Conocí a Ted hace un tercio de siglo, cuando él era joven, bastante infantil y muy atractivo, mientras que yo tenía casi la edad que tengo ahora. Le volvía ver en el buque Stantendam, en la primera quincena de diciembre de 1972.

Todos nos dirigíamos a la costa de Florida para asistir al despegue del Apollo XVII hacia la Luna, en la última de las aventuras del hombre en nuestro satélite. Fue un lanzamiento nocturno, bellísimo, si bien para mí el viaje fue hermoso desde el principio porque en el muelle, mientras aguardaba para subir a bordo, vi a Ted con su traje de piel de ante, acompañado por su esposa y su hijo.

Recuerdo a Weena, su esposa, muy joven, como una chiquilla, también tan bonita como una postal, aunque lo que mejor recuerdo es que ella estaba interesada en los alimentos naturales, por lo que me dio una serie de conferencias al respecto durante la travesía. (No tengo la más remota idea del porqué la gente siempre me recomienda dietas. Lo sé todo sobre las dietas. Para asegurarme de que no dejo de tomar vitaminas y minerales importantes, suelo comer todo lo que tengo a la vista.) Luego, cuando hubo terminado, Weena encendió un cigarrillo.

—Si tanto le preocupa mi salud —le solté—, preocúpese por la suya.

Y le quité el cigarrillo de los labios (creo que junto con un poco de carmín), lo arrojé al suelo y lo pisoteé.

Más tarde me dijo que se había quedado tan impresionada por la lógica sutil de mi argumentación que había decidido dejar de fumar. (Espero que se haya mantenido en esta decisión.) Una cosa más acerca de la 29° Convención antes de terminar con ella. Cuando Bob Silverberg estaba brindando hizo, como una broma, ciertas referencias a «donarlo al Clarion». Este comentario tenía su raíz en un incidente ocurrido en la 27° Convención, celebrada en San Luis en 1969, cuando Harlan Ellison, que había recogido algún dinero para una buena causa, descubrió que tenía demasiado y donó el sobrante a una conferencia de escritores de ciencia ficción convocada por el Clarion College. También se trataba de una buena causa, pero Harlan, llevado por su buen corazón, olvidó el formulismo de pedir la aprobación de las personas que habían hecho la donación. Hubo una discusión pública entre Harlan y los demás asistentes a la convención, quienes, naturalmente, eran mayoría.

 

Por tanto, hacia el final del discurso de Bob, garabateé una quintilla y, cuando me llegó el turno de pronunciar unas palabras, la recité ante el auditorio y obtuve la mayor carcajada de la velada. Recientemente he publicado unos libros titulados Lecherous Limericks («Quintillas lujuriosas», Walker, 1975), y More Lecherous Limericks («Más quintillas lujuriosas», Walker, 1976), cada uno con cien quintillas originales, aunque no está incluida entre ellas la que recité en aquella convención. Como no deseo que se pierda para la posteridad, ahí va: Había una joven strip—teaser llamada Marion, que chocó, hizo el amor y así siguió.

el resultado de su goce

fue un estupendo bastardo

que no tardó en donar al Clarion.