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Sicilia: 12 de marzo de 1994


Don Caravelli, Capo de Capi de la mafia, se levantó cuando sus cuatro invitados entraron en el enorme salón de banquetes. Era un gesto de respeto viniendo de uno de los principales señores del crimen mundial, por lo que los recién llegados se sonrieron complacidos los unos a los otros. Habían sido necesarios varios meses para preparar el encuentro, pero aquel simple gesto indicaba que el viaje no había sido en vano.

–Caballeros -dijo el anfitrión, un hombre enorme de casi un metro noventa y hombros tan anchos que estiraban su impecable chaqueta-. Bienvenidos a mi hogar. – Señaló con la mano cuatro sillas vacías en la gran mesa-. Mi jefe de cocina está preparando para ustedes una comida especial. – Sonrió, mostrando unos dientes blancos que contrastaban con su bronceado-. Yo, por supuesto, no me uniré a ustedes.

Ninguno de los cuatro dijo nada. Todos sabían que Caravelli era un vampiro, pero ahora eso no importaba. A ellos sólo les preocupaba su imperio criminal, y su gusto por la comida les traía sin cuidado. Se consideraban hombres de negocios que trataban con la dura realidad del mundo. Si fuera necesario harían tratos con el mismo diablo.

–Me disculpo por no haberlos recibido en el aeropuerto -siguió el Don mientras volvía a sentarse. Dos Vástagos más grandes todavía se situaron a ambos lados de su jefe. Otra pareja montaba guardia en la puerta-. Sin embargo, en estos momentos desconozco el paradero de mi más peligrosa enemiga, por lo que mis consejeros insistieron en que permaneciera en mi fortaleza hasta que fuera encontrada. Aunque no soy un cobarde, apenas he sobrevivido a tres intentos de asesinato de esa puta. Prefiero no darle la oportunidad de un cuarto intento.

–¿Se trata de esa loca Giovanni? – preguntó Tony "Tuna" Blanchard, el jefe del Sindicato en la Costa Este. Ya había visitado varias veces a Caravelli con anterioridad y no se sentía tan intimidado como sus compañeros. Fue él el que había arreglado el encuentro, con la esperanza de forjar una lazos más estrechos entre el cártel criminal de los Estados Unidos y los secuaces de Caravelli-. ¿Sigue detrás de su cabeza?

El Don asintió, sonriendo ante la elección de las palabras. Hizo un gesto a uno de los hombres en la puerta.

–Un poco de vino para mis invitados. Estarán sedientos después de un viaje tan largo desde América. – El guardia asintió y desapareció-. Discúlpenme por ser tan mal anfitrión. Por favor, relájense. Discutiremos su propuesta después de la cena. De momento, son mis invitados.

La botella de buen vino tinto levantó murmullos de aprobación entre los cuatro jefes del Sindicato. Aunque no bebía, Don Caravelli tenía una de las mejores bodegas de Europa. Se trajo una segunda botella, que también fue vaciada.

–No estoy seguro de comprender su problema, Don Caravelli -dijo George Kross, el representante de Medio Oeste del cártel. Era un hombre grande con una cara redonda y ojos pequeños, y hablaba con un claro acento de Indiana-. ¿Una tía loca quiere freírlo? ¿Por qué no se la carga? Joder, usted es el jefe de todos los jefes. Podría ordenar el asesinato del maldito presidente de los Estados Unidos levantando un dedo.

–Por desgracia, su comandante en jefe es mucho más fácil de alcanzar que un miembro de la cúpula del clan Giovanni -respondió tranquilamente. Juntó sus enormes manos, con los codos reposando sobre la mesa-. Además, Madeleine Giovanni ha demostrado ser un excelente oponente para mis mejores agentes. En los últimos sesenta años seis de mis asesinos más valiosos han tratado de eliminarla, y no hace falta decir que ninguno de ellos regresó con vida de su misión.

–¿Una mujer cargándose a seis matones de la mafia? – intervino Harvey Taylor, jefe de la Costa Oeste-. Parece ser una tipa dura.

–¿No se la puede comprar? – preguntó Kross-. Todo el mundo tiene un precio. Todos, humanos o Vástagos.

Caravelli asintió.

–Eso pienso yo. Sin embargo, los Giovanni son una banda muy unida y problemática. Ansían el poder y el control. Además -el Don se encogió de hombros en una burla de desesperación-, cometí el desgraciado error de ejecutar a su padre hace algunos años. Madeleine ni olvida ni perdona.

–Si -dijo Taylor-. Las tías son así. Sin embargo, los vampiros tienen muchas reglas de conducta y todo eso. ¿No es posible convencer a los antiguos de su clan para que la despidan?

–Si estuviera tratando con cualquier otro clan -respondió Caravelli- esa opción podría funcionar, pero con esas sanguijuelas no hay compromiso posible. – Se levantó de la silla-. Déjenme, caballeros, que les cuente algo sobre los Vástagos que casi ningún humano sabe. La situación que atravieso les será mucho más clara.

Se acercó hacia la chimenea y tomó un atizador de hierro. Lo sujetaba con una mano mientras golpeaba rítmicamente la otra.

–Como ustedes saben, los Vástagos nos alimentamos de sangre humana. Nos proporciona todos los nutrientes que necesitamos. La vitae, como la llamamos, es el elixir de la vida. Sin embargo, aunque la sangre mortal es nuestro vino, la de vampiro es el brandy más delicado. La denominamos la bebida oscura. – Sonrió, enfatizando cada palabra con un golpe del atizador.

»Cuando surge la oportunidad, amigos míos, los Vástagos somos caníbales. La Sexta Tradición de Caín prohíbe a los vampiros beber la sangre de su propia raza, pero se la suele ignorar. Los fuertes siguen sus propias leyes.

El jefe de la mafia dio lentamente la vuelta alrededor de la mesa, deteniéndose un tiempo detrás de cada uno de los jefes del Sindicato. Ninguno de los cuatro parecía muy cómodo con Caravelli a su espalda.

–La Diablerie es el acto en el que un vampiro bebe la sangre de otro. El placer de este canibalismo está más allá de toda descripción. Lo más importante, no obstante, es el resultado obtenido cuando un vampiro bebe la sangre de otro de una generación menor. ¡Recuerden, caballeros, que en mi raza se es más poderoso cuanto más cerca se está de Caín! – Los ojos de Don Caravelli parecían brillar mientras hablaba.

»El fluido vital consumido es tan poderoso que proporciona al atacante todos los poderes de su víctima. Es como si el niño se convirtiera repentinamente en padre, con toda la vitalidad de un adulto. En otras palabras, un vampiro de la sexta generación que cometiera diablerie sobre uno de la quinta se convertiría en un Vástago de la quinta generación, ganando la fuerza correspondiente. Si quisiera volver a aumentar su poder sería necesario beber la sangre de un Matusalén. Si eso fuera posible, experimentaría un nuevo incremento en su resistencia y habilidad. Para progresar más aún debería encontrar y matar a uno de los miembros de la tercera generación, los Antediluvianos.

–Lo cojo -dijo Sol Cohen, el jefe del Sindicato en el sur, que hasta el momento había estado callado-. Sería como avanzar en una empresa, o subir en nuestra organización. Para ascender a un nivel de mayor riqueza y control tienes que cargarte al tío que tienes encima. Es el único modo de quedarte con su puesto.

–Una metáfora tosca pero eficaz, sí -dijo Caravelli. Regresó a su asiento, con el atizador aún entre las manos. Sonrió a los cuatro hombres, pero su mirada era gélida-. Soy un Brujah de la quinta generación, y Madeleine una Giovanni de la sexta. Los clanes no tienen nada que ver en la diablerie. Esa puta no sólo quiere matarme, sino sacarme toda la sangre. Eso la transformaría en una Giovanni de la quinta generación, aumentando su fuerza, ya formidable.

–Tío, tío -dijo George Kross-. No me extraña que los Vástagos sean tan paranoicos. No sólo hay dos sectas en guerra y trece clanes luchando por el poder, sino que todo el mundo trata de cargarse a su jefe, beberse su sangre y ocupar su lugar.

–En esencia es correcto -dijo Caravelli-. Su mención a los trece clanes es particularmente apropiada ya que, como todos ustedes saben, trece vampiros de la tercera generación, los Antediluvianos, son los fundadores de las diferentes líneas de sangre. Sin embargo, no todos estos vampiros son igual de viejos.

–¿Qué quiere decir? – preguntó Cohen-. ¿Que algunos vampiros hicieron la diablerie esa a alguno de los jefazos?

Caravelli rió, un sonido amplio que resonó por todo el salón.

–¡Jefazos! Los americanos utilizan unos términos tan maravillosos… Debo recordar esa expresión. Me gusta cómo suena.

Arrojó a un lado el atizador y los cuatro humanos respiraron aliviados. Eran conscientes de que se encontraban en lo más profundo de una fortaleza inexpugnable donde la palabra del Don era ley. Aunque su anfitrión había sido hospitalario, ninguno de los cuatro se sentía demasiado cómodo.

–La tercera generación original consistía en trece vampiros, abrazados hace muchos miles de años. Sin embargo, no todos ellos sobrevivieron al paso de las edades. Aunque dominaban increíbles poderes, era posible matarlos. Los que cometieron aquellos asesinatos eran vampiros de la cuarta generación que, después de acabar con ellos, bebieron su sangre para acercarse más a Caín. Ha ocurrido algunas veces a lo largo de nuestra historia. – Hizo una pausa-. Deben estar hambrientos. Mandaré que les preparen la cena -hizo un gesto a uno de sus tenientes-. Cuando mi historia termine ya estará aquí.

–No quiero ser irrespetuoso, Don Caravelli -dijo George Kross-, pero mi estómago lleva unos minutos algo revuelto. Debe ser la mezcla del vino y la charla sobre caníbales. ¿Le importa si hago un viajecito al baño?

–Claro que no -respondió el vampiro-. Nicko, mientras te diriges hacia la cocina muéstrale el aseo al señor Kross.

Éste salió rápidamente de la habitación, con la cara verdosa.

–George no aguanta bien el vino -señaló Cohen riendo-. Es un cervecero de toda la vida.

–Estoy seguro de que se pondrá bien -respondió Don Caravelli-. Continuemos. Mi propia línea de sangre, los Brujah, descendemos en realidad de un vampiro de la cuarta generación llamado Troile que mató a su sire hace muchísimo tiempo. En realidad nuestro clan hubiera debido llamarse Troile.

–¿Qué ocurrió con los otros chiquillos de Brujah? – preguntó Blanchard. Sabía mucho más sobre los Vástagos que sus compañeros-. ¿No había otros vampiros de la cuarta generación además de Troile? ¿Qué fue de ellos?

–Había algunos -admitió el Don ligeramente molesto-. Con su sire muerto se quedaron sin clan. Corren rumores de que algunos desaparecieron en el lejano oriente, pero nadie lo sabe con seguridad… ni se preocupa por esas cosas.

–Seguro que los Giovanni no estaban entre aquellos trece originales -dijo Harvey Taylor-. No creo que en la Edad Media hubiera nadie con un nombre así.

–Los clanes Giovanni y Tremere son comparativamente jóvenes -aclaró Caravelli-. Sus líderes fueron hombres extremadamente despiadados en vida y se convirtieron en Vástagos igualmente feroces. Los dos rebajaron su generación mediante un acto de diablerie detrás de otro, hasta que alcanzaron la cuarta y buscaron a un Antediluviano para beber su sangre. Así lograron la fuerza de un Vástago de tercera generación para sus clanes, estableciendo como indica la ley verdaderas líneas de sangre.

–Si esos acontecimientos tuvieron lugar en la Edad Media -siguió Blanchard- debe haber quedado un buen montón de vampiros sin clan al ser chiquillos de los Antediluvianos asesinados. Estarán cabreados…

–Los Giovanni y los Tremere demostraron ser bastante salvajes -respondió Caravelli son un gesto casual de la mano-. Exterminaron metódicamente a todos los miembros de los clanes originales que pudieron encontrar. El método más sencillo de evitar que sus enemigos cobraran venganza era borrarlos de la faz de la Tierra. Cuando la Camarilla les ordenó detenerse sólo sobrevivían unos pocos de aquellos vampiros desplazados. Se convirtieron en parias, en Caitiff, miembros de una línea de sangre extinta, sin importancia alguna.

–¿Y adonde nos lleva todo eso? – preguntó Harvey Taylor-. Seguro que toda esta historia tiene un significado, pero no sé cuál es.

–La lección es muy sencilla, señor Taylor -respondió Caravelli-. De los trece clanes, sólo estos tres descienden de vampiros que no tienen ocho o nueve milenios. Hasta la inmortalidad se vuelve aburrida después de seis mil años. Las líneas de sangre Brujah, Tremere y Giovanni son más jóvenes, fuertes y dinámicas que las otras diez. Aunque nuestros antiguos no son tan viejos, poseen poderes que rivalizan con los de los líderes de los demás clanes. No estamos tan cansados de la muerte, y somos comparativamente pocos los que nos retiramos a un letargo eterno, o los que abandonamos toda esperanza y observamos por última vez un amanecer. Los antiguos de estos tres clanes saben que una de nuestras líneas de sangre está destina a gobernar algún día a los Vástagos. Aunque forjamos alianzas inestables y hasta perseguimos objetivos comunes, comprendemos que los otros dos clanes son nuestros verdaderos rivales entre los Cainitas. Por eso, aunque desee que Madeleine Giovanni cese en su interminable persecución, sé que eso nunca ocurrirá. Los Brujah, los Tremere y los Giovanni están enzarzados en una batalla secreta hasta la muerte. Una guerra de sangre. En este tipo de conflictos no se aceptan compromisos.

–George lleva mucho tiempo fuera -dijo Tony Blanchard. Espero que esté bien…

–Estoy seguro de que el señor Kross se unirá a nosotros en un momento -respondió Caravelli mientras se ponía en pie-. Ah, ha llegado la cena.

Tres enormes vampiros entraron empujando una mesa con ruedas. Sobre ella había tres grandes bandejas de plata cubiertas con sendas tapas. Los asistentes colocaron una bandeja frente a cada uno de los jefes del Sindicato.

–Ey -dijo Sol Cohen-. ¿Qué hay de George? Debería estar aquí.

El Don sonrió e hizo una señal a sus hombres, que levantaron las tapas. Los gritos horrorizados de los tres gángsteres resonaron en el salón. George Kross había vuelto, pero hecho pedazos. Su mirada asustada y sus ojos abiertos frente a Tony Blanchard indicaban que su muerte no había sido agradable.

–Mientras narraba mi pequeño relato para distraer su atención -dijo Caravelli- uno de mis hombres, especializado en la lectura de pensamientos, investigó sus mentes. No fue difícil descubrir que el señor Kross llevaba meses planeando su pequeño engaño. Creía poder infiltrarse en mi fortaleza y aprender mis secretos. Soñaba con vender luego su conocimiento al mejor postor. Estúpido, tomarme por un idiota. – Rió de forma salvaje. Su rostro ya no parecía en absoluto humano. Sus ojos brillaban con un rojo sanguíneo.

»Su viaje al lavabo fue producto de una poderosa sugestión colocada en su mente por mi agente. Pensé que era mejor tratar con el señor Kross fuera, ya que no hubiera sido muy hospitalario descuartizarlo durante nuestra pequeña charla. – Hizo un gesto y los ayudantes taparon las bandejas-. Ustedes, caballeros, vinieron aquí de buena fe para hacer negocios, y aprecio eso. Por favor, tengan en cuenta que deseo que las conversaciones se desarrollen con facilidad. Confío en que encontrarán realmente generosa mi oferta a su organización. – Ya no era necesario seguir amenazándolos con el cadáver mutilado de George Kross frente a ellos sobre la mesa.

»En cualquier caso, saben demasiado sobre los Vástagos como para abandonar este lugar tal como vinieron -declaró cuando los sirvientes despejaron la mesa-. Mi segundo de a bordo, Don Lazzari, les proporcionará en breve algo de su sangre. La transformación de humano en ghoul es bastante indolora, y garantizará el silencio sobre todo lo que han oído aquí esta noche, asegurando su lealtad ante mis menores deseos. – Don Caravelli miró a sus invitados, aún temblorosos-. Quizá ahora comprendan por qué Madeleine Giovanni y yo no podemos llegar a un acuerdo. A ninguno de los dos se le da muy bien perdonar…

No podía dejar de reír.


10


San Luis: 12 de marzo de 1994


McCann soñaba…

Una lámpara de aceite solitaria tembló cuando la fría brisa recorrió la estancia, apenas iluminada. Enormes sombras negras, proyectadas por las grotescas gárgolas de piedra repartidas por todo el lugar, bailaban en las paredes de arenisca. Un brazo espiral cubierto de pictogramas se cerraba alrededor del suelo de baldosas rojas. Los dibujos terminaban en la base de una mesa ancha y elevada construida en bronce, piedra y plata, justo en el centro del escondite.

Alrededor había un círculo de trece cirios verdes que ardían con una pequeña llama azulada. En lo alto de la plataforma había decenas de vasijas de barro cocido, cada una llena de algún extraño fluido. Dos figuras se apoyaban en la mesa mientras contemplaban el recipiente de mayor tamaño. En sus ojos ardían fuegos similares a los de las velas.

El hombre medía casi un metro noventa y era de hombros anchos. Estaba vestido con una bata y un par de sandalias. El cabello, negro como la noche, le llegaba hasta los hombros. El rostro, delgado y bien trazado, tenía la nariz achatada, la barbilla afilada y los labios finos. La piel demasiado blanca y los símbolos místicos dibujados en sus mejillas denotaban que no se trataba de un hombre normal… ni un vampiro normal. Era Lameth, chiquillo de Asshur y el mayor hechicero que había pisado nunca la Tierra.

La mujer a su lado era igualmente impresionante, y estaba vestida de modo que mostraba sus muchos encantos. Era tan alta como Lameth, pero su melena era rubia, del color de la luna nueva. Sus grandes pechos, delgada cintura y anchas caderas ayudaban a que muchos la consideraran la mujer más bella, viva o muerta, de la Segunda Ciudad. Sus inmensos ojos, su sonrisa cautivadora y sus labios gruesos eran la prueba de que ni siquiera la muerte podía apagar las pasiones que ardían en su interior. Era Anis, en su día princesa de Ur pero ahora chiquilla de un vampiro de la tercera generación conocida como Brujah.

–Trabajé durante dos siglos -declaró Lameth- perfeccionando este elixir. Muchas fueron las ocasiones en las que creí que nunca terminaría.

–Esas fueron las noches en las que yo intervine -murmuró Anis-, ofreciéndote el coraje necesario para continuar. Como corresponde a dos amantes.

Lameth rió burlonamente.

–El papel de esposa amantísima no es para ti, mi querida Anis. No me animaste por sentimientos de amor, sino por tu pasión devoradora. Tu motivación procedía únicamente del deseo de vivir eternamente, libre de las bestias que acechan dentro de todos los Vástagos.

Anis rió entre dientes.

–¿Por qué eres tan cínico, Lameth? No te recuerdo rechazándome en aquellas noches en las que te enseñé que incluso los muertos vivientes pueden disfrutar con los placeres del amor físico. Parecías un estudiante bastante interesado en la lección.

–Igual que instruiste a tantos otros -respondió Lameth sonriendo-. Tus amantes son legión, Anis. Si no estuviera seguro de tus orígenes mortales pensaría que Brujah había Abrazado a un súcubo como chiquillo. Desde hace un tiempo escucho rumores increíbles que te relacionan con Troile, aunque me resulta difícil comprender qué puedes ver en ese rebelde.

Anis entrecerró los ojos y escudriñó la estancia, como si estuviera buscando espías.

–Sólo a ti, Lameth, te revelaría la verdad, pues a pesar de tus palabras te amo. Fuimos amantes en vida y lo hemos sido en la muerte. Es imposible romper los lazos que nos unen. Eres el único Vástago en el que puedo confiar.

–Del mismo modo que yo te confío los secretos de mi elixir -respondió Lameth con seriedad-. Si los otros supieran de su existencia ambos sufriríamos la Muerte Definitiva, especialmente cuando descubrieran que apenas tenía ingredientes para dos tratamientos. Mi destino está en tus manos. Como dijiste, nuestra suerte está unida. Puedes confiarme tu secreto, por muy prohibido que sea.

–Necesito liberarme -dijo Anis-. No sólo de la sed insaciable que amenaza mi cordura, sino también de los grilletes que me atan a aquel que me convirtió en lo que soy, mi sire. Yo, que una vez fui la hija del rey de la mayor ciudad del mundo, no puedo soportar la idea de servir a otro. Debo romper mis cadenas. Aquel que gobierna mi voluntad debe morir.

–¿Tramas la destrucción de Brujah? – susurró atónito Lameth-. Imposible. Nunca conseguirás acercarte lo suficiente como para lograrlo. No se fía en nadie.

–Error -respondió Anis-. Confía en su primer chiquillo, su favorito, Troile.

Lameth la miró confundido.

–Troile venera a Brujah. Trata a su sire como si fuera un semidiós.

–Hasta los dioses pueden ser destruidos -dijo ella formando con sus labios una sonrisa de satisfacción-. Troile podrá venerar a su maestro, pero me desea. La pasión es más fuerte que la fe, mi amado. La pasión oblitera la razón. Troile me pertenece.

Lenta, sensualmente, Anis se pasó las manos por los pechos y los sujetó con las palmas. Sus ojos refulgían.

–Pronto, muy pronto, mi amante intentará matar a Brujah. Si lo logra, seré libre. Si fracasa, hay muchos otros Vástagos a los que seducir. Muchos.

–Si Troile bebe la sangre de Brujah será de la tercera generación.

–No me importa -rió Anis-. Conociéndolo, se verá tan superado por los remordimientos que huirá para siempre de la Segunda Ciudad. El poder no significa nada para esos idealistas advenedizos. No importa su generación, mi marca estará sobre él. Ahora y siempre.

–Estás loca -dijo Lameth-. Gloriosamente loca. Aunque cuestiono los métodos que empleas, comprendo perfectamente tus sentimientos hacia la esclavitud. Asshur no demanda nada de mí, pero aun así odio su gobierno. Si pudiera deshacerme de mi sire, lo haría.

–Encuentra un peón al que manipular -respondió Anis-. Quédate siempre en la sombra, fuera de la vista. Deja que tu agente corra los riesgos y sufra las consecuencias si fracasa. Siempre que sea posible, Vincula con Sangre a tu confederado antes de actuar y asegúrate de ordenarle que olvide tu papel en la trama.

–Eres la inquinante más consumada -musitó Lameth con admiración.

Anis se acercó a él.

–Eres el único que significa algo para mí, Lameth. Así fue en vida, y así es en la muerte. Auxíliame en mis planes. Ayúdame a socavar a la tercera generación. Juntos podremos gobernar el mundo.

Lameth tomó el recipiente que contenía el elixir y llenó dos copas con el negro líquido.

–Bebe -ordenó-. Esta poción destruirá la malvada hambre que nos consume. Bebe y entonces discutiremos sobre el futuro.


McCann soñaba…

El hombre de negro sonrió.

–¿Firmaron formalmente la paz los clanes con los arribistas Giovanni?

–Exactamente como esperabas -respondió su compañero, cuyas facciones y vestimenta le identificaban como a un asesino Assamita-. Aceptaron lo inevitable. Augustus Giovanni fue reconocido como un Cainita de tercera generación que había reemplazado a Asshur mediante diablerie. El chiquillo Veneciano fue declarado un auténtico Vástago y su clan tomó el lugar de los Hijos de Asshur.

El otro asintió.

–Incluso los no muertos se cansan después de cien años de lucha. Lo que me sorprende es que los líderes de los clanes tardaran tanto tiempo en llegar a esa conclusión. ¿Cuál es la esencia del acuerdo?

–Los Giovanni aceptaron involucrarse en los asuntos vampíricos. Hicieron el Juramento de Caín de permanecer neutrales en todas las disputas de los clanes. También dejarán de perseguir a los pocos Hijos de Asshur supervivientes.

–Considerando que no ha quedado más que un puñado no han cedido demasiado -rió el hombre de negro-. Los Giovanni lograron la paz y el reconocimiento que buscaban a cambio de unas pocas promesas que no les costará nada mantener.

–Hicieron el Juramento de Caín -protestó el Assamita-. No se atreverán a violar el voto.

–Llevo más de mil años siendo un vampiro, – dijo solemne el hombre de negro-. Durante ese tiempo he sido testigo de la ruptura de miles de juramentos, cientos de votos y millones de promesas. Los Vástagos no son más nobles que la semilla de la que proceden. La humanidad nunca ha honrado su palabra. ¿Por qué deberían los vampiros?

–¿Mintieron entonces los Giovanni?

–Mantendrán una astuta fachada -respondió el otro-. Como nigromantes, están más interesados en los muertos que en los vivos… o en los muertos vivientes. Dudo que hagan nada que moleste a los demás clanes. El suyo es el juego de esperar y observar, pero lo que en realidad preparan para los vampiros es un misterio sobre el que no quiero ni pararme a pensar.

–Imaginas cosas -dijo el Assamita-. Los Giovanni son demasiado pocos como para representar una amenaza. Malgastan sus energías en el comercio y los negocios, como si el dinero fuera lo único que interesara a los Vástagos.

–¿No hubo nadie en las negociaciones que mostrara interés en la identidad del vampiro que Abrazó de forma tan insensata a Augustus Giovanni? ¿Por qué asumió aquel riesgo? – preguntó el hombre de negro.

–Nadie hizo tales preguntas. Te preocupas por nada. Además, ya pagó el precio de su arrogancia con su vida y su sangre. No debería haber retado la voluntad de un nigromante.

–Quizá no tuviera otra opción -dijo el hombre de negro-. Ninguna elección.

Y Lameth, que utilizaba al hombre de negro como su voz y sus oídos, sonrió satisfecho.


McCann despertó…

Fuera estaba oscuro. Había comenzado otra noche y ya era hora de vestirse y empezar a moverse. El Príncipe quería verlo en el club. Quizá tuviera alguna noticia sobre la Muerte Roja o sobre la misteriosa Rachel Young, el ghoul cuyo verdadero amo era fuente de tanta confusión.

Aunque estaba completamente despejado se sentía preocupado por sus sueños. Ambas conversaciones habían tenido lugar hacía muchos siglos, y parecía muy extraño que, de repente, recordara ambas la misma noche. Se sentía incómodo y nervioso. Sospechaba que había poderes más allá de su comprensión manipulando su mente, y esa no era una idea precisamente agradable.

Fue entonces cuando notó la pequeña caja sobre la mesilla al lado de su cama. Sus ojos se abrieron atónitos. Desde luego, no estaba allí cuando se durmió. Comprobó mentalmente las defensas que protegían su hogar, pero estaban intactas. No había señal alguna de que hubieran sido forzadas, pero aquel presente era una prueba palpable de que alguien había entrado mientras dormía.

Con sumo cuidado dobló los bordes de la caja. Dentro estaban las cartas y papeles de su despacho, así como las fotografías del Tremere obtenidas en Rusia.

No había nota alguna, pero tampoco hacía falta. Sobre las fotografías había una lentejuela verde.


11


Washington D.C.: 12 de marzo de 1994


Normalmente, una urbe del tamaño de la capital podría albergar con comodidad a unos doce vampiros, pero anualmente más de diez millones de turistas visitaban la metrópolis. Este enorme influjo de sangre nueva, junto con la población constantemente en movimiento debido a las contrataciones y despidos políticos, permitían la presencia de varias decenas de Vástagos en la misma ciudad y los suburbios circundantes.

La noche pasada la Muerte Roja había reducido ese número en dos, y Makish tenía planeado continuar con la tendencia. Siguiendo las instrucciones de su horripilante patrón, el Assamita se proponía eliminar a la cuarta parte de los residentes vampíricos de Washington. Era un plan ambicioso, pero a Makish le gustaban los retos. La Muerte Roja había planteado una recompensa creciente por cada Vástago destruido: cuantos más desaparecieran, mayor sería el precio por cada Muerte Definitiva. Aquella noche Makish se sentía codicioso… y letal.

Deadlands era un popular club privado para hombres en la sección Anacostia de la ciudad. Se encontraba al este del río del mismo nombre, en uno de los peores barrios. Nadie visitaba el lugar sin guardaespaldas, ni trataba de entrar sin invitación.

El dueño del establecimiento era un Toreador de octava generación llamado John Thompson. Llevaba más de un siglo en la ciudad y había adoptado decenas de nombres diferentes. Tenía buenos contactos con los dirigentes más corruptos y trabajaba duro para satisfacer los deseos más decadentes de los exclusivos miembros de su local.

No había nada excesivo para aquellos que frecuentaban el Deadlands. El sexo y la droga eran la norma, y se organizaban orgías todas las noches. Era posible experimentar el sadismo, la tortura e incluso el sacrificio ritual… por un precio. Se había aprobado más de un aumento en los impuestos para ayudar a algún congresista a pagar las exorbitantes tarifas de Thompson.

Makish era, en cierto modo retorcido, una persona de moral recta. Consideraba al Toreador un necesario pero desafortunado vínculo entre el mundo de los vivos y el de los no muertos. Para asegurar su seguridad los Vástagos necesitaban controlar a gente importante en el gobierno. Eso era aceptable. Sin embargo, el asesino encontraba extremadamente desagradable la complacencia permanente de los instintos más básicos de los políticos. Creía que tales actos colocaban a la Camarilla a la misma altura que el Sabbat. La eliminación de Thompson prometía ser un entretenido proyecto artístico.

El Assamita llegó al Deadlands poco después de la una de la madrugada. Cogida a su cinturón llevaba una gran bolsa negra que contenía las herramientas necesarias para llevar a cabo su misión… y las siguientes.

Estaba de buen humor. Durante su paseo hacia el club había sido asaltado por tres matones que, antes de atacar, habían hecho algunos estúpidos comentarios insultantes sobre el color de su piel y la naturaleza de sus antepasados. Mala idea por su parte. El Assamita los había estrangulado con sus propios intestinos, y consideraba que su horrorizada mirada de incredulidad mientras se ahogaban hasta morir era un pago adecuado por las afrentas a su dignidad.

Animado con el recuerdo, comprobó la entrada del local. Como era de esperar, estaba guardada por media docena de ghouls que proporcionaban el músculo necesario para mantener el Deadlands a salvo de invitados no deseados. Todos tenían el aspecto de jugadores profesionales de fútbol americano y cada uno llevaba a la vista un fusil automático AK-47. Ningún policía patrullaba esta sección de la capital: no se atrevían.

Makish sonrió y sacudió la cabeza. Como muchos otros Vástagos, Thompson se había vuelto complaciente. Se creía invulnerable. Tratar con humanos ordinarios parecía haberle mellado el filo. Los ghouls eran más fuertes, rápidos y letales que los humanos normales, pero carecían de imaginación y no comprendían lo que un Vástago realmente poderoso podía llegar a hacer si se le provocaba. No eran rivales para un asesino Assamita, especialmente para ese en particular. Un asalto directo llevaría demasiado tiempo y daría a su presa la oportunidad de escapar, pero había otros métodos de entrar en una fortaleza. En cualquier fortaleza.

Para Makish, pensar era actuar. Moviéndose a una velocidad cegadora entró en edificio desierto a dos portales del club y tardó meros segundos en llegar hasta el tejado. Estaba al mismo nivel que el contiguo, por lo que de un fácil salto cubrió el espacio entre los dos. Estaba a menos de diez metros de su objetivo, y los ghouls no miraban hacia arriba. Extendiendo su percepción, Makish supervisó el tejado inclinado del edificio del Deadlands. Había sido una mansión victoriana, pero la habían reconstruido y reforzado para convertirla en club. Había diversas alarmas y detectores de movimiento en el tejado y en la cornisa, pero ningún guardia. Esa era toda la información que necesitaba.

Elevándose como un murciélago superó los diez metros entre los dos edificios con un poderoso salto, pero los sensores no detectaron nada inusual: el Assamita los había bloqueado con sus formidables poderes sobre la maquinaria.

Bajo la madera y el ladrillo de la cubierta había una capa de acero: no había problema. Volvió a comprobar la planta superior en busca de ocupantes, pero sólo había dos mortales dedicados a sus pasionales asuntos. Dudaba de que notaran siquiera su entrada.

Makish endureció sus dedos hasta que adoptaron la consistencia del diamante y golpeó el tejado. Como un misil, la mano se hundió en el acero y lo atravesó. Sin esfuerzo, el asesino la abrió y tiró hacia fuera, pelando como una naranja una sección lo suficientemente grande como para que él cupiera. Sin un solo ruido entró en el local con la bolsa negra colgando de su cadera.

Se encontraba en la quinta y última planta. Thompson estaba dos más abajo, hablando de negocios con unos posibles clientes. Makish tenía un programa apretado, por lo que no podía permitirse sutilezas. Había planeado no dejar supervivientes de sus ataques. Aunque le desagradaba matar a gente que no había hecho nada, no se podía decir que estos legisladores fueran hermanitas de la caridad. Acabando con ellos casi estaba haciendo un favor a sus votantes.

A su espalda llegó un grito de mujer. Se volvió rápidamente. Durante un momento había olvidado a la pareja que estaba haciendo el amor. En medio del pasillo había una joven bastante atractiva (y bastante desnuda) con una expresión horrorizada, gritando histérica a todo pulmón. No había señal de su compañero.

Una rápida exploración de sus pensamientos reveló que el hombre, un viejo político, se había colapsado inesperadamente en la cima de la pasión. La mujer, una prostituta de lujo, había salido a buscar ayuda médica para encontrarse con Makish descendiendo por el agujero en el techo.

–Mis disculpas -dijo el vampiro pesaroso mientras golpeaba a la mujer en la sien. El impacto le destrozó instantáneamente el cráneo y la derrumbó sobre un charco de sangre.

Arrastrando el cadáver, Makish entró en la habitación de la que había salido la prostituta. El senador estaba en la cama, aferrándose el pecho y pugnando por respirar. Había sufrido un leve ataque cardiaco, suficiente para incapacitarlo pero no para acabar con él. El Vástago completó el trabajo arrancándole el corazón. Sin esfuerzo alguno lanzó el cuerpo de la mujer sobre el del político. Unidos en vida, parecía apropiado que lo estuvieran también en la muerte.

Las alarmas, activadas por los gritos, sonaban por todo el edificio. El asesino no hizo esfuerzo mental alguno para apagarlas, ya que prefería un poco de caos mientras trabajaba. La confusión le era útil.

Con la mente fija en la posición de Thompson bajó rápidamente por la escalera, donde se encontró con tres ghouls armados.

–¡Allí, por favor, rápido! – gritó tembloroso mientras señalaba la habitación que acababa de abandonar-. ¡El senador parece muy enfermo, creo que no sobrevivirá!

Los ghouls pasaron a su lado, pero murieron cuando el vampiro les desgarró la garganta con tres rápidos golpes.

Con las manos cubiertas de sangre, siguió bajando. No esperaba más interrupciones, y así fue. Encontró a Thompson todavía en su despacho, asegurando a sus invitados que no había motivo alguno para el pánico.

Entrando en la habitación, Makish sonrió a dos congresistas antes de convertir sus cabezas en una masa gelatinosa. Thompson, un hombre bajo y achaparrado con un enorme bigote, estaba atónito.

–¿Q-quién eres? – preguntó.

–Imparto justicia -respondió el asesino, consciente de las videocámaras ocultas y de las máquinas que registraban cada una de sus palabras y movimientos. Su, discurso, algo afectado, era el de la Muerte Roja-. Tu presencia en esta ciudad lleva demasiados años ofendiendo al Sabbat. Esta noche terminarán los insultos.

–¡No! – gritó Thompson mientras apoyaba su espalda contra la pared que había tras su escritorio. Aunque estaba aturdido por lo que acababa de contemplar, aún gobernaba sus emociones. Sus pensamientos revelaban un botón bajo la mesa, ya presionado, que alertaría a los ghouls de la entrada, así como la existencia de un pasadizo de emergencia oculto tras una panel a la derecha-. Podemos llegar a algún trato, en serio. Podemos llegar a algún acuerdo.

Makish jugó con la idea de dejar escapar a Thompson por el pasadizo para prolongar la caza unos minutos, pero los negocios eran los negocios, y aquella noche tenía muchas más muertes programadas. En ocasiones había que sacrificar el arte en nombre de la conveniencia.

Sacó de su bolsa negra una estaca de madera de casi medio metro de longitud. Thompson gritó horrorizado al verla. Sus dedos buscaron el panel oculto, pero nunca llegaron a abrirlo. Makish se movió como el rayo, lanzando sus manos y atravesando el corazón de su presa con la estaca. El Toreador, con la mirada congelada, cayó al suelo.

Contrariamente a la creencia popular las estacas de madera no matan a los vampiros, sino que los paralizan hasta que son extraídas. El Vástago estaba ileso, meramente inmovilizado, que era lo que pretendía el Assamita.

Éste sacó de su bolsa un rollo de cinta gris y una pequeña esfera de cinco centímetros de diámetro. Apagó mentalmente todos los mecanismos de grabación del despacho, ya que prefería no enseñar sus juguetes especiales ni a la Camarilla ni al Sabbat. Su gusto por la Termita era bien conocido. La muerte mediante potentes explosivos era la expresión artística favorita de Makish.

–Bien abierta, por favor -dijo educadamente mientras con una mano introducía la esfera en la boca de Thompson. Un delgado hilo conectaba el mecanismo a la estaca enterrada en el pecho del vampiro. Con cuidado, el asesino envolvió la boca y la parte superior del torso de su víctima con la cinta, que al estar reforzada con fibra de vidrio era prácticamente indestructible. No podía rasgarse, sólo despegarse, lo que podía llevar horas de duro trabajo. Sin embargo, extraer la estaca requería mucho menos esfuerzo.

–Tus ghouls llegarán en breve -dijo con tono alegre-. Al verte congelado en el suelo pensarán inmediatamente en eliminar la causa de tu angustia, pero serás incapaz de decirles que no lo hagan. Por desgracia, cuando te saquen la estaca activarán el juguetito que tienes en la boca, una pequeña pero extremadamente potente bomba de Termita. El fuego debería consumir tu cuerpo en meros segundos. Los colores serán espectaculares. Va a ser un final verdaderamente artístico.

Recogiendo su bolsa, Makish se introdujo por el pasadizo secreto. Era un modo de escape mucho más rápido y sencillo que regresar al tejado.

–Adiós -se despidió del inmovilizado Thompson-. Gracias por tu cooperación. Disfruta de la espera.

La explosión fue tan fuerte que Makish pudo escucharla a dos manzanas de distancia del Deadlands. Sonrió satisfecho, pensando que era un excelente comienzo para una noche llena de trabajo.


12


San Luis: 13 de marzo de 1994


El Príncipe celebraba el consejo en su despacho en la parte trasera del Club Diabolique, Estaban presentes Vargoss, Flavia, McCann, un Brujah de novena generación llamado Darrow y un Nosferatu de octava conocido únicamente como "Carafea", por motivos evidentes.

Darrow, que conducía una Harley y al que le gustaba la ropa de cuero negro y los tatuajes por todo el cuerpo, aconsejaba al Príncipe en asuntos políticos. A pesar de su aspecto no eran un rebelde: había pasado gran parte de su vida mortal sirviendo en el ejército británico, participando en las principales campañas del siglo XIX y siendo veterano en cien batallas. Era una voz calmada y razonable, y no dudaba en llevar la contraria a Vargoss cuando éste estaba equivocado.

Nadie en San Luis sabía mucho sobre el pasado de Carafea. Medía casi dos metros quince y era delgado como un palillo, pero llevaba viviendo en la ciudad más que ningún otro vampiro. Su rostro parecía el de un dibujo de Gahan Wilson: ancho, ojos saltones, nariz diminuta, boca grande llena de colmillos amarillos y orejas que sobresalían de su cabeza como si fueran antenas. Sus rasgos grotescos le daban un aspecto idiota, pero no lo era. El Nosferatu disfrutaba de una prodigiosa memoria para los nombres, las fechas y los hechos. Como muchos de su clan, prosperaba recogiendo y procesando nuevos datos para obtener información útil. Servía como Ministro de Inteligencia del Príncipe.

–La Muerte Roja golpeó la noche pasada tres veces más en los Estados Unidos -dijo Vargoss apoyando los brazos sobre la mesa. Estaba claramente preocupado. Su mirada se clavaba en los tres que le observaban atentamente. A su espalda, como siempre, estaba Flavia. Ya no vestía de cuero blanco, sino negro. Por primera vez en décadas aparecía sola.

–Según los informes que he recibido hace menos de una hora apareció también en Europa mientras dormíamos. Cinco muertos en París, en una recepción en el Louvre, dos más en Marsella, durante una reunión del clan Ventrue. Envió a un total de treinta y cinco Vástagos a la Muerte Definitiva.

–¿Seis apariciones diferentes en veinticuatro horas? – dijo McCann-. Nuestro espectral amigo se mueve verdaderamente rápido.

–¿Estamos seguros de que se trata del mismo tipo? – intervino Darrow, dando voz a las sospechas del detective-. Su cara deforme y ensangrentada es muy distintiva. Quizá la idea sea llamar la atención, ¿no? Cualquier Vástago capaz de esculpir la sangre podría crear en su rostro aquella máscara grotesca. En vez de tratar con una sola Muerte Roja podríamos enfrentarnos a varias. Puede que toda una carnada del Sabbat haya hecho un pacto con algún demonio.

–Siguiendo ese razonamiento, ¿estamos seguros de que se trataba de un vampiro? – preguntó McCann. El detective estaba ansioso por establecer ciertos hechos que sabía eran ciertos.

–La abominación pertenecía a los Vástagos -respondió molesto Vargoss-. Mi voluntad tocó la suya cuando le ordené detenerse. La sangre llama a la sangre, McCann. No hay duda de que la Muerte Roja era uno de los Condenados.

–Un vampiro compuesto por fuego viviente -respondió el detective-. Increíble. ¿Existen tales disciplinas?

–Ninguna practicada dentro de la Camarilla -intervino Carafea. Su voz aguda sonaba como la de un dibujo animado.

–Darrow tiene razón -declaró Vargoss-. La Muerte Roja pertenece al Sabbat. Esos adoradores de los demonios se burlan del poder de las llamas. Uno de sus rituales sagrados, la Danza del Fuego, les obliga a saltar sobre una pira funeraria.

–Lo siento -dijo McCann-, pero no acepto ese tipo de deducciones. Soy un detective, ¿recuerdas? Usemos algo de lógica. Saltar sobre una hoguera no tiene nada que ver con quemar el suelo a tu paso. No descarto una posible participación del Sabbat, únicamente me pregunto por qué no han utilizado antes este método de ataque. La guerra entre las dos sectas lleva en marcha más de quinientos años. ¿Por qué guardar a la Muerte Roja hasta esta misma semana? Hay algo encerrado que de momento no somos capaces de percibir.

–McCann ha hecho una buena apreciación -dijo Darrow-. Estos putos ataques no tienen sentido. El Sabbat suele pasar años organizando una cruzada para apoderarse de una ciudad. Todos conocemos el procedimiento: primero mandan a los espías, luego introducen traidores en el concilio de los antiguos. Después llegan sus esfuerzos por exponer la Mascarada mediante asesinatos y actos terroristas cuidadosamente calculados. Entonces, durante el caos, atacan con una gran superioridad numérica y exterminan a cualquier vampiro al que no puedan convertir a su causa. No hay lugar para la Muerte Roja en esos planes.

–Quizá hayan inventado una nueva estrategia para reemplazar sus viejos métodos -propuso Carafea-. ¿Por qué iban a perder tiempo y esfuerzos en una Cruzada cuando esa criatura puede acabar en una sola noche con todos los antiguos de una ciudad?

–Suena muy bien -dijo McCann-, pero eso no ha sucedido. El Príncipe no fue destruido. San Luis no ha sido arrasada por miembros del Sabbat ansiosos por consolidar su control. ¿Veis lo que quiero decir? La Muerte Roja mató a algunos Vástagos, pero casi todos ellos pertenecían a las últimas generaciones. El ataque redujo un poco la población, pero la situación general no ha cambiado mucho.

–Mierda -dijo Darrow con una mueca-. Estamos ignorando la pregunta más importante de todas. ¿Por qué atacó, para empezar, la Muerte Roja? Sin querer ofender, mi Príncipe, San Luis no es uno de los objetivos prioritarios del Sabbat, por lo menos según nuestros informes de inteligencia. Tienen los ojos puestos en ciudades más grandes e importantes. ¿Qué coño nos hace lo suficientemente especiales como para atraer la atención de ese monstruo de fuego hijo de puta?

–No me has molestado, Darrow -dijo Vargoss-. Aprecio tu honestidad más que cualquier adulación. Además, es un comentario acertado. Por lo que he podido deducir de mis discusiones con otros antiguos de la Camarilla, la primera aparición de la Muerte Roja anoche se produjo, sin duda alguna, en este local. ¿Por qué?

McCann creía saber la respuesta, pero no tenía la menor intención de decir que la Muerte Roja había aparecido en su busca, ya que eso provocaría preguntas que llevaba siglos evitando. Era el momento adecuado para dirigir la conversación en otra dirección.

–¿Recordáis a Tyrus Benedict? – Preguntó-. Puede que la respuesta esté relacionada con su visita.

–El brujo Tremere -dijo Vargoss-. Por supuesto, prácticamente lo había olvidado. – El Príncipe frunció el ceño. Del bolsillo de su abrigo sacó varias páginas dobladas en papel de fax-. Anoche envié un mensaje al respecto a Viena interesándome por la misión de Benedict. Esta respuesta, del mismo Etrius, llegó mientras dormía.

McCann, un estudioso de la historia y la organización de los Tremere, reconoció inmediatamente el nombre del máximo dirigente del Círculo Interior de los Siete. Etrius servía como guardián del fundador del clan de los magos vampiros, el poderoso hechicero conocido como Tremere. Éste yacía aletargado en un sarcófago de piedra en las catacumbas bajo Viena. Corrían rumores extraños sobre la condición de su cuerpo, comentarios que Etrius se negaba a confirmar o a negar.

–El mago, un frío y despiadado hijo de Satanás como todos los de su clan, no mostró el menor pesar por la muerte de Benedict. Sin embargo, estaba extremadamente interesado en la historia de la Muerte roja y en su control del fuego.

–Vaya sorpresa, el muy cabrón -dijo Darrow. Como casi todos los Vástagos, temía y desconfiaba de los Tremere. Aunque aseguraban ser leales miembros de la Camarilla, todo el mundo sabía que perseguían sus propios intereses, que no compartían con nadie-. ¡Lo que darían esos diablos por dominar un poder como el de la Muerte Roja! ¡Serían capaces de eliminarnos a todos del mapa y de reírse de nosotros por proporcionarles la información para hacerlo!

Vargoss asintió. La poca confianza que pudiera tener en los Tremere se había desvanecido cuando su más cercano consejero, Mosfair, se volvió contra él hacía pocos meses. Sólo la intervención de McCann había salvado al Príncipe de la traición definitiva. El detective nunca reveló que Mosfair actuaba realmente para el Sabbat, no para su propio clan. A McCann no le gustaban las alianzas entre las principales líneas de sangre de los Vástagos, y hacía todo lo posible por impedirlas.

–Sin embargo, lo que encontré sumamente interesante fue un mensaje en la segunda página del comunicado. Etrius indicaba que Benedict había sido enviado únicamente para disculparse personalmente por las transgresiones de su hermano de clan, Mosfair. No llevaba con él documento alguno relacionado con los Nictuku o con los recientes acontecimientos de Rusia. – El Príncipe se detuvo, disfrutando visiblemente de la cara sorprendida de sus consejeros. Vargoss poseía un acentuado sentido del dramatismo.

»Lo que es más, Etrius dice que aunque Benedict relató correctamente los hechos básicos sobre el misterio, ninguno de los Tremere enviados a Rusia para investigar el problema soviético ha regresado. El nombre del Ejército de la Noche no significa nada para él, ni sabe una palabra sobre las fotografías.

–Vaya pedazo de mierda -declaró Darrow-. ¿Crees a ese gusano hechicero, mi Príncipe? Puede mentir.

–¿Quién es capaz de discernir la verdad en los Tremere? – respondió Vargoss-. Sin embargo, por el tono de la misiva sospecho que Etrius parecía sumamente inquieto por mi información. Me pidió que, urgentemente, le relatara palabra por palabra todo lo dicho por Benedict sobre Baba Yaga.

–Estoy seguro -dijo Darrow-. A los Tremere no les gustan las sorpresas.

–Según las antiguas leyendas de mi clan -intervino Carafea- la Bruja de Hierro fue la mayor hechicera del mundo. Era una de los Nictuku, monstruos creados por Absimiliard, el primer Nosferatu, en sus días de locura. Sus poderes rivalizaban con los de Lameth, el Mesías Oscuro.

–Parece que alguien estuvo trasteando en los pensamientos de Benedict durante su viaje desde Viena -interrumpió rápidamente McCann. Volvía a estar ansioso por desviar la conversación hacia otro lugar-. No me extraña que la idea moleste a Etrius. Manipular la mente de un mago no es tarea fácil.

–Ya le he pedido a Carafea que investigue la travesía de Benedict -dijo Vargoss. El Príncipe fijó su atención en el Nosferatu-. ¿Qué descubriste?

–Seguir la pista del Tremere demostró ser muy difícil -respondió-. Utilizó métodos de transporte poco convencionales. Sin embargo, después de bastantes investigaciones logré averiguar que Benedict llegó a Washington D.C. hace tres noches. Los intentos por contactar con mi informador habitual en la capital, mi amigo Amos, han sido infructuosos. No he recibido respuesta a mis preguntas sobre las actividades del Tremere en la ciudad, ni sobre mis otras peticiones.

–Hace tres noches -repitió McCann-, pero Benedict llegó aquí ayer, lo que nos deja una noche entera sin información.

–El Sabbat tiene presencia en Washington -dijo Vargoss-. Quieren añadir la capital a su imperio.

–La Camarilla la controla -respondió Darrow-. Los Tremere son poderosos allí. Peter Dorfman es el Pontífice, y es muy ambicioso. Por lo que sabemos, Benedict podría haber recibido nuevas instrucciones de un miembro de su propia línea de sangre. Además, existe una amarga rivalidad entre Dorfman y los otros antiguos Tremere. Meerlinda, dirigente de la rama estadounidense del clan, los enfrenta para tener un absoluto control. Tanto ella como Etrius compiten también para hacerse con el dominio de todo el clan. Es un lío de mil demonios. Podría pasar cualquier cosa.

–Estoy de acuerdo -dijo Vargoss-. Necesitamos un agente que investigue personalmente la situación en Washington. Es el único modo de averiguar la verdad.

Todos los ojos se volvieron hacia McCann, que se echó a reír.

–¿Por qué tengo la sensación de haber sido elegido?

Vargoss sonrió.

–Eres la opción evidente, McCann. Como detective mortal, posees las habilidades necesarias para descubrir los hechos. Además, puedes funcionar durante el día, cuando los Vástagos están indefensos.

–Sí, y tengo mis poderes mágicos para protegerme -respondió-. No me valdrán de mucho si me encuentro con la Muerte Roja. Supongo que estarás dispuesto a pagarme bien por esta expedición…

Vargoss rió.

–Lo que más me gusta de ti, McCann, es lo agradablemente franco que eres. Después de estar escuchando mentiras y medias verdades es un placer escuchar a la verdadera y honesta avaricia. – El señor vampírico asintió-. Serás bien recompensado por tu tiempo y tus tribulaciones.

Inesperadamente, Flavia se inclinó y susurró algo al oído del Príncipe. Éste frunció el ceño y se levantó de la mesa.

–Disculpadme. Regresaré en breve.

Abandonó la habitación, seguido por su guardaespaldas. McCann apenas tuvo tiempo de repartir a Darrow y a Carafea otra mano de gin rummy antes de que los dos regresaran.

–Los planes han cambiado ligeramente -anunció el Príncipe mientras volvía a sentarse. Flavia recuperó su lugar a su derecha-. Aún vas a Washington, McCann, pero no solo. Flavia te acompañará.

–¿Qué? – dijo el detective-. ¿Qué?

–Flavia me ha convencido de que un humano solo, aunque sea un mago, no podría resistir el ataque de una manada del Sabbat, especialmente si la Muerte Roja está involucrada. Además, Flavia tiene contactos con los líderes más importantes de la Camarilla en la ciudad. Me veo obligado a aceptar. Tiene razón, necesitas protección y una buena carta de presentación, y ella es la única que puede proporcionarte ambas. Darrow ocupará su lugar a mi lado durante vuestra ausencia.

–Yo trabajo solo -protestó McCann, atrapado.

–No en este caso -replicó Vargoss con un tono que no aceptaba una negativa. A su lado, Flavia torció los labios en la más leve de las sonrisas-. No me enfades, McCann. Descubrirás la verdad sobre Tyrus Benedict y Flavia te cubrirá las espaldas.

–Como ordenes -respondió el detective, cediendo a lo inevitable-. Será un viaje interesante.

Flavia asintió, lamiéndose sensualmente el labio superior. Él torció el gesto y ella le guiñó el ojo.


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París: 14 de marzo de 1994


París es una ciudad de muchos misterios. Toma, por ejemplo, el tendido eléctrico que se introduce en los cimientos de la catedral de Notre Dame. No existe documentación alguna que indique porqué están allí esos cables, o adonde conducen. Llevan corriente y suministran energía a algún lugar bajo el templo. Como nadie se ha quejado nunca los responsables de urbanismo de la ciudad no han hecho nada al respecto, dejando los cables en paz. La política, como ocurre en la administración de muchas grandes urbes, es que si algo no está roto no hay que arreglarlo.

Otro rompecabezas sin explicación es la vasta red de túneles subterráneos que cruza todo París. Se encuentran a cientos de metros del suelo y no son el resultado de ningún proyecto conocido. Es prácticamente imposible llegar a ellos, y no se recuerda a ningún hombre que los haya visitado. Quién los construyó, y cuándo, es un asunto de continua especulación entre los ingenieros. Los pocos informes al respecto se remontan al siglo XVIII, e indican que entonces ya se encontraban allí. La postura oficial es que son los restos de alguna fortaleza subterránea construida durante la ocupación romana de la zona. La explicación es absurda, pero la fecha de los túneles se aproxima a la real más de lo que nadie podría imaginar.

Menos notoria, pero igualmente misteriosa, es la función del almacén Vert-Galant, en el extremo oeste de la lie de la Cité. El edificio tiene más de doscientos años de antigüedad y nadie conoce la identidad de su actual dueño, lo mismo que ha sucedido con todos los anteriores. Los gastos son pagados mensualmente con un cheque de una cuenta suiza.

A nadie parece interesarle el hecho de que diariamente lleguen transportes pero que nunca salga nada. Sin embargo, las estanterías nunca están llenas. Igualmente misterioso es que estos cargamentos, que van desde los suministros informáticos hasta las obras de arte, no vuelvan a ser vistos una vez entran en el edificio. Los encargados de hacer puntualmente todos los pagos cobran para no preguntar dónde termina el material o cómo es sacado de allí. Sus salarios, mucho más altos de lo que merecerían, proceden de la misma cuenta suiza.

Phantomas conocía la verdad detrás de todos estos misterios. Las líneas eléctricas llegaban hasta su guarida escondida bajo la Crypte Archeologique, en la plaza que hay frente a la catedral. Los túneles, construidos en secreto a lo largo de los siglos por medio del subterfugio y el engaño, le proporcionan el acceso a cientos de lugares de toda la ciudad. El almacén era de su propiedad, y todas las compras se realizaban por medio del módem de su ordenador. El capital necesario procedía de su cuenta bancaria en Suiza. Los fondos habían sido obtenidos a lo largo de los siglos mediante el uso juicioso del chantaje contra los ricos y poderosos de París. Nadie en la inmensa ciudad, vivo o muerto, podía ocultar un secreto a los ojos y oídos escrutadores de Phantomas.

Aquella noche el viejo vampiro estaba sentado frente a un terminal informático en la sala principal de su guarida, preguntándose si había sobrevalorado sus propias habilidades. Llevaba varias horas tratando de dar con alguna referencia sobre la Muerte Roja, pero no había encontrado absolutamente nada.

Estaba obsesionado con la información. En vida había sido un estudioso, y después de muerto había conservado su pasión por el conocimiento. Algunos vampiros vivían por la sangre, pero él lo hacía por los hechos. Los reunía, guardaba y ordenaba, tratando de enlazarlos creando patrones con sentido, especialmente aquellos que tenían que ver con los vampiros.

Hacía más de mil años había concebido su gran proyecto sobre la historia de los Vástagos, y desde entonces había estado trabajando en aquella obra maestra de la información. Era su obsesión, su sueño. El antiguo Nosferatu estaba escribiendo una enciclopedia sobre los vampiros que contenía cada dato, cada hecho, todo lo que hubiera sido capaz de recopilar sobre los Cainitas durante el último milenio. La invención de los ordenadores le había facilitado enormemente la tarea, eliminando el tedioso trabajo de escribir a mano toda la información en diarios. Además, la potente base de datos que utilizaba le permitía cruzar millones de entradas, permitiéndole establecer contactos entre cientos de incidentes aparentemente sin relación.

El núcleo de su proyecto era el más completo árbol genealógico nunca creado sobre la raza vampírica. Empezando con Caín, el diagrama señalaba a los miles de Vástagos que a lo largo de los años habían existido. Junto con la descripción de la relación de cada uno con los demás Cainitas, la tabla mostraba un detallado perfil biográfico sobre todos ellos. Utilizando esta genealogía e historia Phantomas esperaba descubrir algún rastro de la Muerte Roja, pero de momento no había conseguido absolutamente nada.

Los perfiles sobre los Vástagos los obtenía de cientos de fuentes diferentes. Había estado utilizando los ordenadores desde su invención, y era probablemente el mejor pirata informático del mundo. Podía acceder a los archivos de los principales bancos de datos, y no había código de seguridad a salvo de sus programas. Los secretos del mundo estaban al alcance de sus dedos retorcidos.

Casi toda la información procedía de los grandes equipos utilizados por la Camarilla y el Sabbat. Ambas sectas mantenían complejos sistemas de palabras código para proteger sus archivos del odiado enemigo, pero no sospechaban que una tercera persona, ajena a sus guerras de sangre, llevaba varios años robándoles información.

La CÍA estadounidense, las SAS británicas y las ramas CID, la Süreté francesa, el Mossad israelí y el KGB ruso también le proporcionaban material. Era insaciable en su búsqueda de precisión para su enciclopedia. Que nadie más la viera no importaba. Phantomas trabajaba por su propia satisfacción.

Discretos pinchazos en las líneas informáticas de empresas repartidas por todo el mundo le proporcionaban detalles sobre los demás ataques de la Muerte Roja contra las fortalezas de la Camarilla. Junto con su propia información acerca de la aparición del monstruo en París, todo había sido introducido en su ordenador. Luego había programado la máquina para que determinara qué Vástagos eran lo suficientemente poderosos como para manejar poderes así. Había ignorado a los trece miembros de la tercera generación, ya que no hacía falta un ordenador para saber si ya habían despertado de su letargo milenario.

Una completa búsqueda había arrojado a veintisiete posibles vampiros. Una segunda pasada eliminó a aquellos involucrados en grandes disputas de sangre o en letargos prolongados. Para su frustración, el procedimiento dejó únicamente dos posibles nombres, ninguno cubierto por sus archivos y biografías: Anis, la Reina de la Noche, y Lameth, el Mesías Oscuro. Ambos eran figuras legendarias de la cuarta generación, pero entre los Vástagos las leyendas solían estar basadas en verdades.

Lameth era supuestamente el mayor hechicero de la historia. No había acuerdo sobre la identidad de su tutor, pero parecía ser una de las fuerzas elementales primordiales. Según el mito, Lameth había descubierto una poción que inducía artificialmente la Golconda, el estado mental que permitía a los vampiros existir en perfecta armonía con su entorno. Aquel que controlara el elixir controlaría a los Vástagos, por lo que Lameth recibió el sobrenombre de "el Mesías Oscuro". Hacía unos cinco mil años que había desaparecido por completo, aunque no dejaban de surgir rumores en los que se daba por segura su participación en los asuntos de los Cainitas.

Anis, la Reina de la Noche, era contemporánea de Lameth. Los mitos que se remontaban a la Segunda Ciudad la hacían responsable de la revuelta en la que la tercera generación se alzó y acabó con sus sires. Era descrita como la mujer más bella que hubiera existido jamás, y como una de las más letales.

Las leyendas sobre la Segunda Ciudad la consideraban un ser consumido por la ambición. Se decía que poseía un encanto seductor casi tan intenso como el de Lilith, amante de Adán y uno de los demonios más poderosos. Anis había desaparecido hacía más de cinco mil años, pero también existían constantes rumores sobre su reaparición.

Era significativo el hecho de que ninguna leyenda mencionara al sire de ninguno de los dos.

Frustrado y enojado, Phantomas abandonó la búsqueda de la identidad de su atacante. Decidió concentrarse en las Disciplinas especiales de la Camarilla y en las Sendas de la Iluminación practicadas por los miembros del Sabbat. De nuevo, sus esfuerzos no revelaron nada remotamente parecido al toque ígneo de la Muerte Roja. Tampoco había mención alguna a demonios que concedieran a Vástagos o a mortales tales poderes. Llegó incluso a comprobar los últimos avances en guerra química y bacteriológica, pero los resultados fueron los mismos: nada.

El Nosferatu sacudió la cabeza angustiado. Los recientes informes de América, obtenidos por medio de pinchazos telefónicos en líneas supuestamente seguras, indicaban que podría haber más de una Muerte Roja. La posible existencia de toda una línea de sangre no incluida en su genealogía lo deprimía. Había trabajado en ella durante cientos de años, por lo que era inconcebible que hubiera perdido toda una rama de la familia vampírica. Sin embargo, todo parecía señalar directamente hacia esa conclusión.

Golpeó frustrado el teclado. Lameth o Anis tenían que ser la Muerte Roja, o uno de los dos debía haber fundado una línea de sangre cuyos miembros poseyeran sus poderes. Esa era la única solución posible al misterio, pero no estaba seguro de que fuera la correcta…

Y entonces Phantomas cayó en que ninguna de sus especulaciones tenía en cuenta al misterioso joven que le había advertido del espectro y que conocía su nombre.

Inmediatamente, el teclado pareció cobrar vida. Confundido, el vampiro levantó las manos de la consola. Las teclas seguían siendo pulsadas por dedos invisibles.

Una única frase apareció en el monitor. Al verla, Phantomas no pudo reprimir un escalofrío. No tenía la menor idea de qué podrían significar, pero estaba convencido de que su recuerdo de aquel hombre del Louvre había disparado la respuesta del ordenador. Con voz temblorosa leyó el nombre en alto:

-Los Sheddim.


SEGUNDA PARTE


No debería haber dudado de que me amaba; hubiera comprendido fácilmente que, en un pecho como el suyo, el amor hubiera reinado con absoluta pasión.


Edgar Alan Poe

"Ligeia"


14


Nueva York: 14 de marzo de 1994


La mujer más peligrosa del mundo se levantaba todos los días con el sol.

Vivía en el ático de uno de los mayores rascacielos de Nueva York. El edificio, desde los cimientos hasta el pararrayos, le pertenecía por completo. Muy pocos neoyorquinos sabían que la dueña vivía allí, y eran aún menos los que conocían su aspecto o sabían de lo que era realmente capaz. Ninguno sospechaba de los otros secretos, aún más oscuros, que allí se ocultaban.

La luz amarilla y brillante de la mañana entraba a través de los ventanales del ático, iluminando el suelo alfombrado y trepando por la enorme cama en el centro de la estancia. Luego se derramaba sobre las brillantes sábanas de seda hasta envolver como una ola el cuerpo desnudo de una mujer profundamente dormida en medio de un mar escarlata. Su cabello oscuro brillaba como un halo alrededor de la cabeza. Su rostro era el de un ángel. Su cuerpo, el de un diablo.

Los rasgos, jóvenes y sin arrugas, con el tono rosado de una excelente salud, eran los de alguien de veinticinco años. Su cuerpo era terso y esbelto, bien musculado y profundamente bronceado. Los pechos firmes, las piernas largas y delgadas y las caderas anchas indicaban que era una de esas extrañas bellezas que son excepcionales tanto vestidas como desnudas.

El sol acarició su rostro, haciéndola sonreír en sueños. Suspiró suavemente y se volvió, enterrando la cabeza bajo la seda. El cálido brillo, intensificado por los ventanales, dibujó rayos dorados sobre su espalda.

Despertó lentamente, frotándose los ojos. Sonrió y giró para mirar al techo, estirando los brazos hacia arriba. Los dedos se cerraron y abrieron como cables de acero tensándose y liberándose. Frotó sus hombros contra la seda, disfrutando del tacto sobre su piel y dejando que acariciara los músculos del cuello y la espalda.

Sienta muy bien estar viva, pensó Alicia Varney. Sienta muy bien estar viva.

Deslizándose sobre las sábanas como una serpiente se arrastró hacia el extremo de la cama y pulsó el comunicador que había sobre la mesilla.

–La princesa de la torre ha despertado -declaró la joven. Su voz, baja y seductora, era tan dulce como la miel fundida.

–Buenos días, señorita Varney -dijo un hombre al otro extremo de la línea-. Presumo que eso significa que desea que le sirva el desayuno.

–Exacto, Jackson -dijo Alicia-. Envía lo de siempre. Estaré en la ducha. Cuando llegue la comida ya habré terminado.

–Muy bien, señorita Varney -respondió. Sanford Jackson, antiguo boina verde y agente de la CIA, realizaba un excelente trabajo como sirviente, chofer y guardaespaldas de Alicia. Durante los raros periodos en los que ella no tenía ningún amante también se encargaba del trabajo, con razonable competencia.

Pensar en el cuerpo duro y musculoso de Jackson provocó un escalofrío de emoción sexual en Alicia. Había pasado las últimas noches sola, algo extraño en una mujer con sus voraces apetitos. Era una situación que había que remediar cuanto antes. Alicia Varney extraía de la vida hasta la última gota de placer, y no le gustaba privarse de nada durante demasiado tiempo.

Se dirigió inquieta hacia el baño. Unos minutos debajo de los chorros de agua caliente y una sesión con la boquilla desenroscable de la ducha servirían por el momento, pero la masturbación no era sustituto para la realidad. Más tarde saldría de caza. Necesitaba un hombre.

Regresó quince minutos después a su dormitorio para encontrar a Jackson depositando la bandeja con el desayuno sobre una mesilla cerca de la ventana. Alicia, vestida con una bata completamente transparente, sonrió satisfecha al ver las tres tostadas francesas con canela, la selección de diferentes mermeladas de importación y su ejemplar del Wall Street Journal.

–¿Algún mensaje? – preguntó a su ayudante mientras se sentaba-. Me cuesta imaginar que el mundo haya sobrevivido a la noche sin que haya sucedido algo que requiera mi atención personal.

–Algunos -respondió Jackson, en posición de firmes cerca de la mesa. Las viejas costumbres nunca desaparecían, y no podía relajarse cerca de un oficial superior. En presencia de Alicia siempre se quedaba quieto, aunque no podía evitar echar un vistazo a sus firmes senos apretados contra el delgado material de su bata-. Nada demasiado importante. Supuse que seguiría el procedimiento habitual, señorita, y preferiría considerarlos tras el desayuno.

Alicia asintió, cortando metódicamente una de las tostadas en dieciséis cuadrados. Vertió tres mermeladas diferentes en el plato, se sirvió una taza de café solo y abrió el periódico. Pinchó un trozo de tostada con el tenedor, lo mojó en la mermelada de fresa (su favorita) y comenzó a comer.

Lo hacía lentamente, saboreando cada bocado, como un convicto disfrutando de su última comida. Alicia no solía apresurarse en nada. Comer, beber, dormir, hacer el amor, todo lo llevaba a cabo con el ritmo metódico y controlado que definía su existencia. Le gustaba devorar sus placeres bocado a bocado, masticándolos hasta molerlos por completo y luego tragarlos. Nunca tenía prisa. Disponía de todo el tiempo del mundo.

Como siempre, el Journal no tenía nada demasiado interesante. Alicia tenía contactos mucho mejores que los de cualquiera de los redactores del periódico. Las principales historias, los últimos titulares, ya eran agua pasada. El dinero hablaba, y ella tenía miles de millones. Varney Enterprises, de su exclusiva propiedad, era una de las mayores compañías del mundo. Estimar su valor real era imposible, pero los beneficios anuales eran mayores que el producto nacional bruto de muchos países pequeños, y eso sin incluir los fondos obtenidos de las actividades ilegales más rentables.

Alicia dejó el periódico y miró por la ventana. En un día despejado como aquel era capaz de ver a muchos kilómetros de distancia. Su aguda visión pasó sobre los suburbios de la Décima Avenida y el Bowery, más allá de las contaminadas aguas verdes y marrones del Hudson. Al otro lado del río estaban los decadentes muelles Hoboken y los enormes vertidos tóxicos que habían logrado para la ciudad el sobrenombre de "la capital del cáncer de América". En el límite de su visión podía ver las empalizadas costeras que protegían las marismas de Nueva Jersey.

A menudo, cuando miraba a través de la ventana, se sentía como una princesa medieval sentada en su torre y rodeada por sus súbditos. Era una comparación apropiada. Los más poderosos de los Estados Unidos reinaban como la aristocracia sobre el ganado. No existía una verdadera clase media, sólo ricos y pobres. Después de haber experimentado la miseria y la prosperidad extremas varias veces a lo largo de su vida, no tenía duda de que la segunda era con mucho la mejor de las dos. Disfrutaba de sus riquezas, de su estilo de vida y, sobre todo, de las sensaciones físicas de la misma existencia. No estaba dispuesta a renunciar absolutamente a nada, ni por causa ni por persona alguna.

–Jackson -preguntó con una voz pensativa y curiosa-, ¿puede imaginar vivir sin el sol?

–¿Perdón, señorita? – saltó el sirviente como un muñeco articulado.

No tenía imaginación alguna. Veía el mundo en blanco y negro, positivo y negativo. Era un excelente guardaespaldas y ayudante, pero no el mejor de los conversadores.

La joven se detuvo, ordenando sus ideas.

–¿Ha pensado alguna vez en cómo sería soportar un mundo de tinieblas eternas? ¿Sin la esperanza de volver a ver nunca la luz del sol?

–¿Se refiere a quedar ciego, señorita? – preguntó Jackson. Negó con la cabeza-. No puedo decir que sí, señorita Varney. Durante la guerra me entrené con una venda sobre los ojos para aprender a confiar en mis demás sentidos por si perdía la visión, pero eso no ocurrió. He sido muy afortunado al respecto.

Alicia suspiró, preguntándose por qué se molestaba. Lo intentó una última vez.

–No me refería a eso. Si algún día descubriera que había contraído una grave enfermedad que acabara con usted si le tocara el menor rayo del sol pudriendo su piel y su cuerpo, ¿sería capaz de soportarlo? ¿Sería capaz de aceptar el hecho de que nunca jamás volvería a ver un amanecer? – Suspiró profundamente-. ¿Qué ocurriría si la misma enfermedad le negara muchos de los placeres físicos que da por hechos? Como comer y beber. ¿Enloquecería al pensar en una vida así, si se la pudiera denominar de ese modo? ¿Intentaría adaptarse? ¿Podría hacerlo?

–¿Se refiere a si me convirtiera en uno de esos personajes con los que trata en el Jardín del Diablo? – preguntó Jackson. Sus rasgos rocosos se torcieron en lo que Alicia reconocía como su expresión pensativa-. ¿Si me convirtiera en uno de esos vampiros que pasan su tiempo maquinando los unos contra los otros, o cazando en las calles y bebiendo la sangre de vagabundos que no tienen ningún sitio donde esconderse?

–No son demasiado representativos de los Vástagos -dijo Alicia-, pero a eso me refería.

–Para mí no habría diferencia, señorita. Soy un superviviente. Disfruto con la comida, la bebida -abrió los ojos sugerentemente- y con el sexo. No puedo decir que me encantara la idea de vivir sin ellos, pero no estoy totalmente preparado para lo que hay más allá, si sabe a qué me refiero. Si tuviera que beber la sangre de otros para sobrevivir lo haría sin dudarlo un momento. Hice cosas peores en la guerra, señorita, mucho peores, una o dos veces. La supervivencia no es agradable, señorita Varney, pero la muerte es terriblemente definitiva.

–Es un hombre práctico, Jackson -respondió Alicia-. La muerte es definitiva, sí, especialmente para los Condenados. Sin embargo, a veces pienso que la eternidad sumida en las tinieblas no merece la pena. No puede llegar a comprenderlo, pero la humanidad pertenece al sol. Somos verdaderos herederos de la mañana.

–Creo recordar -siguió Jackson- que una vez oí hablar de unos vampiros llamados los Hijos de la Noche.

Alicia rió entre dientes.

–Qué poético… Pero es cierto.

Se levantó, sonriendo al ver congelarse la expresión de su ayudante. Sus pensamientos eran tan transparentes como su bata.

–No pierda las esperanzas, señor Jackson -ronroneó Alicia mientras se dirigía hacia uno de los enormes armarios que ocupaban por completo una de las paredes del dormitorio-. Si no encuentro un candidato que satisfaga mis deseos carnales en los próximos días me veré obligada a hacer uso de sus servicios. Estoy segura de que en ese caso estará preparado.

–Por supuesto, señorita Varney -respondió educadamente-. Lo haré lo mejor que pueda.

–Seguro que será de forma satisfactoria -dijo Alicia. Abrió las puertas de la sección negra-. Saque esa bandeja de aquí y tráigame mis mensajes. También quiero ver a Sumohn. Hace días que no hablo con mi preciosa mascota.

Jackson se quedó blanco. Sus grandes manos se cerraron en puños y frunció el ceño.

–Esa bestia es peligrosa, señorita Varney. Las panteras negras nunca han sido animales de compañía, ni siquiera para una dama como usted.

–Tonterías -dijo Alicia sin dejar lugar a la disensión-. Puedo asegurarle que Sumohn es incapaz de hacerme daño. Repito, señor Jackson: incapaz. Ya hemos tenido antes esta discusión y no me agrada repetir las cosas. El tema está zanjado.

–Muy bien, señorita Varney -dijo secamente el sirviente-. Ordenaré que traigan inmediatamente a su mascota.

–Mucho mejor, Jackson -respondió Alicia con una risa-, pero aún puede mejorar. Vivo como más me place. Usted encárguese de que mis rivales no envíen asesinos contra mí y yo me preocuparé de Sumohn.

–Sí, señorita -dijo Jackson indicando con su tono de voz que la creía loca-. Usted manda.

–Exacto -respondió Alicia-. Váyase.

Cuando el ayudante regresó al ático diez minutos después, Alicia lo recibió en el salón, lista para el trabajo. Vestía una larga falda negra de terciopelo, una blusa blanca y una torera negra. En la cabeza, sujeta por una horquilla, llevaba inclinada una boina también negra.

–Ya he avisado a la perrera -dijo Jackson dándole una carpeta con un buen montón de hojas-. Dijeron que traerían su pantera enseguida.

–Al menos ellos saben que no es adecuado llevarme la contraria -respondió Alicia mientras revisaba por encima los documentos. Hacia la mitad se detuvo, frunció el ceño y extrajo una hoja.

–¿Los rusos se niegan a permitir a nuestra gente entrar en el país? ¿Qué demonios está ocurriendo allí? No tiene sentido. Varney Enterprises lleva desde 1919 haciendo negocios con los comunistas. ¿Ha dado ese estúpido de Andropov algún motivo para este cambio de política? Creía que estábamos sobornando adecuadamente a ese miserable hijo de puta.

–Ya no está al mando, señorita Varney -dijo Jackson-. Desapareció sin dejar rastro, como muchos con los que tratamos a lo largo de los años. Yeltsin, o quienquiera que esté tras él, está eliminando a la vieja guardia e instalando gente nueva en todos los puestos de responsabilidad. Han dejado perfectamente claro que los extranjeros ya no son bienvenidos en el país, y eso nos incluye a nosotros.

-¡JODER! -gritó Alicia-. ¡Eso nos va a costar millones! Hemos pasado años preparando esa red en las repúblicas soviéticas, no puede venirse abajo sólo porque un reformista haya llegado al poder. Me niego a creerlo. Rusia no funciona así.

–No, antes no -respondió Jackson-. Las cosas han cambiado drásticamente en los últimos meses. Nuestros agentes han estado informando sobre todo tipo de inquietantes rumores acerca de los consejeros secretos de Yeltsin. Se dice que para consolidar su posición está haciendo tratos con personajes completamente despiadados.

–¿Despiadados? – repitió Alicia-. ¿Desde cuándo es eso nuevo en Rusia? Esos cabrones son fríos como el hielo. Matarían a sus hijos y los venderían a la investigación médica si se les pagara lo suficiente.

–Nadie sabe la verdad -dijo Jackson-. Corren numerosos rumores, pero todos los que se acercan demasiado a las auténticas respuestas desaparecen. He estudiado los informes de los últimos doce meses. Lo más cercano a hechos probados son diferentes informaciones confusas sobre una gigantesca vieja con colmillos y garras de hierro que se reúne por la noche con el Premier.

Alicia se quedó helada, con la boca abierta y blanca como un fantasma. Sus ojos se nublaron, como si estuviera concentrándose en algo enterrado en lo más profundo de su mente. Estaba quieta como una estatua. Pasados unos momentos cerró la boca con fuerza.

–La bruja -murmuró como si estuviera sacando a rastras el nombre de su subconsciente-. La bruja de hierro.

–¿Cómo? – preguntó Jackson.

–No importa -dijo Alicia recuperando el color-. Olvide lo que dije. Estaba recordando una historia de mi niñez.

El sonido del ascensor terminó la conversación. Alicia relajó su expresión y se volvió mientras un hombre bajo y fornido entraba en el salón. A su lado, apenas controlada por una cadena de acero alrededor del cuello y la mandíbula, caminaba una gran pantera negra.

–¡Sumohn! – dijo saltando hacia delante-. Te he echado de menos, pequeña.

Se arrodilló, poniendo su rostro a la altura del de la bestia. Pasó cariñosamente sus dedos por el poderoso cuello del animal, que emitió un gruñido profundo que Alicia insistía en considerar un ronroneo.

–¿Te alegras de verme? – preguntó rascando a la pantera detrás de las orejas.

Los ojos amarillos del felino se encontraron con los suyos. La mujer asintió, como si estuviera respondiendo a alguna pregunta. Parecía que el animal y la humana se estuvieran comunicando telepáticamente.

–Intente conseguir más información sobre la situación rusa -dijo Alicia poniéndose en pie, el rostro radiante-. Llame a nuestra gente en el Departamento de Estado para que se pongan en contacto con la CIA. Quiero saber esta misma noche qué está ocurriendo.

–Presumo que va a salir -dijo Jackson.

–Al parque de Prospect Hights -respondió Alicia-. Sumohn está cansada de estar encerrada en una jaula. Necesita ejercicio, y ya llevamos un tiempo en Brooklyn. Me la llevo de paseo.

Jackson frunció el ceño.

–Prospect Hights no es seguro. La policía lo ha cerrado. La semana pasada tiró la toalla y dejó de patrullarlo, incluso durante el día. No entraría aunque viera que se está cometiendo un asesinato. Hay demasiadas bandas y psicópatas armados con artillería pesada ansiosos por volar a algunos policías. El alcalde se ha lavado las manos y ha declarado el parque zona catastrófica. El consejo quería llamar a la guardia nacional para limpiar el lugar, pero se han vetado los fondos. – El sirviente se encogió de hombros. No le gustaba la política y creía en la justicia impartida con el cañón de una automática.

»Los republicanos nunca van a apoyar a una administración demócrata, y mientras tanto el parque es una zona de tiro al blanco. Si va allí está arriesgando su vida.

Alicia rió.

–Estaré bien. Sumohn me protegerá.

Como si respondiera al comentario de su ama, la pantera gruñó. A pesar de tener las fauces atrapadas por la cadena de acero, era un sonido terrorífico.

–Espero que pueda atrapar las balas con los colmillos -suspiró Jackson.

–No se preocupe por mí -respondió Alicia-. Empiece a trabajar en ese informe. Iré por el puente de Brooklyn y volveré en unas horas. No llegaré tarde. Como dije, tengo planes para la noche.

–¿El Jardín del Diablo? – preguntó Jackson.

–Por supuesto -dijo Alicia-. Avise a los espías habituales. Va a ser una noche caliente.

Era más cieno de lo que podía imaginar.


15


Brooklyn, Nueva York: 14 de marzo de 1994


Había enormes señales blancas con letras de color sangre en todas las entradas al parque, declarando la zona más allá de los límites de los ciudadanos cumplidores de la ley. Los carteles, que habían sido perdonados más como triste broma que como consejo, eran ignorados por el gentío que no dejaba de entrar y salir de la zona forestal. Prospect Hights era el principal punto de prostitución, tráfico de drogas y armas automáticas de Nueva York. También era el cuartel general de más de media decena de bandas importantes y dos grupos terroristas.

Allí se podía comprar cualquier cosa, pero las transacciones eran arriesgadas. Era parte del ambiente de la ciudad: los que no lograban adaptarse abandonaban… o morían.

Una valla de acero de cinco metros de altura rodeaba todo el parque. Era el último intento de una administración previa por impedir que el crecimiento canceroso de la zona se extendiera por Brooklyn y sus aledaños, pero en realidad funcionaba más como una barrera para impedir la entrada de los policías que la salida de los criminales. Al menos una vez al mes se encontraba un cuerpo empalado en las puntas afiladas que coronaban los postes. Hacía varios años doce cabezas habían decorado la valla durante días como un macabro recordatorio de la guerra de bandas que incesantemente se libraba de puertas adentro. Nadie se atrevía a entra solo o desarmado en el parque… salvo Alicia Varney.

La multimillonaria atravesó la puerta más cercana al tiovivo gigante, uno de los últimos y fútiles intentos de restaurar la gloria original de Prospect Hights. Sumohn caminaba silenciosa a su lado, apenas controlada por una delgada correa de cuero. Era muy superior a los felinos normales de la jungla. La monstruosa bestia poseía más de cinco sentidos y podía detectar la hostilidad en los bosques… y la muerte.

–Yo también lo percibo -dijo suavemente Alicia, hablando a su pantera como si ésta poseyera inteligencia-. Están en el parque, en alguna parte, vigilando y esperando. Sentí su presencia al levantarme por la mañana. Alguien quiere matarme y se oculta en los bosques. Pensé que era mejor enfrentarme con él o con ellos aquí, en su territorio, en vez de arriesgarme a que interrumpan mis planes para la noche.

Doblaron el primer recodo del camino, perdiendo de vista los enormes edificios que había a menos de una manzana. Aunque era casi mediodía los bosques eran oscuros y amenazadores. Parecía que hubieran abandonado un mundo para entrar en otro.

Alicia desató el collar de Sumohn, que gruñó aprobatoriamente. Sin más órdenes, la pantera desapareció entre los árboles.

Con una risita, la joven fijó la correa a su cinturón. Confiaba plenamente en su mascota: encontraría y eliminaría a aquellos que querían hacerle daño: sólo era cuestión de tiempo.

Mientras tanto, Alicia pensaba disfrutar de su excursión. La presión de las altas finanzas le dejaba cada vez menos tiempo libre. Su único ejercicio consistía en una hora de gimnasio tres veces a la semana, y hacía más de un mes que no disfrutaba de la libertad de la naturaleza. Estaba dispuesta a saborear cada instante.

Alegre, recorrió el camino que conducía hacia el centro del parque, vigilando mentalmente la zona que la rodeaba. No deseaba ser sorprendida por visitantes inesperados. Jackson tenía razón cuando decía que Prospect Hights no era lugar para una mujer joven y desarmada, pero ella era mucho más vieja de lo que su guardaespaldas podía sospechar. Además, no estaba en absoluto indefensa…

La primera señal de problemas llegó cuando el rugido furioso de Sumohn rompió el silencio del bosque. Alicia sonrió, reconociendo el sonido de una presa. Un enemigo menos del que preocuparse.

Inmediatamente presintió que cinco más la rodeaban. Detectaba su presencia al norte, al sur y al oeste. Los dos últimos se acercaban desde el este. Todos estaban armados con pistolas y escopetas, y sus mentes estaban inundadas por la sangre.

–Me niego a que nadie interrumpa mis planes -susurró enfadada-. La muerte no es una opción en esta fase del juego. Sumohn, escúchame, tienes trabajo aquí.

–Ey, señorita -le dijo un hombre bajo y delgado de unos treinta años con unos vaqueros gastados. No llevaba nada en el torso, a pesar del frío. El tatuaje de una mujer desnuda con una flecha atravesando sus senos adornaba su pecho sin vello. Metida en el pantalón asomaba una pistola automática del 45-. ¿Ha perdido algo?

–Sí -dijo su compañero, alto y ancho, con la cabeza afeitada, una sola ceja espesa y mirada lasciva. Vestía igual que el otro, pero llevaba en una mano una escopeta del 12-. O puede que quiera algo de marcha.

Alicia suspiró, comprendiendo porqué no habían empezado ya a disparar. Viéndola desarmada y aparentemente indefensa, pensaban violarla antes de acabar con ella. Sacudió la cabeza disgustada. Sexo y muerte. Los dos estaban unidos por irrompibles lazos a lo largo de la historia. De su historia.

–En realidad -respondió Alicia dando un paso hacia delante-, estaba buscando algún tipo guapo y grandote para satisfacer mis deseos. Necesito que me follen. Repetidamente. ¿Creéis poder ayudarme?

–¿Eh? – acertó a decir el primer hombre, completamente sorprendido. Se puso completamente rojo. Era un truco viejo, pero todavía funcionaba. Aquellos cretinos esperaban que se acobardara y que suplicara piedad, no que hablara de sexo. No sabían cómo responder.

Mientras tanto Alicia sintió cómo los otros tres, atraídos por su vulgar declaración, salían de entre los árboles. No querían perderse nada. Ahora podía ver a todos sus enemigos. Los tenía exactamente donde quería.

–Ya me habéis oído -dijo Alicia levantando la voz para que todos pudieran escucharla-. Estoy cachonda. Tengo tantas ganas que no sé si podré aguantarme. – Se pasó las manos por las caderas, apretando la tela contra su piel. Gimió apasionadamente-. Si no empezáis pronto me volveré loca.

–Joder -dijo excitado el grande, tan nervioso que no acertaba a desabrocharse el pantalón-. Si esa puta quiere que la follen se la voy a meter ahora mismo. Haced cola, gilipollas, que voy el primero.

–Y un hue… -comenzó su compañero quitándose el cinturón, pero sin poder terminar la frase. Un borrón negro golpeó su espalda, lanzándolo contra el pavimento. Gruñendo salvaje, Sumohn cerró sus enormes fauces sobre la nuca de su presa. El cráneo estalló en un torrente de sangre y masa cerebral.

Alicia se volvió hacia los otros asaltantes, que estaban levantando sus armas. Sin embargo, los tres parecían experimentar extraños problemas de coordinación. Sus cuerpos se movían a un lado y a otro en una espectral parodia de un baile, mientras trataban desesperados de apuntar a su objetivo.

–¿Qué coño pasa? – gritó el más cercano, un adolescente de color-. ¡No consigo hacer nada!

–No he hecho más que paralizar la zona de tu cerebro que controla las habilidades motoras -respondió Alicia con una sonrisa. Lanzó la mano hacia el cuello desprotegido del joven, atravesándolo con tres dedos justo bajo la nuez. El chico se derrumbó bombeando sangre y formando un charco escarlata.

–¡Oh, dios mío! – alcanzó a decir el segundo, que trataba desesperadamente de levantar la escopeta. A pesar de todos sus esfuerzos, no consiguió que su dedo apretara el gatillo-. Por favor, no…

–Si juegas duro, acepta las consecuencias -dijo Alicia. Era despiadada, pero no cruel. Lo mató de un golpe seco en la nariz que incrustó el cartílago en el cerebro. No emitió sonido alguno.

El tercero se desmayó. Aburrida, Alicia lo mató partiéndole el cuello con un rápido giro de sus manos. Era mucho más fuerte de lo que nadie pudiera sospechar.

–Muy bien, señorita Varney -dijo una voz a su espalda-, pero no muy inteligente. Ha permitido que los señuelos la distrajeran. Yo soy la verdadera amenaza.

Alicia se volvió, sabiendo que ya era demasiado tarde. Sumohn todavía estaba partiendo en pedazos al tipo alto. La pantera era un maravilloso aliado, pero muy fácil de tentar. Su verdadero enemigo, un joven bien vestido con una pistola ametralladora Kobra, ya estaba apretando el gatillo.

Sin embargo, la lluvia de balas nunca se materializó. El sexto hombre, que de algún modo había eludido su barrido telepático, se derrumbó con una expresión defraudada. Entre sus omóplatos asomaba la empuñadura de un cuchillo de caza, el resto del arma enterrado en su pecho.

–Paralicé sus dedos para que no apretara el gatillo por accidente -dijo un hombre rubio que apareció de entre los árboles con un traje y una camisa blancos caminando sobre el cadáver. Se inclinó, extrajo el cuchillo y lo limpió con las ropas del muerto.

–Su nombre era Leo Taggert. Tenía su cuartel general en Coney Island. Estaba especializado en el asesinato de famosos, pero el resto de la banda eran talentos del lugar contratados hacía apenas unas horas. No detectaste su presencia porque era un ghoul capaz de ocultar sus pensamientos. Por fortuna, no sabía que yo andaba cerca. Mala suerte.

–¿Quién eres? – preguntó Alicia. Aunque el hombre le resultaba familiar, estaba segura de no haberse encontrado antes con él.

–Un amigo -declaró mientras envainaba el cuchillo en una funda bajo su chaqueta-. Me alegra haber sido de utilidad. – Se volvió y comenzó a alejarse.

»Será mejor que llames a tu mascota -dijo como despedida-. El hombre ya está muerto.

Distraída por un instante, Alicia volvió la mirada hacia Sumohn. Cuando quiso darse cuenta el extraño había desaparecido.

Comprobó mentalmente la zona. Quitando a un camello y a su joven cliente, no había nadie a menos de cien metros de su posición. Muy misterioso. Alicia odiaba los misterios.

–¿Quién era ese hombre? – le preguntó a Sumohn, que se acercaba hacia ella-. ¿Reconociste su olor?

Leer los pensamientos de un animal, incluso los de una bestia especial como aquella, era prácticamente imposible. Las imágenes mentales del felino eran una confusión de sangre y muerte. No había la menor indicación de que la pantera hubiera llegado a percibir al extraño, ni de que lo detectara durante el ataque inicial. Parecía haber surgido de la nada, desapareciendo del mismo modo.

–Y este hijo de puta -dijo Alicia dando frustrada una patada a Leo Taggert- me llamó por mi nombre. No era un asesino ordinario empleado por mis rivales corporativos, sino un ghoul, lo que lo relaciona con los Vástagos. El muy cabrón sabía cómo ocultarme sus pensamientos. Maldición. – Dio un fuerte suspiro.

»Suponiendo que Jackson sea leal, y considerando lo que le pago debería serlo, eso significa que alguien lleva mucho tiempo estudiándome, o que tiene relación con mis presuntos amigos del Jardín del Diablo. Sea quien sea, me quiere muerta y está dispuesto a pagar bien para conseguirlo.

Primero había llegado la inquietante información sobre Baba Yaga y ahora este intento de asesinato, unido a la aparición de aquel joven, vagamente familiar. Alicia se preguntó que más podría salir mal.

No debió haberlo hecho.


16


Nueva York: 15 de marzo de 1994


Alicia entró en el Jardín del Diablo pocos minutos después de la una de la madrugada. Llevaba un vestido formado por varias capas de encaje sin nada debajo, por lo que atraía las habituales miradas y comentarios. Nunca utilizaba sus poderes telepáticos en el local por miedo a provocar preguntas a las que no quería responder, pero no necesitaba leer las mentes para saber que casi todos los hombres la deseaban y que sus antiguos amantes la despreciaban. A pesar de su edad, y Alicia era mucho mayor de lo que aparentaba, era la mujer más bella de todas las presentes.

Normalmente llegaba al club de rock pronto y pasaba el tiempo flirteando con todos los hombres presentes. A menudo regresaba a casa con uno o con varios, dependiendo de su humor y de sus apetitos. Hoy había llegado tarde debido a ciertas precauciones que consideraba necesarias después del ataque en el parque. Torció el gesto mentalmente. Justine Bern solía ser una zorra, pero aquella noche iba a ser especialmente difícil.

Alicia estaba en la puerta que conducía a la zona privada del local cuando vio, sentado en un reservado, a un joven rubio con un traje blanco. No había duda de que se trataba del extraño con el que se había encontrado aquel mediodía. Estaba hablando con una impresionante pelirroja que vestía un traje de lentejuelas verdes.

Como si pudiera sentir su mirada, el hombre levantó la vista. Al verla, sonrió y saludó. Alicia, sin saber qué otra cosa hacer, devolvió el saludo. Había demasiada gente para abrirse paso hasta la mesa, y en cualquier caso tampoco tenía tiempo, al menos de momento. Esperaba que el hombre misterioso siguiera allí cuando regresara.

Al contrario que la Camarilla, que creía en numerosas Tradiciones, el Sabbat tenía una estructura y una organización abiertas. Las leyes de Caín sobre los sires y los territorios eran ignoradas, y el único principio que gobernaba el culto era el de la jungla. Los fuertes gobernaban reclamando una posición y defendiéndola. Ese era el caso de Justine Bern, Arzobispo de Nueva York.

Las ciudades controladas por la Camarilla eran regidas por Príncipes, y los Arzobispos eran el equivalente en las del Sabbat. Sobre ellos estaban los Cardenales, trece en total, que gobernaban otras tantas regiones. Iguales en poder estaban los Prisci, un grupo de consejeros del culto. Sobre todos ellos se encontraba el Regente. Aunque técnicamente no era el dirigente de la secta, sino que sólo cuidaba de ella, sus órdenes no solían ser desobedecidas. Era la posición de mayor poder en la organización.

La actual Regente del Sabbat era Melinda Galbraith, que también actuaba como Cardenal de Méjico D.F. Había guiado los destinos del culto con mano de hierro desde hacía más de cinco décadas, pero llevaba varios meses sin ser vista después de un misterioso desastre en su región. Varios arzobispos y cardenales murmuraban que había llegado el momento de elegir un nuevo Regente, y había numerosos candidatos al puesto, incluida Justine.

–Llegas tarde, ganado -se burló Hugh Portiglio mientras Alicia entraba en el gran despacho que servía como cuartel general del Sabbat en Nueva York. Aquella noche se celebraba la reunión semanal del círculo interno de los líderes del culto en la ciudad. Aunque Alicia era humana participaba debido a su inmensa riqueza e influencia… y a que era un ghoul de Justine Bern.

Aunque a la secta le gustaba creer lo contrario, el Sabbat no controlaba por completo la gran manzana. Mantenía la ciudad lo mejor que podía, pero había agentes de la Camarilla por todas partes. Además los Garou, los hombres lobo, eran una fuerza a la que no se podía ignorar.

Había casi trescientos vampiros en la zona metropolitana de Nueva York. Muchos pertenecían al Sabbat y otros a la Camarilla, pero había también algunos Caitiff, leales a ninguno de los dos grupos.

–Los magos y los ghouls no se llevan bien -dijo Molly Wade con una sonrisa burlona-. Hugh no soporta a la gatita de Justine, quiere ser el jefe de la perrera.

–Cállate, estúpida lunática -gruñó Portiglio. Molly era la otra consejera de la Arzobispo, una Malkavian antitribu, de generación desconocida. Como todos los de su clan, actuaba de forma dementada. Nadie sabía si fingía o si en realidad estaba loca. En cualquier caso, tenía una mente enrevesada y era una maestra de la intriga. Aunque sus consejos eran difíciles de comprender no solían equivocarse.

–Cerrad los dos la boca -dijo Justine. Estaba sentada con los brazos cruzados en un enorme sillón de cuero negro. Vivía en las penumbras, rodeada de sombras, ya que la oscuridad era la fuente de sus mayores poderes.

Había sido Abrazada en la Edad Media, durante los primeros años de la Inquisición, y recordaba a una matriarca recta y remilgada, con el pelo oscuro recogido en un moño, rasgos duros e inquietantes ojos negros. Estaba vestida con un sencillo traje marrón y parecía una vieja carabina en un baile de graduación.

Había comenzado su vida vampírica como una Lasombra de séptima generación, pero había reducido ésta matando a su sire poco después de ser Abrazada y bebiendo su sangre. Un siglo más tarde había apresado y matado a un antiguo Ventrue de quinta generación, consumiendo de nuevo su vitae. Actualmente pertenecía a la quinta generación, pero aún soñaba con triunfos mayores. Era completamente despiadada.

Hacía menos de un año que había alcanzado la posición de Arzobispo de Nueva York. Su predecesora, Violet Tremain, había desaparecido en extrañas circunstancias, igual que Shawnda Dirrot, priscus de Manhattan. No se había llegado a realizar acusación alguna, pero muy pocos dudaban de que Bern y sus seguidores eran los responsables en ambos casos. En el Sabbat los más fuertes sobrevivían y llegaban hasta la cima.

–Estoy cansada de vuestras disputas -declaró fríamente-. Recordad quién está al mando. Ninguno de los dos sois indispensables. Os puedo reemplazar fácilmente.

Portiglio cerró la boca. Le aterrorizaba la idea de enojar a Bern, ya que más de una vez ésta le había dejado perfectamente claro que si la cansaba no lo ejecutaría, sino que le clavaría una estaca en el corazón y se lo enviaría a los antiguos del clan al que había traicionado. Los Tremere tenían un castigo especial para los renegados que hacía que la Muerte Definitiva fuera una alternativa preferible.

Hugh miró a Alicia, culpándola evidentemente de sus problemas. Molly tenía razón: Portiglio estaba celoso de su influencia sobre Justine. El brujo era estúpido, pero también un enemigo peligroso. No pasaría mucho tiempo antes de que tuviera que encargarse de él. Un aviso anónimo al cuartel general de la Sociedad de Leopoldo en la catedral de San Patricio haría maravillas. Se prometió que Jackson haría mañana mismo la llamada telefónica.

–¿Por qué te has retrasado? – preguntó Justine clavando la mirada en Alicia-. La reunión estaba prevista para la medianoche.

–Problemas de negocios -dijo la joven, buscando sin pestañear los ojos de la Arzobispo-. Estamos experimentando dificultades inesperadas en nuestras operaciones en Rusia. Pido perdón por cualquier problema que haya podido causar.

–Acepto tus disculpas -respondió Justine. Aunque el Sabbat consideraba a los humanos presas, ganado para saciar su sed de sangre, algunos miembros de la secta utilizaban ghouls como ayudantes personales. Bern trataba a Alicia más como a un chiquillo predilecto que como a un peón humano. Era algo muy poco frecuente, pero no desconocido-. No vuelvas a llegar tarde. La próxima vez no seré tan compasiva.

–Problemas en Rusia, cómo mola -dijo inesperadamente Molly haciendo extrañas muecas. Era una adolescente de largas coletas y sonrisa torcida, y a veces hablaba con rimas-. La Vieja Bruja despierta, fría y sola.

–¿La Vieja Bruja? – preguntó Justine, inclinándose hacia delante-. ¿De qué hablas, Molly?

–Baba Yaga -se adelantó Hugh-. Corren rumores de que la Bruja de Hierro ha despertado de su letargo.

–¿Rumores, Hugh? – dijo Justine-. ¿Desde cuándo funcionamos con rumores?

–Es difícil conseguir información, Arzobispo -respondió rápidamente el mago-. He estado intentando confirmarlo, pero de momento sólo hay cabos sueltos. En cuanto descubra algo se lo dire. Ese es mi trabajo. Mientras tanto, todo el mundo está hablando de la Muerte Roja. Hay mucha inquietud.

–¿La Muerte Roja? – preguntó Alicia, que no estaba muy segura de a qué se refería-. ¿Qué es la Muerte Roja?

El Tremere antitribu sacudió la cabeza. Estaba tan preocupado que respondió a la humana sin su típico gesto de disgusto.

–Nadie lo sabe. Algo ha exterminado a varios de nuestros camellos menores en Washington. Los sostiene con las manos y los reduce a cenizas. Según un testigo el monstruo utilizaba llamas de verdad, no fuego infernal. Se hacía llamar la Muerte Roja y aseguraba ser un miembro de la Camarilla que trataba de destruir al Sabbat.

–Rojo como el fuego, rojo como el fuego -cantó la Malkavian-. Embustero, embustero.

–Estoy de acuerdo con Molly -dijo Justine-. En la Camarilla pueden ser locos, pero no estúpidos. No hay…

La Arzobispo se detuvo en la mitad de la frase. Sus ojos se estrecharon sorprendidos mientras señalaba hacia una esquina de la estancia.

–¿Qué… qué es eso?

Una bruma roja se estaba materializando a un metro del suelo. Como un genio surgiendo de una botella, la nube creció con asombrosa velocidad. Mientras se expandía, adoptaba la forma de un hombre.

–Esto no puede estar pasando -declaró nervioso Portiglio-. Ningún Vástago puede utilizar la Forma de Niebla y la Materialización juntas sin una mente enlazada sobre la que concentrarse. E-es imposible.

–Díselo a nuestro visitante si se te antoja -respondió Molly, pareciendo de repente completamente cuerda-. Yo me largo, es la Muerte Roja…

La figura se solidificaba rápidamente en la esquina, adoptando el aspecto de un cadáver. Sus ojos no parpadeaban y los contemplaban con odio. Estaba envuelta en un sudario rasgado y líneas rojas cruzaban su rostro y su pecho. Las manos y los dedos brillaban con un fulgor rojo, como si estuvieran envueltos en fuego.

–Muerte -murmuró el espectro al terminar su aparición. Una corriente de aire caliente emanaba del cuerpo del monstruo, elevando la temperatura del despacho-. Soy la Muerte Roja y traigo el olvido definitivo al Sabbat.

–En el infierno -respondió Justine poniéndose en pie. Las sombras se arremolinaban a su alrededor como gigantescas mariposas carnívoras. Apretando los puños, la Arzobispo levantó los brazos por encima de la cabeza y atrajo la negrura hacia sus dedos. Luego lanzó las manos contra la criatura como si estuviera arrojando una piedra, invocando su más poderosa disciplina.

–Soy la Maestra de la Noche -entonó-. ¡Sombras del Abismo, atendedme!

La oscuridad a su alrededor giraba como si hubiera sido golpeada por un repentino viento. Tres figuras sin rasgos, cada una del tamaño de un hombre, tomaron forma frente a ella. Eran sombras compuestas de oscuridad sólida, moradores del Infierno que muy pocos vampiros podían invocar, mucho menos resistir.

–Destruid al intruso -ordenó Justine con un gesto de la mano.

La Muerte Roja sonrió y el pellejo que rodeaba su boca se arrugó como un pergamino amarillento. Extendió los brazos como si animara a las sombras a que lo agarraran, que fue exactamente lo que hicieron. Su toque, el frío contacto del Abismo, solía paralizar a cualquier víctima. No a la Muerte Roja.

Las sombras crepitaron al ser atravesadas por rayos escarlata. La negrura de la que estaban compuestas bullía como el vapor saliendo de una olla. Justine, que compartía su fuerza con sus servidores, lanzó un grito agónico. Con un gemido incrédulo se derrumbó sobre su sillón mientras las tres sombras se desvanecían.

–Soy la Muerte Roja -repitió la figura espectral mientras daba un paso hacia delante-. Nada puede resistir mi poder.

Muy melodramático, pensó Alicia mientras lanzaba una sonda mental de prueba, y sin prisa por terminar el trabajo. Este cabrón quiere dejar un mensaje. Busca publicidad, no una acción determinada.

Totalmente confiada en sus propias habilidades, no estaba preparada para el intenso rayo de energía mental que respondió a su invasión telepática. Retrocedió ante el repentino e inesperado dolor. La Muerte Roja estaba preparada para repeler su sonda: un rayo de fuego psíquico explotó en la mente de la joven, haciéndola vacilar. Las protecciones automáticas, producto de vidas y vidas de experiencia, rompieron el contacto antes de que su cerebro quedara reducido a cenizas. Quedó con la momentánea impresión de cuatro vampiros increíblemente antiguos riendo con sádico placer. Se llamaban a sí mismos "los Hijos de la Noche del Terror". Gruñendo agónica, Alicia cayó de rodillas.

Me largo de aquí, pensó Justine ignorando el colapso de su ghoul. Su universo giraba alrededor de una única persona: ella misma. Escabullándose por la estancia se dirigió directamente a la salida. Agarró el picaporte con las dos manos y trató de abrir la puerta que daba al pasillo, pero el mecanismo se negaba a girar.

–¡Está cerrada! – gritó Molly-. ¡Estamos atrapados y vamos a morir!

La Muerte Roja rió con un espantoso sonido fantasmagórico. Se arrastraba sin levantar los pies del suelo, acercándose a Alicia. Gimiendo de dolor, ésta rodó sobre sí misma, evitando el toque del monstruo. El mero contacto, suponía, significaba la muerte para un mortal o un vampiro.

–A las llamas con todos vosotros -dijo la Muerte Roja mientras chispas escarlatas surgían de sus manos. Alicia podía sentir el calor. Aquella criatura era un horno viviente.

–¡Su tacto es de fuego! – gritó Portiglio, acurrucándose detrás de Justine-. ¡Estamos perdidos!

-¡Cállate, jodido imbécil de mierda! -chilló la Arzobispo. Golpeó la puerta con el puño, convirtiendo la madera en astillas y revelando una plancha de acero. La sala de reuniones había sido diseñada para resistir un ataque sorpresa de la Camarilla-. Deja de gritar y ayúdame.

–Arded -dijo la Muerte Roja. La mano derecha del espectro golpeó la mesa de Justine. Con un rugido de fuego, la madera negra explotó. Al instante, todo el despacho se convirtió en un infierno-. Arded en mis maravillosas llamas.

–Aún no -susurró Alicia tratando de ponerse en pie y retirándose hacia la esquina contraria a la de la Muerte-. Aún no.

–¡Fuego, fuego! – gritaba Molly-. ¡Juego, juego!

–Condenada lunática -respondió Justine golpeando con ambas manos la plancha de acero. El metal se arrugó hasta convertirse en polvo. La Arzobispo poseía el poder de hacer envejecer los materiales con un mero pensamiento. Nerviosa, se abrió camino a través de los restos de madera y metal hasta el pasillo que conducía al club. Hugh y Molly salieron tras ella, dejando sola a Alicia en el despacho incendiado.

La joven estaba atrapada en la parte trasera de la habitación, rodeada por las llamas y enfrentada a la Muerte Roja. Desesperada, gritó a sus camaradas pidiendo ayuda, pero éstos habían desaparecido. Estaba sola.

–Tú eres la única que me importaba -dijo la criatura mientras se acercaba cada vez más-. No tenía intención de dañar a los otros. Necesitaba que sobrevivieran para que extendieran los rumores sobre mi poder. Tú, sin embargo, siempre has sido mi objetivo. Comprendí hace mucho que Justine no era más que tu peón, aunque la muy estúpida crea que es al contrario. Te necesito fuera del escenario antes de que termine mis planes para con el Sabbat.

Alicia trató de concentrarse, intentando impedir el paso de las palabras de la Muerte Roja dentro de su mente. Lo único importante era encontrar una salida a aquella situación. Las llamas amenazadoras y el calor asfixiante no le dejaban pensar. Lenguas de fuego lamían su piel desnuda. El techo se incendió, dejando caer sobre su cabeza una lluvia de partículas encendidas. Sus pulmones se llenaron de humo, dificultando la respiración. La Muerte Roja se acercaba cada vez más.

Con los ojos irritados por el humo, Alicia se arrastró ciegamente hacia atrás, hasta que sus hombros tocaron la pared. No había lugar donde escapar. Las cenizas calientes aguijoneaban sus mejillas y quemaban su ropa. Gimió frustrada, pero las lágrimas se evaporaban inmediatamente por culpa del calor.

–Discúlpenme -llegó una voz desde la puerta abierta, sorprendiendo tanto a Alicia como a su torturador-. ¿Les importa si interrumpo esta reunión?

Era el joven rubio del parque. Su traje era de un color blanco resplandeciente, igual que su camisa. No llevaba corbata. Los ojos, según notó Alicia en una bruma de perplejidad, eran de un brillante color azul. El recién llegado parecía ignorar las llamas que llenaban la estancia.

–Tengo la imperiosa necesidad de hablar con la señorita Varney -dijo el extraño a la Muerte Roja, como si estuviera hablando del tiempo-. ¿Te importa si te decimos adieu?

Sin esperar respuesta entró en el despacho, caminando tranquilamente entre el infierno de las llamas. Estupefacta, Alicia contempló cómo atravesaba la estancia hacia ella. El fuego lo rodeaba, pero no parecía llegar a tocarlo. Su piel y su ropa permanecían intactas e inmaculadas.

Rodeando a la atónita Muerte Roja, el joven llegó al lado de Alicia en cuestión de segundos.

–¿Lista para marcharnos? – preguntó con una sonrisa amable en los labios. Extendió una mano-. Creo que será mucho más cómodo hablar en la otra sala. Aquí hay demasiado ruido y hace un poco de calor.

–Lo que tú digas -respondió Alicia. Tomó sus dedos extendidos. Su tacto era frío y suave-. Ya estoy arreglada.

–Adiós, de momento -dijo el joven saludando con la otra mano a la inmóvil Muerte Roja.

Alicia parpadeó mientras la realidad cambiaba. El extraño abrió una puerta que había en la pared trasera y la atravesó, arrastrando a la joven. Las llamas y la Muerte Roja habían desaparecido. Se encontraban en la sala principal del Jardín del Diablo, cerca de la entrada del local. El portal se cerró tras ellos. Mirando por encima de su hombro, Alicia no vio más que una pared desnuda.

–¿Cómo has hecho eso? – exigió.

–Es un truco que me enseñó mi padre -dijo el hombre rubio riendo. Señaló hacia la parte trasera de la pista de baile. La gente estaba empezando a gritar al ver las llamas surgir del pasillo.

»Justine y sus acólitos huyeron por la salida de emergencia en la parte trasera. Más nos vale correr también. El fuego se está extendiendo. En unos minutos todo será pasto de las llamas, y percibo que no hay sistema de rociadores.

–¿Quién… porqué… qué…?

–Pareces una estudiante de periodismo -dijo el joven-. La Muerte Roja se ha marchado. Sólo puede mantener el Cuerpo de Fuego durante un breve intervalo. Estás a salvo, al menos de momento, pero regresará. Es un enemigo implacable. Debes acabar con él o te destruirá.

–Es la segunda vez que me salvas hoy, y no sé porqué, ni quién eres…

Él se encogió de hombros, como si ignorara sus palabras.

–Será mejor que nos movamos. – La gente estaba comenzando a empujarse para llegar a la salida-. La cosa se está poniendo fea. Dentro de poco se va a producir un verdadero tumulto.

–Aún no has respondido a mis preguntas -dijo Alicia-. ¿Cómo te llamas?

–Llámame… Reuben -sonrió-. Como el sándwich.

–¿Quién era la mujer con la que hablabas? – preguntó Alicia sin saber exactamente porqué-. ¿Era tu amante?

Reuben rió.

–No, no. Es mi hermana. Se llama Rachel. – El joven miró su muñeca desnuda-. Ups, mira que tarde es. ¡Tengo que irme!

–Espera -pidió Alicia-. Por favor, no te vayas. Aún tienes que decirme por qué me has salvado… y cómo…

–Lo siento, Anis -respondió Reuben-, pero ya he hablado demasiado -Miró por encima del hombro de Alicia-. Ey, ¿no es ese tu ayudante, Jackson?

–No me vas a engañar dos veces -respondió ella sonriendo… y descubriendo que estaba hablándole al aire. En el tiempo de un latido Reuben había desaparecido.

Fue entonces cuando comprendió que le había llamado Anis.


17


Montañas de Bulgaria: 16 de marzo de 1994


La casa en lo alto de la colina era enorme. Aunque ya había pasado la medianoche y las nubes ocultaban la luna y las estrellas, todas las luces estaban apagadas.

–Mira -susurró Le Clair-, ¿no es como te había dicho? El viejo vive allí solo. La gente le tiene tanto miedo que se niega a pronunciar su nombre o a conducir hasta aquí después de medianoche. Dicen que dentro vive el diablo.

–No andan desencaminados -respondió Jean Paul-. Dziemianovitch es un Tzimisce de sexta generación. Su crueldad es legendaria en estas colinas.

–Todos los Tzimisce son unos maníacos -declaró Le Clair-. Por eso casi todos pertenecen al Sabbat o viven completamente aislados, como este monstruo.

–Todos estamos condenados -dijo Jean Paul asintiendo-, pero algunos lo estamos más que otros.

–¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche? – preguntó Baptiste, el tercer miembro del grupo-. Si queremos bebemos la sangre de ese viejo hijo de puta tendremos que encontrarlo primero.

–De acuerdo -dijo Le Clair-. Basta de charla. Dziemianovitch es extremadamente poderoso. Sin embargo, en los últimos seis meses parece haber desaparecido de la faz de la Tierra. La gente del pueblo que limpia y mantiene la casa y los jardines no lo ha visto ni ha oído hablar de él desde hace un año. Debe estar en letargo. Los Tzimisce necesitan mucho descanso. Deberíamos ser capaces de entrar en la casa, encontrar su cuerpo y destruirlo sin demasiados problemas.

–Con problemas o sin ellos -dijo Baptiste- el premio merece la pena. Vosotros dos ya sois de la séptima generación, yo todavía de la octava.

–No por mucho tiempo -dijo Jean Paul. Señaló la enorme puerta de roble que servía como entrada a la mansión-. ¿Llamamos?

–No creo -rió Le Clair-. Hay ventanas en el patio trasero. Es mejor entrar por ahí para no anunciar nuestra presencia. Dziemianovitch no es idiota, conoce el valor de su vitae. La casa estará llena de trampas, así que tenemos que tener mucho cuidado. Mucho, mucho cuidado.

–Me recuerda a la Gran Guerra -dijo Baptiste-. Un paso en falso y puf, estás muerto.

Los otros dos vampiros asintieron. Aunque la guerra había sido hacía ochenta años, los recuerdos de aquellos días eran claros como el cristal. Allí se habían conocido, se habían convertido en camaradas, habían luchado y matado. Allí se convirtieron en vampiros.

Eran tres jóvenes franceses reclutados para la guerra de trincheras contra los alemanes, y después de dos años seguidos de combates en el Boche se habían convertido en duros veteranos. Las circunstancias los habían unido, y la muerte los convirtió en un equipo.

Le Clair era el planificador, un hombre bajo y delgado con un fino bigote y ojos infatigables, siempre de un lado a otro. Su familia tenía un negocio de contrabando en Marsella.

Baptiste era grande y fuerte, y procedía de una granja del sur. Tenía más músculos que cerebro. Le estimulaba matar y tenía una vena cruel que liberaba con su bayoneta.

Jean Paul era el tipo simpático y relajado. Era alto y atractivo, un mujeriego con el encanto de un diletante parisino. Bajo aquel aspecto encantador se ocultaba un sádico al que le gustaba compartir sus conquistas con sus dos amigos. Cualquier mujer que se atreviera a protestar por el tratamiento era golpeada hasta ser sometida.

Eran combatientes mortales y efectivos que no luchaban por la gloria de Francia, sino por el placer de matar. Entre amigos y enemigos habían llegado a ser conocidos como los Tres Impíos. Después de una gran ofensiva solían vagar por el campo de batalla en la oscuridad, buscando cualquier signo de vida entre los cuerpos abandonados. Lo que hacían con los pocos a los que descubrían fingiéndose muertos nunca se discutía en público, pero más de un soldado alemán malherido prefería suicidarse a encontrarse con ellos.

Su fama atrajo la atención de Louis Margali, un oficial de su regimiento y Brujah de novena generación. Discípulo idealista de las enseñanzas de Karl Marx y veterano del levantamiento estudiantil del siglo XVIII, Margali soñaba con establecer una república socialista en Francia después de la guerra. Comprendiendo que necesitaba seguidores capaces de cometer cualquier exceso en nombre de la libertad, Abrazó a los tres durante la Batalla del Marne. Sin embargo, Margali era mejor estudioso que maquinador y subestimó enormemente la depravación de sus nuevos chiquillos.

Descubrió su terrible error la noche en la que éstos lo sorprendieron en una granja abandonada en tierra de nadie. Le Clair sabía mucho más sobre los vampiros de lo que Margali sospechaba, incluyendo el hecho de que una estaca de madera a través del corazón paralizaba hasta al Vástago más poderoso. Baptiste proporcionó el músculo y Jean Paul la distracción. Con expresión horrorizada, el oficial Brujah escuchó mientras Le Clair explicaba su plan.

–No estamos interesados en sus planes para una utopía socialista, monsieur Margali -decía con sus pequeños ojos brillando a la luz del quinqué-. No nos preocupamos ni por los hombres ni por los derechos de las clases trabajadoras. Sólo importamos nosotros.

–Nos trataste como a esclavos -gruñó Baptiste, cerrando las manos en enormes puños-. No soy esclavo de nadie, y menos de un aristócrata.

–Expuesto de forma algo cruda -dijo Le Clair- pero bastante precisa. Los tres nos negamos a aceptar esas Seis Tradiciones de Caín. Vivos o muertos, las leyes no significan nada para nosotros. Somos los amos de nuestro propio destino.

–Vamos a bebemos tu sangre -dijo Baptiste con una risa.

Le Clair asintió.

–Como líder de nuestro pequeño grupo reclamo la primera oportunidad, aunque habrá otras para mis amigos. Todos somos ambiciosos. Tenemos pensado reducir nuestra generación por medio de la diablerie, aumentando nuestros poderes tanto como sea posible. Los humanos nos proporcionarán sangre cuando sea necesario, pero buscaremos nuestra fuerza en los Vástagos.

Sonrió al ver la mirada horrorizada de Margali. Le Clair disfrutaba enormemente torturando mentalmente a sus víctimas.

–Somos tres y trabajamos bien en equipo. Puede llevarnos años, quizá décadas, puede que un siglo o dos, pero al final nos convertiremos en los amos de Europa, quizás incluso del mundo.

–Deja de jugar con nuestra comida -dijo Jean Paul-. Tenemos que estar lejos de aquí antes de que salga el sol. Mátalo.

Le Clair obedeció. Ahora, casi ocho décadas más tarde, él y sus camaradas perseguían a su noveno vampiro. Era un juego peligroso, pero la recompensa justificaba los riesgos.

–Dentro no hay movimiento -declaró Jean Paul. Su oído era cien veces más preciso que el de un humano-. El lugar está desierto.

–Lo dudo -dijo Le Clair-. Los Tzimisce no pueden descansar tranquilamente durante el día si no están rodeados por la tierra en la que fueron creados. No son buenos viajeros. Dziemianovitch está escondido en algún lugar de la mansión. El reto será dar con él.

–Habláis demasiado -dijo Baptiste. Lanzó un puñado de piedras contra las ventanas del patio, rompiendo tres de ellas.

–Ahí se fue el elemento sorpresa -señaló Le Clair con resignación. Su compañero era inmensamente fuerte, pero terriblemente idiota. Baptiste se las apañaba muy bien en las emergencias que requiriesen fuerza bruta, pero pensar no era su especialidad. Para eso tenía a sus dos amigos, pero a veces se impacientaba.

Jean Paul quitó el cerrojo de las ventanas y las levantó. Uno tras otro, los tres entraron en la mansión. Estaba más oscuro que en el exterior, ya que las pesadas cortinas bloqueaban la luz de la luna.

–¿Sientes algo? – susurró Jean Paul. Las tinieblas parecían amortiguar sus palabras-. No oigo nada.

–Hay un conjuro de atenuación en todo el lugar -respondió Le Clair. Tenía talento para reconocer y neutralizar conjuros-. Eso es lo que provoca la oscuridad y la pérdida de audición. Es demasiado poderoso para poder cancelarlo, pero creo que podremos encontrar el camino. Hay alguien en el sótano. Siento una presencia muy fuerte. Debe ser Dziemianovitch.

–Tú llévame hasta ese viejo pájaro -dijo Baptiste. En el cinturón llevaba tres estacas de madera-. Yo me encargaré de él.

–Seguidme -dijo Le Clair, cogiendo a sus compañeros de la muñeca-. Permaneced alerta. Hay trampas por todas partes. Las estoy intentando neutralizar, pero podría saltarme alguna.

–¿Qué tipo de trampas? – preguntó Jean Paul.

–¡Al suelo! – gritó Le Clair, casi como respuesta.

Eran soldados veteranos, así que obedecieron sin más miramientos. Como casi todos los Brujah, poseían una velocidad sobrehumana. Un instante después de tocar el suelo la habitación se llenó de flechas con punta de acero volando por todas partes. Si se hubieran quedado de pie cada uno hubiera sido atravesado por al menos una decena de saetas.

–Seguro que las cortinas se descorren por la mañana -dijo Le Clair apretado contra el suelo- achicharrando a cualquier desgraciado despistado.

–Efectivo -comentó Jean Paul-. ¿Es seguro levantarse?

–Dame unos segundos más… -respondió el otro concentrándose-. Ya está, ya podemos. No hay más flechas. He desconectado todos los mecanismos similares de la mansión. – Los tres vampiros se pusieron en pie. La oscuridad seguía siendo prácticamente total.

»Nada de cogernos las manos -dijo Le Clair-. Nos hace lentos. Además, ya estamos a salvo. La escalera que conduce al sótano está en el pasillo, a unos doce metros de aquí.

–¿Estás seguro de que no hay más trampas? – preguntó Jean Paul. A pesar de su bravuconería con las mujeres en el fondo era un cobarde, un rasgo que le había salvado el pellejo en numerosas ocasiones. Los Vástagos se dejaban llevar muy a menudo por su sed de sangre, sucumbiendo a la bestia interior. Jean Paul nunca se apresuraba. Caminaba lentamente, guardando su espalda y dispuesto a retirarse a la menor señal de peligro.

–Ya te lo he dicho -respondió Le Clair, abriendo el camino-. He encontrado y neutralizado todos los mecanismos en la…

El pequeño vampiro gritó cuando la madera bajo sus pies se deshizo repentinamente. Cayó como una piedra sabiendo que abajo le esperaba algún horrible destino. Sin embargo Baptiste, fuerte como un toro, lo agarró por la nuca y lo sacó sin esfuerzo del pozo que había aparecido como por arte de magia en el centro de la estancia.

–Abajo huele a ácido -comentó Jean Paul con un leve tono burlesco-. Debe haber un estanque lleno cubriendo gran parte del nivel inferior, pero no estoy muy seguro de los efectos a largo plazo que provocaría la inmersión en su interior. Asumiendo que se trate de una solución fuerte, lo más probable es que nos arrancara la carne directamente de los huesos, quizá dañando al mismo tiempo la estructura ósea. Tardaríamos años y años en regenerarnos. – El parisino se detuvo un momento-. Este pozo tiene toda la pinta de ser una trampa.

–Basta ya, gigoló de medio pelo -saltó Le Clair enfadado mientras Baptiste lo depositaba en el borde del pozo-. Ese cabrón me ha engañado. Evidentemente, después de preparar todas las sorpresas para los incautos envejeció mediante hechicería las maderas desde aquí hasta la puerta. Se trata de una trampa inactiva, por eso no la detecté. No existe mecanismo alguno, sólo nuestro peso.

–Es un diablo ingenioso -dijo Jean Paul, ignorando como era habitual los ataques de genio de Le Clair. Se calmaba tan rápidamente como se enfadaba-. Será todo un placer acabar con él. ¿Cómo propones llegar hasta la puerta si el resto del suelo está en el mismo estado?

–No estoy seguro -respondió-. Déjame pensar.

–Tengo una idea -respondió Baptiste-. Encárame en dirección a la puerta, pequeñín.

–¿Qué pretendes? – preguntó Le Clair confuso mientras orientaba a su enorme compañero.

–Estoy cansado de arrastrarme -respondió-. Movámonos.

Antes de que Le Clair comprendiera lo que su camarada tenía planeado, éste lo agarró por la cintura, lo levantó por encima de la cabeza y lo lanzó por encima de las maderas podridas. El vampiro atravesó con la cabeza la puerta cerrada, haciéndola pedazos. Maldiciendo, aterrizó en el pasillo al otro lado, comprobando con sus sentidos atenuados que al menos aquella zona estaba bien iluminada.

Un segundo después voló gritando Jean Paul. Como ya no había puerta alguna para frenarlo golpeó el suelo y rebotó dos veces antes de detenerse a pocos metros de la escalera que conducía al sótano.

–¡Cuidado! – rugió Baptiste desde la oscuridad-. ¡Ahí voy!

Le Clair rodó rápidamente contra la pared un instante antes de que su enorme compañero apareciera atravesando la puerta destrozada. Baptiste había saltado el pozo de ácido sin esfuerzo. Los vampiros poseían una fuerza muchas veces mayor que la de los humanos ordinarios, pero la suya era muchas veces mayor que la de los Vástagos normales.

–Bueno, aquí estamos -dijo Le Clair mientras trataba de ponerse en pie-. Hora de bajar y enfrentarnos a nuestro enemigo. – Se volvió y miró al gigante-. Baptiste, apreciamos enormemente tus esfuerzos, pero por favor, controla tu impaciencia. Deja que Jean Paul y yo pensemos, ¿de acuerdo?

El otro se encogió de hombros.

–Sólo trataba de ayudar.

–¿Detectas actividad abajo? – preguntó Jean Paul, tambaleándose hasta acercarse al líder. No le gustaban las sorpresas, especialmente las que le hacían salir volando inesperadamente sobre un pozo lleno de ácido-. Hemos hecho ruido suficiente como para despertar a Dziemianovitch de la Muerte Definitiva. Parecemos payasos de circo.

–Siento una presencia -dijo Le Clair-. La misma de antes, sigue inmóvil. – Torció el gesto-. Sabe que estamos aquí, y encuentra nuestras payasadas… divertidas.

–¿Debemos seguir? – preguntó nervioso Jean Paul-. Si Dziemianovitch es consciente de nuestras intenciones, ¿no estamos perdidos?

–Por extraño que parezca -dijo Le Clair frunciendo el ceño- no siento hostilidad en sus pensamientos. Simplemente espera.

–Puede que se haya cansado de la muerte -dijo Baptiste mientras abría la puerta que conducía al sótano-. No podemos volvernos atrás ahora. Quiero su sangre.

Le Clair miró a Jean Paul y se encogió de hombros.

–Qué demonios, lo único que nos puede pasar es que muramos.

–A mí me bastó con la primera vez -respondió el otro.

–Hay escalones descendentes -comentó Baptiste ignorando los comentarios de los demás-, y veo una luz abajo. Allá voy.

–Adelante, valientes soldados de Francia -dijo sombrío Le Clair siguiendo al gigante-. Libertad, igualdad y fraternidad.

–Y no olvides la estupidez -añadió Jean Paul mientras corría tras los otros-. Más despacio, vosotros dos, probablemente se trate de otra trampa. ¿Dónde mejor que en una escalera?

El aviso fue apropiado, ya que a mitad del descenso toda la estructura se derrumbó, igual que el suelo sobre el pozo de ácido. Esta vez les esperaban decenas de estacas de madera de un metro de altura para empalarlos.

Los salvó su velocidad Brujah unida a unos reflejos eléctricos. Cuando la escalera comenzó a venirse abajo saltaron instintivamente, aterrizando a pocos metros del círculo de estacas y en el borde de otro baño de ácido.

–Hijo de puta diabólico -gruño Le Clair mientras rodeaba el pozo mortal y señalaba una puerta-. Pero no es tan listo como se imagina. Su ataúd está en esa habitación.

–Demasiado fácil -dijo Jean Paul mientras observaba la entrada de la cripta, iluminada por una luz pálida. En el centro se encontraba un enorme sarcófago de piedra-. Es demasiado fácil.

–¿Estás de broma, lean Paul? – preguntó Baptiste-. Hemos derrotado a la oscuridad, a las flechas, al ácido y a las estacas. Ahí está nuestra recompensa, mi recompensa -dijo mientras golpeaba las tres estacas de madera que llevaba en el cinturón-. Necesito la sangre de ese viejo pájaro.

El gigante se dispuso a cruzar el umbral, pero entonces Jean Paul gritó y lo apartó a un lado.

–¡Es otra trampa!

–¿Trampa? – preguntó Baptiste-. No hay nada…

–No siento nada raro -añadió Le Clair-. El suelo está en buenas condiciones y no hay rastro de mecanismos.

–Las mejores trampas son las más sencillas -dijo Jean Paul-. Os lo demostraré. Dame una de las estacas.

Baptiste obedeció. Sosteniéndola como una espada, el parisiense golpeó el umbral con un tajo descendente. La madera pareció vacilar durante un instante en su mano antes de completar el movimiento. Sin embargo, ya no había una estaca de madera, sino tres. Jean Paul sostenía un trozo en la mano mientras los otros dos caían al suelo.

–¡Magia! – maldijo Baptiste.

–Cables -replicó Jean Paul-. Muy delgados y tensos, anclados en las jambas. Probablemente sea el mismo material utilizado en la fabricación de satélites, una especie de acero increíblemente denso y afilado. Cualquiera que atravesara la puerta sería decapitado.

–Cortado en pedazos como una salchicha -dijo Le Clair-. Un horrible final. ¿Cómo lo supiste?

–¿Por qué dejar la puerta abierta? – preguntó Jean Paul-. Después de las trampas que hemos visto era extremadamente improbable que Dziemianovitch no tuviera algo más guardado en la manga. La entrada era demasiado inocente, demasiado obvia. Entonces enfoqué mi visión y vi los cables.

–¿Cómo los superamos? – preguntó impaciente Baptiste.

–Las paredes, por supuesto -dijo Le Clair-. Estoy seguro de que los cables están firmemente anclados en las jambas, que probablemente también tendrán trampas. Arrancarlos sería casi imposible. El mejor modo de superar un truco es ignorar las reglas. No usaremos la entrada, abriremos la nuestra propia.

Baptiste aceptó encantado el plan y creó con sus enormes puños un gran agujero a través del ladrillo y el mortero, a un metro de la puerta. Le Clair pasó con cuidado una mano por el agujero antes de arriesgar el resto del cuerpo. A esta alturas estaba bastante paranoico acerca de Dziemianovitch y sus trampas. Una manada de perros infernales ocultos en las sombras no le hubieran sorprendido.

No había más insidias, pero sí una sorpresa.

El trío de asesinos se acercó al sarcófago de piedra. Baptiste temblaba por la emoción.

–Beberé su sangre y rebajaré mi generación -declaró mientras sacudía la cabeza de forma infantil-. Beberé su sangre y me haré más fuerte, mucho más fuerte.

Le Clair asintió, incapaz de imaginar a su compañero aún más poderoso físicamente. Ya tenía la fuerza de un elefante. Al menos esperaba que la vitae del antiguo aumentara algo la inteligencia de su compañero. Desde luego, no había peligro de que la redujera.

Con sumo cuidado, los tres se asomaron al borde del sarcófago. Estaba vacío y, por la capa de polvo, llevaba así varios meses.

–Imposible -declaró Le Clair-. Sentí su presencia aquí, lo juro. – Se detuvo un momento y se concentró-. Aún está aquí, en esta misma habitación.

Gruñendo frustrado, Baptiste golpeó el sarcófago con una estaca.

–¡No es invisible! Puede que sea un truco, puede que esté debajo.

–U oculto en otra parte de la estancia -añadió Jean Paul.

–O -dijo otra voz, fría como el hielo- puede que hayáis confundido los pensamientos de otro Vástago con los de vuestra presa.

–Mierda -dijo Le Clair mientras se alejaba del sarcófago. Se retiró hacia la pared, con sus amigos a su lado-. ¿Quién eres?

Una horrenda figura surgió de las sombras. Era una criatura de blancos y negros con manchas rojas besando su rostro y su pecho. Vestía un viejo sudario destrozado.

–Se me conoce como la Muerte Roja. Os he estado esperando.

–¿Esperando? – preguntó Baptiste apretando sus enormes puños-. ¿Por qué? ¿Qué quieres de nosotros?

La criatura rió, un sonido sobrenatural que hizo estremecerse a Le Clair.

–Queía ver si erais capaces de evitar las trampas de la mansión. Si lo conseguíais pensaba haceros una oferta.

–¿Dónde esta Dziemianovitch? – preguntó Jean Paul.

–La Muerte Definitiva lo reclamó hace algunos meses -respondió la Muerte Roja-. Me temo que estabais condenados a la decepción, os esperara yo o no -dijo el monstruo convirtiendo su cara en una grotesca burla de una sonrisa-. Su sangre no fue desaprovechada.

–¿Por qué debemos escucharte? – preguntó Baptiste dando un paso al frente-. ¿Por qué no nos bebemos tu sangre en su lugar?

–Buena pregunta -respondió la Muerte Roja. Su cuerpo comenzó a brillar mientras de sus dedos surgía humo. Desde su pecho, piernas y brazos saltaban chispas y sus ojos brillaban con un fulgor rojo-. ¿Quieres descubrir la respuesta?

–No, gracias -intervino rápidamente Le Clair. Podía sentir el calor procedente del cuerpo de aquel espectro. Era sobrenatural, y supo instintivamente que tocarlo significaría la muerte-. ¿Cuál es esa oferta que mencionaste?

–Estaba seguro de que entraríais en razón -dijo la Muerte Roja-. Además, la empresa tiene cierto encanto para la gente como vosotros. Quiero deshacerme de un Vástago determinado. Me molesta, pero no tengo el tiempo ni la paciencia para perseguirlo. Quiero que lo hagáis por mí. Es de la quinta generación, pero inofensivo. Como recompensa os podréis quedar con su poderosa sangre.

–Ey, eso no suena nada mal -dijo Baptiste-. Sangre de un Matusalén, me gusta.

–Además, vive en París -añadió la Muerte Roja-. Será como volver a casa. Su nombre es Phantomas. Es un Nosferatu y vive en unas catacumbas que ha construido bajo las calles de la ciudad.

–¿Nos podremos quedar con sus posesiones? – preguntó Le Clair, siempre práctico.

–Por supuesto -respondió la criatura-. Mi único interés es verlo destruido. Phantomas lleva viviendo bajo París desde hace dos mil años, por lo que supongo que dispondrá de numerosos artilugios que podrías considerar de interés. Quedaos con todo lo que queráis como parte de vuestra recompensa. Soy un patrón generoso.

–Vistas las condiciones, no hay motivo para negarse -terminó Le Clair-. Trato hecho.

Con cuidado, preguntó lo evidente.

–Asumo que no teníamos otra elección, ¿no?

–No -respondió la Muerte Roja-, no si esperabais salir de esta habitación con vida.


18


Nueva York: 15 de mano de 1994


Alicia encontró a Jackson en el punto habitual de reunión a una manzana del Jardín del Diablo. Las sirenas de los bomberos perforaban la noche mientras abría la puerta de la limosina.

–¿Estaban todos nuestros agentes en posición esta noche? – preguntó mientras se acomodaba en el asiento trasero.

–Por supuesto -respondió Jackson, al volante-. ¿A casa?

–Sí -respondió ella-, pero sólo un momento. Necesito cambiarme de ropa y hacer un pequeño recado. Luego volveremos a salir. Tengo que hablar con una persona sobre lo que he tenido que soportar esta noche. Mientras estamos en casa habla con nuestros espías. Que alguien revise las cintas de las cámaras ocultas. Necesito saber todo lo posible sobre una criatura que se hace llamar la Muerte Roja y sobre dos jóvenes, Reuben y Rachel.

–Lo que usted diga -declaró Jackson mientras se introducía en el tráfico de madrugada-. Comenzaré a investigar en cuanto lleguemos al ático.

El Jardín del Diablo no era más que uno de los muchos edificios de Manhattan que Alicia poseía en secreto. Por medio de una manipulación mental sutil pero intensa había persuadido a Justine para que instalara en el club el cuartel general del Sabbat. La Arzobispo, a pesar de todo su poder, no tenía idea de que cada uno de sus movimientos era monitorizado por las videocámaras secretas ocultas en las paredes del edificio.

–Justine, Molly y Hugh tenían prisa esta noche -dijo Alicia estirándose en el asiento blanco-. ¿Tuvo algún problema su equipo para manejar la situación?

–Ninguno -respondió Jackson-. Es sorprendente lo que el dinero puede comprar. Tenía todo el local rodeado de agentes y había más de una decena larga dentro, incluyendo a algunos camareros, todos equipados con transmisores subvocales. Cuando sucede algo inesperado la alarma salta inmediatamente. Sus tres amigos inhumanos fueron detectados en cuanto salieron. Por la mañana tendrá sus destinos.

–Bien -dijo Alicia-, perfecto.

De momento necesitaba a Justine, al menos su posición como Arzobispo, pero le gustaba saber dónde descansaban los Vástagos durante el día. Eso le daba un mayor poder sobre ellos si la situación del Jardín del Diablo empeoraba, o si Justine descubría la verdad sobre su relación.

Ruedas dentro de ruedas, pensó Alicia mientras cerraba los ojos y dejaba que el suave ruido del vehículo inundara sus sentidos. El juego nunca termina, sólo se hace más viejo y complicado.

Quince minutos después Jackson entraba en el garaje del Edificio Varney. Un ascensor de alta velocidad los llevó desde el sótano hasta el ático en cuestión de segundos. Entraron en el apartamento y Alicia fue despojándose de capas de encaje a medida que caminaba. Cuando llegó al armario estaba completamente desnuda.

–¿Sabe algo más sobre la situación en Rusia? – preguntó a Jackson mientras sacaba un atuendo apropiado. Necesitaba anonimato para su siguiente viaje. Eligió un mono negro de cuerpo entero, unos guantes oscuros largos y una chaqueta con capucha. Sin embargo, antes tenía que hacer una parada en otro lugar.

–Nada concluyente -respondió su ayudante desde el vestíbulo-. He estado presionando a nuestros representantes, pero para variar saben tan poco como nosotros. Pase lo que pase en las repúblicas soviéticas, es un misterio. Parece que alguien esté bloqueando todas las noticias que salen del país.

Alicia torció el gesto, molesta y preocupada. Las leyendas decían que la Bruja de Hierro era la hechicera más poderosa de la historia. Si era cierto que había despertado de su letargo, cualquier cosa era posible. Sintió un escalofrío. Si los Nictuku despertaban era posible que los Antediluvianos también estuvieran agitándose. Esa mera idea era una completa pesadilla.

–Volveré enseguida -le dijo a Jackson presionando un botón en el fondo del armario. Sin ruido alguno una sección del mismo se deslizó a un lado, descubriendo un ascensor para una única persona. Descendía hasta un nivel mucho más profundo que la última planta del Edificio Varney. Era un lugar en el que ningún otro humano había entrado jamás, una cripta.

Quince minutos después, Alicia reapareció. Sus mejillas brillaban con una vitalidad casi inhumana y sus ojos refulgían. Todos sus miedos y dudas habían desaparecido. Con una risa de salvaje satisfacción apretó el botón para cerrar el panel que ocultaba el ascensor secreto.

–La Muerte Roja y la Reina de la Noche -murmuró a la pared-. Veremos quién es más fuerte.

–¿Ha dicho algo, señorita? – preguntó Jackson desde la otra habitación.

–Sólo pensaba en alto -respondió Alicia cubriéndose la cabeza con la capucha. Entró en el salón-. ¿Qué piensa? ¿Está bien oculto el rostro del ejecutor?

Jackson colgó el teléfono y la observó confundido.

–¿Puede repetírmelo, señorita?

–No escucha usted a Bob Dylan, señor Jackson -dijo con una sonrisa.

–No, señorita, es cierto. Prefiero la música clásica. Mis favoritos son Mozart y Bach.

–Amadeus… -respondió Alicia, mirando por un momento al infinito. Luego sacudió la cabeza, como si estuviera apartando los velos de la memoria, y se acercó a los enormes ventanales que permitían contemplar la ciudad.

–¿Qué hemos descubierto? – preguntó observando la noche.

–Nada especialmente útil -dijo Jackson-. Sus tres amigos se separaron al poco tiempo de abandonar el local y regresaron a sus escondites habituales. El departamento de bomberos apagó el fuego, que quedó confinado a la parte trasera del Jardín del Diablo. Tres personas murieron aplastadas en la estampida. Eso es todo.

–¿Y sobre mi amigo rubio del traje blanco? – preguntó-. El que te describí. Dijo que se llamaba Reuben.

–Uno de nuestros agentes en la policía interrogó al matón de la entrada, indicando que estaba buscando a ese hombre en relación con el incendio. No sabía nada. – Jackson levantó la mano, anticipándose a la siguiente pregunta de Alicia-. Tampoco recordaba a la mujer del traje verde.

–¿Y nuestras cámaras? – preguntó, esperando lo peor.

–Sorprendentemente, su misterioso conocido logró impedir que se le grabara. Pensaba que las cámaras estaban situadas de forma que cubrieran por completo el local, pero debía estar equivocado. No aparece en ninguno de los videos.

–No culpes tan rápidamente al equipo -dijo Alicia, alzando la mirada hacia el firmamento. Observó la luna llena, como si esperara una respuesta-. Reuben es un mago. El mayor con el que me he encontrado. Tuerce la realidad para que se adapte a sus necesidades.

–¿Un mago? – preguntó Jackson-. ¿Se refiere a un prestidigitador? ¿Cómo los de Las Vegas, con los tigres?

–No, no me refiero a un artista, señor Jackson -respondió Alicia-, sino a una persona que altera la realidad con su mente.

–Como usted diga, señorita -respondió dubitativo. Era un hombre materialista. Si no podía tocar algo, no creía en ello.

–Son tiempos extraños, Jackson -añadió la joven-. Demasiado para mi gusto. – Se volvió y se dirigió hacia la puerta-. Sólo quedan unas horas de oscuridad, no hay tiempo que perder. Quiero visitar a una vieja mujer en el Bowery. Ya.

–El Bowery -repitió Jackson-. Otro elegante barrio. Está por encima del parque de Prospect Heights porque no tiene una verja alrededor. Las mismas bandas, los mismos problemas.

–¿Lleva su pistola? – preguntó Alicia mientras pulsaba el botón del garaje.

–Por supuesto -respondió el otro-. Siempre la llevo conmigo.

–Si alguien nos molesta, utilícela. Dispare a matar. Esta noche no hay segundas oportunidades.

–Sí, señorita -respondió-. Como usted diga.


El viaje terminó frente a un viejo edificio rojizo a la sombra de una vía de metro elevada. En los escalones que conducían a la entrada había cinco jóvenes de cabeza afeitada vestidos de cuero negro. Miraban a Alicia y a Jackson con hostilidad nada disimulada.

–¿Qué pasa, tía? – preguntó el más grande con una voz profunda y amenazante. Miró la limosina y luego a Jackson, antes de volver a ella. Evidentemente, estaba tratando de decidir si merecía la pena el esfuerzo.

–Sí, ¿qué pasa? – repitió otro abriendo la mano y mostrando una navaja automática. Con un susurro apareció la hoja, de quince centímetros. El joven miró directamente a Jackson-. También va por ti, tontolculo.

El antiguo boina verde sonrió. Su mirada se topó con la de Alicia, que asintió levemente como respuesta. La mujer solía evitar la violencia porque no le gustaba llamar la atención, pero la frustración de aquella noche le había llevado al límite.

–¿Qué pasa, tentole… -comenzaba a preguntar el mismo punk cuando Jackson actuó. A pesar de su tamaño, éste se movía a una increíble velocidad. Largos años de guerra en la jungla habían afilado sus nervios como cuchillas. En dos pasos llegó hasta el joven. Con una mano le agarró la oreja y le inclinó la cabeza hacia arriba, empotrándole en la boca el.357 Mágnum Pólice Special que había sacado del abrigo. El chico gritó de dolor mientras su sangre manchaba las escaleras.

Alicia, que nunca se conformaba con quedarse mirando, estaba al lado del líder del grupo, con una mano en su cuello. Tenía las uñas, largas y pintadas, clavadas dentro de la piel blanca.

–No digas o hagas nada estúpido -explicó tranquilamente al joven, que estaba paralizado por el miedo-. Si apretara los dedos te arrancaría la arteria carótida. Es una forma muy dolorosa de morir. No me des ninguna excusa.

–¿Alguien tiene ganas de hacerse el héroe? – preguntó Jackson inclinando la cabeza de su prisionero para poder ver a los demás. La mano que sujetaba la pistola estaba firme, pero el chico temblaba aterrorizado-. Os puedo volar la cabeza a través del cráneo de este mamón. Podría ser bastante desagradable. Vosotros mismos.

–Ey -dijo el líder-, no queremos problemas, sólo estábamos charlando…

–Bien -dijo Alicia, apretando los dedos lo suficiente como para que empezara a manar sangre-. Entonces aprende a mantener tu puta boca cerrada. ¿Entendido?

–Sí, sí -respondió el joven nervioso. En los ojos de Alicia veía reflejada la muerte-. Del todo.

–Muy bien. Ahora vas a ser un buen chico y nos vas a decir dónde vive Madame Zorza. Puede que entonces os dejemos libres.

–¿La vieja bruja? – preguntó otro miembro de la banda, congelado desde que empezara el conflicto-. Vive en el tercer piso. Esa puta zorra está loca.

–¿De verdad? – dijo Alicia asintiendo. Con un movimiento del brazo lanzó a su prisionero por las escaleras. Como por arte de magia apareció en su mano una automática, que apuntó hacia los demás-. Puede soltar a nuestro amigo con mal aliento, señor Jackson. Disfrutad del resto de la velada, niños. Si os veo por aquí cuando salga asumiré que tenéis malas intenciones, y el señor Jackson y yo responderemos adecuadamente.

Arrastrando a sus heridos, el quinteto desapareció en la noche.

–Volverán -dijo Jackson-. Con refuerzos, armados hasta los dientes y preparados para la guerra. Hoy en día los chicos no toleran las amenazas.

–Qué lástima -respondió Alicia guardando su arma-. Los niños deberían quedarse en su casa. Su presencia complica la vida. Estaré dentro un rato. Madame Zorza suele hablar con acertijos y hace falta mucha paciencia para comprender sus mensajes.

–¿Hemos venido a este suburbio para visitar a una echadora de cartas? – preguntó Jackson.

-Yo he venido a este suburbio para visitar a una echadora de cartas -respondió Alicia-. Usted se queda aquí. Necesito hablar a solas con esa mujer. Mientras tanto, utilice el teléfono del coche y pida ayuda. Si esos punks quieren problemas, déselos. Política de tierra quemada. Utilice toda la potencia de fuego que necesite.

–¿No tendrá problemas en esa ratonera con una vieja loca?

–Madame Zorza y yo somos viejas amigas -respondió Alicia, abriendo la puerta del edificio-. Desde hace muchos, muchos años.

Mientras subía las escaleras hasta la tercera planta, Alicia pensaba en que "años" no era el término adecuado. Conocía a Madame Zorza desde hacía siglos.

La adivina era un Vástago místico, miembro del clan Gangrel. No se conocía su generación, pero llevaba casi doscientos años en Nueva York. Antes, con otras identidades, Alicia la había conocido en Europa durante los tiempos de la peste negra. Era una vidente con poderes inexplicables, capaz de predecir el futuro con inquietante precisión. Sin embargo, hablaba de forma vaga y misteriosa, y como todos los adivinos tenía un precio.

En la tercera planta sólo quedaba un apartamento, ya que los otros dos eran ruinas derruidas. Alicia se cubrió cuidadosamente con la capucha para que sólo se la vieran los ojos: Madame Zorza se negaba a hablar con nadie al que hubiera contemplado el rostro. La joven no quería saber el motivo.

Llamó tres veces con un ritmo que había aprendido hacía quinientos años.

–Entra, Reina de la Noche -llegó una voz desde el interior-. La puerta está abierta. Te he estado esperando.

Zorza hablaba el inglés con un acento duro y gutural que a menudo hacía difícil comprender lo que decía. Alicia estaba sorprendida. Hacía pocas horas que había decidido venir a verla. ¿Cómo lo sabía aquella bruja?

Empujó la puerta y entró en el apartamento. El lugar estaba prácticamente a oscuras. Una única vela sobre una calavera pulida ardía en una mesilla redonda con dos sillas. En una de ellas se encontraba Madame Zorza, una mujer delgada y diminuta de rasgos arrugados.

Una tela negra decorada con símbolos místicos cosidos con hilo de plata cubría la mesa. Alicia recordaba haberla visto por primera vez hacía setecientos años, la primera vez que la visitó. Como la adivina, nunca cambiaba.

–Siéntate -dijo la vampira señalando la otra silla. Su aura era brillante. El cuerpo de Zorza podía ser pequeño, pero su espíritu era muy grande.– Sé porqué estás aquí.

–Por supuesto -respondió Alicia-, como siempre. ¿Cuál es el precio?

La adivina se quedó en silencio y señaló la vela sobre la calavera, trazando extraños símbolos en el aire. La llama vaciló, como si hubiera corriente. El fuego pareció bailar una complicada danza tejida por aquellos viejos dedos.

–Esta noche no hay precio. Te Dire gratuitamente lo que quieras saber.

–¿Gratuitamente? – preguntó Alicia, suspicaz-. ¿Por qué?

La adivina sonrió, pero no dijo nada. La joven suspiró frustrada. La mente de Zorza era un libro cerrado, por lo que leer sus pensamientos era imposible. Los secretos de aquella vampira estaban a buen recaudo.

Fuera sonó un disparo, luego otro. El traqueteo de una ametralladora inundó el ambiente. Alicia se movió inquieta. Jackson podía cuidar de sí mismo, pero antes o después estas batallas atraían la atención de la policía. No podía perder demasiado tiempo.

Como si fuera consciente de su preocupación, la adivina comenzó a hablar. La llama bailaba con cada una de sus palabras.

–Trece, tres y uno -murmuró Zorza-. Los números siempre importan. Muchos no son lo que parecen. Los números siempre importan. La respuesta está en el pasado. La respuesta está en el futuro. Los niños se dedican a su juego. Las reglas no tienen orden. Los números siempre importan. El hombre rata tiene la respuesta, pero no se le ha preguntado. Y, sobre todo, los números siempre importan.

Alicia la miró fijamente.

–¿Eso es todo? ¿Ya está? ¿Se supone que tengo que obtener una respuesta de ese galimatías?

La adivina asintió con la cabeza. Una leve sonrisa cruzó sus labios. Las leyendas vinculaban al clan Gangrel con los Lupinos, los hombres lobo. Muchas de sus líneas de sangre tenían sus rasgos, pero no Madame Zorza. Su rostro recordaba al de una bestia mítica, la esfinge.

–Vete -dijo-. Ya tienes lo que has venido a buscar. Utiliza bien este conocimiento, ya que el futuro de los Vástagos depende de tus acciones.

-¿El futuro de los Vástagos? -repitió Alicia con una risa-. ¿Desde cuándo se ha preocupado la Reina de la Noche por lo que le suceda a los Hijos de Caín?

–Todos bailamos en la Mascarada de la Sangre -respondió Madame Zorza-. Tu disfraz no puede ocultar tus intereses, Anis.

–Maldición -dijo Alicia poniéndose en pie-. Otra vez ese nombre. Es la segunda vez esta noche que me llaman así. Debo estar perdiendo mi tacto. Dentro de poco empezaré a recibir cartas dirigidas a Anis, puede que hasta catálogos.

Madame Zorza no respondió, pero Alicia tampoco esperaba otra cosa. Con una respetuosa inclinación de la cabeza, la joven abandonó el apartamento y bajó hasta la calle. Había sido una noche muy larga y necesitaba descansar… y pensar en el significado de las palabras de la adivina.


19


Mundo de Tinieblas - Vampiro - La mascarada de la Muerte Roja 1
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