DIECISIETE

CUANDO el lunes por la mañana Mink llegó a Memphis Junction poco antes de las once, lo hizo en la cabina de otro camión de ganado que se dirigía hacia el este, camino de Alabama, pero aunque hubiera torcido hacia el sur, pasando en ese caso por Jefferson, se hubiera apeado allí de todas formas. Y si el camión o su conductor hubieran sido del condado de Yoknapatawpha o de Jefferson, no se habría subido.

Hasta que salió de la tienda con el revólver en el bolsillo todo le había parecido sencillo; no había tenido más que un problema: conseguir el arma; después de eso la geografía era ya el único obstáculo entre él y el momento en que se acercaría al hombre que había visto cómo lo mandaban al penal sin levantar un dedo, que no había tenido siquiera la decencia y el valor de responder con un No al grito de la sangre, le diría, «Mírame, Flem», y lo mataría.

Pero ahora iba a tener que hacer lo que él llamaba «algunos cálculos». Le parecía que se enfrentaba con obstáculos de naturaleza tan diversa que los hacía casi insuperables. Estaba ya a menos de cincuenta quilómetros de Jefferson, lo que le situaba en casa, entre la gente de las colinas del norte de Mississippi, aunque tuviera que atravesar todavía un insignificante límite de condado; le parecía que, de ahora en adelante, cualquiera, todos los que se encontraran con él o lo vieran, incluso sin necesidad de reconocer o recordar ni su rostro ni su nombre, sabrían inmediatamente quién era, hacia dónde se dirigía y qué era lo que se proponía. Pensándolo mejor —en una iluminación inmediata, casi simultánea con la primera idea— se dio cuenta de que eso era materialmente imposible, pero que, sin embargo, no estaba dispuesto a correr el riesgo; porque los treinta y ocho años de encierro en Parchman habían atrofiado, destruido, alguna cualidad suya que lo más probable era que se hubiera agudizado en las personas que no habían estado encerradas, y esas personas lo reconocerían, sabrían quién era, lo adivinarían sin que él se enterase siquiera de que había ocurrido. He estado fuera demasiado tiempo pensó. Es como si tuviera que aprender a hablar de nuevo.

No quería decir hablar sino pensar. Mientras caminase por la carretera (ahora alquitranada, nivelada, con un nuevo trazado que se ajustaba a las necesidades del transporte motorizado, por la que los automóviles corrían a gran velocidad, y que Mink recordaba como sinuoso camino de tierra, donde las carretas y filosóficas mulas o, en el mejor de los casos, algún caballo de silla, seguían las arbitrarias e imprevisibles curvas, sería imposible ocultar su aspecto: cambiar su rostro, su expresión, modificar su ropa, que resultaba familiar en la zona, o su manera de andar; sopesó durante un desesperado y extraño momento, para rechazarla acto seguido, la idea de caminar de espaldas, por lo menos cada vez que oyera aproximarse un coche o un camión, para dar la impresión de que iba en la dirección contraria. De manera que tendría que cambiar de manera de pensar, de la misma forma que se puede cambiar el color de la bombilla dentro de la linterna aunque no sea posible cambiar la linterna; mientras avanzaba tendría que obligarse, sin flaquear ni desviarse un solo instante, a pensar como si fuera otra persona que nunca hubiese oído en toda su vida ni el apellido Snopes ni el nombre de Jefferson, e ignorase incluso que si seguía adelante por aquella carretera se tropezaría con la ciudad; tenía que pensar como alguien cuyo destino y meta se situaba ciento cincuenta o doscientos quilómetros más adelante y ya había llegado en espíritu aunque su cuerpo, sus piernas que lo trasladaban, siguieran aún pisando aquel segmento concreto de carretera.

Tenía también que encontrar a alguien con quien hablar sin despertar sospechas, con el fin no tanto de conseseguir información como de comprobar la que ya tenía. Hasta salir de Parchman, hasta recobrar por fin la libertad que le ponía prácticamente al alcance de la mano la meta por la que había soportado con paciencia aquellos treinta y ocho años, creía haber almacenado, extrayéndolos del goteo de información, ni mucho menos diario y no siempre anual, pero sí al menos de década en década, que llegaba a traspasar los muros de Parchman, todos los conocimientos que iba a necesitar: cómo y dónde vivía su primo, cómo empleaba el tiempo, sus costumbres, a qué hora iba y volvía y a dónde y desde dónde; incluso quién vivía con él en la casa o atendía a sus necesidades. Pero ahora que casi había llegado el momento, quizá no bastara. Podían ser incluso completamente falsos, estar equivocados; El problema es haber vivido lejos tanto tiempo como he tenido que vivir pensó de nuevo; tener que vivir en el sitio en que he vivido como si hubiera pasado aquellos treinta y ocho años no sólo fuera del mundo sino fuera de la existencia misma, de manera que incluso los hechos, cuando finalmente lo alcanzaran, hubieran cesado de ser verdad para poder penetrar donde él estaba; y, por estar dentro de los muros de Parchman, la información recibida fuese per se hostil y traicionera o desastrosa para él si es que trataba de utilizarla, depender de ella, darle su confianza.

En tercer lugar se hallaba el revólver. La carretera, ahora entre paredes de árboles, estaba vacía, sin ruido de tráfico, ni casas ni seres humanos a la vista; Mink sacó el revólver y lo contempló de nuevo con algo muy semejante a la desesperación. No le había parecido gran cosa por la mañana en la tienda, pero aquí, en la paz y el soleado silencio rural de la tarde, no parecía siquiera una cosa reconocible; en todo caso, más que nunca, la tortuga fósil de su primera impresión. Sin embargo tendría que probarla, gastar uno de los tres cartuchos para saber si realmente dispararía y, durante un momento, un segundo, algo agitó levemente su memoria. Tiene que disparar pensó. Tiene que hacerlo. No puede ser de otra manera. El Viejo Patrón castiga; no se dedica a gastar bromas.

Además tenía hambre. No había comido nada desde las galletitas que comprara al amanecer. Le quedaba un poco de dinero y ya había pasado junto a dos gasolineras con tienda de comestibles incorporada. Pero ahora estaba en casa; no se atrevía a parar en una y que lo vieran comprando el queso y las galletas saladas que aún podía permitirse. Lo que le hizo pensar además en la noche. Al sol le quedaban menos de tres horas de recorrido por el cielo; era imposible llegar a Jefferson aquella tarde, de manera que tendría que esperar a la noche del siguiente día; salió de la carretera principal en el cruce con un camino de tierra, de manera casi instintiva, puesto que no recordaba cuándo había empezado a fijarse en los restos de pelusa de algodón enganchados en las malas hierbas y en las zarzas a la orilla del camino, procedentes de las carretas que pasaban por allí en dirección a las desmotadoras, ya que aquel tipo de camino le resultaba familiar desde los días lejanos de su libertad como arrendatario: un camino que utilizaban los negros; un camino marcado por las rodadas de muchos carros y señalado con pelusas de algodón, y sin embargo con firme de tierra, ni siquiera grava, porque las personas que vivían junto a él y que lo utilizaban no tenían ni la fuerza de los votos para exigirlo ni el dinero para convencer al supervisor local de que hiciera algo más que limpiarlo y nivelarlo dos veces al año.

De manera que encontró no sólo lo que estaba buscando sino lo que había deseado: una cabaña sin pintar y deteriorada por el tiempo, de dos habitaciones y un corredor techado entre ambas, rodeada y reforzada por una desvencijada mezcolanza, también sin pintar y deteriorada por el tiempo, de cercas y dependencias —establos, pesebres, graneros— sobre una elevación del terreno por encima de un algodonal plantado en el antiguo lecho de un arroyo y donde se divisaba ya a toda la familia de negros, y quizá también a algún vecino, más o menos a la misma altura todos, arrastrando los largos sacos manchados mientras subían por las hileras paralelas: el padre, la madre, cinco hijos desde los cinco o seis años hasta los doce, y cuatro muchachas y chicos jóvenes que eran probablemente los vecinos devolviendo un favor, mientras él, Mink, esperaba al final de la hilera hasta que el padre, que debía de ser el jefe, llegara a su altura.

—¿Qué tal? —dijo Mink—. Quizá pueda usted usar otro par de brazos.

—¿Quiere recoger algodón? —preguntó el negro.

—¿Qué es lo que paga?

—Setenta y cinco centavos.

—Le ayudaré un rato —dijo Mink.

El negro se volvió hacia la chica de unos doce años que avanzaba a su lado.

—Pásale tu saco y vete a casa a empezar la cena.

Mink recogió el saco. Todo le resultaba familiar. Se había pasado la vida recogiendo algodón en aquella época del año. La única diferencia era que durante los últimos treinta y ocho había tras él, al final de la hilera, un rifle y un látigo como promesa en el caso de que aflojara el ritmo, mientras que aquí estaba otra vez el dinero que señalaba la balanza como recompensa por ir más de prisa. Y, tal como había previsto, su patrono apareció muy pronto en la hilera vecina. —No vive usted por aquí cerca —dijo el negro.

—Así es —respondió Mink—. Estoy de paso. Voy hacia el Delta, donde vive mi hija.

—¿En qué sitio? —dijo el negro—. Estuve un año cosechando en el Delta.

Lo importante no era que debería haberse imaginado le pregunta y haber tratado de evitarla si hubiera sabido cómo hacerlo, sino más bien que la pregunta se convertía en indiferente si recordaba que era otra persona y no quien era en realidad. No dudó; se atrevió incluso a ampliar la información:

—Doddsville —dijo—. No lejos de Parchman —supo también cuál habría sido la pregunta siguiente, la que el negro no iba a hacerle, contestándola también—: He pasado más de un año en un hospital de Memphis. El médico me dijo que andar me haría bien. Por eso voy caminando en lugar de tomar el tren.

—¿El hospital para excombatientes? —preguntó el negro.

—¿Cómo? —dijo Mink.

—¿El hospital federal para excombatientes?

—Eso es —dijo Mink—. El gobierno ha cuidado de mí durante más de un año.

Anochecía ya. Hacía un rato que la mujer había entrado en la casa.

—¿Quiere pesarlo ahora? —dijo el negro.

—No tengo prisa —respondió Mink—. Trabajaré también mañana por la mañana, aunque me marcharé a mediodía. Si su mujer me da algo de cenar y me pone un jergón en algún sitio, descuéntemelo del peso.

—No cobro a nadie por comer en mi casa —dijo el negro.

El comedor era una mesa cubierta con un hule, sobre la que descansaba una lámpara de queroseno, en la misma habitación con techo de una sola vertiente donde ahora agonizaba lentamente la cocina que quemaba leña. Mink comió a solas —la familia había desaparecido y la casa misma podría estar desierta— el plato de tocino frito, maíz de lata y tomates guisados juntos, los descoloridos bollos blandos, apenas cocidos, y la taza de café, servida ya, que le esperaba cuando el dueño lo llamó para que entrara a cenar. Cuando hubo terminado regresó a la habitación delantera, donde unos rescoldos de leña ardían en la chimenea para combatir el primer frío de la noche otoñal; la mujer y la hija mayor se levantaron inmediatamente y volvieron a la cocina para preparar la cena de la familia. Mink se colocó delante del fuego y extendió las piernas; a su edad, aquella noche sentiría ya el frío. Luego inició la conversación, como al azar, con observaciones dictadas por la cortesía, sin apresuramiento; al principio, durante un rato, cualquiera habría pensado que distraídamente:

—Supongo que lleva usted el algodón a desmotar y que lo vende en Jefferson. Conocí en otro tiempo a algunas personas de allí. El banquero. Se llama De Spain, si no recuerdo mal. Hace mucho años, claro está.

—A ése no lo recuerdo —dijo el negro—. Ahora el banquero más importante de Jefferson es el señor Snopes.

—Ah, sí; he oído hablar de él. Un banquero muy importante, con mucho dinero. Vive en la casa más grande de la ciudad con un cocinero y otro criado que les sirve a la mesa a él y esa hija suya que quiere hacer creer que se ha quedado sorda.

—Es sorda. Estuvo en la guerra. Un cañón le rompió los tímpanos.

—Eso dice ella —el negro no respondió. Estaba sentado en la única mecedora de la habitación, y posiblemente de la casa, aunque sin balancearse. Las palabras de su interlocutor provocaron en él algo más que la simple quietud: una inmovilidad que era casi como si estuviera conteniendo el aliento. Mink se hallaba de espaldas al fuego, de espaldas a la luz, de manera que no se le veía la cara; su voz, de todas formas, no cambió de entonación—: Una mujer en una guerra. Debe de haberlos engañado a todos a conciencia. He conocido a otras así. Tienen muchas pretensiones y todo el mundo es demasiado educado para llamarlas mentirosas. Lo más probable es que oiga tan bien como usted y como yo.

El negro respondió de inmediato, con tono muy firme:

—Miente quien le haya dicho que la señorita Snopes se ríe de la gente. Hay personas en otros sitios, además de Jefferson, que saben la verdad acerca de ella, tanto si la noticia ha llegado hasta ese hospital de excombatientes donde dice que ha estado, como si no. Si yo fuera usted, creo que no lo discutiría. O por lo menos me enteraría antes de con quién lo discutía.

—Claro, claro —dijo Mink—. Ustedes, la gente de Jefferson, deben de saberlo. ¿Me está diciendo que no oye nada? ¿Que si alguien se acerca por detrás, pongamos por caso, en una habitación, no se entera?

—Sí —dijo el negro. La chica de doce años había aparecido en la puerta de la cocina—. Se ha quedado sorda. No hay nada que discutir. El Señor la puso a prueba, como pone a prueba a mucha gente mejor que usted y mejor que yo. No se preocupe por eso.

—Claro, claro —dijo Mink—. Me ha convencido. Creo que su cena ya está lista.

El negro se puso en pie.

—¿Qué va a hacer esta noche? —preguntó—. No tengo sitio en casa.

—No lo necesito —respondió Mink—. El médico dijo que me convenía el aire libre. Si tiene una manta de sobra, dormiré en la camioneta del algodón y estaré listo para volver al trabajo mañana por la mañana a primera hora.

El algodón que llenaba a medias el fondo de la camioneta estaba cubierto con una lona alquitranada, de manera que ni siquiera necesitó la manta. Se instaló allí muy cómodamente. Y sobre todo no estaba en contacto con el suelo. Porque ése era el peligro, algo contra lo que había que estar vigilante: una vez que te tumbabas sobre el suelo, la tierra empezaba de inmediato a tirar de ti. Desde el momento mismo en que se viene al mundo saliendo del vientre materno, el poder y la atracción de la tierra empiezan a trabajar; si no hubiera otras mujeres de la familia, o vecinas, o incluso alguien contratado para sujetar al recién nacido, para tenerlo en brazos, para evitar que la tierra lo tocase, nadie llegaría a vivir ni una hora. Y uno mismo también lo sabe. Tan pronto como puedes moverte, alzas la cabeza, aunque eso sea todo, tratando de romper la atracción, procurando erguirte sobre las sillas y otros sitios parecidos, incluso cuando aún no puedes sostenerte en pie, alejarte de la tierra, salvarte. Luego ya te sostienes y das uno o dos pasos, pero incluso entonces, durante esos primeros años, te pasas la mitad del tiempo en el suelo, mientras la vieja tierra que espera pacientemente te dice: «No pasa nada, no ha sido más que una caída, no te has hecho daño, no te asustes». Más tarde ya eres adulto, un hombre fuerte, estás en la plenitud de tus facultades; de vez en cuando te arriesgas deliberadamente a tumbarte sobre la tierra cuando cazas en el bosque; estás demasiado lejos de casa para volver, de manera que puedes arriesgarte incluso a dormir toda la noche sobre la tierra. Por supuesto tratarás de encontrar algo, cualquier cosa —un tablón o unas tablas, un tronco, incluso ramas de arbustos— que se interponga entre tu sueño, tu indefensión y la vieja tierra paciente que puede permitirse el lujo de esperar porque te atrapará algún día, sólo que no tiene ningún sentido que te dé un quilómetro porque tú te hayas atrevido un centímetro. Y tú lo sabes; cuando eres joven y fuerte te arriesgarás una noche, pero no dos seguidas. Porque, incluso, si sales al campo al mediodía y te sientas bajo un árbol o junto a un seto y almuerzas y luego te tumbas y descabezas un sueñecillo, cuando te despiertas durante un minuto no sabes siquiera dónde estás, por la excelente razón de que no estás del todo allí; incluso en ese breve rato en que no estabas vigilando, la vieja tierra paciente que espera sin prisa su ocasión te ha cogido suavemente una primera vez, sólo que tú has conseguido despertarte a tiempo. De manera que, si no le hubiera quedado más remedio, Mink se habría arriesgado a dormir en el suelo esta última noche. Pero no había tenido que hacerlo. Era como si el Viejo Patrón en persona hubiera dicho: «No te voy a ayudar en lo más mínimo, pero tampoco te lo voy a impedir».

Luego llegó el alba, el nuevo día. Mink desayunó a solas; cuando salió el sol ya estaban de nuevo en el algodonal; durante estos benditos días de recolección entre el rocío del verano y la primera escarcha del otoño, el algodón estaba libre de humedad y se podía recoger tan pronto como había luz para verlo; hasta mediodía.

—Ya está —le dijo al negro—. Eso le ayudará un poco. Ahora tiene una bala bien pesada para la desmotadora de Jefferson, así que lo acompañaré carretera adelante dado que por una vez tengo alguien que me lleve.

Por fin estaba muy cerca: en la inmediata proximidad de Jefferson. Le había llevado treinta y ocho años y había dado un largo rodeo, bajando primero al Delta y subiendo después, pero ya estaba muy cerca, aunque aquella carretera fuese una manera distinta de entrar en la ciudad, distinta de la antigua, desde el almacén de Varner, que todavía recordaba. Los nuevos números sobre placas de hierro a lo largo de la carretera también eran muy distintos de los mojones pintados a mano de su recuerdo, y aunque Mink leía cifras sin dificultad, algunos números, la mayoría de los nuevos, no podían marcar las distancias porque no disminuían. Pero aun en el caso de que lo hubieran hecho, habría tenido que asegurarse:

—Creo que esta carretera pasa por Jefferson, ¿no es cierto?

—Sí —dijo el negro—. Allí puede tomar la bifurcación para el Delta.

—Eso es lo que haré. ¿Cuánto falta para la ciudad?

—Doce quilómetros —dijo el negro. Pero Mink era capaz de calcular distancias, aunque no hubiera mojones, once, luego diez, luevo nueve, luego ocho, el sol apenas más allá de la una de la tarde; luego seis quilómetros, una larga colina con el cauce de un arroyo al final de la bajada.

—Qué contrariedad; permita que me apee aquí. No he hecho aún mis necesidades —el negro disminuyó la velocidad hasta pararse junto al puente—. No se preocupe —dijo Mink—. Después seguiré a pie. En realidad no me gustaría nada que el médico ése me viera apearme de un vehículo, aunque sea una camioneta de algodón; lo más probable es que no parase hasta sacarme otro dólar.

—Le esperaré —dijo el negro.

—No, no —respondió Mink—. A usted le conviene que le desmoten el algodón en seguida para volver a casa antes de que anochezca. No tiene tiempo que perder —se bajó de la cabina y dijo, utilizando la inmemorial fórmula del campo para dar las gracias—: ¿Cuánto le debo?

Y el negro le dio la respuesta establecida:

—No me debe nada. También yo venía en esta dirección.

—Muy agredecido —dijo Mink—. Pero no le diga nada al médico ése si es que alguna vez se tropieza con él. Espero que nos veamos algún día en el Delta.

Luego la camioneta se alejó. La carretera estaba vacía cuando Mink la abandonó. Bastaría con internarse lo bastante para que no lo vieran desde allí. Sólo que, si fuera posible, nadie tendría que oír siquiera el ruido del disparo.

Ignoraba por qué; no hubiera sabido decir que, privado de toda intimidad por espacio de treinta y ocho años, ahora quería, se proponía saborear hasta la más pequeña partícula que su recién adquirida libertad le permitiera; por otra parte aún le quedaban cinco o seis horas hasta el anochecer, y probablemente el mismo número de quilómetros, y ya había seguido por espacio de medio quilómetro, o quizá un poco más, el cauce del arroyo entre la espesa vegetación que lo rodeaba, compuesta de brezos, falsos cipreses y sauces, cuando de repente se detuvo en seco con una especie de asombrada emoción, rayana en el júbilo. Ante él, atravesando el arroyo, se alzaba un puentecillo para el ferrocarril. Ahora no sólo sabía ya cómo llegar a Jefferson sin el riesgo constante de tropezarse con personas que, debido a su antigua afinidad con el condado de Yoknapatawpha, sabrían de inmediato quién era y lo que se proponía hacer, sino que además tendría algo para pasar el tiempo hasta que se hiciera de noche y pudiera seguir adelante.

Era como si no hubiera visto una línea de ferrocarril en treinta y ocho años. Sin embargo había una que recorría todo un lado de las alambradas de Parchman y, hasta donde se remontaban sus recuerdos, había visto circular trenes por ella todos los días. Además, de cuando en cuando, equipos de presos, vigilados por sus guardianes armados de rifles, realizaban duros trabajos de construcción o de reparación de obras públicas en el Delta, cerca de líneas de ferrocarril en las que también veía trenes. Pero incluso sin las alambradas, la perspectiva era siempre la de la prisión; Mink miraba a los trenes, los veía como cosas radicalmente ajenas, huidizas, que existían en libertad y eran por tanto objetos irreales, quimeras, apariciones, carentes de pasado o de futuro, que no iban siquiera a ningún sitio, puesto que su punto de destino no existía para él: se movían un segundo, un instante, y luego no estaban ya en ningún sitio; no habían existido. Pero ahora sería diferente. Podía verlos, él mismo libre, mientras pasaban velozmente también en libertad, los dos relacionados, en cierto modo incluso mutuamente dependientes: el tren alejándose entre el humo, el ruido y el movimiento y él contemplándolo y recordando unos momentos, hacía treinta y ocho o cuarenta años, inmediatamente antes de ir a Parchman, también en aquel caso relacionados, ligados con alguna crisis de sus asuntos personales de la que ya se había olvidado; aunque en realidad era eso lo que sucedía con todos los momentos de su vida, que estaban relacionados, que participaban de alguna crisis por los constantes ultrajes e injusticias que siempre le obligaban a dejarlo todo para enfrentarse con ellos, para resolverlos, faltándole siempre los instrumentos y el equipo adecuado, sin tiempo siquiera disponible debido al trabajo incesante que le exigía alimentarse él y alimentar a su familia; aquella había sido una de esas ocasiones, o quizá fue sencillamente el deseo de ver el tren lo que le hizo recorrer los treinta y tantos quilómetros desde Frenchman's Bend. El caso era que tenía que pasar la noche en la ciudad, fuera cual fuese el motivo, y había bajado a la estación para ver entrar el tren de pasajeros con destino a Nueva Orleans: la locomotora que resoplaba, los vagones con las luces encendidas y, en cada uno de ellos, un insolente mozo negro que se daba muchos aires, un coche restorán en el que la gente cenaba, atendida por otros negros, antes de regresar a los vagones en los que había camas de verdad; el tren detenido un momento para reanudar en seguida la marcha: un alargado trozo hermético de otro mundo, que se deslizaba sobre la tierra a oscuras para que los pobres en mono como él lo contemplaran gratis un momento, sin que el tren, y no digamos nada de las personas que iban dentro, supieran siquiera que alguien como Mink estaba allí.

Pero con tanto derecho a estar allí y a contemplarlo como cualquiera, aunque llevara mono en lugar de piedras preciosas; y con la misma libertad ahora, hasta que recordó algo más que había sabido en Parchman durante los largos y tediosos años en que se preparaba para la libertad: la información, los datos triviales que había tenido que acumular dado que cuando llegara el momento, cuando viniera la libertad, quizá no supiera, hasta que fuese demasiado tarde, las lagunas que habían quedado sin cubrir: que ningún tren de pasajeros había pasado por Jefferson desde 1935; que el ferrocarril construido por el viejo coronel Sartoris (no el banquero al que también llamaban coronel, sino su padre, el verdadero coronel, que había mandado a todos los jóvenes de la zona en la guerra civil por la abolición de la esclavitud), que, según los viejos que hasta él, Mink, había conocido y todavía recordaba, fue lo más importante jamás sucedido en el condado de Yoknapatawpha, y que tenía que haber unido Jefferson y el condado con el golfo de México en una dirección y con los Grandes Lagos en la otra, no era ya más que un ramal en decadencia en el que crecían las malas hierbas y por el que únicamente circulaban, y no a diario, dos trenes locales de mercancías.

En cuyo caso la vía férrea, la servidumbre de paso, sería, más que nunca, el camino hasta la ciudad por el que no sería violada su soledad, producto de la libertad que le había costado treinta y ocho años recobrar, de manera que giró en redondo y volvió sobre sus pasos un centenar de metros antes de pararse; allí no había nada: tan sólo la tupida espesura envuelta en el silencio de una tarde de septiembre. Mink sacó el revólver. Sí que parece una tortuga pensó, creyendo, al principio, que se lo estaba tomando a broma, con buen humor, hasta que se dio cuenta de que era desesperación, porque ahora sabía ya que no iba a disparar, que era imposible que lo hiciera, de manera que cuando, después de girar el tambor para colocar el primero de los tres cartuchos bajo el percutor, de amartillar el arma, de apuntar a la base de un falso ciprés a metro y medio de distancia y de apretar el gatillo, sólo oyó un débil chasquido hueco, su único sentimiento fue de tranquila confirmación de sus previsiones, casi de superioridad, por haber tenido razón, por hallarse en la envidiable situación de poder comentar Ya te lo decía yo, sin darse cuenta siquiera de que volvía a amartillar, porque esta vez no sabía dónde apuntaba el arma cuando saltó y rugió, con un estampido de increíble violencia debido a lo corto del cañón; sólo entonces, casi demasiado tarde, saltando en una frenética convulsión para retener la mano antes de que, de manera puramente refleja, amartillara, apretara el gatillo y cayera el percutor sobre el último cartucho. Pero se detuvo a tiempo, apartando por completo del revólver el pulgar y el índice hasta que la mano izquierda se lo quitó a la derecha, que un segundo más tarde podría haberle dejado con un arma vacía e inútil después de tanta distancia, preparación y tiempo. Quizá el último tampoco funcione pensó. No, señor. Tendrá que funcionar. No le queda más remedio. No tengo que preocuparme. El Viejo Patrón castiga; no se dedica a gastar bromas.

Y ahora (eran apenas las dos según el sol y faltaban por lo menos cuatro horas hasta el ocaso) podía incluso arriesgarse, tan cerca ya del final, a utilizar el suelo una última vez, sobre todo porque tenía en su haber la noche anterior pasada en la camioneta del algodón. De manera que avanzó de nuevo, por debajo y más allá del puentecillo del ferrocarril, por si acaso alguien había oído el disparo y se presentaba a echar una ojeada, encontró un lugar adecuado detrás de un tronco y se tumbó. Inmediatamente empezó a sentir cómo se iniciaba el lento, discreto, indeciso palpar de la vieja tierra, siempre esperando sin impaciencia ni prisa, que se decía, hablando consigo misma, «Vaya, vaya, que me aspen si no hay aquí uno que está ya tumbado delante de mi puerta, por así decirlo». Pero no tenía importancia; podía correr el riesgo durante unas horas.

Fue casi como si dispusiera de un reloj despertador; abrió los ojos exactamente a tiempo para ver, por un claro entre las hojas que tenía encima, apagarse, desaparecer del cénit los últimos resplandores del sol: le quedaba la luz justa para hacer de nuevo el camino entre la espesura hasta la vía férrea y subirse a ella. Una vez allí era mayor la claridad, y aún pudo ver durante el último quilómetro hasta la ciudad, antes de que la luz se extinguiera por completo, y sólo quedase la oscuridad, salpicada al azar por la escasa iluminación de los alrededores de Jefferson hasta llegar al comienzo, a la primera callejuela silenciosa de las afueras bajo los rígidos brazos extendidos de la señal de cruce y un farol solitario donde el chico negro montado en la bicicleta tuvo tiempo de sobra para verlo en medio de la calzada y frenar hasta detenerse.

—¿Qué tal, hijo? ¿Qué tengo que hacer para ir desde aquí a donde queda el señor Flem Snopes? —preguntó Mink, utilizando la vieja expresión de los negros del campo en lugar de «vive».

Para entonces, y más exactamente desde el jueves, entre las nueve y media o las diez de la noche y el amanecer del día siguiente, Flem Snopes contaba con un guardaespaldas, sin que, con la excepción de la mujer del interesado, lo supiera ningún blanco de Jefferson, incluido el mismo Snopes. El guardaespaldas se llamaba Luther Biglin, campesino, entrenador profesional de perros y cazador y hortelano que se dedicaba a vender la caza y los productos de su huerta hasta que la elección del último sheriff cambió su vida. Su mujer no sólo era la sobrina del marido de la hermana de la esposa del sheriff Ephraim Bishop, sino que la madre de Biglin era hermana del cacique que gobernaba con mano de hierro uno de los distritos del condado (como el viejo Will Varner mandaba en el suyo de Frenchman's Bend) que había elegido sheriff a Bishop. De manera que Biglin era en la actualidad carcelero bajo el mando de Bishop, pero con una diferencia muy clara en relación con la tendencia habitual en la práctica del nepotismo, ya que, si de ordinario los poseedores de tales cargos secundarios no aportaban nada al puesto que ocupaban, dado que en realidad no lo habían querido sino que lo aceptaban simplemente debido a las presiones familiares para evitar que ocupara el cargo algún miembro de la facción política opuesta, Biglin había aportado al suyo el tipo de devoción y fidelidad apasionadas y entusiastas al poder y a la pureza e integridad de la posición de su pariente político como, pongamos por caso, el cabo asistente de Murat debió de sentir hacia la simbología del bastón de mariscal del hombre al que servía.

Además de honorable (incluso como cazador comercial de venados, patos y codornices, actividad en la que incumplía las leyes, pero nunca su palabra), Biglin era valiente. A raíz de Pearl Harbor, aunque contaba con el hermano de su madre, que probablemente hubiera querido y podido encontrar o inventar la forma de que no lo llamaran a filas, se presentó voluntario a la infantería de marina, descubriendo, para asombro suyo, que según los criterios militares carecía prácticamente de visión con el ojo derecho, cosa que él no había advertido nunca. Aficionado a la radio y sin interés por la lectura, para cazar (por ser zurdo disparaba apoyando el arma en el hombro izquierdo y era uno de los mejores cazadores del condado de aves en vuelo, aunque de manera exuberante y manirrota; en el curso de dos de sus tres vidas profesionales previas había gastado más cartuchos que ninguna otra persona del condado, y a la edad de treinta había acabado ya con dos juegos de cañones para su escopeta) ese defecto le había supuesto en realidad una ventaja, ya que nunca había tenido que aprender a mantener los dos ojos abiertos y ver el extremo del arma y el blanco en el mismo instante, ni a cerrar a medias el derecho para eliminar el paralaje. De manera que cuando se enteró (no por curiosidad sino por simple consanguineidad burocrática) de que Mink Snopes estaba por fin en libertad, supo —antes incluso que el sheriff, porque él, Biglin, lo creyó inmediatamente— que las antiguas amenazas contra Flem Snopes, aunque se remontaran a cuarenta años atrás, no se debían ignorar, ni muchos menos descartar, como su patrón y superior parecía inclinado a hacer.

De manera que su propósito, intención, seguía siendo básicamente defender y preservar la pureza de la misión de su pariente político, que era mantener la paz y proteger la vida y el bienestar humano, misión en la que él participaba de manera modesta. Pero había algo más, aunque sólo su mujer lo supiera. Ni siquiera el sheriff estaba al corriente de su plan, de su campaña; sólo se lo contó a su mujer: «Puede que no sea nada, como dice el primo Eef: sólo otra de las pesadillas del abogado Stevens. Pero supon que el primo Eef se equivoca y que el abogado tiene razón; supon...» Se lo imaginaba con pelos y señales: la última fracción de segundo, el señor Snopes indefenso en la cama, sin salvación posible, un último grito desesperado pidiendo una ayuda que sabía ausente, la navaja (hacha, martillo, estaca puntiaguda, lo que quiera que el asesino, empujado por el deseo de venganza, se propusiera utilizar) descendiendo ya, cuando él, Biglin, entraría, irrumpiría, pistola en una mano y revólver en la otra: un solo disparo, el asesino desplomándose sobre su presunta víctima, la expresión de esperanza y triunfo demoníacos cediendo el paso a la de asombro... «claro que sí, ¡el señor Snopes nos hará ricos! ¡Tendrá que hacerlo! ¡No le quedará más remedio!»

Dado que el señor Snopes tampoco debía saberlo (el sheriff le había explicado que en los Estados Unidos no se puede dar protección a un hombre libre a no ser que la pida o, al menos, la acepte voluntariamente), no le era posible montar la guardia dentro del mismo dormitorio, que es donde debería estar, sino que tenía que ocupar, fuera de la casa, la mejor posición que encontrase o se preparara cerca de una ventana por la que pudiera entrar a toda velocidad o, por lo menos, por la que pudiese mirar para apuntar hacia el interior. Lo que significaba, por supuesto, velar toda la noche. Biglin era un buen carcelero, concienzudo, que tenía limpia la cárcel y a los internos bien alimentados y atendidos; y que se encargaba además de hacer recados para el sheriff. Así que el único rato del que disponía para dormir durante las veinticuatro horas del día era el tiempo comprendido entre la cena y el momento en que, de manera imperativa ya, se instalaba en su puesto de guardia cerca de la ventana del dormitorio de Snopes. De manera que todas las noches se acostaba nada más cenar, su mujer se iba al cine, y a la vuelta, de ordinario hacia las nueve y media, lo despertaba. Entonces, armado con la linterna, el revólver, un bocadillo, una silla plegable y un jersey para combatir el relente de las noches de finales de septiembre, cada vez más frescas, permanecía inmóvil y en silencio pegado al seto, frente a la ventana donde, como sabía todo Jefferson, Snopes pasaba sus horas de ocio, hasta que por fin se apagaba la luz; para entonces hacía ya tiempo que se habían marchado los dos criados negros. A continuación cruzaba el césped sin hacer ruido, abría la silla plegable bajo la ventana y se sentaba, permaneciendo en una inmovilidad tal, que los perros vagabundos que merodeaban sin descanso por todo Jefferson durante las horas de oscuridad, casi se daban de bruces con él antes de sentir, oler, como quiera que lo hicieran, que no estaba dormido, momento en que, con un único movimiento, se encogían, giraban en silencio y huían a toda velocidad; hasta las primeras luces del alba, cuando plegaba la silla, se aseguraba de que llevaba en el bolsillo la arrugada envoltura del bocadillo y regresaba a su casa; aunque para el domingo por la noche, si Snopes no hubiese estado dormido y su hija no fuese sorda como una tapia, de cuando en cuando habrían oído sus ronquidos, hasta que, claro está, el perro vagabundo que cruzara el césped en ese momento sintiera, oliera —como quiera que lo hiciese— que estaba dormido y que era inofensivo, tocándolo incluso con el hocico frío.

Mink no sabía todo esto. Pero probablemente apenas habrían cambiado las cosas aunque lo hubiera sabido. Habría pensado que todo ello —Biglin, el hecho de que Snopes tuviera alguien que lo protegiese— era un síntoma más de la infinita capacidad para la invención mezquina por parte de las fuerzas hostiles que siempre le habían amargado la vida. De manera que incluso aunque hubiera sabido que Biglin ya estaba situado bajo la ventana de la habitación que ocupaba su primo (no se había apresurado, sino todo lo contrario: una vez que el chico negro de la bicicleta le indicó el camino, pensó Voy incluso un poco adelantado. Será mejor que cenen primero, y dar tiempo a los dos negros para que se quiten de en medio.) no se hubiera comportado de manera distinta; no se habría escondido ni se hubiera puesto al acecho: simplemente invisible, silencioso y tan irrevocablemente extraño como un coyote o un lobo pequeño sin agacharse ni buscar la protección del seto como hacía Biglin cuando llegaba, sino acuclillándose sencillamente contra él —por su condición de campesino era capaz de hacerlo durante horas sin cansarse— mientras examinaba la casa, cuya forma y colocación conocía ya gracias al lento goteo infinitesimal de hechos e información que llegaba hasta Parchman en boca de extraños y que Mink había tenido que acumular y asimilar ocultando a sus interlocutores la importancia de lo que les preguntaba; contemplando de hecho el vasto edificio blanco encolumnado con un sentimiento que se parecía al orgullo porque alguien llamado Snopes fuese su propietario; con completa y absoluta falta de envidia; en otra ocasión, mañana mismo, aunque él nunca hubiera soñado ni tampoco hubiese querido que lo recibieran en él, le habría dicho con orgullo a un desconocido: «Mi primo vive aquí. Es el dueño».

La casa tenía exactamente el aspecto que esperaba. En la parte de atrás estaban las ventanas iluminadas de la habitación que hacía esquina, donde se hallaría su primo (sin duda habrían terminado ya de cenar; les había dado tiempo más que de sobra) con los pies apoyados en el pequeño saliente de madera que, según había oído en Parchman, otro pariente suyo, Wat Snopes, al que Mink no conocía por ser mucho más joven, había clavado en el marco de la chimenea con ese fin. Además había luces en las ventanas de la habitación situada en frente, algo que no esperaba, puesto que también estaba al corriente del cuarto especial que la hija sorda se había arreglado en el piso superior. Pero arriba no había ninguna luz, lo que evidentemente quería decir que la hija seguía abajo. Y aunque las luces de la cocina indicaban que los dos criados negros tampoco se habían marchado, el impulso fue tan intenso que ya había empezado a levantarse sin esperar más, para llegarse hasta la ventana y ver si era necesario empezar ya, a pesar de que había tenido treinta y ocho años para practicar la paciencia y debiera haber alcanzado la perfección. Porque si esperaba demasiado, podría encontrar a su primo en la cama, incluso tal vez dormido, lo que resultaría intolerable y no debía suceder de ninguna de las maneras: no podía faltarle el momento, incluso aunque no durase más que un segundo, en que él dijera «Mírame, Flem», y su primo tuviera que hacerlo. Pero se contuvo —había tenido treinta y ocho años para aprender a esperar— y se agachó, volviendo a ponerse en cuclillas, con lo que notó menos el duro bulto del revolver que ahora llevaba en el peto del mono; la habitación de la hija estaría al otro lado de la casa, y no podría ver las ventanas iluminadas, dada su posición, y en cuanto a las luces en la otra habitación no significaban nada, ya que tratándose de alguien con tanto dinero como su primo Flem, con una gran casa tan elegante como aquella, podía tenerlas encendidas sin que nadie las utilizara.

Luego se apagaron las de la cocina; en seguida oyó al hombre y a la mujer de raza negra que seguían hablando mientras se acercaban (ni siquiera contuvo la respiración), pasaban a menos de tres metros de donde él se hallaba y atravesaban el portón del seto, con las voces alejándose lentamente calle arriba hasta desaparecer por completo. Entonces Mink se incorporó, en silencio, sin prisa, no de manera furtiva ni sigilosa: tan sólo pequeño, tan sólo incoloro, quizá sencillamente demasiado pequeño para llamar la atención; cruzó el césped hasta la ventana y (tuvo que ponerse de puntillas), al mirar dentro, vio a su primo sentado en un sillón giratorio, como el de un banco o un despacho, con los pies apoyados en la chimenea y el sombrero puesto, como él, Mink, sabía de antemano que estaría sentado, y un aspecto no muy distinto al que recordaba, a pesar de no haberlo visto desde hacía cuarenta años; algo cambiado, como es lógico: el sombrero negro de terrateniente del que había oído hablar en Parchman, si bien la corbatita de lazo podía haber sido la misma que llevaba puesta cuarenta años antes tras el mostrador del almacén de Varner; la camisa era una camisa blanca de ciudad; los pantalones, también pantalones oscuros de ciudad; y los zapatos, zapatos de ciudad con brillo, en lugar de los zapatones de los campesinos. Pero no diferente, en realidad: no leía; no hacía más que estar allí sentado con los pies en alto y el sombrero puesto, mientras movía la mandíbula levemente y sin cesar, como si mascara algo.

Para asegurarse tendría que dar la vuelta alrededor de la casa hasta que viera las luces encendidas del piso de arriba, y ya había empezado a hacerlo cuando se le ocurrió que no le costaba ningún trabajo mirar en la otra habitación iluminada puesto que estaba muy cerca, de manera que avanzó, no menos silencioso que una sombra y sin mucha más sustancia, a lo largo de la pared hasta que se puso de nuevo de puntillas y miró, por la ventana siguiente, a la habitación de al lado. Vio a Linda inmediatamente y supo quién era en el acto: estaba sentada, leyendo bajo una lámpara, en el centro de una habitación con las paredes cubiertas casi hasta el techo con más libros de los que él sabía que existieran; llevaba gafas de concha, y reconoció también el mechón blanco del que había oído hablar en Parchman. Durante un segundo lo dominaron de nuevo la antigua cólera e indignación impotentes que casi acabaron con él, que casi lo destruyeron en esta ocasión; la rabia y la indignación que sintió cuando, durante los dos o tres primeros años después de enterarse de que Linda había vuelto a Jefferson, al parecer para siempre, y que vivía en la misma casa que Flem, pensaba Supongamos que no esté sorda; supongamos que ha engañado a todo el mundo por cualquier maldad suya particular que se propone hacer, ya que esto —la verdad sobre si era sorda o simplemente fingía serlo— era una jugada a cara o cruz para la que no sólo tendría que depender de otro, sino depender de algo tan frágil y poco de fiar como rumores de segunda o de tercera mano. Como último recurso había mentido, había llegado con estratagemas hasta el médico de la cárcel, pero siempre con el mismo problema: sin atreverse a preguntar lo que quería saber, tenía que saber, averiguar, enterarse: si incluso los sordos totales sentían —podían sentir— la vibración del aire cuando el ruido era lo bastante fuerte o se producía lo bastante cerca. «Como un...» dijo Mink antes de darse cuenta. Pero ya era demasiado tarde; el médico terminó la frase por él: «Eso es. Un disparo. Pero aunque consiguieras hacernos creer que te has quedado sordo, ¿es que piensas que eso te va a sacar de la cárcel?» «Es verdad», dijo Mink. «No necesitaría oír el látigo: me bastaría con sentirlo».

Pero el plan funcionaría; había que contar con la habitación que la hija se había arreglado en el piso de arriba, ya que toda la información sobre Jefferson que llegaba lentamente a los oídos de Mink en Parchman —había que creer a veces a la gente, tenías que creerlos, no quedaba otro remedio— le explicaba cómo su primo pasaba todo el tiempo en el piso bajo, en otra habitación situada en diagonal al otro lado de la casa, casa que, según decían, era incluso más grande que la cárcel. ¡Y ahora mirar por la ventana y encontrarla, no en el piso de arriba y en el otro extremo, que era donde tendría que haber estado, sino allí mismo, en el cuarto de al lado! En cuyo caso todo lo demás que había creído y con lo que había contado hasta aquel momento eran probablemente mentiras y estupideces; ni siquiera hacía falta que hubiera una puerta abierta entre las dos habitaciones para que la hija sintiese lo que el médico de la cárcel había llamado la vibración del aire porque no era cierto que estuviera sorda. Todo había sido mentiras; y pensó calmosamente aunque tuviera tiempo para utilizar dos antes de que alguien llegue a toda prisa de la calle no me queda más que una bala. Tengo que encontrar una estaca puntiaguda o un trozo de hierro en algún sitio... así de cerca, al borde ya de la ruina y de la destrucción cuando consiguió detenerse y no caer al abismo, murmurando, susurrándose, «Espera un momento, espera. ¿No te he dicho una y otra vez que el Viejo Patrón no gasta bromas, sino que castiga? Claro que está sorda: ¿no te lo ha dicho todo el mundo de un lado y otro de Missippi durante diez años ya? No me refiero al maldito médico de Parchman ni a todos los demás condenados reincidentes hijos de perra que eran todo lo que tenías a mano para tratar de enterarte de lo que te hacía falta saber, sino el negro de ayer por la noche, que casi se puso insolente y estuvo a punto de llamar mentiroso a un blanco delante de sus narices, a la menor sugerencia de que quizá la hija de Flem estuviera engañando a todo el mundo. Los negros, que saben todas las cosas de los blancos que los blancos no quieren que se sepan, y más tratándose de alguien de la que aseguran que es una compinche de los negros y, si eso fuera poco, comunista por añadidura; seguro que todos los negros del condado de Yoknapatawpha y probablemente de Memphis y también de Chicago están enterados de si es sorda o no o de cualquier otra cosa acerca de ella. Claro que está sorda, y sentada de espaldas a la puerta por donde tienes que pasar; y seguro que habrá una puerta trasera que todo lo que tendrás que hacer será encontrarla y salir» y siguió adelante, sin prisa: no de manera furtiva, tan sólo amparado en su pequeñez, ligero de pies e invisible, hasta que dio la vuelta a la casa y llegó a los escalones del porche, por los que subió, avanzando entre las altas columnas como cualquier otro invitado, visitante, proveedor; luego abrió sin ruido la puerta de tela metálica, cruzó en silencio el vestíbulo, pasó por delante de la puerta abierta de la habitación donde estaba sentada la mujer, sin mirar siquiera de reojo en aquella dirección, continuó hasta la siguiente y sacó el revólver del peto del mono; luego, pensando precipitadamente, de manera un tanto caótica, casi como en diminutos jadeos No tengo más que una bala, así que tendrá que ser en la cara, en la cabeza; no me puedo arriesgar a tirar al cuerpo con sólo una bala, entró en la habitación donde estaba su primo y avanzó muy de prisa hacia él. No tuvo necesidad de decir «Mírame, Flem» porque su primo lo estaba haciendo ya, girando la cabeza por encima del hombro. Por lo demás no se había movido; tan sólo las mandíbulas dejaron de mascar a mitad de camino. Luego sí se movió, inclinándose ligeramente hacia adelante, y había empezado a bajar los pies que tenía apoyados en el reborde, con el sillón iniciando el giro, cuando Mink se detuvo a metro y medio de distancia, alzó con ambas manos el revólver con forma de sapo y color de hierro oxidado, lo amartilló e inmovilizó pensando Tiene que darle en la cara: no tengo que sino tiene que y apretó el gatillo y sintió más que oyó el absurdo chasquido hueco, casi distraído incluso. Su primo, ya con los pies en el suelo y el sillón casi vuelto para tenerlo de frente, parecía completamente inmóvil e incluso indiferente, contemplando también las diminutas manos, sucias y temblorosas, de Mink, como si fueran las de un mapache amaestrado, mientras una de ellas levantaba lo suficiente el percutor para que la otra girara el tambor hacia atrás una muesca, de manera que el cartucho se situara de nuevo bajo el percutor; aquel algo tan débil que surgía del pasado le dio un ligero codazo, le hurgó otra vez levemente: no se trataba de una advertencia, ni siquiera tampoco de una repetición: tan sólo de algo débil y familiar y todavía poco importante ya que, fuera lo que fuese, ni siquiera antes había tenido la fuerza suficiente para cambiar nada ni había sido tampoco lo bastante notable como para recordarlo; en el mismo segundo Mink lo había descartado. Todo está en orden pensó Esta vez disparará: el Viejo Patrón no gasta bromas y volvió a amartillar el arma y a inmovilizarla con las dos manos, sin que su primo se moviera en absoluto, aunque ahora hacía otra vez un leve movimiento de mascar, como si también él estuviera contemplando el reflejo opaco de la luz sobre el percutor cuando finalmente se movió.

El revólver hizo un ruido tremendo, aunque Mink dejó de oírlo en aquel mismo instante. El cuerpo de su primo dio un curioso respingo convulsivo, contenido a medias, que un momento después derribaría también el sillón giratorio; a Mink le pareció que el estampido del revólver no era nada, pero que cuando el sillón terminara de caer y se estrellase contra el suelo, el ruido despertaría a todo Jefferson. Giró en redondo; hubo un momento sin embargo en que trató de decir, de gritar: «¡Párate! ¡Párate! ¡Tienes que asegurarte de que ha muerto o de lo contrario lo habrás echado todo a perder!» pero no pudo, ni tampoco recordó cuándo había reparado en la otra puerta, más allá del sillón, pero allí estaba; daba lo mismo a dónde llevara con tal de que fuese hacia adelante y no hacia atrás. Corrió hacia ella, tiró del picaporte y siguió tirando de él y agitándolo incluso después de comprender que la puerta estaba cerrada con llave, sin dejar de zarandearlo, completamente ciego ya, incluso después de oír la voz a sus espaldas; luego giró otra vez en redondo y vio a la mujer en la puerta que daba al vestíbulo; por un momento pensó De manera que nunca ha dejado de oír antes de comprender la verdad: no necesitaba oír; el mismo poder que la había colocado allí para sorprenderlo, podía hacer que un dedo de la hija de Flem dirigido hacia él lo hiciera saltar en pedazos, lo aniquilara, lo desintegrara en el sitio. Y como tampoco tenía tiempo para amartillar y apuntar de nuevo el revólver aunque hubiera dispuesto de otro proyectil, mientras giraba arrojó, le tiró el revólver, incapaz siquiera de seguir los acontecimientos porque en el mismo segundo le pareció que la mujer tenía ya el revólver en la mano, y que se lo estaba ofreciendo, diciendole con la voz como de graznido de pato que usan los sordos:

—Tenga. Recójalo. Esa puerta es un armario. Tendrá que volver por aquí para salir de la casa.