EL CASTILLO
Abril 28,1887.
Hoy llegué al Castillo Crediton. No pude menos de sentirme satisfecha de mí misma. Tengo un nuevo paciente y no estaré lejos de Anna. Nos veremos con frecuencia. Voy a asegurarme de esto. El «castillo» no es verdadero. «Falso» había dicho la señorita Brett, pero eso significaba poco para mí. Tiene toda la apariencia de un castillo y me gustó entrar por el gran portal, con su puertecita para la gente. Nunca me han importado las antigüedades. Le preguntaré a Anna si alguna vez deseo saber algo. Las paredes de piedra del castillo parecen haber estado allí desde hace años. Me pregunté qué habrían hecho para darles aquella apariencia. Es otra cosa que debo preguntar a Anna, si alguna vez lo recuerdo. En cuanto a mí, no puedo menos de pensar en lo agradable que será ser dueño de un lugar así, falso o no. Hay aquí un aire de opulencia; no dudo que debe ser más cómodo vivir en este castillo que en uno auténtico. Bajé del coche que había tomado en la estación para que me trajera a mí y a mis pertenencias desde la Casa de la Reina. Estaba en una especie de patio y había una puerta incrustada en hierro con una campana al lado, parecida a la que había en la Casa de la Reina. Tiré de la campanilla y apareció un criado.
—Soy la enfermera Loman —dije.
—Milady la espera —contestó. Era muy digno, el perfecto criado. Se me ocurrió que todo debía ser perfecto en el Castillo Crediton, exteriormente al menos. Pasé al vestíbulo, sin duda el mismo que Anna mencionó una vez. Sí, allí estaban las tapicerías de las que había hablado, y que había estado examinando cuando vio por primera vez al capitán Stretton.
—Si espera usted un momento, enfermera Loman, informaré a milady de su llegada.
Asentí y miré a mi alrededor, impresionada ante todo aquello. Creí que iba a gustarme vivir en un castillo. Al poco rato reapareció el criado y me rogó subiera la escalera para ver a «su señoría». Y allí estaba, sentada en su silla de alto respaldo; una tártara, pensé, si es que he visto alguna vez una, y me alegré de que no fuera ella mi paciente. Por experiencia comprendí que aquella mujer era del peor tipo, pero estaba en perfecta salud y se burlaba de la enfermedad, pensando, no me cabe duda, que estar enfermo se debe a alguna debilidad mental. No pude menos de compararme con Anna. Ella hubiera calculado los tesoros de la casa y, aunque su obvio valor no se me escapaba, los incluí en la suma «general» y me ocupé de la gente. Ser enfermera da una visión muy clara de la gente; cuando están enfermos, y en cierto grado a la merced de uno, se traicionan en mil formas. Uno se hace perceptivo; y el estudio de los seres humanos siempre es más interesante que el de los objetos inanimados. Sin embargo tengo tendencia a ser frívola, al menos si se me compara con la seria Anna.
Lady Crediton es lo que llamo un «hacha de batalla». Me miró y no aprobó del todo mi aspecto, aunque yo hacía todo lo posible para parecer formal. La apariencia de ella era imponente… o lo hubiera parecido a cualquiera menos experimentado que yo. Bueno, el doctor Elgin me había recomendado y yo estaba aquí y necesitaban una enfermera, de manera que tenían que darme oportunidad de demostrar lo que valía. (Iba a demostrarlo porque el Castillo Crediton era muy de mi gusto). El lugar me había atraído en cuanto oí hablar de él; y quedé extasiada en cuanto supe que existía la posibilidad de trabajar allí. Además, no quiero estar lejos de Anna.
—De manera, enfermera Loman, que se une usted a nuestro personal —hablaba con precisión, con una voz ronca, masculina. Entendía que el marido buscara consuelo en otra parte. Era evidentemente una persona muy digna, casi siempre en lo justo y ocupada de que los que la rodeaban se dieran cuenta. Una persona en la cual se podía confiar, pero con la que sería muy incómodo vivir.
—Sí, lady Crediton. El doctor Elgin me ha dado detalles sobre mi paciente.
La boca de milady fue un poco amarga y, por lo que pude darme cuenta, la paciente no era muy querida por ella. ¿O despreciaba a todos los enfermos por no haber heredado su obvia y recia salud?
—Me alegro de que le haya dado algunas indicaciones de cómo estamos aquí instalados. El capitán y la señora Stretton tienen sus propios apartamentos. El capitán no está por el momento, pero la señora Stretton y su hijo, con sus criados, ocupan el ala del este. Aunque esto sea así, enfermera Loman, yo soy… digamos la castellana de este castillo y, lo que pase en cualquier parte me concierne directamente. Incliné la cabeza.
—Si tiene usted alguna queja, dificultades, cualquier cosa que desee explicar… fuera naturalmente de las cosas de índole doméstica… debe verme a mí.
—Gracias —dije.
—Su paciente es en cierto modo una extranjera; sus costumbres pueden no ser las nuestras. Tal vez tropiece usted con algunas dificultades. Espero que me informe cualquier cosa desusada.
La cosa se volvía un poco misteriosa, y debo haber parecido intrigada porque ella dijo:
—El doctor Elgin dice que es usted muy eficiente.
—Es muy amable de parte de él.
—Era usted enfermera en la Casa de la Reina y se vio envuelta en ese desdichado incidente. Conocí a la señorita Brett una vez que le dejé comprar un escritorio que no me servía. Me dio la impresión de ser una mujer muy precisa y eficiente.
—Lo era —dije.
—Fue un asunto muy raro.
—Cambió mucho al quedar inválida; sufría muchos dolores.
Lady Crediton asintió.
—Fue algo muy desdichado, enfermera Loman, y le diré francamente que he pensado mucho antes de contratar a alguien involucrado en un asunto tan desagradable.
Era una de esas mujeres que llamaban a su brutalidad franqueza, aunque dijera que era grosería en otra gente. Yo conocía el tipo. Mujeres ricas, que con frecuencia habían hecho su voluntad demasiado tiempo.
Decidí ofenderme. Me levanté y dije:
—No deseo desagradarle, lady Crediton. Si cree usted que por haber cuidado a la señorita Brett es mejor que no me ocupe de su… paciente, no siento deseos de quedarme.
—Se apresura usted —dijo ella— y esa no es una buena condición para una enfermera.
—Permita usted que la contradiga. No he hablado de prisa. Pero, cuando pienso en sus frases, repito que, si prefiere usted que me vaya, yo también deseo hacerlo.
—Si no quisiera que usted se quedara no le habría pedido que viniera, en primer lugar.
Incliné otra vez la cabeza. Gané la primera vuelta, me dije.
—Simplemente he querido decir que deploro el desagradable asunto que pasó con la señorita Brett, y es imposible estar envuelto en una cosa tan desagradable sin quedar vinculado a ella.
—Si uno está envuelto, necesariamente debe quedar vinculado, lady Crediton.
Oh, sí, apuntaba alto, pero sólo lo hacía porque sentía que ella quería decime algo y no sabía cómo hacerlo. No necesitaba preocuparse. Yo entendía. No simpatizaba con la «paciente»; había algo raro en aquella «paciente». Algo salvaje quizá, que podía envolverla en algo «desagradable». Aquello se volvía interesante. Seguí audazmente:
—Una de las condiciones requeridas para personas en mi situación es la discreción. No creo que el doctor Elgin me hubiera recomendado si no creyera que yo poseo esa cualidad.
—La señora Stretton es un poco… histérica. El doctor Elgin ya debe haberle hablado de su enfermedad.
—Habló de cierta enfermedad pulmonar, con asma.
Ella asintió. Y me di cuenta de que me aceptaba. Me pareció que le gustaba alguien que le hiciera frente, y yo acababa de hacerlo. Tenía su aprobación para atender a aquella enferma.
—Supongo —dijo— que deseará usted ver a su paciente.
Asentí.
—Su equipaje…
—Está en el vestíbulo.
—Lo llevarán a su cuarto. Toque la campanilla, por favor, enfermera Loman.
Lo hice y esperamos en silencio la respuesta a la llamada.
—Baines —dijo ella cuando se presentó un criado—, lleve a la enfermera Loman a ver a la señora Stretton. ¿O prefiere ir antes a su cuarto, enfermera?
—Prefiero ver antes a mi paciente —dije.
Ella inclinó la cabeza y salimos; sentí que sus ojos me seguían.
Pasamos por un laberinto de corredores y por unas escaleras circulares —algunas de piedra y gastadas en el medio—… falsificado, pensé. La piedra no se gasta en cincuenta años. Pero me pareció fascinante. Una casa que fingía ser lo que no era. Eso la volvía muy humana ante mis ojos.
Después pasamos a los apartamentos de los Stretton, en lo alto de una de las torres, adiviné.
—La señora Stretton debe de estar descansando —dijo el criado vacilante.
—Lléveme a verla —dije.
Él golpeó a la puerta, una voz sofocada y calenturienta dijo:
—¿Quién es?
—Es la enfermera Loman que acaba de llegar, señora —dijo el criado.
En mi profesión solemos tomar la iniciativa. Le dije:
—Gracias. Ahora déjeme con mi paciente.
Había postigos en las ventanas y las ranuras habían sido puestas para dejar pasar muy poco de luz. Ella estaba en la cama, el tupido pelo oscuro suelto, y llevaba un vestido púrpura con bordes escarlata. Parecía un pájaro tropical.
—¿La señora Stretton? —dije.
—Usted es la enfermera —dijo ella, hablando lentamente. Pensé: ¿de qué nacionalidad es? Pensé en una mestiza. Quizá polinesia, tal vez criolla.
—Sí, he venido a cuidarla. ¡Qué oscuro está aquí! Hagamos un poco de luz —me acerqué a una ventana y levanté la persiana.
Ella se llevó la mano a los ojos.
—Así es mejor —dije con firmeza. Me senté en la cama—. Quiero hablar con usted.
Ella me miró torva. Debía de haber sido una cálida belleza cuando estaba sana.
—El doctor Elgin dice que usted necesita una enfermera.
—Es inútil —dijo ella.
—Es lo que piensa el doctor Elgin y ya veremos, ¿verdad? Nos examinamos. El color violento de las mejillas, el brillo desusado de los ojos mostraban lo que me había dicho el doctor Elgin. Era tuberculosa y los ataques de asma debían ser alarmantes cuando se presentaban. Pero me interesaba más como persona que como enferma, porque era la mujer del capitán de Anna, y me pregunté por qué él se había casado con ella y cómo habían sido las cosas. Ya lo descubriría a su debido tiempo, no me cabía duda.
—Aquí hace demasiado frío —dijo—, odio el frío.
—Necesita usted aire fresco. Y vigilaremos su dieta. Supongo que el doctor Elgin la visita con frecuencia…
—Dos veces por semana —dijo.
Cerró los ojos; quieta, terca y, sin embargo ardiente. Me di cuenta de que distaba de ser una persona tranquila.
—El doctor Elgin está preparando una dieta para usted. Tenemos que curarla —dije, con mi brillante voz de enfermera.
Ella apartó la cara.
—Bueno —proseguí— ahora que nos hemos conocido iré a mi cuarto. Supongo que queda cerca del suyo.
—Queda al lado.
—Bueno. Entonces encontraré el camino sin molestar a nadie.
Salí del cuarto y pasé al contiguo. Supe que era el mío porque habían dejado allí mis valijas. La forma indicaba que era parte de la torre. Me acerqué a la ventana —que en verdad era una puerta, de las que llaman «ventanas francesas»— que daba sobre un balcón o, mejor dicho, un parapeto. Un anacronismo, pensé. Debo preguntar a Anna. ¡Qué paisaje desde el parapeto! La profunda garganta y el río abajo y, al otro lado, las casas de Langmouth.
Desempaqué y, mientras lo hacía, la puerta se abrió con cautela y una carita me miró. Era un niño de unos siete años. Dijo:
—Hola, ¿eres enfermera?
—Así es —dije—. ¿Cómo lo sabes?
—Porque lo dicen.
—¿Y tú quién eres?
—Soy Edward.
—Mucho gusto en conocerte, Edward —le tendí la mano y él la estrechó gravemente.
—Las enfermeras vienen por los enfermos —me dijo.
—Y los curan —añadí.
Sus enormes ojos oscuros me miraron como si yo fuera una diosa.
—Eres inteligente —dijo.
—Mucho —reconocí.
—¿Sabes que dos por uno es dos?
—Y dos por dos cuatro. Y dos por tres seis —le dije.
—¿Y el ABC? —rió.
Recité rápidamente el alfabeto. Lo había impresionado.
—¿Esta ropa es tuya? —Le dije que así era—. ¿Tienes remedios para hacer morir a la gente?
Quedé atónita.
—Como a la señora de los muebles —añadió. Era agudo: podía darme cuenta.
Dije con rapidez:
—Sólo tengo remedios para curar a la gente.
—Pero… —empezó él; después quedó atento.
—¡Niño Edward! —llamó una voz.
Él miró y se encogió de hombros; se llevó los dedos a los labios.
—¡Niño Edward!
Ambos guardamos silencio, pero había dejado la puerta de mi cuarto abierta y se presentó la gobernanta. Era alta, angulosa y llevaba una blusa gris que no favorecía, con una falda marrón… una combinación atroz; su pelo era también gris y lo mismo pasaba con su piel.
—¡Oh —dijo—, es usted la nueva enfermera! Espero que Edward no la haya molestado.
—Más bien me ha entretenido.
—La verdad es que es demasiado precoz.
Tenía dientes y ojos de conejo. Inmediatamente nos cobramos antipatía.
—Ven, Edward —dijo—. No debes molestar a tu madre.
—Su madre es mi paciente, supongo —dije.
Ella asintió.
—Pronto aprenderé a desenvolverme —añadí.
—Usted viene de la Casa de la Reina —sus ojos estaban alerta. El joven Edward nos miraba a una y otra.
—Mi último paciente era de allí.
—Hum —miró al niño y yo pensé: ¡cómo corren los chismes! Y recordé a Anna y las cosas horribles que se habían dicho de ella. Incluso tenía tendencia a mirarme con cierta desconfianza. ¡Con cuánta más debían pensar en Anna!
Ella suspiró. No se atrevía a hablar delante del niño. Yo hubiera deseado que él no estuviera allí para poder descubrir algo más, pero me quedaba mucho tiempo por delante.
Ella se lo llevó y mientras yo desempacaba una doncella me trajo té al cuarto. Baines vino con ella ostensiblemente para ver si lo servía correctamente, pero en verdad para informarme que iban a servirme las comidas en mi cuarto. Comprendí que ésta era una orden de lady Crediton y que él sólo se aventuraba en esta parte de la casa para hacer cumplir las órdenes.
Empezaba a aprender algo sobre las costumbres del Castillo Crediton.
Abril 30.
Es mi tercer día aquí y me parece que hace años que estoy. Echo de menos a Anna. No hay nadie aquí de quien pueda sentirme amiga. Si la señorita Beddoes, la gobernanta, fuera de otro tipo, podría serme útil, pero es una pesada, siempre procurando recordar que ha venido a menos en este mundo. Me dijo que era hija de un vicario. Yo dije: «Caramba, yo también». Ella pareció atónita. Estoy segura de que quedó sorprendida de que una persona tan carente de decoro haya salido de una vicaría. «¿Qué se le va a hacer?» decía. «A uno no lo han criado para ganarse la vida, pero de pronto eso se convierte en una necesidad». «Ah —contesté yo—, en eso he sido más afortunada. Supe desde que era muy niña que tendría que luchar para ganarme el pan en este mundo cruel, de modo que me preparé». «¿De veras?» contestó con frío desdén. Pero lo cierto es que me mira más amablemente desde que sabe que provenimos de los mismos establos, o, como ella diría: «Somos señoritas en penosas circunstancias».
Me ha contado muchas cosas acerca de esta familia, y le estoy agradecida por ello. Murmura que tiene la sospecha de una tara de locura en mi paciente. Yo diría que es histérica. Es una mujer apasionada, privada de marido. Creo que está obsesionada por él. Le escribe cartas todos los días y rompe la mitad. Su canasta de papeles está llena. Él, me ha dicho la señorita Beddoes, no es bienvenido en esta casa desde su «desgracia». ¿Qué desgracia? Quise saber. Pero no pudo decirme nada. Es algo de Lo que Nunca se Habla. Parece que quisieran mantenerlo alejado. Han traído aquí a la señora Stretton a causa del niño. «Sabe —me dijo—, hasta que se case el señor Rex ese niño es en cierto modo una especie de heredero». Es un arreglo muy confuso y todavía no lo he entendido bien, aunque pienso hacerlo. Mi paciente me toma mucho tiempo. Cocino para ella porque el doctor Elgin quiere que se vigile su dieta. Ella es como un niño y sospecho que ha logrado que una de las criadas le traiga chocolate a escondidas. Le gusta el café y lo prepara ella misma. Hay una cocinilla de alcohol en su cuarto con este fin. Creo que, si estuviera sana, sería gorda. Es indolente y le gusta quedarse en la cama, pero el doctor Elgin quiere que descanse. Ella ordena a las doncellas que cierren las ventanas que yo he abierto. Odia lo que denomina «el frío», pero el aire fresco es parte importante del tratamiento.
He descubierto esta tarde que la mujer de Baines, Edith, es hermana de Ellen. Vino especialmente a mi cuarto para decírmelo. Quería informarme que, si había algo que me diera más comodidad, estaría encantada de hacerlo. Una gran concesión proviniendo de la mujer del mayordomo. Ella controla a todas las doncellas y todas le tienen miedo. Ellen debe haber dado muy buenas referencias sobre mí.
Mayo 1.
Hoy sucedieron dos cosas interesantes. Cada vez me gusta más la vida en el Castillo Crediton. Hay algo en el lugar… una atmósfera de tensión. Nunca estoy segura de lo que va a hacer mi paciente histérica, y siempre estoy consciente de intrigas. Por ejemplo, lo que sucedió con el capitán para que su presencia no sea aquí bienvenida. Creo que, si no lo querían aquí, debían haber dejado a su mujer donde estaba. Entonces él hubiera podido visitarla de vez en cuando, supongo. Hay una isla. Ella la ha mencionado como «la isla». Me hubiera gustado saber dónde, pero me contuve y no pregunté. Ella tiene tendencia a contenerse si uno se muestra demasiado curioso.
La primera aventura fue mi encuentro con el heredero de los Crediton. ¡Nada menos que Rex en persona! Yo había acomodado a mi paciente para que descansara esa tarde y había salido a dar un paseíto por los jardines. Son tan magníficos como esperaba. Hay cuatro jardineros que viven en la propiedad con sus esposas, que trabajan en el castillo. Los prados parecen cuadros de fino terciopelo verde. Nunca los veo sin desear tener un vestido hecho con una tela semejante; los bordes herbáceos serán deslumbrantes más adelante; estoy segura. Ahora se destacan la preciosa aubrietia y el arabis en montones malva y blancos que crecen sobre la piedra gris de las terrazas, y naturalmente las aubrietias y los arabis del Castillo Crediton deben ser dos veces más tupidos que los de otra parte. Esto es lo primero que se me ocurre decir sobre este lugar: opulencia. Se sabe desde el primer momento que es el hogar de un millonario, de primera o segunda generación. Hay una tendencia general hacia la tradición, los Crediton quieren tener los mejores antepasados, los mejores que pueda comprar el dinero. Es muy distinto a la casa de los Henrock, donde yo atendía a la pobre lady Henrock —con mucho éxito, puesto que me dejó quinientas libras en su testamento— antes de ir a la Casa de la Reina. Los Henrock han estado en Henrock Manor desde hace quinientos años. Estaba destartalada en algunos lugares, pero yo veo la diferencia. Mientras contemplaba el más elaborado de los relojes de sol, ¿quién vino hacia mí sino el heredero de los millones, Rex Crediton en persona? El señor Rex, no sir Rex; sir Edward era sólo caballero. Estoy segura de que éste debe ser un punto doloroso para milady. Rex es de estatura mediana y bien parecido, pero no precisamente hermoso; tiene aire de seguridad y, al mismo tiempo, hay algo diferente en él. Sus ropas están impecablemente cortadas; debe comprarlas, con seguridad, en Savile Row. No hay nada parecido a esto en Langmouth. Pareció sorprendido al verme y pensé que debía presentarme.
—Soy la enfermera de la señora Stretton —dije. Él levantó las cejas; son escasas y color arena, también las pestañas; tiene ojos color topacio; pardo amarillento; su nariz es aguileña, como la de sir Edward en el retrato de la galería; su cutis es muy pálido y su bigote tiene un toque de oro rojizo.
—Es usted muy joven para tanta responsabilidad —dijo.
—Estoy bien calificada para hacerlo.
—Estoy seguro de que no la habrían contratado si no fuese así.
—No lo dudo.
Seguía mirándome a la cara; noté que aprobaba mi aspecto, aunque dudara de mis capacidades. Me preguntó cuánto tiempo hacía que estaba en el castillo y si estaba contenta con mi empleo. Dije que así era y que esperaba que no hubiera inconveniente en que paseara por los jardines. Dijo que no lo había y me rogó que caminara por allí cuando me diera la gana. Quiso mostrarme el jardín cercado y el estanque; y el bosquecillo, que habían plantado poco después de su nacimiento; era ahora un pequeño bosque de abetos. En él había un sendero que llevaba directamente al borde del risco. Me guió hasta allí, examinó el cerco de hierro y dijo que los jardineros tenían instrucciones estrictas de mantenerlo en buen estado.
—Parece muy necesario —señalé. Había un despeñadero en línea recta desde la garganta hasta el río. Él quedó apoyado en el cerco, mirando hacia las casas en el risco opuesto, sobre el puente. Había una orgullosa expresión de propietario en sus ojos y recordé que Anna me había dicho que los Crediton habían traído la prosperidad a Langmouth. En aquel momento me pareció un hombre importante… poderoso. Empezó a hablar de Langmouth y el negocio naviero de una manera que me excitó. Vi que aquélla era su vida, como había sido la vida de su padre. Estaba interesada en la novela de la compañía de Lady Line, y estaba dispuesta a escuchar todo lo que él me contara sobre ella.
Él estaba listo y dispuesto, pero hablaba de manera impersonal sobre la forma en que su padre había levantado el negocio, los días de lucha y de resistencia.
Dije que era una historia maravillosamente romántica: la construcción de una gran empresa desde sus humildes comienzos.
Me sorprendió que me hablara con tanta libertad tras un conocimiento tan breve, y a él también pareció sorprenderle, porque bruscamente cambió de tema y habló de los árboles y de los paisajes del jardín. Juntos volvimos hacia el reloj de sol y él permaneció a mi lado mientras yo examinaba la inscripción: «Sólo cuento las horas soleadas».
—Procuraré hacer lo mismo —dije.
—Espero que todas sus horas sean soleadas, nurse.
Sus ojos de topacio eran cálidos, amistosos. Comprendí en seguida que no era tan frío como creía la gente; y que había simpatizado bastante conmigo.
Se fue y me dejó en el jardín. Estaba segura de que volvería a verlo pronto. Recorrí nuevamente las terrazas y el jardín cercado e incluso atravesé el bosquecillo hasta la reja de hierro tras la cual estaba el despeñadero. Estaba divertida con el encuentro y encantada por haberlo impresionado. Él era más bien serio y probablemente debía creer que yo era un poco frívola debido a mi manera ligera de hablar y porque río con frecuencia. Esto hace que algunas personas simpaticen conmigo, pero los muy serios deben suponer que soy frívola. Él era de los serios. De todos modos me había gustado conocerlo, ya que él era, después de todo, el pivote alrededor del cual giraba toda la casa, y no sólo la casa: todo el poder y la gloria se centraban en él: era el heredero de su padre y la fuente de la que partirían todas las bendiciones cuando su madre ya no existiera.
Volví al reloj de sol. Ésta, me dije, es seguramente una de las horas que contaré.
Miré mi reloj —hecho de turquesas y pequeños diamantes rosados, un regalo de lady Henrock poco antes de morir— y lo comparé con el reloj de sol. Mi paciente despertaría pronto, debía retornar a mis deberes.
Miré hacia el torreón. No era donde vivía mi paciente: era el que quedaba en el extremo del ala occidental. Tengo vista muy larga y percibí claramente un rostro en la ventana. Por unos momentos permaneció allí y luego desapareció.
¿Quién sería esa persona?, me pregunté. ¿Una de las criadas? No lo parecía. No había estado cerca del torreón. Había en el castillo muchos lugares que yo no había explorado. Me volví, pensativa; y después, por un impulso, me di vuelta y miré de nuevo. Otra vez vi la cara. Alguien estaba interesado en observarme, más bien furtivamente, porque apenas la mujer —sabía que era una mujer porque había visto como un relámpago una cofia blanca sobre pelo blanco— comprendió que yo la había visto se había esfumado rápida en las sombras.
¡Curioso! ¿Pero acaso todo no era curioso en el Castillo Crediton? La verdad es que estaba mucho más interesada en mi encuentro con el señor del castillo, el símbolo de la riqueza y el poder, que en un vago rostro en una ventana.
Mayo 3.
Un día perfecto, de cielo azul. Caminé por el jardín, pero no hubo señales de Rex. Pensé que iba a unirse allí conmigo, fingiendo encontrarme «casualmente», porque creo que ha quedado muy interesado en mí. Naturalmente debe estar ocupado trabajando en esas altas oficinas que dominan el pueblo. He oído, por varios lados, que se ha puesto los zapatos de sir Edward y que dirige la empresa con la ayuda de su madre. Quedé un poco picada. Había supuesto, con bastante vanidad, que yo le había gustado. Como no apareció empecé a pensar en la cara de la ventana y eché fuera de mi mente a Rex. El torreón oeste, pensé. ¿Y si fingiera perderme? Era bastante fácil, Dios sabía, en aquel castillo; y fácilmente podría ir entonces al ala oeste y echar un vistazo y, si me descubrían, decir que me había equivocado de camino. Sé que soy curiosa por demás, pero esto se debe a que me interesa la gente, y es mi interés en ella lo que me permite ayudarla. Además creo que, para ayudar a curar a un paciente, hay que entenderlo y que para esto debo descubrir todo lo posible acerca de ese enfermo. Y como todo en esta casa concernía a mi actual paciente, esto también debía concernirle.
De todos modos por la tarde el cielo se nubló, desapareció el brillante sol y fue evidente que iba a llover en cualquier momento. El castillo era sombrío; era el momento en que podría extraviarme de manera más convincente, y procedí a hacerlo. Subí la escalera espiral hacia el torreón occidental. Suponiendo que debía ser una réplica del lugar en el que yo vivía me dirigí al cuarto en el que estaba segura se encontraba la ventana donde había visto la cara, y abrí la puerta. No me había equivocado. La mujer estaba sentada en una silla junto a la ventana.
—Oh… perdón… yo… —empecé a decir.
Ella dijo:
—Usted es la enfermera.
—Me he equivocado de torreón —dije.
—La vi a usted en el jardín. Y usted me vio a mí, ¿verdad?
—Sí.
—… Y entonces vino a verme… —Los torreones son muy parecidos.
—De modo que ha sido un error —prosiguió, sin esperar mi respuesta, lo que fue una suerte—. ¿Cómo se lleva con su paciente?
—Creo que nos llevamos bien como enfermera y paciente.
—¿Está muy enferma?
—Algunos días está mejor que otros. Usted sabe quién soy yo. ¿Podría yo conocer su nombre?
—Soy Valerie Stretton.
—La señora Stretton.
—Puede usted llamarme así —dijo ella—. Ahora vivo aquí. Tengo mis propias habitaciones. Casi no veo a nadie. Hay una escalera en el torreón oeste que lleva al jardín cerrado. Está completamente cerrado. Por eso.
—¿Usted es pues…?
—La suegra de la señora Stretton —dijo ella.
—Ah, la madre del capitán…
—Somos una familia curiosamente complicada, enfermera —rió; era una risa algo desafiante. Noté el color subido de su cutis con algo de púrpura en las sienes. Probablemente el corazón, pensé. Era muy probable que, antes de mucho también se enfermara.
—¿Desea usted una taza de té, enfermera?
—Muy amable de su parte, con mucho gusto —y era verdad, porque esto me daba ocasión de seguir hablando con ella.
Al igual que su nuera tenía una cocinita a kerosén donde puso una caldera para hervir el agua.
—Está usted muy bien instalada aquí, señora Stretton.
Ella sonrió.
—No podía esperar más. Lady Crediton es muy buena conmigo. Siempre ha sido, muy, pero muy buena.
—No dudo de que es una mujer muy buena —no percibió la nota de ironía en mi voz. Debo contener la lengua. Amo las palabras y se me escapan sin control. Yo quería ganar su confianza por ser ella la madre de uno de los dos muchachos nacidos simultáneamente del mismo padre pero de mujeres diferentes y bajo el mismo techo, lo que podría haber sido la situación de una de las operetas de Gilbert y Sullivan, pero estas operetas nunca son incorrectas, y la situación en verdad lo era. Debo ir a echar un vistazo al retrato de sir Edward en la galería. ¡Qué personaje debe haber sido! ¡Qué lástima que ya no esté vivo! Estoy segura de que su presencia volvería el castillo más excitante de lo que ya es.
Ella me preguntó cómo me iba y si me gustaba el trabajo. Debía de ser tremendamente interesante, pero estaba segura de que, a veces, debía ser incómodo. Otra, pensé, que no simpatiza con mi paciente. ¿Y nunca la visitaría? Después de todo era su suegra.
Le dije que estaba acostumbrada a tolerar enfermos y no creía que la actual fuera peor que otros que había cuidado.
—Nunca debió venir acá —dijo con vehemencia—. Debió quedarse en donde estaba.
—Reconozco que el clima no es bueno para ella —dije—. Pero, como este es el hogar de su marido, quizás ella prefiere estar aquí, y la felicidad es el mejor de los remedios.
Ella preparó el té.
—Yo misma lo mezclo —dijo— un poco de té indio con Earl Grey, y naturalmente el secreto está en calentar la tetera y mantenerla seca; y el agua debe haber empezado apenas a hervir.
Escuché cortésmente la lección de cómo hacer el té, preguntándome cuánta información obtendría de ella. No mucha, decidí. No era charlatana. Creo que había demasiados secretos en su propia vida para que hablara con ligereza de los de otra gente.
Como madre del capitán ofrecía gran interés. Debía haber sido extraordinariamente bonita en su juventud. De tipo rubio; su pelo era aún abundante, pero blanco, los ojos muy azules. ¡Toda una belleza! No era de extrañar que sir Edward hubiera sucumbido. ¡Pero en la misma casa! Él hubiera podido ser un poco más… diplomático. Su hijo iba a serlo, estaba segura. Bebí mi té.
—Usted debe conocer los rincones del castillo —dije— a mí me resulta difícil aprender su geografía.
—No nos quejemos de ello, ya que le debemos el placer de esta visita.
Me pregunté si había un sentido oculto tras sus palabras y llegué a la conclusión de que había en ella una profundidad que no era aparente. ¡Qué rara debía haber sido su vida, bajo el mismo techo que lady Crediton! Debían de ser dos de las mujeres más extrañas del mundo.
—¿Recibe usted muchas visitas?
Meneó la cabeza.
—Llevo una vida solitaria, pero lo prefiero. —Pensé: está sentada viendo pasar el mundo, como una «Lady de Shalott»—. Rex me visita con frecuencia —dijo.
—Rex… quiere usted decir…
Ella asintió.
—Sólo hay un Rex. —Su voz se suavizó lentamente—. Siempre ha sido un buen muchacho. Los crié a los dos… a ambos.
Una situación todavía más extraña. De modo que ella había criado a los dos niños, el de ella y el de su rival. ¡Qué familia más rara! Parecían crear situaciones antinaturales. ¿Se debía a sir Edward? Decidí que así debía ser. Había un dejo de picardía en el viejo.
Imaginé el cuadro. Ella debía favorecer a su hijo. El capitán de Anna había sido un niño mimado; por eso tomaba tan poco en cuenta los sentimientos de los demás, por eso había pensado que se podía divertir con Anna sin que ella sospechara jamás que estaba casado con una sombría belleza del otro lado de los mares.
—Sé que es usted la madre del capitán Stretton.
—Así es —dijo.
—Supongo que anhela usted verlo. ¿Cuándo volverá?
—No tengo idea. Está ese… asunto… —Esperé ansiosa, pero ella no prosiguió—. Siempre ha estado ausente por largos períodos desde que salió al mar. Quiso ser marino casi desde que era un bebé. Siempre quería hacer navegar barquitos en el estanque.
—Supongo que ambos se interesaban en el mar.
—Rex era distinto. Rex era el inteligente. Más tranquilo, también. Un hombre de negocios.
El hombre, pensé, que iba a multiplicar los millones de su padre.
—Ambos son buenos muchachos —dijo de pronto, adquiriendo la personalidad de la antigua niñera—. Y ahora que Redvers está lejos, Rex viene a verme para probarme que no me olvida. —¡Cuán compleja es la gente! ¡Qué fácil sería el mundo si la gente fuera menos complicada! Había hablado con esta mujer media hora y sabía poco más de ella que cuando era una cara en la ventana. Había en ella algo furtivo en un momento, y en el siguiente franqueza, cuando parecía simplemente una niñera que había amado a sus niños; imaginé que había querido ser justa y que, sabiendo que naturalmente iba a favorecer a su hijo, había procurado ser igualmente cariñosa con Rex. Y, según ella, Rex era un parangón de virtudes. Esto no era enteramente verdad, yo estaba segura. Él no me hubiera interesado tanto en caso de haber sido un aburrido. Y estaba lejos de eso.
—Los niños eran de carácter muy diferente —me dijo—. Red era aventurero. Siempre hablaba del mar y leía novelas. Se imaginaba ser otro Drake. Rex era tranquilo; pero siempre se la ganaba a Red… en cierto modo, excepto cuando luchaban, naturalmente. Pero no peleaban con frecuencia. Y Rex tenía sobre los hombros la cabeza de un hombre de negocios. Era audaz, rápido para atrapar una ventaja desde el comienzo y cuando dividían sus juguetes y cosas Rex siempre obtenía las mejores. Eran tan distintos… pero adorables ambos… siendo tan diferentes.
Yo hubiera querido seguir con el tema, pero ella empezó a cansarse. Comprendí que nada sacaría insistiendo. Mi única esperanza era encantarla para que se traicionara.
Nunca hay que precipitar las confidencias. Son mucho más reveladoras si se hacen gradualmente. Pero ella me interesaba más que nadie en la casa… con excepción de Rex. Decidí que íbamos a ser amigas.
*****
El Diario de Chantel me parecía extraordinario. El mío no soñaba ser tan interesante. Leer lo que había escrito había sido como hablar con ella. Era tan franca acerca de sí misma que sentí que lo que yo escribía era duro en comparación. Las referencias a mí y al hombre que llamaba «mi capitán» me sorprendieron al principio, pero recordé que ella había dicho que debíamos ser absolutamente sinceras en nuestros Diarios, porque de lo contrario serían inútiles.
Abril 30.
Vino un hombre para ver el gabinete sueco de Haupt. No me pareció un cliente serio. Quedé atrapada en el aguacero al volver de la tienda y esta tarde, con horror, descubrí carcoma en el gran reloj antiguo de Newport. En seguida me puse a limpiarlo junto con la señora Buckle.
Mayo 1.
Creo que hemos salvado el reloj. Llegó una carta del gerente del banco sugiriendo que le haga una visita. Tengo mucho miedo de lo que va a decirme.
¡Cuán diferente el relato que hace Chantel de su vida! ¡Parezco tan triste! ¡Y ella tan vivaz! Me pregunto si se debe a la forma diferente que tenemos de encarar la vida.
De todos modos la situación es melancólica. Cada día descubro que el negocio está más endeudado. Después del oscurecer, cuando quedo sola en la casa, puedo imaginar a tía Charlotte riéndose de mí, sugiriendo como lo hacía en vida: «No te las podrás arreglar sin mí, siempre te lo he dicho».
La gente ha cambiado conmigo; lo siento. Me miran furtivamente en la calle cuando creen que no los veo, y sé que están cavilando: «¿Tuvo algo que ver en la muerte de su tía? ¿Acaso no ha heredado la casa y el negocio?».
¡Si supieran las preocupaciones que he heredado!
He procurado recordar a mi padre: él siempre decía que debía mirar las dificultades a la cara y enfrentarlas. Recordar que era la hija de un soldado.
Tenía razón. No se gana nada compadeciéndose de uno mismo, como yo sé demasiado bien. Veré al gerente del banco y me enteraré de lo peor; y veré si es posible seguir adelante. ¿Y si no lo es? Bueno, tendré que hacer algún plan, eso es todo. Debe haber algo que puede hacer una mujer de mis capacidades. Tengo buenos conocimientos sobre muebles antiguos, alfarería y porcelanas; tengo una buena educación. Sin duda debe haber algún rincón que me espera. Y no lo descubriré lamentándome. Tengo que salir a buscarlo.
En el momento estoy en un período desdichado de mi vida. Ya no soy joven. Veintisiete años… ya es el punto en el que se gana el título de «solterona». Nunca me han propuesto matrimonio. John Carmel lo habría hecho pero tía Charlotte lo asustó rápidamente; y en cuanto a Redvers Stretton, me he comportado con la mayor ingenuidad y he imaginado lo que no existía. Sólo a mí misma puedo culpar. Debo hacérselo ver claro a Chantel cuando la vea. Procuraré escribir con tanto interés, tan reveladoramente sobre mi vida como lo hace ella sobre la suya. Es la medida de la confianza que nos tenemos; y no cabe duda de que escribir nuestros sentimientos nos proporciona algún solaz.
Debo interrumpir las breves anotaciones sobre gabinetes suecos y relojes de pared. Ella estaba interesada en mis sentimientos, en mí, del mismo modo que yo estaba interesada en los de ella. Ha sido maravilloso tener una amiga así; espero que la relación entre nosotras sea siempre como ahora. Me ha dado miedo que se vaya del castillo, o tal vez verme obligada a tomar un empleo lejos. He comprendido entonces lo que representaba haberla conocida en estos momentos difíciles.
¡Querida Chantel! ¡Cómo me defendió aquellos terribles días que siguieron a la muerte de tía Charlotte! Estoy convencida de que, contribuyó a alejar las sospechas que pesaban sobre mí. Fue algo muy atrevido, es lo que se llama luchar contra la evidencia. Ha sido tan entregada, tan leal en su amistad, y no se le ha ocurrido que era así. Debo escribir esto. No, es algo demasiado importante para escribirlo. En eso no he sido tan sincera como ella. Cuando uno empieza a hacer un Diario se da cuenta de que hay ciertas cosas que conviene guardar… tal vez porque uno no las ha reconocido ante sí mismo. Pero, cuando pienso en la muerte de tía Charlotte, siento que me hielo de horror porque, pese al botón que Chantel encontró y la creencia (que estoy segura es verdad) de que en ciertas circunstancias la gente tiene poderes especiales, nunca me he convencido de que tía Charlotte se haya quitado la vida, por grande que sea el dolor que haya padecido.
Y sin embargo debe haber sido así. ¿Cómo podría ser de otro modo? De cualquier manera algunos en esta casa se beneficiaron con su muerte… Ellen tuvo su legado, que era más que un legado, porque representaba la puerta para el casamiento con el señor Orfey. ¡Y Dios sabe si Ellen había esperado largo tiempo ante esa puerta! La señora Morton también esperaba quedar dichosamente liberada de servir a tía Charlotte. Y yo… yo he heredado esta carga de deudas y ansiedades, pero, antes de la muerte de tía.
No, ha sido como les hizo creer Chantel. Puedo pensar que tía Charlotte no se hubiera suicidado nunca, pero ¿qué ser humano puede saberlo todo acerca de otro?
Charlotte, ignoraba que existieran.
No debo pensar más en la muerte de tía Charlotte; debo enfrentar el futuro como lo habría hecho mi padre. Iré a ver al gerente del banco; me enteraré de lo peor y tomaré una decisión.
*****
Me miraba por encima de sus anteojos, juntando las puntas de los dedos, una expresión de burlona preocupación en la cara. Juraría que ha tenido que hablar en el mismo sentido a otra gente.
—Es un caso de debe y haber, señorita Brett. Hay que equilibrarlos. Y se encuentra usted en una situación muy precaria.
Siguió explicando: me mostró cifras en las que se basaban sus conclusiones. Yo estaba en verdad en una posición muy difícil y no me quedaba más alternativa que actuar rápidamente. Él habló de una «liquidación voluntaria» que suponía, con cuidado, aún podría realizarse. Dentro de unos meses sería demasiado tarde. Yo debía recordar que los gastos seguían aumentando y las deudas creciendo.
No sugería que confiara enteramente en sus consejos. Era un mero gerente de banco. Pero era evidente que el negocio iba rápidamente a la bancarrota. Charlotte Brett había comprado a tontas y a locas… no cabía duda; con frecuencia había vendido con pérdida para tener dinero. Éste era un procedimiento muy peligroso y que no podía repetirse con frecuencia. Sugería que consultara con mi abogado. El préstamo del banco a la señorita Brett tenía que ser pagado en los próximos tres meses, y él sugería que tratara el asunto con sumo, sumo cuidado. Sería una buena idea cortar las pérdidas y venderlo todo… incluida la casa. Esto pagaría las deudas y me dejaría con un pequeño capital en la mano. Temía que esto era lo mejor que yo podía nacer.
Me estrechó la mano con tristeza y me aconsejó ir a casa y pensar en el asunto.
—No dudo que es usted muy razonable, señorita Brett, y que no tardará en tomar una decisión.
Cuando volví a la Casa de la Reina, la señora Buckle estaba a punto de irse.
—Parece usted por los suelos, señorita —dijo—. No sé, le estaba diciendo a Buckle que ésta no es vida para una joven, y así es. ¡Esta vieja casa y todo el tiempo aquí sola! No me parece bien. Sola en medio de cosas valiosas. Me dan temblores, y la casa misma también suele temblar por las noches…
—Pero yo no le temo a la casa. Es que…
Pero no pude explicarle; además era una charlatana y no podría dejar de repetir cualquier confidencia.
—Bueno, no es asunto mío. Pero creo que hay carcoma en la mesa Epplewhite. No mucho. Pero estaba al lado del reloj grande y usted ya sabe lo que son esos bichos malditos.
—Echaré un vistazo, señora Buckle.
Ella asintió.
—Bueno, me voy. Nos hace falta cera de abejas. Compraré mañana al venir. Hasta mañana, señorita. Se fue y quedé sola.
Salí al jardín y pensé en aquella noche de otoño hacía tanto tiempo. Y me pregunté tontamente si alguna vez él la recordaría. Caminé hasta el río donde jugueteaban las cornejas y un enjambre de insectos danzaba sobre el agua. Miré hacia la casa y pensé en lo que había dicho el gerente del banco. Vender todo. Vender la Casa de la Reina. No estaba muy segura de mis sentimientos al respecto. Hacía mucho que la Casa de la Reina era mi hogar. Me atraía sin dejar por eso de repelerme, y a veces, cuando me daba cuenta de que era mía, pensaba en ella amueblada como debía estarlo antes de convertirse en el galpón de almacenaje de tía Charlotte. Debía haber sido entonces una casa encantadora… antes que ocurrieran en ella tantas tragedias. La muerte de mi madre, la de mi padre, aquella breve velada de felicidad cuando creí haber encontrado a alguien que iba a cambiar mi vida, la desilusión y después la misteriosa muerte de tía Charlotte.
No quería vender la casa. Y, sin embargo, creía que iba a tener que hacerlo.
Atravesé el prado. Los manzanos y los cerezos estaban cubiertos de pimpollos blancos y rosados; y había pirámides de flores en el castaño cerca de mi ventana. Yo quería a la Casa de la Reina.
Entré. Escuché los relojes. Todo estaba quieto y amontonado como en los días de tía Charlotte. Poca gente venía ahora a la casa. Tal vez se sentían incómodos de tratar con alguien a quien sospechaban involucrado en una muerte súbita.
Aquella noche di vueltas a la casa, cuarto tras cuarto. ¡Tantos muebles valiosos para los que no encontraba compradores convenientes! Iba a tener que vender, y eso significaba vender a intermediarios. Y todo el mundo sabía que esta gente sólo compra barato.
Pero cada vez me acercaba más a una crisis.
Me parecía oír la voz de mi padre: «Enfrenta tus dificultades. Míralas y encontrarás la manera de vencerlas».
Esto era lo que yo estaba haciendo y los malignos relojes que decían: «Vende, vende, vende, vende». Sí, vender y salir; empezar de nuevo. Una vida enteramente nueva.
*****
—Hay gente —dijo Ellen— que afirma que la Casa de la Reina está embrujada.
—Tonterías —repliqué.
—Bueno, es lo que dicen. Y me da escalofríos.
La miré agudamente. Había cambiado desde la muerte de tía Charlotte. Estaba segura de que en cualquier momento iba a decir que no quería seguir trabajando conmigo. Después de todo sólo se había quedado para «ayudarme» como explicó en su momento. El señor Orfey era un marido exigente. Con el legado se había comprado un carrito y un caballo, y se había establecido por su cuenta… «marchando muy lindo», decía Ellen.
Pero no era sólo la creciente prosperidad del señor Orfey lo que hacía que Ellen estuviera harta de la Casa de la Reina. Era el recuerdo de tía Charlotte. En cierto modo la casa estaba hechizada para Ellen y también para mí. Ellen no se atrevía a subir sola al cuarto de tía Charlotte. Como decía, le daba «escalofríos». Comprendí que pronto me anunciaría su partida.
Era un día muy húmedo y la lluvia había caído continua toda la noche; los cielos estaban nublados y la casa llena de sombras, incluso por la tarde. La señora Buckle, que había subido a las buhardillas, bajó corriendo para decir que había un charco de agua en el suelo del desván. El agua entraba por el techo.
El techo siempre había sido motivo de preocupación. Tía Charlotte lo había hecho componer de vez en cuando, pero recordé que la última vez nos hacían dicho que necesitaba mayores reparaciones. Y tía Charlotte había dicho que no podía pagarlas.
Estaba muy melancólica cuando llegó Chantel. ¡Qué bonita estaba con su capa oscura de enfermera que destacaba su precioso pelo, con las mejillas ardientes y los ojos chispeantes!
—No me resistí a venir —me dijo—. La señorita Beddoes me trajo hasta la calle principal y tengo que encontrarme con ella dentro de una hora. Estaba aterrada de no encontrarte.
—¡Oh, Chantel, qué placer verte! —Y le conté en un torbellino todo lo que había pasado: mi visita al gerente del banco, mis miedos con respecto a Ellen, el techo con goteras.
—¡Mi pobre Anna! ¿Qué vas a hacer? Debes aceptar que te dé el dinero que tu tía me dejó. No entiendo por qué hizo eso. ¡Hacía tan poco tiempo que yo estaba aquí!
—Te tomó cariño rápidamente… como todos.
—Debes darme el gusto de aceptar ese dinero.
—Sabes que yo no hago esas cosas.
—Bueno, está ahí si lo necesitas. ¿Qué piensas hacer?
—Probaré. Está la casa. Eso me dará algo.
Ella asintió con gravedad.
—Estoy segura de que harás lo que corresponde, Anna.
—Desearía estar segura.
—¿Lo has escrito todo en tu Diario?
—¿Cómo hacerlo cuando tú lo tienes?
—Y tú el mío. Debes dármelo. Hay que escribir las cosas cuando ocurren, de otro modo pierden sabor. Uno olvida con rapidez el sentimiento esencial del momento.
—Ha sido maravilloso leerlo, Chantel. Me dio la sensación de estar allí.
—¡Ojalá hubieras estado! ¡Y qué divertido sería tenerte! ¡Si quisieran un experto en antigüedades en el castillo!
—¿Alguna vez alguien lo ha querido?
—Es fascinante, Anna. Estoy intrigada. No es sólo el lugar que es tan raro, son ellos.
—Lo sé, Lo sentí. ¿Ha pasado algo más?
—He consolidado mi posición. Los estoy conociendo mucho mejor. Ya no soy una desconocida dentro de la casa.
—¿Y ese hombre… Rex?
—Vamos, ¿por qué hablas de él?
—Se me ocurre que te atrae especialmente.
—Es porque eres romántica. ¿Cómo crees que el heredero de todos esos millones va a interesarse en la enfermera de su cuñada?
—Estoy segura de que está interesado.
—Lo importante es que lo esté seriamente —rió y yo dije:
—Bueno, por lo menos tú no piensas en él seriamente.
—Ya sabes que soy muy frívola.
—No siempre. Siempre te recordaré, Chantel, en el tribunal. No fuiste frívola entonces.
—Tengo mis momentos serios.
—No puedo sacarme a tía Charlotte de la cabeza.
—Basta —dijo con gravedad—, tienes que sacártela de la cabeza. Todo ha terminado. Ya no hay más. Ahora debes pensar en lo que tienes que hacer. ¿Es muy mala la situación?
—Bastante. Las deudas son el doble y el triple de lo que pensaba. Es como si tía Charlotte hubiera perdido el juicio. Compró las cosas más invendibles… nunca obtendré ni la mitad de lo que pagó por ellas, y al final dejó también que las deudas se amontonaran. ¡En un tiempo era tan meticulosa!
—La enfermedad la cambió. Suele cambiar a la gente.
—Por cierto que la cambió a ella.
—Tienes que irte, Anna. Este lugar no es para ti.
—Chantel, es muy cariñoso de tu parte preocuparte tanto por lo que pueda ser de mí.
—Vamos, Anna, te considero como a una hermana.
—En verdad no hace mucho que nos conocemos.
—El tiempo no es siempre la base de una relación. Se puede saber más de una persona en un mes que de otra en años. Todo lo sucedido aquí nos ha unido. Quiero que sigamos juntas, Anna.
—Yo también lo deseo, pero tú tienes hermanas. Ella hizo una mueca.
—Es raro cómo se pierde contacto con la familia. Mi hermana Selina se casó y se quedó en el pueblo donde vivía mi padre. Katey se casó con un médico y se fue a Escocia.
—¿Y nunca las ves?
—No desde, que cuidé a lady Henrock; vine aquí directamente, sin tiempo para pasar por casa; de todos modos queda muy lejos. Allá en Yorkshire.
—Supongo que les encantaría verte.
—Me llevan muchos años, ya eran crecidas cuando yo nací. Fui un descuido, como quien dice. Mi madre se puso sentimental antes de mi nacimiento; tomó mi nombre de una antigua lápida en el cementerio junto a la vicaría. Alguien llamada Chantel estaba allí enterrada. Dejó la vida a los veinticuatro años. Se llamaba Chantel Spring. Mi madre dijo: «Si es una niña se llamará Chantel Spring». Y cumplió su palabra. Me llamo Chantel Spring Loman. Por lo menos es lo que me han contado. No conocí a mi madre. La maté viniendo al mundo.
—¡La mataste! ¡Qué expresión! Hablas como si fuera culpa tuya.
—Uno siente cierta responsabilidad.
—Querida Chantel, ése es un error. Tienes que sacártelo sin demora de la cabeza.
—Oye —dijo riendo—, he venido a aconsejarte, no a que tú me aconsejes.
—Bueno, ¿y qué me aconsejas?
—No te preocupes y vende si tienes que vender. Y después nos iremos de aquí.
—Eres un consuelo para mí, Chantel.
Después hablamos del castillo y de lo que había ocurrido allí. Estaba en verdad excitada con el lugar. Es como una chica enamorada, pensé, pero del castillo. A menos que fuera una cortina. Tuve la certeza de que estaba muy interesada en Rex Crediton; pero no parecía en lo más mínimo temerosa, aunque había dicho que él no podía tomar en serio a una enfermera.
Yo no quería que la hirieran como me habían herido a mí. Era una rara coincidencia que ella, en quien yo en verdad había empezado a pensar como en la hermana que siempre había ansiado tener, se interesaba en uno de los hermanos… como yo en el otro… demasiado interés para nuestra tranquilidad.
*****
Me sentí mucho mejor cuando ella se fue. Me alegré: sentí que, pasara lo que pasara, podría enfrentarlo.
Anhelaba tener más noticias del castillo. Ella se había llevado su Diario y había dicho que tenía que «hacer la cosa» lo antes posible. Le dije que ansiaba leer el próximo capítulo.
—Y debes escribir el tuyo, Anna. Quiero saber todo lo que haces, todo lo que piensas… no ocultes nada. Es la única forma de ver la verdad.
Estuve de acuerdo.
Pasó cierto tiempo antes de que volviera a leer su diario. Entretanto yo había llegado a la conclusión de que me convenía vender. Y pensaba hacerlo. Vi a un agente que me dijo que no iba a ser fácil. Era una casa interesante, pero hacía años que no se hacían reparaciones. El techo tenía goteras; había carcoma en uno de los suelos y podredumbre seca por el lado del río.
—Está usted demasiado cerca del río y la casa es húmeda. Las casas de este tipo son muy pintorescas, pero necesitan que se gasten fortunas en ellas de vez en cuando. No olvide que ésta está en pie desde hace cuatrocientos años. Sería una locura poner la casa en venta porque hay que gastar tanto en ella que no conseguirá usted prácticamente nada.
La mejor sugerencia que podía hacerme era que alquilara la casa por una bicoca con la cláusula de que el inquilino debía mantenerla en buen estado, y repararla. Esto significaba que por el privilegio de vivir en la casa el inquilino tendría que componer las goteras, ocuparse de la carcoma y la podredumbre.
—Parece una manera posible de arreglarlo —dije.
—Créame —fue la respuesta—. Es la única manera de arreglar las cosas.
*****
Entonces me decidí a vender los objetos, pagar las deudas alquilar la casa. Iba a quedarme poco, quizá nada; pero estaría libre de dificultades.
Lo que tenía que hacer entonces todavía había que decidirlo; pero los acuerdos tardaron tanto en hacerse que me quedaron meses para pensar acerca del futuro.
Entretanto sucedían acontecimientos en el castillo, de los que me enteré por Chantel, pero principal y más vivamente por su Diario.
Mayo 9.
Fui hoy a visitar a Anna y me enteré de lo que le han aconsejado. Creo que le hará bien dejar la Casa de la Reina y todas sus asociaciones, siempre que no se vaya lejos y pueda verla de vez en cuando. Me gustaría que hubiera un medio de traerla al castillo. ¡Qué divertido sería poder comentar las cosas a medida que suceden! Hoy vino a mi cuarto Edith Baines para traerme unos remedios que el doctor Elgin dejó para mi paciente, y charlamos. Es muy distinta a su hermana Ellen. Muy digna… ¡nada menos que directora de todas las doncellas y esposa del señor Baines! Me considera una igual, lo que significa que soy tratada graciosamente pero sin condescendencia, lo que es divertido y también beneficioso. Creo que Edith está muy enterada de los «secretos» del castillo. Me confesó que pronto habría un poco de «revuelo» en el castillo, Lady Crediton la llamó ayer y le dijo que había invitado a los Derringham para la primera semana de junio.
—Por lo tanto —dijo Edith— tendremos diversiones y juegos y eso representa trabajo. Han dicho a Baines que haga lustrar el piso del salón de baile, y me he enterado de que ella ya ha estado hablando con los jardineros.
—¿Los Derringham? —dije—. Supongo que debe ser gente importante ya que lady Crediton los toma tan en cuenta.
—En cierto modo —dijo Edith— son nuestros rivales —Edith siempre sugiere que ella tiene acciones en la Lady Line—. Pero todo muy amistosamente, naturalmente. Sir Henry es amigo del señor Rex y de milady. En verdad creo que sir Henry y lady Crediton han decidido que esa Helena no estaría mal para el señor Rex.
—¿Qué no estaría mal?
—Un casamiento. Unir las empresas. Siempre es conveniente. ¡Dios, qué poder tendríamos… los Crediton y los Derringham unidos!
—Todo parece muy razonable —dije. Edith levantó los ojos al cielo.
—Significa trabajo. Y algunas de las doncellas son muy perezosas. No tiene usted idea. Pero al menos lograremos casar bien al señor Crediton. Después de lo que hizo el capitán…
—El capitán es para mí una persona muy misteriosa.
—Eso es lo que sucede por… bueno. —Edith se cruzó pulcramente de brazos—. No es lo mismo, ¿verdad? Después de todo, ¿qué era su madre? Parece una dama y la sirven de pies a cabeza en su torreón. Jane Goodwin la sirve… y tiene una alta opinión de ella. Pero lo que pregunto es: ¿quién era ella al principio? Aunque, naturalmente, era doncella de una dama —Edith tiene clara idea de las jerarquías y de la posición social de los que sirven a los ricos.
Esto era cómodo. Las personas como Edith son la mejor clase de informador. ¡Tan serias, con tanto sentido de la familia! Edith, por ejemplo, habría quedado atónita si alguien la acusara de chismosa. Su respeto por la familia era grande, y también su interés en ella; y, si conmigo hablaba de ella no era como chismorrear con los sirvientes.
—Me parece que la señora Stretton debe haber sido muy bella cuando era joven —dije.
—No me parece que eso la disculpe.
—¿Y a sir Edward?
—Debieron haber sofocado la cosa. Pero… —sus ojos cayeron en una pizca de polvo en mi gabinete, lo que pareció preocuparla tanto como la conducta de sir Edward con la doncella de su mujer. Rápidamente distraje su atención. No quería que la joven Betsy, que tenía como tarea limpiar mi habitación, fuera reprendida por mi causa. Quería estar en buenos términos con todo el mundo.
—¿Por qué no lo silenciaron? —pregunté con rapidez.
—Mi madre me lo contó. Estaba empleada en esta casa antes de casarse y por eso me tomaron a mí en seguida. La señora Stretton, como se auto-titula, es casi veinte años más joven que milady, que se había casado quince años antes del nacimiento del señor Rex. Parece que milord creía que milady era estéril. Ella fue para él una ayuda maravillosa: entendía el negocio; recibía cuando era necesario… era una esposa excelente en todos los sentidos, menos uno. No podía producir un niño sano. Y naturalmente lo que sir Edward quería era un varón para que siguiera adelante con el negocio.
—Es natural que quisiera un hijo.
—Milady fracasó varias veces. Sir Edward estaba desesperado. Y, cuando milady quedó embarazada, nadie creyó que el embarazo llegara a término. Nunca había sucedido antes y ella tenía casi cuarenta años. Los médicos incluso temían por su vida. Se supo que Valerie Stretton iba a tener un hijo… y sir Edward reconoció que él era el padre. Sir Edward quería un hijo… legítimo si era posible, pero lo cierto es que quería un hijo. Había dos posibilidades de tener uno, y la de Valerie Stretton parecía la más probable. Él siempre tenía una ley propia. Le importaba un rábano el escándalo local y nadie se atrevía a oponérsele… ni siquiera lady Crediton, quién estaba furiosa de que su doncella siguiera en la casa y la atendieran muy bien porque iba a tener un hijo del cual sir Edward era el padre. Pero sir Edward siempre hacía lo que le daba la gana… incluso con milady. Lo raro fue que milady tuvo que guardar cama dos días después que Valerie Stretton había dado a luz. Sir Edward estaba loco de alegría, porque su querida había dado a luz un niño sano, tenía al fin su hijo. Y unos días después nacía el niño de lady Crediton. Tenía dos hijos y no pensaba perder uno. Sir Edward, decían, era capaz de todo y por eso logró ese gran acuerdo. Quería a su mujer y a su amante; y lo que sir Edward quería, se hacía. De manera que los dos niños fueron criados en el castillo y sir Edward adoraba a los dos, aunque naturalmente era muy estricto con ellos. Siempre hablaba de «mis hijos». El de Valerie Stretton fue bautizado con el nombre de Redvers, pero lady Crediton quería que todos supieran cuál era el importante y por eso su hijo fue bautizado Rex… el rey. Era el legítimo y el heredero, nada podía cambiar eso. Rex iba a heredar la empresa, pero el niño Redvers sería muy bien atendido; tendría una participación… menor, naturalmente; y Red estaba loco por salir a navegar, y a Rex le gustaba ocuparse del dinero. Eran de carácter diferente. Pero Rex es quien se llama Crediton. Me pregunto por qué sir Edward no dio también su nombre a Redvers. He oído que si algo le pasara a Rex…
—¿Quiere usted decir si él muriera? —pregunté. Ella pareció sorprendida. «Si algo pasara…» significaba la muerte, debía recordarlo.
—Si algo le pasara a Rex —siguió—, Redvers sería el heredero.
—Es muy interesante —dije. Ella lo reconoció.
—Mi madre estaba aquí antes que nacieran los muchachos. Con frecuencia hablaba de lo que había pasado. Recuerdo que hablaba del día en que se botó el barco. Era todo un revuelo botar los barcos. Sir Edward quería que se hiciera como era debido, porque decía que era beneficioso para la empresa. Quería que todos supieran que la Lady Line aumentaba su poder.
—Naturalmente —dije apaciguadoramente.
—Todos los barcos, como usted sabe, tienen nombre de damas. Y lady Crediton iba a bautizar éste. Todo estaba listo, la gente iba a ver cómo lo botaban, y ella iba a romper la botella de champán al costado, ya sabe usted cómo se hace. Habían decidido que el nombre del barco fuera Dama de Suerte o algo así. Mi madre no recuerda bien el nombre. El día antes de la botadura hubo dificultades en el castillo. Milady había descubierto los sentimientos de sir Edward por Valerie Stretton y se había enterado de lo que pasaba. Estaba muy trastornada. Conocía las tendencias de él, pero que pasara eso en el castillo… ante sus narices, como quien dice… la había enojado mucho. Quiso despedir a Valerie Stretton, pero sir Edward no quiso ni oír hablar de ello. Oh, sí, hubo mucho revuelo ese día. Y al día siguiente ella fue a bautizar el barco, y cuando todos esperaban que dijera: «Bautizo a éste barco con el nombre de la Dama de Suerte», o algo así, dijo en cambio: «Bautizo a este barco La Mujer Secreta». Un desafío, como puede usted ver.
—¡Qué revuelo debe haber provocado!
—¡La única mujer entre tantas damas! Pero así siguieron llamándolo. Demuestra el tipo de mujer que era, ¿verdad? Le gustaba salirse con la suya y lo lograba. Pero en este caso no lo logró. Sir Edward dominaba en el castillo y todo el mundo… hasta milady, tenía que inclinarse ante su voluntad. Ella quería despedir a Valerie Stretton. Pero sir Edward dijo: «No, se queda». También fue raro que milady lo aceptara y que Valerie se quedara como niñera. Siempre se han tratado con frialdad y distancia. Pero la verdad es que sir Edward no era un hombre corriente.
—Era como un potentado oriental con sus mujeres y sus hijos bajo un mismo techo.
—Yo no debería estar enterada de eso —dijo Edith—, pero la verdad es que hay poco que yo no sepa acerca del castillo.
Mayo 11.
Creí que mi paciente se moría anoche. Tuvo un tremendo ataque de asma y se le cortaba el aliento. Mandé a Betsy en busca del doctor Elgin y, cuando vino, me dijo que yo debía estar preparada para esos ataques. Eran peligrosos. Cuando ella se recobró un poco él le dio un sedante y después se dirigió a mi salita (al lado del dormitorio en el torreón) y me habló de la enferma.
—Es una situación desdichada —dijo—. Se sentiría mejor en un clima al que estuviera acostumbrada. Los cambios súbitos de aquí la afectan. La humedad no le hace bien. Y tiene un principio de tuberculosis. Y su carácter no la ayuda.
—Parece una mujer desdichada, doctor.
—Su matrimonio es un poco incongruente.
—¿Por qué ha venido ella aquí? No tiene mucho sentido ya que su marido está aquí tan poco.
—Naturalmente es por el niño. Hasta que Rex Crediton tenga un heredero, el niño es importante. Además quieren educarlo más o menos para el negocio. Es absolutamente a causa del chico que ella está aquí.
—Mala suerte para la madre.
—Es una situación desusada. Probablemente usted ya está enterada de que el niño es nieto de sir Edward, aunque sea por el lado izquierdo. Quieren que la empresa esté en manos de la familia y, cuantos más haya, mejor. Sé que siempre sir Edward lamentó tener sólo dos hijos. Había imaginado una gran familia. Fue la única cosa que no pudo controlar, y eso lo enfurecía. Lady Crediton está decidida a seguir adelante con las ideas de su marido. Por eso está aquí el joven Edward, para aprender el ABC del negocio naviero.
—Creo que la señora Stretton tiene nostalgias de su patria. A propósito, ¿de dónde es?
—De una isla en el Pacífico, no muy lejos de Friendly Isles. Se llama Coralle. Creo que su padre era francés y su madre mestiza de polinesia. Aquí está como un pez fuera del agua.
—Al ataque de anoche siguió un despliegue de furor.
—Era de esperar. Hay que procurar que esté tranquila.
Sonreí tristemente.
—Me recuerda a un volcán, lista para estallar en cualquier momento. El peor carácter para alguien que padezca su enfermedad.
—Debe usted procurar que ella esté contenta, nurse.
—El marido lo lograría… si viniera. Siento que la ausencia de él es la causa de la desdicha de ella.
—Se casó con un marino, debía esperar que él estuviera ausente. Vigile atentamente su dieta. Nunca le permita una comida pesada… pequeñas cantidades y con frecuencia es la regla.
—Sí, doctor.
—Nada más que un vaso de leche o de chocolate con pan y mantequilla como desayuno. A las once, leche… quizás un huevo. El huevo debe tomarlo dentro de la leche. En la comida del mediodía puede tomar un poco de vino, pero no mucho. Y antes de acostarse un vaso de leche con una cucharadita de coñac.
—Tengo anotada la dieta, doctor.
—Bien. Si ella estuviera dichosa mejoraría. Estos perturbadores ataques son resultado de tensiones internas. Ahora dormirá y ya verá usted que está tranquila cuando despierte.
Cuando el médico se fue comprendí hasta qué punto había estado alarmada. De verdad creí que la señora Stretton iba a morirse. No pretendo tenerle cariño, había en ella algo que hacía que a los demás les resultara difícil quererla, pero pensé que, si se moría, yo ya no seguiría en el castillo. Y esta idea me preocupaba mucho. Pero naturalmente así es mi trabajo. Estoy un tiempo en algún lugar y después, como dice Edith, «sucede algo» y ya no se necesitan mis servicios. Es una existencia vagabunda; y lo recuerdo desde que he llegado a Langmouth… primero cuando tuve que dejar a Anna, y ahora ante la perspectiva de dejar el castillo. Me gustan estos gruesos muros y el hecho de que sea un falso castillo hace que lo quiera más en cierto modo. Creo que habría simpatizado con sir Edward. Es lástima que haya muerto antes de mi llegada. He visto varias veces a su hijo Rex. Nos encontramos con frecuencia… con demasiada frecuencia para que sea casual. Estoy enormemente interesada en él y deseo saber algo de su infancia, cuando Valerie Stretton era su niñera y lo que opina de su medio hermano, Redvers. ¡Ojalá viniera el capitán! Estoy segura de que mi pobre enferma sería más feliz; y sería interesante ver cómo se entienden entre ellos.
Mayo 12.
Anoche estuve con la enferma cuando volvía de los sedantes. Su nombre es Monique. Un nombre tan digno no le sienta en verdad. La imagino tirada en la arena de las playas bajo las palmeras y contemplando los arrecifes de coral que rodean la isla. Usa coral con frecuencia y le queda bien. Imagino cómo conoció al capitán, que quizá fue a esa isla Coralle en busca de copra y pescado o algo por el estilo, para llevar de vuelta a Sidney. La imagino con flores exóticas en el pelo. Él quedó cautivado entera y tontamente, porque se casó con ella sin pensar si iba a encajar en la sociedad del Castillo Crediton. Pero esto es pura imaginación. Probablemente las cosas han sido muy diferentes.
Mientras yo estaba sentada a su lado ella empezó a murmurar; oí que decía:
—Red… oh, Red… no me quieres…
Muy revelador, porque demuestra que él está siempre en sus pensamientos. De pronto dijo:
—¿Está usted ahí, nurse?
—Sí —dije para tranquilizarla—. Procure descansar. Es lo que el doctor desea.
Ella cerró los ojos, obediente. Realmente era hermosa… como una muñeca, con su tupido pelo negro y sus largas y oscuras pestañas; su cutis parecía color miel contra el blanco del camisón; su frente es baja. Creo que envejecerá con rapidez. No puede tener más de veinticinco años en este momento.
Murmuraba para sí y me incliné para escuchar.
—Él no quiere volver —decía—. Desearía que no hubiera sucedido. Quiere ser libre.
Bueno, señora, pensé, no me sorprende que tenga usted ataques como los de hace un rato.
Es salvaje, apasionada y sin control. ¿Qué pensará lady Crediton de una criatura semejante? Una cosa debe alegrarla. Si uno de los hermanos dio un faux pas, éste no fue al menos su precioso hijo. Imaginé su furia si el importante Rex hacía una mésalliance. ¿Qué haría? ¿Tiene acaso poder para hacer cualquier cosa? No cabe duda de que tiene participación en la empresa: seguramente es una accionista importante.
Hay cosas muy interesantes para aprender en el castillo; en verdad más interesantes que las tribulaciones matrimoniales de este lindo pescadito que han sacado del agua, al cual tengo que cuidar.
Mayo 15.
He oído hoy que el capitán está en camino de regreso y llegará dentro de cuatro semanas. Fue Edward quien me lo dijo. Nos hemos hecho amigos; debo reconocer que me parece un chiquito muy inteligente y lamento que esté al cuidado de la remilgada señorita Beddoes. Es la mujer menos imaginativa que existe, y Edward es un muchachito difícil en lo que se refiere a ella. El otro día lo trajo de su paseo por los jardines chorreando agua. Él dijo que había decidido bañarse vestido en la fuente. Ella es muy aturullada y él ríe cuando lo reprende. En cierto modo es culpa de ella: tiene tan poca confianza en sí misma que el travieso chico lo siente y se aprovecha. Él sabe que debe hacer lo que le digo o irse. Pero supongo que para mí la cosa es más fácil, ya que no estoy a cargo de él. Es evidente que piensa que soy inteligente y que me ocupo de su madre como la pobre señorita Beddoes se ocupa de él. Y el hecho de tener autoridad sobre una persona mayor me vuelve muy importante ante sus ojos. Entra en el cuarto de su madre y me observa cuando le doy los remedios. Tengo una cocinita donde le preparo la comida y él me mira hacerlo. Le gusta lo que llama «probar» los platos de mamá: La señorita Beddoes frunce el ceño ante esto. Dice que es atiborrarse entre las comidas y que esto le quita el apetito; y como suele suceder con los niños, cuanto más se le prohíbe una cosa, más le gusta. En ciertos aspectos es un niñito solitario. Es muy pequeño; el castillo es muy grande y la madre no tiene idea de cómo se debe tratar a un niño. A veces lo mima y quiere acariciarlo; otras se enoja con él y no tiene tiempo para dedicárselo. Me doy cuenta de que él la quiere. Desprecia a la señorita Beddoes; tiene miedo a lady Crediton; pero quiere a la abuela Stretton y va a visitarla todos los días, aunque Jane no lo deja quedarse mucho tiempo porque dice que cansa a su patrona. No me sorprende que se haya aficionado a mí. Soy, supongo, más regular; mi actitud no cambia. Nunca alboroto cuando se trata de él; lo cierto es que le presto poca atención; pero simpatizamos.
De modo que él entró esta mañana cuando yo preparaba la leche de media mañana para su madre y cortaba el pan. Se sentó a mirarme, balanceando las piernas. Comprendí que tenía alguna noticia excitante que contar, y pensaba cuál sería la mejor manera de sorprenderme. No podía guardar la cosa para sí.
—Papá viene a casa.
—Bueno, ¿estás contento?
Él miró con timidez la punta de su zapato.
—Sí —dijo. Y después—: ¿Y tú?
—Todavía no lo sé.
—¿Cuándo lo sabrás?
—Quizá cuando lo vea.
—¿Y crees que él te va a gustar?
—Supongo que dependerá de que yo le guste a él.
Por algún motivo esto pareció divertirlo; rió fuertemente, aunque quizá fuera de placer.
—A él le gustan los barcos y el mar y los marineros y yo…
—Eso parece una canción —dije.
Y empecé a cantar:
—Le gustan los barcos y el mar y los marineros y yo…
Me miró admirado.
—Sé de otra cosa que te gusta —dije.
—¿Cuál es, cuál es?
—El pan con mantequilla.
Puse una rebanada en un plato y se lo tendí.
Mientras comía, la señorita Beddoes vino a buscarlo. Sabía que tenía que venir directamente a mi cuarto cuando no lo encontraba.
Al verla él se llenó la boca de pan.
—¡Edward! —exclamó ella, enojada.
—Se va a atragantar —dije—. Eso le enseñará.
—No debes venir aquí… a atiborrarte entre las comidas.
En verdad me criticaba a mí, no a él. Decidí ignorarla y seguí preparando pan con mantequilla. Ella se llevó a Edward. En la puerta él se volvió y me miró. Parecía a punto de llorar, pero le hice un guiño y eso lo hizo reír. Siempre era así y hacía toda clase de contorsiones con la cara para procurar también hacer un guiño. Era burlarse de la autoridad, naturalmente, y yo estaba mal al hacerlo, pero aquello detuvo sus lágrimas… y después de todo era una pobre criatura solitaria.
Cuando llevé la bandeja, Monique estaba sentada en la cama con una bata de encajes, mirándose en un espejo de mano. Evidentemente había oído las noticias. ¡Cuánta diferencia en una mujer! En este momento estaba muy bella. Pero hizo un mohín ante la bandeja.
—No quiero eso.
—Vamos —dije— tiene que estar sana para cuando llegue el capitán.
—¿Usted está enterada…?
—Su hijo me lo acaba de decir.
—¡No hay nadie como usted! —dijo ella—. Lo sabe todo.
—Todo no —dije modestamente—, pero al menos sé lo que a usted le conviene.
Sonreí con mi brillante sonrisa de enfermera. Me sentía contenta de que finalmente el capitán volviera a su casa.
Mayo 18.
Parece increíble que haga tan poco tiempo que estoy aquí. Siento que los conozco a todos muy bien. Lady Crediton mandó buscarme ayer por la tarde. Quería que la informara sobre mi enferma. Le dije que la señora Stretton parecía mejorar y que no cabía duda de que la nueva dieta que le había recetado el doctor Elgin había sido beneficiosa.
—¿Está usted cómoda, nurse? —me preguntó.
—Muy cómoda, gracias, lady Crediton.
—El niño Edward tiene un resfriado. Tengo entendido que el otro día se tiró vestido en la fuente.
Me pregunté quién se lo había dicho. Probablemente Baines… imaginé que Edith se lo había contado a Baines y Baines había llevado la noticia a lady Crediton. Quizá nuestras travesuras eran anotadas y presentadas a nuestra patrona.
—Es muy sano y pronto se recobrará. Creo que con que pase uno o dos días en su cuarto se pondrá bien.
—Hablaré con la señorita Beddoes. En verdad debería controlarlo más. ¿Cree usted que conviene que lo vea el doctor Elgin cuando venga, nurse?
Dije que podía hacerse, pero que no creía necesario llamarlo especialmente.
Ella inclinó la cabeza.
—¿La señorita Stretton ha vuelto a tener esos ataques?
—No. Su salud ha mejorado desde que se enteró de que su marido está en camino.
Los labios de lady Crediton se endurecieron. Me pregunté cuáles serían sus pensamientos hacia Redvers. Ya lo sabría cuando él llegara.
—El capitán llegará después de la fiesta de la casa. Le recomiendo especial cuidado con su enferma. Sería muy molesto que estuviera mal en ese momento.
—Haré todo lo que pueda para que esté bien.
La entrevista había terminado. Yo estaba un poco temblorosa. No me asusto fácilmente, pero en los ojos de aquella mujer había algo parecido a los de la serpiente. La imaginé rompiendo la botella de champán llena de veneno contra el barco, mientras decía con voz firme: «Bautizo a este barco La Mujer Secreta». ¡Cómo debía de haber odiado tener a la otra mujer en su casa durante tantos años! ¡Y qué poder el de sir Edward! No era de extrañar que el castillo fuera un lugar excitante. ¡Cuántas emociones habían circulado bajo sus techos! Me sorprendía que lady Crediton no hubiera empujado a su rival por uno de los parapetos o que Valerie Stretton no hubiera puesto arsénico en la comida de milady. Debían haber habido muchas provocaciones. Y aún seguían viviendo bajo el mismo techo; Valerie Stretton había perdido a su amante protector; y yo suponía que toda la pasión se había agotado. Eran meramente dos señoras viejas, que habían llegado a la edad en la que el pasado parece insignificante. ¿O acaso se llegaba a esto alguna vez?
De todos modos, pensé, a mí no me gustaría ofender a lady Crediton. Y no había peligro de que lo hiciera por el momento. Era evidente que ella estaba satisfecha conmigo.
Me parecía que no lo estaba tanto con la señorita Beddoes, quien, en el momento que yo salía, se dirigía temblorosa hacia la habitación de su patrona.
Salí al jardín. Rex estaba allí.
—Los encuentro apropiados —contesté.
Él levantó las cejas y yo proseguí:
—Dignos del castillo.
—Parece que la divertimos nosotros y nuestras costumbres, nurse Loman.
—Tal vez —repliqué— me divierto con facilidad.
—Es un gran don. La vida se hace mucho más tolerable cuando es divertida.
—A mí siempre me ha parecido muy tolerable.
Él rió.
—Si nosotros la divertimos —dijo—, usted me divierte a mí.
—Me alegro. Detestaría aburrirlo o ponerlo melancólico.
—No creo que eso pueda ser posible.
—Siento que debería hacer una cortesía y decir: «Gracias, hermoso caballero».
—Es usted muy distinta a todas las muchachas que he conocido.
—No lo dudo: trabajo para ganarme la vida.
—Sí, es usted un miembro muy útil de la comunidad. ¡Cuán grato es ser a la vez útil y decorativa!
—En verdad es grato ser descrita así.
—Eso de nurse Loman suena un poco grave. No le sienta.
—Es lo de «nurse», espero. Las enfermeras suelen ser dragones.
—¿Podría usted serlo?
—Si la ocasión lo exige.
—Creo que es usted capaz de ser cualquier cosa que exija la situación. Me gustaría pensar en usted no como en la nurse Loman.
—Supongo que me está pidiendo mi nombre de pila. Me llamo Chantel.
—Chantel… qué raro… y precioso.
—¿Y más adecuado para mí que «nurse»?
—Infinitamente más.
—Chantel Spring Loman —le dije y él quiso saber por qué me habían puesto esos nombres. Le conté que mi madre los había visto en una lápida y que le habían parecido interesantes. Él me condujo hasta los invernaderos y habló con los jardineros de las flores que debían ser llevadas a la casa para la fiesta. Me pidió consejo y se lo di de buena gana. Era halagador que lo repitiera a los jardineros, diciendo: «Hay que hacer esto».
Mayo 21.
Han ocurrido dramas en la casa en los últimos dos días. Creo que la cosa empezó antes que me diera cuenta. Noté que Jane Goodwin, la doncella de Valerie Stretton, estaba preocupada. Le pregunté si no se sentía bien.
—Estoy muy bien, nurse —contestó.
—Me ha parecido que estaba… preocupada.
—Oh, no, no —dijo ella, y salió corriendo. Entonces comprendí que algo no andaba bien. Empecé a pensar en lo que estaría pasando en el torreón occidental y me pregunté qué sentiría Valerie ante el regreso de su hijo. ¿Estaría ansiosa por verlo? Debía estarlo. Según todos los datos era un individuo fascinante. Su mujer estaba locamente enamorada de él y mi querida y fría Anna había estado dispuesta a enamorarse, de manera que sin duda su madre debía alegrarse del regreso. Rápidamente me había dado cuenta de que Jane era una de esas personas hechas para servir a los demás. Dudaba de que alguna vez hubiera tenido vida propia; el centro de su existencia debía ser su patrona y amiga, en este caso Valerie Stretton. De manera que, si Jane estaba preocupada, algo no andaba bien con Valerie.
Eran cerca de las nueve de la noche. Yo había dado su comida a Monique y estaba leyendo cuando Jane golpeó mi puerta.
—Oh, nurse —dijo—, venga en seguida. Se trata de la señora Stretton…
Corrí al torreón oeste y encontré a Valerie Stretton tendida en la cama, retorcida de dolor. Creí comprender lo que pasaba y era lo que yo había sospechado. Me volví a Jane y dije:
—Llame en seguida al doctor Elgin.
Jane salió corriendo. Yo no podía hacer nada. Creí que se trataba de un ataque de angina y pensé «el corazón» en cuanto la miré.
Me incliné sobre ella.
—Pronto pasará. Creo que ya está pasando.
Ella no habló, pero creo que le hizo bien que yo estuviera a su lado. Pero me sorprendió la forma en que estaba vestida. Llevaba botas altas; el barro de las botas había manchado la colcha y el sombrero había caído de su cabeza. Lo que especialmente me llamó la atención fue el tupido velo que debía haber ocultado su rostro. Había salido. Yo no lo habría creído posible de no haber visto las botas y el sombrero. ¿Por qué había salido vestida de aquella manera a aquella hora de la noche?
El doctor se calmaba. Este tipo de ataques suele durar una media hora; y me di cuenta de que no era un ataque importante.
Pero era un aviso.
Sin molestarla le quité las botas: estaban llenas de barro. Recogí el sombrero. Pero no le quité la casaca, porque no quería moverla hasta que llegara el médico.
Cuando él llegó el ataque había pasado. Él la examinó y yo la desnudé con cuidado. Ella estaba demasiado agotada para describir su mal, pero yo conté lo que había visto y él pareció grave. Dijo que debía descansar; quería que durmiera.
El vino después a mi salita.
—¿Es grave, doctor?
Él asintió.
—Angina pectoris, sin duda. Me alegro de que usted esté aquí, nurse. Es decir, si está usted dispuesta a hacerse cargo de otra paciente.
—Claro que lo estoy.
—Quiero que la vigile con cuidado. Debe hacer el mínimo de esfuerzo; hay que evitar la fatiga y la ansiedad; también la excitación. Y también hay que vigilar su dieta. Debe comer poco y espaciado. Probablemente usted habrá atendido casos similares.
—Sí, mi paciente antes de la señorita Brett sufría del corazón.
—Bien, ruede que no se presente otro ataque en semanas, en meses… o más. Por otra parte podría tener otro en una hora. Dele un poco de coñac si hay señales de otro ataque. Y le mandaré nitrato de amyl. ¿Sabe cómo usarlo?
—¿Cinco gotas en un pañuelo para que las aspire?
Él asintió.
—¿Estaba sola cuando le ocurrió el ataque?
—No, Jane Goodwin la acompañaba. Pero creo que recién había llegado.
—Ah, caminó demasiado. Debe tener cuidado en el futuro. Debe tener siempre a mano un trozo de algodón mojado en nitrato de amyl. Hay un frasco especial que le daré a usted; tiene un tapón muy apretado. Ponga las cinco gotas en el algodón y el algodón en el frasco; si ella siente que se acerca un ataque y está sola lo tendrá a mano para usarlo. Quiero que descanse un rato… y que usted o Jane Goodwin estén cerca. Jane parece una muchacha inteligente.
Dije que estaba segura de que así era.
—Está bien, iré a ver a lady Crediton y le diré cómo están las cosas. Debe estar agradecida de tenerla a usted en la casa, nurse.
Lady Crediton, si no agradecida, ya que no podía estarlo hacia alguien a quien pagaba, por lo menos encontraba muy conveniente (fueron sus palabras) que yo estuviera allí.
—El doctor Elgin me ha dicho que usted cuidará a la señora Stretton, la mayor —dijo, como si se tratara del más leve de los deberes—. Tengo entendido que sufre del corazón —levantó la cabeza desaprobando, como si dijera: «Es típico de una mujer como ésa sufrir del corazón en un momento como éste».
Pensé que era tan dura como los clavos que ponían en las «damas» de la empresa (si es que se usan clavos, mis conocimientos sobre la construcción de barcos son nulos). Podía verla feroz e implacable, y nuevamente me pregunté cómo una mujer semejante había tolerado la situación en que la había puesto sir Edward. Sólo demostraba que él habría sido un hombre de hierro. Y de pronto se me ocurrió que lo que ella amaba era la empresa naviera. Era el Gran Negocio, la adquisición de dinero. Sir Edward y ella habían sido socios no sólo en el matrimonio sino en los negocios, y si el matrimonio le había fallado, ella estaba decidida a que nunca le fallara el negocio.
Mayo 24.
Hay en el aire la sensación de que nos acercamos a una crisis. Creo que se debe a la reunión que se dará el 1 de junio. ¡Cuánta actividad en todo el castillo! Baines, muy importante, se pavonea (no hay otra palabra para decirlo) investigando la bodega, dando instrucciones a las doncellas e informando a los lacayos lo que se espera de ellos. La visita de los Derringham va a ser importante. Me parece que Rex está un poco inquieto. Tal vez no le gusta la «bella» Helena Derringham. Es irónico que la llamen «Helena». Helen habría sido más adecuado. Le dije algo sobre la cara que había botado mil barcos y él rió con un poco de tristeza, como si se tratara de un asunto muy serio (o muy melancólico) para bromear con él. Creo que la idea del casamiento es de lady Crediton. Espera que Rex se case como ella desea. ¡Pobre Rex! Siento que esto es una especie de prueba para él. Él ha estado con Helena en bailes, cuando la presentaron en sociedad hace dos años, y me parece que no quedó muy impresionado por sus encantos. Pero naturalmente milady controla la empresa. Esto también se le escapó. Sir Edward ha dejado todo en manos de ella. Debe haber sentido mucho respeto por su capacidad de mujer de empresa… porque estoy segura de que no era hombre de engañarse. Creo que podría ser incómodo para Rex si no se sometiera a los deseos de su madre. Ella controla la compañía; y puede desheredar a Rex si él la desagrada. Me pregunté si la dejaría en este caso al capitán. No, estoy segura que pienso algo que ella no haría jamás. Le desagrada amargamente que Red tenga cualquier participación; pero la parte de él es pequeña; sir Edward se la dejó y, naturalmente, él siempre será uno de los capitanes de la empresa. Me sorprendió que Rex me lo contara. Aunque nuestra amistad es bastante especial… quizá como la que tengo con Edward. Me encuentra distinta a las otras personas de la casa. Además la gente en el castillo se comporta de manera poco convencional.
Mayo 25.
Mi primera paciente está mucho mejor. Florece. Se debe a la idea del regreso de su marido más que a mis cuidados, estoy segura. Siempre es así con este tipo de enfermos. Pero tengo dificultades para hacerla descansar y seguir su dieta. Curiosamente, cuando está excitada quiere comer más; va al ropero y se prueba vestidos… todos de alegres colores. Le gusta una túnica floreada, suelta, sin forma y abierta hasta la rodilla. Parece, como dice Edith desaprobando, «extranjera». Ayer por la tarde tuvo un acceso de rabia porque no encontraba el lazo que buscaba. Creí que iba a tener un ataque… pero lo evitamos. Mi otra enferma está mucho más grave y tengo que pasar mucho tiempo a su lado. Jane me da la bienvenida, porque creo que siente que sé tratar a su patrona. Pregunté ayer a Valerie Stretton si había caminado muy lejos el día del ataque.
—Sí, bastante lejos —dijo con cautela.
—¿Más que de costumbre?
—Sí, mucho más lejos.
—Generalmente usted camina dentro de la propiedad, ¿no?
—Sí, pero…
Arañaba la colcha y pensé que era mejor cambiar de tema, porque aquello la excitaba demasiado. Pero, me pregunté: ¿era la mera fatiga la que había provocado el ataque o se debía a alguna ansiedad?
Descubrí que antes había tenido ligeros avisos en forma de leves dolores en los brazos y en el pecho. Habían pasado en unos minutos sin embargo, y ella los había considerado vagamente como una forma de reumatismo. Dije:
—Hay que evitar hacer demasiado ejercicio. Nunca debe fatigarse. Pero creo que la ansiedad es lo más peligroso.
Nuevamente aquella mirada de miedo.
Al dejarla tuve la certeza de que había algo en su mente. Me pregunté qué sería y, conociéndome, comprendí que no iba a ser feliz hasta saberlo.
Junio 6.
Hace casi una quincena que no puedo escribir en mi Diario, y no es sorprendente. Hemos tenido mucha agitación en el castillo, debida, naturalmente, a la visita de los Derringham. Llegaron primero, un precioso día de verano, y las rosas estaban magníficas. Los jardineros estaban en una fiebre de excitación y los prados y los canteros se presentaban espléndidos. El aroma de claveles llenaba el aire y las marquesinas en el prado de la fuente habían sido colocadas para el garden party, que sería el primero de lo que Edith llamaba «quehacer». Yo anhelaba echar un vistazo a la bella Helena y, cuando la vi, comprendí la melancolía de Rex. No dudo que es una joven llena de virtudes, pero por cierto no es atractiva. Es torpe, con grandes pies y manos, y camina como una mujer que ha pasado mucho tiempo en la montura, y no dudo de que así es. De hecho su cara tiene un aire caballuno; su risa tiene también una calidad de equina: relincha, como quien dice. Habla con voz alta y penetrante; es todo un personaje. Me pregunté si lady Crediton habría sido como ella en su juventud, y se me ocurrió que sir Edward debía haberse sentido tan poco dispuesto como se sentía ahora Rex. Pero sir Edward cumplió su deber. Y no cabía duda de que lady Crediton aprobaba de todo corazón a Helena Derringham. No podía evitarlo, considerando la fortuna millonaria de los Derringham, y el hecho de que sir Henry no tenía hijos varones. Además, adoraba a su hija. Me alegré de que algunas personas la admiraran, porque me pareció que Rex no era el caballero atento que su madre y el padre de Helena esperaban que fuera.
Yo estaba en la ventana observando a los invitados en el prado. Era un día perfecto. Hasta el tiempo tenía que adular a lady Crediton. La hierba era más aterciopelada y verde que nunca; y los vestidos de color, los grandes sombreros alados y las sombrillas formaban un cuadro encantador, acentuado por las ropas oscuras de los hombres. Anhelé estar allí. Imaginé el vestido que me habría puesto: verde como la hierba, y un peinado alto. Tal vez llevara una guirnalda de flores y un velo, pero nada más, y una sombrilla que sería una masa de verde y volados blancos, como la que más admiraba allí. De tener la ropa hubiera bajado y me habría mezclado con los invitados, y habría sido tan bonita y divertida como cualquiera… y nadie se habría dado cuenta de que soy una mera enfermera.
«Basta, Cenicienta Loman» me dije. «Es inútil que busques un hada madrina con una varita mágica y una calabaza. Ya deberías haber aprendido que tú tienes que ser tu hada madrina».
Monique había bajado a la reunión. Insistió en hacerlo. Quedaba rara entre aquellas elegantes mujeres. Monique nunca sería elegante: sólo llamativa. Supuse que a lady Crediton no debía gustarle que estuviera allí. ¡Es hartante, debía pensar, que esté lo bastante bien como para asistir al garden party, cuando en otras ocasiones ha estado tan enferma que el doctor Elgin recomendó que le tomáramos una enfermera!
Rex fue atento con ella, lo que era bondadoso de su parte. Tenía mucho cariño a Redvers, de manera que supongo que creía que debía ser amable con su esposa.
Fui a ver a mi otra paciente y la encontré sentada ante la ventana del torreón, contemplando la escena.
—¿Cómo se siente hoy? —pregunté, sentándome a su lado.
—Estoy muy bien, gracias, nurse.
Naturalmente no era verdad.
—Es colorido —dije—. Algunos de los vestidos de las damas son en verdad hermosos.
—Veo allí a la señorita Derringham… vestida de azul.
La miré: era un tono feo de azul, demasiado claro. Hacía que su fresco color pareciera crudo.
—Se espera —dije— que se haga un anuncio durante esta visita. —Porque nunca logro dominar bastante mi curiosidad como para no sacar a la luz los temas de los que deseo hablar.
—Es casi una certeza —dijo.
—¿Cree usted que la señorita Derringham aceptará?
—Naturalmente —pareció sorprendida de que yo pudiera suponer que alguien era capaz de rechazar a Rex. Recordé que había sido su niñera y que debía haberlo amado cuando niño, aunque no tanto como a su hijo, naturalmente; pero los niños pequeños suelen ser adorables.
—Será una idea excelente vincular las dos empresas, y naturalmente es lo que sucederá. Seguramente será entonces una de las mayores empresas del reino.
—Muy bien —dije.
—Tiene suerte esa joven. Rex siempre ha sido un muchacho bueno. Merece su buena fortuna. Ha trabajado duro. Sir Edward estaría orgulloso de él.
—De modo que usted desea que se realice este matrimonio.
Pareció sorprendida de que yo implicara que podía haber un elemento de duda.
—Sí, compensará el matrimonio de Red. Eso ha sido un desastre.
—Bueno, quizá no tanto. Edward es un niño encantador. Ella sonrió con indulgencia. —Será idéntico a su padre.
Era muy grato hablar con ella, pero tuve la impresión de que iba a revelar poco. Había un decidido aire de cautela en ella. Supuse que era natural, teniendo en cuenta su pasado. Recordé que mi hermana Selina me llamaba «El Inquisidor», porque afirmaba que yo era totalmente sin escrúpulos cuando se trataba de obtener información de personas que no querían darla. Debía dominar mi curiosidad. Pero me dije que era necesario que supiera lo que pasaba en la mente de la enferma; tenía que impedir que se esforzara, que se preocupara… ¿y cómo hacerlo a menos de saber lo que la preocupaba?
En eso se presentó Jane con una carta para su patrona.
Valerie tomó la carta y vi que, cuando sus ojos cayeron sobre el sobre, su cara se volvió gris. Seguí hablándole, fingiendo no haberlo advertido, pero comprendí que prestaba escasa atención a lo que yo decía.
Era una mujer angustiada. Algo la preocupaba. ¡Cómo deseaba saber qué era!
Era evidente que ella quería estar sola y no pude ignorar una sugerencia que me hizo; la dejé.
Diez minutos después Jane me llamó. Volví al cuarto de Valerie y le di nitrato de amyl. Obró milagrosamente y paramos el ataque cuando era sólo un dolor apagado en los brazos, y acabó antes de llegar al pecho y ser una completa agonía.
Dije que no era necesario llamar al doctor Elgin: él venía al día siguiente. Y me dije: en esa carta había algo que la trastornó.
Al día siguiente ocurrió un incidente muy desagradable. La señora Beddoes me había desagradado desde el principio, y a ella le pasaba lo mismo conmigo. Valerie se sentía tanto mejor que salió a dar un breve paseo por el jardín con Jane, y yo estaba poniendo en su cama un soporte especial para descansar donde el doctor Elgin había sugerido que se recostara cuando la respiración se hiciera difícil.
El cajón de su mesa estaba abierto y vi en él un álbum de retratos. No resistí sacarlo y echarle un vistazo.
Había muchas fotografías… casi todas de los muchachos. Debajo de cada una estaba escrito con cariño: «Redvers a los doce años; Rex a los dos años y medio». Había un retrato de ambos juntos y otro con ella. Era muy, muy bonita en esa época, pero parecía como acosada. Evidentemente procuraba hacer que Redvers mirara donde le pedía el fotógrafo. Rex se apoyaba contra su rodilla. Era bastante encantador. No me cabía duda de que los había amado mucho a ambos; me daba cuenta por la forma en que hablaba de ellos y supuse que no quería mostrar favoritismo hacia su propio hijo: de todos modos ambos eran hijos de sir Edward.
Dejé el álbum y, en ese momento, vi un sobre. En seguida pensé en lo que la había preocupado y me pregunté si ésta sería a carta. No podía estar segura porque era un sobre blanco ordinario, como tantos. Lo recogí. Lo tenía en la mano cuando fui consciente de que había alguien en el cuarto, observándome. Aquella voz sigilosa, gimiente, dijo:
—Estoy buscando a Edward. ¿No está aquí?
Me di vuelta precipitadamente con la carta y furiosa contra mí misma, porque me di cuenta de que tenía aire culpable. El hecho es que no había mirado dentro del sobre. Simplemente lo había recogido, pero pude ver por la expresión que la mujer creía haberme pescado con las manos en la masa.
Dejé el sobre en la mesa, tan descuidadamente como pude y dije con tranquilidad que creía que Edward estaba en el jardín. Probablemente estaba paseando con su abuela y Jane. Estaba furiosa contra ella.
Nunca olvidaré la noche del baile de fantasía. Fui muy audaz, pero siempre lo he sido. Curiosamente fue Monique quien me incitó. Creo que me estaba cobrando afecto; quizá reconocía en mí a una rebelde, como ella. Yo la alentaba a confiar en mí, porque mi política es que, cuanto más sé de mis enfermos, mejor es. Ella había empezado a hablarme de la casa donde vivía con su madre en la isla de Coralle. Parecía una mansión rara, destartalada, cerca de una plantación de azúcar que había poseído su padre. Él murió y la vendieron, pero su madre seguía viviendo en la casa. Al hablar me daba la sensación de un calor perezoso y húmedo. Me contó que, cuando niña, solía ir a ver los grandes barcos que entraban y cómo los nativos bailaban y cantaban para darles la bienvenida y para despedirlos. Los grandes días eran cuando llegaban los barcos y se instalaban los quioscos en el muelle, con collares de cuentas e imágenes, faldas de paja y chinelas, y canastos que habían hecho de prisa para vender a los que visitaban la isla. Sus ojos chispeaban al hablar y dije:
—Lo echa usted de menos —y ella respondió que así era. Y, mientras hablaba, empezó a toser. Pensé entonces: allá se sentiría mejor.
Era infantil de muchas maneras y su estado de ánimo cambiaba con tanta rapidez que nunca se podía estar seguro en un momento de abandono y risa si no iba a estar al borde de la melancolía en el siguiente. No había ningún contacto entre ella y lady Crediton; se sentía mucho más feliz con Valerie, pero Valerie era una persona mucho más cómoda.
Hubiera querido ir disfrazada al baile, pero había tenido un ataque de asma por la mañana y hasta ella se daba cuenta de que hubiera sido una locura.
—¿Cómo se hubiera vestido? —le pregunté. Dijo que hubiera ido disfrazada de lo que era: una isleña de Coralle. Tenía algunos preciosos collares de coral y llevaría flores en el pelo, que iría suelto sobre los hombros.
—Quedaría usted magnífica, estoy segura —le dije—. Pero todos la reconocerían.
Estuvo de acuerdo y dijo:
—¿Qué se pondría usted… si tuviera que ir?
—Depende de lo que encontrara.
Me mostró las máscaras que iban a usarse. Edward las había sacado del gran bol de alabastro en el vestíbulo, y se las había traído. Había entrado con una puesta y gritando: «¡Adivina quién es, mamá!».
—No tuve que adivinar —añadió.
—Tampoco tendría nadie que adivinar nada si usted fuera vestida como sugiere —le recordé—. En seguida la descubrirían, y el punto principal es disfrazarse.
—Me gustaría verla a usted disfrazada, nurse. Podría ir usted vestida de enfermera.
—Sería lo mismo que usted con sus collares de coral y el pelo suelto. Me reconocerían en seguida y me echarían por impostora.
Rió inmoderada.
—Me hace usted reír, nurse.
—Bueno, vale más que hacerla llorar.
Me atrajo la idea de disfrazarme.
—Me pregunto cómo podría ir —dije—. Sería gracioso poder disfrazarme de tal modo que nadie me reconociera.
Me tendió una de las máscaras y me la puse.
—Ahora parece usted peligrosa.
—¿Peligrosa?
—Como una tentación.
—Un poco diferente a mi papel habitual —me miré en el espejo y una gran excitación se apoderó de mí.
Ella se sentó en la cama y dijo:
—Bueno, nurse, bueno…
—Si tuviera usted un vestido que yo pudiera usar…
—¿Quiere ir como una muchacha de las islas?
Abrí la puerta de su ropero; sabía que ella tenía algunos vestidos exóticos. Los había comprado cuando venía en viaje desde Coralle en algunos puertos orientales en los que se habían detenido. Había un vestido verde y oro. Me quité mi ropa de trabajo y me lo puse. Ella aplaudió.
—Le queda bien, nurse.
Saqué las horquillas de mi pelo, que cayó sobre mis hombros.
—¡Nurse, usted es muy bella! —exclamó—. ¡Su pelo tiene reflejos rojos!
Sacudí la cabellera.
—No parezco una enfermera en este momento, ¿no?
—No la reconocerán.
La miré, atónita. Yo sabía que iba a asistir a la fiesta, pero me sorprendió que ella lo supiera. Miré alrededor de la habitación.
—Agarre lo que quiera, lo que quiera —exclamó ella. Encontré un par de chinelas doradas—. Las compré en el viaje —añadió.
Eran grandes, pero no importaba: hacían juego con el vestido verde y oro.
—¿Pero qué se supone que es mi disfraz? —Tomé un trozo de delgada cartulina que Edward usaba para las lecciones de dibujo (había venido a mostrarle su último dibujo) y lo enrollé hasta darle forma de cono—. Tengo una idea —dije. Agarré una aguja, un hilo y, en un momento, cosí mi bonete puntiagudo. Después tomé uno de sus chales de chiffon color oro, lo envolví en el bonete y lo dejé caer en cascadas.
Ella estaba de cuclillas en la cama, balanceándose sobre los talones.
—Póngase el antifaz, nurse. Nadie la conocerá.
Pero yo no había terminado. Había visto una cadena de plata que con frecuencia ella usaba como cinturón y la puse alrededor de mi cintura; después, recogiendo un montón de llaves de la cómoda, las colgué de la cadena.
—¡Contemplad a la Chatelaine del Castillo! —dije.
—¿La Chatelaine? —preguntó—. ¿Qué es eso?
—La señora de la casa. La que guarda las llaves.
—Ah, eso le sienta.
Me puse la máscara.
—¿Se atreverá usted? —me preguntó.
Hay en mí cierta audacia. Selina la había notado y me había prevenido contra ella. Claro que iría.
¡Qué noche! Estoy segura de que nunca la olvidaré. Bajé y me mezclé con ellos; fue fácil deslizarme. Una salvaje excitación se había apoderado de mí. Selina había dicho que yo debía ser actriz: y ciertamente lo fui esa noche. Apenas representaba… realmente me sentía como la Chatelaine del Castillo, como si yo fuera la anfitriona y ellos mis invitados; rápidamente tuve un compañero que se apoderó de mí. Bailé, resistí sus tentativas de descubrir mi identidad y participé en el leve flirteo que parecía ser el propósito del baile.
Me pregunté cómo se entendería Rex con Helena Derringham; estaba segura de que, si él la reconocía bajo su disfraz, iba a hacer lo posible para rehuirle.
Era casi inevitable que me descubriera en un momento. Estaba bailando con un imponente caballero de la Restauración cuando me agarraron y me separaron de él. Riendo miré la cara enmascarada y supe que mi trovador era Rex.
Pensé: Si yo lo he reconocido, ¿me reconocerá él? Pero pensé que estaba mejor disfrazada. Además, yo esperaba verlo a él: él no me esperaba.
—Perdón por el trato rudo —dijo.
—Creo que hubiera sido más adecuado empezar con una serenata.
—Se apoderó de mí una necesidad irresistible —dijo—. Fue por el color de su pelo. Es muy desusado.
—Espero que hará usted una balada sobre mi cabellera.
—No la desilusionaré. Pero pensé que debíamos estar juntos… después de todo lo estamos.
—¿Lo estamos? —dije.
—Somos más o menos de la misma época. La dama medieval… La Chatelaine del Castillo y el humilde trovador que espera fuera para cantarle su devoción.
—Este trovador aparentemente ha logrado entrar en el castillo.
Él dijo:
—Podía usted haber venido disfrazada de enfermera.
—¿Por qué? —pregunté.
—Hubiera hecho usted el papel a la perfección.
—Y usted podría haber venido como el dueño de una empresa naviera. ¿Qué le parece? Un uniforme marino con una cadena de barquitos alrededor del cuello.
—Veo —dijo— que no necesitamos presentarnos. ¿De verdad creyó que no iba a reconocerla? Nadie tiene un pelo de ese color.
—¡De manera que mi pelo me ha delatado! ¿Y qué piensa hacer? ¿Despedirme a su debido tiempo?
—Me reservo el juicio.
—Entonces permita usted que me retire graciosamente. Mañana espero una convocatoria de milady. «Nurse, acabo de enterarme de su inconveniente conducta. Por favor, váyase en seguida de aquí».
—¿Y qué será de sus enfermas si las abandona de una manera tan cruel?
—Nunca las dejaré.
—Eso espero —dijo él.
—Bueno, ahora me ha pescado usted, como quien dice, no hay nada más que decir.
—Creo que hay mucho que decir. Le pido perdón por no haberle mandado una invitación. Usted sabe que, si estas cosas dependieran de mi…
Fingí alivio; pero todo el tiempo había sentido que estaba contento de que yo estuviera aquí.
De modo que bailamos y bromeamos; y él se quedó conmigo. Era agradable y sé que también para él lo era. Pero, si él había olvidado a Helena Derringham, a mí no me pasaba lo mismo. En mi manera impulsiva le pregunté si sabía de qué estaba disfrazada. Dijo que no había preguntado. ¿Y se hará un anuncio?, quise saber. Él dijo que seguramente no se haría esta noche. Los Derringham se iban el siete y, el seis por la noche, habría un gran baile. Algo más ceremonioso que esta noche.
—¿Y no se darán oportunidades a los curiosos? —pregunté.
—Me temo que no.
—Se hará el anuncio, habrá brindis; probablemente se festejará en la sala de servicio; y aquellos que no sean ni de abajo ni exactamente de arriba… como la enfermera y la sufriente señorita Beddoes… quizá puedan participar en la alegría general.
—No lo dudo.
—Permítame que le desee toda la felicidad que merece.
—¿Cómo sabe que merezco alguna?
—No lo sé. Deseo que, si la merece, la obtenga.
Él reía. Dijo:
—Me divierte mucho estar con usted.
—¿Quiere decir esto que me perdona mis pecados?
—Depende de los que haya cometido.
—Bueno, esta noche, por ejemplo, estoy aquí sin haber sido invitada. La Chatelaine con falsas llaves… y ni siquiera una tarjeta de invitación.
—Le repito que me alegra que haya venido.
—¿Me lo había dicho?
—Si no se lo dije antes se lo digo ahora.
—Ah, Señor Trovador —dije—, bailemos. ¿Y ha visto la hora? Creo que a medianoche se quitarán los antifaces. Debo desaparecer antes de la hora de las brujas.
—¿De modo que la castellana se ha convertido en Cenicienta?
—Para convertirse a medianoche en la humilde muchacha de servicio.
—Hasta ahora no me había dado cuenta de su humildad… aunque reconozco que tiene usted cualidades muy interesantes.
—¿Y qué importa? Siempre he desconfiado de los humildes. Vamos, señor. No estáis bailando. Esta música me inspira y no me queda mucho tiempo.
Bailamos y supe que no deseaba que me fuera. Pero partí veinte minutos antes de la medianoche. No tenía intenciones de ser descubierta por lady Crediton. Además recordé que sin duda Monique iba a estar esperando para enterarse de lo que había pasado. Nunca estaba segura de lo que ella podía hacer. De pronto podía ocurrírsele ver las cosas por su propia cuenta. Imaginé que bajaba, me buscaba y me delataba sin querer.
Estaba despierta cuando llegué a su cuarto y más bien enojada. ¿Dónde había estado yo todo ese tiempo? Se había sentido sin aliento, creyó que iba a tener un ataque. ¿Acaso mi deber no era estar con ella? Había pensado que sólo iba a bajar un momento y volver en seguida.
—¿Y qué hubiéramos ganado con eso? —pregunté—. Quise demostrarle que podía engañar a todos.
Inmediatamente recobró el buen humor. Le describí los bailarines, el gordo caballero de la Restauración que había flirteado conmigo; lo imité e inventé un diálogo entre nosotros. Bailé por la habitación con mi vestido, porque no tenía ganas de quitármelo.
—¡Oh, nurse, usted no parece de verdad una enfermera!
—Esta noche soy la Chatelaine del Castillo —dije—. Mañana seré la severa enfermera. Ya verá.
Reía histéricamente, y me alarmé un poco. Le di una píldora de opio, me quité el disfraz, me puse mi vestido de enfermera y me senté junto a su cama hasta que quedó dormida.
Volví a mi cuarto. Miré por la ventana. Todavía se oía música. Debían haberse quitado los antifaces. Y seguían bailando.
Pobre Rex, pensé con malicia. Ahora no podría escapar a Helena Derringham.
Junio 7.
Hay una extraña sensación apagada en todo el castillo. Los Derringham se van. Anoche fue el gran final, el gran baile de ceremonia. Todos hablan de esto. Edith vino a mi cuarto con el pretexto de inspeccionar el trabajo de Betsy, pero en verdad para hablar conmigo.
—Es sorprendente —dijo—. No ha habido anuncio de compromiso. Baines había hecho todos los arreglos. Naturalmente íbamos a festejar en la sala de servicio. Lo esperaban. Y no hubo anuncio.
—¡Qué raro! —dije.
—Milady está furiosa. No ha querido hablar con el señor Rex. Pero lo hará. En cuanto a sir Henry, está muy fastidiado. No dio a Baines su propina usual, y generalmente es muy generoso. Baines me había prometido un vestido nuevo porque estaba seguro de que, después del anuncio, sir Henry iba a ser más generoso que de costumbre.
—¡Qué lástima! ¿Y qué puede significar esto?
Edith se me acercó.
—Significa que el señor Rex no se tragó el anzuelo, como quien dice. Dejó que pasara el baile sin declararse a la señorita Derringham. Es raro, porque todos lo esperaban.
—Eso demuestra —dije— que nunca se puede estar seguro de nada.
Edith estuvo entusiásticamente de acuerdo.
Junio 9.
Lady Crediton está claramente preocupada. Ha habido «escenas» entre ella y Rex. Los ácidos reproches entre madre e hijo no pudieron dejar de ser oídos por algunos criados, y adiviné que debía haber tenido lugar una animada conversación detrás de la puerta de bayeta verde y en la mesa presidida con sumo decoro por Baines en un extremo y Edith en el otro. Edith, naturalmente se enteró de muchas cosas, y no le desagradó decírmelas. Quedé muy interesada y lamenté que mi status especial dentro de la casa me impidiera unirme a esas entretenidas comidas, en las que la conversación debía ser tan animada… estoy segura de que los criados se divirtieron tanto como se hubieran divertido en el festejo que echaban de menos.
—De verdad —dijo Edith—, milady está que echa chispas. Le recordó a su hijo todo lo que le debía. Porque sir Edward tenía una alta opinión de ella, y ella tiene sobre los hombros una buena cabeza para los negocios. Siempre quiere tener la última palabra en asuntos de negocios. Y aunque no pueda quitarle ni un chelín, como se dice, puede desviar buena parte de las acciones. Ésa fue la palabra, «desviar». Baines la oyó claramente.
—¿Para qué lado las desviaría? ¿Para el capitán Stretton?
—¡Nunca! Podría formar una especie de trust… quizá para los hijos del señor Rex, si llega a tenerlos. Pero puede evitar que él tenga mucho que decir en la empresa después que ella muera. No más de lo que puede hacerlo ahora. Milady está que echa chispas, repito.
—¿Y el señor Rex?
—Sigue diciendo que necesita tiempo. Que no quiere precipitarse y demás.
—¿De modo que él no se ha decidido enteramente en contra de ese matrimonio?
—No. Simplemente no se ha comprometido. Pero ya lo hará.
—¿Está usted segura?
—¡Oh, sí! Es lo que milady quiere. Y ella siempre se sale con la suya.
—No lo logró… una vez.
Edith pareció sorprendida y yo fingí estar avergonzada.
—Bueno, todo el mundo lo sabe —proseguí—. No debe haberle gustado nada lo del capitán y la señora Stretton… pero tuvo que aceptarlo.
—Ah, pero estaba la voluntad de sir Edward. No se puede ir contra eso. Pero ahora no se trata de sir Edward, ¿no? Y Rex se someterá tarde o temprano. Es lástima que se demore tanto… ¡cuando se piensa en todos los preparativos que hizo Baines para los festejos del personal!
—Muy injusto para el señor Baines —comenté, y me pregunté si habría ido demasiado lejos. Pero Edith era incapaz de reconocer la ironía. No cabe duda que había sido inconveniente para Baines.
Junio 13.
He oído hoy —por intermedio de Edith— que sir Henry llevará a la señorita Derringham a hacer un largo viaje por mar. Será beneficioso para la salud de ambos.
—Van a Australia —dijo Edith— tienen allí una sucursal. Y nosotros también, naturalmente. Después de todo muchos de nuestros viajes principales son de ida y vuelta a Australia. Naturalmente tenemos por eso una sucursal. Sir Henry no es el tipo de persona que viaja por placer. Aunque lógicamente van como consecuencia de la desilusión sufrida.
—¿Y qué piensa de eso milady?
—Está furiosa. No me sorprendería que castigara al señor Rex.
—¿Mandándolo a la cama sin comer?
—¡Vamos, nurse, déjese de bromas! Ha hablado de abogados y cosas así.
—Pero creí que se trataba de una postergación y que él sólo había pedido un poco de tiempo.
—Supongamos que ella conozca a otro en el viaje.
—¡Ah, pero seguramente no hay otra empresa naviera como la nuestra!
—Claro que no la hay —dijo Edith terca—. Aunque sir Henry tiene los dedos en muchos pasteles como quien dice. Es un hombre que maneja amplios intereses. Tal vez esté pensando en otro candidato para la señorita Derringham.
—¿Qué haremos entonces?
Edith rió.
—No dude de que milady tiene en la manga la carta de triunfo. Sí, pensé; y me pregunté qué iba a pasar cuando la sacara a la luz.
Junio 18.
Ha llegado el capitán. ¡Qué convulsión en la casa! Naturalmente él no es tan importante como Rex, pero de alguna manera hace sentir su presencia. En los últimos días ha sido imposible controlar a Monique, que alterna entre la excitación y la depresión.
—Usted se enamorará del capitán, nurse —me dijo.
—Creo que eso es una exageración —dije, procurando portarme como una fría enfermera.
—¡Tonterías! Es algo que les pasa a todas las mujeres.
—¿Es tan devastadoramente atractivo?
—Es el hombre más atractivo del mundo.
—Es una suerte que no todas pensemos igual en estos asuntos.
—La gente piensa igual en lo que se refiere a él.
—Prejuicios de esposa —repliqué—, y muy loable, naturalmente.
Ella se probaba vestidos, agotándose; después quedaba deprimida. Una tarde, antes de la llegada de él, la encontré llorando en silencio. No era raro que llorara, pero sí que lo hiciera en silencio.
—No me quiere —dijo entre sollozos.
—Tonterías —dije—. Usted es su mujer. Y cálmese, por favor. Tiene que estar bien para Cuando él vuelva. Veamos ahora: ¿qué piensa ponerse para esa ocasión? ¿Esos preciosos corales? ¡Son tan bonitos! —Los deslicé en su cuello. Amo las cosas bellas y me sientan tan bien como a ella—. Éstos —dije— y ese largo vestido azul. Favorece mucho. —Ella había dejado de llorar y me observaba. Saqué el vestido del ropero y lo puse contra mí—. Vamos —dije—, ¿no le parece precioso? ¿Ve qué favorecedor puede ser para una esposa diligente? —Di una expresión humilde y devota a mis facciones, lo que la hizo sonreír. Yo me había dado cuenta de que con frecuencia podía apartarla de un estado de ánimo tormentoso y llevarla a uno soleado con una pequeña representación de este tipo.
Entonces se puso a hablar de él.
—No nos conocíamos muy bien cuando nos casamos. Él había venido… sólo dos veces a la isla.
Imaginé el gran barco brillante y el irresistible capitán en su uniforme; la hermosa muchacha y la isla tropical.
—Fue llevado a casa por un amigo de mi madre —dijo—. Comió con nosotros y después caminamos por el jardín entre las palmeras como abanicos y las luciérnagas.
—Y él se enamoró de usted.
—Sí —contestó—. Durante un tiempo.
Sus labios empezaron a temblar, de modo que empecé a representar al enamorado capitán y la morena belleza en el jardín donde las luciérnagas revoloteaban entre palmeras en forma de abanicos.
¡Oh, la pobre Monique estuvo bastante difícil aquellos días!
Y cuando él llegó la cosa cambió porque, sin querer que así fuera, él hacía sentir su presencia. Y al verlo comprendí su atracción. Era en verdad buen mozo, más alto que Rex, más rubio, carecía de aquel tono rojizo de Rex; pero las facciones eran similares. El capitán reía más fácilmente, hablaba con voz más alta; y supuse que era menos contenido que Rex. Era del tipo aventurero… el que recorre los mares; las aventuras de Rex se reducirían a tratos comerciales. Rex parecía pálido comparado con el capitán, cuyo cutis estaba muy tostado; sus profundos ojos azules eran más sorprendentes que los de Rex de color topacio.
No pude evitar sentirme excitada por su llegada. Pero no estaba segura de que su venida hubiera dado más felicidad a la casa. Creo que su madre quedó encantada al verlo; y me pregunté si no me convenía decirle unas palabras sobre la gravedad de la enfermedad de ella; aunque tal vez le correspondiera hacerlo al doctor Elgin. Lady Crediton lo recibió con frialdad por motivos obvios y me enteré por Edith de que esto parece divertirlo en lugar de preocuparlo. Es ese tipo de hombre. Sentí tristeza por la pobre Monique, porque era evidente que no se sentía feliz. Eres versátil, pensé; la exótica flor, una vez cortada, ya no te interesa.
Y pensaba mucho en Anna. Siempre lo hago, pero más ahora que el capitán ha venido. Aunque hace mucho tiempo que él fue a visitarla y provocó tantas dificultades con la vieja señorita Brett. Aunque puedo entender la fascinación que él sintió por Anna.
Junio 20.
El capitán vino esta mañana a mi cuarto, despreocupado, cómodo, un hombre de mundo.
—Nurse Loman —dijo— quiero hablar con usted.
—Con mucho gusto, capitán Stretton. Tome asiento.
—Deseo hablar de sus enfermas —prosiguió.
Ah, claro, estaba preocupado por su madre y su esposa.
—Ambas están un poco mejor en este momento —dije—. Tal vez se deba a la alegría de su regreso.
—¿Ha percibido usted algún cambio en mi mujer desde que está usted aquí? ¿Acaso… ha empeorado su mal?
—No… —lo observé a hurtadillas y me pregunté cuáles eran sus sentimientos hacia Monique. Creo que no debe haber nada más repelente que ser perseguido amorosamente por alguien que uno no quiere. Creo que éste era el caso de él. Y me pregunté: ¿espera acaso que un destino benévolo le devuelva la libertad?— No —proseguí—. Su estado es el mismo que cuando llegué. Depende mucho del tiempo. Durante el verano mejora un poco, especialmente si no hay demasiada humedad.
—Estaba mejor en su patria —dijo él.
—Eso es casi inevitable.
—¿Y… su otra enferma?
—El doctor Elgin le dará más detalles, pero creo que está muy enferma.
—¿Esos ataques al corazón…?
—Son síntoma de imperfecciones en el corazón.
—Y peligrosos —dijo—. ¿Lo que significa que puede morir en cualquier momento?
—Creo que eso es lo que le dirá el doctor Elgin.
Hubo una breve pausa y después él dijo:
—Antes de venir aquí usted atendía otro caso.
—Estuve en la Casa de la Reina. Probablemente conoce usted el lugar —añadí hábilmente.
—Sí, lo conozco —reconoció—. Había una tal señorita…
—Brett. Había dos señoritas Brett. Mi paciente era la de más edad y su sobrina vivía con ella.
Era fácil leer en la mente de este capitán. No era tan sutil como Rex. Quería preguntarme noticias de Anna; y me sentí un poco más amistosa hacia él. Por lo menos la recordaba.
—¿Y la enferma murió?
—Sí. Súbitamente.
Él asintió.
—Debe haber sido alarmante para… para la señorita Brett.
—Fue decididamente desagradable… para ambas.
—Entiendo que la enferma tomó un exceso de píldoras.
—Sí, quedó demostrado en la investigación —dije con rapidez, y descubrí que, cuando había mencionado el asunto en el pasado, lo había hecho en forma desafiante para cualquiera que intentara negarlo. Y era lo que había vuelto a hacer ahora.
—¿Y la señorita Brett sigue en la Casa de la Reina?
—Sí —dije—. Allí sigue.
Él miró a lo lejos y me pregunté si pensaba visitar a Anna. Seguramente no. Provocaría todo un escándalo ahora que su mujer estaba viviendo en el castillo. Pero me di cuenta de una cosa: Anna no le era indiferente.
Entró Edward, buscando a su padre, creo. Ahora me prestaba poca atención: sólo existía su padre. Sus ojos se dilataban de adoración. Me mostró un modelo de barco que su padre le había traído. Lo llevaba consigo a la cama y lo abrazaba toda la noche, decía la señorita Beddoes y, además, casi la había vuelto loca haciéndolo navegar en el estanque; y casi se había ahogado él; y ella se había pescado un resfriado al sacarlo. Ahora traía el barco bajo el brazo y saludó, pidiendo la venia al capitán.
—¿Todos presentes y correctos? —preguntó el capitán.
—Sí, mi capitán. Se ha levantado tormenta.
—Tape las escotillas —dijo el capitán con rostro grave.
—Sí, mi capitán.
Yo los observaba. El capitán sabía hechizar a un niño tan bien como a una mujer. Era ese tipo de hombre.
Junio 21.
Monique escupió sangre esta mañana y la vista de esto la asustó tanto que ha tenido el peor de sus ataques de asma hasta el momento. Creo que ha habido una disputa entre ella y el capitán anoche. Él ocupa un cuarto contiguo al de ella en el torreón… y como yo no estoy lejos y Monique no controla su voz, con frecuencia la oigo cuando está enojada o protesta. El doctor Elgin se puso muy serio al verla. Dijo que creía que ella iba a empeorar con la llegada del invierno. Él clima invernal inglés no le sentaba bien. En verdad él creía que ella debía partir antes que finalizara el otoño. Después de ver a ambas enfermas sostuvo una larga conversación con lady Crediton.
Junio 25.
Se ha producido una muerte en la casa. Jane Goodwin me despertó a las cuatro esta mañana y me rogó que fuera a ver a su patrona. Me calcé a toda prisa las chinelas y me puse la bata, pero, cuando llegué junto a Valerie Stretton, ya la encontré muerta. Quedé horrorizada. Naturalmente yo estaba enterada de lo precaria que era su salud, pero, cuando nos enfrentamos con la muerte y comprendemos que no volveremos a ver a una persona, nos sentimos sacudidos. Sé que ya debería estar acostumbrada, y lo estoy en cierto modo. Pero estaba interesada en la historia de esta mujer y estaba llegando a conocerla. Creo que tenía algo oculto en su mente, y yo quería descubrir qué era, para poder entender bien su caso. Recordaba cuando había tenido el primer ataque, cuando yo me había enterado de que había salido debido al barro de sus botas. Y sentía que había un drama en su vida, un drama que se prolongaba aún; y yo había querido entender. Y ahora ella estaba muerta.
Junio 27.
Una casa de luto es un lugar triste. A lady Crediton le resulta muy molesto, me ha dicho Edith. Después de tantos años su rival ha muerto. Me pregunto lo que realmente siente. ¡Qué emociones apasionadas brotan de estas paredes! El capitán está apenado. Ella era, después de todo, su madre. Monique está alarmada. Teme su propia muerte. Edward está como enloquecido. «¿Dónde está mi abuela?» me pregunta. «¿Dónde se ha ido?». Le he dicho que se ha ido al cielo. «¿En un gran barco?» me pregunta. Le he dicho que debe preguntar a su padre, y él asiente, como diciendo que sin duda su padre debe saber. Me pregunto qué le habrá dicho el capitán. Él sabe tratar a los niños… y a las mujeres.
El torreón oeste es el torreón de la muerte. Lady Crediton no quiere que la tristeza mortuoria penetre en el resto del castillo. En la antigua habitación de Valerie las persianas están bajas; el ataúd se yergue sobre sus caballetes. Fui a ver a Valerie por última vez. Estaba allí con una cofia blanca vaporosa ocultando sus cabellos, y parecía tan joven que es como si uno de los papeles de la muerte fuera el de una planchadora que borra las arrugas. No pude pensar en otra cosa que en la llegada de ella al castillo hacía tantos años, y en su amor por sir Edward y en el de él por ella. Toda aquella violenta pasión y ahora él estaba muerto y ella también. Pero su pasión seguía viva, porque allí estaba el capitán, viril, vital, tan vivaz para demostrarlo. Y también está Edward, y los hijos que él tendrá, y los hijos de sus hijos, y así para siempre, de manera que aquella historia de amor dejará su marca en generaciones venideras. Yo me sentía frustrada por no haber podido descubrir lo que asustaba a esta pobre mujer, y que muy bien pudo haber apresurado su muerte. Volví una y otra vez a aquel cuarto en penumbra para mirarla. Pobre Valerie, ¿cuál era su secreto, con quién fue a encontrarse? Éste era el punto. La persona a la que había ido a ver, la que le había escrito. Era lo que yo quería descubrir. Me hubiera gustado decirle: «Usted precipitó su muerte».
Junio 28.
El último día, al atardecer, fui a la cámara mortuoria y, en el momento de apoyar la mano en el picaporte oí ruido adentro. Sentí una sensación extraña en la columna vertebral. No soy supersticiosa y mi profesión me ha familiarizado con la muerte. He preparado gente para su entierro; he visto morir. Pero, mientras estaba ante aquella puerta, tuve esa sensación extraña y tuve miedo de entrar al cuarto. Cantidad de locas imágenes atravesaron mi mente. Imaginaba que la muerta podía abrir los ojos, mirarme y decir: «Déjame sola con mis secretos. ¿Quién eres para andar espiando?». Y me estremecí. Pero la locura pasó y volví a oír aquel ruido. Era un sollozo sofocado de una garganta viva. Abrí la puerta y miré. El ataúd se erguía en la penumbra y había una forma… a su lado. Por un momento pensé que Valerie se había levantado del cajón. Pero fue sólo un momento. Recobré el sentido común y, en cuanto lo hice, vi que quien estaba allí de pie era Monique. Lloraba suavemente. Dije bruscamente:
—Señora Stretton, ¿qué hace usted aquí?
—He venido ya antes a despedirme de ella…
—No debe usted estar aquí —fui brusca, eficiente, tanto por mí como por ella. No entendía cómo había podido ser yo tan tonta. Hasta casi tuve un vahído.
—Oh, es terrible… terrible… —sollozaba ella.
Me acerqué y la agarré con firmeza de la muñeca.
—Vuelva a su cuarto. ¿Por qué ha venido aquí? Enfermará si se porta tan tontamente.
—Después me tocará el turno —dijo en un murmullo.
—¡Qué tontería!
—No es tontería, nurse. Usted sabe que estoy muy enferma.
—Puede curarse.
—¿Puedo, nurse? ¿De verdad lo cree?
—Con un tratamiento apropiado, puede.
—Oh, nurse, nurse… usted siempre me hace reír.
—No se ría ahora. Venga conmigo a su cuarto. Le daré leche caliente y un poquito de coñac, ¿eh? Así se sentirá bien.
Dejó que la sacara del cuarto y debo reconocer que me alegré de salir de allí. Por un extraño motivo no podía sacarme de la cabeza la idea de que algo nos observaba en aquel cuarto… algo que penetraba en nuestros más secretos pensamientos.
Ella también lo había sentido, porque dijo cuando cerramos la puerta:
—Tenía miedo de estar allí… pero tenía que ir.
—Ya lo sé —la tranquilicé—. Venga ahora.
La acompañé hasta su cuarto, donde empezó a toser un poco. ¡Oh, Dios! ¡Aquella mancha fatal! Tendría que informar al doctor Elgin.
A ella no le dije nada.
Charlé mientras la acostaba.
—Tiene los pies como trozos de hielo. Voy a traerle una bolsa de agua caliente. Pero primero la leche y el coñac. No debería haber ido ahí, ¿sabe?
Ella lloraba ahora en silencio, y su quietud era más alarmante que los ruidosos estallidos.
—Quisiera ser yo quien está en el cajón.
—Ya estará en un cajón cuando le llegue su hora, como a todos nosotros.
Ella sonrió en medio de su dolor.
—Oh, nurse, me hace usted bien…
—El coñac le hará mejor, ya verá…
—A veces es usted una enfermera severa y otras… es usted algo muy distinto.
—Bueno, se dice que todos tenemos dos lados en nuestra naturaleza. Veamos ahora su lado razonable.
Esto la hizo reír de nuevo, pero pronto volvieron las lágrimas.
—Nadie me quiere, nurse. Todos se alegrarían… todos.
—No diga tonterías.
—No son tonterías. Le digo que se alegrarían si yo estuviera en el cajón. Él se alegraría.
—Beba esta rica leche… —dije—. La bolsa de agua caliente estará lista en seguida. Y pensemos en esta linda cama de plumas. Le aseguro que es más cómoda que un ataúd.
Y ella me sonrió en medio de las lágrimas.
Junio 30.
El día del entierro. Tristeza en la casa. En la sala de sirvientes deben de estar hablando de la historia de amor entre la muerta y esa leyenda que es sir Edward. Algunos criados viejos recordarán. Si los hay de ese tiempo, me gustaría hablar con ellos de Valerie. Jane Goodwin tiene el corazón destrozado. Me pregunto qué será de ella ahora. Supongo que quedará en el castillo. Pedirán a Baines que le encuentre alguna tarea. Pobre Jane, ha estado muy unida a Valerie Stretton durante años. Valerie debe de haber confiado en ella. Debe de saber algo. El capitán es el principal doliente. Monique estaba demasiado enferma para ir al entierro; tampoco fue el pequeño Edward. Rex fue. Tiene mucho cariño al capitán, y el capitán quiere a Rex. Son como hermanos… lo son, claro. Han tenido el mismo padre, aunque sus madres hayan sido diferentes. El redoblar de las campanas es muy deprimente. Jane está echada en su cuarto, desolada; Monique llora y afirma que debía haber sido ella, porque eso es lo que algunos desean. Y yo fui a bajar las persianas en la habitación mortuoria y, mientras lo hacía, se presentó inopinadamente la señorita Beddoes. Ignoro por qué motivo le desagrado. Es mutuo. Quedó un poco desilusionada al ver que simplemente estaba corriendo las persianas. Me pregunté qué había esperado. En mi cuarto en el torreón había oído redoblar las campanas en la iglesia cercana, informando al mundo que Valerie Stretton había muerto.
Junio 4.
Edith vino a mi cuarto a traerme noticias.
—Es casi seguro que el señor Rex va a partir —dijo.
—¿Va a partir? —dije en un eco que en verdad quería decir: «Dígame más».
—Va a Australia. —Edith sonrió picara—. Bueno, ya sabemos quién lo espera allá.
—Los Derringham tienen allí una sucursal —dije— y nosotros también.
—Bueno, usted ya ve cómo anda la cosa, ¿no?
—Brillante estrategia —dije.
—¿Qué es eso? —preguntó, pero no esperó respuesta. Yo estaba segura de que lo que ella tenía que decir era más interesante que cualquier cosa que yo pudiera decirle.
—El señor Baines oyó a milady hablando con el señor Rex. «Debes enterarte de lo que pasa allá» le dijo. «Tu padre opinaba que hay que mantener el contacto».
—¿Mantener el contacto con los Derringham?
—Bueno, eso arreglaría todo. Después de todo ya ha pasado el tiempo que él pidió, ¿no?
—Eso creo.
—El señor Baines cree que es casi seguro que el señor Rex partirá muy pronto para Australia. Los cambios nunca vienen solos. La muerte de la señora Stretton… y ahora la partida del señor Rex.
Julio 5.
El doctor Elgin me interrogó muy meticulosamente sobre mi enferma.
—La verdad es que no mejora, nurse.
—Siempre empeora en los días húmedos.
—Eso es lógico, naturalmente. La condición de los pulmones ha empeorado.
—También el asma, doctor.
—Iba a sugerirle que ensayara el nitrato de amyl si se produce un ataque fuerte. Aunque tal vez no sea aconsejable en este caso. Se sabe que la cura de Himrod ha sido efectiva. No es que me guste patentar remedios, pero no hay nada peligroso en éste. ¿Lo conoce, nurse?
—Sí —dije—. Se quema el polvo y el paciente inhala el humo.
—Fue efectivo con uno de mis enfermos. También es efectivo el papel quemado mojado en una solución de salpetre.
—Hum —dijo él—. No hay que olvidar la complicación pulmonar. Le daré una mezcla de yoduro de potasio y sal volátil con un toque de belladona. Veremos cómo marcha. Se le puede dar cada seis horas.
—Sí, doctor. Y deseo que el tiempo sea cálido y seco. Mucho depende de eso.
—Exactamente. Para decirle la verdad, nurse, nunca debieron traerla aquí.
—Tal vez le convenga regresar.
—No me cabe la menor duda de la sabiduría de eso.
Y tras estas palabras fue a informar a lady Crediton.
Julio 8.
Hoy encontré a Rex en los jardines.
Dijo:
—¿Se ha escapado para divertirse un ratito, nurse?
—De vez en cuando es necesario —contesté.
—¿Y caminar le resulta un buen sustituto del baile?
—No me parece.
—¿Prefiere usted sus ropas de castellana?
—Infinitamente.
—Bueno, ésas también le sientan bien, pero tal vez la suya es ese tipo de belleza que no necesita adornos.
—Toda belleza necesita un marco adecuado. He oído decir que usted nos dejará pronto. ¿Es verdad?
—Casi seguro.
—Y va usted a Australia, ¿no?
—Está usted muy bien informada.
—Hay un buen servicio de noticias en el castillo.
—¡Ah —dijo él—, los criados!
—No me cabe duda de que disfrutará de su viaje. ¿Cuándo parte?
—No antes de fin de año.
—Entonces irá usted al verano australiano y nos dejará enfrentando los rigores del invierno.
Me miró más bien intensamente y me sentí algo picada, porque parecía no lamentar su partida lo más mínimo. Yo había creído que sentía una amistad especial hacia mí. Pero no, pensé, es sólo un flirteo superficial. ¿Cómo podía ser de otro modo?
—Y —proseguí— espero que sir Henry Derringham y su hija quienes, según me han informado, ya están allí, le darán una cálida bienvenida.
—Eso creo. —Después dijo—: He oído que la señora Stretton piensa volver al hogar de sus padres.
—¿Cómo?
—De verdad. El médico tuvo una conversación con mi madre. Él piensa que es conveniente en todos los sentidos que la señora Stretton vuelva al clima al que ha estado acostumbrada toda su vida.
—Comprendo —dije.
—El futuro de su paciente naturalmente afectará el suyo —dijo.
—Naturalmente.
—Mi madre le hablará de esto. Cuando lo haga, debe ser para usted una sorpresa total.
—Naturalmente.
Caminamos hasta el estanque y quedamos allí un rato viendo nadar las viejas carpas.
Él habló de Australia; había estado allí hacía unos años. Dijo que el puerto era magnífico. Siempre había sentido ganas de volver.
Julio 9.
Estoy esperando que me mande llamar lady Crediton. Me pregunto qué va a decirme. ¿Sugerirá que acompañe a mi enferma? ¿O me dará un mes de plazo para preparar mi partida… quizá más, porque querrá que me quede hasta que se vaya Monique? Pero Monique va a necesitar cuidados durante el viaje. Australia. Nunca he pensado en dejar Inglaterra, pero, si me preguntaran, diría que siempre he deseado viajar. Ahora imagino partir y no pienso por cierto en mi hogar de niña, sino en Anna y la Casa de la Reina. Mientras he escrito este Diario he pensado en Anna; y en cierto modo lo he escrito para ella, porque sé cuánto le interesa todo lo que ocurre en el castillo. Ahora yo comparto su interés. Esto me ha hecho sentir muy cerca de ella; y lo primero que pienso cuando se me ocurre la idea de irme, es en ella. Naturalmente no tengo por qué dejarla. Podría dejar en cambio el castillo. Aunque ya se ha convertido en parte de mi vida… ¿Cómo dejarlo?
Cuando alguien golpea a la puerta espero que sea uno de los criados que viene a decirme que milady me espera. Estoy muy perturbada.
Julio 10.
Hoy se produjo una gran consternación en el castillo. El pequeño Edward se había perdido. La señorita Beddoes estaba trastornada. Se perdió antes que ella le diera el almuerzo. Se levantó de la mesa y fue a la nursery. Sospecho que ella estaba echándose una siesta y, cuando despertó, ya no lo encontró. No se preocupó mayormente y bajó a los jardines a buscarlo. Como él no había vuelto a las cuatro, cuando generalmente toma un vaso de leche y un poco de pastel, ella empezó a preocuparse. Corrió a ver a la madre, lo que fue una locura, porque en seguida Monique fue presa del pánico. Empezó a chillar diciendo que su hijito se había perdido. En poco tiempo todos nos pusimos a la búsqueda. El capitán salió con la señorita Beddoes y Baines, y yo salí con Rex, Jane y Edith. Recorrimos los jardines porque estábamos seguros de que Edward había salido, y creo que seguimos el camino que atraviesa el bosquecillo hasta la reja en el borde del risco. Era bastante segura, pero, quizás un niño pudiera deslizarse entre el enrejado. Miré asustada a Rex. Él dijo: «No pudo hacerlo. Alguien lo habría visto». Esto no me pareció que debiera ser exactamente así. Mientras estábamos allí oímos la voz de Monique, y comprendí que también había venido a este lugar. El pelo estaba suelto sobre sus hombros, llevaba una bata escarlata y oro sus ojos parecían enloquecidos.
—¡Lo sé —exclamó—, sé que vino aquí! ¡Se ha caído por ahí! ¡Iré con él! ¡Aquí nadie me quiere!
Me acerqué a ella y dije:
—Esto es ridículo. Él está en otra parte… jugando, en otra parte.
—¡Déjeme! Usted me está engañando… todos me engañan. No me quieren aquí. Desearían que fuera yo quien…
Estaba en uno de sus ataques histéricos y yo sabía hasta qué punto podían ser peligrosos.
Dije:
—Tengo que llevarla a la casa.
Me empujó y me hizo trastabillar, y hubiera caído si Rex no me sostiene. Ya me había dado cuenta de la gran fuerza que tiene durante sus ataques de furor.
—Bueno —gritó—. ¡Él se ha ido y yo me iré con él! ¡Nadie va a detenerme!
Exclamé:
—¡Le hará mal! ¡Tiene que volver en seguida! Pero ella corría hacia la reja.
Rex llegó antes. Procuró contenerla y sentí un miedo horrible de que ambos cayeran.
De pronto aparecieron el capitán, la señorita Beddoes y Baines. El vio lo que sucedía, corrió hacia su mujer y, agarrándola, la apartó de la reja.
—A ti te alegraría… te alegraría… —dijo ella, y empezó a toser.
Me acerqué a ellos y el capitán me lanzó una mirada torva.
—Yo la llevaré —dijo. Y la levantó como si fuera un niño.
Los seguí hasta el cuarto de ella; sentí el sofocante silencio detrás de nosotros; momentáneamente todos habían olvidado al niño perdido.
Comprendí que el ataque pronto iba a llegar a su culminación y deseaba que ella estuviera en su cuarto, donde yo podía atenderla. Dije al capitán que convenía llamar al doctor Elgin y le di la mezcla que él había recetado.
Creí que iba a morirse. Era el peor ataque que había tenido desde mi llegada.
Cuando llegó el doctor Elgin la respiración ya había mejorado; estaba agotada por el esfuerzo, pero comprendí que esta vez no iba a morir.
Poco antes de la llegada del médico pude decirle que habían encontrado a Edward.
No estaba preparada para la segunda escena de aquel día. Fui yo quien encontró a Edward. Después de dar la medicina a su madre y ponerla tan cómoda como era posible para alguien en su estado, fui a mi cuarto en busca de un pañuelo. Le había dado el mío a Monique. En mi cuarto hay un armario tan grande que es casi un cuartito; se puede caminar en él, y allí, acurrucado en un almohadón, construyendo puentes con mis perchas, estaba Edward.
Dije:
—Te están buscando. ¡Ven a que te vean, por Dios!
Lo tomé de la mano y llamé a Betsy, que vino corriendo. Quedó sin aliento y con la boca abierta al ver al niño.
—Ha estado todo el tiempo metido en mi armario —dije—. Comunique en seguida a todos que está a salvo.
Volví a mi paciente y me informaron, unos minutos después, que había llegado el médico.
Había sido un día agotador. Monique estaba preparada para pasar la noche. El doctor Elgin le había dado opio y dijo que dormiría hasta la mañana. Necesitaba descanso. Por eso fui a mi cuarto y decidí acostarme temprano. Tenía mucho que pensar. Me había quitado el vestido y puesto el salto de cama y estaba cepillándome el pelo cuando abrieron de golpe la puerta. Quedé atónita al ver a la señorita Beddoes. Tenía la cara contorsionada; era evidente que había llorado; su pince nez temblaba y tenía la piel manchada. Pocas veces he observado tanto odio, y estaba dirigido contra mí.
—¡Usted dijo que no iba a hacerlo —exclamó— pero lo hizo! La conozco. Es usted perversa. Siempre me ha odiado.
—Señorita Beddoes —dije—, cálmese, por favor.
—Estoy tranquila —exclamó.
—Disculpe, pero está usted lejos de estar tranquila.
—No use conmigo sus trampas de enfermera. No procure apaciguarme con su voz dulce. Yo creo…
—Yo creo que usted ha perdido el juicio.
—Lo perdí cuando la vi a usted por primera vez, porque de lo contrario me habría preparado para hacerle frente.
—Señorita Beddoes, le ruego que se calme. Siéntese y cuénteme qué ha pasado.
—Lo que usted arregló para que pasara.
—No tengo ni idea de lo que está usted diciendo… ¿qué puedo haber arreglado yo?
—Que yo tenga que irme. Se ha estado usted ganando la confianza del pequeño Edward sigilosamente, desde que llegó.
—Pero…
—¡Oh, usted lo negará! Es usted una embustera, nurse Loman. Ya lo sé. Quiere apartarme del camino. Yo no le he gustado… y piensa que puede hacerme a un lado… como a una mosca.
—Créame cuando le digo que no entiendo. No puedo defenderme si ignoro la acusación.
Se sentó… era una mujer asustada. Dije con suavidad:
—Dígame, por favor.
—Tengo que irme —dijo—. Lady Crediton me mandó llamar. Dijo que no tengo un buen método para Edward. Tengo que hacer las valijas e irme, porque no le gusta que se demore la gente despedida. Me da un mes de salario en lugar de pre-aviso.
—¡Oh… no!
—¿Por qué se sorprende tanto? ¡Es lo que usted quería!
—Señorita Beddoes… nunca he pensado en una cosa semejante.
—¿No estaba siempre sugiriendo que yo no sabía ocuparme del niño? Él siempre venía aquí.
—Su madre está cerca.
—Venía a verla a usted.
—Él me gusta. Es un chico inteligente. No ha habido más que eso.
Se puso en pie y se acercó a mí.
—Usted lo escondió esta tarde. Lo escondió en ese armario. Sí, lo hizo. Lo sé.
—Señorita Beddoes, no he hecho tal cosa. ¿Para qué iba a hacerlo?
—Porque usted sabía que estaban descontentos conmigo. Pensó que iba a ser la última gota… y lo ha sido.
—Sólo puedo decirle que está equivocada. Debería enojarme con usted pero lo lamento, señorita Beddoes. Lo lamento muchísimo. ¿Tiene usted… alguna dificultad de dinero?
Su cara se contrajo. Oh, Dios, pensé, ayuda a las mujeres solas. Sin duda las que pertenecen a buenas familias pobres son las que más sufren.
—Cuento con un mes de salario —dijo.
Fui a la mesa y abrí un cajón. Saqué dos billetes de cinco libras.
—Tome —dije.
—Prefiero morir —contestó dramáticamente.
—Por favor… se lo ruego.
—¿Y por qué tiene usted que rogarme?
—Porque usted sospecha de mí. No sé de qué. Usted cree que yo contribuí a que esto se produjera. Es totalmente falso, pero, como usted ha desconfiado, tiene usted el deber de aceptarme este dinero.
Ella dejó de mirar el dinero y me clavó los ojos; calculaba cuánto iría a durarle, pude ver en sus ojos. Y la imaginé en alguna vivienda solitaria, contestando anuncios de empleos que parecerían buenos sobre el papel. Pensé en patronas arrogantes y exigentes, señoras viejas y caprichosas, que necesitaban una dama de compañía; niños traviesos y descuidados como Edward. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas.
Ella las vio y fueron más efectivas que cualquier palabra que hubiera podido decirle.
—Yo creía… creía —articuló.
—¿Que yo había escondido al niño? ¿Para qué iba a hacerlo? ¡Oh, todo es tan rebuscado! ¡Oh, lo entiendo! Está usted muy trastornada. Imagino que lady Crediton se portó… bestialmente.
Ella asintió.
—Tome este dinero, por favor. No es mucho. Me gustaría poder darle más.
Ella se sentó entonces, miró fijamente al frente, y yo metí el dinero en el bolsillo de su vestido.
—Voy a prepararle una buena taza de té —dije—. Una buena y dulce taza de té. Ya verá usted como se sentirá mucho mejor.
Puse la tetera en el fuego. Estaba muy lejos de sentirme tan tranquila como fingía estarlo. Me temblaban un poco las manos.
Mientras esperaba que hirviera el agua, le dije que, si me enteraba de algún empleo conveniente me pondría en contacto con ella. En mi profesión yo veía a mucha gente. No la olvidaría.
Ella bebía el té a sorbitos, y cuando terminó dijo:
—Tengo que pedirle disculpas.
—No piense más —dije—. Comprendo. Ha sufrido usted un choque. Mañana se sentirá mejor.
—Me iré mañana —dijo.
—¿Adonde piensa ir?
—Conozco un alojamiento bastante razonable en la ciudad. Pronto encontraré algo.
—No lo dudo —dije.
Y cuando se fue, tuve la certeza de que me consideraba una amiga. En cuanto a mí, la verdad es que estaba perturbada, pero había hablado en serio cuando le dije que si alguna vez me enteraba de un puesto que le conviniera, se lo haría saber.
Julio 11.
Lady Crediton me mandó llamar hoy. Yo había olvidado cuan temible podía parecer, porque rara vez era llamada a su presencia. Estaba sentada muy erguida, la espalda tan tiesa como el respaldo del ornamentado sillón que ocupaba, y que era como un trono. Su cofia blanca como la nieve hubiera podido ser una corona, dada la forma regia en que la llevaba.
—Ah, nurse Loman, tome asiento, por favor.
Me senté.
—La he mandado llamar porque tengo que hacerle una propuesta. He tenido algunas conversaciones con el doctor Elgin, quien me ha informado que la salud de su paciente no mejora.
Me miró duramente como si esto se debiera a mi incompetencia, pero yo no era la señorita Beddoes y no me dejé intimidar. Dije:
—Sin duda el doctor Elgin le habrá dicho cuál es el motivo de esto.
—Cree que nuestro clima no le sienta bien; y es por esto que he tomado una decisión. La señora Stretton irá a hacer una visita a su tierra natal. Si esto mejora su salud, sabremos sin lugar a dudas que era el clima de aquí lo que le hacía daño.
—Ya veo.
—Bueno, nurse, hay dos alternativas. Necesitará una enfermera que la atienda. De esto no cabe duda. El doctor Elgin tiene buena opinión de su eficiencia. Por eso le propongo que elija. Puede usted acompañarla y seguir atendiéndola si lo desea; y, si decide que no quiere seguir cuidándola, volverá usted a Inglaterra y yo pagaré los gastos. Pero, si no desea usted acompañarla, no quedará más remedio que terminar con nuestro contrato aquí.
Guardé silencio un rato. Naturalmente había esperado esto, pero seguía pensando en Anna.
—¿Bueno? —dijo ella.
—Milady debe entender que se trata de tomar una decisión importante. De mala gana lo reconoció.
—Reconozco que sería un poco inconveniente que usted decidiera dejar a su paciente. Ella se ha acostumbrado a usted… y usted a ella.
Esperó. El uso de su palabra favorita «inconveniente» implicaba que esperaba que yo la salvara de esa inconveniencia poco deseable.
—Estoy de acuerdo en que la entiendo —dije— pero de todos modos es una decisión muy importante. —Y añadí bruscamente—: Lady Crediton, ¿puedo hacerle yo una propuesta?
Quedó atónita, pero, antes de que lady Crediton pudiera negarse, proseguí:
—He estado preocupada por el chico, por Edward. Supongo que irá con su madre…
—Sí —reconoció de mala gana—. Por corto tiempo quizás. Es todavía muy chico, pero volverá aquí a su debido tiempo, espero.
—¿Pero él se irá ahora con ella?
Me miró sorprendida. No era esta la forma en que habitualmente se realizaban las entrevistas que mantenía con sus subordinados.
—La señorita Beddoes se ha ido —dije—. Yo no podría encargarme de atender al niño y a mi enferma, pero supongo que milady habrá pensado en contratar alguna gobernanta o niñera para el niño.
Seguía atónita. No solía discutir los asuntos domésticos del castillo con gente que, según suponía, no debía inmiscuirse en ellos.
Continué con rapidez:
—Es posible que una amiga mía acceda a tomar ese empleo y ocuparse de Edward. Si acepta… yo estaré encantada de acompañar a la señora Stretton.
Una expresión de alivio se pintó en su cara y estaba demasiado sorprendida para procurar ocultarla. Deseaba que yo partiera con Monique; y había comprendido que, después de todo, iba a necesitar una gobernanta para Edward.