Cinco cucharadas de elixir

Boris & Arkadi Strugatsky

(Guión cinematográfico)

La fábula se desarrolla en nuestros días, avanzada la primavera, en una gran ciudad, centro regional del sur de la URSS.

El domicilio de dos habitaciones de Felix Alexandrovich Sneguiriov, un escritor de tres al cuarto. Un interior moderno corriente. Las dos de la tarde. Por la ventana se ve el cielo gris, lluvioso.

Felix habla por teléfono. Frisa en los cincuenta, aspecto corriente, en traje de calle muy ordinario. Lleva puestas unas pantuflas viejas.

—¿Natalia Petrovna? —dice por teléfono—. ¡Hola, Natashenka! Soy yo, Felix… Ah, cuanto tiempo sin vernos… No mal, vamos tirando. Oye, Natasha, ¿estarás hoy en los cursos? ¿Hasta que hora? Ah… Yo me acercaré a verte a eso de las seis, tengo un asuntillo para ti… ¿Bien? Entonces, hasta la vista.

Cuelga el teléfono y corre al recibidor. Se cambia rápidamente de calzado, se pone un impermeable y se encasqueta una boina informe. Luego coge una red enorme, de esas que la gente ha dado en llamar «porsiacaso», repleta de botellas vacías de yogurt, limonada y aceite de girasol. Encorvado ligeramente por el peso de las botellas, sale al descansillo de la escalera y se detiene estupefacto.

De la puerta del apartamento de enfrente se acercan dos camilleros portando unas angarillas en las que va tendido, pálido y verdoso, Konstantin Kurdiukov, vecino y conocido de Felix, poetastro de magnitud local. Al ver a Felix, exclama:

—¡Felix! ¡Ha sido Dios quien te ha enviado en mi socorro, Felix…!

Su voz es tan desesperada que los camilleros se detienen. Felix, compasivo, se inclina sobre él.

—¿Qué te pasa, Kostia? ¿Qué ha ocurrido?

Los ojos turbios de Kurdiukov se ponen en blanco, la boca, sucia, esta entreabierta.

—¡Sálvame, Felix! —dice con voz silbante—. ¡Me muero! Te lo pido de rodillas… Tú eres ahora mi única esperanza… Zoya no esta, no tengo nadie al lado…

—¡Te escucho, Kostia, te escucho! ¿Qué hay que hacer? Dime…

—¡Al Instituto! Vete al Instituto… Esta en la carretera de Bogorodskoe, ¿sabes? Pregunta por Martiniuk… Ivan Davidovich Martiniuk. ¡No lo olvides! Allí todos lo conocen. Es presidente del comité sindical… Dile que me he intoxicado, tengo botulismo… ¡Me muero! Que me de aunque no sea más que dos o tres gotas, yo se que el tiene… ¡Que te las de!

—¡Bueno, bueno! Ivan Davidovich Martiniuk, dos gotas… ¿Pero dos gotas de qué? ¿Él lo sabe?

En el rostro de Kostia aparece una extraña e inoportuna sonrisa.

—Dile: matusalina. Él entenderá…

Los camilleros empiezan a bajar por la escalera, y Kostia grita desesperado:

—¡Felix! ¡No lo olvidaré en mi vida!

—¡Voy, voy! —grita en pos Felix—. ¡Voy ahora mismo!

Del apartamento de Kostia sale un médico y aguarda el ascensor.

Felix pregunta asustado:

—¿Es verdad que tiene botulismo?

El médico alza indeciso un hombro:

—Es una intoxicación. Cuando hagamos los análisis se aclarará.

—¿Y que le parece, la matusalina servirá para el botulismo?

—¿Cómo ha dicho?

—Matusalina, sino me equivoco… —pronuncia Felix turbado.

—La primera vez que lo oigo.

—Será un remedio nuevo —supone Felix.

El médico no replica.

—¿Y a donde llevan ahora a Kurdiukov?

—A la clínica urbana numero dos.

—Ah, esta aquí al lado…

Llega el ascensor, se separan junto a la ambulancia, y Felix, con entrechocar de botellas, corre en medio de la calle a parar un taxi.

Al apearse del auto, Felix coge con más comodidad la «porsiacaso» y, doblándose bajo su peso, sube por los anchos peldaños bajo la visera de hormigón del portal del Instituto. En el vestíbulo hay bastante gente, todos forman grupos y fuman a placer. Felix se acerca al grupo más próximo y pregunta donde encontrar a Martiniuk, el presidente del comité sindical. Lo miran de pies a cabeza y señalan el techo. Felix entrega a la empleada del guardarropa su impermeable y su boina, intenta entregar la «porsiacaso», pero, al haberse negado terminantemente a admitirla, la deja con cuidado en el rincón.

En el segundo piso abre la puerta de una habitación y entra en una anchurosa y clara pieza donde hay una infinidad de vajilla química, parpadean las lamparitas en los tableros, serpean curvas verdosas en las pantallas y de espaldas a la puerta esta sentado un hombre de guardapolvo azul marino. En cuanto Felix cierra la puerta tras de si, este hombre, sin volverse, le grita por encima del hombro:

—¡Al Comité sindical! ¡Al Comité sindical!

—¿Se puede ver a Ivan Davidovich? —pregunta Felix.

El hombre se vuelve a él y se levanta. Es corpulento y cuadrado de espaldas. Cuello de toro, cabellos revueltos, ojos negros.

—¡He dicho que al Comité sindical! ¡De cinco a siete! Aquí no podemos hablar. ¿Está claro?

—Vengo de parte de Kostia Kurdiukov… De Konstantin Ilich Kurdiukov.

Da la sensación de que el presidente del comité sindical Martiniuk ha chocado corriendo contra una pared.

—¿De parte de… Konstantin Ilich? ¿Pues qué pasa?

—Se ha intoxicado gravemente, ¿comprende? Se sospecha que es botulismo. Ha pedido encarecidamente, ha suplicado que usted le mande dos o tres gotas de matusalina…

—¿De qué, de qué?

—De matusalina… Yo he entendido que debe ser una nueva medicina. ¿O quizá no lo comprendí bien? Ma-tu-sa-li-na…

Ivan Davidovich Martiniuk lo rodea y cierra herméticamente la puerta.

—Vamos a ver, ¿quién es usted? —pregunta desapacible.

—Felix Sneguiriov. Felix Alexandrovich Sneguiriov…

—A mi este nombre no me dice nada.

Felix se sulfura.

—¡Pues a mi su nombre, para que lo sepa, tampoco me dice nada! Sin embargo, he venido a verle atravesando toda la ciudad…

Ivan Davidovich mira sombrío a Felix.

—Está bien —pronuncia finalmente—. Yo me encargará de eso. ¡Váyase… Un momento! ¿En que hospital está?

—En la clínica urbana número dos.

—¡Que lo parta un rayo…! Es verdad, eso está en el extremo opuesto de la ciudad. Bueno, váyase. Yo me encargaré.


Hirviendo por dentro, Felix baja al guardarropa, sale al portal, deja la «porsiacaso» en el suelo y saca un cigarrillo. Al volverse del viento para encenderlo, queda sobrecogido: tras la pesada puerta transparente, apoyadas las manazas en el cristal y adelantando su pálido rostro, lo mira fijamente Ivan Davidovich Martiniuk. Como el vampiro mirando escapar a su victima.

El tranvía está abarrotado de gente. Felix va sentado con la «porsiacaso» sobre las rodillas, los pasajeros viajan de pie como un muro; de pronto entre los cuerpos se forma una abertura, y Felix repara que en esta abertura lo miran fijamente unos ojos saltones claros. Ve un segundo nada más estos ojos, una gorra a cuadros, una corbata a cuadros entre las solapas de una chaqueta a cuadros, pero en este momento el tranvía frena chirriando, los cuerpos se juntan, y el raro mirón desaparece de la vista. Felix frunce el entrecejo, intentando coordinar ideas, pero en este instante vuelve a formarse una abertura entre los pasajeros y se aclara que el mirón a cuadros dormita apaciblemente con las manos cruzadas sobre el abdomen. Es un hombre de mediana edad con chaqueta a cuadros y pantalones blancos un poco sucios…

En el salón de una Casa de Cultura, Felix, paseándose por el borde del escenario, perora ante los lectores.

—…Desde la temprana infancia a mi, por ejemplo, me atiborraban de música clásica. Probablemente alguien dijera una vez en alguna parte que si a una persona se la atiborra cada hora de música clásica, poco a poco acaba por acostumbrarse y resignarse, y eso será magnifico. ¡Y comenzó! Nosotros ansiábamos el jazz, nos volvíamos locos por el jazz, pero nos ahogaban con sinfonías. Nosotros adorábamos las romanzas sentimentales, nos hacían polvo con conciertos de violín. Pugnábamos por escuchar a bardos y ministriles, nos envenenaban con oratorios. Si todos estos titánicos esfuerzos para inculcar la música clásica hubieran tenido el rendimiento por lo menos de una locomotora, ahora todos seríamos entendidos y conocedores. Pero ¿qué ha ocurrido? Ustedes mismos saben el resultado…

Bajo el rumor aprobatorio de la sala, Felix se acerca a la mesita y toma otra esquela.

—«¿Ha estado usted en el extranjero?»

Hilaridad en la sala.

—Sí, he estado. Una vez de turista en Polonia y dos veces en Checoslovaquia con una delegación… Así es. ¿Y que hay aquí? Hum… ¿Quién, según usted, teme más a la muerte: los mortales o los inmortales?

Se oyen rumores en la sala. Felix se encoge de hombros y dice:

—Es una pregunta extraña. No he pensado en este tema… Saben ustedes, yo creo que en la inmortalidad piensan principalmente los jóvenes y que nosotros, los viejos, pensamos más en la muerte.

Y en este momento ve como en medio de la sala se levanta la conocida figura de la chaqueta a cuadros.

—¿Y qué piensan de la muerte los inmortales? —pregunta el de la chaqueta a cuadros con estridente falsete.

Esta pregunta aturde y hasta asusta un poco a Felix. Sospecha que le preguntan con segunda intención, que esta escena tiene un sentido desconocido para él, que sería mejor no responder ahora, mas si responde ha de hacerlo exactamente, dando en el blanco. Pero no sabe como hacerlo y por eso balbucea intentando ser ingenioso o salir del paso:

—Vivir para ver, saben… Yo, por cierto, hasta ahora no soy todavía inmortal. Para mi es difícil, comprenden, juzgar de tales cosas…

El de la chaqueta a cuadros ya no se ve en la sala. Felix se limpia el sudor con un pañuelo y desdobla la esquela siguiente.

Cuando sale de la Casa de Cultura, Felix decide deshacerse de la maldita «porsiacaso» con las botellas. Se arrima a una pequeña cola que aguarda junto a la caseta donde admiten envases y permanece profundamente pensativo.

De pronto se oyen chillidos y gritos, la cola huye a la desbandada. Felix mira como loco a todos lados tratando de comprender lo que ocurre. Y ve que de lo alto de la cuesta, derecho hacia el, rueda, acelerando la velocidad, siniestra y silenciosamente, un gigantesco autovolquete. Felix coge febrilmente la «porsiacaso», salta a un lado, y el autovolquete, pasando a su vera como una exhalación, va a estrellarse estrepitosamente contra la caseta y se detiene. En la cabina no hay nadie.

Alrededor gritan, maldicen, alzan los brazos.

El asustado dependiente sale de bajo los escombros de la caseta con su sucio guardapolvo blanco, salta al estribo y aprieta furioso el claxon.

Sacudiendo la cabeza para librarse de la conmoción sufrida, Felix se encamina a los cursos de idiomas extranjeros para ver a su conocida Natasha con quien tiene un asuntillo.

Va con toda soltura por los pasillos como por su casa, sin quitarse el impermeable y sin avergonzarse en absoluto de sus botellas. Toca negligente a la puerta donde hay una placa que dice: «Grupo de lengua inglesa», y entra.

En el despachito vacío esté sentada a una de las mesas de oficina Natasha, Natalia Petrovna. Alza los ojos hacia Felix, y este se detiene. Esta pasmado, cambia hasta la expresión de su rostro. Otrora tuvo un flirt con esta mujer, pero luego los sentimientos de ambos se enfriaron pacíficamente y llevaban bastante tiempo sin verse. Él se había presentado a ella para tratar un asunto, pero ahora, al verla de nuevo, lo olvidó todo.

Frente a el esta sentada una Dama Enigmática de austero vestido, una Real Hembra, oscuros ojazos de bruja encantadora, delicado cutis y labios exquisitos. Felix deja con cuidado la «porsiacaso» en el suelo y, abriendo los brazos, exclama:

—¡Bueno, mujer, me faltan palabras! ¿Cuánto tiempo llevamos sin vernos? —Se da una palmada en la frente—. ¡Qué idiota! ¿Dónde tenía los ojos?

—¿Has venido solo para decirme eso? —responde Natasha con bastante frialdad—. ¿O de paso querías devolver las botellas?

—¡Habla! —murmura apasionadamente Felix, dejándose caer en una silla—. ¡Sigue hablando! ¡Di todo lo que quieras!

—¿Qué te pasa hoy?

—No sé. Por poco me atropellan. ¡Pero lo principal es que te he visto!

—¿A quién esperabas ver aquí?

—Esperaba ver a Natasha, pero ¡he visto a un hada! ¡a una bruja! ¡Una bruja bellísima! ¡Una ondina!

—Pico de oro —pronuncia ella venenosa, pero sonriendo. Le agracian las palabras de él.

—Natasha —dice Felix—. ¿Qué te parece si nos vemos mañana? ¿En el restaurante del río, eh? ¡Cómo en los buenos tiempos pasados…!

—No hay tu tía —dice ella—. El barquito zarpó. ¿Ves la vela? Vale más que te vayas. Ahora tendré visita.

—¡Que pena! —Se levanta—. No tengo suerte hoy… oye, Natasha —se acuerda repentinamente—. ¡Quiero pedirte un gran favor!

—Por ahí tenías que haber empezado…

—En tus cursos estudia un tal Senia… Semion Semionovich Dolgopolov…

—Lo conozco. Uno así, calvo, de la Dirección de Transporte… Más bruto que un adoquín…

—¡Tienes más razón que un santo! Calvo, bruto, de la Dirección de Transporte. Además tiene hipertensión y un yerno que es un curda. Pero necesita un certificado de haber terminado vuestros cursos. Lo necesita cuanto antes, de eso depende que lo manden en comisión de servicio al extranjero… Ponle un aprobado, por amor de Dios. Le has dado calabazas ya dos veces…

—Tres.

—¿Tres? Entonces me mintió. Le dio vergüenza. Ten compasión de él ¿a ti que te cuesta?

—Estoy de el hasta el mono —pronuncia Natasha con rara expresión.

—¡Con mayor motivo! Ponle un aprobado y que se vaya con la música a otra parte… ¡Ten compasión!

—Bueno, lo pensaré.

—¡Estupendo! Yo se que eres buena…

—Que venga a verme mañana a esta hora…

Anochece. Felix intenta una vez más librarse de las botellas. Se pone a la cola de una fila cuya cabeza se pierde en las entrañas de un sótano. Parado, enciende un pitillo, mira el reloj. Pasado un rato, indeciso, pregunta a su vecino.

—¿Oye, amigo, ¿por qué no tomas las mías? Te las doy a cinco kopeks.

El amigo replica:

—¿No quieres las mías a cuatro?

Felix suspira y poco después abandona la cola.

Entra en el jardincillo que se prolonga a lo largo de la calle no muy ancha; el tráfico está cerrado por unas obras. Es una calle tranquila, completamente desierta, con el pavimento removido y montones de adoquines.

Felix advierte que se le ha soltado el cordón de un zapato. Se acerca a un banco, deja la «porsiacaso» en el suelo y pone el pie derecho en el borde del banco. De pronto la «porsiacaso» estalla con tintinear de vidrios rotos.

Un adoquín arrojado no se sabe de donde ha causado un estropicio irreparable en las botellas, sembrando de añicos todo el espacio circundante.

Felix mira desconcertado a todas partes. El jardincillo esta desierto. La calle también. Se condensan las sombras vespertinas. En el montón de esquirlas de vidrio se ha enterrado un adoquín tan grande como la cabeza de un niño.

—¡Qué cosas más raras! —exclama Felix al vacío.

Inicia un movimiento para recoger la «porsiacaso», pero luego alza los hombros y se aleja, metiendo las manos en los bolsillos.


A las seis de la tarde, Felix, pensando comer, entra en la sala del restaurante «Kavkazski». Se detiene en el umbral y en seguida se le acerca solemne y majestuoso el maestresala, hombre corpulento y moreno, en frac negro con un clavel en la solapa.

—¡Hace mucho que no nos visita, Felix Alexandrovich! —dice en voz tonante—. ¿Las ocupaciones? ¿Los desvelos? ¿El trabajo?

—El trabajo, el trabajo —responde Felix distraídamente—. Y también los desvelos… Pero por lo que veo, Pavel Pavlovich, para usted no pasan los años. Está hecho un atleta…

—Eso se lo debo a sus oraciones, Felix Alexandrovich: Y más que nada, a un implacable adiestramiento del organismo. ¡No hay que relajarse de ningún modo! ¡Hay que mantenerse constantemente en forma…! Tenga la bondad, allí, junto a la ventana…

—Gracias, Pavel Pavlovich, otra vez será… Yo quisiera cualquier cosa para cenar en casa. Un par de roscas y un poco de jamón, ¿eh? Pavel Pavlovich. ¿Eh?

—No faltaba más.

Al poco rato Felix recibe un envoltorio bastante voluminoso.

Felix llama por un teléfono automático al domicilio de Kurdiukov.

—Zoya, soy yo, Felix… ¿Qué tal Kostia?

—¡Ay, que bien que haya llamado, Felix! Acabo de llegar del hospital. Sabe usted, pide encarecidamente que vaya usted a verle.

—Sin falta. Como no… ¿Y qué tal esta?

—Se le ha pasado, gracias a Dios. Pero pide que vaya usted a verle. No habla de otra cosa.

—¿Si? Caramba… mañana…

—¡No! ¡Pide que vaya hoy sin falta! Me lo ha ordenado así: telefonea a Felix Alexandrovich, dile que venga sin falta, hoy mismo…

—¿Hoy? ¡Hum! —gruñe Felix.

—¡Encuéntralo donde quieras! —dijo—. Aunque tengas que recorrer toda la ciudad… Tiene para usted algo muy importante, Felix. Y… hágase cargo, está sobre ascuas. Se lo ruego, acérquese a ahí, aunque no sea más que por diez minutos.

—Bueno, esté bien, que se le va a hacer…

Cuando Felix entra en la sala, Kurdiukov está sentado en la cama comiendo con asco unas gachas de sémola en un plato metálico. Lleva puesta ropa de hospital, pero tiene buen aspecto, nadie lo tomaría por agonizante. Al ver a Felix, Kurdiukov salta con presteza y se abalanza a el con tal frenesí que Felix recula sorprendido. Kurdiukov lo agarra de la mano y se la estrecha y sacude; habla como una ametralladora sin dejar que Felix abra la boca:

—¡Viejo! ¡No te puedes imaginar lo que he pasado aquí! ¡Los diez círculos del infierno, te lo juro por todos los santos! ¡Una cosa terrible! Te imaginas, me asaltaron por todos lados, probetas y cánulas en ristre, todos de blanco, un espectáculo horroroso…

Dándole pisotones, empuja a Felix hacia la puerta.

—¿Por qué me empujas? —pregunta Felix al encontrarse ya en el pasillo.

—Vamos, viejo, vamos a sentarnos un rato… En aquel banco al pie de la palmera…

Se sientan en el banco.

—¡Luego, te imaginas, el oxígeno! —prosigue con entusiasmo Kurdiukov—. Bueno, pienso, se acabó, estoy con un pie en el hoyo. ¡Pero no! Pasan un par de horas, recobro el conocimiento, y como si nada.

—Entonces no fue necesario —intercala indulgente Felix.

—¿A que te refieres? —pregunta rápido Kurdiukov.

—A ese remedio tuyo… Matusalén… Matusalina… Quiere decir que me afané en vano.

—¡Qué estás diciendo! Comprendes, me pusieron enseguida una lavativa, lavado de estómago a presión, ¿te imaginas? A mi, comprendes, se me saltaron los ojos. Les dije: muchachos, llamad pronto a un oculista…

Y en este momento Kurdiukov se para de repente y pregunta en voz baja:

—¿Por qué miras así?

—¿Cómo? —se sorprende Felix—. ¿Cómo miro?

—Bah, no es nada… —elude Kurdiukov—. ¡Bueno, vete! ¿Qué vas a hacer aquí conmigo? Me has visitado y muchas gracias… Te debo una copita de coñac. En cuanto salga, el primer día.

Se levanta. Felix lo imita desconcertado y perplejo. Permanecen un rato callados mirándose a los ojos. Después Kurdiukov vuelve a preguntar a media voz:

—¿Querías algo?

—No, nada. Me voy.

—Claro, hombre, vete… Gracias.

—¿No quieres decirme nada más? —pregunta Felix.

—¿De qué? —pronuncia Kurdiukov con un hilillo de voz.

—¿Es que yo se de qué? —estalla Felix—. ¿Yo sé para que me has hecho venir aquí, con la noche encima? Me han dicho: es un asunto urgente, hay que ir hoy mismo, inmediatamente… ¿De que asunto se trata? ¿Qué necesitas?

—¿Quién te ha dicho que es un asunto urgente?

—¡Tu mujer me lo ha dicho! ¡Zoya!

—¡No puede ser! —replica Kurdiukov—. ¡Es una tontería todo esto, se ha confundido! No se trataba de ti, y la cosa no era tan urgente… ¿Y te ha dicho que hoy? ¡Pero qué tonta! Simplemente no entendió…

Felix hace un ademán de fastidio.

—Bueno. Que Dios te guarde. Si no entendió, no entendió. Te has puesto sano, gracias a Dios. Me voy.

Felix se encamina hacia la salida, Kurdiukov trota al lado, adelantándose ora a la derecha, ora a la izquierda.

—Bueno, espero que no te hayas enfadado… —balbucea—. Tu has de saber lo principal: te estoy tan agradecido que si me pides… Cualquier cosa que me pidas… ¿Sabes el miedo que he pasado? No quiera Dios que te envenenes, Sneguiriov…

Pero en el desierto rellano de la escalera Kurdiukov interrumpe de pronto su parloteo incoherente, agarra febrilmente a Felix de las solapas, lo estrecha contra la pared y, espurriando, le espeta silbante a la cara:

—¡Tenlo presente, Sneguiriov! No hubo nada, ¿entendido? ¡Olvídalo!

—Un momento, ¿qué estás diciendo? —farfulla Felix intentando apartar sus manos.

—¡No hubo nada! —repite Kurdiukov—. ¡Nada! ¡Recuérdalo bien! ¡Nada!

—¡Vete a hacer puñetas! ¿Estás chiflado o qué? —grita Felix a voz en cuello. Logra, por fin, apartar a Kurdiukov y, manteniéndolo con dificultad a distancia, profiere—: ¡Cálmate, espantamonos! ¿Qué tripa se te ha roto?

Kurdiukov se estremece, espurrea y repite sin parar:

—No hubo nada, ¿entiendes? ¡Nada! ¡No hubo nada! —Después se desmadeja y empieza a explicar—: Me tiré una plancha, Sneguiriov… ¡Un planchazo! El Instituto ese, el de la carretera de Bogorodskoe, es secreto… Yo no debo saber nada de él… ¡Y tu mucho menos! Me fui de la lengua contigo, y ya han venido y me han amonestado… ¡Vamos, como para no salir del hospital! ¡Que planchazo…! ¡Con tu lengua vas a ser mi perdición!

—Bueno, está bien, está bien —dice Felix conservando con dificultad la tranquilidad—. Secreto. Bueno. Pero ¿Por qué te pones así? ¿Qué me importa a mí todo eso? Hace falta que yo lo olvide, cuenta que lo he olvidado… No hubo nada, ¿es qué yo estoy en contra?

Aparta a Kurdiukov a un lado y desciende por la escalera. Está ya abajo cuando Kurdiukov, doblándose sobre el pasamanos, le grita silbante a todo el hospital:

—¡Piensa en ti, Sneguiriov! ¡Te lo digo en serio! ¡Piensa en ti!

Felix enciende la luz en el estrecho recibidor de su casa, deja en la mesilla el envoltorio (el que le diera Pavel Pavlovich con alimentos), se quita cansado la boina, se despoja del impermeable y se pone a colgarlo cuidadosamente de una percha de madera.

Y en este momento descubre algo terrible.

En el lugar que queda justamente sobre el riñón izquierdo, el impermeable está atravesado por una larga lezna con mango de madera.

Felix mira pasmado varios segundos este torneado mango, luego cuelga cuidadosamente el impermeable en la percha del pasillo y con dos dedos extrae la lezna.

El reflejo eléctrico juega horripilante en el delgado aguijón de acero.

Y Felix recuerda claramente la fisonomía demudada de Kurdiukov y su alarido silbante:

«¡Piensa en ti, Sneguiriov! ¡Te lo digo en serio! ¡Piensa en ti!»

—Los gritos y alaridos asustados de la cola despavorida y la chata y terrible trompa del camión que se le veía encima como maldición del destino;

—El estrépito de los vidrios rotos y el adoquín en el montón de esquirlas de la «porsiacaso»;

—Y de nuevo el balbuceo de Kurdiukov: «No quiera Dios que te envenenes, Sneguiriov…»

Demasiadas cosas para un solo día.

Sin soltar la lezna de los dedos, Felix echa la cadena a la puerta. Está asustado.

Altas horas de la noche, llueve. Las casas están sumidas en tinieblas, solo hay luz en algunos rectángulos de ventanas solitarias.

Junto al portal de una alta casa para un automóvil. Se apagan los faros. Del automóvil se apean bajo la lluvia cuatro figuras imprecisas, se detienen y alzan las cabezas.

VOZ DE MUJER: Son aquellas tres ventanas iluminadas. La alcoba, el despacho y la cocina… Séptimo piso.

VOZ DE HOMBRE: ¿Por qué está la luz encendida en todas partes? ¿Es posible que tenga visita?

OTRA VOZ DE HOMBRE: No. Está solo. No tiene a nadie.

El despacho de Felix inundado de luz. Están encendidas las lámparas de mesa y de pie, la aralia del techo y la lámpara de pared.

Felix, en pijama relavado, trabaja sentado a la mesa. Por ser de noche ha apartado a un lado la maquina de escribir. Felix escribe a mano. La terrible lezna está aquí mismo, en el cajoncito del fichero.

Suena el timbre de la puerta.

Felix mira el reloj. Las dos y cinco de la madrugada.

Felix traga saliva. Siente miedo.

Va al recibidor y se detiene frente a la puerta.

—¿Quién es? —pregunta con voz ronca.

—Abre, Felix, soy yo —responde quedamente una voz de mujer.

—¿Natasha? —exclama Felix sorprendido y alegre.

Quita presuroso la cadena y abre del todo la puerta.

Pero en el umbral no está Natasha, sino el tipo del traje a cuadros que el viera por el día. Bajo la fija mirada de sus ojos saltones y daros Felix retrocede un paso.

Todo ocurre en un santiamén. El tipo a cuadros lo aparta, penetra en el recibidor, lo agarra fuertemente de los brazos y lo aprieta contra la pared. Y del rellano de la escalera entran rápida y sigilosamente en el apartamento uno tras otro:

  • El corpulento Ivan Davidovich en impermeable negro hasta los tobillos, con un maletín en la mano;
  • La esbelta y encantadora Natalia Petrovna con un bolso de larga correa colgado del hombro;
  • El alto y moreno Pavel Pavlovich en gabán gris desabrochado bajo el cual se ve el mismo frac negro con el mismo clavel en el ojal.

FELIX (confuso): ¿Pavel Pavlovich?

PAVEL PAVLOVICH: El mismo que viste y calza, querido, el mismo…

FELIX: ¿Qué ha ocurrido?

Antes de que Pavel Pavlovich responda se oye una voz autoritaria desde el despacho:

VOZ: ¡Tráiganlo aquí!

El tipo a cuadros conduce a Felix al despacho. Ivan Davidovich está sentado en el sillón a la mesa. Ha arrojado negligentemente el impermeable sobre el sofá y tiene el maletín a los pies.

FELIX: Pero ¿quieren decirme que pasa? ¿Qué ocurre?

IVAN DAVIDOVICH: Silencio, por favor.

EL TIPO A CUADROS: ¿Dónde lo pongo?

IVAN DAVIDOVICH: Tráigalo aquí… Felix Alexandrovich, siéntese, por favor, en su sitio.

FELIX: Me siento, pero quisiera saber que ocurre…

IVAN DAVIDOVICH: Soy yo quien va a preguntar. Usted siéntese y conteste a las preguntas.

FELIX: ¿A qué preguntas? A estas horas…

Levemente empujado por el tipo a cuadros, da la vuelta a la mesa y se sienta en su sitio frente a Ivan Davidovich. Mira desconcertado a todos lados, se ve que está muerto de miedo.

Aunque, ¿qué puede temer? Natasha está tranquilamente sentada en el sofá y estudia con la mayor atención su reflejo en el espejito extraído del bolso. Pavel Pavlovich se arrellana en el sillón bajo la lámpara de pie y desde allí hace alentadoras señas con la cabeza a Felix. El mico que desentona es el tipo a cuadros… Se ha que dado en el umbral, cruzadas las piernas, recostado en el marco de la puerta, y enciende un pitillo: lleva las manos enfundadas en guantes negros de cuero.

IVAN DAVIDOVICH: Hoy, a las dos y media, estuvo en mi instituto. ¿Adónde fue después?

FELIX: Pero ¿quiénes son ustedes? ¿Por qué debo yo…?

IVAN DAVIDOVICH: Porque sí. ¡Se ha fijado usted que hoy tres veces sólo por casualidad ha quedado vivo? Aquí tiene, aunque no sea más que esto… (Toma con dos dedos la terrible lezna por la punta y la mueve ante los ojos de Felix.) Dos centímetros más a la derecha, y se acabó. Por eso yo voy a preguntarle, y usted va a contestar. Voluntariamente y con absoluta sinceridad. ¿De acuerdo?

Felix calla. Está aplanado.

IVAN DAVIDOVICH: Repito: ¿a dónde fue cuando nos separamos? ¡Pero no mienta!

FELIX: A la Casa de Cultura de los ferroviarios.

IVAN DAVIDOVICH: ¿Para qué?

FELIX: Hable alIí. Ante los lectores… Este ciudadano puede confirmarlo. Él me vio.

EL TIPO A CUADROS: Cierto. No miente.

IVAN DAVIDOVICH: ¿Quién era aquella mujer gruesa con lentes?

FELIX: ¿Qué mujer? Ah, con lentes. Es María Leonidovna. La directora de la biblioteca.

IVAN DAVIDOVICH: ¿Qué le contó usted?

FELIX: ¿Yo? ¿A ella?

IVAN DAVIDOVICH: Usted. A ella.

EL TIPO A CUADROS: ¿Le contó, le contó! Estuvo unos veinte minutos en su despacho…

FELIX: ¿Cómo que estuve? Me extendió el certificado de que yo había dado la conferencia. Nos pusimos de acuerdo para la conferencia siguiente… ¿Qué le iba a contar yo? ¿Qué se sospecha de mi? Más bien fue ella la que me contó…

IVAN DAVIDOVICH: Dice usted que le extendió el certificado. ¿Adónde fue luego?

FELIX: A los cursos, Natasha, díselo tu.

NATASHA: Felix, no te pongas nervioso. Tu explica simplemente como ocurrió todo y no te pasará nada.

FELIX: Pero si lo estoy explicando, como ocurrió todo…

IVAN DAVIDOVICH: ¿Encontró a algún conocido en los cursos?

FELIX: Vamos a ver… (Trata de recordar.) A ese… Sí, a Valentin, el ingeniero, de la filial, no se cómo es su apellido… Luego a ese, ¿cómo se llama…? Ese así, morrudo…

IVAN DAVIDOVICH: ¿Y de qué hablo usted con ellos?

FELIX: Con ellos no hable de nada. Me fui derecho a ver a Natasha… a Natalia Petrovna.

IVAN DAVIDOVICH: Después usted fue al restaurante. ¿Para qué?

FELIX: ¿Cómo que para qué? ¡A comer! Llevaba todo el día sin probar bocado… Dicho sea de pasada, por culpa de su Kurdiukov.

Pavel Pavlovich se levanta, mira un instante el teléfono, arranca el cordón del enchufe, quita el aparato de la mesa y lo pone en el suelo. Luego pronuncia: «Vamos, vamos…» y se encamina a la puerta de la cocina.

IVAN DAVIDOVICH (irritado): ¡Pavel Pavlovich! No comprendo, ¿es que no puede esperar usted diez minutos?

PAVEL PAVLOVICH (deteniéndose un instante): ¿Y por qué hay que esperar? (En tono zumbón.) Kurdiukov. Kurdiukov…

Desaparece en la cocina de donde se oye entrechocar de cacharros. Felix advierte que todos le miran ansiosos.

IVAN DAVIDOVICH: Felix Alexandrovich, lo mejor será que usted mismo, sin nuestra presión, nos diga voluntaria y honradamente con quien habló hoy de Kurdiukov, de qué hablo concretamente y por qué lo hizo. Le aconsejo mucho ser franco.

FELIX: ¡Dios mío! ¿Es qué oculto algo? ¿Con quién hablé de Kurdiukov? Por favor. Con quien hablé… ¡Pero si yo no hablé con nadie! ¡Hablé con la mujer de Kurdiukov, con Zoya! Me dijo que fuera a verle al hospital y fui. Y es todo. ¡No hablé con nadie más!

En la cocina vuelve a oírse tintineo de vajilla, en el despacho aparece Pavel Pavlovich. Lleva puesto un delantal de cocina, sostiene en una mana una sartén chirriante y en la otra un salvamanteles de madera.

PAVEL PAVLOVICH: Perdon. No hagan caso… Felix Alexandrovich, he freído un poco de jamón… Dispense usted…

FELIX (desconcertado): Que le aproveche… ¡No faltaba más!

IVAN DAVIDOVICH (irritado): ¡No nos distraigamos! ¡Continúe, Felix Alexandrovich!

Pero Felix no puede continuar. Sigue asustado y sorprendido de las acciones de Pavel Pavlovich. Este pone la sartén en la mesa de las revistas e, inclinando sobre ella su grande y noble nariz, extrae del bolsillo del pecho del frac un estuche pIano negro. Lo abre, pasa el índice sobre el unos momentos, profiere indeciso «¡Hum!» y saca del estuche un delgado tubito plateado.

EL TIPO A CUADROS (entre dientes): Da miedo mirar…

Pavel Pavlovich destornilla con cuidado el capuchón y empieza a gotear del tubito en la tortilla, una gota en cada yema.

NATASHA: Que olor más raro… ¿Está usted seguro de que eso es comestible?

PAVEL PAVLOVICH: Esto, alma mía, se llama «uhe-tho»… Literalmente quiere decir: «bilis del genio de las aguas». Este potingue, cariño, tiene ocho siglos…

IVAN DAVIDOVICH (da unos golpecitos con el dedo en la mesa): ¡Basta, basta! ¡Felix Alexandrovich, continúe! ¿En que se puso de acuerdo con Kurdiukov en el hospital?

FELIX: ¿Con Kurdiukov? ¿En el hospital? Bueno… No nos pusimos de acuerdo en nada concreto. Prometió convidarme a una copita de coñac…

IVAN DAVIDOVICH: ¿Y nada más?

FELIX: Y nada más…

IVAN DAVIDOVICH: ¿Y para eso fue usted con la noche encima a través de toda la ciudad al hospital?

FELIX: Bueno…

Se queda casi callado.

IVAN DAVIDOVICH: ¿Kurdiukov es un buen amigo de usted?

FELIX: ¡Qué va! Somos vecinos simplemente. Nos saludamos… Nos hacemos algún favor… Yo le presto un destornillador y el me presta el aspirador de polvo…

IVAN DAVIDOVICH: Entendido. Mire lo que resulta. Un conocido, con quien no intima mucho y que se siente ya perfectamente, le llama a altas horas de la noche al hospital solo para prometerle tomarse con usted una copita de coñac. ¿He resumido correctamente sus declaraciones?

FELIX: Sí, sí…

IVAN DAVIDOVICH: ¿En que se puso de acuerdo con Kurdiukov en el hospital?

FELIX: ¡Se lo juro, en nada!

EL TIPO A CUADROS: Miente. ¡Miente! No se de lo que trataron allí, pero en la escalera tuvieron una bronca. ¡Bajó los peldaños más colorado que un tomate! ¡Miente!

PAVEL PAVLOVICH (en voz baja): Y usted, Capitán, solo tenía que haber subido dos escalones. Lo habría oído todo y ahora no estaríamos aquí haciendo cábalas…

EL TIPO A CUADROS: (humildemente): Perdón, Excelencia. Pero, señores, que este estafador nos expliqué que significaban las palabras: «¡Piensa en ti, Sneguiriov! ¡Piensa en ti!» Estas palabras yo las oí perfectamente y no puedo entender que querían decir.

IVAN DAVIDOVICH: ¿En que se puso de acuerdo usted con Kurdiukov?

FELIX: ¡Señores! ¿Pero por que la han tornado conmigo?

IVAN DAVIDOVICH: ¿En que se puso de acuerdo usted con Kurdiukov?

FELIX: ¡Natasha! Dime, ¿quiénes son estos hombres? ¿Qué quieren de mi? ¡Diles que me dejen en paz!

El tipo a cuadros se ríe bajito.

IVAN DAVIDOVICH: Escúcheme atentamente. No nos iremos de aquí hasta que aclaremos lo que nos interesa. Y usted nos lo va a contar todo sin falta. La cuestión está solo en a que precio. No vamos a andarnos con cumplidos. No sabemos hacerlo. Y debe haber silencio, aunque a usted le duela mucho….

Coge el maletín, lo pone sobre la mesa, lo abre, extrae una pequeña autoclave y, con ruido de metal y vidrio, empieza a montar una jeringa de poner inyecciones.

Felix observa estas manipulaciones y le entran sudores.

IVAN DAVIDOVICH: Por supuesto, preferiríamos recibir información de usted rápidamente, sin triquinuelas y en estado puro, sin mezclas. Creo que eso le conviene…

El tipo a cuadros cruza la habitación con paso deslizante y se propone colocarse a espaldas de Felix. Este, presa de pánico, retrocede junto con la silla y se encuentra apresado entre la mesa y la librería.

EL TIPO A CUADROS (en voz baja): ¡Silencio! ¡No se mueva!

FELIX (con acento desesperado): ¡Oigan! ¡Qué demonios! ¡Natasha! ¡Pavel Pavlovich!

Natasha, sentada cómodamente en el sofá con las piernas replegadas, se acicala las uñas con una limita.

NATASHA (cariñosa y aleccionadora): Felix, tesoro. Hay que contarlo todo. Hay que contar hasta el último detalle.

PAVEL PAVLOVICH: Sí, Felix Alexandrovich, tenga la bondad. ¿Para qué quiere más disgustos?

FELIX (anonadado, con voz trémula): Sí, sí, es preciso…

IVAN DAVIDOVICH: ¿Va a responder?

FELIX: Sí, sí, sin falta…

IVAN DAVIDOVICH: ¿En que se puso de acuerdo con Kurdiukov?

Felix no tiene tiempo de responder, y no sabe que responder. Se abre la puerta de la habitación, y en el umbral aparece Kurdiukov. Lleva un gabán húmedo que le queda grande, bajo los faldones se yen unos pantalones de hospital y va calzado con unas viejas pantuflas mojadas.

KURDIUKOV: ¡Ah! (exclama con falso énfasis y se limpia la boca con el revés del puño que aprieta un enorme formón). ¿Le habéis echado el guante a ese canalla? ¡Estupendo! ¡Que machos sois! Pero ¿cómo lo habéis atrapado sin mi? No está bien, no está bien. ¡Eso es faltar a las ordenanzas! ¡A usted apelo, Maestre! ¡Eso es faltar a las ordenanzas! Me gustaría saber quién le contó lo del Elixir.

IVAN DAVIDOVICH (levantándose de un salto): ¿Sabe lo del Elixir?

NATASHA (levantándose también): ¿Cómo es eso?

PAVEL PAVLOVICH: ¿Qué, qué, qué?

EL TIPO A CUADROS: ¿Qué les decía yo?

KURDIUKOV: ¡Bah! ¡No solo sabe lo del Elixir! ¡Me insinuó que conoce también lo del Manantial! ¡Me habló también del Barranco de las Ortigas, el hijoputa!

Todas las miradas se clavan en Felix.

FELIX (balbucea tartamudeando): ¿Qué estás diciendo, Kurdiukov? ¿De qué Elixir hablas? El Barranco de las Ortigas lo conozco, pero el Elixir… ¿Qué Elixir?

Kurdiukov se inclina hacia el con los brazos en jarras:

—Conque ¿conoces el Barranco de las Ortigas?

FELIX: Lo co-conozco… ¿Quién no lo conoce?

KURDIUKOV: ¡De acuerdo, de acuerdo! ¿Quién no lo conoce..? Pero ¿qué me insinuaste tu del Barranco de las Ortigas? ¿Te acuerdas?

FELIX: ¿Del Barranco de las Ortigas? ¿Cuándo?

KURDIUKOV: ¿Cuándo va a ser? ¡Hoy! ¡En el hospital! «Cuando te pongas bueno, Kostia, nos daremos una vueltecita por el Barranco de las Ortigas…» ¡A mí los ojos casi se me salieron de las órbitas! ¿De dónde? ¿Cómo se enteró? ¿Te lo advertí entonces? «¡Chitón! ¡Ni una palabra! ¡A nadie!» ¿Te lo dije o no?

FELIX: Bueno, me lo dijiste. Pero ¿a que te referías? Porque tu…

KURDIUKOV: ¡Ah! ¡Lo reconoces! ¡Es cierto! ¡Pues si lo reconoces no hay que emperrarse! Confiesa francamente: ¿quién te lo dijo? ¿Natasha? ¿A lo mejor te lo contó en la camita? ¿Se relajó?

Vuelve la cabeza, mira a Natasha y retrocede protegiéndose con el puño donde tiene el formón: Natasha se le va aproximando con sigiloso paso felino, ligeramente encorvada, moviendo los dedos como garras prestas a sacarle los ojos.

NATASHA (furiosa y sibilante): Ah, cochino asqueroso, mala sangre, cernícalo, ¿qué quieres decir con tu inmunda bocaza?

KURDIUKOV (chilla): ¡No quiero decir nada! ¡Maestre, es una hipótesis! ¡Defiéndame!

Natasha se para de repente, se vuelve hacia Ivan Davidovich.

NATASHA (pronuncia tranquila): Todo está claro. Este cobarde patológico se ha ido de la lengua. Se hartó de comida podrida, creyó que estiraba la pata y de miedo se lo contó al primero que encontró…

KURDIUKOV: ¡Mentira! ¡El primero fue el doctor de la ambulancia! ¡Y luego los camilleros! Y sólo después…

NATASHA: ¿Y fuiste con el cuento a todos, piojoso?

KURDIUKOV: ¡No conté nada a nadie! ¡Nada! ¡Él ya lo sabía todo!

El tipo a cuadros deja a Felix y empieza a acercarse de costado a Kurdiukov. Al advertirlo Kurdiukov se arrodilla ante Ivan Davidovich.

KURDIUKOV: ¡Maestre! ¡Mándele que no me toque! ¡Lo diré todo! Lo único que le pedí fue que fuera a verle… Le di su nombre, perdóneme. Me asusté mucho… ¡Pero el ya lo sabía todo! Se sonrió maligne y dijo: «¡Cómo no! Claro que conozco al Maestre…»

FELIX: ¿Qué disparates estás diciendo? ¡Piénsalo bien!

KURDIUKOV: «¡Iré, dijo, bueno, iré, pero esta noche él y yo volveremos a hablar!» Yo quería salir corriendo, quería avisarle, pero me estaban lavando el estomago, estaba tumbado…

FELIX: Compañeros, todo lo que dice es mentira. No comprendo que quiere de mi, pero todo lo que dice es mentira…

KURDIUKOV: ¡Y por la noche dejó los disimulos! Compréndanme bien, estoy nervioso, ahora no recuerdo con exactitud lo que dijo, pero me habló de todo adrede para demostrar que estaba enterado…

FELIX: Miente.

KURDIUKOV: …para demostrar que estaba enterado y hacerme traicionar. Dijo que somos cinco, que somos inmortales…

FELIX: Miente.

KURDIUKOV (melancólicamente, como parodiando): «En el Barranco de las Ortigas, pasados seis postes de piedra, bajo una estrella blanca está oculta una gruta, en aquella gruta se encuentra el Manantial del Elixir que vierte las gotas de la inmortalidad en un vaso de piedra…»

FELIX: Es la primera vez que oigo esta idiotez. Se ha vuelto loco.

KURDIUKOV (alzando un dedo): «Se tarda tres años en juntar cinco cucharadas de Elixir que hacen inmortales a cinco…»

FELIX: Ya lo veis, se ha escapado del manicomio.

KURDIUKOV (con su voz habitual): Lo mencionó a usted, Maestre. Y a Natasha. Y a usted, Príncipe. Dijo: al quinto no lo conozco hasta ahora…

Todos miran a Felix.

FELIX (tratando de dominarse): Todo esto para mi es un puro galimatías. Un delirio. No se nada de eso, no lo entiendo y simplemente no pude hablar de esas cosas.

Todos callan.

Felix se levanta, y detrás se le echa encima Kurdiukov. Con la mano izquierda agarra a Felix de la cara para taparle la boca y con la derecha le asesta un fuerte golpe con el formón en la espalda de abajo arriba. El formón es romo, la mano de Kurdiukov resbala, y no se produce el homicidio. Felix pega una patada a Kurdiukov, este sale disparado contra Ivan Davidovich, y le caen al suelo.

PAVEL PAVLOVICH (zumbón): ¡Se soltaron!

Ivan Davidovich se levanta por fin limpiando repugnancia en los costados. Kurdiukov compungido, la cabeza entre las manos.

IVAN DAVIDOVICH: Señores, vamos a despertar a toda la casa. Les ruego, serénense.

FELIX (con voz trémula): Oigan, ¿no les parece suficiente por hoy? ¿Y si vienen mañana? Porque van a conseguir que alguien llame a la milicia…

IVAN DAVIDOVICH: Siéntese. ¡Siéntese! (Pausa.) Miren, señores. La situación ha cambiado, se ha complicado. Señores, les ruego comprendan; no puedo hacer nada aquí. (Empieza a guardar en el maletín de medicina.) Si dejamos aquí un cadáver la milicia encontrará nuestra pista. ¿Entendido?

EL TIPO A CUADROS: Perdón, Herr Maestre. No tenemos por que dejar el cadáver; podemos arrojarlo por la ventana. Séptimo piso… ¡Se hará papilla!

NATASHA (en tono resuelto): No, señores estoy en contra. Todo el mundo sabe que Felix y vino a verme, no pasé la noche en casa… ¿Qué es esto? Me llevarán de un juez instructor a otro. Estoy en contra de tocar a Felix. Hay que admitirlo.

KURDIUKOV (salta del rincón como un juguete): ¿A costa de quien? ¡Zorrona!

IVAN DAVIDOVICH: ¡Hable más bajo!. Basta ¿hay que repetirlo? ¡Más bajo! Y no olvide que estamos todos aquí sin saber que hacer…

En este momento Felix estalla. Con voz empañada por el miedo y el odio grita:

FELIX: ¡Váyanse todos a hacer puñetas! ¡Todos! ¡Basta ya! ¡Y no vuelvan a poner los pies aquí!.

El tipo a cuadros se agacha como una fiera.

FELIX (al tipo a cuadros): Anda, anda, ya puedes cascarme, bandido, mala bestia, pero: Dios es Cristo. Voy a dar una campanada que todo el barrio va a venir corriendo. Anda, anda, voy a echar abajo la ventana con cristales y todo.

IVAN DAVIDOVICH (rudamente): ¡Cálmese!

FELIX (furioso): ¡Y usted, punta en boca!

IVAN DAVIDOVICH (muy tranquilo): Usted se llama Liza…

FELIX: ¿Y a usted que le importa?

IVAN DAVIDOVICH: Su hija se llama Liza, sus nietos se llaman Foma y Anton, viven en la calle Malaya Tupikovaya, dieciséis. ¿No es así?

Felix calla.

IVAN DAVIDOVICH: Espero que usted comprenderá lo que insinúo.

FELIX: ¿Qué quieren ustedes de mi? ¡No lo entiendo!

IVAN DAVIDOVICH: Ahora lo entenderá. El destino ha querido que usted penetre en nuestro secreto…

FELIX: No conozco ningún secreto ni quiero conocerlo.

IVAN DAVIDOVICH: Pierde el tiempo, pierde el tiempo. La investigación ha terminado. Usted tiene ahora que escoger entre morir o hacerse inmortal. ¿Está dispuesto a esa opción?

Felix menea lentamente la cabeza.

IVAN DAVIDOVICH: ¿Por qué?

FELIX: ¿Por qué? Porque no tengo ninguna opción. Si escojo la muerte me tiran por la ventana… Y si escojo esa inmortalidad de ustedes no sé que guarrada harán conmigo. ¡Que otra cosa se puede esperar de ustedes?

NATASHA: ¡Virgen Santísima! ¡Pero qué inflagaitas son hoy los hombres! Recuerdo que yo comprendí al instante de lo que se trataba…

IVAN DAVIDOVICH: No olvide, señora, que eso fue hace quinientos años…

NATASHA: ¡Cuatrocientos setenta y tres!

IVAN DAVIDOVICH: Sí, sí, claro… Entonces todo eso era muy natural: la inmortalidad, la piedra filosofal, los vuelos a horcajadas en escobas… A uno entonces no le costaba nada creer a pies juntillas lo que le dijeran de buenas a primeras. Pero imagínese que escribe un suelto para el periódico Fragua de personal y que vienen y le ofrecen la inmortalidad… (Mira inquisitiva y fijamente a Felix y luego empieza a hablar con marcada entonación, como leyendo un texto.) No lejos de la ciudad, en el Barranco de las Ortigas, hay una gruta poco conocida aquí. En el fondo de la gruta pende solitaria de la bóveda una estalactita de un color rojo muy desacostumbrado. De esta estalactita cae gota a gota en una cavidad de piedra el Elixir de Vida. Cinco cucharadas cada tres años. Este Elixir no salva del veneno, de la bala ni de la espada. Pero salva del envejecimiento. Hablando en el lenguaje moderno es una especie de regulador hormonal de extraordinaria potencia. Una cucharada cada tres años es suficiente para impedir cualquier proceso de envejecimiento en el organismo humano. ¡Cualquiera! ¡El organismo no envejece! No envejece en absoluto. Usted tiene ahora cincuenta años. Si empieza a tomar el Elixir tendrá siempre cincuenta. Siempre. Eternamente. ¿Comprende? Una cucharadita de las del té cada tres años y tendrá siempre medio siglo.

FELIX (se encoge de hombros): No es que crea en todo esto, sino que las palabras de Ivan Davidovich y sobre todo los términos científicos le causan un efecto tranquilizante.

IVAN DAVIDOVICH: Lo malo es que hay solo cinco cucharadas. Por lo tanto, solo puede haber cinco inmortales. Con todas las consecuencias que de ello se derivan. ¿Comprende? ¿O no?

FELIX: ¿El sexto sobra?

IVAN DAVIDOVICH: Así es.

FELIX: Bueno, pero yo no pretendo…

IVAN DAVIDOVICH: a sea, ¿usted prefiere la muerte?

FELIX: ¿Por qué la muerte? ¡A mi todo esto me importa un pito! Ustedes van por su camino y yo por el mío… ¡Maldita la falta que me hacen o que les hago yo a ustedes!

IVAN DAVIDOVICH: Veo que no ha comprendido hasta ahora la situación. Hay suficiente Elixir solo para cinco. ¡Habrá que explicarle que los deseosos serían muchos más! Si se hubiera propagado la noticia, simplemente nos habrían quitado el Manantial y habríamos dejado de ser inmortales. ¿Comprende? Hace muchísimo tiempo que todos estaríamos muertos sino hubiéramos conseguido hasta ahora —¡en el transcurso de siglos!— guardar el secreto. Usted se ha enterado de este secreto y ahora una de dos: o se suma a nosotros o, perdone, nos veremos obligados a liquidarlo.

FELIX: Que estupidez… ¡Cree usted que voy a ir corriendo a contar este secreto en todas partes? ¿Es que soy idiota? ¡Me encerrarán inmediatamente en un manicomio!

IVAN DAVIDOVICH: Puede ser. Casi seguro. Pero convendrá usted que pasada una semana cientos y cientos de imbéciles vendrán con azadas y palas a las vertientes del Barranco de las Ortigas. ¡La gente es tan crédula, ansia tanto el milagro! No, no podemos arriesgarnos. Como ve, tenemos experiencia. Podremos estar tranquilos únicamente cuando el secreto lo conozcan solo cinco.

FELIX: Pero yo no se lo diré a nadie. Bueno, ¿qué saldrá ganando? Compréndanlo ustedes. ¡Lo juro por mi hija!

IVAN DAVIDOVICH: No hace falta. Ni tiene sentido.

Aparece en la estancia Pavel Pavlovich con una bandeja en la que humean seis tacitas de café.

PAVEL PAVLOVICH: ¡Aquí está el cafecito! ¡Tengan la bondad! (A Natasha.) Por favor, nena… ¡Capitán, Maestre, tengan la bondad…! ¿Le gusta esa tacita? ¡Tómela, Felix Alexandrovich! Veo que le han puesto nervioso, tome unos traguitos de ánimo negro, se tranquilizará… Y tu, Basavriuk, viejo caballo de combate, ¿por qué te has metido en el rincón? Una tacita de café, y todo pasará.

Recorre a todos con la bandeja, vuelve a la mesita de los periódicos con la taza que queda y, muy satisfecho, se sienta en una butaca.

Felix, anheloso, abrasándose, se toma a sorbos su café, deja la taza vacía sobre la mesa y mira a su alrededor.

Pavel Pavlovich es el único que con visible placer saborea el «ánimo negro». Ivan Davidovich, aunque ha acercado su tacita a los labios, no bebe, mirando fijamente a Felix. Tampoco bebe Natasha: sostiene la taza en vilo y vigila atentamente a Ivan Davidovich. El Capitán busca donde sentarse. Kurdiukov en su rincón se disponía ya a tomar el café cuando de pronto sorprende la mirada de Natasha y se inmoviliza.

Ivan Davidovich deja con cuidado su tacita sobre la mesa y la aparta con el índice. Y entonces Kurdiukov arroja su taza contra la librería profiriendo una maldición.

PAVEL PAVLOVICH (sin alterarse): ¿Qué, le ha caído una mosca? Usted, Felix Alexandrovich, tiene la cocina llena de moscas…

IVAN DAVIDOVICH: ¡Príncipe! ¡Se lo había pedido! ¿Dónde vamos a meter el cadáver?

PAVEL PAVLOVICH (pitorreandose): ¿El cadáver? ¿Qué cadáver? No veo ningún cadáver.

Natasha alza su taza y derrama ostensivamente el café en el suelo. El Capitán, gruñendo, deja su taza en el suelo y la empuja cuidadosamente con el pie meciéndola debajo del sofá.

PAVEL PAVLOVICH: Bien, señores, a ustedes no les complace nada… Un café tan magnífico… ¿Verdad, Felix Alexandrovich?

KURDIUKOV: ¡Víbora! ¡Eunuco bizantino! ¡Envenenador! ¿Por qué? ¿Qué te he hecho? ¡Te mato!

IVAN DAVIDOVICH: ¡Basavriuk! ¡Cómo vuelva a alzar la voz ordeno que le sellen la boca!

KURDIUKOV (en vehemente susurro): ¡Pero si quería envenenarme! ¿Por qué?

IVAN DAVIDOVICH: ¿Y por qué cree usted?

KURDIUKOV: ¡Porque le birle a ese maldito cocinero! ¿Se acuerda, él tenía un cocinero que se llamaba Gerard Decotille? Yo se lo birlé y desde entonces me odia.

Ivan Davidovich mira a Pavel Pavlovich.

PAVEL PAVLOVICH (indulgente): Yo ni siquiera me acordaba… Aunque de verdad era un cocinero estupendo…

Felix comprende por fin lo que está ocurriendo. Se pone lentamente en pie. Mira su taza. Su rostro cambia repentinamente la expresión.

FELIX: ¿Qué significa esto? ¿Me ha envenenado? ¿Pavel Pavlovich?

PAVEL PAVLOVICH: ¡Calma, calma, Felix Alexandrovich! ¿Qué cosas se le ocurren?

EL TIPO A CUADROS (perora bonachón): No tiene por que preocuparse, Felix Alexandrovich. Él, claro, no le apuntaba a usted. Si le hubiera apuntado a usted estaría ya enfriándose aquí… ¿A quién apuntaba? Ese es el problema. Claro, ahora sobra uno de nosotros, pero ¿quién cree él que sobra…?

FELIX: ¡Fieras, más que fieras…! ¡Vampiros!

EL TIPO A CUADROS: ¿Y qué se le va a hacer? ¿Qué quiere que hagamos? Yo, la verdad, por ahora no tengo tanta experiencia. No se como lo hacían antes. Porque llevo con el Manantial ciento cincuenta años nada más.

Felix lo mira horrorizado y sorprendido cual si se tratara de un animal raro y terrible.

EL TIPO A CUADROS: Nací en el ochocientos dos. Soy el más joven aquí, je, je… Pero, sabe usted, no se trata de la edad. Lo principal es el carácter. No me gusta, sabe usted, que jueguen conmigo… Ímpetu y rapidez ante todo, creo yo. Permita, por ejemplo, que compare su actual comportamiento con el mío, en un caso análogo cuando tuve que escoger. Yo entonces prestaba servicio en la gendarmería de estos parajes y me dedicaba principalmente a contrabandistas. Conseguida con la pista de un enigmático grupo de cinco individuos. Ví que tenían el escondrijo en una gruta del  Barranco de las Ortigas, tomaban grandes precauciones… Pensé: a este asunto le puedo sacar jugo. Escogía uno de ellos, el que me pareció más blando, y lo detuve. Personalmente. Una vez detenido lo trabajé. Bueno, acabo contándomelo todo… Fíjese, Felix Alexandrovich, lo que a usted le han servido ahora en bandeja por una sucesión de circunstancias yo tuve que obtenerlo con el sudor de mi frente… Recuerdo que estuve toda una noche como un condenado… Pero, a diferencia de usted, comprendí rápidamente de lo que se trataba. Donde caben cinco no cabe el sexto.

FELIX: Ahora comprendo por que ese idiota se lanzó contra mi… Con su formón…

EL TIPO A CUADROS: No sé, no sé, Felix Alexandrovich… ¡Él tiene experiencia! ¡Desde el año mil doscientos ochenta y dos! ¡Hay que saber mucho para mantenerse tanto tiempo disfrutando del Manantial!

FELIX: ¿Kostia? ¿Desde el año mil doscientos…?

Se hace el silencio en la estancia.

IVAN DAVIDOVICH (animoso): ¡Ea! Vamos a terminar, Felix Alexandrovich, póngase aquí. Entonces. «Con su permiso, voy a traducir… Hum… A tenor de la ordenanza… e-e-e… principal… a saber, párrafo catorce… e-e… que trata de las importancias…» ¡Maldita sea! Como decir esto… Príncipe, diga como será mejor: «hallan».

PAVEL PAVLOVICH: Saltéese todo ese galimatías. ¡Maestre! ¿A quién le hace falta eso? Vaya al grano y dígalo con sus propias palabras.

IVAN DAVIDOVICH: Bueno, voy al grano. Es un caso excepcional. Estamos presentes los cinco y cada uno tenemos un voto. El turno para hablar es a voluntad o se echa a suertes si alguien lo pide. Ustedes dirán.

KURDIUKOV (con susurro sibilante): ¡Yo protesto!

IVAN DAVIDOVICH: ¿Por qué motivo?

KURDIUKOV: ¡Porqué él no ha escogido! ¡Primero debe escoger!

NATASHA (mirándose en el espejito): ¿Crees, cariño, que va a escoger la muerte?

Se sonríen todos, menos Kurdiukov y Felix.

KURDIUKOV: ¡Yo no creo nada! ¡Yo creo que debe haber orden! Debemos preguntarle, y él tiene que responder.

IVAN DAVIDOVICH: Está bien. Aceptado. Felix Alexandrovich, le preguntamos oficialmente que tiene a bien escoger: ¿la muerte o la inmortalidad?

Blanco como una sábana, Felix se recuesta en el espaldar de la silla y hace crujir los dedos.

FELIX: Explíquenme por lo menos que significa todo esto.

IVAN DAVIDOVICH (atufado): ¡Usted lo comprende perfectamente! Si escoge la muerte, morirá, y entonces, como es natural, no tendremos que votar. Pero si escoge la inmortalidad será candidato y habrá que discutir la situación.

Pausa.

IVAN DAVIDOVICH (con cierta irritación): ¿Será posible que no podamos pasarnos sin estas dramáticas pausas?

NATASHA (también irritada): ¡Tiene razón, Felix! No te andes con rodeos…

FELIX: Es que yo no quiero escoger.

KURDIUKOV (dándose palmadas en las rodillas): ¡Pues magnífico! ¡Y no hay nada que votar!

NATASHA: ¡Felix, te la estás jugando! ¡No estás en un colegio de redacción!

PAVEL PAVLOVICH: Felix Alexandrovich, ¿cómo es eso? ¿Es una broma? Tenga la bondad de explicarse…

KURDIUKOV: ¿Y qué debe explicar? ¿Qué hay que explicar aquí? Si el es, ¿como se dice? ¡Un humanitario! ¡Aquí no hay nada que explicar! No quiere la inmortalidad, no necesita la inmortalidad, pero no se le puede soltar… Entonces, ¿qué hay que explicar aquí?

IVAN DAVIDOVICH: Usted, Felix Alexandrovich, ha escogido un mal momento para hacerse el original…

FELIX: No pienso jugar a este juego.

NATASHA (con ternura): ¡Pero si no es un juego, bobito! Te matarán y se acabó. Porque no es un juego. Es un trocito de tu vida. Quizá el último.

KURDIUKOV: ¿Por qué se entromete? ¿Quién le ha dado vela en este entierro? ¿Dónde se ha visto que traten de persuadir?

NATASHA (señala con el dedo a Felix): Yo estoy a su favor.

KURDIUKOV: ¡Eso es saltarse las reglas!

PAVEL PAVLOVICH: Maestre, es posible que Felix Alexandrovich no tenga una idea clara del procedimiento concreto. ¿Quizá habría que explicárselo con detalle?

IVAN DAVIDOVICH: Es posible. Vamos a probar. Bien, Felix Alexandrovich, si escoge usted la inmortalidad, pasa a ser inmediatamente candidato. En ese caso aprobamos su candidatura por simple mayoría de votos, y entonces usted y el señor Kurdiukov, por ser el más viejo, tienen que decidir el asunto entre ustedes. Puede ser un duelo o pueden echar suertes, como lo prefieran. Nosotros por nuestra parte concentraremos los esfuerzos en que su.. e… emulación… no tenga complicaciones indeseables. Asegurar la coartada… desembarazarnos del muerto… presentar los necesarios falsos testimonios… etcétera. ¿Está claro el procedimiento?

FELIX (en tono resuelto): Hagan lo que quieran. No voy a jugar con ustedes al sexto sobra.

PAVEL PAVLOVICH (atónito): ¿Usted rehúsa la probabilidad de hacerse inmortal?

Felix guarda silencio.

PAVEL PAVLOVICH (admirado): ¡Señores! ¡Es un personaje curioso! ¡Jamás lo habría creído! ¡Un escritorzuelo, un emborronapapeles…! Saben lo que les digo, señores, yo también estoy a su favor. Soy conservador, señores, no me agradan las innovaciones, pero con el cariz que toman las cosas… o yo no entiendo nada o han sobrevenido yo. nuevos tiempos, por fin… ¿Homo novus?

KURDIUKOV (gimotea): ¡Qué homo novus ni que niño muerto! ¿Es que están ciegos? ¡Les hará traición! ¡Les hará traición! ¡Fingirá que acepta, pero mañana les hará traición! ¡Mírenlo ustedes! ¿Para qué quiere la inmortalidad? ¡Si el es un humanitario, si tiene sus principios! Felix, anda, diles tú para que quieres la inmortalidad si tendrás las manos manchadas de sangre. ¡Porque tendrás que degollarme, Felix! ¿Cómo vas a mirar a los ojos a tu Liza?

NATASHA: ¿Por qué se entromete? ¿Quién le ha dado vela en este entierro? ¿Dónde se ha visto que traten de persuadir?

KURDIUKOV (sin atender): Felix, hazme caso, porque yo te conozco, se que no te gustará. Porque la inmortalidad no es la vida, es una existencia completamente distinta. Porque yo sé qué es lo que más estimas. Para ti lo que mas vale es la amistad, el amor… ¡No habrá nada de eso! ¿De dónde? Tendrás que ocultarte toda la vida, de la hija, de los nietos… Porque ellos se harán viejos y tú no. ¡Tendrás que ocultarte de las autoridades, Felix! Pasar diez años en un sitio, no podrás más. ¡Y así siglos enteros, siglo tras siglo! (Sombrío.) Y luego serás como nosotros. ¡Serás como yo!

PAVEL PAVLOVICH: No está mal expuesto, no está mal. Yo añadiría lo que dijo Schmalhausen: «La Naturaleza nos ha arrebatado la inmortalidad dándonos en cambio el amor». Pero ocurre también al revés, señores. Al revés.

KURDIUKOV (sin hacer caso): Se necesita un talento especial, Felix: ¡disfrutar de la inmortalidad!

FELIX: ¿Por qué tratas de convencerme? ¡Convence a tus dinosaurios para que me dejen en paz. ¡No quiero tu inmortalidad ni regalada!

PAVEL PAVLOVICH: ¿No se pasó de rosca, Felix Alexandrovich? A fin de cuentas la inmortalidad es el sueño más anhelado del género humano. Los más grandes entre los grandes no tendrían reparo en ir con sangre hasta la cintura por la inmortalidad… ¿No lo dice por soberbia, Felix Alexandrovich?

FELIX: Ustedes no me ofrecen la inmortalidad. Lo que me proponen es cometer un homicidio.

KURDIUKOV (con vehemencia): ¡Un homicidio, Felix! ¡Un homicidio!

FELIX: Los más grandes entre los grandes, bueno. Sé a quien se refieren ustedes. Gengis Khan, Tamerlán… No me los pongan de ejemplo, a esos maniacos los odio desde la infancia.

KURDIUKOV (adulón): Desolladores, sádicos…

FELIX: ¡Cállate! Tu nunca me gustaste ni un pelo, para que lo sepas… Y ahora me das asco… Que sabandija has resultado ser, Kostia, un canalla de tomo y lomo… Pero matarte… ¡No!

PAVEL PAVLOVICH: Amigo mío. ¿es que usted quiere alcanzar la inmortalidad gratis? ¿Qué risa! ¿Ha conseguido muchas cosas en su vida gratis? Hasta para el turno en la cooperativa tuvo que revolcarse en el fango, ¿no? ¡Y ahora se trata nada menos que de la inmortalidad!

Felix los mira alternativamente a todos.

FELIX. ¡Dios mío! Hay que ver: Pushkin murió, y estos son inmortales. Copernico murió. Galileo murió…

KURDIUKOV (frenético); ¡Mírenlo! ¡Mírenlo! ¡Moralista apestado de cuerpo entero! ¿Será posible que incluso ahora no sepan con quién están tratando?

PAVEL PAVLOVICH (aleccionador): ¿Qué es la vida? ¿Qué es la inmortalidad? La vida se nos da de balde, pero por la inmortalidad hay que pagar. Creo, señores, que el asunto está resuelto. Felix Alexandrovich se acalorará, se acalorará, pero acabará por comprender que la vida se dá al hombre una sola vez y si surge la posibilidad de prolongarla por tiempo indefinido hay que aprovechar esa posibilidad te llames como te llames: Galileo, Belisario, Sneguiriov, Petrov, Ivanov… A Felix Alexandrovich no le gusta el precio que ha de pagar. ¡Tampoco hay que asustarse por eso! Usted, Felix Alexandrovich, creo que se figura que tendrá que cortarle el gaznate a su adversario con un cuchillo romo o, comprende… lo mismo que el a usted, con un formón… o una lezna.

KURDIUKOV: ¡A espada y nada más!

PAVEL PAVLOVICH: ¿Y por qué ha de ser a espada? Dos píldoras absolutamente iguales por el aspecto, el color y el olor… (Mete la mano en el bolsillo y saca una cajita redonda y plana, la abre y enseña.) Usted toma una, y su contrincante toma la otra… Todo se resuelve en medio minuto, no más… ¡Y ningún tormento, ningún espasmo! Es una receta antigua, probada infinidad de veces. Y fíjese: ningún remordimiento de conciencia: ¡la fatalidad!

KURDIUKOV (grita): ¡A espada y nada más!

NATASHA (pensativa): Si se va a ver, a espada es más espectacular…

PAVEL PAVLOVICH: En primer lugar, ¿de donde sacar las espadas? En segundo lugar, ¿dónde se van a batir? En tercer lugar, ¿dónde meter el cadáver cubierto de estocadas y cortaduras? Claro, es mucho más espectacular. Sobre todo si se tiene en cuenta que Felix Alexandrovich no ha empuñado una espada en su vida, mientras Basavriuk se ha batido a espada cuatrocientos años seguidos… Esos duelos seducen mucho, sobre todo a la parte que tiene superioridad…

IVAN DAVIDOVICH: ¡Usted se adelanta, Príncipe! Vamos a resumir. Usted, Príncipe, está a favor del candidato. Usted, señorita, también. A Basavriuk no le pregunto. ¡Capitán?

EL TIPO A CUADROS (tira la colilla al suelo y la aplasta pensativo con la punta del zapato): Mil perdones, Herr Maestre, pero yo estoy en contra. Y perdóneme, madame, le beso la mano, y usted también, Excelencia. Dios me libre, no quiero ofender ni molestar a nadie. Pero tengo mi propia opinión sobre este asunto. Conozco al señor Basavriuk desde mi comienzo mismo y no hay que esperar ninguna sorpresa por su parte. Es de los nuestros… En cambio el señor escritor, que no se ofenda… No me fío de usted, señor escritor, no me fío ni me fiaré jamás. Y no me fío porque sea usted mala persona o receloso, Dios me libre. Simplemente no le entiendo. No entiendo que le gusta y que no le gusta, que quiere y que no quiere. Es usted un extraño, Felix Alexandrovich. Usted será en nuestra pequeña compañía como una espina clavada en la piel. y será mejor para todos nosotros que usted desaparezca. Por completo. Pido perdón si he molestado a alguien. No ha sido esa mi intención.

KURDIUKOV (conmovido): ¡Gracias, Capitán! ¡No lo olvidaré jamás!

IVAN DAVIDOVICH: ¡Señores! Los votos se han dividido en partes iguales. A mi me toca decidir…

Mira significativamente a Felix y de pronto se dibuja en su semblante una expresión de asombro y preocupación.

Felix ya no se parece a un hombre caído en la trampa. Está sentado a sus anchas, repantigado y con las manos tras el espaldar de su butaca. Su rostro es tranquilo y abstraído, está claro que ni oye ni atiende, escondiendo una sonrisa en la comisura de los labios.

El silencio que se hace lo torna a la realidad. Apercibiéndose, de pronto empieza a palpar con la mano los papeles de la mesa, encuentra los cigarrillos, se mete uno en la boca, pero no tiene encendedor y mira al tipo a cuadros.

FELIX: ¡Capitán, devuélvame el encendedor! ¡Venga, venga, lo vi! ¡Que maneras son esas! (El capitán devuelve el encendedor.) ¡Y deje de ensuciar el suelo! ¡Ahí tiene el cenicero, úselo!

Todos lo miran recelosos.

FELIX: Señores dinosaurios, yo me he distraído un poco y creo que he dejado pasar algo… Pero ¿saben lo que he descubierto? Lo que tenemos aquí, gracias a Dios, no es una tragedia, sino una comedia. ¡Una comedia, señores! ¿Verdad que es divertido?

Todos callan.

KURDIUKOV (inseguro): Una comedia para él…

IVAN DAVIDOVICH: Yo quisiera hablar con el candidato a solas.

PAVEL PAVLOVICH: Y yo también…

IVAN DAVIDOVICH: ¿A donde podemos pasar, Felix Alexandrovich?

FELIX: ¿Qué secretos son esos? Bien, pasemos al dormitorio.

En el dormitorio Felix se sienta en la otomana, e Ivan Davidovich se acomoda en una silla.

IVAN DAVIDOVICH: Entonces, como he entendido por su conducta, usted ha hecho su opción.

FELIX: ¿Qué opción? ¿La muerte o la inmortalidad? Escuche, es posible que la inmortalidad no sea mala cosa, no lo se… Pero en tal compañía… ¡En tal compañía solo se puede lavar a los difuntos.

IVAN DAVIDOVICH: Ay, Felix Alexandrovich, usted me preocupa mucho. ¡Pero la muerte es aun peor! Sí, claro, usted tiene razón a su manera. Cuando un hombrecillo gris y corriente por voluntad del destino alcanza la inmortalidad, a los dos o tres siglos inevitablemente se convierte en el diablo sabe que. El lado del carácter que prevaleció al comienzo de su vida con el tiempo se convierte en el único. Así aparece su Natalia Petrovna, cantinerita de artillería. Hoy no queda en ella más que lo de cantinera y hay que ser, perdón, Felix Alexandrovich, un macho tan poco exigente como usted para ver en ella a una mujer…

FELIX: ¡Bueno, sabe usted…! ¡Su Pavel Pavlovich no es nada mejor!

IVAN DAVIDOVICH: Tiene razón. No se por lo que comenzó, es un hombre muy antiguo, pero ahora es simplemente una pústula gigantesca….

FELIX: No está mal dicho.

IVAN DAVIDOVICH: Gracias… En general tengo la impresión, Felix Alexandrovich, de que de toda nuestra compañía soy el que menos repugnancia le causa. ¿He acertado?

Felix encoge indefinidamente los hombros.

IVAN DAVIDOVICH: Se lo agradezco otra vez. Por eso he decidido hablar con usted sin testigos. Para no tener encima jetas repulsivas. No voy a fingir: soy un hombre frío, indiferente y cruel. No puede ser de otro modo. ¡Tengo quinientos años! En este tiempo quieras o no te desprendes de las más diversas quimeras: el amor, la amistad, el honor… Todos somos así. Pero a diferencia de mis colegas inmortales, yo tengo un ideal. Para mi existe en este mundo algo que no se puede jalar ni ponértelo bajo las posaderas para estar más cómodo. ¡A lo largo de mi vida hice ciento siete descubrimientos e inventos! Yo separe el fósforo cincuenta años antes que Brandt, descubrí la cromatografía veinte años antes que Tsvet, elaboré el sistema periódico aproximadamente en los mismos años que Dmitri MendeIeiev… Por razones comprensibles me veo obligado a mantener todo esto en secreto, de lo contrario mi nombre retumbaría en la historia, retumbaría demasiado, y eso es peligroso. Me vengo dedicando toda la vida a lo que hoy se llama sintetización del Elixir. Quiero que haya en abundancia. ¡No, no, no es por consideraciones humanitarias! A mi no me interesan los destinos de la humanidad. Yo tengo mis propias razones. La más sencilla es que estoy harto de permanecer en la clandestinidad y de sobresaltarme cuando veo a cualquier gendarme. Estoy harto de adelantarme a la época en mis descubrimientos. ¡Estoy harto de ser el numero cero! Quiero ser el numero uno. Pero no tengo en quien apoyarme. Existen solo cuatro personas en el mundo en las que yo podría confiar. Pero son absolutamente inútiles para mi. ¡Y yo necesito un ayudante! Necesito un interlocutor inteligente capaz de valorar la hermosura del pensamiento y no solo la hermosura de una hembra o de una empanada de berza. Usted puede ser ese ayudante. Bien mirado, Kurdiukov me ha hecho un favor poniéndolo a usted frente a mi. Porque veo que usted es un hombre de ideal. Piénselo bien: ¿va a encontrar una idea más digna que la mía?

FELIX: Yo no entiendo nada de química.

IVAN DAVIDOVICH: ¡De química entiendo yo! No necesito un hombre que entienda de química. ¡Necesito un hombre que entienda de ideas! ¡Estoy cansado de estar solo! Necesito un interlocutor, necesito un contradictor. ¡Acepte, Felix Alexandrovich! Hasta ahora era la fatalidad la que creaba a los inmortales. Con la ayuda de usted empezaré a crearlos yo. ¡Acepte!

FELIX (pensativo): Hum…

IVAN DAVIDOVICH: ¿Le inquieta el precio? Pamplinas. En ninguna parte se ha dicho que usted tenga que despacharlo con sus propias manos. Yo le ayudaré. Incluso me las arreglaré sin usted.

FELIX: ¿Y hará que me calce las botas del muerto?

IVAN DAVIDOVICH: Eso es una tontería, una tontería, Felix Alexandrovich. Balbuceo infantil, y usted es una persona mayor… ¡Konstantin Kurdiukov ha vivido setecientos años! ¡Y en todo ese tiempo lo único que ha hecho ha sido jalar, emborracharse, robar, corromper menores y asesinar…! ¡Ha vivido seiscientos cincuenta años de más! ¡Y usted saca a relucir sus botas! A propósito, no son suyas: se las calzó cuando estaban todavía calientes… ¡Oiga, yo tenía mejor opinión de usted! Le proponen un objetivo grandioso ¿Y usted en que piensa?

FELIX: Ni usted ni yo tenemos derecho a decidir quien ha de vivir y quien ha de morir.

IVAN DAVIDOVICH: ¡Ay, que difícil es tratar con usted! ¡Mucho más difícil de lo que yo esperaba! ¿Qué quiere entonces? ¡Porque lo van a degollar!

FELIX: ¡No me degollarán!

IVAN DAVIDOVICH: ¡Lo degollarán como un borrego! ¡Y ese miserable, esa piltrafa que debía estar pudriéndose ya seiscientos años mariposeara otros seiscientos sin el menor provecho para nada! Y yo que creí que usted de verdad tenía principios. ¡Porque usted es un escritor! ¡Se le ofrece una oportunidad como no la ha tenido nadie! Asimilar en su alma la experiencia personal de muchos siglos, donar a la humanidad una sabiduría secular… ¡Piense usted cuantos libros tiene por delante, Felix Alexandrovich! ¡Y que libros: inauditos, excepcionales! Sí… Y yo que creía que usted realmente estaba dispuesto a hacer algo para la humanidad… ¡Ah, mariposillas, flores de un día!

Ivan Davidovich se levanta y sale, y al instante entra en el dormitorio el tipo a cuadros.

EL TIPO A CUADROS: Perdón… El teléfono…

Desconecta rápida y diestramente el aparato telefónico y se lo lleva hacia la puerta.

Al quedarse solo, Felix farfulla:

FELIX: No importa… Aquí lo principal son los nervios. No me tocarán un pelo de la ropa…

Junto a la puerta del dormitorio Kurdiukov trata de persuadir al tipo a cuadros.

KURDIUKOV: ¡Se escapará, se lo digo yo! ¡Saldrá pitando, no le quepa duda! ¡Usted no lo conoce!

EL TIPO A CUADROS: ¿Adonde va a ir? Es el séptimo piso, caballero…

KURDIUKOV: ¡Inventará cualquier cosa! ¡Déjeme que mire!

EL TIPO A CUADROS: No tiene nada que mirar ahí, ya ha sido mirado todo…

KURDIUKOV: ¡Se lo suplico, Capitán! ¡Como hombre noble! Se lo digo con franqueza: necesito hablar con él.

EL TIPO A CUADROS: Hablar… Usted lo apiola, y luego seré yo quien tendrá que responder.

KURDIUKOV (vehemente, enseñando las manos abiertas): ¿Con qué? ¿Con qué lo voy a apiolar? Y aunque lo apiolase, ¿qué tendría de malo?

EL TIPO A CUADROS: Es posible que no tuviera nada de malo, pero, por otro lado, la orden es la orden… (Registra rápida y profesionalmente a Kurdiukov.) Está bien, vaya, señor Basavriuk…

Kurdiukov entra de puntillas en el dormitorio y cierra herméticamente la puerta tras de sí.

Felix lo recibe con una mirada sombría, pero Kurdiukov no se turba en absoluto. Se acerca de un salto a la otomana y se inclina al oído de Felix.

KURDIUKOV: Entonces, haremos lo siguiente. Yo me encargo del Capitán. Tu lo único que tienes que hacer es sujetar al Maestre de los brazos, pero con fuerza. Lo demás corre de mi cuenta.

Felix aparta a Kurdiukov con una mane abierta.

KURDIUKOV: ¿Por qué me miras así? ¿Tenemos que librarnos de esta porquería o no? ¿Qué saldremos ganando si te apiolan a ti o a mi? ¿Crees que alguien se va a preocupar por ti? ¿Qué te ha contado el Maestre? ¡Seguro que te ha prometido el oro y el moro! ¡No hay nadie mas que se preocupe! Imbécil, nosotros tenemos que escaparnos de aquí y luego nos iremos cada cual por su lado… ¿Será posible que no encuentres un lugar donde esconderte y esperar a que pase el peligro?

FELIX: Entonces, ¿Yo agarro al Maestre?

KURDIUKOV: ¿Y qué?

FELIX: Y tú, dices, ¿agarras al Capitán?

KURDIUKOV: ¡Eso es! Los demás no pintan nada.

FELIX: ¡Largo de aquí!

KURDIUKOV: ¡lmbécil! ¿No me crees? Tú prométeme una sola cosa: cuando yo eche la zarpa al Capitán sujeta a Ivan Davidovich.

FELIX: ¡Largo de aquí, te digo!

KURDIUKOV (aúlla como un perro): ¡Piensa en ti, Sneguiriov! ¡Te lo digo otra vez! ¡Piensa en ti!

En cuanto sale se presenta en el dormitorio Natasha, también cierra herméticamente la puerta tras ella. Se acerca a la otomana, se sienta al lado de Felix y mira a los lados.

NATASHA: ¡Dios mío, cuanto tiempo hace que no estuve aquí! ¿Y dónde esté el secreter? Tú tenías aquí un secreter…

FELIX: Se lo di a mi hija. ¿Por qué lo preguntas?

NATASHA: ¿Por qué estás encabronado? Yo no te he hecho nada malo. Tú mismo te embarcaste en esta historia… ¡Puf, que cara de vinagre! Ayer no me mirabas así… ¿Tienes miedo?

FELIX: ¿Miedo, de qué?

NATASHA: ¿Cómo decirte?… Mientras Kurdiukov este vivo…

FELIX: No se atreverán ustedes.

NATASHA: Hoy no nos atrevemos, pero mañana…

FELIX: Y mañana tampoco se atreverán. ¿Cómo es posible que ninguno haya comprendido hasta ahora que será peor para ustedes?

NATASHA: Oye. Tú no entiendes. Están locos de miedo. Ahora por miedo están dispuestos a todo, eso es lo que tienes que comprender. Veo que andas pensando algo. ¡Déjalo! No creas a nadie, ni una palabra. ¡Y no le vuelvas la espalda a nadie, no tendrás tiempo de decir ni pío! Yo he visto como hacen eso…

FELIX: ¿Es que de repente has vuelto a enamorarte de mi?

NATASHA: Yo misma no lo sé. Hoy ha sido como si te viera por primera vez. Porque yo pensaba: un tipejo como ese me vale para dos noches… Pero resulta que tú eres un hombre bien plantado. (Se arrima a él, se ciñe a su cuerpo, le acaricia la cara.) Eres todo un hombre… ¡Anda, abrázame! ¿Qué haces quieto como una estatua? Si soy yo… Recuerda lo que me decías: hada, bruja en cantadora… ¡Anda! Quiero despedirme. No sé lo que pasara dentro de una hora…

Felix se zafa de sus brazos con un esfuerzo y se pone en pie.

FELIX: ¿Por qué me entierras? ¡Basta! ¡Buen momento y sitio has encontrado!

NATASHA: Pero ¿Por qué? ¿Por qué? Si soy yo, acuérdate de mí… ¡Amado cadaverito mío, querido!

FELIX: ¡Oye! ¡No olvides que tienes quinientos años! ¡Por Dios, que eres una vieja! ¡Me da miedo hasta de pensarlo!

Natasha se detiene como si él le hubiera pegado un latigazo.

NATASHA: Cretino, cadáver maloliente. Eunuco.

FELIX (cayendo en la cuenta): Dios mío, bueno, perdona… Que digo, es que, la verdad… Pero tampoco se puede ser así.

NATASHA: Mala entraña. Idiota. ¿Crees que el Maestre va a salir en tu defensa? ¡Él lo único que necesita es engatusarte para que mañana no corras a presentar la denuncia y tengamos tiempo de decidir como acabar contigo! ¿Qué te ha prometido? ¿Qué torres de oro? ¡Zopenco, más que zopenco, capado, mierdica! ¡Puf!

Pavel Pavlovich se asoma al dormitorio. Lleva en la mano un emparedado y mastica con buen apetito un trozo.

PAVEL PAVLOVICH: ¡Nena, han pasado diez minutos! ¡Supongo que habrán terminado!

NATASHA (furiosa): ¡No hemos empezado siquiera!

Y sale impetuosamente pasando junto a Pavel Pavlovich, que se hace a un lado.

PAVEL PAVLOVICH: ¡Ay, ay, ay… ay, ay! Parece que la ha ofendido. No ha hecho bien, no ha hecho bien. (Se sienta, muerde el emparedado.) Ha cometido una imprudencia. Se habrá fijado que aquí toman muy a pecho todas estas triquinuelas y matices. ¿Se dio cuenta como Basavriuk intento poner a la Marquesa en su lugar? Insinuó que fue ella quien, por debilidad femenina, le reveló a usted todos nuestros secretos. ¡La jugada es facilísima, pero muy, muy eficaz! Podía haber pasado. ¡Podía haber pasado muy bien! ¿Y cuál fue el motivo? Un pequeño malentendido que sucedió hará unos setenta años o cien, no recuerdo exactamente. La Marquesa se lo negó. No se lo negaba nunca a nadie, pero a el se lo negó… ¿Se da cuenta? Usted no lo creerá, pero han pasado cien años, pasaran otros cien, y no lo olvidará. Y si se va a ver, todos nosotros no nos aprendamos demasiado. Nuestro Maestre, Ivan Davidovich, tiene muchas ínfulas, pero no pasa de ser un grafómano corriente en la denda. He solicitado informes ex profeso en el instituto donde trabaja… Allí es presidente perpetuo del comité sindical. ¡Ahí tiene usted al amigo de Mendeleiev! ¡Me extraña que ha encontrado el Capitán en el!

Felix se sienta en el otro extremo de la otomana y observa de reojo a Pavel Pavlovich. Este extrae calmosamente de su estuche un tubito plateado, vierte de el unas gotas sobre el ultimo trocito del emparedado y, poniendo los ojos en blanco, se lleva el trocito a la boca. Se deleita, chasquea la lengua, sorbe y menea la cabeza como en éxtasis. Cuando lo traga por fin, continúa:

PAVEL PAVLOVICH: Eso es lo que ustedes, los mortales, no pueden comprender: el gusto. ¡Ustedes no tienen gusto! A veces, en la sala del restaurante, les miro y pienso: «¡Dios mío! ¿Pero son personas? ¿Son seres pensantes?» Porque ustedes no comen, Felix Alexandrovich. Ustedes simplemente se echan trozos a la boca. Para ustedes es un proceso mecánico, lo mismo que el tosco y sucio fogonero con una pala enorme arroja al fuego el carbón. Un espectáculo horroroso, se lo aseguro. Ese es, por cierto, un aspecto de nuestra inmortalidad que a ustedes, claro, ni se les ocurre. Nuestra inmortalidad es la inmortalidad de los dioses olímpicos que se embriagan con néctar, ¡es la inmortalidad de los guerreros de la Valhala en eterno festín! El Elixir es algo asombroso. Usted puede comer todo lo que quiera menos cosas podridas. Puede beber cualquier licor menos los venenos mortales. No experimentara ninguna enteritis, ninguna gastritis, ningún cólico ni estreñimiento… Y su sentido del olfato y del gusto siempre estará en un estado ideal. ¡Qué posibilidades ilimitadas para disfrutar! ¡Qué campo inabarcable para el experimento! ¡Porque a usted le gusta comer sabroso, Felix Alexandrovich! No sabe, es cierto, pero le gusta. Conque lo pasará bien conmigo. Yo le enseñaré algunas cosas. Me lo agradecerá un siglo, y más de un siglo.

FELIX: ¡Si es usted un poeta! ¡Un dios inmortal de la gastronomía!

PAVEL PAVLOVICH: Deje ese veneno. No es pertinente. En el fondo yo quería ayudarle a superar su juvenil escrupulosidad. Comprendo que usted no tiene ni puede tener la costumbre de disponer de la vida ajena, que eso no entra en los usos de la sociedad… ¿O tal vez simplemente teme arriesgarse? Pues no existe riesgo alguno. Que grite todo lo que quiera pidiendo el duelo a espada: para él no habrá ninguna espada. Habrá dos píldoras o dos jeringas. ¡El Maestre adora las jeringas! Y entonces todo se reduce a pura técnica y destreza de manos. Yo me encargaré de eso y le aseguro el éxito…

FELIX: Oiga, ¿y qué sale usted ganando? ¿Qué provecho puede sacar de mi? ¿Es qué no tiene con quien brindar? ¿Con quién tomar néctar?

PAVEL PAVLOVICH: El provecho debe estar, claro, para usted. En primer lugar, nos quitaremos de encima a ese birria. Es un tipo asqueroso, a mi me birló el cocinero, mi Gerardito… Le perdoné las deudas del juego, lo que no le perdono es lo de Gerard. Eso no puedo ni quiero olvidarlo, y no me lo pida… Por otra parte… No hay equilibrio en nuestra compañía, eso es lo principal. Yo soy el mayor de todos, y ando representando segundos papeles. ¿Por qué? Pues porque el botarate del Capitán, sin que se sepa por qué, tiene por jefe a nuestro al químico. Pero ¿qué jefe es ese? Mojaba todavía los pañales cuando yo era custodio de las tres Llaves. ¡Y ahora el tiene dos Llaves y yo una!

FELIX: Le comprendo. Pero yo no soy el Capitán.

PAVEL PAVLOVICH: ¡Ah, señor mío! ¿Qué quiere decir con eso? Usted es un hombre físicamente fuerte, además tiene mucha lengua y, por si fuera poco, es escritor, o sea, un hombre de imaginación… ¡Usted y yo podríamos remover montañas! Yo lo reconciliaría con la Marquesa. ¿Qué tiene que disputar con la Marquesa? Y entonces seríamos tres…

FELIX: Gracias por el honor, pero me veo obligado a rehusar.

PAVEL PAVLOVICH: ¿Por qué, si se puede saber?

FELIX: Porque me da nauseas.

Pausa.

PAVEL PAVLOVICH: Permítame resumir la situación. Por un lado, se le ofrece prácticamente la inmortalidad, iluminada por placeres que yo he mencionado de la forma más esquémica. Por otro, le espera una muerte rápida, en el curso de la semana próxima, creo yo. Y usted tiene que escoger…

FELIX: Resume la situación de un modo bien distinto…

PAVEL PAVLOVICH: ¡Señor mío! No se trata de palabras. ¿Quiere la inmortalidad o no?

FELIX: ¿En las condiciones de ustedes? Claro que no.

PAVEL PAVLOVICH (alzando las manos al cielo): ¡No le gustan nuestras condiciones! ¿Qué clase de persona es usted, Felix Alexandrovich? Yo soy monstruosamente viejo. Usted no puede figurarse lo viejo que soy. A veces yo mismo descubro de pronto que he olvidado un siglo entero… Por ejemplo, recuerdo los tiempos antes de la unión de Brest, recuerdo también lo que ocurrió después de la de Uzhgorod, pero he olvidado lo que sucedió entre estos acontecimientos, es como barrido con escoba… ¡Conque puede imaginarse a cuantos candidatos así habré visto en mi vida! Lo que no habría entre ellos… Un logógrafo bizantino, un centurión mongol, un hereje bogimil, un joyero cracoviano… ¡Y todos ansiaban arrodillarse ante el Manantial! Traían cabezas y las arrojaban a mis pies: «¡Yo! ¡Yo en vez de el!» Claro, ahora son otras costumbres, no se usa cortar cabezas, pero tampoco hace falta. ¡Felix Alexandrovich, lo único que se le pide es su simple consentimiento! ¡Y usted se niega! Pero yo lo conozco, se que usted no es un ideal, ni mucho menos. Le gusta empinar el codo, le gustan las faldas y no hace ascos a eso que llaman necesidades materiales… ¡Y de pronto me sale con estas! No, usted me ha dejado de piedra, Felix Alexandrovich. Me ha herido en el mismo corazón. ¿Es que quiere ceñirse la corona de mártir?

Mira el reloj y se levanta. Pronuncia pensativo:

PAVEL PAVLOVICH: Bien, a cada cual lo suyo. Vamos, Felix Alexandrovich, ya no nos queda más tiempo.

Mientras tanto, en el despacho Natasha registra los anaqueles, toma un libro tras otro, lee al azar varias líneas y lo deja caer displicente al suelo. Pisando libros, colillas y esquirlas de vajilla va de un rincón a otro Kurdiukov. El tipo a cuadros, plantado como un poste junto a la pared, no les quita el ojo de encima. Ivan Davidovich hojea una colección de revistas.

Por la ventana se ve clarear el día.

Entran Pavel Pavlovich y Felix.

IVAN DAVIDOVICH: ¡Por fin! (Tira la colección de revistas.) Diga, Felix Alexandrovich, ¿qué ha decidido?

PAVEL PAVLOVICH: Un momento, Maestre. Quiero hacer una pequeña puntualización. Lo he pensado un poco y he llegado a la conclusión de que el Capitán tiene razón. Ahora estoy a favor de nuestro querido Basavriuk. Como se dice, un amigo viejo vale por cien nuevos.

KURDIUKOV: ¡Bienhechor!

NATASHA: Yo también. Al diablo los señoritingos.

KURDIUKOV: ¡Bienhechora! (Enseña triunfal la lengua a Felix).

IVAN DAVIDOVICH (tras una pausa): ¿Esas tenemos? Bueno, que se le va a hacer… Pues yo estoy en contra, apoyo de la manera más categórica la candidatura de Felix Alexandrovich. Y puedo demostrar a cualquiera que él, indudablemente, es útil para nuestra sociedad.

Lanza una corta mirada al tipo a cuadros, y este, dando un paso adelante, se pone a su lado.

EL TIPO A CUADROS: Yo también estoy a favor del señor escritor. Si otros cambian su posición, yo también cambio la mía.

KURDIUKOV: ¿Por qué? Yo soy de los nuestros… Y el mismo no quiere…

PAVEL PAVLOVICH: En primer lugar, el mismo no quiere. Y, en segundo lugar, usted, Maestre, pese a todo, ha quedado en minoría…

IVAN DAVIDOVICH: ¡Pero yo no propongo tomar decisiones irreversibles ahora mismo! Está amaneciendo, de todos modos no podremos hacer nada hoy, no estamos preparados, hay que pensarlo todo muy bien… ¡Señores! Nos vamos. El día y el lugar de la próxima cita se lo comunicaré a cada uno con tiempo…

KURDIUKOV (gruñe): Se va a ir derecho a la milicia… ¡Ahora mismo…!

IVAN DAVIDOVICH: ¡Muy señor mío! Se le han hecho ofertas muy seductoras, no lo olvide. Medite en ellas con toda tranquilidad. Y tenga presente, por favor, que irse de la lengua puede acarrearles desgracias irreparables a usted y los suyos.

FELIX: ¡Ivan Davidovich! Deja de amenazarme. ¿Es que no está claro que me cortaré de un bocado la lengua antes que revelar este secreto a nadie? Es que ustedes no pueden comprender la suerte que es para toda la humanidad que se haya reunido en torno al Manantial de la Inmortalidad precisamente la compañía de ustedes, una compañía de ineptos, holgazanes, nulidades, burros cargados de letras…

IVAN DAVIDOVICH: ¡Muy señor mío!

FELIX: ¡Que inmensa dicha! Da miedo pensar lo que ocurrirá si se revela el secreto y llega al Manantial aunque no sea más que un auténtico canalla, indómito, enérgico y fuerte. ¡Puede haber algo más terrible! Un devorador inmortal de emparedados es una gran suerte para el planeta. En cambio un ambicioso de poder, enérgico e inmortal, sería una desgracia terrible, una catástrofe… Por eso duerman tranquilos, queridos dinosaurios. No revelaré su secreto ni aunque me aspen…

Salen corriendo. La primera que echa a correr es Natalia Petrovna guardando precipitadamente en el bolso sus adminículos de cosmética. Pavel Pavlovich se aleja majestuosamente con golpeteo de su paraguas-bastón, conservando la expresión irónica en el semblante. Mirando temeroso a los lados, sale de estampida Kurdiukov, perdiendo y recogiendo las pantuflas de hospital. El tipo a cuadros no alcanza a comprender la solemnidad del momento, aguarda simplemente a Ivan Davidovich. Este se queda escuchando más que nadie, pero al fin tampoco lo soporta y se retira.

FELIX (en pos de ellos): ¡No les delataré aunque tenga que sufrir el peor de los martirios!

Felix está al pie de la ventana y mira a toda la compañía desde la altura del séptimo piso. Meten a empellones a Kurdiukov en el «Lada», le sigue el tipo a cuadros. Natasha se sienta al volante e Ivan Davidovich a su lado. Pavel Pavlovich saluda alzando el sombrero al auto que se aleja y luego, despacio, golpeteando con el paraguas-bastón, desaparece del campo visual.

Y entonces Felix se da la vuelta y recorre el despacho con la mirada. Todos los muebles están fuera de lugar y torcidos. El suelo está sembrado de colillas aplastadas, libros arrugados, manchas negras de café, el aparato telefónico roto, esquirlas de porcelana. Sobre la mesa, en las hojas de un manuscrito, hay sobras, platos con restos de comida, una sartén sucia.

La casa ya se ha despertado. Zumba el ascensor, se oyen portazos, pasos y voces.

Y en este momento se abre la puerta del despacho y en el umbral aparece Liza, la hija de Felix, con sus dos mellizos chiquitines.

LIZA: ¡Cómo tienes la puerta…! (comienza y exclama). ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido aquí?

FELIX: Un festín de inmortales.

LIZA: ¡Que horror…! ¡Y han roto el teléfono! Por eso no podía comunicarme contigo… La guardería está hoy en cuarentena y te los he traído…

FELIX: Dame a esos bandoleros. Venid aquí, pronto, a mis brazos. Ahora lo pondremos todo en orden. ¿Verdad que si, Foma?

FOMA: Si, abuelito.

FELIX: ¿Verdad que sí, Antón?

ANTON: No, abuelito. Yo quiero correr.