podía ser la salvación de los Condenados. Sin
embargo, en vez de compartir su descubrimiento con el resto de los
suyos, Lameth dividió el elixir con su amante, Anis, y después
destruyó la fórmula. Ambos vampiros desaparecieron de la vista y no
volvieron a aparecer jamás. La traición de Lameth nunca llegó a ser
explicada. A lo largo de los siglos fue conocido como el Mesías
Oscuro, ya que solo él poseía el secreto de la salvación de su
raza.
Elisha, que sabía que el tiempo y la historia tendían a
distorsionar los hechos, sospechaba que en aquella leyenda solo
había una pequeña parte de verdad. Sin embargo, no podía sino
preguntarse si, miles de años después, Lameth se lo estaba
volviendo a pensar.
–Basta de hablar del pasado -dijo McCann molesto. Como
siempre, cada vez que las conversaciones giraban hacia el Mesías
Oscuro parecía ansioso por cambiar de tema-. Tenemos que hablar del
presente. Estoy especialmente preocupado por un vampiro que se hace
llamar la Muerte Roja. ¿Fuiste capaz de descubrir algo sobre su
paradero?
–Me temo que no -dijo Horus-. Se ha hablado mucho de él desde
que se anunció el Cónclave, pero no hay hechos.
–¿Cónclave? – preguntó el detective-. ¿De qué estás
hablando?
–Suponía que lo sabías -respondió Horus-. Es evidente que
estaba equivocado. Karl Schrekt, el Justicar Tremere, ha llamado a
los más poderosos Vástagos de Europa a un Cónclave la próxima
semana en su castillo de Austria. El tema de la reunión será la
Muerte Roja.
McCann silbó.
–Un Cónclave con la élite de la Camarilla como invitados.
¿Qué mejor lugar para que la Muerte Roja y los suyos lleven a cabo
sus diabólicos planes?
–¿Crees que el monstruo se atrevería a atacar el poder
combinado de decenas de vampiros? – preguntó Horus-. Por mucho que
odie a los Hijos de Caín, respeto su poder. Enfrentarse a ellos en
grupo sería un suicidio.
El detective asintió.
–Estoy de acuerdo, pero la idea es clara. – Sus rasgos se
torcieron con enfado-. El momento es el adecuado. La Muerte Roja y
los Hijos de la Noche del Terror están rodeados por demasiados
misterios. Deben tener un plan, pero no tengo ni idea de cuál puede
ser.
–Fui capaz de descubrir algo sobre la situación en Australia
-dijo el príncipe.
–¿Los asesinatos? – preguntó el detective.
Durante el curso de la primera reunión en casa de Rambam,
Dire McCann había descrito los extraños sucesos en Australia, Rusia
y Sudamérica. Los Nictuku se habían alzado en aquellos tres
lugares. El más peligroso de ellos era Baba Yaga, la Bruja de
Hierro, que había retomado el control en Rusia y que amenazaba a
los Vástagos de Europa Occidental. Igualmente terroríficos, pero
mucho menos activos, eran Nuckalavee, el Desollado, y Gorgo, La Que
Aúlla en la Oscuridad.
–Justo después de tu llamada telefónica -dijo Horus-, envié
tres agentes desde Brisbane a Darwin. Tenían instrucciones
estrictas para investigar los asesinatos pero por lo demás no
intervinieron. Lo último que quería era que un monstruo vampírico
conocido por los aborígenes como "el Devorador de Calaveras" los
matara.
–Nuckalavee era considerado el menos inteligente de los
Nictuku -dijo McCann-. Solo era remotamente humano antes de ser
Abrazado por Absimiliard. Después se convirtió en una abominación
destructora y atacaba a cualquiera que se cruzara en su camino,
vivo o no-muerto.
–Un total de cuarenta y siete personas fueron asesinadas en
el transcurso de tres días -dijo Horus-. Cada noche, a pesar de las
elaboradas medidas de seguridad, los colonos de los distritos
exteriores eran cazados en sus hogares, así como todos los animales
de la zona. En todos los casos la cabeza de las víctimas era
arrancada del cuerpo con el mordisco de unos dientes gigantescos.
No se encontró rastro alguno de los cráneos.
–Ni se hallará -aseguró McCann.
–Las muertes terminaron tan abruptamente como empezaron. Tres
noches de locura y se acabó. No se halló pista alguna sobre la
identidad del asesino. Dos días después de la última muerte, los
aborígenes que habían bajado hasta Darwin en un éxodo masivo
comenzaron a regresar a casa. El gobierno local, por supuesto,
trató de llevarse el crédito por la marcha de los nativos. Sin
embargo, mis agentes dejaron claro en sus informes que el motivo no
tuvo nada que ver con la política. De algún modo, los aborígenes
sintieron que el peligro había pasado. Nuckalavee había regresado
al letargo y podían marcharse con seguridad.
–Ha vuelto a su tumba bajo las Cordillera Macdonell -dijo
McCann-. Una historia muy extraña.
–Las noticias sobre el horror al que has llamado Gorgo son
mucho más inquietantes -dijo Horus-. Mis agentes en Sudamérica no
han encontrado rastro alguno de ella en Buenos Aires. No hay duda
de que acabó con toda la población vampírica de la ciudad para
luego desaparecer. No dejó pista alguna sobre su siguiente
paradero. El monstruo sigue libre. Si fuera tú, me cuidaría
cuidadosamente las espaldas.
–¿He de asumir que no regresó a su tumba como
Nuckalavee?
Horus negó con la cabeza.
–No. Mis hombres lo comprobaron. Las cavernas son el lugar de
un importante proyecto arqueológico, y cualquier problema en la
zona hubiera sido detectado. Sin embargo, sí descubrieron algo que
encontrarás interesante.
–Malas noticias, con toda seguridad -dijo
McCann.
–¿Cómo no? – rió el príncipe sin humor-. Los científicos en
la excavación quedaron sorprendidos por un pequeño misterio en la
entrada de la red subterránea. Fotografías de la zona tomadas hace
cinco años muestran una pequeña colina que cubre un pasadizo
descendente. Por eso no se descubrieron hasta hace poco los
túneles: estaban ocultos a la vista. Sin embargo, no existe
información alguna sobre otra expedición en la zona. Quienquiera
que rompiera el sello de las cuevas, lo hizo y se
marchó.
–La Muerte Roja nunca haría algo así -dijo McCann-. Él y su
progenie temen a los monstruos. Creen que su regreso señala la
llegada del Apocalipsis. Sin embargo, si los Hijos de la Noche del
Terror no los liberaron, ¿quién fue?
–Lo mejor de los Vástagos -dijo Horus-, es que, no importa el
crimen, siempre hay numerosos sospechosos.
–¿Qué hay de Baba Yaga? – preguntó McCann, sacudiendo la
cabeza como sin tratara de apartar aquella información de su
mente-. ¿Sigue también libre? Ya que estamos puestos, prefiero oír
todas las malas noticias a la vez.
–No seas demasiado pesimista, McCann -dijo el príncipe-. La
Bruja de Hierro está teniendo muchas dificultades para controlar
las Repúblicas Soviéticas. Baba Yaga y sus servidores permanecen
firmemente anclados en el pasado. Son incapaces de tratar con una
población que quiere cambios inmediatos. Mis agentes me informan de
que se está preparando la revolución en varios estados rusos clave.
En los meses venideros van a darle problemas a la bruja. Yeltsin no
es un líder fuerte, y la Mafia ya ha establecido un poderoso
sindicato del crimen en Moscú. El Ejército de la Noche no es tan
poderoso como muchos creen. Tiene problemas para encargarse de los
Tremere… y de los Garou.
Horus sonrió con satisfacción.
»La Bruja de Hierro va a aprender una lección que los
usurpadores han descubierto a lo largo de la historia. Robar una
corona es fácil. Lo complicado es conservarla.
–Y lo dice alguien que ha tenido una gran experiencia en
tales asuntos -dijo el detective, relajando el
ambiente.
–Si no fuera por las maquinaciones del Corruptor y sus
lacayos -dijo Horus solemne-, Egipto aún gobernaría el mundo bajo
mi guía. – Su expresión orgullosa dejaba claro que no estaba
bromeando.
–Mejor tú que la Muerte Roja -respondió McCann-. Si no
descubro los próximos movimientos del monstruo me temo que eso
podría pasar… aunque el mundo también podría verse consumido por
las llamas.
–Te teme, McCann -dijo Horus-. El monstruo y su progenie
sienten que amenazas sus planes. Descubre el motivo y descubrirás
sus planes.
–Por desgracia -dijo McCann-, eras mi última y mejor
esperanza en ese aspecto. No tengo la menor idea de dónde encontrar
al monstruo, y si no doy con él nunca podré
detenerlo.
–Sé muchas cosas -dijo Horus-, pero hay otro cuyo
conocimiento de los recientes acontecimientos sobre tu raza
empequeñece los míos. Aunque esta misteriosa figura trata de
permanecer oculta, a lo largo de los años la he detectado acechando
en las redes informáticas, escamoteando información del mismo modo
que yo hago con cientos de fuentes diferentes. Es un maestro sin
igual a la hora de robar secretos.
–¿Es hombre o vampiro? – preguntó el
detective.
–No estoy seguro. Sin embargo, parece especialmente
interesado en las transmisiones relacionadas con los antiguos de
los diferentes clanes. Por lo que sé, yo diría que se trata de uno
de los Condenados.
–¿Conoce su nombre? – preguntó Elisha.
–No -admitió el príncipe-. Es un fantasma en la red. Sin
embargo, comprobando cuidadosamente el sistema de retransmisión
europeo, he sido capaz de situar su morada en una ciudad
determinada.
–¿Cuál es? – preguntó McCann.
–París -dijo Horus-. Ese escurridizo fantasma que habita en
el cibermundo vive en París.
–Qué conveniente -sonrió Dire McCann-. Ese es nuestro próximo
destino.
–¿Ha estado alguna vez en el interior del Palacio de la Ópera
de París, señor Jackson? – preguntó Alicia mientras el maitre en el Café de la Paix les conducía hasta su
mesa.
–No puedo decir que sí, señorita Varney -respondió el
guardaespaldas, contemplando el enorme edificio al otro lado de la
calle-. Nunca fui un gran aficionado a la ópera. He estado en París
algunas veces en el transcurso de mis viajes, pero nunca había
visitado esta zona. – Observó la carta y no pudo reprimir un
escalofrío-. Demasiado caro para mí, debo admitir.
–El dinero no puede comprar la felicidad -sonrió Alicia-,
pero ayuda a hacer soportable el sufrimiento. Creo que beberé
champaña. ¿Le apetece un vaso de vino?
–Tomaré una cerveza -dijo Jackson-. ¿Tendrán galletitas
saladas?
–Nos quedaremos con un aperitivo de pastel de trufa de paloma
caliente y algo de pan -dijo Alicia con firmeza-. Es una
especialidad del restaurante. Necesitas algo de cultura en tu vida,
Jackson.
–Hasta ahora me ha ido bastante bien -dijo el guardaespaldas
sonriendo-. Estoy seguro de que no me contrató por mi gusto
refinado o por mi temperamento civilizado.
–Bienvenidos al Café de la Paix -interrumpió el camarero en
inglés. Era evidente que los había considerado turistas por su
vestuario. El hombre parecía cansado y aburrido-. ¿Ya saben lo que
desean, madame?.
–Así es -respondió Alicia en un perfecto francés. Había
pasado varias vidas en aquella ciudad. Tras decirle lo que
deseaban, observó al camarero con los ojos entrecerrados-. Y no
piense ni por un momento en servirme la basura barata que reservan
para los turistas. Espero un Chateau Phelan Segur del 79, y me
sentiré muy molesta si se le ocurre servirme otra cosa. – Se detuvo
un instante y observó a Jackson-. Lo que es más importante, mi
amigo también se sentirá muy insultado, y no se toma los deslices
con muy buen humor.
Jackson mostró un rostro de muy pocos amigos. Cuando quería,
podía tener un aspecto muy amenazador. El camarero se escabulló
rápidamente, con la cara blanca.
–¿Era necesario? – preguntó Jackson-. Me dijo que éste era un
restaurante de categoría.
–En París nunca está de más ser precavido -dijo Alicia-. La
gente tiende a pensar que vivir aquí te hace superior al resto del
mundo. Si no sacudes un poco el látigo se te suben a las barbas,
incluso en el mejor establecimiento de toda la
ciudad.
–¿Qué me decía sobre el Teatro de la Ópera?
–Es un lugar maravilloso -dijo Alicia-. He pasado muchas
horas felices en días pasados oyendo a los mayores cantantes del
mundo actuar aquí. Ahora se ha convertido en una atracción para
turistas y en un museo, con algún ballet ocasional. Aún merece la
pena verlo, aprecies o no el arte, El escenario principal es el
mayor del mundo, y puede albergar a cientos de intérpretes al mismo
tiempo. Además, el inmenso vestíbulo y la famosa escalera de mármol
también son impresionantes.
Jackson se encogió de hombros.
–Se dice que hay un fantasma en el edificio.
–He oído historias similares -dijo Alicia-. Todos los que
visitan París descubren antes o después la leyenda del Fantasma de
la Ópera. Es una historia interesante. Lo más curioso es que
existe una red de catacumbas que
supuestamente recorre toda la ciudad. Nadie está seguro de quién la
construyó, y los túneles nunca han llegado a ser explorados por
completo. Los pocos que lo han intentado han desaparecido en
circunstancias misteriosas. El director del Teatro de la Ópera se
ha negado durante años a permitir que nadie entre en los pasadizos,
temiendo por la mala publicidad. Sigue siendo uno de los mayores
misterios de París.
–¿Por qué sospecho que me está contando todo esto por algún
motivo? – preguntó Jackson.
La llegada de las bebidas y el pastel de trufa de paloma
detuvo un instante la conversación. El champaña recibió la
aprobación de Alicia, aunque Jackson estaba menos impresionado con
el aperitivo y el pan.
–Un amigo cercano me dijo que en esas catacumbas vive un
viejo vampiro -dijo Alicia-. Nadie conoce mucho sobre él, salvo que
supuestamente sabe muchísimo sobre la historia de los Vástagos. Su
nombre es Phantomas, y comparte su dominio con miles de ratas de
alcantarilla.
–Qué agradable -comentó Jackson sarcástico.
–¿Recuerdas cuando fui a visitar a Madame Zorza, la gitana
adivinadora? Me dijo que el hombre rata conocía la respuesta, pero
que nadie le había hecho la pregunta. Necesito dar con él y
descubrir qué secretos guarda sobre la Muerte
Roja.
–¿Está pensando en que bajemos por esos túneles? – preguntó
Jackson-. Odio arrastrarme por las alcantarillas.
–No te preocupes -respondió Alicia-. Esta misión es mía. Sin
embargo, no voy a ir sola. Tenemos una cita con Dire McCann en este
restaurante mañana o pasado. Quiero hablar con él antes de tomar
una decisión precipitada. Vagar por los túneles tampoco es mi idea
de una noche agradable, pero el señor McCann me hará
compañía.
–Qué extraña coincidencia que se reúna con McCann justo
frente al Teatro de la Ópera, donde supuestamente vive su presa
-dijo Jackson-. Es sorprendente el modo en el que a veces funcionan
las cosas.
Alicia sonrió.
–No creo en las coincidencias en un mundo lleno de
manipuladores invisibles, Jackson. Sin embargo, debo admitir que
parece que el destino ciego me ha arrastrado hasta
aquí.
–No solo a usted, señorita Varney, por lo que veo. – dijo
Jackson, señalando con una ceja enarcada a tres grandes figuras
sentadas en una mesa cercana-. Esos tipos tienen el carné de la
Mafia tatuado por todas partes. He visto a un número sorprendente
de agentes de la Cosa Nostra en la ciudad. Normalmente suelen
mantenerse ocultos. ¿Existe la posibilidad de que alguien les haya
comentado su visita? Es usted una de las chicas favoritas de Don
Caravelli, y le encantaría verla debajo de una lápida, o metida
dentro de un bloque de hormigón.
–Tuve un cuidado exquisito de no comentar con nadie nuestro
destino, salvo con mi amigo en Nueva York, y estoy segura de poder
confiar en él.
–Bueno, igual que usted no cree en las coincidencias, yo
tampoco lo hago cuando tiene que ver con gángsteres. Los matones de
la mesa nos miraron antes y no reaccionaron, de modo que supongo
que nuestros disfraces funcionan. Hay un teléfono en la parte
trasera del restaurante. Voy a hacer unas cuantas llamadas para ver
qué puedo descubrir.
–Me beberé mi champaña, comeré algo de pastel y me empaparé
de París -dijo Alicia-. Tómate el tiempo que
necesites.
Jackson regresó a la mesa diez minutos después. Por la
expresión seria, Alicia supo que no traía buenas
noticias.
–Nada demasiado claro -dijo el guardaespaldas-. Tampoco
esperaba algo concreto. Con la Mafia, todos son rumores. Don
Caravelli controla muy en corto a los suyos, y nadie se atreve a
revelar sus secretos si tiene algún interés en seguir
vivo.
–El Capo de Capi es un líder excepcional -dijo Alicia,
sonriendo como si un pensamiento pasajero le pasara por la cabeza-.
No está lastrado por algunos rasgos humanos como el perdón o la
misericordia.
–Sí -dijo Jackson-. Es un maldito hijo de puta. Toda su
organización le tiene un miedo mortal, y cuando miras quiénes son
sus líderes eso significa mucho.
–¿Qué rumores hay?
–Hubo una gran reunión la otra noche en la fortaleza del Don
en Sicilia a la que acudieron todos los jefes menores. Según lo que
me han dicho, Don firmó la sentencia de muerte de dos
personas.
–¿Dos? -repitió Alicia-. Estás
subiendo posiciones, Jackson.
–No, yo no -dijo el guardaespaldas-. No he conseguido
nombres, pero uno de ellos es una mujer que sonaba a usted. No me
sorprende. El otro era un hombre, un detective americano con
contactos entre los Vástagos.
–Dire McCann -comentó Alicia, torciendo el gesto-. ¿Qué
motivos puede tener Don Caravelli para cazar a
McCann?
–Por todo lo que me ha dicho en el pasado, me aventuraría a
decir que el Capo ha unido sus fuerzas a las de su amigo, la Muerte
Roja.
–Un pensamiento deprimente que probablemente sea correcto
-dijo Alicia. Estaba realmente enfadada-. Primero Melinda Galbraith
y ahora Don Caravelli. ¿A quién más piensa reclutar ese
monstruo?
–Desde luego, ha movilizado una gran potencia de fuego para
acabar con dos personas -dijo Jackson-. Pero claro, la Muerte Roja
voló por los aires el Depósito de la Armada de Washington para
destruirles a usted y a McCann, y no tuvo éxito.
–Somos difíciles de matar -respondió Alicia con una
sonrisa.
–Oí otra historia interesante de nuestros contactos -dijo
Jackson-. No estoy seguro de si tiene alguna relevancia para su
situación, pero supongo que debería mencionarlo.
–Espera -dijo Alicia, levantando una mano para atraer la
atención de un camarero-. Me he quedado sin champaña, y cuando
pones esa voz es que voy a necesitar otra copa. ¿Quieres más
cerveza?
–No estaría mal -respondió Jackson-. Y algo sólido para
comer. Ese pastel de paloma estará muy bien para la nobleza, pero
yo necesito comida de verdad.
Alicia pidió y volvió a recostarse en la silla con una mirada
decidida.
–Muy bien, oigamos el resto.
–Algo muy extraño pasó en Marsella hace dos noches -dijo
Jackson-. Once personas desaparecieron sin dejar rastro en el curso
de unas pocas horas. Se desvanecieron de sus casas y trabajos.
Nadie vio ningún secuestro, nadie oyó nada extraño, pero han
desaparecido. Incluso en un infierno como Marsella, eso es un
récord muy alto para una sola noche. Todas las víctimas tenían algo
en común: era gente de hábitos nocturnos. Trabajaban de noche y
nunca se les veía durante el día.
–¿Vampiros? – preguntó Alicia.
–Parece bastante probable -respondió Jackson-. Mis fuentes no
especificaban nada al respecto. La policía está tratando de culpar
de todo a las guerras de bandas, pero nadie se lo cree. Además,
está lo del barco.
–¿El barco? – pregunto Alicia-. No me gusta tu
melodramatismo, Jackson. ¿Qué barco?
–Unas pocas horas antes de las desapariciones, un barco de
carga procedente de Sudamérica llegó al puerto. Fue una sorpresa
para los operarios, ya que no se esperaba entrada alguna. Cuando la
policía subió a bordo encontró al capitán y a tres marineros
muertos en sus camarotes, y al resto de la tripulación aturdida y
confusa. No fui capaz de conseguir detalles sobre las muertes, pero
asumo que no se trató de causas naturales. Los demás marineros no
tenían ni la menor idea de dónde estaban o de porqué estaban allí.
No recordaban haber cruzado el Atlántico, y ninguno sabía cómo
habían muerto el capitán y los otros. Es una historia extraña.
Puede que no esté relacionada con las desapariciones, pero muchas
veces usted ha dicho que no existen las
coincidencias.
–El barco llegó de Sudamérica -dijo Alicia. Recordó una
terrible declaración durante una charla hacía dos semanas en el
Depósito de la Armada de Washington-. ¿Dijeron tus fuentes de qué
zona?
–De Buenos aires -respondió Jackson-.
¿Importa?
–Importa -dijo Alicia sombría-. Vaya si importa. Un nuevo
jugador acaba de entrar en liza. Espero que McCann llegue pronto.
Necesitamos encontrar a ese vampiro llamado Phantomas cuanto antes,
porque ya no somos los únicos que queremos dar con
él.
que se me había
preparado…
Edgar Allan Poe
"El Pozo y el Péndulo"
–Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que compartimos
una botella de vino en un café de París -dijo Dire McCann mirando a
Alicia Varney desde el otro lado de la mesa. Sonrió-. Parece una
eternidad.
–Casi -rió Alicia suavemente mientras probaba su vaso. El de
McCann ya estaba vacío-. Han pasado más de cien años. El precio del
champaña ha subido muchísimo desde entonces.
–Tienes el mismo aspecto radiante de siempre -dijo el
detective-. Algunas mujeres envejecen bien. Tú lo haces de forma
exquisita. Por supuesto, siempre has sido
una belleza.
–La Reina de la Noche tiene una reputación que mantener -dijo
Alicia con tono presumido-. Debo decir que tu gusto en humanos es
bastante consistente a lo largo de los milenios. Alto, oscuro y
guapo, con un pequeño toque siniestro. A pesar de pequeñas
diferencias, nunca he tenido problemas para reconocerte como
mortal.
McCann frunció el ceño.
–Eso me dijiste en Washington. Necesito corregir eso. Ser
predecible es peligroso.
Estaban sentados en una mesa para dos en la acera frente al
Café de la Paix. El aire de la noche era fresco y agradable.
Faltaba una hora para la medianoche y el lugar estaba lleno de
clientes. A pocas mesas a su izquierda, sumidos en una conversación
privada, estaban Elisha Horwitz y Madeleine Giovanni. A unos doce
pasos a su derecha se sentaban Flavia y Jackson, inmersos en una
discusión técnica sobre sus modos favoritos de matar. Era primavera
en París, y el amor y la muerte flotaban en el
ambiente.
McCann y su séquito habían llegado al café poco después de
las diez de la noche. Alicia y Jackson ya estaban allí, cenando un
pato asado con miel especiada, pan francés y la inevitable botella
del mejor champaña de la casa. Una vez hechas las presentaciones, y
a pesar de las protestas de las dos vampiras, decidieron separarse
en tres grupos. McCann y Alicia querían hablar en privado, y no
iban a permitir negativas. Un buen soborno al maitre aseguró que
todos estuvieran bastante próximos.
El detective y la mujer habían pasado la última hora
describiendo sus aventuras desde la explosión en el Depósito de la
Armada. Alicia habló de sus encuentros con los secuaces de Melinda
Galbraith, omitiendo cuidadosamente cualquier mención a Walter
Holmes. McCann le habló de sus reuniones con Rambam y de las
revelaciones del mago sobre las monstruosas criaturas de fuego
conocidas como los Sheddim. No aludió a su encuentro con Horus. Los
dos sabían que se estaban ocultando información sobre los últimos
días, pero también que no habían omitido nada importante. McCann y
Alicia confiaban el uno en el otro… hasta cierto
punto.
–Incluso Lameth, el Mesías Oscuro, puede caer en un patrón de
comportamiento -dijo Alicia mientras se acercaba y acariciaba la
mejilla de McCann-. En cierto modo, encuentro esa idea
reconfortante. Te hace parecer algo menos
inhumano.
–Haces que parezca diabólico -sonrió McCann.
Alicia asintió.
–Lo eres. Como Anis y Lameth, nos conocemos desde antes del
comienzo de la historia escrita. Hemos sido amantes y conspiradores
durante siglos. Compartiste conmigo, y solo conmigo, tu mayor
descubrimiento, la poción que te otorgó el título de Mesías Oscuro.
Sin embargo, a pesar de todo eso, siempre he sabido que hay
secretos que te guardas para ti mismo. De todos los maquinadores en
una raza de maquinadores, siempre has sido el más enigmático y
misterioso. A lo largo de los siglos nada de eso ha cambiado, te lo
aseguro. Encuentro bastante frustrante tu capacidad para resistirte
a mí, y terriblemente inhumana.
El detective rió con suavidad.
–Ya hemos tenido antes esta conversación. La última vez, si
no me equivoco, fue en este mismo café, hace poco más de un siglo.
Mi respuesta ahora es la misma que la de entonces. Sé paciente. En
el momento adecuado, todos mis secretos serán revelados y todas tus
preguntas tendrán respuesta.
Alicia sonrió burlona.
–Eso puede valer para una campesina, pero no para una reina.
Me ofreces una respuesta que no lo es. ¿En el
momento adecuado? -repitió, riéndose de las palabras-. ¿Cuándo
será eso, amor mío? ¿Un momento antes de la Gehena? – Se inclinó
hacia delante, con los ojos brillantes-. Escucha, McCann. La Muerte
Roja ha demostrado lo que un Matusalén decidido de la Cuarta
Generación puede hacer. Imagínate dos juntos. Casi todos los
grandes están muertos o en letargo. Si trabajamos juntos de nuevo,
combinando nuestros poderes, podríamos alcanzar el control de la
Camarilla y del Sabbat. Los dos nos dirigimos por separado hacia el
mismo objetivo. Como compañeros, podríamos reinar supremos sobre
los vivos y los no-muertos.
–Quizá -dijo McCann. Su expresión era severa e inflexible-.
¿Pero a qué precio? ¿La destrucción de la Mascarada? ¿La muerte de
miles, puede que de millones? ¿El Infierno en la Tierra, o algo
peor? No estoy dispuesto a asumir ese riesgo. No soy la Muerte
Roja, y nunca lo seré.
Alicia torció el gesto, arrugando molesta la
nariz.
–Así que planeas obtener el control del mundo cuidadosamente
mediante las altas finanzas. En vez de conquistar la Tierra,
quieres comprarla.
–Mientras tú, anclada sobre tu telaraña, esperas poder
robarla -dijo sarcástico el detective.
Alicia abrió la boca sorprendida.
–¿El Sindicato del Crimen? ¿Lo sabes?
–Por supuesto -dijo McCann lanzando un suspiro-. Soy un
detective, ¿recuerdas? Dame algo de crédito. Hace años que soy
consciente de tu control sobre el crimen organizado en América.
Estructuraste la jerarquía de la organización del mismo modo en el
que operaban los gremios de ladrones en la Edad Media. Como
dijiste, tendemos a pensar en patrones.
–Un buen punto -dijo Alicia-. Tendemos a ver las faltas en
los demás, pero nunca en nosotros mismos.
–Si eso es cierto con dos maravillas como nosotros -dijo
McCann con buen humor-, imagínate cómo será con la Muerte Roja. El
exceso de confianza de ese monstruo significará su
destrucción.
–Puede ser confiado -dijo Alicia-, pero tiene buenos motivos.
De momento, nuestra oposición a sus planes consiste básicamente en
permanecer con vida.
–Nuestra hora se acerca -respondió McCann-. La Muerte Roja ha
tratado desesperada de eliminarnos, y tiene razones para ello.
Nuestra furia acabará con él.
–Este Phantomas, el hombre rata, es la clave -dijo Alicia-.
Él conoce las respuestas.
–¿Aún sigues visitando a la adivinadora? – preguntó McCann-.
Me sorprende que creas en sus absurdas
predicciones.
–Búrlate si quieres, pero he descubierto que sus profecías
son de lo más acertado.
–Una vez las descifras -sonrió McCann-. Si no recuerdo mal,
eso llevaba varios años…
–Tiende a hablar de forma oscura -se defendió Alicia-.
Escucha. A ver qué piensas de estas frases.
–Trece, tres y uno -comenzó,
repitiendo palabra por palabra la advertencia de la gitana-.
Los números siempre importan. Muchos no son lo
que parecen. Los números siempre importan. La respuesta está en el
pasado. La respuesta está en el futuro. Los niños se dedican a su
juego. Las reglas no tienen orden. Los números siempre importan. El
hombre rata tiene la respuesta, pero no se le ha preguntado. Y,
sobre todo, los números siempre importan.
McCann parpadeó.
–¿Eso es todo? – preguntó serio-. No tiene
sentido.
Alicia rió.
–Eso mismo pienso yo. Le dije lo mismo cuando me lo soltó.
Desde entonces he pensado mucho en ello, y el significado parece ir
cobrando sentido poco a poco.
–Empieza -dijo McCann.
–Algunos son muy fáciles -dijo Alicia-. Trece, tres y uno,
por ejemplo, no tiene más misterio. Son los números místicos que
definen nuestra raza. Un vampiro, Caín, sus tres chiquillos y sus
trece descendientes, fundadores de los clanes originales. Si los
números siempre importan, la afiliación del clan debe ser muy
importante para el secreto de la Muerte Roja.
McCann se encogió de hombros.
–De acuerdo. Me parece un poco forzado, pero es adivinación.
Ninguno de los dos hemos podido determinar la línea a la que
pertenece ese monstruo. Evidentemente, como ciertos rasgos son
comunes a líneas de sangre específicas, esa información sería muy
valiosa para enfrentarnos a él. Sigue.
–"Muchos no son lo que parecen" -dijo Alicia-, parece
referirse al hecho de que hay cuatro Muertes Rojas, y no solo una.
El número importa. Los demás monstruos casi significaron nuestra
destrucción. Como duplicados, desde luego no eran lo que
parecían.
–Puede ser -dijo McCann-. Puede que no. Estoy menos
convencido con esa línea. ¿Qué mas?
–Que la respuesta esté en el pasado y en el futuro es
bastante claro -dijo Alicia-. Estamos luchando por el control del
futuro. El secreto para derrotar a la Muerte Roja se encuentra en
el pasado, en el descubrimiento de su historia. No solo necesitamos
descubrir el nombre de su sire, sino algunos de sus
antecedentes.
–Te lo concedo -dijo McCann-. Rambam ya nos dio parte de la
información con su advertencia sobre los Sheddim. La estrategia
básica dicta que necesitas conocer a tu enemigo antes de
aplastarlo. Eso es claramente cierto sobre cualquier miembro de la
Cuarta Generación.
Sonrió.
–Las siguientes líneas son mías. Los
niños se dedican a su juego. Las reglas no tienen orden. Reuben
y Rachel son los niños, y participan claramente en un juego sin
reglas fijas: la Yihad.
–Supuse lo de la Yihad -dijo Alicia-, pero-, ¿cómo considerar
niños a nuestros misteriosos benefactores?
–En casa de Maimónides comprendí por fin la verdad -dijo
McCann-. Un comentario casual que hizo me situó en la dirección
correcta. Reuben y Rachel son aparecidos, hijos de un ghoul. Sus
poderes los han heredado directamente de su padre, que obtuvo su
fuerza del vampiro al que servía.
–¿Aparecidos? – dijo Alicia-. ¿Qué aparecidos poseen
habilidades mayores que las de la mayoría de los
Vástagos?
–Piensa en su padre -dijo McCann-. Dime quién es el ghoul más
poderoso que haya existido jamás.
Una expresión extraña pasó por la cara de
Alicia.
–El otro hermano de Caín, Seth -dijo con un susurro-. El
ghoul de Caín. Por eso tenían un aspecto tan familiar. Recuerdo
haber visto cuadros y estatuas de él en la Segunda
Ciudad.
–Una figura casi tan misteriosa como el Tercer Humano -dijo
el detective-. Supuestamente fue el primer mago, nombrado protector
del ganado en las leyendas vampíricas. No ha sido visto desde hace
siete mil años. Nadie conoce su destino. Se asumió hace mucho que
ya no está involucrado en los asuntos de los Vástagos, aunque puede
no ser así.
–O puede que sus hijos estén persiguiendo metas propias -dijo
Alicia.
–Sean cuales sean sus motivos, Reuben y Rachel son
decididamente los niños. El juego, como dije, es la
Yihad.
–El hombre rata conoce la respuesta -siguió Alicia-. Pero no
se le ha preguntado.
–Quizá tengas razón -dijo McCann-. Puede que Madame Zorza nos
esté situando en la dirección correcta. Una fuente fiable me ha
dicho que Phantomas conoce los secretos más profundos de los
Condenados.
–Yo he oído lo mismo de otro informador bastante seguro
-interrumpió Alicia.
–Como dije, la Muerte Roja nos teme. Eso significa que no es
invencible.
–Si pudiéramos descubrir su línea de sangre -dijo Alicia-,
sospecho que todas nuestras respuestas quedarían
contestadas.
–Asumiendo que Phantomas conozca el linaje de la Muerte Roja
-dijo McCann-, parece posible que el monstruo pueda ser derrotado
antes de que consiga terminar sus planes…
–…en el consejo de la jerarquía del Sabbat la próxima semana
en Nueva York -terminó Alicia.
–…o en el Cónclave de los antiguos Vástagos en Linz, Austria,
también la próxima semana -respondió McCann.
–Qué extraña coincidencia que dos reuniones tan importantes
tengan lugar la misma noche -señaló Alicia.
–Entre los no-muertos no existen las coincidencias
-declararon los dos solemnes al mismo tiempo, estallando en
carcajadas.
–Sospecho que estamos de acuerdo en cuándo planea la Muerte
Roja su golpe -dijo el detective.
–Por supuesto. El monstruo espera alcanzar el control de la
Camarilla y del Sabbat en esas dos reuniones paralelas. Todos sus
planes, todos sus ataques, han ido encaminados a obligar a los
líderes de ambos cultos a reunirse más o menos en el mismo momento.
Cualquier maldad que esté preparando se producirá entonces, salvo
que logremos detenerle antes de que actúe.
–Si no lo hacemos -dijo McCann-, los verdaderos vencedores
serán los Sheddim. Antes o después, la Muerte Roja o uno de sus
lacayos volverá a invocar a los demonios y el mundo será engullido
por las llamas.
Alicia sintió un escalofrío.
–Tengo ambiciones -declaró-, igual que tú. ¿Qué sentido tiene
gobernar un paisaje de cenizas? La Muerte Roja está
loca.
–Él y su progenie, los Hijos de la Noche del Terror, tienen
tanto miedo de los Antediluvianos que no alcanzan a ver la amenaza
que representan sus impíos aliados.
–Qué irónico -dijo Alicia-. Buscando salvar a la raza
Cainita, la Muerte Roja y sus chiquillos están a punto de
destruirla. Ur nos salve de tan nobles esfuerzos.
–¿Ur? – repitió McCann sonriendo-. Hace mucho, mucho tiempo
que no apelabas al dios de tu niñez.
Alicia asintió lentamente y se humedeció los
labios.
–Siglos -dijo-. Puede que más aún. – Su frente se arrugó
pensativa-. A veces me pregunto exactamente hace cuánto. ¿Tú no,
McCann?
–¿Qué? – preguntó el detective-. No estoy seguro de saber lo
que quieres decir. Nunca veneré a Ur, ni viví en la ciudad que
llevaba su nombre.
–¿Cuánto tiempo ha pasado desde que fui una princesa de la
magnífica ciudad de Ur? – preguntó Alicia-. ¿Cuánto desde que tú
fuiste uno de los mayores hechiceros de Atlantis? En aquellos
tiempos éramos amantes, antes de que ninguno de los dos fuera
Abrazado. Nuestro romance era legendario. ¿Cuándo sucedieron
exactamente aquellos días? ¿Lo recuerdas?
El detective abrió la boca para responder, pero la cerró sin
decir nada. Pasó un minuto antes de que volviera a
hablar-.
–Casi seis mil años.
–¿Sesenta siglos? – preguntó Alicia, sacudiendo la cabeza-.
Es que hace mucho tiempo. Sin embargo, recuerdo perfectamente el
momento en el que bebí tu poción, el elixir de Lameth, en la
Segunda Ciudad. Aquélla fue la noche en la que te conté mi plan
para destruir a mi sire, Brujah, seduciendo a Troile y
persuadiéndole para que cometiera diablerie.
McCann asintió con una extraña expresión. Su voz sonaba
diferente, distante.
–Aquel momento estará grabado en mi memoria para siempre
-dijo-. Nunca olvidaré la conversación.
–¿En serio? – respondió Alicia con la voz súbitamente fría-.
¿Estás seguro, más allá de toda duda, de lo que sucedió en
realidad? No estoy tan convencida. La Segunda Ciudad fue destruida
hace siete mil años, cuando la humanidad se
alzó para rebelarse contra la Tercera Generación. Setenta siglos,
McCann; supuestamente, mil años antes de que ninguno de los dos
hubiera nacido.
–Pero eso no puede ser -dijo el detective-. Vivimos en la
Segunda Ciudad durante cientos de años antes de que lograra dar con
la fórmula adecuada. Brujah era tu sire, Ashur el mío. La rebelión
tuvo lugar, en parte, debido a nuestros esfuerzos por derrocar a la
Tercera Generación.
–O eso creímos -dijo Alicia-. ¿Son fiables esos recuerdos?
¿Puedo haber vivido en la Segunda Ciudad y en la vieja ciudadela
llamada como mi dios, Ur? ¿Es posible que hayas sido un alquimista
de la perdida Atlantis y un hechicero de los Condenados? ¿Estamos
recordando la verdad, McCann, o lo que creemos que es la
verdad?
–¿Piensas que alguien ha jugado con nuestra memoria? –
preguntó el detective.
–Una voluntad férrea puede imponer recuerdos falsos a una
mente inferior -dijo Alicia-. Los dos hemos empleado estas técnicas
con nuestros respectivos peones a lo largo de la historia.
Recuerdan lo que nosotros queremos, no lo que sucedió en realidad.
Su mundo queda reformado según nuestros deseos. Quizá, a lo largo
de los años, nuestros pensamientos hayan sido moldeados de un modo
similar.
–Tonterías -dijo molesto McCann-. Somos los avatares de dos
de los más poderosos vampiros del mundo. Nuestra voluntad no puede
ser quebrada y manipulada tan fácilmente. Cualquier problema que
podamos tener es el resultado del paso de los milenios. Es el
tiempo el que afecta a nuestros pensamientos, no la mano invisible
de los Antediluvianos. Estamos libres de su dominio. Nuestras
mentes nos pertenecen. Nunca lo olvides. Somos
libres.
–Quizá tengas razón -dijo Alicia-. Quizá.
No sonaba muy convencida.
–Nunca antes había visto París -dijo Elisha. Miraba con ojos
asombrados a toda la gente que pasaba por delante del café-. Hay
muchísimas personas para ser esta hora de la
noche.
Madeleine sonrió.
–En realidad, las aceras parecen más vacías de lo habitual.
Hace décadas, cuando el Teatro de la Ópera seguía en
funcionamiento, después de los espectáculos era imposible caminar
por la zona.
–¿Has estado aquí antes? – preguntó el mago.
–Muchas, muchas veces -respondió la vampira-. Los negocios
familiares me trajeron a la Ciudad de las Luces muchas veces entre
las dos guerras mundiales. Había tratos que hacer, contratos que
negociar, enemigos que eliminar… París y yo somos viejos
amigos.
Elisha tembló al pensar en las palabras de Madeleine. A veces
casi olvidaba que no era tan joven como aparentaba… y que su
profesión era matar a los enemigos de su clan.
La Giovanni abrió los ojos disgustada. Extendió el brazo y
puso una mano fría sobre la de él.
–Por favor, Elisha, no me odies por lo que soy. El honor de
mi familia es lo único que me importaba. Hasta que te
conocí.
–¿Puedes leer mi mente? – preguntó sorprendido. No apartó las
manos-. ¿O simplemente soy evidente?
–Eres muy evidente para alguien acostumbrado a leer los
cambios más sutiles en la expresión -dijo Madeleine con una leve
sonrisa-. La tuya no es difícil de comprender. Pocos mortales son
tan honestos con sus sentimientos.
–Soy bastante ingenuo, ¿no? – dijo Elisha, sintiéndose
estúpido-. Decididamente, ni romántico ni atractivo, especialmente
comparado con los hombres sofisticados que habrás conocido a lo
largo de los años.
Madeleine rió, aplaudiendo de alegría. El ruido atrajo
miradas de algunos clientes del Café, que al ver de quién se
trataba, apartaban rápidamente la mirada. Aquella mujer de negro
exudaba una extraña sensación peligrosa. Prestarle atención no
parecía una buena idea.
–Tu impresión sobre mí -dijo-, está alterada por tu afecto.
Mi existencia como la Daga de los Giovanni no es ni romántica ni
satisfactoria. Casi todos los mortales me temen, Elisha, ya que
presienten mi verdadera naturaleza. Aquellos con los que me
encuentro en el transcurso de mis misiones no suelen tener la
oportunidad de deslumbrarme con su encanto. Suelen estar demasiado
ocupados suplicando una misericordia que no les otorgo. Los clanes
de la Camarilla, siempre en guerra, odian a los Giovanni, ya que
temen todo aquello que no pueden comprender. Como nos relacionamos
con la humanidad y tratamos a los mortales con respeto, el Sabbat
nos considera traidores a la raza Cainita.
Se detuvo un momento.
»Dentro de mi propio clan soy una proscrita y una paria.
Atados por tradiciones y creencias de hace muchos siglos, casi
todos los miembros de la familia Giovanni consideran a las mujeres
inferiores. Muy pocas somos Abrazadas, y son menos aún las que
reciben posiciones de autoridad. Aunque nadie se atreve a mostrar
abiertamente su descontento, temiendo la ira de mi abuelo, hay
muchos a los que les gustaría verme destruida. Soy demasiado
poderosa para sus gustos y sospechan que algún día sucederé a mi
sire como maestra del Mausoleo. – Sonrió-. La idea es tentadora,
aunque solo sea por ver sus caras horrorizadas antes de que los
pase a cuchillo.
Elisha se humedeció nervioso los labios. Madeleine solía
hablar de un modo que encontraba desconcertante.
»Lo siento -dijo la vampira, evidentemente reparando en su
expresión-. No pretendía asustarte. No eran más que ideas
pasajeras. Mi abuelo es una figura temible que disfruta del control
que tiene sobre el clan. No hay muchas posibilidades de que llegue
a entregarme algún día su posición, y es más difícil aún que yo
aceptara.
–No me preocupaba -dijo Elisha, aunque tras unos segundos se
encogió de hombros-. Bueno, puede que un poco.
Madeleine ladeó la cabeza y sonrió.
–Tu vaso está vacío -dijo, cambiando abruptamente de tema.
Estaba claro que no tenía muchas ganas de hablar sobre la política
interna de su clan-. ¿Quieres otra coca-cola?
–Sí, por favor -dijo Elisha-. Y algo para comer. Estoy harto
de la comida del avión.
–Tenía un aspecto horrible -respondió Madeleine-. Hasta para
mí. Te pediré algo de postre. El pastel de cacao y pasas con yogur
helado y ralladura de naranja es muy famoso. Estoy segura de que te
gustará.
Elisha asintió. Por suerte, Madeleine hablaba francés, así
como otros once idiomas aparte de su italiano nativo. Sus propios
estudios se limitaban al hebreo y al inglés, así como a un poco de
latín. Mientras ella hablaba con el camarero se dedicó a observar
el paseo atestado. Ahora parecía haber más gente aún que
antes.
–Por si estás pensando en ello -dijo Madeleine suavemente
para que solo él lo oyera-, hay cuatro vampiros a distancia de
ataque. Dos están sentados en una mesa del café y la otra pareja no
deja de andar de un lado para otro, pasando a unos cuatro metros
por la acera. También hay once ghouls fuertemente armados en las
cercanías, algunos en el restaurante y los demás caminando por la
calle. Les apoya más de una decena de humanos normales que deben
ser pistoleros de la Mafia.
La boca de Elisha se secó repentinamente.
–¿Estás segura de que nos buscan?
–Según lo que dijeron la señorita Varney y el señor Jackson,
no puedo imaginar a quién más querrían. Su líder, Don Caravelli,
suele verlo todo en términos de blanco y negro. Éxito o fracaso.
Estoy segura de que sus secuaces no quieren defraudarle. Una vez
confirmen la identidad de Dire McCann y Alicia Varney atacarán. No
tardarán mucho.
–¿En una calle atestada como ésta? – preguntó
Elisha.
–Las vidas inocentes no significan nada para esa escoria
-dijo Madeleine-. Asegúrate de disfrutar de tu pastel de cacao con
pasas. Es más que probable que esta comida sea la última que
pruebes en algunas horas. Por eso creo que es mejor que comas
ahora. Una vez comience la pelea, dudo que tengas tiempo para picar
nada.
Elisha miró a Dire McCann y Alicia Varney. El detective y la
dama parecían estar absortos en su conversación. Ninguno de los dos
prestaba atención alguna a su entorno.
–Son conscientes de la presencia de sus enemigos -dijo
Madeleine, siguiendo la mirada de Elisha-. No dejes que su aspecto
despreocupado te engañe. Los dos están listos para el combate,
igual que Flavia y el señor Jackson. Cuando comience el combate
reaccionarán de inmediato.
–Lo que no comprendo es por qué se reúnen aquí, en espacio
abierto, sabiendo que sus enemigos les están
buscando.
–Dos motivos -respondió Madeleine-. Primero, es evidente que
tienen asuntos importantes que discutir sin demora alguna. Vayan
donde vayan, es más que probable que sean detectados y atacados. Es
más fácil ocuparse del asunto ahora y preocuparse más tarde del
peligro.
Elisha se encogió de hombros.
–Puede ser -dijo-. No estoy seguro de que tenga mucho
sentido. ¿Cuál es el segundo motivo?
–Nunca debes olvidar que Dire McCann y Alicia Varney están
actuando, de algún modo desconocido, como agentes de dos de los más
poderosos vampiros que nunca hayan existido: Lameth, el Mesías
Oscuro, y Anis, Reina de la Noche. Como Matusalenes, estos Cainitas
poseen poderes casi divinos. Están muy cerca de la inmortalidad.
Como jugadores de la Yihad, se consideran a sí mismos amos secretos
del mundo. Ninguno de los dos está muy capacitado para el
compromiso. – Madeleine sonrió y siguió.
»He visto ese mismo tipo de desorden de la personalidad en mi
propio sire, mi abuelo Pietro Giovanni. Los seres tan poderosos se
niegan a amedrentarse por las acciones de los demás. Cuando se les
amenaza, en vez de proceder con cautela se vuelven desafiantes, y a
menudo enojados. Los dos saben que están en el centro de una trampa
de la Mafia, pero no les preocupa. A pesar de su sabiduría, son
sorprendentemente arrogantes. Nada les asusta.
–Es difícil imaginar a Dire McCann desconcertado -dijo Elisha
pensativo-. Siempre parece tan… preparado.
Madeleine asintió.
–Eso es exactamente lo que quería decir -dijo-. Su
autoconfianza suprema no deja sitio para la negociación. Por eso la
Muerte Roja es tan implacable en sus intentos por destruirlos a los
dos. Entre los Matusalenes no hay lugar para la tregua. – La Daga
de los Giovanni sonrió.
»Como no tenemos voz alguna en esta situación, es mejor
aceptarla de buen grado. Aquí están tu pastel y tu coca-cola.
Espero que no sea una combinación demasiado dulce. No soy
precisamente experta en asuntos culinarios. – Madeleine observó
atentamente a Elisha mientras éste se llevaba a la boca un trozo
del pastel. Su mirada siguió cuidadosamente cada movimiento de la
mandíbula. El joven parecía totalmente ignorante de su atención-.
Come con tranquilidad -dijo.
Durante los siguientes cinco minutos, Elisha se concentró en
su comida. El postre era extremadamente dulce, pero
delicioso.
El pastel era todo un alivio después de la carne misteriosa
que le habían servido en el vuelo desde Suiza. Mientras tanto,
Madeleine mantuvo una charla continua, describiendo algunas de sus
aventuras en París durante la ocupación Nazi. Cuando el mago
terminó con su comida, ya se sabía toda la historia sobre la
desaparición de tres obras maestras "perdidas" de los museos de
París, y de cómo su recuperación puso fin a un intento secreto de
los alemanes para invadir Inglaterra. Era una aventura emocionante,
y estaba totalmente seguro de que era cierta.
–Entonces, ¿nunca devolviste los cuadros a las autoridades
apropiadas? – preguntó, lamiendo de su cuchara los últimos restos
de yogur helado y ralladuras de naranja.
–Las autoridades apropiadas, como tú las llamas, eran en
aquel momento una banda degenerada de colaboracionistas y traidores
-dijo Madeleine-. Darles las pinturas hubiera sido tan malo como
entregárselas a los Nazis. Antes hubiera preferido quemarlas. –
Sonrió-. Los tesoros decoran las paredes de mi habitación en el
Mausoleo. Tres cuadros maravillosos a cambio de la seguridad de
Inglaterra. Creo que fue un precio justo para la nobleza de
Francia.
–No estoy seguro de que todos los franceses estén de acuerdo
contigo en estos tiempos turbulentos -dijo Elisha-. Ahora casi
todos parecen odiar a los ingleses. Y a los estadounidenses, ya
puestos.
–Tratar de comprender los nacionalismos modernos -respondió
Madeleine-, es como intentar entender las afiliaciones de los
clanes Cainitas. Tiene sentido para los involucrados, pero para los
demás no es más que una locura. Un ámbito de lealtades es más que
suficiente para mí.
–Por cierto -comentó el mago de forma casual-. ¿De qué
hablaste con Rambam y Judith la otra noche, antes de que te
reunieras con nosotros en el restaurante?
Madeleine abrió los ojos sorprendida, pero no evitó la
pregunta.
–Asuntos de vida o muerte -respondió sin titubeos-. ¿Cuándo
comprendiste la verdad?
–Inmediatamente -dijo el joven sonriendo-. He pasado la mitad
de mi vida en esa casa con Rambam. Cuando un extraño entra, siento
su presencia, aunque me encuentre en otra parte. Supe que Judith y
tú estabais allí. ¿Por qué no me lo dijiste directamente? ¿Era un
secreto?
–Pensé que era mejor no hablar de esa conversación en
particular hasta que no hayamos terminado con la Muerte Roja -dijo
Madeleine-. Si ese monstruo vence, mi charla con Rambam no tendrá
significado alguno. El mundo tendrá problemas mucho más urgentes de
los que preocuparse. Si derrotamos al Matusalén te prometo que te
revelaré todo lo que se dijo.
–No tengo ni idea de lo que estás hablando -dijo Elisha
confundido. Parecía a punto de reír y de llorar, como si no pudiera
decidirse.
–Ya lo sé -respondió Madeleine nerviosa-. Por favor, Elisha,
debes dejar ese asunto. – La vampira cerró sus dedos sobre los de
él. Sus manos eran como el hielo-. Rambam y yo hablamos del futuro,
Elisha. De un futuro que nunca hubiera creído posible. Eso es todo
lo que puedo decirte. Si te importo, no me preguntes
más.
–M-me importas -respondió el mago con voz temblorosa-. Pero
no entiendo por qué no puedes revelarme lo demás.
–En este mundo -respondió Madeleine con una leve sonrisa-, no
todas las conversaciones deben compartirse. A ver si entiendes
esto. A veces los actos hablan más alto que las
palabras.
Poniéndose en pie, Madeleine se inclinó sobre la mesa y besó
a Elisha ligeramente en los labios. Su boca era fría, pero a él no
le importó.
–No te mentiré jamás -dijo la vampira suavemente mientras
volvía a echarse hacia atrás-. Si tienes que conocer la verdad te
la dire, pero te ruego que no me lo pidas.
–Cuando me envió en busca de Dire McCann, Rambam me advirtió
que nunca creyera en nadie, especialmente en los Vástagos. Me dijo
que el mundo estaba lleno de mentiras, y que el engaño abundaba. –
Miró fijamente a los ojos de Madeleine-. Sin embargo, a pesar de
todos sus consejos, mi maestro también me dijo que cuando todo lo
demás fallara confiara en mi corazón. – Sonrió-. Odio no saber
todas las respuestas, pero sobreviviré. Guarda tus secretos, al
menos hasta que derrotemos a la Muerte Roja.
Una lágrima de sangre negra cayó por la mejilla derecha de
Madeleine. Se dio cuenta y se la limpió.
–No puedes imaginar cuánto…
Nunca terminó la frase. Moviéndose con una velocidad y una
elegancia inhumanas, se puso en pie y voló
hacia una mesa cercana. Dos hombres de mediana edad, vestidos con
ropas de noche, llevaban allí sentados los últimos veinte minutos
hablando de la temporada de ópera y compartiendo una botella de
vino de la casa. Aún estaban tratando de sacar sus armas cuando
Madeleine cayó sobre ellos. Un giró de la muñeca partió el cuello
del primer asesino con un claro chasquido. Su compañero murió en
silencio, con los huesos de la cara aplastados por los mismos dedos
exquisitos que acababan de limpiarse con delicadeza una
lágrima.
La batalla en las calles de París había
comenzado.
–Yo prefiero una cuerda con un solo nudo -dijo Jackson-.
Sirve como ancla y estrangula el último aliento en la garganta.
Para aquellos que merecen un día especialmente desagradable, una
piedra afilada en el centro del nudo multiplica el
sufrimiento.
–Un bonito detalle cuando se utiliza una bufanda -aceptó
Flavia-, pero un buen alambre funciona mejor. Uno especialmente
preparado atraviesa la piel y el músculo como un cuchillo.
Combinado con el famoso giro bengalí, un estrangulador de alambre
silencia al objetivo de forma rápida y eficiente.
–Debo admitir que es muy eficaz -asintió Jackson, animándose
con el tema-, pero hay tantos edificios de oficinas equipados con
detectores de metales que su uso queda limitado básicamente a
exteriores. Una bufanda de seda puede llevarse en cualquier parte,
y funciona a las mil maravillas como elemento de asesinato. Además,
da un toque de distinción al vestuario.
Los dos rieron. Jackson descubrió que disfrutaba con la
compañía del Ángel Oscuro. Sabía más sobre el arte del asesinato
que nadie a quien hubiera conocido desde sus días en Vietnam. Si
eso era posible, era más despiadada todavía que su jefa, Alicia
Varney. De un modo salvaje e indómito, era igualmente
bella.
–Mi hermana, Fawn, prefería estrangular con bufandas de seda
roja -dijo Flavia.– Creía que proporcionaban un contraste
interesante con el cuero blanco que vestía normalmente. Yo creo que
es demasiado ostentoso. Nunca fui tan extrovertida como ella. Era
una exhibicionista.
–¿Era? – preguntó Jackson, notando el tiempo
verbal.
–La Muerte Roja la destruyó -respondió la vampira. Su voz,
llana y fría, ya no denotaba humor alguno. Un fuego oscuro ardía en
su mirada-. Ese monstruo la convirtió en cenizas.
–Lamento saber de tu pérdida -dijo Jackson-. ¿Murió
peleando?
Flavia asintió.
–Conoció la Muerte Definitiva en combate, como desean todos
los verdaderos guerreros. Fue un fin noble. Sin embargo, mi honor
sigue clamando venganza. He hecho un juramento irrompible de sangre
por el que debo destruir al monstruo o morir en el
intento.
Jackson asintió.
–No me sorprende con lo que me has dicho. Es algo que
encuentro divertido sobre los vampiros. A pesar de toda su cháchara
sobre lo de estar no-muertos, tengo la impresión de que son muy
apasionados sobre muchísimos asuntos. La única diferencia es que el
foco no es el mismo que el de los humanos.
Levantó una mano e hizo un gesto al camarero para que le
trajera otra cerveza.
–¿Otro vaso de vino? – preguntó.
–Claro -dijo ella-. El líquido hace formas intrigantes en el
suelo. Además, el vaso vacío ayuda a mantener la ilusión de la
vida.
La Assamita observó a Dire McCann y a Alicia Varney, absortos
en su conversación, igual que Elisha Horwitz y Madeleine Giovanni.
Asintiendo satisfecha, volvió a mirar a Jackson.
–La lujuria nunca muere -dijo lamiéndose sensual el labio
superior con su larga lengua. Lanzó una profunda risa que era al
mismo tiempo lasciva e inhumana-. Simplemente es transformada por
el Abrazo. Nuestras pasiones se hacen más oscuras, y a menudo más
profundas. Mira a nuestros compañeros, enzarzados en sus elaborados
rituales de apareamiento. Algunos vampiros aseguran que el sexo es
mucho mejor aún tras la muerte. Dicen que al requerir una mayor
concentración los resultados son mucho más
intensos.
Jackson tragó su cerveza de un solo trago. Hablar de sexo con
una mujer bella vestida con un mono de cuero blanco ajustado no era
el modo en el que había esperado pasar la noche.
Flavia sonrió, sintiendo evidentemente su
incomodidad.
–¿Qué piensa, señor Jackson? ¿Cree que hacerme el amor
compensaría los riesgos asumidos?
–Dudo que muchos hombres pudieran resistirse a sus encantos,
señorita Flavia -dijo honestamente.
–¿Muchos hombres? – rió la vampira-. No quería decir eso.
"Muchos mortales" no me interesan. ¿Qué hay de ti,
Jackson?
El guardaespaldas sacudió la cabeza-.
–Eres una tentación -dijo-. Una inmensa tentación. Viva o
muerta, eres una mujer peligrosa. Sin embargo, valoro demasiado mi
libertad como para rendirme a mis deseos. No me asusta poner mi
vida en peligro. Eso es fácil. Sin embargo, contigo estaría
arriesgando el alma, y no estoy dispuesto a ello.
–No eres ningún idiota, señor Jackson -dijo Flavia-, lo que
te hace doblemente peligroso. Son muchos los Cainitas que
subestiman a los mortales. Los hombres como tú servís como un
maravilloso ancla con la realidad. Me alegro de haberte
conocido.
–Lo mismo digo -respondió Jackson. Apuró su cerveza y se
preguntó si quería otra-. ¿Qué hay del señor McCann? Por lo que he
oído, parece del tipo que haría a cualquier vampiro pensárselo dos
veces acerca de las relaciones.
–Dire McCann es el hombre más peligroso del mundo -respondió
Flavia-. Se encuentra en el filo entre la vida y la muerte y no
pertenece a ninguna de las dos. Espero descubrir algún día la
verdad sobre él, pero no cuento con ello.
–La audiencia se está inquietando -dijo Jackson intranquilo.
Tenía los nervios a flor de piel, y era muy sensible al menor
cambio en su entorno. La gente se agitaba en sus sillas y se reunía
en la calle-. ¿Crees que la Mafia se está preparando para
actuar?
–Desde luego -respondió Flavia. Tenía una sonrisa salvaje-.
Ahora mismo. En este instante. Sin más demoras. El… baile…
comienza…
Nunca llegó a ver a la Assamita dejar la silla. Flavia se
movía a tal velocidad que pareció desaparecer ante sus ojos. Se
materializó a tres metros de distancia, frente a una mesa que había
identificado con anterioridad por sus dos ocupantes vampíricos.
Aunque sus oponentes eran Vástagos, con reflejos y fuerza decenas
de veces mayores que los de un mortal, estaban indefensos ante el
Ángel Oscuro.
Flavia se movía con la gracia sinuosa de una cobra. Con su
mano derecha aferró a uno de los asesinos por el cuello mientras
con la otra cogía el hombro del segundo. Los dos trataron de
resistirse, pero la Assamita era fuerte más allá de toda
comprensión. Aparentemente sin esfuerzo, arrancó a los dos de sus
sillas y los alzó por el aire. Chocaron con un sonido de huesos
rotos mientras sus caras se partían con el impacto. Un segundo
golpe aplastó las cajas torácicas y las columnas vertebrales. Con
desprecio, el Ángel Oscuro tiró a los dos al suelo y se volvió en
busca de nuevas presas.
Jackson sabía que los vástagos eran difíciles de matar, pero
a pesar de ello no eran inmunes a las heridas, como Flavia acababa
de demostrar. Ninguno de los dos causaría problema alguno en un
futuro cercano.
El tiempo de espectador había terminado. Jackson se puso en
pie al tiempo que desenfundaba una pistola ametralladora Skorpion
con la mano derecha. Normalmente prefería las armas más pesadas,
como las.45, pero en espacios reducidos como aquél la ametralladora
portátil era más eficaz. Una decena de secuaces de la Mafia,
mezclados con los clientes en la terraza, estaban poniéndose en
pie. Otros tantos esperaban en la calle. Era evidente que los
gángsteres habían recibido la orden de atacar. Para su desgracia,
sus supuestas víctimas también esperaban el mensaje, y su reacción
fue mucho más rápida.
Flavia ya se había encargado de los más peligrosos, los dos
vampiros sentados en el café. Por el rabillo del ojo, Jackson notó
que Madeleine Giovanni estaba partiendo cuellos y miembros con una
tranquilidad nacida de un siglo como ejecutora. El guardaespaldas
sacudió la cabeza asombrado. Si no actuaba rápidamente, se quedaría
sin objetivos. Las protectoras de McCann eran todo un ejército
personal. Aunque no se consideraba un hombre vanidoso, creía su
obligación como guardaespaldas terminar con un buen número de
ghouls y mafiosos.
Gruñendo obscenidades, dos caballeros vestidos de negro
apartaron a un lado una de las mesas de la terraza y comenzaron a
rociar a los clientes con balas. Los más cercanos gritaban
horrorizados y corrían para escapar.
Jackson apuntó con frialdad y disparó. A esa distancia era
imposible fallar. Los asesinos se desplomaron como muñecas de trapo
a las que se les hubiera salido el relleno. Un tercer y un cuarto
hombre, que se abrían paso entre la multitud aterrorizada cerca de
la mesa de la señorita Varney, se reunieron con su creador de un
modo similar. Alcanzó a ver a una atractiva joven armada con un
cuchillo de carnicero y una mirada homicida, y acabó con ella como
medida de precaución. Podía no pertenecer a la Mafia, pero parecía
estar dispuesta a matar. En situaciones confusas no había tiempo
para hacer preguntas.
Un ghoul armado con estiletes demostró ser mucho más
peligroso. Seis disparos al cuerpo consiguieron frenarle, pero no
detenerlo. Con frialdad, Jackson evitó las acometidas salvajes del
asesino, clavándole por fin la ametralladora en la boca y cambiando
con el pulgar el modo de disparo a automático. Ni siquiera un ghoul
podía seguir luchando sin la mitad superior de la
cabeza.
El tiroteo duró menos de un minuto. La multitud se perdió en
la noche, dejando atrás solo a los muertos. Con los sentidos
alerta, Jackson escudriñó la zona. No había señal de su jefa ni de
Dire McCann. Los únicos que quedaban en pie en la terraza eran él,
el Ángel Oscuro y Madeleine Giovanni. Elisha Horwitz estaba sentado
solo en la mesa, con los ojos abiertos por el asombro. Parecía
estar contando los más de treinta cadáveres que inundaban la acera.
Todos los matones de la Mafia habían muerto, así como seis
inocentes atrapados en el fuego cruzado.
–Eso sí que ha sido rápido -señaló el joven-. Ni siquiera me
ha dado tiempo a asustarme.
–No eran más que corderos para el sacrificio -dijo Flavia. En
una mano empuñaba una espada corta brillante. Jackson tragó saliva,
notando que no había señal de ninguno de los dos vampiros. El Ángel
Oscuro se había asegurado de que no causarían problemas en el
futuro-. Estaban aquí solo para comprobar nuestras identidades.
Estoy segura de que las verdaderas tropas de asalto están en
camino.
Como respuesta a su comentario, dos grandes vehículos negros
rugieron al fondo de la calle, dirigiéndose hacia ellos. Grandes
ametralladoras surgieron de las ventanillas blindadas, entonando
una canción de plomo. Jackson se arrojó al suelo, igual que Flavia
y Madeleine. Solo Elisha pareció no preocuparse. Su frente parecía
concentrada, pero por lo demás estaba inmóvil.
Los escaparates del café estallaron cuando la lluvia de balas
los hizo pedazos. Sin embargo, algún milagro hizo que ningún
proyectil alcanzara a Elisha. Parecían doblarse a su alrededor,
dejándole indemne.
Elisha es un mago, recordó Jackson al
sentir la alteración de la realidad. Un instante después, la
ametralladora en el primer coche tosió, hizo un extraño ruido y
dejó de disparar. Una carga había quedado atrapada accidentalmente
en el cañón. Todo ocurrió tan rápido que su operario no tuvo tiempo
de dejar de disparar. La parte trasera del vehículo estalló en
llamas. Con un chirrido de las ruedas, el coche derrapó por la
calle y se estrelló contra la reja reforzada que protegía el Teatro
de la Ópera. Se produjo otra explosión cuando los cargadores
adicionales estallaron. Las llamas lo envolvieron todo y nadie
llegó a salir del infierno.
Viendo lo ocurrido, el conductor del segundo vehículo pisó
inmediatamente el freno. Se produjo un chirrido mientras el coche
se detenía, pero antes pasó sobre una mancha de aceite dejada por
su compañero. Con los frenos bloqueados y las ruedas giradas, el
vehículo trazó un amplio trompo y se estrelló fuera de control
contra los restos ardientes del primero. El sonido de la gasolina
prendiéndose anunció la explosión del motor.
Del interior llegaron los gritos de agonía, pero nadie
consiguió salir con vida. Jackson sospechaba que los picaportes
debían estar averiados. El vehículo pareció saltar en el aire
cuando detonaron la ametralladora y toda la munición. Aquél era un
modo feo y horrible de morir. Jackson se prometió que nunca se
cruzaría con un mago.
El rostro de Elisha estaba totalmente
pálido.
–No quería ser tan violento -declaró.
–No te preocupes por su destino -dijo Madeleine Giovanni,
poniéndose en pie y tomando las manos del joven en las suyas-.
Hiciste lo que era necesario. Esos hombres querían matarnos. Si
hubiéramos sido nosotros lo que hubiéramos ardido, estarían
riéndose.
Flavia asintió.
–¿Cuántos inocentes han muerto aquí esta noche? – le preguntó
a Elisha-. Un asesino capaz nunca se mancha las manos con la sangre
de inocentes. Pagaron el precio por su ineptitud.
–Eso supongo -dijo Elisha-. Solo… Creo que nunca me será
fácil matar a nadie… ni siquiera a un enemigo.
–Mejor para ti, chaval -dijo Jackson-. Al mundo nunca le
vienen mal las personas con moral. Últimamente no
abundan.
El guardaespaldas miró alrededor. Alicia Varney y Dire McCann
se habían esfumado. El único sonido procedía de los coches en
llamas.
–No hay sirenas -señaló-. Eso no es bueno. La policía ya
debería haber llegado.
Madeleine Giovanni cerró lo ojos y negó con la
cabeza.
–Siento a más de diez vampiros acercándose desde tres puntos
diferentes. En su mayoría Brujah, pero con ellos van algunos
Gangrel.
–Grupos de caza -dijo Flavia-. Las autoridades están
compradas. Estamos solos.
Madeleine abrió los ojos.
–No podemos quedarnos aquí mucho más tiempo. ¿Dónde están
McCann y la señorita Varney?
–Comparando notas -dijo Dire McCann, saliendo a la terraza
desde el interior del restaurante. A su lado estaba Alicia Varney-.
Necesitábamos unos momentos de tranquilidad para hacer planes. – El
detective sonrió-. Aquí había demasiado ruido, aunque calmasteis
las cosas bastante rápido.
–No eran más que el aperitivo, McCann -dijo Flavia-. El plato
fuerte está en camino. Probablemente se trate de un pequeño
ejército. Don Caravelli parece dispuesto a acabar con vosotros a
toda costa, y no ha reparado en gastos. ¿Tienes algún plan para
quitarles las ganas?
–En este momento la situación es bastante complicada -dijo
McCann, como un tono casi de disculpa-. Lo siento, pero tenemos que
volver a dividirnos.
–McCann y yo debemos localizar a un antiguo Nosferatu que
vive en las catacumbas bajo París -dijo Alicia-. Creo que una de
las entradas a su guarida está escondida en algún lugar en los
niveles inferiores del Teatro de la Ópera.
–Mientras buscamos -dijo McCann-, tendréis que retrasar la
acción de la Mafia. Alicia y yo sospechamos que no somos los únicos
ansiosos por encontrar a este vampiro en particular. No podemos
permitir que nuestros enemigos den primero con él. Eso sería un
desastre de grandes proporciones.
–¿Así que los dos os vais de caza -dijo Flavia-, mientras
nosotros nos quedamos para darle trabajo a los chicos de Don
Caravelli?
–Básicamente sí -respondió McCann.
–¿Cuánto tiempo necesitáis que nos quedemos jugando? – volvió
a preguntar la Assamita.
–Me temo que casi toda la noche -dijo el detective-. Ya sabes
cómo son las guaridas de los Nosferatu. Además, aunque lo único que
queremos es hablar con el vampiro, él no lo sabe. Localizarle puede
ser difícil.
–Cuatro contra varias bandas de mafiosos -dijo Jackson-.
Parece complicado, incluso teniendo en cuenta el talento
demostrado.
Madeleine Giovanni sonrió. A Jackson le parecía demasiado
joven para ser una asesina, aunque sabía que con los vampiros las
apariencias solían ser engañosas.
–Creo que puedo mejorar un poco nuestra posición. El clan
Giovanni tiene oficinas en París. Mis primos Cesare y Montifloro se
encuentran aquí. Si les llamo, el honor familiar les obligará a
prestarnos ayuda. Nunca dejarán pasar la oportunidad de una buena
pelea, especialmente cuando sepan que es contra la odiada
Mafia.
–¿Cesare Giovanni, el de los cuchillos? – preguntó
Flavia.
–El mismo -respondió Madeleine-. Fue él quien me enseñó el
arte.
La Assamita rió.
–Le he visto pelear. Es un maestro con las dos hojas. Será un
placer trabajar con él.
–Tenemos que irnos -dijo McCann. Cogidos de la mano, él y
Alicia se volvieron hacia el Teatro de la Ópera-. Mañana a
medianoche acudid a Versalles. Intentaremos estar allí. Si no
aparecemos, volved la noche siguiente. Mientras tanto, no asumáis
riesgos innecesarios en la pelea, pero contenedlos todo el tiempo
que podáis.
–Suena divertido -dijo Flavia.
Jackson sacudió la cabeza atónito. Lo decía en
serio.
Con las manos retorcidas temblando de miedo, Phantomas
aferraba desesperado los papeles de fax que acababa de sacar de su
centro de mensajes hacía cinco minutos
–Esto no me gusta -declaró, aumentando el volumen y el tono
con cada palabra-. ¡No me gusta nada este giro de los
acontecimientos!
A su alrededor, las enormes ratas de alcantarilla que
compartían con él su reino empezaron a chillar como respuesta.
Phantomas estaba conectado a miles de ratas de forma sutil mediante
la disciplina vampírica conocida como Animalismo. Podía sentir sus
emociones y obligarles a obedecer órdenes sencillas. Sin embargo,
aquel vínculo funcionaba en muchas capas. Cuando él estaba enfadado
o molesto, las ratas lo sentían. Aquella noche corrían enloquecidas
por el suelo mientras su amo agitaba en el aire un puñado de
papeles y gritaba impotente.
–¡Mirad esto! – chilló-. Mirad estos informes. Hace tres
noches, once ciudadanos desaparecen en Marsella sin dejar rastro.
¡Once! ¡Desaparecidos sin dejar rastro! Nada de cuerpos. He cruzado
sus nombres en los informes oficiales de la policía con los de mi
enciclopedia. Todas las víctimas eran Vástagos, seis de ellos del
clan Nosferatu,
»Un barco había atracado horas antes en el muelle procedente
de Argentina. Parte de la tripulación estaba muerta y el resto no
tenía recuerdos del viaje. Algo terrible viajaba a bordo. Trajeron
un monstruo a nuestras costas, una criatura que amenaza la
existencia de todos los vampiros de Europa, un horror que se acerca
a París a toda prisa.
»La noche siguiente, seis vampiros se desvanecieron en Lyon.
De nuevo, la mayoría eran Nosferatu. Uno de los desaparecidos era
Rocholone, un Vástago de la Sexta Generación de gran poder. Según
los informes policiales, el único acontecimiento extraño de la
noche se produjo cerca de la medianoche, cuando cuarenta y siete
ventanas se rompieron en el barrio en el que se produjeron las
desapariciones. Nadie pudo explicárselo, aunque varias personas se
quejaron de haber oído un chillido extremadamente agudo un instante
antes del desastre.
Phantomas juntó las manos, aplastando los
papeles.
»Un buen chillido es ése, vaya que sí -dijo, derrumbándose
como una piedra sobre la silla frente a su monitor. Sus rasgos
estaban retorcidos por el miedo-. Un aullido, más bien. Ese
monstruo siempre aúlla en su momento de triunfo. Por eso se ha
ganado su título: Gorgo, La Que Aúlla en la
Oscuridad.
Miraba con ojos aterrorizados las paredes de bloques de
cemento de su guarida subterránea.
»Anoche cayó sobre Fontainebleau. Según mis informes, solo
dos Vástagos vivían en esa ciudad. Eran Toreador, por supuesto,
artistas inmersos en sus recuerdos de la corte de Enrique II. Aún
no se ha informado de su desaparición, pero las doscientas treinta
ventanas destrozadas en el palacio aparecieron en las noticias de
esta mañana. La voz de Gorgo es única en la Tierra. – Tiró los
faxes al suelo y descansó su cabeza calva sobre las manos, apoyadas
en la mesa.
»Fontainebleau está a solo cuarenta y cinco kilómetros de
París. Es posible que la Que Aúlla en la Oscuridad ya esté aquí. No
soy ningún estúpido. Absimiliard ordenó a los Nictuku que
localizaran y destruyeran a los más poderosos antiguos del clan
Nosferatu. Dos mil años de existencia me incluyen en esa categoría.
Gorgo ha venido en mi busca. – Sacudiendo la cabeza desesperado,
dio un puñetazo al teclado de su ordenador.
»Primero, la Muerte Roja trata de destruirme. Después envía a
tres locos a mi guarida. Ahora me veo acosado por uno de los
Nictuku. ¡No es justo! Lo único que quería era sentarme
tranquilamente y trabajar en mi gran enciclopedia. No quería verme
involucrado en modo alguno en la Yihad.
Las ratas chillaron dando su aprobación. Abatido, Phantomas
se quedó inmóvil frente al monitor parpadeante. Las ratas eran las
únicas que hacían sonido alguno. Pasó un minuto. Otro. Lentamente,
el vampiro se enderezó.
–Es evidente -dijo el Nosferatu hablando a la enorme rata
gris que se encontraba sobre la pantalla-, que mis deseos no
significan nada para la Muerte Roja o los Nictuku. Es hora de que
aprendan que no soy fácil de eliminar. Un soldado romano nunca se
rinde. Mis enemigos podrán poseer grandes poderes, pero para
destruirme tienen que entrar en mi guarida, y aquí, bajo las
calles, reino supremo. – Comenzó a escribir febrilmente en el
teclado con asombrosa velocidad.
»Se impone un rápido diagnóstico del sistema de seguridad
-dijo, cobrando fuerza con cada palabra. Asintió satisfecho al ver
aparecer en la pantalla las largas cadenas de símbolos. El
Nosferatu comprendía aquel lenguaje informático con la misma
facilidad con la que escribía.
»Todos los sistemas están operativos y funcionan a la
perfección -declaró tras unos segundos-. Los sensores y unidades de
sonido funcionan a la máxima eficiencia. Los sistemas
suplementarios están listos. Los puentes están preparados. – Pulsó
tres teclas-. Los muros están cambiando, adoptando el esquema
catorce, el ciclo sin fin. Se han cerrado catorce salidas y han
quedado seis abiertas. Las trampas disparadas por los Tres Impíos
vuelven a estar operativas. Los muros destruidos han sido
cambiados. No queda rastro alguno de su paso. – Tecleó cinco líneas
de órdenes y asintió satisfecho al comprobar la respuesta
inmediata.
»Es un plan digno del mismísimo Julio. Audaz, descarado y
lleno de engaño. – El vampiro rió-. ¡Algunas lecciones no se
olvidan nunca! ¡Ave, César!
Se puso en pie como si se hubieran activado unos muelles.
Tres pasos le llevaron hasta una pared de la cámara. Extendiendo
sus dedos alcanzando una extensión que ningún mortal o vampiro
podía abarcar, presionó simultáneamente cuatro interruptores
ocultos. Sin un solo sonido, la losa de ladrillo se deslizó hacia
un lado, revelando un panel brillante lleno de luces electrónicas.
Pulsó cinco interruptores, sonrió y devolvió a su sitio la sección
del muro, asegurándose de que se había cerrado. Su segunda línea de
defensa estaba preparada.
–Ahora debo descargar toda la enciclopedia en las copias de
seguridad -confió a las ratas que le seguían-. No importa lo que me
suceda a mí o a mi guarida, la información estará a salvo en otros
doce puntos repartidos por el mundo.
Quince minutos después, el trabajo estaba concluido.
Phantomas se sentía satisfecho. Se volvió hacia sus pequeñas
compañeras.
–Un estúpido que sepa que es objeto de la atención de Gorgo
huye, tratando de correr más rápido que su furia. Una elección
errónea, ya que nadie puede escapar de lo inevitable. Un hombre
sabio se enfrenta a su enemigo. Solo encarándonos con nuestras
peores pesadillas podemos derrotarlas.
Las ratas asintieron con un chillido. El vampiro volvió a
sentarse en la silla frente al monitor principal. Cualquiera que
intentara entrar en las catacumbas pondría en marcha su plan
maestro.
No quedaba más que esperar.
Estaba seguro de que Gorgo llegaría aquella noche. Sin
embargo, la recepción iba a ser diferente a todo lo que hubiera
conocido con anterioridad. La Que Aúlla en la Oscuridad iba a
recibir una sorpresa… o eso esperaba Phantomas.
Las puertas del Teatro de la Ópera estaban
cerradas.
–No hay tiempo para sutilezas -dijo McCann, aferrando el pomo
de uno de los elaborados portones. Giró la muñeca y el mecanismo
saltó con un crujido. Detrás de ti -dijo abriendo la puerta-. He
neutralizado las alarmas, por supuesto.
–No esperaba menos -dijo pasando junto a él para entrar en el
edificio-. Mientras tanto, yo me he encargado de que los diversos
guardias apostados por el edificio estén dormidos. No despertarán
hasta la mañana, así que podemos explorar sin interrupciones
inesperadas.
McCann rió entre dientes.
–Formamos un excelente equipo de ladrones. Piensa en toda la
diversión que nos hemos estado perdiendo estos
años.
–Los allanamientos son una pérdida de tiempo -dijo Alicia
mientras recorrían el paseo que conducía a la Gran Escalera-. El
crimen organizado es mucho más rentable.
–Manipular los tipos de cambio en los mercados
internacionales es aún mejor -replicó McCann.
Alicia sacudió la cabeza disgustada.
–A lo largo de los siglos has perdido el sentido de la
aventura, McCann. ¿Qué emoción tiene intercambiar
dinero?
–La emoción de la victoria -respondió el detective, volviendo
a reír-. Algún día, el mundo será mío.
–Eso ya lo veremos -respondió Alicia, imitando su risa-. Mis
planes… -Su voz comenzó a fallarle y se detuvo cuando llegaron al
esplendor de mármol blanco de la Gran Escalera-. Había olvidado lo
magnífico que es este lugar -dijo, con un claro brillo en los
ojos-. Han pasado muchos años desde nuestra última
visita.
–Recuerdo que una vez mencionaste haber estado en la noche de
la apertura -dijo el detective-. Invitada por algún rey,
¿no?
–Por Alfonso XII de España -respondió Alicia observando las
estatuas de las Musas que protegían la entrada a la planta
principal-. Éramos amigos íntimos. – Lanzó una mirada al detective,
retándole a hacer algún comentario. Sabiamente, McCann mantuvo la
boca cerrada-. Aquélla sí que fue una noche -dijo apasionada-. Las
escaleras estaban llenas con los ricos y famosos de todo París. El
Presidente de la República, el Mariscal McMahon, estaba allí, así
como el Lord Mayor de Londres, junto con sus alguaciles,
espadachines y alabarderos. El Príncipe vampírico de París,
François Villon, también asistió, rodeado como siempre por su
séquito y varios miembros del clan Toreador. Entre la Vástagos se
comentó que gran parte de los extravagantes diseños arquitectónicos
de Garnier debían mucho al príncipe. Conociendo el gusto de Villon
para los excesos, sospechaba que las historias eran ciertas. Viendo
esta opulencia un siglo después, estoy convencida de
ello.
El estruendo del fuego de ametralladoras terminó con los
recuerdos de Alicia.
–Parece que la Mafia ha regresado con ganas de marcha -dijo
McCann-. Más nos vale que nos movamos. No creo que puedan con
Flavia y Madeleine, pero es mejor no dejar nada al azar. Tú conoces
este lugar. Yo solo venía a París para verte, y no perdía el tiempo
haciendo turismo. ¿Dónde vamos a encontrar la entrada de esas
famosas catacumbas?
–En el sótano -dijo Alicia-. Muy, muy abajo.
–Eso no será difícil -dijo McCann mientras seguía a Alicia
por el pasillo bajo la Gran Escalera.
–No estés tan seguro -respondió ella-. Hay siete plantas bajo
el nivel de la calle. Las salas del sótano son tan inmensas y los
techos tan altos que podían guardarse allí escenarios enteros.
Durante la época de la Comuna de París, el sótano de la Ópera
sirvió como prisión militar. Nadie sabe con seguridad cuántos
hombres murieron durante el asedio de la ciudad, pero la tradición
dice que sus espectros aún moran en los niveles
inferiores.
–Qué idea más agradable -dijo McCann mientras atravesaban una
puerta marcada Prohibido el Paso-. ¿Hay
algo más que deba saber?
–Los disparos han cesado -dijo Alicia-. Eso son buenas
noticias. El ataque ha terminado. – Se detuvo al encontrar una
escalera de piedra que bajaba hacia la penumbra-. Sin embargo,
parece que en el segundo sótano no hay luz.
–Es probable que hayan cortado la electricidad para ahorrar
dinero -dijo McCann sombrío-. Típico de los franceses. Puedo ver en
la oscuridad. ¿Y tú?
–Razonablemente bien. El problema lo tendremos cuando
lleguemos al lago.
–¿Lago? – repitió el detective mientras descendían. No
parecía muy contento-. ¿Has dicho lago?
–Se encuentra en los niveles más bajos -respondió Alicia-.
Antiguamente pasaba por aquí una corriente subterránea. Garnier usó
bombas de vapor durante ocho meses para secar el suelo y bajar el
nivel freático. Cuando terminó construyó una cimentación de
hormigón en dos capas. A pesar de sus esfuerzos, terminó formándose
un lago muchos metros bajo el escenario principal. Ése es nuestro
destino. Supuestamente, la entrada a las catacumbas está oculta por
el agua.
–¿Y nadie ha intentado nunca explorar ese lago tan especial?
– preguntó McCann.
–No recientemente. Unos años después de la apertura de la
Ópera, algunos valientes anunciaron su intención de localizar la
entrada de agua. Los dos primeros intentos fallaron, y los tres
siguientes grupos desaparecieron sin dejar rastro. Nadie lo ha
intentado desde entonces. La investigación parece encontrarse con
algunos problemas insalvables. Espera. Lo verás por ti mismo cuando
encontremos la entrada del lago.
–¿Y el gobierno? – preguntó McCann-. ¿Nadie se preocupa por
la seguridad del edificio con una corriente en el
sótano?
–A los funcionarios no les preocupa en absoluto -dijo
Alicia-. ¿Por qué gastar dinero si nos lo podemos ahorrar?,
pensarán. La Ópera se ha mantenido en pie durante más de un siglo y
los cimientos siguen en buen estado. Como casi todos los políticos,
están demasiado preocupados por los asuntos importantes, como los
sobornos y la corrupción.
–La naturaleza humana nunca cambia -dijo McCann-. A menudo me
pregunto si Caín se enfrentó a problemas similares cuando construyó
Enoch. Dicen que la prostitución es la profesión más antigua del
mundo, pero, ¿qué hay de la política?
Alicia rió.
–¿Qué diferencia hay entre las dos?
Pasaron veinte minutos buscando la puerta adecuada por el
sótano. Alicia solo había visitado el lago una vez con
anterioridad, y había sido hacía un siglo. Había cientos de cuartos
que investigar. Al final, justo cuando los nervios de McCann
empezaban a alterarse, dieron con el lugar. Un pasillo largo y
estrecho terminaba en una puerta de acero con un cartel con enormes
letras rojas: "Peligro: Prohibido el Paso". La cerradura estaba
echada.
–Ahora lo recuerdo -dijo Alicia-. El lago se encuentra bajo
nuestros pies. Al otro lado del portal hay una trampilla que
conduce al nivel inferior.
–¿Una trampilla? – preguntó McCann-. ¿No hay siquiera un
embarcadero? No me digas que tenemos que nadar para llegar a las
catacumbas.
–Debería haber un bote anclado al techo cercano a la
trampilla -respondió Alicia-. Al menos, hace un siglo lo
había.
El detective parecía disgustado.
–Si lo hubiera sabido me hubiera traído una barca hinchable.
Espero que la memoria no te falle.
Alicia se puso en cuclillas frente a la
cerradura.
–Déjame intentarlo. Parece sencilla.
Flexionó los dedos sobre el metal, y con un chasquido casi
inaudible la puerta se abrió.
–Presumida -dijo McCann, empujando.
Alicia sonrió.
–La fuerza bruta tiene un lugar en este mundo, pero la
delicadeza funciona en la mayoría de las
situaciones.
En el centro de la cámara oculta se encontraba una gran
trampilla con una argolla metálica en el centro. Descansando contra
la pared había cuatro grandes remos de madera, y junto a ellos
había varias linternas. McCann tomó una y la encendió. Una luz
blanca inundó la estancia.
–Pilas nuevas -dijo-. Alguien ha estado aquí hace poco. Los
remos parecen en buen estado. Puede que la cosa no esté tan mal
como esperaba.
El detective se agachó y abrió la trampilla, revelando una
oscuridad absoluta. Alicia apuntó su linterna hacia el hueco,
mostrando una masa de agua en calma a un metro y medio bajo el
techo. McCann gruñó. Un pequeño bote en el que apenas cabían dos
personas esperaba sobre la superficie, atado con un grueso cabo a
un gancho en el techo.
–No hay precisamente mucho espacio entre el techo y la
superficie -señaló McCann-. Me parece que va a ser un viaje
bastante claustrofóbico.
–Nunca pasé de aquí -dijo Alicia-. Las historias aseguran que
varios túneles surgen desde el extremo del lago hacia las
catacumbas. El problema es que, con esta altura del agua, los
pasadizos apenas son visibles.
–Genial -dijo McCann-. Encontrarlos va a ser divertidísimo.
No parece que tengamos más elección. ¿Quieres subir primero? Te
pasaré los remos. Llévate una linterna. Con visión nocturna o sin
ella, prefiero remar con las luces encendidas.
Alicia bajó cuidadosamente hacia el bote. Con sus largas
piernas estiradas apenas podía sentarse sin que su cabeza tocara
los ladrillos rojos del techo.
–Pásame los remos -dijo-. Ten mucho, mucho cuidado cuando
subas a bordo. No vas a poder sentarte estirado. Creo que si te
arrodillas tendrás sitio suficiente. Vas a ir bastante
apretado.
McCann le dio los remos y se descolgó desde la trampilla.
Apoyó cuidadosamente los pies en el fondo del bote y dejó sentir su
peso poco a poco. Si volcaban, alcanzar la trampilla sería
difícil.
–Ésta no es mi idea de la comodidad -dijo el detective unos
minutos después, con los brazos recostados en el borde del bote.
Tenía la barbilla apoyada sobre los dedos y escudriñaba la
oscuridad, tratando de dar con un hueco en las paredes de la
gigantesca cámara-. ¿Quieres probar primero en alguna dirección
particular?
–Dime tú -respondió Alicia, introduciendo los remos en el
agua. McCann apenas cabía en el bote, por lo que tenía que remar
ella. No parecía muy contenta-. Tú eres el detective, ¿recuerdas?
Venga. No tenemos toda la noche para localizar esas malditas
catacumbas.
McCann frunció el ceño concentrado.
–Por ahí -dijo tras unos segundos señalando a la derecha-.
Siento una interrupción en la pared. Más allá hay una cueva con una
playa. Debe ser la entrada de los túneles.
–Hay un olor extraño -dijo Alicia mientras giraba el bote en
la dirección indicada.
–¿También lo has notado? – respondió el detective mientras
mojaba los dedos en la superficie gélida del lago. Se llevó la mano
a los labios y lamió.
–Mierda. Justo lo que temía, aunque tiene sentido. Hay restos
de vitae Cainita mezclada en el agua. Este lago es un gigantesco
estanque de sangre.
–¿Un estanque? – repitió Alicia-. Eso podría explicar lo
sucedido con los exploradores. A los Nosferatu les gusta este tipo
de trampas. Si Phantomas es un Matusalén, su sangre será
extremadamente poderosa. – Sintió un escalofrío-. ¿Qué tipo de
monstruos subacuáticos vivirán bajo el Teatro de la
Ópera?
Casi como respuesta, el agua frente al bote se agitó. Algo se
estaba moviendo bajo la superficie, dirigiéndose hacia
ellos.
–Tengo la molesta sensación -dijo sombrío Dire McCann-, de
que estamos a punto de descubrirlo.