Don Caravelli, Capo de Capi de la mafia, se levantó cuando
sus cuatro invitados entraron en el enorme salón de banquetes. Era
un gesto de respeto viniendo de uno de los principales señores del
crimen mundial, por lo que los recién llegados se sonrieron
complacidos los unos a los otros. Habían sido necesarios varios
meses para preparar el encuentro, pero aquel simple gesto indicaba
que el viaje no había sido en vano.
–Caballeros -dijo el anfitrión, un hombre enorme de casi un
metro noventa y hombros tan anchos que estiraban su impecable
chaqueta-. Bienvenidos a mi hogar. – Señaló con la mano cuatro
sillas vacías en la gran mesa-. Mi jefe de cocina está preparando
para ustedes una comida especial. – Sonrió, mostrando unos dientes
blancos que contrastaban con su bronceado-. Yo, por supuesto, no me
uniré a ustedes.
Ninguno de los cuatro dijo nada. Todos sabían que Caravelli
era un vampiro, pero ahora eso no importaba. A ellos sólo les
preocupaba su imperio criminal, y su gusto por la comida les traía
sin cuidado. Se consideraban hombres de negocios que trataban con
la dura realidad del mundo. Si fuera necesario harían tratos con el
mismo diablo.
–Me disculpo por no haberlos recibido en el aeropuerto
-siguió el Don mientras volvía a sentarse. Dos Vástagos más grandes
todavía se situaron a ambos lados de su jefe. Otra pareja montaba
guardia en la puerta-. Sin embargo, en estos momentos desconozco el
paradero de mi más peligrosa enemiga, por lo que mis consejeros
insistieron en que permaneciera en mi fortaleza hasta que fuera
encontrada. Aunque no soy un cobarde, apenas he sobrevivido a tres
intentos de asesinato de esa puta. Prefiero no darle la oportunidad
de un cuarto intento.
–¿Se trata de esa loca Giovanni? – preguntó Tony "Tuna"
Blanchard, el jefe del Sindicato en la Costa Este. Ya había
visitado varias veces a Caravelli con anterioridad y no se sentía
tan intimidado como sus compañeros. Fue él el que había arreglado
el encuentro, con la esperanza de forjar una lazos más estrechos
entre el cártel criminal de los Estados Unidos y los secuaces de
Caravelli-. ¿Sigue detrás de su cabeza?
El Don asintió, sonriendo ante la elección de las palabras.
Hizo un gesto a uno de los hombres en la puerta.
–Un poco de vino para mis invitados. Estarán sedientos
después de un viaje tan largo desde América. – El guardia asintió y
desapareció-. Discúlpenme por ser tan mal anfitrión. Por favor,
relájense. Discutiremos su propuesta después de la cena. De
momento, son mis invitados.
La botella de buen vino tinto levantó murmullos de aprobación
entre los cuatro jefes del Sindicato. Aunque no bebía, Don
Caravelli tenía una de las mejores bodegas de Europa. Se trajo una
segunda botella, que también fue vaciada.
–No estoy seguro de comprender su problema, Don Caravelli
-dijo George Kross, el representante de Medio Oeste del cártel. Era
un hombre grande con una cara redonda y ojos pequeños, y hablaba
con un claro acento de Indiana-. ¿Una tía loca quiere freírlo? ¿Por
qué no se la carga? Joder, usted es el jefe de todos los jefes.
Podría ordenar el asesinato del maldito presidente de los Estados
Unidos levantando un dedo.
–Por desgracia, su comandante en jefe es mucho más fácil de
alcanzar que un miembro de la cúpula del clan Giovanni -respondió
tranquilamente. Juntó sus enormes manos, con los codos reposando
sobre la mesa-. Además, Madeleine Giovanni ha demostrado ser un
excelente oponente para mis mejores agentes. En los últimos sesenta
años seis de mis asesinos más valiosos han tratado de eliminarla, y
no hace falta decir que ninguno de ellos regresó con vida de su
misión.
–¿Una mujer cargándose a seis matones de la mafia? –
intervino Harvey Taylor, jefe de la Costa Oeste-. Parece ser una
tipa dura.
–¿No se la puede comprar? – preguntó Kross-. Todo el mundo
tiene un precio. Todos, humanos o Vástagos.
Caravelli asintió.
–Eso pienso yo. Sin embargo, los Giovanni son una banda muy
unida y problemática. Ansían el poder y el control. Además -el Don
se encogió de hombros en una burla de desesperación-, cometí el
desgraciado error de ejecutar a su padre hace algunos años.
Madeleine ni olvida ni perdona.
–Si -dijo Taylor-. Las tías son así. Sin embargo, los
vampiros tienen muchas reglas de conducta y todo eso. ¿No es
posible convencer a los antiguos de su clan para que la
despidan?
–Si estuviera tratando con cualquier otro clan -respondió
Caravelli- esa opción podría funcionar, pero con esas sanguijuelas
no hay compromiso posible. – Se levantó de la silla-. Déjenme,
caballeros, que les cuente algo sobre los Vástagos que casi ningún
humano sabe. La situación que atravieso les será mucho más
clara.
Se acercó hacia la chimenea y tomó un atizador de hierro. Lo
sujetaba con una mano mientras golpeaba rítmicamente la
otra.
–Como ustedes saben, los Vástagos nos alimentamos de sangre
humana. Nos proporciona todos los nutrientes que necesitamos. La
vitae, como la llamamos, es el elixir de la
vida. Sin embargo, aunque la sangre mortal es nuestro vino, la de
vampiro es el brandy más delicado. La denominamos la bebida oscura. – Sonrió, enfatizando cada palabra
con un golpe del atizador.
»Cuando surge la oportunidad, amigos míos, los Vástagos somos
caníbales. La Sexta Tradición de Caín prohíbe a los vampiros beber
la sangre de su propia raza, pero se la suele ignorar. Los fuertes
siguen sus propias leyes.
El jefe de la mafia dio lentamente la vuelta alrededor de la
mesa, deteniéndose un tiempo detrás de cada uno de los jefes del
Sindicato. Ninguno de los cuatro parecía muy cómodo con Caravelli a
su espalda.
–La Diablerie es el acto en el que un
vampiro bebe la sangre de otro. El placer de este canibalismo está
más allá de toda descripción. Lo más importante, no obstante, es el
resultado obtenido cuando un vampiro bebe la sangre de otro de una
generación menor. ¡Recuerden, caballeros, que en mi raza se es más
poderoso cuanto más cerca se está de Caín! – Los ojos de Don
Caravelli parecían brillar mientras hablaba.
»El fluido vital consumido es tan poderoso que proporciona al
atacante todos los poderes de su víctima.
Es como si el niño se convirtiera repentinamente en padre, con toda
la vitalidad de un adulto. En otras palabras, un vampiro de la
sexta generación que cometiera diablerie sobre uno de la quinta se
convertiría en un Vástago de la quinta generación, ganando la
fuerza correspondiente. Si quisiera volver a aumentar su poder
sería necesario beber la sangre de un Matusalén. Si eso fuera
posible, experimentaría un nuevo incremento en su resistencia y
habilidad. Para progresar más aún debería encontrar y matar a uno
de los miembros de la tercera generación, los
Antediluvianos.
–Lo cojo -dijo Sol Cohen, el jefe del Sindicato en el sur,
que hasta el momento había estado callado-. Sería como avanzar en
una empresa, o subir en nuestra organización. Para ascender a un
nivel de mayor riqueza y control tienes que cargarte al tío que
tienes encima. Es el único modo de quedarte con su
puesto.
–Una metáfora tosca pero eficaz, sí -dijo Caravelli. Regresó
a su asiento, con el atizador aún entre las manos. Sonrió a los
cuatro hombres, pero su mirada era gélida-. Soy un Brujah de la
quinta generación, y Madeleine una Giovanni de la sexta. Los clanes
no tienen nada que ver en la diablerie. Esa puta no sólo quiere
matarme, sino sacarme toda la sangre. Eso la transformaría en una
Giovanni de la quinta generación, aumentando su fuerza, ya
formidable.
–Tío, tío -dijo George Kross-. No me extraña que los Vástagos
sean tan paranoicos. No sólo hay dos sectas en guerra y trece
clanes luchando por el poder, sino que todo el mundo trata de
cargarse a su jefe, beberse su sangre y ocupar su
lugar.
–En esencia es correcto -dijo Caravelli-. Su mención a los
trece clanes es particularmente apropiada ya que, como todos
ustedes saben, trece vampiros de la tercera generación, los
Antediluvianos, son los fundadores de las diferentes líneas de
sangre. Sin embargo, no todos estos vampiros son igual de
viejos.
–¿Qué quiere decir? – preguntó Cohen-. ¿Que algunos vampiros
hicieron la diablerie esa a alguno de los jefazos?
Caravelli rió, un sonido amplio que resonó por todo el
salón.
–¡Jefazos! Los americanos utilizan unos términos tan
maravillosos… Debo recordar esa expresión. Me gusta cómo
suena.
Arrojó a un lado el atizador y los cuatro humanos respiraron
aliviados. Eran conscientes de que se encontraban en lo más
profundo de una fortaleza inexpugnable donde la palabra del Don era
ley. Aunque su anfitrión había sido hospitalario, ninguno de los
cuatro se sentía demasiado cómodo.
–La tercera generación original consistía en trece vampiros,
abrazados hace muchos miles de años. Sin embargo, no todos ellos
sobrevivieron al paso de las edades. Aunque dominaban increíbles
poderes, era posible matarlos. Los que cometieron aquellos
asesinatos eran vampiros de la cuarta generación que, después de
acabar con ellos, bebieron su sangre para acercarse más a Caín. Ha
ocurrido algunas veces a lo largo de nuestra historia. – Hizo una
pausa-. Deben estar hambrientos. Mandaré que les preparen la cena
-hizo un gesto a uno de sus tenientes-. Cuando mi historia termine
ya estará aquí.
–No quiero ser irrespetuoso, Don Caravelli -dijo George
Kross-, pero mi estómago lleva unos minutos algo revuelto. Debe ser
la mezcla del vino y la charla sobre caníbales. ¿Le importa si hago
un viajecito al baño?
–Claro que no -respondió el vampiro-. Nicko, mientras te
diriges hacia la cocina muéstrale el aseo al señor
Kross.
Éste salió rápidamente de la habitación, con la cara
verdosa.
–George no aguanta bien el vino -señaló Cohen riendo-. Es un
cervecero de toda la vida.
–Estoy seguro de que se pondrá bien -respondió Don
Caravelli-. Continuemos. Mi propia línea de sangre, los Brujah,
descendemos en realidad de un vampiro de la cuarta generación
llamado Troile que mató a su sire hace muchísimo tiempo. En
realidad nuestro clan hubiera debido llamarse
Troile.
–¿Qué ocurrió con los otros chiquillos de Brujah? – preguntó
Blanchard. Sabía mucho más sobre los Vástagos que sus compañeros-.
¿No había otros vampiros de la cuarta generación además de Troile?
¿Qué fue de ellos?
–Había algunos -admitió el Don ligeramente molesto-. Con su
sire muerto se quedaron sin clan. Corren rumores de que algunos
desaparecieron en el lejano oriente, pero nadie lo sabe con
seguridad… ni se preocupa por esas cosas.
–Seguro que los Giovanni no estaban entre aquellos trece
originales -dijo Harvey Taylor-. No creo que en la Edad Media
hubiera nadie con un nombre así.
–Los clanes Giovanni y Tremere son comparativamente jóvenes
-aclaró Caravelli-. Sus líderes fueron hombres extremadamente
despiadados en vida y se convirtieron en Vástagos igualmente
feroces. Los dos rebajaron su generación mediante un acto de
diablerie detrás de otro, hasta que
alcanzaron la cuarta y buscaron a un Antediluviano para beber su
sangre. Así lograron la fuerza de un Vástago de tercera generación
para sus clanes, estableciendo como indica la ley verdaderas líneas
de sangre.
–Si esos acontecimientos tuvieron lugar en la Edad Media
-siguió Blanchard- debe haber quedado un buen montón de vampiros
sin clan al ser chiquillos de los Antediluvianos asesinados.
Estarán cabreados…
–Los Giovanni y los Tremere demostraron ser bastante salvajes
-respondió Caravelli son un gesto casual de la mano-. Exterminaron
metódicamente a todos los miembros de los clanes originales que
pudieron encontrar. El método más sencillo de evitar que sus
enemigos cobraran venganza era borrarlos de la faz de la Tierra.
Cuando la Camarilla les ordenó detenerse sólo sobrevivían unos
pocos de aquellos vampiros desplazados. Se convirtieron en parias,
en Caitiff, miembros de una línea de sangre
extinta, sin importancia alguna.
–¿Y adonde nos lleva todo eso? – preguntó Harvey Taylor-.
Seguro que toda esta historia tiene un significado, pero no sé cuál
es.
–La lección es muy sencilla, señor Taylor -respondió
Caravelli-. De los trece clanes, sólo estos tres descienden de
vampiros que no tienen ocho o nueve milenios. Hasta la inmortalidad
se vuelve aburrida después de seis mil años. Las líneas de sangre
Brujah, Tremere y Giovanni son más jóvenes, fuertes y dinámicas que
las otras diez. Aunque nuestros antiguos no son tan viejos, poseen
poderes que rivalizan con los de los líderes de los demás clanes.
No estamos tan cansados de la muerte, y somos comparativamente
pocos los que nos retiramos a un letargo eterno, o los que
abandonamos toda esperanza y observamos por última vez un amanecer.
Los antiguos de estos tres clanes saben que una de nuestras líneas
de sangre está destina a gobernar algún día a los Vástagos. Aunque
forjamos alianzas inestables y hasta perseguimos objetivos comunes,
comprendemos que los otros dos clanes son nuestros verdaderos
rivales entre los Cainitas. Por eso, aunque desee que Madeleine
Giovanni cese en su interminable persecución, sé que eso nunca
ocurrirá. Los Brujah, los Tremere y los Giovanni están enzarzados
en una batalla secreta hasta la muerte. Una guerra de sangre. En
este tipo de conflictos no se aceptan compromisos.
–George lleva mucho tiempo fuera -dijo Tony Blanchard. Espero
que esté bien…
–Estoy seguro de que el señor Kross se unirá a nosotros en un
momento -respondió Caravelli mientras se ponía en pie-. Ah, ha
llegado la cena.
Tres enormes vampiros entraron empujando una mesa con ruedas.
Sobre ella había tres grandes bandejas de plata cubiertas con
sendas tapas. Los asistentes colocaron una bandeja frente a cada
uno de los jefes del Sindicato.
–Ey -dijo Sol Cohen-. ¿Qué hay de George? Debería estar
aquí.
El Don sonrió e hizo una señal a sus hombres, que levantaron
las tapas. Los gritos horrorizados de los tres gángsteres resonaron
en el salón. George Kross había vuelto, pero hecho pedazos. Su
mirada asustada y sus ojos abiertos frente a Tony Blanchard
indicaban que su muerte no había sido agradable.
–Mientras narraba mi pequeño relato para distraer su atención
-dijo Caravelli- uno de mis hombres, especializado en la lectura de
pensamientos, investigó sus mentes. No fue difícil descubrir que el
señor Kross llevaba meses planeando su pequeño engaño. Creía poder
infiltrarse en mi fortaleza y aprender mis secretos. Soñaba con
vender luego su conocimiento al mejor postor. Estúpido, tomarme por
un idiota. – Rió de forma salvaje. Su rostro ya no parecía en
absoluto humano. Sus ojos brillaban con un rojo
sanguíneo.
»Su viaje al lavabo fue producto de una poderosa sugestión
colocada en su mente por mi agente. Pensé que era mejor tratar con
el señor Kross fuera, ya que no hubiera sido muy hospitalario
descuartizarlo durante nuestra pequeña charla. – Hizo un gesto y
los ayudantes taparon las bandejas-. Ustedes, caballeros, vinieron
aquí de buena fe para hacer negocios, y aprecio eso. Por favor,
tengan en cuenta que deseo que las conversaciones se desarrollen
con facilidad. Confío en que encontrarán realmente generosa mi
oferta a su organización. – Ya no era necesario seguir
amenazándolos con el cadáver mutilado de George Kross frente a
ellos sobre la mesa.
»En cualquier caso, saben demasiado sobre los Vástagos como
para abandonar este lugar tal como vinieron -declaró cuando los
sirvientes despejaron la mesa-. Mi segundo de a bordo, Don Lazzari,
les proporcionará en breve algo de su sangre. La transformación de
humano en ghoul es bastante indolora, y garantizará el silencio
sobre todo lo que han oído aquí esta noche, asegurando su lealtad
ante mis menores deseos. – Don Caravelli miró a sus invitados, aún
temblorosos-. Quizá ahora comprendan por qué Madeleine Giovanni y
yo no podemos llegar a un acuerdo. A ninguno de los dos se le da
muy bien perdonar…
No podía dejar de reír.
McCann soñaba…
Una lámpara de aceite solitaria tembló cuando la fría brisa
recorrió la estancia, apenas iluminada. Enormes sombras negras,
proyectadas por las grotescas gárgolas de piedra repartidas por
todo el lugar, bailaban en las paredes de arenisca. Un brazo
espiral cubierto de pictogramas se cerraba alrededor del suelo de
baldosas rojas. Los dibujos terminaban en la base de una mesa ancha
y elevada construida en bronce, piedra y plata, justo en el centro
del escondite.
Alrededor había un círculo de trece cirios verdes que ardían
con una pequeña llama azulada. En lo alto de la plataforma había
decenas de vasijas de barro cocido, cada una llena de algún extraño
fluido. Dos figuras se apoyaban en la mesa mientras contemplaban el
recipiente de mayor tamaño. En sus ojos ardían fuegos similares a
los de las velas.
El hombre medía casi un metro noventa y era de hombros
anchos. Estaba vestido con una bata y un par de sandalias. El
cabello, negro como la noche, le llegaba hasta los hombros. El
rostro, delgado y bien trazado, tenía la nariz achatada, la
barbilla afilada y los labios finos. La piel demasiado blanca y los
símbolos místicos dibujados en sus mejillas denotaban que no se
trataba de un hombre normal… ni un vampiro normal. Era Lameth,
chiquillo de Asshur y el mayor hechicero que había pisado nunca la
Tierra.
La mujer a su lado era igualmente impresionante, y estaba
vestida de modo que mostraba sus muchos encantos. Era tan alta como
Lameth, pero su melena era rubia, del color de la luna nueva. Sus
grandes pechos, delgada cintura y anchas caderas ayudaban a que
muchos la consideraran la mujer más bella, viva o muerta, de la
Segunda Ciudad. Sus inmensos ojos, su sonrisa cautivadora y sus
labios gruesos eran la prueba de que ni siquiera la muerte podía
apagar las pasiones que ardían en su interior. Era Anis, en su día
princesa de Ur pero ahora chiquilla de un vampiro de la tercera
generación conocida como Brujah.
–Trabajé durante dos siglos -declaró Lameth- perfeccionando
este elixir. Muchas fueron las ocasiones en las que creí que nunca
terminaría.
–Esas fueron las noches en las que yo intervine -murmuró
Anis-, ofreciéndote el coraje necesario para continuar. Como
corresponde a dos amantes.
Lameth rió burlonamente.
–El papel de esposa amantísima no es para ti, mi querida
Anis. No me animaste por sentimientos de amor, sino por tu pasión
devoradora. Tu motivación procedía únicamente del deseo de vivir
eternamente, libre de las bestias que acechan dentro de todos los
Vástagos.
Anis rió entre dientes.
–¿Por qué eres tan cínico, Lameth? No te recuerdo
rechazándome en aquellas noches en las que te enseñé que incluso
los muertos vivientes pueden disfrutar con los placeres del amor
físico. Parecías un estudiante bastante interesado en la
lección.
–Igual que instruiste a tantos otros -respondió Lameth
sonriendo-. Tus amantes son legión, Anis. Si no estuviera seguro de
tus orígenes mortales pensaría que Brujah había Abrazado a un
súcubo como chiquillo. Desde hace un tiempo escucho rumores
increíbles que te relacionan con Troile, aunque me resulta difícil
comprender qué puedes ver en ese rebelde.
Anis entrecerró los ojos y escudriñó la estancia, como si
estuviera buscando espías.
–Sólo a ti, Lameth, te revelaría la verdad, pues a pesar de
tus palabras te amo. Fuimos amantes en vida y lo hemos sido en la
muerte. Es imposible romper los lazos que nos unen. Eres el único
Vástago en el que puedo confiar.
–Del mismo modo que yo te confío los secretos de mi elixir
-respondió Lameth con seriedad-. Si los otros supieran de su
existencia ambos sufriríamos la Muerte Definitiva, especialmente
cuando descubrieran que apenas tenía ingredientes para dos
tratamientos. Mi destino está en tus manos. Como dijiste, nuestra
suerte está unida. Puedes confiarme tu secreto, por muy prohibido
que sea.
–Necesito liberarme -dijo Anis-. No sólo de la sed insaciable
que amenaza mi cordura, sino también de los grilletes que me atan a
aquel que me convirtió en lo que soy, mi sire. Yo, que una vez fui
la hija del rey de la mayor ciudad del mundo, no puedo soportar la
idea de servir a otro. Debo romper mis cadenas. Aquel que gobierna
mi voluntad debe morir.
–¿Tramas la destrucción de Brujah? – susurró atónito Lameth-.
Imposible. Nunca conseguirás acercarte lo suficiente como para
lograrlo. No se fía en nadie.
–Error -respondió Anis-. Confía en su primer chiquillo, su
favorito, Troile.
Lameth la miró confundido.
–Troile venera a Brujah. Trata a su sire como si fuera un
semidiós.
–Hasta los dioses pueden ser destruidos -dijo ella formando
con sus labios una sonrisa de satisfacción-. Troile podrá venerar a
su maestro, pero me desea. La pasión es más fuerte que la fe, mi
amado. La pasión oblitera la razón. Troile me
pertenece.
Lenta, sensualmente, Anis se pasó las manos por los pechos y
los sujetó con las palmas. Sus ojos refulgían.
–Pronto, muy pronto, mi amante intentará matar a Brujah. Si
lo logra, seré libre. Si fracasa, hay muchos otros Vástagos a los
que seducir. Muchos.
–Si Troile bebe la sangre de Brujah será de la tercera
generación.
–No me importa -rió Anis-. Conociéndolo, se verá tan superado
por los remordimientos que huirá para siempre de la Segunda Ciudad.
El poder no significa nada para esos idealistas advenedizos. No
importa su generación, mi marca estará sobre él. Ahora y
siempre.
–Estás loca -dijo Lameth-. Gloriosamente loca. Aunque
cuestiono los métodos que empleas, comprendo perfectamente tus
sentimientos hacia la esclavitud. Asshur no demanda nada de mí,
pero aun así odio su gobierno. Si pudiera deshacerme de mi sire, lo
haría.
–Encuentra un peón al que manipular -respondió Anis-. Quédate
siempre en la sombra, fuera de la vista. Deja que tu agente corra
los riesgos y sufra las consecuencias si fracasa. Siempre que sea
posible, Vincula con Sangre a tu confederado antes de actuar y
asegúrate de ordenarle que olvide tu papel en la
trama.
–Eres la inquinante más consumada -musitó Lameth con
admiración.
Anis se acercó a él.
–Eres el único que significa algo para mí, Lameth. Así fue en
vida, y así es en la muerte. Auxíliame en mis planes. Ayúdame a
socavar a la tercera generación. Juntos podremos gobernar el
mundo.
Lameth tomó el recipiente que contenía el elixir y llenó dos
copas con el negro líquido.
–Bebe -ordenó-. Esta poción destruirá la malvada hambre que
nos consume. Bebe y entonces discutiremos sobre el
futuro.
McCann soñaba…
El hombre de negro sonrió.
–¿Firmaron formalmente la paz los clanes con los arribistas
Giovanni?
–Exactamente como esperabas -respondió su compañero, cuyas
facciones y vestimenta le identificaban como a un asesino
Assamita-. Aceptaron lo inevitable. Augustus Giovanni fue
reconocido como un Cainita de tercera generación que había
reemplazado a Asshur mediante diablerie. El chiquillo Veneciano fue
declarado un auténtico Vástago y su clan tomó el lugar de los Hijos
de Asshur.
El otro asintió.
–Incluso los no muertos se cansan después de cien años de
lucha. Lo que me sorprende es que los líderes de los clanes
tardaran tanto tiempo en llegar a esa conclusión. ¿Cuál es la
esencia del acuerdo?
–Los Giovanni aceptaron involucrarse en los asuntos
vampíricos. Hicieron el Juramento de Caín de permanecer neutrales
en todas las disputas de los clanes. También dejarán de perseguir a
los pocos Hijos de Asshur supervivientes.
–Considerando que no ha quedado más que un puñado no han
cedido demasiado -rió el hombre de negro-. Los Giovanni lograron la
paz y el reconocimiento que buscaban a cambio de unas pocas
promesas que no les costará nada mantener.
–Hicieron el Juramento de Caín -protestó el Assamita-. No se
atreverán a violar el voto.
–Llevo más de mil años siendo un vampiro, – dijo solemne el
hombre de negro-. Durante ese tiempo he sido testigo de la ruptura
de miles de juramentos, cientos de votos y millones de promesas.
Los Vástagos no son más nobles que la semilla de la que proceden.
La humanidad nunca ha honrado su palabra. ¿Por qué deberían los
vampiros?
–¿Mintieron entonces los Giovanni?
–Mantendrán una astuta fachada -respondió el otro-. Como
nigromantes, están más interesados en los muertos que en los vivos…
o en los muertos vivientes. Dudo que hagan nada que moleste a los
demás clanes. El suyo es el juego de esperar y observar, pero lo
que en realidad preparan para los vampiros es un misterio sobre el
que no quiero ni pararme a pensar.
–Imaginas cosas -dijo el Assamita-. Los Giovanni son
demasiado pocos como para representar una amenaza. Malgastan sus
energías en el comercio y los negocios, como si el dinero fuera lo
único que interesara a los Vástagos.
–¿No hubo nadie en las negociaciones que mostrara interés en
la identidad del vampiro que Abrazó de forma tan insensata a
Augustus Giovanni? ¿Por qué asumió aquel riesgo? – preguntó el
hombre de negro.
–Nadie hizo tales preguntas. Te preocupas por nada. Además,
ya pagó el precio de su arrogancia con su vida y su sangre. No
debería haber retado la voluntad de un nigromante.
–Quizá no tuviera otra opción -dijo el hombre de negro-.
Ninguna elección.
Y Lameth, que utilizaba al hombre de negro como su voz y sus
oídos, sonrió satisfecho.
McCann despertó…
Fuera estaba oscuro. Había comenzado otra noche y ya era hora
de vestirse y empezar a moverse. El Príncipe quería verlo en el
club. Quizá tuviera alguna noticia sobre la Muerte Roja o sobre la
misteriosa Rachel Young, el ghoul cuyo verdadero amo era fuente de
tanta confusión.
Aunque estaba completamente despejado se sentía preocupado
por sus sueños. Ambas conversaciones habían tenido lugar hacía
muchos siglos, y parecía muy extraño que, de repente, recordara
ambas la misma noche. Se sentía incómodo y nervioso. Sospechaba que
había poderes más allá de su comprensión manipulando su mente, y
esa no era una idea precisamente agradable.
Fue entonces cuando notó la pequeña caja sobre la mesilla al
lado de su cama. Sus ojos se abrieron atónitos. Desde luego, no
estaba allí cuando se durmió. Comprobó mentalmente las defensas que
protegían su hogar, pero estaban intactas. No había señal alguna de
que hubieran sido forzadas, pero aquel presente era una prueba
palpable de que alguien había entrado mientras
dormía.
Con sumo cuidado dobló los bordes de la caja. Dentro estaban
las cartas y papeles de su despacho, así como las fotografías del
Tremere obtenidas en Rusia.
No había nota alguna, pero tampoco hacía falta. Sobre las
fotografías había una lentejuela verde.
Normalmente, una urbe del tamaño de la capital podría
albergar con comodidad a unos doce vampiros, pero anualmente más de
diez millones de turistas visitaban la metrópolis. Este enorme
influjo de sangre nueva, junto con la población constantemente en
movimiento debido a las contrataciones y despidos políticos,
permitían la presencia de varias decenas de Vástagos en la misma
ciudad y los suburbios circundantes.
La noche pasada la Muerte Roja había reducido ese número en
dos, y Makish tenía planeado continuar con la tendencia. Siguiendo
las instrucciones de su horripilante patrón, el Assamita se
proponía eliminar a la cuarta parte de los residentes vampíricos de
Washington. Era un plan ambicioso, pero a Makish le gustaban los
retos. La Muerte Roja había planteado una recompensa creciente por
cada Vástago destruido: cuantos más desaparecieran, mayor sería el
precio por cada Muerte Definitiva. Aquella noche Makish se sentía
codicioso… y letal.
Deadlands era un popular club privado
para hombres en la sección Anacostia de la ciudad. Se encontraba al
este del río del mismo nombre, en uno de los peores barrios. Nadie
visitaba el lugar sin guardaespaldas, ni trataba de entrar sin
invitación.
El dueño del establecimiento era un Toreador de octava
generación llamado John Thompson. Llevaba más de un siglo en la
ciudad y había adoptado decenas de nombres diferentes. Tenía buenos
contactos con los dirigentes más corruptos y trabajaba duro para
satisfacer los deseos más decadentes de los exclusivos miembros de
su local.
No había nada excesivo para aquellos que frecuentaban el
Deadlands. El sexo y la droga eran la norma, y se organizaban
orgías todas las noches. Era posible experimentar el sadismo, la
tortura e incluso el sacrificio ritual… por un precio. Se había
aprobado más de un aumento en los impuestos para ayudar a algún
congresista a pagar las exorbitantes tarifas de
Thompson.
Makish era, en cierto modo retorcido, una persona de moral
recta. Consideraba al Toreador un necesario pero desafortunado
vínculo entre el mundo de los vivos y el de los no muertos. Para
asegurar su seguridad los Vástagos necesitaban controlar a gente
importante en el gobierno. Eso era aceptable. Sin embargo, el
asesino encontraba extremadamente desagradable la complacencia
permanente de los instintos más básicos de los políticos. Creía que
tales actos colocaban a la Camarilla a la misma altura que el
Sabbat. La eliminación de Thompson prometía ser un entretenido
proyecto artístico.
El Assamita llegó al Deadlands poco después de la una de la
madrugada. Cogida a su cinturón llevaba una gran bolsa negra que
contenía las herramientas necesarias para llevar a cabo su misión…
y las siguientes.
Estaba de buen humor. Durante su paseo hacia el club había
sido asaltado por tres matones que, antes de atacar, habían hecho
algunos estúpidos comentarios insultantes sobre el color de su piel
y la naturaleza de sus antepasados. Mala idea por su parte. El
Assamita los había estrangulado con sus propios intestinos, y
consideraba que su horrorizada mirada de incredulidad mientras se
ahogaban hasta morir era un pago adecuado por las afrentas a su
dignidad.
Animado con el recuerdo, comprobó la entrada del local. Como
era de esperar, estaba guardada por media docena de ghouls que
proporcionaban el músculo necesario para mantener el Deadlands a
salvo de invitados no deseados. Todos tenían el aspecto de
jugadores profesionales de fútbol americano y cada uno llevaba a la
vista un fusil automático AK-47. Ningún policía patrullaba esta
sección de la capital: no se atrevían.
Makish sonrió y sacudió la cabeza. Como muchos otros
Vástagos, Thompson se había vuelto complaciente. Se creía
invulnerable. Tratar con humanos ordinarios parecía haberle mellado
el filo. Los ghouls eran más fuertes, rápidos y letales que los
humanos normales, pero carecían de imaginación y no comprendían lo
que un Vástago realmente poderoso podía llegar a hacer si se le
provocaba. No eran rivales para un asesino Assamita, especialmente
para ese en particular. Un asalto directo llevaría demasiado tiempo
y daría a su presa la oportunidad de escapar, pero había otros
métodos de entrar en una fortaleza. En cualquier
fortaleza.
Para Makish, pensar era actuar. Moviéndose a una velocidad
cegadora entró en edificio desierto a dos portales del club y tardó
meros segundos en llegar hasta el tejado. Estaba al mismo nivel que
el contiguo, por lo que de un fácil salto cubrió el espacio entre
los dos. Estaba a menos de diez metros de su objetivo, y los ghouls
no miraban hacia arriba. Extendiendo su percepción, Makish
supervisó el tejado inclinado del edificio del Deadlands. Había
sido una mansión victoriana, pero la habían reconstruido y
reforzado para convertirla en club. Había diversas alarmas y
detectores de movimiento en el tejado y en la cornisa, pero ningún
guardia. Esa era toda la información que
necesitaba.
Elevándose como un murciélago superó los diez metros entre
los dos edificios con un poderoso salto, pero los sensores no
detectaron nada inusual: el Assamita los había bloqueado con sus
formidables poderes sobre la maquinaria.
Bajo la madera y el ladrillo de la cubierta había una capa de
acero: no había problema. Volvió a comprobar la planta superior en
busca de ocupantes, pero sólo había dos mortales dedicados a sus
pasionales asuntos. Dudaba de que notaran siquiera su
entrada.
Makish endureció sus dedos hasta que adoptaron la
consistencia del diamante y golpeó el tejado. Como un misil, la
mano se hundió en el acero y lo atravesó. Sin esfuerzo, el asesino
la abrió y tiró hacia fuera, pelando como una naranja una sección
lo suficientemente grande como para que él cupiera. Sin un solo
ruido entró en el local con la bolsa negra colgando de su
cadera.
Se encontraba en la quinta y última planta. Thompson estaba
dos más abajo, hablando de negocios con unos posibles clientes.
Makish tenía un programa apretado, por lo que no podía permitirse
sutilezas. Había planeado no dejar supervivientes de sus ataques.
Aunque le desagradaba matar a gente que no había hecho nada, no se
podía decir que estos legisladores fueran hermanitas de la caridad.
Acabando con ellos casi estaba haciendo un favor a sus
votantes.
A su espalda llegó un grito de mujer. Se volvió rápidamente.
Durante un momento había olvidado a la pareja que estaba haciendo
el amor. En medio del pasillo había una joven bastante atractiva (y
bastante desnuda) con una expresión horrorizada, gritando histérica
a todo pulmón. No había señal de su compañero.
Una rápida exploración de sus pensamientos reveló que el
hombre, un viejo político, se había colapsado inesperadamente en la
cima de la pasión. La mujer, una prostituta de lujo, había salido a
buscar ayuda médica para encontrarse con Makish descendiendo por el
agujero en el techo.
–Mis disculpas -dijo el vampiro pesaroso mientras golpeaba a
la mujer en la sien. El impacto le destrozó instantáneamente el
cráneo y la derrumbó sobre un charco de sangre.
Arrastrando el cadáver, Makish entró en la habitación de la
que había salido la prostituta. El senador estaba en la cama,
aferrándose el pecho y pugnando por respirar. Había sufrido un leve
ataque cardiaco, suficiente para incapacitarlo pero no para acabar
con él. El Vástago completó el trabajo arrancándole el corazón. Sin
esfuerzo alguno lanzó el cuerpo de la mujer sobre el del político.
Unidos en vida, parecía apropiado que lo estuvieran también en la
muerte.
Las alarmas, activadas por los gritos, sonaban por todo el
edificio. El asesino no hizo esfuerzo mental alguno para apagarlas,
ya que prefería un poco de caos mientras trabajaba. La confusión le
era útil.
Con la mente fija en la posición de Thompson bajó rápidamente
por la escalera, donde se encontró con tres ghouls
armados.
–¡Allí, por favor, rápido! – gritó tembloroso mientras
señalaba la habitación que acababa de abandonar-. ¡El senador
parece muy enfermo, creo que no sobrevivirá!
Los ghouls pasaron a su lado, pero murieron cuando el vampiro
les desgarró la garganta con tres rápidos golpes.
Con las manos cubiertas de sangre, siguió bajando. No
esperaba más interrupciones, y así fue. Encontró a Thompson todavía
en su despacho, asegurando a sus invitados que no había motivo
alguno para el pánico.
Entrando en la habitación, Makish sonrió a dos congresistas
antes de convertir sus cabezas en una masa gelatinosa. Thompson, un
hombre bajo y achaparrado con un enorme bigote, estaba
atónito.
–¿Q-quién eres? – preguntó.
–Imparto justicia -respondió el asesino, consciente de las
videocámaras ocultas y de las máquinas que registraban cada una de
sus palabras y movimientos. Su, discurso, algo afectado, era el de
la Muerte Roja-. Tu presencia en esta ciudad lleva demasiados años
ofendiendo al Sabbat. Esta noche terminarán los
insultos.
–¡No! – gritó Thompson mientras apoyaba su espalda contra la
pared que había tras su escritorio. Aunque estaba aturdido por lo
que acababa de contemplar, aún gobernaba sus emociones. Sus
pensamientos revelaban un botón bajo la mesa, ya presionado, que
alertaría a los ghouls de la entrada, así como la existencia de un
pasadizo de emergencia oculto tras una panel a la derecha-. Podemos
llegar a algún trato, en serio. Podemos llegar a algún
acuerdo.
Makish jugó con la idea de dejar escapar a Thompson por el
pasadizo para prolongar la caza unos minutos, pero los negocios
eran los negocios, y aquella noche tenía muchas más muertes
programadas. En ocasiones había que sacrificar el arte en nombre de
la conveniencia.
Sacó de su bolsa negra una estaca de madera de casi medio
metro de longitud. Thompson gritó horrorizado al verla. Sus dedos
buscaron el panel oculto, pero nunca llegaron a abrirlo. Makish se
movió como el rayo, lanzando sus manos y atravesando el corazón de
su presa con la estaca. El Toreador, con la mirada congelada, cayó
al suelo.
Contrariamente a la creencia popular las estacas de madera no
matan a los vampiros, sino que los paralizan hasta que son
extraídas. El Vástago estaba ileso, meramente inmovilizado, que era
lo que pretendía el Assamita.
Éste sacó de su bolsa un rollo de cinta gris y una pequeña
esfera de cinco centímetros de diámetro. Apagó mentalmente todos
los mecanismos de grabación del despacho, ya que prefería no
enseñar sus juguetes especiales ni a la Camarilla ni al Sabbat. Su
gusto por la Termita era bien conocido. La muerte mediante potentes
explosivos era la expresión artística favorita de
Makish.
–Bien abierta, por favor -dijo educadamente mientras con una
mano introducía la esfera en la boca de Thompson. Un delgado hilo
conectaba el mecanismo a la estaca enterrada en el pecho del
vampiro. Con cuidado, el asesino envolvió la boca y la parte
superior del torso de su víctima con la cinta, que al estar
reforzada con fibra de vidrio era prácticamente indestructible. No
podía rasgarse, sólo despegarse, lo que podía llevar horas de duro
trabajo. Sin embargo, extraer la estaca requería mucho menos
esfuerzo.
–Tus ghouls llegarán en breve -dijo con tono alegre-. Al
verte congelado en el suelo pensarán inmediatamente en eliminar la
causa de tu angustia, pero serás incapaz de decirles que no lo
hagan. Por desgracia, cuando te saquen la estaca activarán el
juguetito que tienes en la boca, una pequeña pero extremadamente
potente bomba de Termita. El fuego debería consumir tu cuerpo en
meros segundos. Los colores serán espectaculares. Va a ser un final
verdaderamente artístico.
Recogiendo su bolsa, Makish se introdujo por el pasadizo
secreto. Era un modo de escape mucho más rápido y sencillo que
regresar al tejado.
–Adiós -se despidió del inmovilizado Thompson-. Gracias por
tu cooperación. Disfruta de la espera.
La explosión fue tan fuerte que Makish pudo escucharla a dos
manzanas de distancia del Deadlands. Sonrió satisfecho, pensando
que era un excelente comienzo para una noche llena de
trabajo.
El Príncipe celebraba el consejo en su despacho en la parte
trasera del Club Diabolique, Estaban presentes Vargoss, Flavia,
McCann, un Brujah de novena generación llamado Darrow y un
Nosferatu de octava conocido únicamente como "Carafea", por motivos
evidentes.
Darrow, que conducía una Harley y al que le gustaba la ropa
de cuero negro y los tatuajes por todo el cuerpo, aconsejaba al
Príncipe en asuntos políticos. A pesar de su aspecto no eran un
rebelde: había pasado gran parte de su vida mortal sirviendo en el
ejército británico, participando en las principales campañas del
siglo XIX y siendo veterano en cien batallas. Era una voz calmada y
razonable, y no dudaba en llevar la contraria a Vargoss cuando éste
estaba equivocado.
Nadie en San Luis sabía mucho sobre el pasado de Carafea.
Medía casi dos metros quince y era delgado como un palillo, pero
llevaba viviendo en la ciudad más que ningún otro vampiro. Su
rostro parecía el de un dibujo de Gahan Wilson: ancho, ojos
saltones, nariz diminuta, boca grande llena de colmillos amarillos
y orejas que sobresalían de su cabeza como si fueran antenas. Sus
rasgos grotescos le daban un aspecto idiota, pero no lo era. El
Nosferatu disfrutaba de una prodigiosa memoria para los nombres,
las fechas y los hechos. Como muchos de su clan, prosperaba
recogiendo y procesando nuevos datos para obtener información útil.
Servía como Ministro de Inteligencia del Príncipe.
–La Muerte Roja golpeó la noche pasada tres veces más en los
Estados Unidos -dijo Vargoss apoyando los brazos sobre la mesa.
Estaba claramente preocupado. Su mirada se clavaba en los tres que
le observaban atentamente. A su espalda, como siempre, estaba
Flavia. Ya no vestía de cuero blanco, sino negro. Por primera vez
en décadas aparecía sola.
–Según los informes que he recibido hace menos de una hora
apareció también en Europa mientras dormíamos. Cinco muertos en
París, en una recepción en el Louvre, dos más en Marsella, durante
una reunión del clan Ventrue. Envió a un total de treinta y cinco
Vástagos a la Muerte Definitiva.
–¿Seis apariciones diferentes en veinticuatro horas? – dijo
McCann-. Nuestro espectral amigo se mueve verdaderamente
rápido.
–¿Estamos seguros de que se trata del mismo tipo? – intervino
Darrow, dando voz a las sospechas del detective-. Su cara deforme y
ensangrentada es muy distintiva. Quizá la idea sea llamar la
atención, ¿no? Cualquier Vástago capaz de esculpir la sangre podría
crear en su rostro aquella máscara grotesca. En vez de tratar con
una sola Muerte Roja podríamos enfrentarnos a varias. Puede que
toda una carnada del Sabbat haya hecho un pacto con algún
demonio.
–Siguiendo ese razonamiento, ¿estamos seguros de que se
trataba de un vampiro? – preguntó McCann. El detective estaba
ansioso por establecer ciertos hechos que sabía eran
ciertos.
–La abominación pertenecía a los Vástagos -respondió molesto
Vargoss-. Mi voluntad tocó la suya cuando le ordené detenerse. La
sangre llama a la sangre, McCann. No hay duda de que la Muerte Roja
era uno de los Condenados.
–Un vampiro compuesto por fuego viviente -respondió el
detective-. Increíble. ¿Existen tales disciplinas?
–Ninguna practicada dentro de la Camarilla -intervino
Carafea. Su voz aguda sonaba como la de un dibujo
animado.
–Darrow tiene razón -declaró Vargoss-. La Muerte Roja
pertenece al Sabbat. Esos adoradores de los demonios se burlan del
poder de las llamas. Uno de sus rituales sagrados, la Danza del
Fuego, les obliga a saltar sobre una pira
funeraria.
–Lo siento -dijo McCann-, pero no acepto ese tipo de
deducciones. Soy un detective, ¿recuerdas? Usemos algo de lógica.
Saltar sobre una hoguera no tiene nada que ver con quemar el suelo
a tu paso. No descarto una posible participación del Sabbat,
únicamente me pregunto por qué no han utilizado antes este método
de ataque. La guerra entre las dos sectas lleva en marcha más de
quinientos años. ¿Por qué guardar a la Muerte Roja hasta esta misma
semana? Hay algo encerrado que de momento no somos capaces de
percibir.
–McCann ha hecho una buena apreciación -dijo Darrow-. Estos
putos ataques no tienen sentido. El Sabbat suele pasar años
organizando una cruzada para apoderarse de una ciudad. Todos
conocemos el procedimiento: primero mandan a los espías, luego
introducen traidores en el concilio de los antiguos. Después llegan
sus esfuerzos por exponer la Mascarada mediante asesinatos y actos
terroristas cuidadosamente calculados. Entonces, durante el caos,
atacan con una gran superioridad numérica y exterminan a cualquier
vampiro al que no puedan convertir a su causa. No hay lugar para la
Muerte Roja en esos planes.
–Quizá hayan inventado una nueva estrategia para reemplazar
sus viejos métodos -propuso Carafea-. ¿Por qué iban a perder tiempo
y esfuerzos en una Cruzada cuando esa criatura puede acabar en una
sola noche con todos los antiguos de una ciudad?
–Suena muy bien -dijo McCann-, pero eso no ha sucedido. El
Príncipe no fue destruido. San Luis no ha sido arrasada por
miembros del Sabbat ansiosos por consolidar su control. ¿Veis lo
que quiero decir? La Muerte Roja mató a algunos Vástagos, pero casi
todos ellos pertenecían a las últimas generaciones. El ataque
redujo un poco la población, pero la situación general no ha
cambiado mucho.
–Mierda -dijo Darrow con una mueca-. Estamos ignorando la
pregunta más importante de todas. ¿Por qué atacó, para empezar, la
Muerte Roja? Sin querer ofender, mi Príncipe, San Luis no es uno de
los objetivos prioritarios del Sabbat, por lo menos según nuestros
informes de inteligencia. Tienen los ojos puestos en ciudades más
grandes e importantes. ¿Qué coño nos hace lo suficientemente
especiales como para atraer la atención de ese monstruo de fuego
hijo de puta?
–No me has molestado, Darrow -dijo Vargoss-. Aprecio tu
honestidad más que cualquier adulación. Además, es un comentario
acertado. Por lo que he podido deducir de mis discusiones con otros
antiguos de la Camarilla, la primera aparición de la Muerte Roja
anoche se produjo, sin duda alguna, en este local. ¿Por
qué?
McCann creía saber la respuesta, pero no tenía la menor
intención de decir que la Muerte Roja había aparecido en su busca,
ya que eso provocaría preguntas que llevaba siglos evitando. Era el
momento adecuado para dirigir la conversación en otra
dirección.
–¿Recordáis a Tyrus Benedict? – Preguntó-. Puede que la
respuesta esté relacionada con su visita.
–El brujo Tremere -dijo Vargoss-. Por supuesto, prácticamente
lo había olvidado. – El Príncipe frunció el ceño. Del bolsillo de
su abrigo sacó varias páginas dobladas en papel de fax-. Anoche
envié un mensaje al respecto a Viena interesándome por la misión de
Benedict. Esta respuesta, del mismo Etrius, llegó mientras
dormía.
McCann, un estudioso de la historia y la organización de los
Tremere, reconoció inmediatamente el nombre del máximo dirigente
del Círculo Interior de los Siete. Etrius servía como guardián del
fundador del clan de los magos vampiros, el poderoso hechicero
conocido como Tremere. Éste yacía aletargado en un sarcófago de
piedra en las catacumbas bajo Viena. Corrían rumores extraños sobre
la condición de su cuerpo, comentarios que Etrius se negaba a
confirmar o a negar.
–El mago, un frío y despiadado hijo de Satanás como todos los
de su clan, no mostró el menor pesar por la muerte de Benedict. Sin
embargo, estaba extremadamente interesado en la historia de la
Muerte roja y en su control del fuego.
–Vaya sorpresa, el muy cabrón -dijo Darrow. Como casi todos
los Vástagos, temía y desconfiaba de los Tremere. Aunque aseguraban
ser leales miembros de la Camarilla, todo el mundo sabía que
perseguían sus propios intereses, que no compartían con nadie-. ¡Lo
que darían esos diablos por dominar un poder como el de la Muerte
Roja! ¡Serían capaces de eliminarnos a todos del mapa y de reírse
de nosotros por proporcionarles la información para
hacerlo!
Vargoss asintió. La poca confianza que pudiera tener en los
Tremere se había desvanecido cuando su más cercano consejero,
Mosfair, se volvió contra él hacía pocos meses. Sólo la
intervención de McCann había salvado al Príncipe de la traición
definitiva. El detective nunca reveló que Mosfair actuaba realmente
para el Sabbat, no para su propio clan. A McCann no le gustaban las
alianzas entre las principales líneas de sangre de los Vástagos, y
hacía todo lo posible por impedirlas.
–Sin embargo, lo que encontré sumamente interesante fue un
mensaje en la segunda página del comunicado. Etrius indicaba que
Benedict había sido enviado únicamente para disculparse
personalmente por las transgresiones de su hermano de clan,
Mosfair. No llevaba con él documento alguno relacionado con los
Nictuku o con los recientes acontecimientos de Rusia. – El Príncipe
se detuvo, disfrutando visiblemente de la cara sorprendida de sus
consejeros. Vargoss poseía un acentuado sentido del
dramatismo.
»Lo que es más, Etrius dice que aunque Benedict relató
correctamente los hechos básicos sobre el misterio, ninguno de los
Tremere enviados a Rusia para investigar el problema soviético ha
regresado. El nombre del Ejército de la Noche no significa nada
para él, ni sabe una palabra sobre las
fotografías.
–Vaya pedazo de mierda -declaró Darrow-. ¿Crees a ese gusano
hechicero, mi Príncipe? Puede mentir.
–¿Quién es capaz de discernir la verdad en los Tremere? –
respondió Vargoss-. Sin embargo, por el tono de la misiva sospecho
que Etrius parecía sumamente inquieto por mi información. Me pidió
que, urgentemente, le relatara palabra por palabra todo lo dicho
por Benedict sobre Baba Yaga.
–Estoy seguro -dijo Darrow-. A los Tremere no les gustan las
sorpresas.
–Según las antiguas leyendas de mi clan -intervino Carafea-
la Bruja de Hierro fue la mayor hechicera del mundo. Era una de los
Nictuku, monstruos creados por Absimiliard, el primer Nosferatu, en
sus días de locura. Sus poderes rivalizaban con los de Lameth, el
Mesías Oscuro.
–Parece que alguien estuvo trasteando en los pensamientos de
Benedict durante su viaje desde Viena -interrumpió rápidamente
McCann. Volvía a estar ansioso por desviar la conversación hacia
otro lugar-. No me extraña que la idea moleste a Etrius. Manipular
la mente de un mago no es tarea fácil.
–Ya le he pedido a Carafea que investigue la travesía de
Benedict -dijo Vargoss. El Príncipe fijó su atención en el
Nosferatu-. ¿Qué descubriste?
–Seguir la pista del Tremere demostró ser muy difícil
-respondió-. Utilizó métodos de transporte poco convencionales. Sin
embargo, después de bastantes investigaciones logré averiguar que
Benedict llegó a Washington D.C. hace tres noches. Los intentos por
contactar con mi informador habitual en la capital, mi amigo Amos,
han sido infructuosos. No he recibido respuesta a mis preguntas
sobre las actividades del Tremere en la ciudad, ni sobre mis otras
peticiones.
–Hace tres noches -repitió McCann-,
pero Benedict llegó aquí ayer, lo que nos deja una noche entera sin
información.
–El Sabbat tiene presencia en Washington -dijo Vargoss-.
Quieren añadir la capital a su imperio.
–La Camarilla la controla -respondió Darrow-. Los Tremere son
poderosos allí. Peter Dorfman es el Pontífice, y es muy ambicioso.
Por lo que sabemos, Benedict podría haber recibido nuevas
instrucciones de un miembro de su propia línea de sangre. Además,
existe una amarga rivalidad entre Dorfman y los otros antiguos
Tremere. Meerlinda, dirigente de la rama estadounidense del clan,
los enfrenta para tener un absoluto control. Tanto ella como Etrius
compiten también para hacerse con el dominio de todo el clan. Es un
lío de mil demonios. Podría pasar cualquier cosa.
–Estoy de acuerdo -dijo Vargoss-. Necesitamos un agente que
investigue personalmente la situación en Washington. Es el único
modo de averiguar la verdad.
Todos los ojos se volvieron hacia McCann, que se echó a
reír.
–¿Por qué tengo la sensación de haber sido
elegido?
Vargoss sonrió.
–Eres la opción evidente, McCann. Como detective mortal,
posees las habilidades necesarias para descubrir los hechos.
Además, puedes funcionar durante el día, cuando los Vástagos están
indefensos.
–Sí, y tengo mis poderes mágicos para protegerme -respondió-.
No me valdrán de mucho si me encuentro con la Muerte Roja. Supongo
que estarás dispuesto a pagarme bien por esta
expedición…
Vargoss rió.
–Lo que más me gusta de ti, McCann, es lo agradablemente
franco que eres. Después de estar escuchando mentiras y medias
verdades es un placer escuchar a la verdadera y honesta avaricia. –
El señor vampírico asintió-. Serás bien recompensado por tu tiempo
y tus tribulaciones.
Inesperadamente, Flavia se inclinó y susurró algo al oído del
Príncipe. Éste frunció el ceño y se levantó de la
mesa.
–Disculpadme. Regresaré en breve.
Abandonó la habitación, seguido por su guardaespaldas. McCann
apenas tuvo tiempo de repartir a Darrow y a Carafea otra mano de
gin rummy antes de que los dos
regresaran.
–Los planes han cambiado ligeramente -anunció el Príncipe
mientras volvía a sentarse. Flavia recuperó su lugar a su derecha-.
Aún vas a Washington, McCann, pero no solo. Flavia te
acompañará.
–¿Qué? – dijo el detective-. ¿Qué?
–Flavia me ha convencido de que un humano solo, aunque sea un
mago, no podría resistir el ataque de una manada del Sabbat,
especialmente si la Muerte Roja está involucrada. Además, Flavia
tiene contactos con los líderes más importantes de la Camarilla en
la ciudad. Me veo obligado a aceptar. Tiene razón, necesitas
protección y una buena carta de presentación, y ella es la única
que puede proporcionarte ambas. Darrow ocupará su lugar a mi lado
durante vuestra ausencia.
–Yo trabajo solo -protestó McCann, atrapado.
–No en este caso -replicó Vargoss con un tono que no aceptaba
una negativa. A su lado, Flavia torció los labios en la más leve de
las sonrisas-. No me enfades, McCann. Descubrirás la verdad sobre
Tyrus Benedict y Flavia te cubrirá las espaldas.
–Como ordenes -respondió el detective, cediendo a lo
inevitable-. Será un viaje interesante.
Flavia asintió, lamiéndose sensualmente el labio superior. Él
torció el gesto y ella le guiñó el ojo.
París es una ciudad de muchos misterios. Toma, por ejemplo,
el tendido eléctrico que se introduce en los cimientos de la
catedral de Notre Dame. No existe documentación alguna que indique
porqué están allí esos cables, o adonde conducen. Llevan corriente
y suministran energía a algún lugar bajo el templo. Como nadie se
ha quejado nunca los responsables de urbanismo de la ciudad no han
hecho nada al respecto, dejando los cables en paz. La política,
como ocurre en la administración de muchas grandes urbes, es que si
algo no está roto no hay que arreglarlo.
Otro rompecabezas sin explicación es la vasta red de túneles
subterráneos que cruza todo París. Se encuentran a cientos de
metros del suelo y no son el resultado de ningún proyecto conocido.
Es prácticamente imposible llegar a ellos, y no se recuerda a
ningún hombre que los haya visitado. Quién los construyó, y cuándo,
es un asunto de continua especulación entre los ingenieros. Los
pocos informes al respecto se remontan al siglo XVIII, e indican
que entonces ya se encontraban allí. La postura oficial es que son
los restos de alguna fortaleza subterránea construida durante la
ocupación romana de la zona. La explicación es absurda, pero la
fecha de los túneles se aproxima a la real más de lo que nadie
podría imaginar.
Menos notoria, pero igualmente misteriosa, es la función del
almacén Vert-Galant, en el extremo oeste de la lie de la Cité. El
edificio tiene más de doscientos años de antigüedad y nadie conoce
la identidad de su actual dueño, lo mismo que ha sucedido con todos
los anteriores. Los gastos son pagados mensualmente con un cheque
de una cuenta suiza.
A nadie parece interesarle el hecho de que diariamente
lleguen transportes pero que nunca salga nada. Sin embargo, las
estanterías nunca están llenas. Igualmente misterioso es que estos
cargamentos, que van desde los suministros informáticos hasta las
obras de arte, no vuelvan a ser vistos una vez entran en el
edificio. Los encargados de hacer puntualmente todos los pagos
cobran para no preguntar dónde termina el material o cómo es sacado
de allí. Sus salarios, mucho más altos de lo que merecerían,
proceden de la misma cuenta suiza.
Phantomas conocía la verdad detrás de todos estos misterios.
Las líneas eléctricas llegaban hasta su guarida escondida bajo la
Crypte Archeologique, en la plaza que hay frente a la catedral. Los
túneles, construidos en secreto a lo largo de los siglos por medio
del subterfugio y el engaño, le proporcionan el acceso a cientos de
lugares de toda la ciudad. El almacén era de su propiedad, y todas
las compras se realizaban por medio del módem de su ordenador. El
capital necesario procedía de su cuenta bancaria en Suiza. Los
fondos habían sido obtenidos a lo largo de los siglos mediante el
uso juicioso del chantaje contra los ricos y poderosos de París.
Nadie en la inmensa ciudad, vivo o muerto, podía ocultar un secreto
a los ojos y oídos escrutadores de Phantomas.
Aquella noche el viejo vampiro estaba sentado frente a un
terminal informático en la sala principal de su guarida,
preguntándose si había sobrevalorado sus propias habilidades.
Llevaba varias horas tratando de dar con alguna referencia sobre la
Muerte Roja, pero no había encontrado absolutamente
nada.
Estaba obsesionado con la información. En vida había sido un
estudioso, y después de muerto había conservado su pasión por el
conocimiento. Algunos vampiros vivían por la sangre, pero él lo
hacía por los hechos. Los reunía, guardaba y ordenaba, tratando de
enlazarlos creando patrones con sentido, especialmente aquellos que
tenían que ver con los vampiros.
Hacía más de mil años había concebido su gran proyecto sobre
la historia de los Vástagos, y desde entonces había estado
trabajando en aquella obra maestra de la información. Era su
obsesión, su sueño. El antiguo Nosferatu estaba escribiendo una
enciclopedia sobre los vampiros que contenía cada dato, cada hecho,
todo lo que hubiera sido capaz de recopilar sobre los Cainitas
durante el último milenio. La invención de los ordenadores le había
facilitado enormemente la tarea, eliminando el tedioso trabajo de
escribir a mano toda la información en diarios. Además, la potente
base de datos que utilizaba le permitía cruzar millones de
entradas, permitiéndole establecer contactos entre cientos de
incidentes aparentemente sin relación.
El núcleo de su proyecto era el más completo árbol
genealógico nunca creado sobre la raza vampírica. Empezando con
Caín, el diagrama señalaba a los miles de Vástagos que a lo largo
de los años habían existido. Junto con la descripción de la
relación de cada uno con los demás Cainitas, la tabla mostraba un
detallado perfil biográfico sobre todos ellos. Utilizando esta
genealogía e historia Phantomas esperaba descubrir algún rastro de
la Muerte Roja, pero de momento no había conseguido absolutamente
nada.
Los perfiles sobre los Vástagos los obtenía de cientos de
fuentes diferentes. Había estado utilizando los ordenadores desde
su invención, y era probablemente el mejor pirata informático del
mundo. Podía acceder a los archivos de los principales bancos de
datos, y no había código de seguridad a salvo de sus programas. Los
secretos del mundo estaban al alcance de sus dedos
retorcidos.
Casi toda la información procedía de los grandes equipos
utilizados por la Camarilla y el Sabbat. Ambas sectas mantenían
complejos sistemas de palabras código para proteger sus archivos
del odiado enemigo, pero no sospechaban que una tercera persona,
ajena a sus guerras de sangre, llevaba varios años robándoles
información.
La CÍA estadounidense, las SAS británicas y las ramas CID, la
Süreté francesa, el Mossad israelí y el KGB ruso también le
proporcionaban material. Era insaciable en su búsqueda de precisión
para su enciclopedia. Que nadie más la viera no importaba.
Phantomas trabajaba por su propia satisfacción.
Discretos pinchazos en las líneas informáticas de empresas
repartidas por todo el mundo le proporcionaban detalles sobre los
demás ataques de la Muerte Roja contra las fortalezas de la
Camarilla. Junto con su propia información acerca de la aparición
del monstruo en París, todo había sido introducido en su ordenador.
Luego había programado la máquina para que determinara qué Vástagos
eran lo suficientemente poderosos como para manejar poderes así.
Había ignorado a los trece miembros de la tercera generación, ya
que no hacía falta un ordenador para saber si ya habían despertado
de su letargo milenario.
Una completa búsqueda había arrojado a veintisiete posibles
vampiros. Una segunda pasada eliminó a aquellos involucrados en
grandes disputas de sangre o en letargos prolongados. Para su
frustración, el procedimiento dejó únicamente dos posibles nombres,
ninguno cubierto por sus archivos y biografías: Anis, la Reina de
la Noche, y Lameth, el Mesías Oscuro. Ambos eran figuras
legendarias de la cuarta generación, pero entre los Vástagos las
leyendas solían estar basadas en verdades.
Lameth era supuestamente el mayor hechicero de la historia.
No había acuerdo sobre la identidad de su tutor, pero parecía ser
una de las fuerzas elementales primordiales. Según el mito, Lameth
había descubierto una poción que inducía artificialmente la
Golconda, el estado mental que permitía a los vampiros existir en
perfecta armonía con su entorno. Aquel que controlara el elixir
controlaría a los Vástagos, por lo que Lameth recibió el
sobrenombre de "el Mesías Oscuro". Hacía unos cinco mil años que
había desaparecido por completo, aunque no dejaban de surgir
rumores en los que se daba por segura su participación en los
asuntos de los Cainitas.
Anis, la Reina de la Noche, era contemporánea de Lameth. Los
mitos que se remontaban a la Segunda Ciudad la hacían responsable
de la revuelta en la que la tercera generación se alzó y acabó con
sus sires. Era descrita como la mujer más bella que hubiera
existido jamás, y como una de las más letales.
Las leyendas sobre la Segunda Ciudad la consideraban un ser
consumido por la ambición. Se decía que poseía un encanto seductor
casi tan intenso como el de Lilith, amante de Adán y uno de los
demonios más poderosos. Anis había desaparecido hacía más de cinco
mil años, pero también existían constantes rumores sobre su
reaparición.
Era significativo el hecho de que ninguna leyenda mencionara
al sire de ninguno de los dos.
Frustrado y enojado, Phantomas abandonó la búsqueda de la
identidad de su atacante. Decidió concentrarse en las Disciplinas
especiales de la Camarilla y en las Sendas de la Iluminación
practicadas por los miembros del Sabbat. De nuevo, sus esfuerzos no
revelaron nada remotamente parecido al toque ígneo de la Muerte
Roja. Tampoco había mención alguna a demonios que concedieran a
Vástagos o a mortales tales poderes. Llegó incluso a comprobar los
últimos avances en guerra química y bacteriológica, pero los
resultados fueron los mismos: nada.
El Nosferatu sacudió la cabeza angustiado. Los recientes
informes de América, obtenidos por medio de pinchazos telefónicos
en líneas supuestamente seguras, indicaban que podría haber más de
una Muerte Roja. La posible existencia de toda una línea de sangre
no incluida en su genealogía lo deprimía. Había trabajado en ella
durante cientos de años, por lo que era inconcebible que hubiera
perdido toda una rama de la familia vampírica. Sin embargo, todo
parecía señalar directamente hacia esa conclusión.
Golpeó frustrado el teclado. Lameth o Anis tenían que ser la
Muerte Roja, o uno de los dos debía haber fundado una línea de
sangre cuyos miembros poseyeran sus poderes. Esa era la única
solución posible al misterio, pero no estaba seguro de que fuera la
correcta…
Y entonces Phantomas cayó en que ninguna de sus
especulaciones tenía en cuenta al misterioso joven que le había
advertido del espectro y que conocía su nombre.
Inmediatamente, el teclado pareció cobrar vida. Confundido,
el vampiro levantó las manos de la consola. Las teclas seguían
siendo pulsadas por dedos invisibles.
Una única frase apareció en el monitor. Al verla, Phantomas
no pudo reprimir un escalofrío. No tenía la menor idea de qué
podrían significar, pero estaba convencido de que su recuerdo de
aquel hombre del Louvre había disparado la respuesta del ordenador.
Con voz temblorosa leyó el nombre en alto:
-Los Sheddim.
Edgar Alan Poe
"Ligeia"
La mujer más peligrosa del mundo se levantaba todos los días
con el sol.
Vivía en el ático de uno de los mayores rascacielos de Nueva
York. El edificio, desde los cimientos hasta el pararrayos, le
pertenecía por completo. Muy pocos neoyorquinos sabían que la dueña
vivía allí, y eran aún menos los que conocían su aspecto o sabían
de lo que era realmente capaz. Ninguno sospechaba de los otros
secretos, aún más oscuros, que allí se ocultaban.
La luz amarilla y brillante de la mañana entraba a través de
los ventanales del ático, iluminando el suelo alfombrado y trepando
por la enorme cama en el centro de la estancia. Luego se derramaba
sobre las brillantes sábanas de seda hasta envolver como una ola el
cuerpo desnudo de una mujer profundamente dormida en medio de un
mar escarlata. Su cabello oscuro brillaba como un halo alrededor de
la cabeza. Su rostro era el de un ángel. Su cuerpo, el de un
diablo.
Los rasgos, jóvenes y sin arrugas, con el tono rosado de una
excelente salud, eran los de alguien de veinticinco años. Su cuerpo
era terso y esbelto, bien musculado y profundamente bronceado. Los
pechos firmes, las piernas largas y delgadas y las caderas anchas
indicaban que era una de esas extrañas bellezas que son
excepcionales tanto vestidas como desnudas.
El sol acarició su rostro, haciéndola sonreír en sueños.
Suspiró suavemente y se volvió, enterrando la cabeza bajo la seda.
El cálido brillo, intensificado por los ventanales, dibujó rayos
dorados sobre su espalda.
Despertó lentamente, frotándose los ojos. Sonrió y giró para
mirar al techo, estirando los brazos hacia arriba. Los dedos se
cerraron y abrieron como cables de acero tensándose y liberándose.
Frotó sus hombros contra la seda, disfrutando del tacto sobre su
piel y dejando que acariciara los músculos del cuello y la
espalda.
Sienta muy bien estar viva, pensó
Alicia Varney. Sienta muy bien estar
viva.
Deslizándose sobre las sábanas como una serpiente se arrastró
hacia el extremo de la cama y pulsó el comunicador que había sobre
la mesilla.
–La princesa de la torre ha despertado -declaró la joven. Su
voz, baja y seductora, era tan dulce como la miel
fundida.
–Buenos días, señorita Varney -dijo un hombre al otro extremo
de la línea-. Presumo que eso significa que desea que le sirva el
desayuno.
–Exacto, Jackson -dijo Alicia-. Envía lo de siempre. Estaré
en la ducha. Cuando llegue la comida ya habré
terminado.
–Muy bien, señorita Varney -respondió. Sanford Jackson,
antiguo boina verde y agente de la CIA, realizaba un excelente
trabajo como sirviente, chofer y guardaespaldas de Alicia. Durante
los raros periodos en los que ella no tenía ningún amante también
se encargaba del trabajo, con razonable
competencia.
Pensar en el cuerpo duro y musculoso de Jackson provocó un
escalofrío de emoción sexual en Alicia. Había pasado las últimas
noches sola, algo extraño en una mujer con sus voraces apetitos.
Era una situación que había que remediar cuanto antes. Alicia
Varney extraía de la vida hasta la última gota de placer, y no le
gustaba privarse de nada durante demasiado tiempo.
Se dirigió inquieta hacia el baño. Unos minutos debajo de los
chorros de agua caliente y una sesión con la boquilla desenroscable
de la ducha servirían por el momento, pero la masturbación no era
sustituto para la realidad. Más tarde saldría de caza. Necesitaba
un hombre.
Regresó quince minutos después a su dormitorio para encontrar
a Jackson depositando la bandeja con el desayuno sobre una mesilla
cerca de la ventana. Alicia, vestida con una bata completamente
transparente, sonrió satisfecha al ver las tres tostadas francesas
con canela, la selección de diferentes mermeladas de importación y
su ejemplar del Wall Street
Journal.
–¿Algún mensaje? – preguntó a su ayudante mientras se
sentaba-. Me cuesta imaginar que el mundo haya sobrevivido a la
noche sin que haya sucedido algo que requiera mi atención
personal.
–Algunos -respondió Jackson, en posición de firmes cerca de
la mesa. Las viejas costumbres nunca desaparecían, y no podía
relajarse cerca de un oficial superior. En presencia de Alicia
siempre se quedaba quieto, aunque no podía evitar echar un vistazo
a sus firmes senos apretados contra el delgado material de su
bata-. Nada demasiado importante. Supuse que seguiría el
procedimiento habitual, señorita, y preferiría considerarlos tras
el desayuno.
Alicia asintió, cortando metódicamente una de las tostadas en
dieciséis cuadrados. Vertió tres mermeladas diferentes en el plato,
se sirvió una taza de café solo y abrió el periódico. Pinchó un
trozo de tostada con el tenedor, lo mojó en la mermelada de fresa
(su favorita) y comenzó a comer.
Lo hacía lentamente, saboreando cada bocado, como un convicto
disfrutando de su última comida. Alicia no solía apresurarse en
nada. Comer, beber, dormir, hacer el amor, todo lo llevaba a cabo
con el ritmo metódico y controlado que definía su existencia. Le
gustaba devorar sus placeres bocado a bocado, masticándolos hasta
molerlos por completo y luego tragarlos. Nunca tenía prisa.
Disponía de todo el tiempo del mundo.
Como siempre, el Journal no tenía
nada demasiado interesante. Alicia tenía contactos mucho mejores
que los de cualquiera de los redactores del periódico. Las
principales historias, los últimos titulares, ya eran agua pasada.
El dinero hablaba, y ella tenía miles de millones. Varney
Enterprises, de su exclusiva propiedad, era una de las mayores
compañías del mundo. Estimar su valor real era imposible, pero los
beneficios anuales eran mayores que el producto nacional bruto de
muchos países pequeños, y eso sin incluir los fondos obtenidos de
las actividades ilegales más rentables.
Alicia dejó el periódico y miró por la ventana. En un día
despejado como aquel era capaz de ver a muchos kilómetros de
distancia. Su aguda visión pasó sobre los suburbios de la Décima
Avenida y el Bowery, más allá de las contaminadas aguas verdes y
marrones del Hudson. Al otro lado del río estaban los decadentes
muelles Hoboken y los enormes vertidos tóxicos que habían logrado
para la ciudad el sobrenombre de "la capital del cáncer de
América". En el límite de su visión podía ver las empalizadas
costeras que protegían las marismas de Nueva
Jersey.
A menudo, cuando miraba a través de la ventana, se sentía
como una princesa medieval sentada en su torre y rodeada por sus
súbditos. Era una comparación apropiada. Los más poderosos de los
Estados Unidos reinaban como la aristocracia sobre el ganado. No
existía una verdadera clase media, sólo ricos y pobres. Después de
haber experimentado la miseria y la prosperidad extremas varias
veces a lo largo de su vida, no tenía duda de que la segunda era
con mucho la mejor de las dos. Disfrutaba de sus riquezas, de su
estilo de vida y, sobre todo, de las sensaciones físicas de la
misma existencia. No estaba dispuesta a renunciar absolutamente a
nada, ni por causa ni por persona alguna.
–Jackson -preguntó con una voz pensativa y curiosa-, ¿puede
imaginar vivir sin el sol?
–¿Perdón, señorita? – saltó el sirviente como un muñeco
articulado.
No tenía imaginación alguna. Veía el mundo en blanco y negro,
positivo y negativo. Era un excelente guardaespaldas y ayudante,
pero no el mejor de los conversadores.
La joven se detuvo, ordenando sus ideas.
–¿Ha pensado alguna vez en cómo sería soportar un mundo de
tinieblas eternas? ¿Sin la esperanza de volver a ver nunca la luz
del sol?
–¿Se refiere a quedar ciego, señorita? – preguntó Jackson.
Negó con la cabeza-. No puedo decir que sí, señorita Varney.
Durante la guerra me entrené con una venda sobre los ojos para
aprender a confiar en mis demás sentidos por si perdía la visión,
pero eso no ocurrió. He sido muy afortunado al
respecto.
Alicia suspiró, preguntándose por qué se molestaba. Lo
intentó una última vez.
–No me refería a eso. Si algún día descubriera que había
contraído una grave enfermedad que acabara con usted si le tocara
el menor rayo del sol pudriendo su piel y su cuerpo, ¿sería capaz
de soportarlo? ¿Sería capaz de aceptar el hecho de que nunca jamás
volvería a ver un amanecer? – Suspiró profundamente-. ¿Qué
ocurriría si la misma enfermedad le negara muchos de los placeres
físicos que da por hechos? Como comer y beber. ¿Enloquecería al
pensar en una vida así, si se la pudiera denominar de ese modo?
¿Intentaría adaptarse? ¿Podría hacerlo?
–¿Se refiere a si me convirtiera en uno de esos personajes
con los que trata en el Jardín del Diablo? – preguntó Jackson. Sus
rasgos rocosos se torcieron en lo que Alicia reconocía como su
expresión pensativa-. ¿Si me convirtiera en uno de esos vampiros
que pasan su tiempo maquinando los unos contra los otros, o cazando
en las calles y bebiendo la sangre de vagabundos que no tienen
ningún sitio donde esconderse?
–No son demasiado representativos de los Vástagos -dijo
Alicia-, pero a eso me refería.
–Para mí no habría diferencia, señorita. Soy un
superviviente. Disfruto con la comida, la bebida -abrió los ojos
sugerentemente- y con el sexo. No puedo decir que me encantara la
idea de vivir sin ellos, pero no estoy totalmente preparado para lo
que hay más allá, si sabe a qué me refiero. Si tuviera que beber la
sangre de otros para sobrevivir lo haría sin dudarlo un momento.
Hice cosas peores en la guerra, señorita, mucho peores, una o dos
veces. La supervivencia no es agradable, señorita Varney, pero la
muerte es terriblemente definitiva.
–Es un hombre práctico, Jackson -respondió Alicia-. La muerte
es definitiva, sí, especialmente para los Condenados. Sin embargo,
a veces pienso que la eternidad sumida en las tinieblas no merece
la pena. No puede llegar a comprenderlo, pero la humanidad
pertenece al sol. Somos verdaderos herederos de la
mañana.
–Creo recordar -siguió Jackson- que una vez oí hablar de unos
vampiros llamados los Hijos de la Noche.
Alicia rió entre dientes.
–Qué poético… Pero es cierto.
Se levantó, sonriendo al ver congelarse la expresión de su
ayudante. Sus pensamientos eran tan transparentes como su
bata.
–No pierda las esperanzas, señor Jackson -ronroneó Alicia
mientras se dirigía hacia uno de los enormes armarios que ocupaban
por completo una de las paredes del dormitorio-. Si no encuentro un
candidato que satisfaga mis deseos carnales en los próximos días me
veré obligada a hacer uso de sus servicios. Estoy segura de que en
ese caso estará preparado.
–Por supuesto, señorita Varney -respondió educadamente-. Lo
haré lo mejor que pueda.
–Seguro que será de forma satisfactoria -dijo Alicia. Abrió
las puertas de la sección negra-. Saque esa bandeja de aquí y
tráigame mis mensajes. También quiero ver a Sumohn. Hace días que
no hablo con mi preciosa mascota.
Jackson se quedó blanco. Sus grandes manos se cerraron en
puños y frunció el ceño.
–Esa bestia es peligrosa, señorita Varney. Las panteras
negras nunca han sido animales de compañía, ni siquiera para una
dama como usted.
–Tonterías -dijo Alicia sin dejar lugar a la disensión-.
Puedo asegurarle que Sumohn es incapaz de hacerme daño. Repito,
señor Jackson: incapaz. Ya hemos tenido
antes esta discusión y no me agrada repetir las cosas. El tema está
zanjado.
–Muy bien, señorita Varney -dijo secamente el sirviente-.
Ordenaré que traigan inmediatamente a su mascota.
–Mucho mejor, Jackson -respondió Alicia con una risa-, pero
aún puede mejorar. Vivo como más me place. Usted encárguese de que
mis rivales no envíen asesinos contra mí y yo me preocuparé de
Sumohn.
–Sí, señorita -dijo Jackson indicando con su tono de voz que
la creía loca-. Usted manda.
–Exacto -respondió Alicia-. Váyase.
Cuando el ayudante regresó al ático diez minutos después,
Alicia lo recibió en el salón, lista para el trabajo. Vestía una
larga falda negra de terciopelo, una blusa blanca y una torera
negra. En la cabeza, sujeta por una horquilla, llevaba inclinada
una boina también negra.
–Ya he avisado a la perrera -dijo Jackson dándole una carpeta
con un buen montón de hojas-. Dijeron que traerían su pantera
enseguida.
–Al menos ellos saben que no es adecuado llevarme la
contraria -respondió Alicia mientras revisaba por encima los
documentos. Hacia la mitad se detuvo, frunció el ceño y extrajo una
hoja.
–¿Los rusos se niegan a permitir a nuestra gente entrar en el
país? ¿Qué demonios está ocurriendo allí? No tiene sentido. Varney
Enterprises lleva desde 1919 haciendo negocios con los comunistas.
¿Ha dado ese estúpido de Andropov algún motivo para este cambio de
política? Creía que estábamos sobornando adecuadamente a ese
miserable hijo de puta.
–Ya no está al mando, señorita Varney -dijo Jackson-.
Desapareció sin dejar rastro, como muchos con los que tratamos a lo
largo de los años. Yeltsin, o quienquiera que esté tras él, está
eliminando a la vieja guardia e instalando gente nueva en todos los
puestos de responsabilidad. Han dejado perfectamente claro que los
extranjeros ya no son bienvenidos en el país, y eso nos incluye a
nosotros.
-¡JODER! -gritó Alicia-. ¡Eso nos va
a costar millones! Hemos pasado años preparando esa red en las
repúblicas soviéticas, no puede venirse abajo sólo porque un
reformista haya llegado al poder. Me niego a creerlo. Rusia no
funciona así.
–No, antes no -respondió Jackson-. Las cosas han cambiado
drásticamente en los últimos meses. Nuestros agentes han estado
informando sobre todo tipo de inquietantes rumores acerca de los
consejeros secretos de Yeltsin. Se dice que para consolidar su
posición está haciendo tratos con personajes completamente
despiadados.
–¿Despiadados? – repitió Alicia-. ¿Desde cuándo es eso nuevo
en Rusia? Esos cabrones son fríos como el hielo. Matarían a sus
hijos y los venderían a la investigación médica si se les pagara lo
suficiente.
–Nadie sabe la verdad -dijo Jackson-. Corren numerosos
rumores, pero todos los que se acercan demasiado a las auténticas
respuestas desaparecen. He estudiado los informes de los últimos
doce meses. Lo más cercano a hechos probados son diferentes
informaciones confusas sobre una gigantesca vieja con colmillos y
garras de hierro que se reúne por la noche con el
Premier.
Alicia se quedó helada, con la boca abierta y blanca como un
fantasma. Sus ojos se nublaron, como si estuviera concentrándose en
algo enterrado en lo más profundo de su mente. Estaba quieta como
una estatua. Pasados unos momentos cerró la boca con
fuerza.
–La bruja -murmuró como si estuviera sacando a rastras el
nombre de su subconsciente-. La bruja de hierro.
–¿Cómo? – preguntó Jackson.
–No importa -dijo Alicia recuperando el color-. Olvide lo que
dije. Estaba recordando una historia de mi niñez.
El sonido del ascensor terminó la conversación. Alicia relajó
su expresión y se volvió mientras un hombre bajo y fornido entraba
en el salón. A su lado, apenas controlada por una cadena de acero
alrededor del cuello y la mandíbula, caminaba una gran pantera
negra.
–¡Sumohn! – dijo saltando hacia delante-. Te he echado de
menos, pequeña.
Se arrodilló, poniendo su rostro a la altura del de la
bestia. Pasó cariñosamente sus dedos por el poderoso cuello del
animal, que emitió un gruñido profundo que Alicia insistía en
considerar un ronroneo.
–¿Te alegras de verme? – preguntó rascando a la pantera
detrás de las orejas.
Los ojos amarillos del felino se encontraron con los suyos.
La mujer asintió, como si estuviera respondiendo a alguna pregunta.
Parecía que el animal y la humana se estuvieran comunicando
telepáticamente.
–Intente conseguir más información sobre la situación rusa
-dijo Alicia poniéndose en pie, el rostro radiante-. Llame a
nuestra gente en el Departamento de Estado para que se pongan en
contacto con la CIA. Quiero saber esta misma noche qué está
ocurriendo.
–Presumo que va a salir -dijo Jackson.
–Al parque de Prospect Hights -respondió Alicia-. Sumohn está
cansada de estar encerrada en una jaula. Necesita ejercicio, y ya
llevamos un tiempo en Brooklyn. Me la llevo de
paseo.
Jackson frunció el ceño.
–Prospect Hights no es seguro. La policía lo ha cerrado. La
semana pasada tiró la toalla y dejó de patrullarlo, incluso durante
el día. No entraría aunque viera que se está cometiendo un
asesinato. Hay demasiadas bandas y psicópatas armados con
artillería pesada ansiosos por volar a algunos policías. El alcalde
se ha lavado las manos y ha declarado el parque zona catastrófica.
El consejo quería llamar a la guardia nacional para limpiar el
lugar, pero se han vetado los fondos. – El sirviente se encogió de
hombros. No le gustaba la política y creía en la justicia impartida
con el cañón de una automática.
»Los republicanos nunca van a apoyar a una administración
demócrata, y mientras tanto el parque es una zona de tiro al
blanco. Si va allí está arriesgando su vida.
Alicia rió.
–Estaré bien. Sumohn me protegerá.
Como si respondiera al comentario de su ama, la pantera
gruñó. A pesar de tener las fauces atrapadas por la cadena de
acero, era un sonido terrorífico.
–Espero que pueda atrapar las balas con los colmillos
-suspiró Jackson.
–No se preocupe por mí -respondió Alicia-. Empiece a trabajar
en ese informe. Iré por el puente de Brooklyn y volveré en unas
horas. No llegaré tarde. Como dije, tengo planes para la
noche.
–¿El Jardín del Diablo? – preguntó Jackson.
–Por supuesto -dijo Alicia-. Avise a los espías habituales.
Va a ser una noche caliente.
Era más cieno de lo que podía imaginar.
Había enormes señales blancas con letras de color sangre en
todas las entradas al parque, declarando la zona más allá de los
límites de los ciudadanos cumplidores de la ley. Los carteles, que
habían sido perdonados más como triste broma que como consejo, eran
ignorados por el gentío que no dejaba de entrar y salir de la zona
forestal. Prospect Hights era el principal punto de prostitución,
tráfico de drogas y armas automáticas de Nueva York. También era el
cuartel general de más de media decena de bandas importantes y dos
grupos terroristas.
Allí se podía comprar cualquier cosa, pero las transacciones
eran arriesgadas. Era parte del ambiente de la ciudad: los que no
lograban adaptarse abandonaban… o morían.
Una valla de acero de cinco metros de altura rodeaba todo el
parque. Era el último intento de una administración previa por
impedir que el crecimiento canceroso de la zona se extendiera por
Brooklyn y sus aledaños, pero en realidad funcionaba más como una
barrera para impedir la entrada de los policías que la salida de
los criminales. Al menos una vez al mes se encontraba un cuerpo
empalado en las puntas afiladas que coronaban los postes. Hacía
varios años doce cabezas habían decorado la valla durante días como
un macabro recordatorio de la guerra de bandas que incesantemente
se libraba de puertas adentro. Nadie se atrevía a entra solo o
desarmado en el parque… salvo Alicia Varney.
La multimillonaria atravesó la puerta más cercana al tiovivo
gigante, uno de los últimos y fútiles intentos de restaurar la
gloria original de Prospect Hights. Sumohn caminaba silenciosa a su
lado, apenas controlada por una delgada correa de cuero. Era muy
superior a los felinos normales de la jungla. La monstruosa bestia
poseía más de cinco sentidos y podía detectar la hostilidad en los
bosques… y la muerte.
–Yo también lo percibo -dijo suavemente Alicia, hablando a su
pantera como si ésta poseyera inteligencia-. Están en el parque, en
alguna parte, vigilando y esperando. Sentí su presencia al
levantarme por la mañana. Alguien quiere matarme y se oculta en los
bosques. Pensé que era mejor enfrentarme con él o con ellos aquí,
en su territorio, en vez de arriesgarme a que interrumpan mis
planes para la noche.
Doblaron el primer recodo del camino, perdiendo de vista los
enormes edificios que había a menos de una manzana. Aunque era casi
mediodía los bosques eran oscuros y amenazadores. Parecía que
hubieran abandonado un mundo para entrar en otro.
Alicia desató el collar de Sumohn, que gruñó
aprobatoriamente. Sin más órdenes, la pantera desapareció entre los
árboles.
Con una risita, la joven fijó la correa a su cinturón.
Confiaba plenamente en su mascota: encontraría y eliminaría a
aquellos que querían hacerle daño: sólo era cuestión de
tiempo.
Mientras tanto, Alicia pensaba disfrutar de su excursión. La
presión de las altas finanzas le dejaba cada vez menos tiempo
libre. Su único ejercicio consistía en una hora de gimnasio tres
veces a la semana, y hacía más de un mes que no disfrutaba de la
libertad de la naturaleza. Estaba dispuesta a saborear cada
instante.
Alegre, recorrió el camino que conducía hacia el centro del
parque, vigilando mentalmente la zona que la rodeaba. No deseaba
ser sorprendida por visitantes inesperados. Jackson tenía razón
cuando decía que Prospect Hights no era lugar para una mujer joven
y desarmada, pero ella era mucho más vieja de lo que su
guardaespaldas podía sospechar. Además, no estaba en absoluto
indefensa…
La primera señal de problemas llegó cuando el rugido furioso
de Sumohn rompió el silencio del bosque. Alicia sonrió,
reconociendo el sonido de una presa. Un enemigo menos del que
preocuparse.
Inmediatamente presintió que cinco más la rodeaban. Detectaba
su presencia al norte, al sur y al oeste. Los dos últimos se
acercaban desde el este. Todos estaban armados con pistolas y
escopetas, y sus mentes estaban inundadas por la
sangre.
–Me niego a que nadie interrumpa mis planes -susurró
enfadada-. La muerte no es una opción en esta fase del juego.
Sumohn, escúchame, tienes trabajo aquí.
–Ey, señorita -le dijo un hombre bajo y delgado de unos
treinta años con unos vaqueros gastados. No llevaba nada en el
torso, a pesar del frío. El tatuaje de una mujer desnuda con una
flecha atravesando sus senos adornaba su pecho sin vello. Metida en
el pantalón asomaba una pistola automática del 45-. ¿Ha perdido
algo?
–Sí -dijo su compañero, alto y ancho, con la cabeza afeitada,
una sola ceja espesa y mirada lasciva. Vestía igual que el otro,
pero llevaba en una mano una escopeta del 12-. O puede que quiera
algo de marcha.
Alicia suspiró, comprendiendo porqué no habían empezado ya a
disparar. Viéndola desarmada y aparentemente indefensa, pensaban
violarla antes de acabar con ella. Sacudió la cabeza disgustada.
Sexo y muerte. Los dos estaban unidos por irrompibles lazos a lo
largo de la historia. De su historia.
–En realidad -respondió Alicia dando un paso hacia delante-,
estaba buscando algún tipo guapo y grandote para satisfacer mis
deseos. Necesito que me follen.
Repetidamente. ¿Creéis poder ayudarme?
–¿Eh? – acertó a decir el primer hombre, completamente
sorprendido. Se puso completamente rojo. Era un truco viejo, pero
todavía funcionaba. Aquellos cretinos esperaban que se acobardara y
que suplicara piedad, no que hablara de sexo. No sabían cómo
responder.
Mientras tanto Alicia sintió cómo los otros tres, atraídos
por su vulgar declaración, salían de entre los árboles. No querían
perderse nada. Ahora podía ver a todos sus enemigos. Los tenía
exactamente donde quería.
–Ya me habéis oído -dijo Alicia levantando la voz para que
todos pudieran escucharla-. Estoy cachonda. Tengo tantas ganas que
no sé si podré aguantarme. – Se pasó las manos por las caderas,
apretando la tela contra su piel. Gimió apasionadamente-. Si no
empezáis pronto me volveré loca.
–Joder -dijo excitado el grande, tan nervioso que no acertaba
a desabrocharse el pantalón-. Si esa puta quiere que la follen se
la voy a meter ahora mismo. Haced cola, gilipollas, que voy el
primero.
–Y un hue… -comenzó su compañero quitándose el cinturón, pero
sin poder terminar la frase. Un borrón negro golpeó su espalda,
lanzándolo contra el pavimento. Gruñendo salvaje, Sumohn cerró sus
enormes fauces sobre la nuca de su presa. El cráneo estalló en un
torrente de sangre y masa cerebral.
Alicia se volvió hacia los otros asaltantes, que estaban
levantando sus armas. Sin embargo, los tres parecían experimentar
extraños problemas de coordinación. Sus cuerpos se movían a un lado
y a otro en una espectral parodia de un baile, mientras trataban
desesperados de apuntar a su objetivo.
–¿Qué coño pasa? – gritó el más cercano, un adolescente de
color-. ¡No consigo hacer nada!
–No he hecho más que paralizar la zona de tu cerebro que
controla las habilidades motoras -respondió Alicia con una sonrisa.
Lanzó la mano hacia el cuello desprotegido del joven, atravesándolo
con tres dedos justo bajo la nuez. El chico se derrumbó bombeando
sangre y formando un charco escarlata.
–¡Oh, dios mío! – alcanzó a decir el segundo, que trataba
desesperadamente de levantar la escopeta. A pesar de todos sus
esfuerzos, no consiguió que su dedo apretara el gatillo-. Por
favor, no…
–Si juegas duro, acepta las consecuencias -dijo Alicia. Era
despiadada, pero no cruel. Lo mató de un golpe seco en la nariz que
incrustó el cartílago en el cerebro. No emitió sonido
alguno.
El tercero se desmayó. Aburrida, Alicia lo mató partiéndole
el cuello con un rápido giro de sus manos. Era mucho más fuerte de
lo que nadie pudiera sospechar.
–Muy bien, señorita Varney -dijo una voz a su espalda-, pero
no muy inteligente. Ha permitido que los señuelos la distrajeran.
Yo soy la verdadera amenaza.
Alicia se volvió, sabiendo que ya era demasiado tarde. Sumohn
todavía estaba partiendo en pedazos al tipo alto. La pantera era un
maravilloso aliado, pero muy fácil de tentar. Su verdadero enemigo,
un joven bien vestido con una pistola ametralladora Kobra, ya
estaba apretando el gatillo.
Sin embargo, la lluvia de balas nunca se materializó. El
sexto hombre, que de algún modo había eludido su barrido
telepático, se derrumbó con una expresión defraudada. Entre sus
omóplatos asomaba la empuñadura de un cuchillo de caza, el resto
del arma enterrado en su pecho.
–Paralicé sus dedos para que no apretara el gatillo por
accidente -dijo un hombre rubio que apareció de entre los árboles
con un traje y una camisa blancos caminando sobre el cadáver. Se
inclinó, extrajo el cuchillo y lo limpió con las ropas del
muerto.
–Su nombre era Leo Taggert. Tenía su cuartel general en Coney
Island. Estaba especializado en el asesinato de famosos, pero el
resto de la banda eran talentos del lugar contratados hacía apenas
unas horas. No detectaste su presencia porque era un ghoul capaz de
ocultar sus pensamientos. Por fortuna, no sabía que yo andaba
cerca. Mala suerte.
–¿Quién eres? – preguntó Alicia. Aunque el hombre le
resultaba familiar, estaba segura de no haberse encontrado antes
con él.
–Un amigo -declaró mientras envainaba el cuchillo en una
funda bajo su chaqueta-. Me alegra haber sido de utilidad. – Se
volvió y comenzó a alejarse.
»Será mejor que llames a tu mascota -dijo como despedida-. El
hombre ya está muerto.
Distraída por un instante, Alicia volvió la mirada hacia
Sumohn. Cuando quiso darse cuenta el extraño había
desaparecido.
Comprobó mentalmente la zona. Quitando a un camello y a su
joven cliente, no había nadie a menos de cien metros de su
posición. Muy misterioso. Alicia odiaba los
misterios.
–¿Quién era ese hombre? – le preguntó a Sumohn, que se
acercaba hacia ella-. ¿Reconociste su olor?
Leer los pensamientos de un animal, incluso los de una bestia
especial como aquella, era prácticamente imposible. Las imágenes
mentales del felino eran una confusión de sangre y muerte. No había
la menor indicación de que la pantera hubiera llegado a percibir al
extraño, ni de que lo detectara durante el ataque inicial. Parecía
haber surgido de la nada, desapareciendo del mismo
modo.
–Y este hijo de puta -dijo Alicia dando frustrada una patada
a Leo Taggert- me llamó por mi nombre. No era un asesino ordinario
empleado por mis rivales corporativos, sino un ghoul, lo que lo
relaciona con los Vástagos. El muy cabrón sabía cómo ocultarme sus
pensamientos. Maldición. – Dio un fuerte suspiro.
»Suponiendo que Jackson sea leal, y considerando lo que le
pago debería serlo, eso significa que alguien lleva mucho tiempo
estudiándome, o que tiene relación con mis presuntos amigos del
Jardín del Diablo. Sea quien sea, me quiere muerta y está dispuesto
a pagar bien para conseguirlo.
Primero había llegado la inquietante información sobre Baba
Yaga y ahora este intento de asesinato, unido a la aparición de
aquel joven, vagamente familiar. Alicia se preguntó que más podría
salir mal.
No debió haberlo hecho.
Alicia entró en el Jardín del Diablo pocos minutos después de
la una de la madrugada. Llevaba un vestido formado por varias capas
de encaje sin nada debajo, por lo que atraía las habituales miradas
y comentarios. Nunca utilizaba sus poderes telepáticos en el local
por miedo a provocar preguntas a las que no quería responder, pero
no necesitaba leer las mentes para saber que casi todos los hombres
la deseaban y que sus antiguos amantes la despreciaban. A pesar de
su edad, y Alicia era mucho mayor de lo que aparentaba, era la
mujer más bella de todas las presentes.
Normalmente llegaba al club de rock pronto y pasaba el tiempo
flirteando con todos los hombres presentes. A menudo regresaba a
casa con uno o con varios, dependiendo de su humor y de sus
apetitos. Hoy había llegado tarde debido a ciertas precauciones que
consideraba necesarias después del ataque en el parque. Torció el
gesto mentalmente. Justine Bern solía ser una zorra, pero aquella
noche iba a ser especialmente difícil.
Alicia estaba en la puerta que conducía a la zona privada del
local cuando vio, sentado en un reservado, a un joven rubio con un
traje blanco. No había duda de que se trataba del extraño con el
que se había encontrado aquel mediodía. Estaba hablando con una
impresionante pelirroja que vestía un traje de lentejuelas
verdes.
Como si pudiera sentir su mirada, el hombre levantó la vista.
Al verla, sonrió y saludó. Alicia, sin saber qué otra cosa hacer,
devolvió el saludo. Había demasiada gente para abrirse paso hasta
la mesa, y en cualquier caso tampoco tenía tiempo, al menos de
momento. Esperaba que el hombre misterioso siguiera allí cuando
regresara.
Al contrario que la Camarilla, que creía en numerosas
Tradiciones, el Sabbat tenía una estructura y una organización
abiertas. Las leyes de Caín sobre los sires y los territorios eran
ignoradas, y el único principio que gobernaba el culto era el de la
jungla. Los fuertes gobernaban reclamando una posición y
defendiéndola. Ese era el caso de Justine Bern, Arzobispo de Nueva
York.
Las ciudades controladas por la Camarilla eran regidas por
Príncipes, y los Arzobispos eran el equivalente en las del Sabbat.
Sobre ellos estaban los Cardenales, trece en total, que gobernaban
otras tantas regiones. Iguales en poder estaban los Prisci, un
grupo de consejeros del culto. Sobre todos ellos se encontraba el
Regente. Aunque técnicamente no era el dirigente de la secta, sino
que sólo cuidaba de ella, sus órdenes no solían ser desobedecidas.
Era la posición de mayor poder en la organización.
La actual Regente del Sabbat era Melinda Galbraith, que
también actuaba como Cardenal de Méjico D.F. Había guiado los
destinos del culto con mano de hierro desde hacía más de cinco
décadas, pero llevaba varios meses sin ser vista después de un
misterioso desastre en su región. Varios arzobispos y cardenales
murmuraban que había llegado el momento de elegir un nuevo Regente,
y había numerosos candidatos al puesto, incluida
Justine.
–Llegas tarde, ganado -se burló Hugh Portiglio mientras
Alicia entraba en el gran despacho que servía como cuartel general
del Sabbat en Nueva York. Aquella noche se celebraba la reunión
semanal del círculo interno de los líderes del culto en la ciudad.
Aunque Alicia era humana participaba debido a su inmensa riqueza e
influencia… y a que era un ghoul de Justine Bern.
Aunque a la secta le gustaba creer lo contrario, el Sabbat no
controlaba por completo la gran manzana. Mantenía la ciudad lo
mejor que podía, pero había agentes de la Camarilla por todas
partes. Además los Garou, los hombres lobo, eran una fuerza a la
que no se podía ignorar.
Había casi trescientos vampiros en la zona metropolitana de
Nueva York. Muchos pertenecían al Sabbat y otros a la Camarilla,
pero había también algunos Caitiff, leales a ninguno de los dos
grupos.
–Los magos y los ghouls no se llevan bien -dijo Molly Wade
con una sonrisa burlona-. Hugh no soporta a la gatita de Justine,
quiere ser el jefe de la perrera.
–Cállate, estúpida lunática -gruñó Portiglio. Molly era la
otra consejera de la Arzobispo, una Malkavian antitribu, de generación desconocida. Como todos los
de su clan, actuaba de forma dementada. Nadie sabía si fingía o si
en realidad estaba loca. En cualquier caso, tenía una mente
enrevesada y era una maestra de la intriga. Aunque sus consejos
eran difíciles de comprender no solían
equivocarse.
–Cerrad los dos la boca -dijo Justine. Estaba sentada con los
brazos cruzados en un enorme sillón de cuero negro. Vivía en las
penumbras, rodeada de sombras, ya que la oscuridad era la fuente de
sus mayores poderes.
Había sido Abrazada en la Edad Media, durante los primeros
años de la Inquisición, y recordaba a una matriarca recta y
remilgada, con el pelo oscuro recogido en un moño, rasgos duros e
inquietantes ojos negros. Estaba vestida con un sencillo traje
marrón y parecía una vieja carabina en un baile de
graduación.
Había comenzado su vida vampírica como una Lasombra de
séptima generación, pero había reducido ésta matando a su sire poco
después de ser Abrazada y bebiendo su sangre. Un siglo más tarde
había apresado y matado a un antiguo Ventrue de quinta generación,
consumiendo de nuevo su vitae. Actualmente
pertenecía a la quinta generación, pero aún soñaba con triunfos
mayores. Era completamente despiadada.
Hacía menos de un año que había alcanzado la posición de
Arzobispo de Nueva York. Su predecesora, Violet Tremain, había
desaparecido en extrañas circunstancias, igual que Shawnda Dirrot,
priscus de Manhattan. No se había llegado a realizar acusación
alguna, pero muy pocos dudaban de que Bern y sus seguidores eran
los responsables en ambos casos. En el Sabbat los más fuertes
sobrevivían y llegaban hasta la cima.
–Estoy cansada de vuestras disputas -declaró fríamente-.
Recordad quién está al mando. Ninguno de los dos sois
indispensables. Os puedo reemplazar fácilmente.
Portiglio cerró la boca. Le aterrorizaba la idea de enojar a
Bern, ya que más de una vez ésta le había dejado perfectamente
claro que si la cansaba no lo ejecutaría, sino que le clavaría una
estaca en el corazón y se lo enviaría a los antiguos del clan al
que había traicionado. Los Tremere tenían un castigo especial para
los renegados que hacía que la Muerte Definitiva fuera una
alternativa preferible.
Hugh miró a Alicia, culpándola evidentemente de sus
problemas. Molly tenía razón: Portiglio estaba celoso de su
influencia sobre Justine. El brujo era estúpido, pero también un
enemigo peligroso. No pasaría mucho tiempo antes de que tuviera que
encargarse de él. Un aviso anónimo al cuartel general de la
Sociedad de Leopoldo en la catedral de San Patricio haría
maravillas. Se prometió que Jackson haría mañana mismo la llamada
telefónica.
–¿Por qué te has retrasado? – preguntó Justine clavando la
mirada en Alicia-. La reunión estaba prevista para la
medianoche.
–Problemas de negocios -dijo la joven, buscando sin pestañear
los ojos de la Arzobispo-. Estamos experimentando dificultades
inesperadas en nuestras operaciones en Rusia. Pido perdón por
cualquier problema que haya podido causar.
–Acepto tus disculpas -respondió Justine. Aunque el Sabbat
consideraba a los humanos presas, ganado para saciar su sed de
sangre, algunos miembros de la secta utilizaban ghouls como
ayudantes personales. Bern trataba a Alicia más como a un chiquillo
predilecto que como a un peón humano. Era algo muy poco frecuente,
pero no desconocido-. No vuelvas a llegar tarde. La próxima vez no
seré tan compasiva.
–Problemas en Rusia, cómo mola -dijo inesperadamente Molly
haciendo extrañas muecas. Era una adolescente de largas coletas y
sonrisa torcida, y a veces hablaba con rimas-. La Vieja Bruja
despierta, fría y sola.
–¿La Vieja Bruja? – preguntó Justine, inclinándose hacia
delante-. ¿De qué hablas, Molly?
–Baba Yaga -se adelantó Hugh-. Corren rumores de que la Bruja
de Hierro ha despertado de su letargo.
–¿Rumores, Hugh? – dijo Justine-. ¿Desde cuándo funcionamos
con rumores?
–Es difícil conseguir información, Arzobispo -respondió
rápidamente el mago-. He estado intentando confirmarlo, pero de
momento sólo hay cabos sueltos. En cuanto descubra algo se lo dire.
Ese es mi trabajo. Mientras tanto, todo el mundo está hablando de
la Muerte Roja. Hay mucha inquietud.
–¿La Muerte Roja? – preguntó Alicia, que no estaba muy segura
de a qué se refería-. ¿Qué es la Muerte Roja?
El Tremere antitribu sacudió la
cabeza. Estaba tan preocupado que respondió a la humana sin su
típico gesto de disgusto.
–Nadie lo sabe. Algo ha exterminado a
varios de nuestros camellos menores en Washington. Los sostiene con
las manos y los reduce a cenizas. Según un testigo el monstruo
utilizaba llamas de verdad, no fuego infernal. Se hacía llamar la
Muerte Roja y aseguraba ser un miembro de la Camarilla que trataba
de destruir al Sabbat.
–Rojo como el fuego, rojo como el fuego -cantó la Malkavian-.
Embustero, embustero.
–Estoy de acuerdo con Molly -dijo Justine-. En la Camarilla
pueden ser locos, pero no estúpidos. No hay…
La Arzobispo se detuvo en la mitad de la frase. Sus ojos se
estrecharon sorprendidos mientras señalaba hacia una esquina de la
estancia.
–¿Qué… qué es eso?
Una bruma roja se estaba materializando a un metro del suelo.
Como un genio surgiendo de una botella, la nube creció con
asombrosa velocidad. Mientras se expandía, adoptaba la forma de un
hombre.
–Esto no puede estar pasando -declaró nervioso Portiglio-.
Ningún Vástago puede utilizar la Forma de Niebla y la
Materialización juntas sin una mente enlazada sobre la que
concentrarse. E-es imposible.
–Díselo a nuestro visitante si se te antoja -respondió Molly,
pareciendo de repente completamente cuerda-. Yo me largo, es la
Muerte Roja…
La figura se solidificaba rápidamente en la esquina,
adoptando el aspecto de un cadáver. Sus ojos no parpadeaban y los
contemplaban con odio. Estaba envuelta en un sudario rasgado y
líneas rojas cruzaban su rostro y su pecho. Las manos y los dedos
brillaban con un fulgor rojo, como si estuvieran envueltos en
fuego.
–Muerte -murmuró el espectro al terminar su aparición. Una
corriente de aire caliente emanaba del cuerpo del monstruo,
elevando la temperatura del despacho-. Soy la Muerte Roja y traigo
el olvido definitivo al Sabbat.
–En el infierno -respondió Justine poniéndose en pie. Las
sombras se arremolinaban a su alrededor como gigantescas mariposas
carnívoras. Apretando los puños, la Arzobispo levantó los brazos
por encima de la cabeza y atrajo la negrura hacia sus dedos. Luego
lanzó las manos contra la criatura como si estuviera arrojando una
piedra, invocando su más poderosa disciplina.
–Soy la Maestra de la Noche -entonó-. ¡Sombras del Abismo,
atendedme!
La oscuridad a su alrededor giraba como si hubiera sido
golpeada por un repentino viento. Tres figuras sin rasgos, cada una
del tamaño de un hombre, tomaron forma frente a ella. Eran sombras
compuestas de oscuridad sólida, moradores del Infierno que muy
pocos vampiros podían invocar, mucho menos
resistir.
–Destruid al intruso -ordenó Justine con un gesto de la
mano.
La Muerte Roja sonrió y el pellejo que rodeaba su boca se
arrugó como un pergamino amarillento. Extendió los brazos como si
animara a las sombras a que lo agarraran, que fue exactamente lo
que hicieron. Su toque, el frío contacto del Abismo, solía
paralizar a cualquier víctima. No a la Muerte
Roja.
Las sombras crepitaron al ser atravesadas por rayos
escarlata. La negrura de la que estaban compuestas bullía como el
vapor saliendo de una olla. Justine, que compartía su fuerza con
sus servidores, lanzó un grito agónico. Con un gemido incrédulo se
derrumbó sobre su sillón mientras las tres sombras se
desvanecían.
–Soy la Muerte Roja -repitió la figura espectral mientras
daba un paso hacia delante-. Nada puede resistir mi
poder.
Muy melodramático, pensó Alicia
mientras lanzaba una sonda mental de prueba, y
sin prisa por terminar el trabajo. Este cabrón quiere dejar un
mensaje. Busca publicidad, no una acción
determinada.
Totalmente confiada en sus propias habilidades, no estaba
preparada para el intenso rayo de energía mental que respondió a su
invasión telepática. Retrocedió ante el repentino e inesperado
dolor. La Muerte Roja estaba preparada para repeler su sonda: un
rayo de fuego psíquico explotó en la mente de la joven, haciéndola
vacilar. Las protecciones automáticas, producto de vidas y vidas de
experiencia, rompieron el contacto antes de que su cerebro quedara
reducido a cenizas. Quedó con la momentánea impresión de cuatro
vampiros increíblemente antiguos riendo con sádico placer. Se
llamaban a sí mismos "los Hijos de la Noche del Terror". Gruñendo
agónica, Alicia cayó de rodillas.
Me largo de aquí, pensó Justine
ignorando el colapso de su ghoul. Su universo giraba alrededor de
una única persona: ella misma. Escabullándose por la estancia se
dirigió directamente a la salida. Agarró el picaporte con las dos
manos y trató de abrir la puerta que daba al pasillo, pero el
mecanismo se negaba a girar.
–¡Está cerrada! – gritó Molly-. ¡Estamos atrapados y vamos a
morir!
La Muerte Roja rió con un espantoso sonido fantasmagórico. Se
arrastraba sin levantar los pies del suelo, acercándose a Alicia.
Gimiendo de dolor, ésta rodó sobre sí misma, evitando el toque del
monstruo. El mero contacto, suponía, significaba la muerte para un
mortal o un vampiro.
–A las llamas con todos vosotros -dijo la Muerte Roja
mientras chispas escarlatas surgían de sus manos. Alicia podía
sentir el calor. Aquella criatura era un horno
viviente.
–¡Su tacto es de fuego! – gritó Portiglio, acurrucándose
detrás de Justine-. ¡Estamos perdidos!
-¡Cállate, jodido imbécil de mierda!
-chilló la Arzobispo. Golpeó la puerta con el puño, convirtiendo la
madera en astillas y revelando una plancha de acero. La sala de
reuniones había sido diseñada para resistir un ataque sorpresa de
la Camarilla-. Deja de gritar y ayúdame.
–Arded -dijo la Muerte Roja. La mano derecha del espectro
golpeó la mesa de Justine. Con un rugido de fuego, la madera negra
explotó. Al instante, todo el despacho se convirtió en un
infierno-. Arded en mis maravillosas llamas.
–Aún no -susurró Alicia tratando de ponerse en pie y
retirándose hacia la esquina contraria a la de la Muerte-. Aún
no.
–¡Fuego, fuego! – gritaba Molly-. ¡Juego,
juego!
–Condenada lunática -respondió Justine golpeando con ambas
manos la plancha de acero. El metal se arrugó hasta convertirse en
polvo. La Arzobispo poseía el poder de hacer envejecer los
materiales con un mero pensamiento. Nerviosa, se abrió camino a
través de los restos de madera y metal hasta el pasillo que
conducía al club. Hugh y Molly salieron tras ella, dejando sola a
Alicia en el despacho incendiado.
La joven estaba atrapada en la parte trasera de la
habitación, rodeada por las llamas y enfrentada a la Muerte Roja.
Desesperada, gritó a sus camaradas pidiendo ayuda, pero éstos
habían desaparecido. Estaba sola.
–Tú eres la única que me importaba -dijo la criatura mientras
se acercaba cada vez más-. No tenía intención de dañar a los otros.
Necesitaba que sobrevivieran para que extendieran los rumores sobre
mi poder. Tú, sin embargo, siempre has sido mi objetivo. Comprendí
hace mucho que Justine no era más que tu peón, aunque la muy
estúpida crea que es al contrario. Te necesito fuera del escenario
antes de que termine mis planes para con el
Sabbat.
Alicia trató de concentrarse, intentando impedir el paso de
las palabras de la Muerte Roja dentro de su mente. Lo único
importante era encontrar una salida a aquella situación. Las llamas
amenazadoras y el calor asfixiante no le dejaban pensar. Lenguas de
fuego lamían su piel desnuda. El techo se incendió, dejando caer
sobre su cabeza una lluvia de partículas encendidas. Sus pulmones
se llenaron de humo, dificultando la respiración. La Muerte Roja se
acercaba cada vez más.
Con los ojos irritados por el humo, Alicia se arrastró
ciegamente hacia atrás, hasta que sus hombros tocaron la pared. No
había lugar donde escapar. Las cenizas calientes aguijoneaban sus
mejillas y quemaban su ropa. Gimió frustrada, pero las lágrimas se
evaporaban inmediatamente por culpa del calor.
–Discúlpenme -llegó una voz desde la puerta abierta,
sorprendiendo tanto a Alicia como a su torturador-. ¿Les importa si
interrumpo esta reunión?
Era el joven rubio del parque. Su traje era de un color
blanco resplandeciente, igual que su camisa. No llevaba corbata.
Los ojos, según notó Alicia en una bruma de perplejidad, eran de un
brillante color azul. El recién llegado parecía ignorar las llamas
que llenaban la estancia.
–Tengo la imperiosa necesidad de hablar con la señorita
Varney -dijo el extraño a la Muerte Roja, como si estuviera
hablando del tiempo-. ¿Te importa si te decimos adieu?
Sin esperar respuesta entró en el despacho, caminando
tranquilamente entre el infierno de las llamas. Estupefacta, Alicia
contempló cómo atravesaba la estancia hacia ella. El fuego lo
rodeaba, pero no parecía llegar a tocarlo. Su piel y su ropa
permanecían intactas e inmaculadas.
Rodeando a la atónita Muerte Roja, el joven llegó al lado de
Alicia en cuestión de segundos.
–¿Lista para marcharnos? – preguntó con una sonrisa amable en
los labios. Extendió una mano-. Creo que será mucho más cómodo
hablar en la otra sala. Aquí hay demasiado ruido y hace un poco de
calor.
–Lo que tú digas -respondió Alicia. Tomó sus dedos
extendidos. Su tacto era frío y suave-. Ya estoy
arreglada.
–Adiós, de momento -dijo el joven saludando con la otra mano
a la inmóvil Muerte Roja.
Alicia parpadeó mientras la realidad cambiaba. El extraño
abrió una puerta que había en la pared trasera y la atravesó,
arrastrando a la joven. Las llamas y la Muerte Roja habían
desaparecido. Se encontraban en la sala principal del Jardín del
Diablo, cerca de la entrada del local. El portal se cerró tras
ellos. Mirando por encima de su hombro, Alicia no vio más que una
pared desnuda.
–¿Cómo has hecho eso? – exigió.
–Es un truco que me enseñó mi padre -dijo el hombre rubio
riendo. Señaló hacia la parte trasera de la pista de baile. La
gente estaba empezando a gritar al ver las llamas surgir del
pasillo.
»Justine y sus acólitos huyeron por la salida de emergencia
en la parte trasera. Más nos vale correr también. El fuego se está
extendiendo. En unos minutos todo será pasto de las llamas, y
percibo que no hay sistema de rociadores.
–¿Quién… porqué… qué…?
–Pareces una estudiante de periodismo -dijo el joven-. La
Muerte Roja se ha marchado. Sólo puede mantener el Cuerpo de Fuego
durante un breve intervalo. Estás a salvo, al menos de momento,
pero regresará. Es un enemigo implacable. Debes acabar con él o te
destruirá.
–Es la segunda vez que me salvas hoy, y no sé porqué, ni
quién eres…
Él se encogió de hombros, como si ignorara sus
palabras.
–Será mejor que nos movamos. – La gente estaba comenzando a
empujarse para llegar a la salida-. La cosa se está poniendo fea.
Dentro de poco se va a producir un verdadero
tumulto.
–Aún no has respondido a mis preguntas -dijo Alicia-. ¿Cómo
te llamas?
–Llámame… Reuben -sonrió-. Como el sándwich.
–¿Quién era la mujer con la que hablabas? – preguntó Alicia
sin saber exactamente porqué-. ¿Era tu amante?
Reuben rió.
–No, no. Es mi hermana. Se llama Rachel. – El joven miró su
muñeca desnuda-. Ups, mira que tarde es. ¡Tengo que
irme!
–Espera -pidió Alicia-. Por favor, no te vayas. Aún tienes
que decirme por qué me has salvado… y cómo…
–Lo siento, Anis -respondió Reuben-, pero ya he hablado
demasiado -Miró por encima del hombro de Alicia-. Ey, ¿no es ese tu
ayudante, Jackson?
–No me vas a engañar dos veces -respondió ella sonriendo… y
descubriendo que estaba hablándole al aire. En el tiempo de un
latido Reuben había desaparecido.
Fue entonces cuando comprendió que le había llamado Anis.
La casa en lo alto de la colina era enorme. Aunque ya había
pasado la medianoche y las nubes ocultaban la luna y las estrellas,
todas las luces estaban apagadas.
–Mira -susurró Le Clair-, ¿no es como te había dicho? El
viejo vive allí solo. La gente le tiene tanto miedo que se niega a
pronunciar su nombre o a conducir hasta aquí después de medianoche.
Dicen que dentro vive el diablo.
–No andan desencaminados -respondió Jean Paul-.
Dziemianovitch es un Tzimisce de sexta generación. Su crueldad es
legendaria en estas colinas.
–Todos los Tzimisce son unos maníacos -declaró Le Clair-. Por
eso casi todos pertenecen al Sabbat o viven completamente aislados,
como este monstruo.
–Todos estamos condenados -dijo Jean Paul asintiendo-, pero
algunos lo estamos más que otros.
–¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche? – preguntó Baptiste,
el tercer miembro del grupo-. Si queremos bebemos la sangre de ese
viejo hijo de puta tendremos que encontrarlo
primero.
–De acuerdo -dijo Le Clair-. Basta de charla. Dziemianovitch
es extremadamente poderoso. Sin embargo, en los últimos seis meses
parece haber desaparecido de la faz de la Tierra. La gente del
pueblo que limpia y mantiene la casa y los jardines no lo ha visto
ni ha oído hablar de él desde hace un año. Debe estar en letargo.
Los Tzimisce necesitan mucho descanso. Deberíamos ser capaces de
entrar en la casa, encontrar su cuerpo y destruirlo sin demasiados
problemas.
–Con problemas o sin ellos -dijo Baptiste- el premio merece
la pena. Vosotros dos ya sois de la séptima generación, yo todavía
de la octava.
–No por mucho tiempo -dijo Jean Paul. Señaló la enorme puerta
de roble que servía como entrada a la mansión-.
¿Llamamos?
–No creo -rió Le Clair-. Hay ventanas en el patio trasero. Es
mejor entrar por ahí para no anunciar nuestra presencia.
Dziemianovitch no es idiota, conoce el valor de su vitae. La casa estará llena de trampas, así que
tenemos que tener mucho cuidado. Mucho, mucho
cuidado.
–Me recuerda a la Gran Guerra -dijo Baptiste-. Un paso en
falso y puf, estás muerto.
Los otros dos vampiros asintieron. Aunque la guerra había
sido hacía ochenta años, los recuerdos de aquellos días eran claros
como el cristal. Allí se habían conocido, se habían convertido en
camaradas, habían luchado y matado. Allí se convirtieron en
vampiros.
Eran tres jóvenes franceses reclutados para la guerra de
trincheras contra los alemanes, y después de dos años seguidos de
combates en el Boche se habían convertido en duros veteranos. Las
circunstancias los habían unido, y la muerte los convirtió en un
equipo.
Le Clair era el planificador, un hombre bajo y delgado con un
fino bigote y ojos infatigables, siempre de un lado a otro. Su
familia tenía un negocio de contrabando en
Marsella.
Baptiste era grande y fuerte, y procedía de una granja del
sur. Tenía más músculos que cerebro. Le estimulaba matar y tenía
una vena cruel que liberaba con su bayoneta.
Jean Paul era el tipo simpático y relajado. Era alto y
atractivo, un mujeriego con el encanto de un diletante parisino.
Bajo aquel aspecto encantador se ocultaba un sádico al que le
gustaba compartir sus conquistas con sus dos amigos. Cualquier
mujer que se atreviera a protestar por el tratamiento era golpeada
hasta ser sometida.
Eran combatientes mortales y efectivos que no luchaban por la
gloria de Francia, sino por el placer de matar. Entre amigos y
enemigos habían llegado a ser conocidos como los Tres Impíos.
Después de una gran ofensiva solían vagar por el campo de batalla
en la oscuridad, buscando cualquier signo de vida entre los cuerpos
abandonados. Lo que hacían con los pocos a los que descubrían
fingiéndose muertos nunca se discutía en público, pero más de un
soldado alemán malherido prefería suicidarse a encontrarse con
ellos.
Su fama atrajo la atención de Louis Margali, un oficial de su
regimiento y Brujah de novena generación. Discípulo idealista de
las enseñanzas de Karl Marx y veterano del levantamiento
estudiantil del siglo XVIII, Margali soñaba con establecer una
república socialista en Francia después de la guerra. Comprendiendo
que necesitaba seguidores capaces de cometer cualquier exceso en
nombre de la libertad, Abrazó a los tres
durante la Batalla del Marne. Sin embargo, Margali era mejor
estudioso que maquinador y subestimó enormemente la depravación de
sus nuevos chiquillos.
Descubrió su terrible error la noche en la que éstos lo
sorprendieron en una granja abandonada en tierra de nadie. Le Clair
sabía mucho más sobre los vampiros de lo que Margali sospechaba,
incluyendo el hecho de que una estaca de madera a través del
corazón paralizaba hasta al Vástago más poderoso. Baptiste
proporcionó el músculo y Jean Paul la distracción. Con expresión
horrorizada, el oficial Brujah escuchó mientras Le Clair explicaba
su plan.
–No estamos interesados en sus planes para una utopía
socialista, monsieur Margali -decía con sus
pequeños ojos brillando a la luz del quinqué-. No nos preocupamos
ni por los hombres ni por los derechos de las clases trabajadoras.
Sólo importamos nosotros.
–Nos trataste como a esclavos -gruñó Baptiste, cerrando las
manos en enormes puños-. No soy esclavo de nadie, y menos de un
aristócrata.
–Expuesto de forma algo cruda -dijo Le Clair- pero bastante
precisa. Los tres nos negamos a aceptar esas Seis Tradiciones de
Caín. Vivos o muertos, las leyes no significan nada para nosotros.
Somos los amos de nuestro propio destino.
–Vamos a bebemos tu sangre -dijo Baptiste con una
risa.
Le Clair asintió.
–Como líder de nuestro pequeño grupo reclamo la primera
oportunidad, aunque habrá otras para mis amigos. Todos somos
ambiciosos. Tenemos pensado reducir nuestra generación por medio de
la diablerie, aumentando nuestros poderes tanto como sea posible.
Los humanos nos proporcionarán sangre cuando sea necesario, pero
buscaremos nuestra fuerza en los Vástagos.
Sonrió al ver la mirada horrorizada de Margali. Le Clair
disfrutaba enormemente torturando mentalmente a sus
víctimas.
–Somos tres y trabajamos bien en equipo. Puede llevarnos
años, quizá décadas, puede que un siglo o dos, pero al final nos
convertiremos en los amos de Europa, quizás incluso del
mundo.
–Deja de jugar con nuestra comida -dijo Jean Paul-. Tenemos
que estar lejos de aquí antes de que salga el sol.
Mátalo.
Le Clair obedeció. Ahora, casi ocho décadas más tarde, él y
sus camaradas perseguían a su noveno vampiro. Era un juego
peligroso, pero la recompensa justificaba los
riesgos.
–Dentro no hay movimiento -declaró Jean Paul. Su oído era
cien veces más preciso que el de un humano-. El lugar está
desierto.
–Lo dudo -dijo Le Clair-. Los Tzimisce no pueden descansar
tranquilamente durante el día si no están rodeados por la tierra en
la que fueron creados. No son buenos viajeros. Dziemianovitch está
escondido en algún lugar de la mansión. El reto será dar con
él.
–Habláis demasiado -dijo Baptiste. Lanzó un puñado de piedras
contra las ventanas del patio, rompiendo tres de
ellas.
–Ahí se fue el elemento sorpresa -señaló Le Clair con
resignación. Su compañero era inmensamente fuerte, pero
terriblemente idiota. Baptiste se las apañaba muy bien en las
emergencias que requiriesen fuerza bruta, pero pensar no era su
especialidad. Para eso tenía a sus dos amigos, pero a veces se
impacientaba.
Jean Paul quitó el cerrojo de las ventanas y las levantó. Uno
tras otro, los tres entraron en la mansión. Estaba más oscuro que
en el exterior, ya que las pesadas cortinas bloqueaban la luz de la
luna.
–¿Sientes algo? – susurró Jean Paul. Las tinieblas parecían
amortiguar sus palabras-. No oigo nada.
–Hay un conjuro de atenuación en todo el lugar -respondió Le
Clair. Tenía talento para reconocer y neutralizar conjuros-. Eso es
lo que provoca la oscuridad y la pérdida de audición. Es demasiado
poderoso para poder cancelarlo, pero creo que podremos encontrar el
camino. Hay alguien en el sótano. Siento una presencia muy fuerte.
Debe ser Dziemianovitch.
–Tú llévame hasta ese viejo pájaro -dijo Baptiste. En el
cinturón llevaba tres estacas de madera-. Yo me encargaré de
él.
–Seguidme -dijo Le Clair, cogiendo a sus compañeros de la
muñeca-. Permaneced alerta. Hay trampas por todas partes. Las estoy
intentando neutralizar, pero podría saltarme
alguna.
–¿Qué tipo de trampas? – preguntó Jean Paul.
–¡Al suelo! – gritó Le Clair, casi como
respuesta.
Eran soldados veteranos, así que obedecieron sin más
miramientos. Como casi todos los Brujah, poseían una velocidad
sobrehumana. Un instante después de tocar el suelo la habitación se
llenó de flechas con punta de acero volando por todas partes. Si se
hubieran quedado de pie cada uno hubiera sido atravesado por al
menos una decena de saetas.
–Seguro que las cortinas se descorren por la mañana -dijo Le
Clair apretado contra el suelo- achicharrando a cualquier
desgraciado despistado.
–Efectivo -comentó Jean Paul-. ¿Es seguro
levantarse?
–Dame unos segundos más… -respondió el otro concentrándose-.
Ya está, ya podemos. No hay más flechas. He desconectado todos los
mecanismos similares de la mansión. – Los tres vampiros se pusieron
en pie. La oscuridad seguía siendo prácticamente
total.
»Nada de cogernos las manos -dijo Le Clair-. Nos hace lentos.
Además, ya estamos a salvo. La escalera que conduce al sótano está
en el pasillo, a unos doce metros de aquí.
–¿Estás seguro de que no hay más trampas? – preguntó Jean
Paul. A pesar de su bravuconería con las mujeres en el fondo era un
cobarde, un rasgo que le había salvado el pellejo en numerosas
ocasiones. Los Vástagos se dejaban llevar muy a menudo por su sed
de sangre, sucumbiendo a la bestia interior. Jean Paul nunca se
apresuraba. Caminaba lentamente, guardando su espalda y dispuesto a
retirarse a la menor señal de peligro.
–Ya te lo he dicho -respondió Le Clair, abriendo el camino-.
He encontrado y neutralizado todos los mecanismos en
la…
El pequeño vampiro gritó cuando la madera bajo sus pies se
deshizo repentinamente. Cayó como una piedra sabiendo que abajo le
esperaba algún horrible destino. Sin embargo Baptiste, fuerte como
un toro, lo agarró por la nuca y lo sacó sin esfuerzo del pozo que
había aparecido como por arte de magia en el centro de la
estancia.
–Abajo huele a ácido -comentó Jean Paul con un leve tono
burlesco-. Debe haber un estanque lleno cubriendo gran parte del
nivel inferior, pero no estoy muy seguro de los efectos a largo
plazo que provocaría la inmersión en su interior. Asumiendo que se
trate de una solución fuerte, lo más probable es que nos arrancara
la carne directamente de los huesos, quizá dañando al mismo tiempo
la estructura ósea. Tardaríamos años y años en regenerarnos. – El
parisino se detuvo un momento-. Este pozo tiene toda la pinta de
ser una trampa.
–Basta ya, gigoló de medio pelo -saltó Le Clair enfadado
mientras Baptiste lo depositaba en el borde del pozo-. Ese cabrón
me ha engañado. Evidentemente, después de preparar todas las
sorpresas para los incautos envejeció mediante hechicería las
maderas desde aquí hasta la puerta. Se trata de una trampa
inactiva, por eso no la detecté. No existe mecanismo alguno, sólo
nuestro peso.
–Es un diablo ingenioso -dijo Jean Paul, ignorando como era
habitual los ataques de genio de Le Clair. Se calmaba tan
rápidamente como se enfadaba-. Será todo un placer acabar con él.
¿Cómo propones llegar hasta la puerta si el resto del suelo está en
el mismo estado?
–No estoy seguro -respondió-. Déjame pensar.
–Tengo una idea -respondió Baptiste-. Encárame en dirección a
la puerta, pequeñín.
–¿Qué pretendes? – preguntó Le Clair confuso mientras
orientaba a su enorme compañero.
–Estoy cansado de arrastrarme -respondió-.
Movámonos.
Antes de que Le Clair comprendiera lo que su camarada tenía
planeado, éste lo agarró por la cintura, lo levantó por encima de
la cabeza y lo lanzó por encima de las maderas podridas. El vampiro
atravesó con la cabeza la puerta cerrada, haciéndola pedazos.
Maldiciendo, aterrizó en el pasillo al otro lado, comprobando con
sus sentidos atenuados que al menos aquella zona estaba bien
iluminada.
Un segundo después voló gritando Jean Paul. Como ya no había
puerta alguna para frenarlo golpeó el suelo y rebotó dos veces
antes de detenerse a pocos metros de la escalera que conducía al
sótano.
–¡Cuidado! – rugió Baptiste desde la oscuridad-. ¡Ahí
voy!
Le Clair rodó rápidamente contra la pared un instante antes
de que su enorme compañero apareciera atravesando la puerta
destrozada. Baptiste había saltado el pozo de ácido sin esfuerzo.
Los vampiros poseían una fuerza muchas veces mayor que la de los
humanos ordinarios, pero la suya era muchas veces mayor que la de
los Vástagos normales.
–Bueno, aquí estamos -dijo Le Clair mientras trataba de
ponerse en pie-. Hora de bajar y enfrentarnos a nuestro enemigo. –
Se volvió y miró al gigante-. Baptiste, apreciamos enormemente tus
esfuerzos, pero por favor, controla tu impaciencia. Deja que Jean
Paul y yo pensemos, ¿de acuerdo?
El otro se encogió de hombros.
–Sólo trataba de ayudar.
–¿Detectas actividad abajo? – preguntó Jean Paul,
tambaleándose hasta acercarse al líder. No le gustaban las
sorpresas, especialmente las que le hacían salir volando
inesperadamente sobre un pozo lleno de ácido-. Hemos hecho ruido
suficiente como para despertar a Dziemianovitch de la Muerte
Definitiva. Parecemos payasos de circo.
–Siento una presencia -dijo Le Clair-. La misma de antes,
sigue inmóvil. – Torció el gesto-. Sabe que estamos aquí, y
encuentra nuestras payasadas… divertidas.
–¿Debemos seguir? – preguntó nervioso Jean Paul-. Si
Dziemianovitch es consciente de nuestras intenciones, ¿no estamos
perdidos?
–Por extraño que parezca -dijo Le Clair frunciendo el ceño-
no siento hostilidad en sus pensamientos. Simplemente
espera.
–Puede que se haya cansado de la muerte -dijo Baptiste
mientras abría la puerta que conducía al sótano-. No podemos
volvernos atrás ahora. Quiero su sangre.
Le Clair miró a Jean Paul y se encogió de
hombros.
–Qué demonios, lo único que nos puede pasar es que
muramos.
–A mí me bastó con la primera vez -respondió el
otro.
–Hay escalones descendentes -comentó Baptiste ignorando los
comentarios de los demás-, y veo una luz abajo. Allá
voy.
–Adelante, valientes soldados de Francia -dijo sombrío Le
Clair siguiendo al gigante-. Libertad, igualdad y
fraternidad.
–Y no olvides la estupidez -añadió Jean Paul mientras corría
tras los otros-. Más despacio, vosotros dos, probablemente se trate
de otra trampa. ¿Dónde mejor que en una escalera?
El aviso fue apropiado, ya que a mitad del descenso toda la
estructura se derrumbó, igual que el suelo sobre el pozo de ácido.
Esta vez les esperaban decenas de estacas de madera de un metro de
altura para empalarlos.
Los salvó su velocidad Brujah unida a unos reflejos
eléctricos. Cuando la escalera comenzó a venirse abajo saltaron
instintivamente, aterrizando a pocos metros del círculo de estacas
y en el borde de otro baño de ácido.
–Hijo de puta diabólico -gruño Le Clair mientras rodeaba el
pozo mortal y señalaba una puerta-. Pero no es tan listo como se
imagina. Su ataúd está en esa habitación.
–Demasiado fácil -dijo Jean Paul mientras observaba la
entrada de la cripta, iluminada por una luz pálida. En el centro se
encontraba un enorme sarcófago de piedra-. Es demasiado
fácil.
–¿Estás de broma, lean Paul? – preguntó Baptiste-. Hemos
derrotado a la oscuridad, a las flechas, al ácido y a las estacas.
Ahí está nuestra recompensa, mi recompensa -dijo mientras golpeaba
las tres estacas de madera que llevaba en el cinturón-. Necesito la
sangre de ese viejo pájaro.
El gigante se dispuso a cruzar el umbral, pero entonces Jean
Paul gritó y lo apartó a un lado.
–¡Es otra trampa!
–¿Trampa? – preguntó Baptiste-. No hay nada…
–No siento nada raro -añadió Le Clair-. El suelo está en
buenas condiciones y no hay rastro de mecanismos.
–Las mejores trampas son las más sencillas -dijo Jean Paul-.
Os lo demostraré. Dame una de las estacas.
Baptiste obedeció. Sosteniéndola como una espada, el
parisiense golpeó el umbral con un tajo descendente. La madera
pareció vacilar durante un instante en su mano antes de completar
el movimiento. Sin embargo, ya no había una estaca de madera, sino
tres. Jean Paul sostenía un trozo en la mano mientras los otros dos
caían al suelo.
–¡Magia! – maldijo Baptiste.
–Cables -replicó Jean Paul-. Muy delgados y tensos, anclados
en las jambas. Probablemente sea el mismo material utilizado en la
fabricación de satélites, una especie de acero increíblemente denso
y afilado. Cualquiera que atravesara la puerta sería
decapitado.
–Cortado en pedazos como una salchicha -dijo Le Clair-. Un
horrible final. ¿Cómo lo supiste?
–¿Por qué dejar la puerta abierta? – preguntó Jean Paul-.
Después de las trampas que hemos visto era extremadamente
improbable que Dziemianovitch no tuviera algo más guardado en la
manga. La entrada era demasiado inocente, demasiado obvia. Entonces
enfoqué mi visión y vi los cables.
–¿Cómo los superamos? – preguntó impaciente
Baptiste.
–Las paredes, por supuesto -dijo Le Clair-. Estoy seguro de
que los cables están firmemente anclados en las jambas, que
probablemente también tendrán trampas. Arrancarlos sería casi
imposible. El mejor modo de superar un truco es ignorar las reglas.
No usaremos la entrada, abriremos la nuestra
propia.
Baptiste aceptó encantado el plan y creó con sus enormes
puños un gran agujero a través del ladrillo y el mortero, a un
metro de la puerta. Le Clair pasó con cuidado una mano por el
agujero antes de arriesgar el resto del cuerpo. A esta alturas
estaba bastante paranoico acerca de Dziemianovitch y sus trampas.
Una manada de perros infernales ocultos en las sombras no le
hubieran sorprendido.
No había más insidias, pero sí una sorpresa.
El trío de asesinos se acercó al sarcófago de piedra.
Baptiste temblaba por la emoción.
–Beberé su sangre y rebajaré mi generación -declaró mientras
sacudía la cabeza de forma infantil-. Beberé su sangre y me haré
más fuerte, mucho más fuerte.
Le Clair asintió, incapaz de imaginar a su compañero aún más
poderoso físicamente. Ya tenía la fuerza de un elefante. Al menos
esperaba que la vitae del antiguo aumentara
algo la inteligencia de su compañero. Desde luego, no había peligro
de que la redujera.
Con sumo cuidado, los tres se asomaron al borde del
sarcófago. Estaba vacío y, por la capa de polvo, llevaba así varios
meses.
–Imposible -declaró Le Clair-. Sentí su presencia aquí, lo
juro. – Se detuvo un momento y se concentró-. Aún está aquí, en
esta misma habitación.
Gruñendo frustrado, Baptiste golpeó el sarcófago con una
estaca.
–¡No es invisible! Puede que sea un truco, puede que esté
debajo.
–U oculto en otra parte de la estancia -añadió Jean
Paul.
–O -dijo otra voz, fría como el hielo- puede que hayáis
confundido los pensamientos de otro Vástago con los de vuestra
presa.
–Mierda -dijo Le Clair mientras se alejaba del sarcófago. Se
retiró hacia la pared, con sus amigos a su lado-. ¿Quién
eres?
Una horrenda figura surgió de las sombras. Era una criatura
de blancos y negros con manchas rojas besando su rostro y su pecho.
Vestía un viejo sudario destrozado.
–Se me conoce como la Muerte Roja. Os he estado
esperando.
–¿Esperando? – preguntó Baptiste apretando sus enormes
puños-. ¿Por qué? ¿Qué quieres de nosotros?
La criatura rió, un sonido sobrenatural que hizo estremecerse
a Le Clair.
–Queía ver si erais capaces de evitar las trampas de la
mansión. Si lo conseguíais pensaba haceros una
oferta.
–¿Dónde esta Dziemianovitch? – preguntó Jean
Paul.
–La Muerte Definitiva lo reclamó hace algunos meses
-respondió la Muerte Roja-. Me temo que estabais condenados a la
decepción, os esperara yo o no -dijo el monstruo convirtiendo su
cara en una grotesca burla de una sonrisa-. Su sangre no fue
desaprovechada.
–¿Por qué debemos escucharte? – preguntó Baptiste dando un
paso al frente-. ¿Por qué no nos bebemos tu sangre en su
lugar?
–Buena pregunta -respondió la Muerte Roja. Su cuerpo comenzó
a brillar mientras de sus dedos surgía humo. Desde su pecho,
piernas y brazos saltaban chispas y sus ojos brillaban con un
fulgor rojo-. ¿Quieres descubrir la respuesta?
–No, gracias -intervino rápidamente Le Clair. Podía sentir el
calor procedente del cuerpo de aquel espectro. Era sobrenatural, y
supo instintivamente que tocarlo significaría la muerte-. ¿Cuál es
esa oferta que mencionaste?
–Estaba seguro de que entraríais en razón -dijo la Muerte
Roja-. Además, la empresa tiene cierto encanto para la gente como
vosotros. Quiero deshacerme de un Vástago determinado. Me molesta,
pero no tengo el tiempo ni la paciencia para perseguirlo. Quiero
que lo hagáis por mí. Es de la quinta generación, pero inofensivo.
Como recompensa os podréis quedar con su poderosa
sangre.
–Ey, eso no suena nada mal -dijo Baptiste-. Sangre de un
Matusalén, me gusta.
–Además, vive en París -añadió la Muerte Roja-. Será como
volver a casa. Su nombre es Phantomas. Es un Nosferatu y vive en
unas catacumbas que ha construido bajo las calles de la
ciudad.
–¿Nos podremos quedar con sus posesiones? – preguntó Le
Clair, siempre práctico.
–Por supuesto -respondió la criatura-. Mi único interés es
verlo destruido. Phantomas lleva viviendo bajo París desde hace dos
mil años, por lo que supongo que dispondrá de numerosos artilugios
que podrías considerar de interés. Quedaos con todo lo que queráis
como parte de vuestra recompensa. Soy un patrón
generoso.
–Vistas las condiciones, no hay motivo para negarse -terminó
Le Clair-. Trato hecho.
Con cuidado, preguntó lo evidente.
–Asumo que no teníamos otra elección, ¿no?
–No -respondió la Muerte Roja-, no si esperabais salir de
esta habitación con vida.
Alicia encontró a Jackson en el punto habitual de reunión a
una manzana del Jardín del Diablo. Las sirenas de los bomberos
perforaban la noche mientras abría la puerta de la
limosina.
–¿Estaban todos nuestros agentes en posición esta noche? –
preguntó mientras se acomodaba en el asiento
trasero.
–Por supuesto -respondió Jackson, al volante-. ¿A
casa?
–Sí -respondió ella-, pero sólo un momento. Necesito
cambiarme de ropa y hacer un pequeño recado. Luego volveremos a
salir. Tengo que hablar con una persona sobre lo que he tenido que
soportar esta noche. Mientras estamos en casa habla con nuestros
espías. Que alguien revise las cintas de las cámaras ocultas.
Necesito saber todo lo posible sobre una criatura que se hace
llamar la Muerte Roja y sobre dos jóvenes, Reuben y
Rachel.
–Lo que usted diga -declaró Jackson mientras se introducía en
el tráfico de madrugada-. Comenzaré a investigar en cuanto
lleguemos al ático.
El Jardín del Diablo no era más que uno de los muchos
edificios de Manhattan que Alicia poseía en secreto. Por medio de
una manipulación mental sutil pero intensa había persuadido a
Justine para que instalara en el club el cuartel general del
Sabbat. La Arzobispo, a pesar de todo su poder, no tenía idea de
que cada uno de sus movimientos era monitorizado por las
videocámaras secretas ocultas en las paredes del
edificio.
–Justine, Molly y Hugh tenían prisa esta noche -dijo Alicia
estirándose en el asiento blanco-. ¿Tuvo algún problema su equipo
para manejar la situación?
–Ninguno -respondió Jackson-. Es sorprendente lo que el
dinero puede comprar. Tenía todo el local rodeado de agentes y
había más de una decena larga dentro, incluyendo a algunos
camareros, todos equipados con transmisores subvocales. Cuando
sucede algo inesperado la alarma salta inmediatamente. Sus tres
amigos inhumanos fueron detectados en cuanto salieron. Por la
mañana tendrá sus destinos.
–Bien -dijo Alicia-, perfecto.
De momento necesitaba a Justine, al menos su posición como
Arzobispo, pero le gustaba saber dónde descansaban los Vástagos
durante el día. Eso le daba un mayor poder sobre ellos si la
situación del Jardín del Diablo empeoraba, o si Justine descubría
la verdad sobre su relación.
Ruedas dentro de ruedas, pensó Alicia
mientras cerraba los ojos y dejaba que el suave ruido del vehículo
inundara sus sentidos. El juego nunca termina,
sólo se hace más viejo y complicado.
Quince minutos después Jackson entraba en el garaje del
Edificio Varney. Un ascensor de alta velocidad los llevó desde el
sótano hasta el ático en cuestión de segundos. Entraron en el
apartamento y Alicia fue despojándose de capas de encaje a medida
que caminaba. Cuando llegó al armario estaba completamente
desnuda.
–¿Sabe algo más sobre la situación en Rusia? – preguntó a
Jackson mientras sacaba un atuendo apropiado. Necesitaba anonimato
para su siguiente viaje. Eligió un mono negro de cuerpo entero,
unos guantes oscuros largos y una chaqueta con capucha. Sin
embargo, antes tenía que hacer una parada en otro
lugar.
–Nada concluyente -respondió su ayudante desde el vestíbulo-.
He estado presionando a nuestros representantes, pero para variar
saben tan poco como nosotros. Pase lo que pase en las repúblicas
soviéticas, es un misterio. Parece que alguien esté bloqueando
todas las noticias que salen del país.
Alicia torció el gesto, molesta y preocupada. Las leyendas
decían que la Bruja de Hierro era la hechicera más poderosa de la
historia. Si era cierto que había despertado de su letargo,
cualquier cosa era posible. Sintió un escalofrío. Si los Nictuku
despertaban era posible que los Antediluvianos también estuvieran
agitándose. Esa mera idea era una completa
pesadilla.
–Volveré enseguida -le dijo a Jackson presionando un botón en
el fondo del armario. Sin ruido alguno una sección del mismo se
deslizó a un lado, descubriendo un ascensor para una única persona.
Descendía hasta un nivel mucho más profundo que la última planta
del Edificio Varney. Era un lugar en el que ningún otro humano
había entrado jamás, una cripta.
Quince minutos después, Alicia reapareció. Sus mejillas
brillaban con una vitalidad casi inhumana y sus ojos refulgían.
Todos sus miedos y dudas habían desaparecido. Con una risa de
salvaje satisfacción apretó el botón para cerrar el panel que
ocultaba el ascensor secreto.
–La Muerte Roja y la Reina de la Noche -murmuró a la pared-.
Veremos quién es más fuerte.
–¿Ha dicho algo, señorita? – preguntó Jackson desde la otra
habitación.
–Sólo pensaba en alto -respondió Alicia cubriéndose la cabeza
con la capucha. Entró en el salón-. ¿Qué piensa? ¿Está bien oculto
el rostro del ejecutor?
Jackson colgó el teléfono y la observó
confundido.
–¿Puede repetírmelo, señorita?
–No escucha usted a Bob Dylan, señor Jackson -dijo con una
sonrisa.
–No, señorita, es cierto. Prefiero la música clásica. Mis
favoritos son Mozart y Bach.
–Amadeus… -respondió Alicia, mirando por un momento al
infinito. Luego sacudió la cabeza, como si estuviera apartando los
velos de la memoria, y se acercó a los enormes ventanales que
permitían contemplar la ciudad.
–¿Qué hemos descubierto? – preguntó observando la
noche.
–Nada especialmente útil -dijo Jackson-. Sus tres amigos se
separaron al poco tiempo de abandonar el local y regresaron a sus
escondites habituales. El departamento de bomberos apagó el fuego,
que quedó confinado a la parte trasera del Jardín del Diablo. Tres
personas murieron aplastadas en la estampida. Eso es
todo.
–¿Y sobre mi amigo rubio del traje blanco? – preguntó-. El
que te describí. Dijo que se llamaba Reuben.
–Uno de nuestros agentes en la policía interrogó al matón de
la entrada, indicando que estaba buscando a ese hombre en relación
con el incendio. No sabía nada. – Jackson levantó la mano,
anticipándose a la siguiente pregunta de Alicia-. Tampoco recordaba
a la mujer del traje verde.
–¿Y nuestras cámaras? – preguntó, esperando lo
peor.
–Sorprendentemente, su misterioso conocido logró impedir que
se le grabara. Pensaba que las cámaras estaban situadas de forma
que cubrieran por completo el local, pero debía estar equivocado.
No aparece en ninguno de los videos.
–No culpes tan rápidamente al equipo -dijo Alicia, alzando la
mirada hacia el firmamento. Observó la luna llena, como si esperara
una respuesta-. Reuben es un mago. El mayor con el que me he
encontrado. Tuerce la realidad para que se adapte a sus
necesidades.
–¿Un mago? – preguntó Jackson-. ¿Se refiere a un
prestidigitador? ¿Cómo los de Las Vegas, con los
tigres?
–No, no me refiero a un artista, señor Jackson -respondió
Alicia-, sino a una persona que altera la realidad con su
mente.
–Como usted diga, señorita -respondió dubitativo. Era un
hombre materialista. Si no podía tocar algo, no creía en
ello.
–Son tiempos extraños, Jackson -añadió la joven-. Demasiado
para mi gusto. – Se volvió y se dirigió hacia la puerta-. Sólo
quedan unas horas de oscuridad, no hay tiempo que perder. Quiero
visitar a una vieja mujer en el Bowery. Ya.
–El Bowery -repitió Jackson-. Otro elegante barrio. Está por
encima del parque de Prospect Heights porque no tiene una verja
alrededor. Las mismas bandas, los mismos
problemas.
–¿Lleva su pistola? – preguntó Alicia mientras pulsaba el
botón del garaje.
–Por supuesto -respondió el otro-. Siempre la llevo
conmigo.
–Si alguien nos molesta, utilícela. Dispare a matar. Esta
noche no hay segundas oportunidades.
–Sí, señorita -respondió-. Como usted diga.
El viaje terminó frente a un viejo edificio rojizo a la
sombra de una vía de metro elevada. En los escalones que conducían
a la entrada había cinco jóvenes de cabeza afeitada vestidos de
cuero negro. Miraban a Alicia y a Jackson con hostilidad nada
disimulada.
–¿Qué pasa, tía? – preguntó el más grande con una voz
profunda y amenazante. Miró la limosina y luego a Jackson, antes de
volver a ella. Evidentemente, estaba tratando de decidir si merecía
la pena el esfuerzo.
–Sí, ¿qué pasa? – repitió otro abriendo la mano y mostrando
una navaja automática. Con un susurro apareció la hoja, de quince
centímetros. El joven miró directamente a Jackson-. También va por
ti, tontolculo.
El antiguo boina verde sonrió. Su mirada se topó con la de
Alicia, que asintió levemente como respuesta. La mujer solía evitar
la violencia porque no le gustaba llamar la atención, pero la
frustración de aquella noche le había llevado al
límite.
–¿Qué pasa, tentole… -comenzaba a preguntar el mismo punk
cuando Jackson actuó. A pesar de su tamaño, éste se movía a una
increíble velocidad. Largos años de guerra en la jungla habían
afilado sus nervios como cuchillas. En dos pasos llegó hasta el
joven. Con una mano le agarró la oreja y le inclinó la cabeza hacia
arriba, empotrándole en la boca el.357 Mágnum Pólice Special que
había sacado del abrigo. El chico gritó de dolor mientras su sangre
manchaba las escaleras.
Alicia, que nunca se conformaba con quedarse mirando, estaba
al lado del líder del grupo, con una mano en su cuello. Tenía las
uñas, largas y pintadas, clavadas dentro de la piel
blanca.
–No digas o hagas nada estúpido -explicó tranquilamente al
joven, que estaba paralizado por el miedo-. Si apretara los dedos
te arrancaría la arteria carótida. Es una forma muy dolorosa de
morir. No me des ninguna excusa.
–¿Alguien tiene ganas de hacerse el héroe? – preguntó Jackson
inclinando la cabeza de su prisionero para poder ver a los demás.
La mano que sujetaba la pistola estaba firme, pero el chico
temblaba aterrorizado-. Os puedo volar la cabeza a través del
cráneo de este mamón. Podría ser bastante desagradable. Vosotros
mismos.
–Ey -dijo el líder-, no queremos problemas, sólo estábamos
charlando…
–Bien -dijo Alicia, apretando los dedos lo suficiente como
para que empezara a manar sangre-. Entonces aprende a mantener tu
puta boca cerrada.
¿Entendido?
–Sí, sí -respondió el joven nervioso. En los ojos de Alicia
veía reflejada la muerte-. Del todo.
–Muy bien. Ahora vas a ser un buen chico y nos vas a decir
dónde vive Madame Zorza. Puede que entonces os dejemos
libres.
–¿La vieja bruja? – preguntó otro miembro de la banda,
congelado desde que empezara el conflicto-. Vive en el tercer piso.
Esa puta zorra está loca.
–¿De verdad? – dijo Alicia asintiendo. Con un movimiento del
brazo lanzó a su prisionero por las escaleras. Como por arte de
magia apareció en su mano una automática, que apuntó hacia los
demás-. Puede soltar a nuestro amigo con mal aliento, señor
Jackson. Disfrutad del resto de la velada, niños. Si os veo por
aquí cuando salga asumiré que tenéis malas intenciones, y el señor
Jackson y yo responderemos adecuadamente.
Arrastrando a sus heridos, el quinteto desapareció en la
noche.
–Volverán -dijo Jackson-. Con refuerzos, armados hasta los
dientes y preparados para la guerra. Hoy en día los chicos no
toleran las amenazas.
–Qué lástima -respondió Alicia guardando su arma-. Los niños
deberían quedarse en su casa. Su presencia complica la vida. Estaré
dentro un rato. Madame Zorza suele hablar con acertijos y hace
falta mucha paciencia para comprender sus
mensajes.
–¿Hemos venido a este suburbio para visitar a una echadora de
cartas? – preguntó Jackson.
-Yo he venido a este suburbio para
visitar a una echadora de cartas -respondió Alicia-. Usted se queda
aquí. Necesito hablar a solas con esa mujer. Mientras tanto,
utilice el teléfono del coche y pida ayuda. Si esos punks quieren
problemas, déselos. Política de tierra quemada. Utilice toda la
potencia de fuego que necesite.
–¿No tendrá problemas en esa ratonera con una vieja
loca?
–Madame Zorza y yo somos viejas amigas -respondió Alicia,
abriendo la puerta del edificio-. Desde hace muchos, muchos
años.
Mientras subía las escaleras hasta la tercera planta, Alicia
pensaba en que "años" no era el término adecuado. Conocía a Madame
Zorza desde hacía siglos.
La adivina era un Vástago místico, miembro del clan Gangrel.
No se conocía su generación, pero llevaba casi doscientos años en
Nueva York. Antes, con otras identidades, Alicia la había conocido
en Europa durante los tiempos de la peste negra. Era una vidente
con poderes inexplicables, capaz de predecir el futuro con
inquietante precisión. Sin embargo, hablaba de forma vaga y
misteriosa, y como todos los adivinos tenía un
precio.
En la tercera planta sólo quedaba un apartamento, ya que los
otros dos eran ruinas derruidas. Alicia se cubrió cuidadosamente
con la capucha para que sólo se la vieran los ojos: Madame Zorza se
negaba a hablar con nadie al que hubiera contemplado el rostro. La
joven no quería saber el motivo.
Llamó tres veces con un ritmo que había aprendido hacía
quinientos años.
–Entra, Reina de la Noche -llegó una voz desde el interior-.
La puerta está abierta. Te he estado esperando.
Zorza hablaba el inglés con un acento duro y gutural que a
menudo hacía difícil comprender lo que decía. Alicia estaba
sorprendida. Hacía pocas horas que había decidido venir a verla.
¿Cómo lo sabía aquella bruja?
Empujó la puerta y entró en el apartamento. El lugar estaba
prácticamente a oscuras. Una única vela sobre una calavera pulida
ardía en una mesilla redonda con dos sillas. En una de ellas se
encontraba Madame Zorza, una mujer delgada y diminuta de rasgos
arrugados.
Una tela negra decorada con símbolos místicos cosidos con
hilo de plata cubría la mesa. Alicia recordaba haberla visto por
primera vez hacía setecientos años, la primera vez que la visitó.
Como la adivina, nunca cambiaba.
–Siéntate -dijo la vampira señalando la otra silla. Su aura
era brillante. El cuerpo de Zorza podía ser pequeño, pero su
espíritu era muy grande.– Sé porqué estás aquí.
–Por supuesto -respondió Alicia-, como siempre. ¿Cuál es el
precio?
La adivina se quedó en silencio y señaló la vela sobre la
calavera, trazando extraños símbolos en el aire. La llama vaciló,
como si hubiera corriente. El fuego pareció bailar una complicada
danza tejida por aquellos viejos dedos.
–Esta noche no hay precio. Te Dire gratuitamente lo que
quieras saber.
–¿Gratuitamente? – preguntó Alicia, suspicaz-. ¿Por
qué?
La adivina sonrió, pero no dijo nada. La joven suspiró
frustrada. La mente de Zorza era un libro cerrado, por lo que leer
sus pensamientos era imposible. Los secretos de aquella vampira
estaban a buen recaudo.
Fuera sonó un disparo, luego otro. El traqueteo de una
ametralladora inundó el ambiente. Alicia se movió inquieta. Jackson
podía cuidar de sí mismo, pero antes o después estas batallas
atraían la atención de la policía. No podía perder demasiado
tiempo.
Como si fuera consciente de su preocupación, la adivina
comenzó a hablar. La llama bailaba con cada una de sus
palabras.
–Trece, tres y uno -murmuró Zorza-. Los números siempre
importan. Muchos no son lo que parecen. Los números siempre
importan. La respuesta está en el pasado. La respuesta está en el
futuro. Los niños se dedican a su juego. Las reglas no tienen
orden. Los números siempre importan. El hombre rata tiene la
respuesta, pero no se le ha preguntado. Y, sobre todo, los números
siempre importan.
Alicia la miró fijamente.
–¿Eso es todo? ¿Ya está? ¿Se supone que tengo que obtener una
respuesta de ese galimatías?
La adivina asintió con la cabeza. Una leve sonrisa cruzó sus
labios. Las leyendas vinculaban al clan Gangrel con los Lupinos,
los hombres lobo. Muchas de sus líneas de sangre tenían sus rasgos,
pero no Madame Zorza. Su rostro recordaba al de una bestia mítica,
la esfinge.
–Vete -dijo-. Ya tienes lo que has venido a buscar. Utiliza
bien este conocimiento, ya que el futuro de los Vástagos depende de
tus acciones.
-¿El futuro de los Vástagos? -repitió
Alicia con una risa-. ¿Desde cuándo se ha preocupado la Reina de la
Noche por lo que le suceda a los Hijos de Caín?
–Todos bailamos en la Mascarada de la Sangre -respondió
Madame Zorza-. Tu disfraz no puede ocultar tus intereses,
Anis.
–Maldición -dijo Alicia poniéndose en pie-. Otra vez ese
nombre. Es la segunda vez esta noche que me llaman así. Debo estar
perdiendo mi tacto. Dentro de poco empezaré a recibir cartas
dirigidas a Anis, puede que hasta catálogos.
Madame Zorza no respondió, pero Alicia tampoco esperaba otra
cosa. Con una respetuosa inclinación de la cabeza, la joven
abandonó el apartamento y bajó hasta la calle. Había sido una noche
muy larga y necesitaba descansar… y pensar en el significado de las
palabras de la adivina.