POSTDATA A LA VERSIÓN ESPAÑOLA

Terminé de escribir El museo secreto en el verano de 1986, justo a tiempo para comentar el Informe final presentado por la Comisión sobre Pornografía convocada por el fiscal general, y mejor conocido como "Informe de la Comisión Meese" en honor del fiscal general de ese entonces, Edwin Meese. Como escribí en esa época, la Comisión Meese era tan sólo el último de una serie de paroxismos en los que se había embarcado el público norteamericano (o al menos el gobierno norteamericano) desde los días de Anthony Comstock, un siglo atrás. Para mí, el aspecto más deprimente de esta historia circular y triste consistía en que nadie parecía aprender nada de los errores del pasado. Como si se tratara de vampiros, los mismos espantajos persistían en levantarse una y otra vez y en ser combatidos a cada vez sobre el mismo terreno sangriento; los mismos temores persistían en regresar y los mismos argumentos circulares persistían en girar y girar incansablemente. En los ocho años que han transcurrido desde entonces, nada que pueda compararse a la Comisión Meese ha inquietado la paz de la nación. Recibido con un predecible coro de burlas, el Informe final se sumergió en un olvido merecido y sin producir el menor efecto. Y no obstante, se han observado suficientes chispazos desde 1986 como para mostrar que el vampiro pornográfico no ha muerto todavía, que sólo toma una siesta.

Al mirar hacia atrás, puedo concluir ahora que el aspecto más llamativo de esta neurosis cultural es su propia norteamericanidad. Si los últimos capítulos de El museo secreto se concentran de manera creciente en los Estados Unidos, ello no sólo se debe a mis propios prejuicios de norteamericano, sino también al hecho de que, al menos en los últimos cincuenta años, la historia de las discusiones sobre pornografía ha sido en gran parte una historia norteamericana. De ninguna manera existe una razón clara que determine este hecho. Después de todo, los Estados Unidos se enorgullecen a sí mismos de ser "la tierra de la libertad", imagen que adora proyectar más allá de sus fronteras. En casa, en cambio, la libertad norteamericana parece ser una cuestión mucho más problemática de lo que sugiere la propaganda, especialmente en lo que al sexo se refiere. La libertad sexual norteamericana está sitiada por toda suerte de confusiones, temores e incertidumbres que no parecen agobiar a otras naciones, por lo menos no hasta un nivel tan ridículo. Sin duda, esas otras naciones suelen pensar que los norteamericanos están obsesionados por el sexo, quizá porque hablan de ello todo el tiempo y porque constantemente están exhibiendo imágenes sexuales. Es evidente, sin embargo, que los norteamericanos no tienen más relaciones sexuales que otros pueblos y que de ninguna manera poseen una habilidad más sobresaliente en ellas. El hecho es que los norteamericanos se preocupan mucho menos por el sexo en sí mismo que por las representaciones del sexo, por las palabras y las imágenes que comunican ideas o sentimientos sexuales. La obsesión norteamericana por el sexo refleja una profunda ambivalencia acerca del poder de las representaciones; es una consecuencia de esa pasión por elaborar imágenes que suele venir acompañada, en forma tan conflictiva, por el temor irracional que inspiran esas mismas imágenes.

Otras naciones suelen tratar la pornografía en una de dos formas, ambas hasta cierto punto racionales. O bien existe un mecanismo de control estatal que opera de manera diligente y relativamente silenciosa, o bien no existe ningún control en absoluto. Canadá y el Reino Unido ilustran la primera forma, mientras que los países escandinavos han ido tan lejos como es posible en la segundá dirección. En ninguno de los dos casos los argumentos sobre la pornografía juegan un papel significativo en el discurso público. Los Estados Unidos, en cambio, parecen indecisos entre ambas posiciones. Existen numerosos, quizá excesivos, mecanismos de control local y nacional que, sin embargo, operan de un modo lamentable. Los legisladores se muestran siempre dispuestos a pasar leyes que prohíban o regulen las imágenes sexuales, aunque estas leyes sean aplicadas en forma esporádica si es que alguna vez llegan a serlo. Especiales grupos de interés organizan campañas entusiastas para cerrar establecimientos pornográficos, pero el resultado más frecuente es que dichos establecimientos se muden y abran sus puertas unos kilómetros o apenas unas calles más allá. Las demandas legales pueden tener éxito a nivel local, pero rutinariamente son apeladas en los tribunales superiores y rutinariamente son invalidadas. Los Estados Unidos vacilan histéricamente entre el deseo de controlar las imágenes sexuales y el deseo de dejarlas en libertad; el país es incapaz de adoptar una u otra posición, y el inevitable resultado es que las discusiones sobre pornografía continúan encendiéndose una y otra vez para desesperación de los historiadores.

En los últimos ocho años no se ha producido ningún cambio fundamental en este patrón de la vacilación norteamericana. Un par de ejemplos podría mostrar cómo la discusión continúa siendo la misma, aun cuando los términos de la discusión estén cambiando. El informe de la Comisión Meese contenía, a pesar de todo, una declaración acertada: las solas palabras ya no son "pornográficas" o, al menos, ya no vale la pena discutir al respecto. La "pornografía" ahora significa fotografías, y preferiblemente fotografías en movimiento; de manera oficial, pues, la palabra está muerta. Ninguna de las batallas más recientes sobre la pornografía se ha ocupado de palabras que no vengan acompañadas de ilustraciones, y parece muy poco probable que un futuro Ulises o un Amante de lady Chatterley sea capaz de producir el escándalo que estos libros despertaron cuando fueron publicados por primera vez. Esto parece un adelanto, y aunque uno puede estar agradecido de que ya no se persiga a la literatura, uno no puede dejar de lamentar que la palabra impresa ya no tenga eí poder de despertar pasiones, no importa si en favor o en contra.

Al mismo tiempo, sin embargo, no resulta tan descorazonador observar que los últimos ocho años han traído un boom de publicaciones llamadas "erótica", la gran mayoría de ellas escritas por mujeres para mujeres, o por lesbianas y homosexuales para lectores de su misma inclinación sexual. Estos libros tan numerosos (algunos de ellos con fotografías) son muy vendidos en librerías respetables que no se dignarían a vender "pornografía". De hecho, el contenido de libros como Herotica, Lenta mano (Slow Hand), Alto riesgo (High Risk) y La palabra y la carne (Flesh and the Word), para mencionar apenas cuatro de las antologías de cuentos más notables, habrían sido consideradas como pornográficas veinte o, incluso, diez años atrás. La muerte oficial de la palabra las ha salvado de ser condenadas y les ha permitido refugiarse en esa refinada etiqueta de "erótica", que nadie se atrevería a llevar a juicio. Pocos proveedores de la nueva erótica poseen la honestidad de John Preston, pornógrafo veterano y editor de Flesh and the Word, una colección de historias sobre hombres homosexuales. "La pornografía y la erótica son la misma cosa", escribió en su introducción. "La única diferencia es que la erótica es algo que compra la gente adinerada mientras que la pornografía es lo que el resto de nosotros compramos"[427]. Como se historia en El museo secreto, esto fue especialmente cierto a lo largo del siglo XIX y aun en los años sesenta, pero no lo es de la "nueva" erótica, que se vende a precio módico y se publica a menudo en libros de bolsillo. Tal parece que para los norteamericanos que aún recuerdan cómo leer, la vergüenza de leer historias de sexo se ha por fin disipado.

Hay otro libro reciente, un híbrido de palabras e imágenes, que debe mencionarse a causa del furor que despertó. Se trata del libro de Madonna, sucintamente titulado Sex, publicado en el otoño de 1992 y cuyo diseño pretendía obtener toda esa atención de los medios de comunicación que efectivamente consiguió, y esto, hasta donde yo sé, sin encontrar otra resistencia que la de unas cuantas bibliotecas que prefirieron no ordenarlo para su colección. Como la nueva erótica, Sex habría sido inmediatamente confiscado si hubiese sido publicado veinte años atrás. Es obvio, sin embargo, que Sex no habría podido ser concebido, ni mucho menos producido, en 1972. Sus pesadas cubiertas, peligrosamente esquinadas en aluminio, su papel grueso, su muy refinada composición, además de su valor tan costoso (49,95 dólares), lo convertían en "erótica", en el viejo sentido que a la palabra le daba Preston, y esto a pesar de que la primera edición de 500.000 ejemplares para distribución exclusiva en los Estados Unidos vendió 150.000 en el primer día[428]. Las fotografías de Sex mostraban completamente desnuda a una celebridad que había hecho carrera mostrando casi todo lo demás. Su éxito se debía, pues, a la presencia de Madonna, así como el de ella se debía a la explosión universal de los medios de comunicación que se había producido en la década anterior y que ella había sabido utilizar de manera brillante y persistente.

Sex encandiló, antes que escandalizó, al público adinerado de clase media alta que lo compró. En consecuencia, ofrece una conveniente herramienta para señalar la línea que separa lo prohibido de lo aceptable en los Estados Unidos de fines de 1992. No hace falta decir que Sex es cursi, vulgar y barato en todo sentido, y esto a pesar de su alto costo. Tales cualidades son probablemente deliberadas; Madonna -o mejor aún, los agentes de Madonna- debe su fama al manejo cuidadoso de la vulgaridad, siempre a un paso de lo que la clase media norteamericana consideraría repelente y no pagaría. Y, por sobre todas las cosas, Madonna aspira a que le paguen. Dada, pues, esta cautela, lo más llamativo de Sex no es la desnudez de la estrella, sino la persistente coquetería del libro con el homosexualismo y el sadomaso- quismo de índole homosexual o heterosexual. Allí se hallan los bailarines desnudos de The Gaiety (un venerable establecimiento homosexual de Manhattan), en posición frontal aunque, también es cierto, algo distraídos y fláccidos. Madonna misma aparece en su atuendo de arneses, y en la compañía de hombres y mujeres ataviados de igual forma. Allí los hombres acarician a los hombres, las mujeres rozan a las mujeres, y esto en una forma que para fines de 1992 ya había llegado a ser aceptable, aunque parezca un tanto repulsiva.

La recepción de Sex enseña otra peculiar incoherencia norteamericana que ha mantenido a los Estados Unidos en esa intermitente agitación a propósito de la pornografía. En su sabiduría, los agentes de Madonna han visto lo que los árbitros oficiales de la moralidad no pueden ver: que la tolerancia del público en general a la imaginería sexual es mucho más grande en la práctica que en la teoría. No es sólo que muchos de los actos sugeridos por Sex sean ilegales en la mayor parte del país, sino que, además, muchos norteamericanos se opondrían a que se levantaran las prohibiciones teóricas de la homosexualidad, la tortura, el fetichismo y otras actividades supuestamente marginales. Lo cierto, sin embargo, es que tales leyes se hacen cumplir muy raras veces, y las actividades que prohíben se realizan con alguna impunidad: en los últimos tiempos ha llegado a ser evidente que los norteamericanos más convencionales están dispuestos a mirar fotografías de actos marginales, si es que ellos mismos no protagonizan tales actos. En la práctica esto quiere decir que los norteamericanos son mucho menos críticos o tímidos de lo que sus leyes sugieren o de lo que sus clérigos y legisladores quisieran admitir. Esto, por supuesto, ha sido cierto desde los días en que Comstock asolaba el país confiscando artículos que las mentes sanas juzgaban más bien como algo vulgares antes que como las herramientas de Satán que el mismo Comstock denunciaba. La diferencia estriba en que Comstock tenía la ley de su lado, una ley que, ya modificada, todavía se encuentra en los libros, en donde es posible que siga permaneciendo.

Esta incongruencia entre la teoría y la práctica, entre lo que se hace y lo que se codifica, puede asemejarse a la hipocresía, como gustan de llamarla algunos encolerizados liberales. Sin embargo, yo creo que se trata más bien de un problema de autoconciencia. Que los norteamericanos prediquen un código moral y practiquen otro, difícilmente los diferencia del resto del mundo; lo que llama la atención es que su temor a las imágenes resulte curiosamente incongruente con su distintiva pasión por la producción de imágenes, por mostrar absolutamente todo. En lo que al sexo se refiere, esta pasión ha excedido la capacidad de la misma cultura norteamericana para absorber lo que ya se ha visto; la moralidad pública todavía respeta la visibilidad restringida de hace cincuenta años, cuando la televisión era un invento reciente, la palabra video no se conocía y el teléfono sexual resultaba ser más un impromptu que un negocio de gran empresa. En la actualidad, la marcha de las imágenes está adquiriendo tal velocidad, que aquella autoconciencia nunca podrá alcanzarla. La "super-autopista de información" de la que suele jactarse el presidente Bill Clinton ya posee sus ramificaciones y zonas de recreo en la forma de boletines sexuales o de discos compactos de pornografía. Cada nuevo avance tecnológico trae consigo a su compinche pornográfico, y ningún escandalizado moralista podrá disolver esa amistad.

Pero todavía existen algunos límites. Uno de los más curiosos fue transgredido en el verano de 1989, cuando estaba por inaugurarse una exhibición de fotografías de Robert Mapplethorpe en la Galería de Arte Corcoran de Washington D.C. Gran parte de la obra de Mapplethorpe -elegantes fotos de lilas y de celebridades- era inofensiva e incluso monótona en su buen gusto; la excepción era un pequeño grupo de ellas, provocativamente llamado "Portafolio X", que provocó la ira oficial porque mostraba hombres, algunos de ellos con su pene erecto y protagonizando actos homosexuales y sadomasoquistas. Quizá el aspecto más escandaloso de las fotografías era que en su composición, luz y estilo, conservaban el mismo decoro habilidoso que caracterizaba la obra menos objetable de Mapplethorpe. Sólo su tema resultaba ofensivo y, en consecuencia, se le consideró de inmediato como el esfuerzo postumo del artista (Mapplethorpe había muerto de SIDA un año atrás) para difundir sus peligrosos hábitos sexuales en un mundo de inocencia. Esta exhibición, que fue cancelada, había sido patrocinada por la Fundación Nacional para las Artes, lo que causó serias fricciones en el gobierno federal y permitió a Jesse Helms de Carolina del Norte declarar en el Senado de los Estados Unidos que "el gobierno despilfarra el dinero de sus ciu-dadanos patrocinando la pornografía homosexual de Robert Mapplethorpe, quien murió de SIDA luego de gastar los últimos años de su vida promoviendo la homosexualidad"[429].

La exhibición, pues, fue cancelada en Washington, pero a la primavera siguiente fue llevada al Centro Contemporáneo de Arte de Cincinnati, Ohio, donde el fiscal público la acusó de obscenidad. El resultado del juicio subsiguiente fue predecible: el arte prevaleció sobre el asunto que representaba, tal y como venía prevaleciendo con alguna regularidad desde el juicio a Madame Bovary 133 años antes. La exhibición mantuvo sus puertas abiertas en Cincinnati y (otro resultado predecible) Mapplethorpe obtuvo mucha más publicidad a causa del escándalo de la que habría conseguido por sí mismo. En líneas generales, el furor que despertó siguió el patrón tradicional salvo por una diferencia bastante sugestiva: por primera vez en la historia, las imágenes que resultaban tan ofensivas representaban hombres y sólo hombres -presumiblemente homosexuales- que ostentaban sus penes erectos. Es difícil imaginar que las más bien severas escenas del "Portafolio X" pudieran inspirar en los visitantes de la exhibición el deseo de apresurarse a imitarlas, tal y como Helms y sus compinches parecían temer. Este, creo, no fue el verdadero escándalo del "Portafolio X", sino el que. obtuviera permiso oficial y público para enseñar sus penes erectos. En efecto, el escándalo Mapplethorpe permitió comprobar, en palabras del historiador Peter Brooks, que "el pene erecto es virtualmente el único objeto que la sociedad norteamericana considera como obsceno -como la definición misma de "hard-core"- y, en consecuencia, su representación está sujeta a restricciones"[430].

Y sin embargo, es obvio que estas restricciones han sido retadas y derrotadas al menos una vez y en una escala relativamente pequeña, pero creo también que en una forma definitiva. Como he tenido la oportunidad de mencionar varias veces, el temor norteamericano a las imágenes es recurrente, incansable e interminable, al menos tanto como la misma pasión norteamericana por la producción y la circulación de imágenes. El vampiro pornográfico parece dormitar mientras escribo. Sé que despertará de nuevo, y en una forma que nadie puede prever. Si el próximo campo de batalla es el cuerpo masculino, y para el caso el cuerpo homosexual masculino, el futuro nos traerá algunas confrontaciones interesantes.

Nueva York, abril de 1994

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11/04/2010
El museo secreto. La pornografía en la cultura moderna
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