Segunda parte. El porqué de las deficiencias del Estado del bienestar

VI. Falsas respuestas: la globalización económica

1. El estado español: poco reductor de las desigualdades sociales

Una de las posturas intelectuales que se repiten con mayor frecuencia en los círculos económicos y políticos españoles es que la globalización económica ha debilitado en gran manera a los Estados, imposibilitándolos en la resolución de sus mayores problemas económicos y sociales. Ahora bien, tal postura ignora que, más que globalización de la producción y del comercio, hoy estamos asistiendo en el mundo a una regionalización económica y política, con la aparición de tres grandes bloques regionales (Norteamérica, Unión Europea y Sudeste asiático), dentro de los cuales los Estados continúan teniendo una enorme importancia. Es más, en este proceso de regionalización, los tres Estados que han hegemonizado esos bloques regionales (Estados Unidos, Alemania y Japón) han sido altamente intervencionistas; y dentro de cada bloque regional el poder de los Estados ha continuado ejerciéndose a través de políticas públicas que inciden en los espacios económicos y sociales de las respectivas sociedades. En la UE, por ejemplo, la gran variedad de políticas económicas y sociales se debe a los distintos grados de desarrollo de sus Estados y a la correlación de fuerzas existente dentro de ellos. Dentro de esta variedad, España es uno de los países de la UE con unas políticas públicas menos equitativas. La escasa equidad del Estado español no puede explicarse o justificarse por la globalización o regionalización de su economía.

El Estado del bienestar español (que añade a la capacidad adquisitiva de la población española a través de transferencias y servicios públicos y sustrae de esa capacidad a través de impuestos y tasas) rebaja el nivel de pobreza (definido como la mitad de la renta mediana del país) de un 28,2% de la población a un 10,4%, reduciendo así la pobreza en un 63,1%. En comparación, el Estado del bienestar alemán reduce la pobreza en un 80,6%, el sueco en un 80,4%, el danés en un 72%, el holandés en un 70%, etc. El efecto redistributivo del Estado del bienestar español es algo mayor entre los ancianos, debido primordialmente a las pensiones de vejez, sin las cuales el 68% de los ancianos en España serían pobres. Tal reducción de la pobreza es, sin embargo, mucho menor entre los niños, entre quienes alcanza sólo un 38,2%, y ello a pesar del discurso retórico pro familia de la cultura oficial del país (T. M. Smeeding, Finantial Poverty in Developed Countries, L.I.S., 1997). Estos niveles de pobreza son indicadores de las desigualdades sociales de renta y propiedad en España, unas de las más altas en la UE.

Esta escasa equidad de las políticas públicas del Estado español se basa en la herencia histórica de cuarenta años de una dictadura (ejercida primordialmente en contra de las clases populares) que se caracterizó por su gran represión, por su énfasis en mantener el orden existente y por su escasa sensibilidad social. Incluso hoy en día, y como resultado de aquella herencia, España es uno de los países de la UE con mayor número de policías por cada 1000 habitantes (con un mayor porcentaje de su población encarcelada) y menor número de trabajadores de atención socio-médico comunitaria por cada 1000 ancianos. La democratización del Estado español canalizó las demandas populares de mayor equidad, con la consiguiente disminución de las desigualdades sociales y de la pobreza, sobre todo a partir de los años ochenta, y ello fue debido primordialmente al aumento de la progresividad fiscal, así como al aumento del gasto público, y muy en especial a la extensión de la cobertura de la sanidad, de las pensiones y de la educación. Sin embargo, el impacto reductor de las desigualdades sociales de tales intervenciones públicas se vio enlentecido por el aumento del desempleos resultado en gran parte de la ausencia de políticas públicas de pleno empleo, como reconocía recientemente uno de los arquitectos de aquellas políticas económicas («sólo a partir de 1992 y de una manera relativamente tímida ha habido una política diseñada a reducir el paro estructural», C. Solchaga, El final de la época dorada, 1997, p. 181). Ahora bien, tal impacto reductor de las desigualdades y de la pobreza, aunque notable, fue insuficiente. La pobreza descendió de un 13% de la población en 1980 a un 10,4% en 1990, mejora importante pero que todavía situaba a España entre los países con mayor pobreza de la UE, cuyo nivel medio de pobreza fue del 6,4% aquel año. Lo mismo ha ocurrido con la pobreza entre los ancianos (11,4%) y entre los niños (12,8%), las dos entre las más altas de la UE. Las desigualdades sociales también disminuyeron durante los años ochenta y principios de los años noventa, aunque, de nuevo, no lo suficiente para evitar que España continuara siendo de los países con más desigualdades de renta de la UE. Según el informe más detallado y riguroso de la distribución de la renta en países industriales, la renta media de la decila superior de la población española era, en 1990, 4,04 veces superior a la renta media de la decila inferior, una de las tasas más altas de la UE (P. Gottschalk y T. M. Smeeding, Empirical Evidence on Income Inequality in Industrialized Countries y L.I.S., 1997).

Las políticas públicas que sigue hoy el gobierno español, como la disminución del gasto público y el aumento de la regresividad fiscal, reducirán todavía más el impacto equitativo del Estado español. Añádase a ello la avalancha ideológica que se observa hoy en día, generada en gran parte por intereses financieros, de privatizar la Seguridad Social, el programa antipobreza más importante del país. Casi con periodicidad mensual aparecen informes que, a través de los medios de información próximos a esos intereses financieros, alarman a la población indebidamente. En realidad, el Estado español gasta en pensiones menos en términos porcentuales que la media de la UE, y ello a pesar de que la estructura demográfica española es parecida a la del resto de la UE. Es más, según las proyecciones del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, el gasto en pensiones sobre el PIB será de 11,8% en el año 2030, un porcentaje menor que el que gran número de países de la UE gasta hoy. España gasta menos en pensiones y en otros capítulos del Estado del bienestar de lo que su nivel económico permite. Hay que subrayar, sin embargo, que muchos otros países de la UE que alcanzaron los criterios de convergencia monetaria (innecesariamente austeros), mantuvieron e incluso ampliaron el efecto equitativo de sus políticas públicas, mostrando que la excepcionalidad española se debe no a un determinismo económico, requerido por el proceso de globalización o regionalización económica o integración europea, sino a la voluntad política resultado de la correlación de fuerzas en el Estado español.

2. La supuesta impotencia de los estados frente a la globalización económica

Durante la década de los años noventa y principio de los años iniciales del siglo XXI se escribe con gran frecuencia que los gobiernos se ven forzados a seguir las mismas (o muy similares) políticas económicas y sociales, independientemente de las opciones políticas que gobiernen los Estados. Se subraya, por ejemplo, que los Estados tienen que rebajar la protección social que ofrecen a su ciudadanía, a fin de conseguir que sus economías continúen siendo competitivas en un nuevo orden global; en este discurso parece que la globalización económica cuestione la viabilidad del Estado del bienestar. Se asume, por lo tanto, que lo económico determina lo político, con el consiguiente debilitamiento del proceso democrático, puesto que a la ciudadanía se le niega la posibilidad de escoger entre distintas políticas alternativas al presentársele sólo unas como posibles, es decir, aquellas que el proceso de globalización requiere. Esta despolitización representa un peligro creciente para las democracias que se traduce en la aparición de fenómenos de alienación hacia las instituciones políticas (e incluso en la aparición de movimientos radicales antisistema), fenómenos que se presentan especialmente entre las bases sociales de los partidos de centroizquierda e izquierda que frecuentemente perciben a los partidos políticos que tradicionalmente defendieron sus intereses como indeferenciables de los partidos conservadores o liberales, puesto que siguen políticas públicas que se definen como de «centro» y que se presentan como las únicas posibles.

Esta postura de que los Estados están perdiendo poder debido al proceso de globalización, forzando a los gobiernos a adoptar políticas de centro como las únicas posibles, casi ha alcanzado la categoría de dogma, y, como todo dogma, requiere una gran fe impermeable a la evidencia científica. En realidad, esta evidencia cuestiona cada una de las premisas en las que tal creencia se apoya. Veamos. En Europa, los países que han estado más globalizados durante los últimos treinta años han sido los países nórdicos. En estos países (Suecia. Noruega. Finlandia y Dinamarca), el comercio exterior (como porcentaje de sus PIB) ha sido de los más altos de Europa; la media de exportaciones como porcentaje de su PIB, por ejemplo, fue durante el período 1960-1990 del 34%, un porcentaje más alto que la media de los países del centro de Europa (Bélgica, Alemania, Francia Italia), que ha sido del 29%, y que la media de los países anglosajones (Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá), que ha sido del 26%. Es importante subrayar que el porcentaje de dependencia de las economías de las exportaciones en los países nórdicos ha sido prácticamente constante durante el período. Pues bien, estos países, que han sido los más «globalizados» de Europa, han sido precisamente los que han ofrecido mayor protección social a su ciudadanía y los que han tenido Estados más intervencionistas. En realidad, lo segundo —un Estado fuerte— ha sido condición no sólo para lo primero —un Estado del bienestar amplio y universal—, sino también para mantener su competitividad y su integración en la economía internacional. Los países anglosajones, de tradición liberal, han sido los países con Estados más débiles, que han ofrecido menor protección social y con un comercio exterior (como porcentaje de su PIB) también menor.

En los países nórdicos, los Estados han sido gobernados la mayor parte del período 1960-1990 por partidos socialdemócratas que se han caracterizado por políticas públicas altamente redistributivas, complementadas por políticas de pleno empleo (facilitadas por una inversión muy notable en capital humano e infraestructura física), en las que el Estado ha priorizado la creación del empleo tanto en el sector privado (a través de políticas crediticias y fiscales incentivadoras de inversiones) como en el sector público (a través de la expansión de los servicios del Estado del bienestar), políticas que han estimulado la participación de la mujer en el mercado trabajo, responsable de las tasas de empleo más altas hoy entre los países de la OCDE. Los datos empíricos, fácilmente obtenibles, muestran que estos países han sido los países de la OCDE que han tenido (como promedio durante el período 1960-1990) las tasas de ocupación más altas (74% de la población adulta), las tasas de desocupación más bajas (3,4%), las tasas de inversión más altas (el 26% del PIB), el crecimiento económico más alto (3,4% al año), las tasas de desigualdad más bajas (coeficiente de Gini de 22), la actividad redistributiva estatal más alta (hasta reducir las desigualdades en un 48%) y la tasa de comercio exterior más alta[19]. Como francamente reconocía el portavoz neoliberal The Economist en un editorial, «Los países del norte de Europa han sido la pesadilla liberal durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Han sido los países más eficientes y más equitativos, siguiendo políticas opuestas a las propuestas en círculos liberales» (4-6-1992). La experiencia de los países nórdicos contrasta con la experiencia de los países anglosajones de tradición liberal, que tuvieron las tasas de desempleo más altas (8%), las tasas de inversión más bajas (18% del PIB), las tasas de crecimiento más bajas (2,8% al año), las desigualdades sociales más altas (coeficiente de Gini de 0,31) y la actividad redistributiva estatal más baja (con una reducción de las desigualdades sociales sólo de un 30%) entre los países de la OCDE. Es sorprendente que a pesar de esta evidencia el pensamiento económico dominante continuara y continúe acentuando el conflicto entre equidad y efíciencia económica. Sólo recientemente —en 1994— el Banco Mundial, el centro de la «ortodoxia» económica, admitía por fin que no había tal conflicto; antes al contrario, señalaba que la equidad podía ser condición de eficiencia económica[20].

Una condición indispensable de las políticas públicas de los países nórdicos ha sido la existencia de pactos sociales tripartitos entre los gobiernos, los sindicatos y las organizaciones empresariales, pactos que necesitaban sindicatos fuertes y representativos que agruparan a la mayor parte de la fuerza laboral (sin fragmentaciones en sindicatos de diversa identidad política), organizaciones empresariales igualmente representativas, cuyas decisiones fueran aceptadas por todo el colectivo empresarial, gobiernos que garantizaran el desarrollo de los acuerdos, facilitando estimulando la sindicalización, el apoyo de los sindicatos a las políticas sociales (a través de políticas redistributivas y políticas de pleno empleo), a la vez que estimulaban el asociacionismo empresarial, apoyando también el proceso productivo (facilitando la flexibilidad laboral) el proceso de acumulación de capital. Existe sobre algunos de estos puntos una gran confusión que quisiera aclarar. En primer lugar, hay que subrayar que flexibilidad laboral es un concepto distinto del de inseguridad laboral. En España, se ha, intentado con excesiva frecuencia conseguir flexibilidad laboral rompiendo con la seguridad laboral, debido a la dureza y rigidez de la clase empresarial, acostumbrada a un régimen dictatorial muy favorable a sus intereses económicos. De ahí que España tenga las tasas de precariedad y de inseguridad más altas de Europa[21]. Sin embargo, en el norte de Europa la flexibilidad laboral se da con la colaboración sindical, porque no supone inseguridad laboral. La seguridad de empleo en esos países se garantiza no a través de políticas pasivas o asistenciales (de las más bajas de la UE), sino a través de políticas activas (las más altas de la OCDE, con un promedio de gasto público de un 3% a un 5% del PIB) y políticas de pleno empleo. En realidad, tanto las políticas del gobierno Jospin (con las políticas de yacimientos de empleo) como las políticas del New Deal del gobierno Blair son versiones más modestas de las políticas desarrolladas en los países nórdicos, que han sido más masivas y exitosas que aquéllas a la ahora de integrar a la mujer, al joven y a la persona no cualificada en el mercado de trabajo.

Un segundo punto de clarificación es que hay una diferencia importante entre las políticas públicas encaminadas a facilitar el proceso de acumulación del capital (a través de estimular el proceso productivo) y las políticas públicas orientadas a aumentar las rentas del capital. No es cierto, como la postura liberal sostiene, que los objetivos de ambas políticas públicas sean idénticos. Y la realidad lo muestra. La masa de beneficios como porcentaje de la renta nacional (benefits as a percentage of national income) fue más baja en los países nórdicos socialdemócratas (22%) que en los de países anglosajones liberales (25%) durante el período 1960-1990. En cambio, la tasa de inversiones fue más alta en los primeros (26% del PIB) que en los segundos (18% del PIB) durante el mismo período. Los beneficios empresariales, por ejemplo, alcanzaron niveles récord durante las épocas Reagan y Thatcher, sin que las inversiones (ni la productividad) aumentaran en Estados Unidos y Gran Bretaña. Y vimos a finales de la década de los años noventa una exuberancia de las Bolsas (resultado del enorme crecimiento de la masa de beneficios), sin que ello se tradujera en un boom de inversión.

Una tercera clarificación es que el pacto social y el fuerte intervencionismo estatal permitieron a esos países no sólo resolver mejor los retos presentados por el proceso de globalización, sino que también les permitieron alcanzar políticas de pleno empleo sin sostener déficits públicos elevados y sin tener una inflación alta. De nuevo, los hechos hablan por sí mismos. El promedio de déficit público por año en los países nórdicos socialdemócratas durante el período 1960-1990 fue sólo de un -0,1, el más bajo de los países de la OCDE. Durante casi todo ese período, esos países tuvieron plusvalías en lugar de déficits públicos. En cambio, fue en los países liberales anglosajones, y en los países del centro de Europa donde los déficits públicos fueron mayores, con un promedio anual en los primeros de un -4,7 del PIB y en los segundos de un -2,7 del PIB, En contra de lo que se indica con frecuencia, los países nórdicos socialdemócratas no siguieron políticas keynesianas de estímulo de la demanda a partir del déficit públicos Antes al contrario, la demanda se estimuló a base del gasto colectivo público, financiado con una alta carga impositiva. Ha sido en los países con baja carga, impositiva y escasa demanda colectiva, como ha ocurrido en los países liberales y en España (debido a su retraso histórico tanto en gasto público como en responsabilidad fiscal), donde, el déficit público y las políticas keynesianas han jugado un papel clave. De ahí que la forzada reducción del déficit público debido a la integración monetaria europea pueda representar un problema enorme para el desarrollo económico de España, a no ser que se refuerce el papel del Estado con el establecimiento de un pacto social tripartito que facilite unas políticas más intervencionistas que las que hoy existen, con un mayor gasto público basado en unas políticas altamente redistributivas que favorezcan la creación de empleo y la ampliación del Estado del bienestar, según unas políticas de rentas pactadas y garantizadas a nivel estatal. Las políticas de debilitamiento del Estado que se están siguiendo hoy, van precisamente en sentido opuesto a lo que requiere la integración europea. Si bien las fuerzas políticas españolas debieran presionar para cambiar y flexibilizar la exigencia de reducción del déficit público a un 5% del PIB, realizada por el Banco Central Europeo (y que para España significará que tendremos serias dificultades para alcanzar la convergencia social con la UE), también es cierto que la existencia de tal requisito hace más difícil aunque no imposible la ampliación del Estado del bienestar y el establecimiento del pleno empleo. Pero para que ello ocurra es necesario un protagonismo del Estado mayor que el existente en el momento actual, tal como han demostrado los países nórdicos socialdemócratas.

Quisiera, por último, hacer una observación sobre el supuesto «fracaso» del modelo socialdemócrata escandinavo desde los años noventa, al haber experimentado un gran crecimiento del desempleo. Se olvidan en este diagnóstico varios hechos. Uno es el que estos países continúan teniendo las tasas de empleo más altas (casi doblando las existentes en España), los niveles de vida más altos y las desigualdades sociales menores de la OCDE. Por otra parte, el crecimiento del desempleo no ha sido causado por su «globalización» (el peso del comercio exterior ha variado muy ligeramente en los últimos treinta años), sino por realidades políticas, muy concretamente en el caso de Suecia por la interrupción del pacto social como consecuencia del mayor poder adquirido por el mundo empresarial (resultado, en parte, de las divisiones crecientes dentro del mundo sindical), el mayor auge de los partidos conservadores y liberales y el desánimo de las clases populares hacia el partido socialdemócrata, que había iniciado medidas de desregulación del capital financiero, debilitando el pacto social; y en Finlandia por el colapso de la Unión Soviética, uno de los mercados más importantes para su economía. Noruega y Dinamarca, por otra parte, continúan teniendo las tasas de desempleo más bajas de Europa (4,9% y 6,9%, respectivamente, en 1997), junto con Austria (4,4%) y Holanda (6,3%). En vista de los datos esgrimidos en este capítulo es insostenible que se presente la experiencia socialdemócrata como fracasada o irrelevante, justificando así unas políticas liberales definidas como de centro y atribuidas erróneamente a los imperativos de la globalización económica. No es un determinismo económico el que justifica estas políticas liberales, sino un cambio en la relación de fuerzas políticas dentro de cada país el que explica su desarrollo.

3. Cuestionando la nueva economía

Una postura ampliamente aceptada en círculos económicos y políticos europeos, es que Estados Unidos ha alcanzado un nuevo modelo de desarrollo económico —referido como la nueva economía— que trasciende incluso los ciclos económicos, habiendo alcanzado una situación óptima que conjuga un gran crecimiento económico (3,7% al año en el período 1993-1998) con un gran aumento de la productividad (un 3%), una tasa de desempleo muy baja (un 4,3%), una inflación baja (de un 2% al año) y un crecimiento de los salarios, incluidos los más bajos (que han aumentado un 8% anual por encima de la inflación). Esta situación óptima se considera resultado de la revolución tecnológica, centrada en el ordenador y en Internet, que ha creado una explosión de la productividad en Estados Unidos que caracteriza, a la nueva economía. Un análisis de la «nueva economía» y sus supuestas causas no permite, sin embargo, llegar a estas conclusiones. Uno de los indicadores utilizado con mayor frecuencia para señalar la supuesta superioridad del modelo estadounidense sobre el modelo europeo el crecimiento económico medido por el aumento del PIB durante el último período expansivo, 1993-1998. Estados Unidos tuvo durante ese período una tasa de crecimiento anual del PIB de un 3,7%, mayor que la media de los países de la UE, 2,5%, y mayor que el crecimiento de los otros países del G-7. Este indicador es el que se ha utilizado con más frecuencia para mostrar el mayor dinamismo de la economía de Estados Unidos sobre las economías de la UE. Ahora bien, ése no es un buen indicador de dinamismo económico pues no mide la eficiencia macroeconómica per se, sino otros factores como, por ejemplo, el crecimiento demográfico. Me explicaré.

Un país cuya población crezca más rápidamente que otro con igual eficiencia económica tendrá un crecimiento económico mayor. De ahí que dos países pueden tener la misma eficiencia económica y en cambio distintas tasas de crecimiento económico. El indicador de eficiencia macroeconómica que, por lo tanto, debe utilizarse no es el crecimiento anual del PIB, sino el crecimiento anual del PIB per cápita. Cuando lo hacemos así, comparando entonces manzanas con manzanas, y no manzanas con peras, podemos ver que, en realidad, el crecimiento anual del PIB per cápita durante el período 1993-1998 en Estados Unidos ha sido prácticamente el mismo (2,4%) que el promedio de la UE (2,3%). Y ello es consecuencia de que la población estadounidense crece mucho más rápidamente que la población de la UE. La tasa de crecimiento demográfico anual de Estados Unidos es aproximadamente de un 1%, nada menos que nueve veces superior a la tasa de crecimiento anual de la población de la UE. En realidad, tomando la tasa promedio de crecimiento del PIB per cápita como indicador de dinamismo económico, podemos ver que la tasa de crecimiento económico de la UE fue mayor que la de Estados Unidos durante la década de los años ochenta y principios de los noventa.

Analicemos ahora el desempleo otro de los indicadores que se utiliza con mayor frecuencia para contrastar el supuesto éxito estadounidense con el fracaso europeo, atribuyendo el primero a la desregulación de los mercados de trabajo y la escasa protección social existentes en Estados Unidos en comparación con la rigidez de los mercados laborales y la excesiva protección social que se supone caracterizan el modelo de la UE. El análisis de las tasas estandarizadas de desempleo de los años 1979, 1989 y 1998 para los países del G-7 y para los países más avanzados económicamente de la OCDE muestra que el desempleo creció en todos esos países durante el período 1979-1989, excepto en Estados Unidos. Y, es más, Estados Unidos, junto con Japón, fue el país con el menor desempleo entre los países del G-7. Estos dos datos son los más utilizados para mostrar la superioridad del modelo estadounidense sobre el modelo europeo, originándose así la demanda de desregulación de los mercados de trabajo europeos y la reducción de su protección social, como medida de resolución del desempleo en la UE. Es más, el bajo desempleo de Gran Bretaña (6,3%) en 1998 (dentro de los países del G-7), que es precisamente el país que ha desregulado más profundamente sus mercados de trabajo con mayor reducción de su protección social, ha reforzado la postura bien expresada en el manifiesto Blair-Schröder de que la solución al problema del paro en la UE pasa por la adopción de tales medidas.

Ahora bien, en la argumentación a favor de estas propuestas se ignoran con excesiva frecuencia varios hechos. Uno es que incluso cuando tomamos las tasas de desempleo como indicador de eficiencia económica, podemos ver que en 1998 otros países con mayor regulación de sus mercados laborales y mayor protección social que Estados Unidos, como Noruega (3,3%), Holanda (4,0%), Austria (4,7%), Portugal (4,9%) y Dinamarca (5,1%), tuvieron iguales, parecidas o incluso menores tasas de desempleo. No puede, por lo tanto, utilizarse la baja tasa de desempleo de Estados Unidos (o de Gran Bretaña) como justificación para llevar a cabo esas políticas públicas.

Pero más importante incluso que esta observación es otra aclaración que tiene que ver con el punto citado anteriormente, es decir, la mala utilización de indicadores en la cultura económica y política. Como he señalado extensamente en otro texto[22], la tasa de desempleo no es un buen indicador de eficiencia económica puesto que dos países pueden ser igualmente eficientes, creando la misma cantidad de empleo neto, y en cambio tener distintas tasas de desempleo, puesto que la tasa de desempleo viene dada no sólo por la oferta de puestos de trabajo (el indicador de producción desempleo neto), sino también por la demanda de puestos de trabajo, de manera que si un país tiene más demanda que otro, tendrá más desempleo que el otro, aunque los dos sean igual de exitosos a la hora de crear empleo. De ahí que más importante que la tasa de desempleo sea la tasa de creación neta de puestos de trabajo (que mide la diferencia entre puestos de trabajo creados menos puestos de trabajo destruidos durante el período de tiempo estudiado). Y es ahí donde la situación no aparece tan clara como se nos indica.

Cuando analizamos la tasa de creación neta de puestos de trabajo de los países del G-7 y de los países más avanzados de la OCDE durante los períodos 1979-1989 y 1989-1998, podemos ver que la tasa de creación de empleo de Estados Unidos ha disminuido de 1,7% durante el período 1979-1989 a 1,3% durante el período 1989-1998 (Gran Bretaña ha disminuido de un 0,6% a un 0,0% durante los mismos períodos). Y el otro hecho es que durante la década de los años noventa cinco países de la OCDE, con mayor regulación en sus mercados de trabajo y mayor protección social que Estados Unidos, tales como Irlanda (3,0%), Holanda (1,9%), Nueva Zelanda (1,5%), Australia (1,1%) y Noruega (1,0%), tuvieron tasas anuales de creación neta de puestos de trabajo semejantes o incluso superiores a la tasa de creación de empleo de Estados Unidos (1,3%). La tasa de creación neta de empleo para el período 1989-1998 en Gran Bretaña (0,0%) fue mucho menor que la tasa de creación de empleo para el mismo período en España (0,5%). Es paradójico que Gran Bretaña se muestre como ejemplo a España, cuando su historia de creación de empleo, en los últimos diez años, ha sido francamente decepcionante.

El mejor indicador para analizar el dinamismo de una economía, sin embargo, es el crecimiento de su productividad y su nivel de productividad. Estos indicadores son las claves para entender la creación de riqueza de un país, lo cual determina a su vez su nivel de vida y el poder adquisitivo de su población. La productividad es, en definitiva, el motor del sistema. Analizando el crecimiento anual de la productividad del trabajo en el sector privado (annual average growth of labor productivity in the business sector,) podemos ver que las tasas de crecimiento de tal productividad han ido descendiendo con el tiempo (la media de los países de la OCDE, sin Estados Unidos, ha ido descendiendo de 5,5% en el período 1960-1973, a 2,6% en el período 1973-1987 y a 2,2% en el período 1987-1995). En Estados Unidos, el descenso de tal crecimiento ha sido incluso mayor, yendo de un 2,9, a un 1,2, y a un 0,9 durante esos períodos. La tasa de crecimiento de la productividad en Estados Unidos (0.9%) es en realidad, la más baja de la OCDE después de Canadá, Portugal y Australia. Esta tasa de crecimiento ha aumentado considerablemente durante el período 1995-1998 (2,1%), una cifra mucho más elevada que la media de 1,2 durante la década de los años ochenta (según datos del U.S. Bureau of Labor Statistics). Es importante señalar que, aun cuando la tasa de crecimiento de la productividad en Estados Unidos ha aumentado, continúa siendo menor que la tasa de crecimiento de otros países de la OCDE que han sobrepasado incluso la tasa de productividad de Estados Unidos. Alemania y Francia, por ejemplo, tienen no sólo una tasa de crecimiento de la productividad (3,3% en Alemania y 1,7% en Francia) mayor que Estados Unidos (0,9%), sino también una tasa de productividad mayor (a partir de 1995). También otras economías, como Holanda y Bélgica, han alcanzado niveles de productividad muy próximos a Estados Unidos.

Tal crecimiento de la productividad en Estados Unidos en los últimos años ha sido la base para que se hablara de la nueva economía, cuyo éxito se atribuye a la nueva revolución tecnológica que se basa en la utilización masiva del ordenador y de Internet, una nueva revolución tecnológica que se compara con la introducción del vapor y del tren. Se habla así de una nueva época, en la que el ordenador permitirá aumentar la transmisión de información en la producción y en la distribución y marketing de los productos y servicios. Uno de los expertos en productividad más respetados en Estados Unidos, Robert J. Gordon, cuestiona, sin embargo, que el aumento de tal productividad se deba a esta «nueva» revolución tecnológica, señalando que tal revolución no es nueva sino bastante antigua, puesto que la extensión en el uso de los ordenadores en el mundo desarrollado ha tenido lugar durante los últimos veinte años. ¿Por qué —se pregunta con razón el profesor Robert Gordon— este efecto de la supuesta revolución se produce ahora, a partir de 1995, y no antes[23]?

De ahí que tal explicación del éxito de la economía estadounidense (aunque muy visible en los medios de información) tenga menos credibilidad que otras explicaciones, entre las cuales merece especial atención la que atribuye el notable aumento de la productividad en Estados Unidos (a partir de 1995) a la confluencia de varios hechos coyunturales y no estructurales, incluyendo el gran crecimiento de la demanda (dentro de un contexto de bajo desempleo), con un gran crecimiento del consumo, resultado en parte del crecimiento de los salarios (a partir de los tres aumentos del salario mínimo que sucedieron en los años noventa) y en parte de un gran endeudamiento (con una tasa de ahorro negativo) de la población de Estados Unidos que se sostiene debido al gran flujo de capital extranjero, atraído por la estabilidad económica, financiera y política de Estados Unidos, dentro de un contexto de crisis financiera a nivel mundial. Es esta misma crisis internacional la que causa el abaratamiento de las materias primas (resultado de un descenso de la demanda mundial de tales productos) y de los productos importados a Estados Unidos, factores que explican la baja inflación en ese país. En este aspecto, la recuperación de la economía estadounidense, que duró un período mayor que en ciclos anteriores, se debió precisamente al gran estímulo de la economía provocado por el crecimiento de la demanda, dentro de un contexto de crisis financiera internacional que ha beneficiado a Estados Unidos, atrayendo capital al país, permitiendo un consumo exuberante sin incrementar la inflación. Es paradójico que en un momento en que se celebra el fin del keynesianismo, hayan sido precisamente las políticas keynesianas de estímulo de la demanda las que han determinado una continuidad del ciclo expansivo, acompañado de una deuda que ascendió a 1,9 trillones de dólares a finales de 1998. Esta exuberancia de consumo es la que estimuló su crecimiento económico, así como el aumento de su productividad dentro de una situación de pleno empleo.