Piscis: Arabesco

CUENTA LA LEYENDA, y el Relator es el más sabio de todos, que el planeta Bytrus Celleany, un mundo de extensos desiertos y esplendorosos jardines que surgían al abrigo de las dunas como oasis de flores, había sido gobernado durante más de noventa años por el viejo rey Atut. El rey Atut era un hombre de sanas costumbres y temeroso de los dioses, que tan sólo había mantenido a su lado un harén de nueve esposas, tantas como planetas orbitaban su sol y lunas giraban alrededor de su mundo, pues eso era lo que aconsejaba la Ley. Entre ellas repartió equitativamente su semilla y sus riquezas y, en su lecho de muerte, como no deseaba verlas en guerras secretas, les dijo:

—He repartido los dones de mi simiente según mi criterio ha aconsejado; a algunas os he dejado preñadas de hijos que crecerán bellos y altivos. A otras, os he legado virtudes como la inteligencia y la prudencia para que las maduréis y entrelacéis en vuestro seno, mientras que otras pariréis niñas para asegurar la continuidad de mi descendencia.

Pero he aquí que justo el noveno nacimiento correspondió a una niña, no a un varón como estaba previsto, y en ella se conjugaban algunos dones que no le habían sido pronosticados por la selectiva simiente del rey. Nació bella y altiva, pero también inteligente y ambiciosa. Pronto destacó de entre sus hermanos varones en los estudios y en el arte de la seducción, e incluso las otras esposas (a excepción de su madre, que cuidaba de ella como si de un tesoro se tratase, haciéndola prometer que jamás traicionaría a su linaje) cuchicheaban y ponderaban si después de todo el anciano Atut no tendría sus favoritas en el harén.

Los años pasaron, la tumba del rey se cubrió de flores y Zharadh, que así se llamaba su insólita novenata, creció y se hizo mujer. Su cuerpo se desarrolló y atrajo sin remisión las miradas de sus hermanos, quienes tenían prohibido copular con ella para evitar que la carga genética programada se dispersara aún más. La pobre muchacha intentó en diversas ocasiones que sus hermanos favoritos la desfloraran, pero no obtuvo de ellos más que temor y rechazo. Entristecida y deprimida, la pobre Zharadh tuvo que conformarse con salir a recorrer los amplios jardines de su padre cabalgando a Arxas, su potro cibernético, preguntándose una y otra vez qué habría hecho ella para merecer el que sus hermanos la tratasen así. Sobre todo odiaba que sus hermanas, sexualmente satisfechas y sin nada mejor que hacer que criticarla, hablasen de ella a sus espaldas y no cesaran de reírse por lo bajo cuando pasaba cerca.

Tanta era la insatisfacción de la joven, que un día en que se había alejado más de lo normal de casa, y se había adentrado con su caballo en las dunas periféricas al jardín, se le ocurrió un remedio tan inusual como atrevido. Programó los circuitos de su caballo para que se adecuaran a las costumbres sexuales de los humanos, y se dejó montar por él repetidas veces a lo largo de las jornadas de asueto previas a su decimosexto cumpleaños. Postrada a cuatro patas en el perfil de una duna, la apertura de sus muslos era la señal que el semental obedecía, sabiendo que debía extraer entonces el miembro de metal que su diseñador había colocado entre sus patas traseras, y lo usaba para ensanchar tanto los orificios de la muchacha que ésta no paraba de gritar de dolor y goce. Hacía mucho tiempo que la bella Zharadh no era tan feliz.

Pero las constelaciones cambian y sus pronósticos son variables. Un nefasto día la mala suerte cayó sobre ella: precisamente la misma jornada de su cumpleaños, su madre, acompañada por un cortejo de otras esposas, decidió salir a buscada para darle una sorpresa en lugar de esperar a que regresara a palacio. Y cuál no fue su estupor, y la indignación que sucedió a éste, cuando en las postrimerías del jardín encontraron a la bella Zharadh en lo alto de una duna, su silueta oscura recortándose contra el sol naciente, y sobre ella el semental que la penetraba sin esfuerzo siguiendo una cadencia mecánica e infatigable imposible de alcanzar por ninguno de los hermanos de la muchacha.

Presa de la ira, su madre inmediatamente la sentenció a un horrible castigo: la joven sería privada de las sensaciones de su cuerpo, ya que tanto las necesitaba y era capaz de cometer cualquier inmundicia por conseguirlas. Pero no moriría, para que fuese el hazmerreír de sus hermanas por el resto de su vida y sirviese de ejemplo a las futuras generaciones.

Así, fue decapitada y su cabeza cosida a un collar neuronal que mantendría su cerebro oxigenado y cuidaría de que sus tejidos no se pudriesen. La cabeza de Zharadh, así preservada de la muerte y el envejecimiento, fue enroscada sustituyendo la de su potro cibernético, también decapitado. Un herrero forjó un yelmo de trenzas de plata que asemejaba la cabeza de un caballo para que recubriera la testa centaurina del animal, y colocó un largo y retorcido cuerno de unicornio en su cúspide, con tantas espirales como días de pecado había disfrutado la otrora agraciada moza.

Y así pasaron los años, los lustros y las décadas, con Zharadh cabalgando las dunas sobre las que derramó su virginidad, mientras sus hermanas y hermanos envejecían y morían, y ella permanecía inalterable en su cuerpo de semental cibernético. Tan sólo uno de sus hermanos sobrevivió a los demás, un hombre ya viejo y cansado llamado Armahd, que había heredado de la semilla de su padre el don de la longevidad. Para no tener que ver a su hermana vagar por los jardines, se encerró en un altísimo castillo rodeado de murallas, una fortaleza que no tenía ventanas orientadas al este, hacia los campos que Zharadh acostumbraba a visitar. Aquel hermano la odiaba, aunque nunca hizo nada por dañarla ni utilizó su fortuna en contra de ella.

Lentamente, fueron pasando los años.


Un día en que las flores eran especialmente relucientes y había nubes en el cielo, un viajero errante llegó a Bytrus Celleany. Descendió del cielo en una nave que reflejaba en su fuselaje con tanta claridad los rayos del sol que parecía un relámpago lento, un trozo del amanecer de formas afiladas y elegantes. Tomó tierra en los jardines del este, junto a un lago lleno de peces de colores, y de ella bajó su único tripulante, una hermosa mujer de pelo azabache vestida con un traje de vuelo tan reluciente como su carroza estelar.

Sin presentir el peligro que corría al detenerse en aquel oasis, la mujer oteó el horizonte buscando signos de vida humana, y al no encontrados se aproximó al lago para beber y reaprovisionar su nave mediante largas mangueras. El jugueteo de los pececillos y las ondas de color submarino que formaban sus cardúmenes la distrajeron durante muchos minutos, tantos que no se dio cuenta de la presencia del apuesto joven nubio hasta que casi estuvo a su lado.

—¿Quién eres tú que apareces así de repente, con pies de gato y sigilo de gacela? —dijo la joven, sobresaltándose. El apuesto muchacho de piel morena, desnudo salvo por un collar con una argolla que ceñía en torno a su cuello, sonrió.

—Yo podría responderte primero, pero creo que estoy en el derecho de hacer antes la misma pregunta: ¿quién eres tú, que vienes a hacer abrevar tu carroza a estos campos sagrados sin permiso?

La astronauta se ruborizó, comprendiendo que el joven tenía razón, y relajó su mano derecha, que instintivamente había ido a posarse sobre una pistola de rayos guardada en su cinto.

—Me llaman Piscis de Zhintra, y tanto mi nave como yo teníamos sed. Te ruego disculpes mis modales, pero me pongo nerviosa cuando visito por primera vez un planeta extraño.

—Pero es que estás equivocada: este mundo no es extraño, al menos para mí. Yo me llamo Zimbalad, y soy uno de los esclavos jinetes de su hipo alteza Zharadh la de las crines de oro, dueña de todo lo que ves.

—No sabía que este paradisíaco jardín tuviera dueño; lo lamento profundamente.

El nubio se tocó la argolla del collarín, sonriendo.

—Es a mi dueña a la que tienes que ofrecer tus disculpas, no a mí. Yo sólo soy uno de sus favoritos.

Sentados al borde del estanque, Zimbalad relató a la astronauta la triste historia de su ama, Zharadh la Eterna, la que cabalga por las crines del mundo. Tras la muerte de sus hermanos sin que dejaran descendencia, la locura había hecho mella en su familia cuando tanto sus ancianas madres como sus vetustas hermanas se dieron cuenta de que la parte fértil de la semilla que el padre rey había repartido había caído precisamente en el cuerpo de Zharadh, aquélla que estaba predestinada a ser varón. Aquel cuerpo había sido destruido acusado de impuro muchos años atrás, con lo que la descendencia era imposible: todas sus hermanas habían resultado ser estériles. Sí, la locura había anidado en las dependencias palaciegas, y fue causa del suicidio de muchas de las madres y de la infelicidad de sus hijas.

Ahora todos salvo Armahd estaban en la tumba, y la princesa caballo hacía lo que se le antojaba. Había reclutado a ocho jóvenes de entre los más apuestos de su cabila, uno por cada día tenía la semana, y los cuidaba y mantenía más como sirvientes que como esclavos, con el único propósito de que la cabalgaran y satisfacieran sexualmente en su jornada correspondiente. Ese día le tocaba a Zimbalad, pero su ama, cansada de correr por las dunas, lo había dejado suelto mientras dormía a la sombra de una palmera.

El joven señaló hacia un grupo cercano de cocoteros, y allí vio Piscis efectivamente el cuerpo cibernético de la equoreina, resoplando a la sombra mientras sus baterías se recargaban. Zimbalad le advirtió entonces que mejor sería para ella que desapareciese con su nave espacial antes de que la ama despertase, ya que odiaba a muerte a los extranjeros, y no permitía que nadie bebiese de sus estanques sin su permiso.

Piscis estuvo de acuerdo, pero cometió la imprudencia de pedir un último favor: que le dejase tomar un baño antes de marchar, porque aquellas aguas eran tan cristalinas y maravillosas que nada había en el universo que se pudiese comparar a su caricia contra la piel. El nubio vio cómo la joven se desvestía y su blanca piel se sumergía en las tibias aguas, y fue entonces cuando la belleza de la muchacha, más grande que la de ninguna que el joven Zimbalad hubiese conocido, espoleó su deseo y provocó que se excitase hasta extremos que nunca habían sido vistos por su ama.

La astronauta fue consciente de ello, y salió del estanque dejando que su cabello vistiera sus hombros y pechos con largas sortijas de negrura y ríos de agua perfumada. El de su cabeza era el único pelo que poseía en todo el cuerpo, ya que su monte de Venus estaba afeitado como el cristal más puro, y formaba un montículo tan perfecto y resplandeciente que provocó que el sexo del nubio se hinchara tanto que estuvo a punto de explotar en diversas y consecutivas ocasiones.

Sin poder resistirlo, el hombre la cogió por el talle y la montó sobre su cintura. La joven dejó que los vientos del desierto moldearan su cabello y rodeó las caderas del esclavo con sus piernas, dispuesta a tomar lo que él quisiera darle.

Preguntó:

—¿No será peligroso que tu ama se despierte y nos descubra haciendo esto?

A lo que él respondió con gran juicio:

—Si nos descubre nos matará, primero a mí y luego a ti. Para evitarlo tendrás que prometerme que no emitirás ningún sonido que pueda despertarla.

La muchacha asintió, ávida de tomar su sexo, y ambos se acoplaron con fuerza mientras el sol secaba sus pieles. Pero he aquí que el placer y el vigor del moreno fueron tan exacerbados, tan llenos de pasión y rudeza, que la joven de otro planeta no pudo resistirlo y, en un determinado momento en que el cielo pareció derrumbarse sobre sus cabezas, lanzó un gemido de placer tan sonoro que despertó al caballo que dormía bajo el cocotero.

Lleno de pánico, el joven se levantó y trató de interponerse en el camino del encabritado corcel, pero sólo logró que la embestida de éste fuese más certera: su espolón retorcido de unicornio le atravesó el pecho y lo lanzó lejos, al centro del estanque, para que su sangre tiñera el agua del color del ocaso.

Aterrada, la astronauta trató de correr hacia donde había dejado sus ropas y su arma, pero el corcel se interpuso. Era una máquina perfecta y terrible, de una belleza mortífera y arrebatadora. Su testuz era una cabeza de caballo hecha de filigranas de plata, en cuyo interior reposaba una cabeza humana con una piel tan lisa que parecía hecha de plástico. Era la cabeza de Zharadh, y sus facciones estaban tan desencajadas de la rabia que en cualquier momento sus maxilares se iban a desprender del resto del cráneo.

—¿Quién eres tú que has pervertido a uno de mis jinetes, obligándome a matado? —aulló. Su aliento apestaba a bosta de caballo. Los cascos de sus patas delanteras golpearon las rocas con furia, levantando chispas y llamas azules. La astronauta, tratando de disimular su miedo, exclamó:

—Me llaman Piscis de Zhintra, y estoy horrorizada por todo lo que ha ocurrido. No era mi intención causaros ninguna afrenta, y mucho menos que este apuesto joven corriera tan desdichada suerte. Os ruego que me perdonéis la vida, y si puedo hacer algo para compensaros por esto, no tenéis más que pedido.

Piscis había hablado muy rápido y sin respirar, lo que era señal de su miedo, y algo en su voz divirtió un poco a la dueña del lugar, que rió.

—Bueno, tal vez pueda aplacar mi furia si me haces un favor que me divierta y sirva a partes iguales.

—Vos diréis —convino la joven, que no podía apartar la mirada de aquellos ojos fríos y dorados como piedras de ámbar.

—Hay más allá de estas colinas floridas y estos valles alfombrados un castillo tan alto que su cúspide se pierde entre las nubes. En él vive mi hermano, un viejo necio y orgulloso llamado Armahd. Construyó su palacio sin ventanas que dieran a los jardines para no tener que verme cabalgar por ellos, y tampoco ha aceptado nunca hablar conmigo ni con ninguno de mis mensajeros. Pero él posee la única posibilidad de que la semilla de nuestro padre no se pierda para siempre y nuestro linaje sobreviva.

El metálico corcel acompañó a Piscis a lo alto de una colina, tras la cual apareció un palacio de nueve majestuosas agujas, la mayor de las cuales se clavaba en una nube hiriéndola y derramando un caudal de lluvia. Zharadh continuó:

—Aunque mi hermano cree que todas las posibilidades de perpetuar nuestro linaje han desaparecido, yo sé que aún puedo procrear. Pero él jamás accederá a concederme su semilla en estas condiciones.

—¿Para qué me necesitáis a mí, pues?

—El viejo hace muchos años que malgastó su último empuje sexual con sus viles concubinas, pero sé que guarda una gota de su semen en lo más profundo de su palacio, dentro de una muñeca con tres caras, que son al mismo tiempo tres puertas. Quiero que entres en su morada y robes ese tesoro para mí, ¡pero ten mucho cuidado! Armahd es un hombre despiadado, y si te descubre te hará sufrir tormentos sin nombre. Para él, ese fósil de ADN selectivo es su mayor tesoro, lo único que le queda en el mundo para recordarle que una vez fue bello y poderoso. Si no aceptas esta misión —los párpados de Zharadh cerraron filas en tomo a sus crueles ojos—, yo misma te mataré aquí y ahora.

Y como para ilustrar sus palabras, chacoloteó sobre las piedras del estanque hasta llegar a donde descansaban al sol las ropas y el arma de la astronauta, y destrozó esta última de un pisotón. Luego eligió para descansar un lugar cercano a donde esperaba la nave espacial, y la bella Piscis supo que jamás podría sortear ese temible centinela ni alcanzar su único medio de huida. Así pues, no le quedó más remedio que aceptar el peligroso encargo, y rezar por ser más astuta que las trampas que sin duda el hermano de Zharadh habría colocado en su cámara de los tesoros.


Tras vestirse, la astronauta caminó por los jardines hacia el cercano palacio de nueve agujas, y mientras se iba acercando contemplaba maravillada la fastuosidad de sus murallas, cuyas almenas no eran dientes fijos sino ondas de cemento que llameaban sin provocar humo, o sus puertas, que se iban desplazando por las paredes buscando siempre el sol. Las empujaban enormes frisos con forma de titanes mitológicos que apenas sobresalían unos centímetros de la muralla, pero la altura y calidad de los arabescos que adornaban sus túnicas no dejaban lugar a dudas sobre su procedencia: eran estatuas de antiguos monarcas, reyes de los hombres que ahora vigilaban el último legado de los soberanos de aquel mundo.

Había dos ejércitos completos acampados frente al palacio, ambos formados por legiones de cartas de barajas que representaban cruzados y lanceros y alabarderos. La mitad eran rojos y su sota llevaba en las manos un garrote llameante, mientras que el resto eran azules y su reina vestía un ideograma bahulí que representaba el invierno. Las cartas estaban dispuestas en finas hileras que se retorcían y dividían tomando diferentes alineaciones, de forma que desde lo alto un observador contemplaría anonadado enormes trazos y siluetas de gigantes. El orgullo de sus desfiles estáticos se expresaba en las formas que dibujaban las legiones a vista de pájaro.

La muchacha del espacio llegó hasta ellos y prontamente le cerraron el paso. Una división de la baraja roja se adelantó, manteniendo al menos una fila que la conectaba con el cuerpo principal de efectivos, y varió su configuración para espetar:

—¿A qué vienes a palacio, extranjera? No tienes permiso para estar aquí.

—Soy una visitante que vengo de parte de un caballo, para hablar con un rey —dijo ella, pero los ejércitos no parecieron entenderla. Tras meditar un poco, la joven entendió por qué. Se agachó y con el dedo pintó en la tierra su mensaje. Las cartas se colocaron encima de su dibujo y entendieron los surcos.

—No puedes pasar a menos que nos venzas a nosotros, y eso nadie lo ha logrado nunca. Vete, pues, antes de que perdamos la paciencia y nos apetezca descubrir cuántas láminas se pueden extraer de tu piel tersa y sonrosada, mujer.

La joven no se inmutó ante la advertencia, ya que Zharadh le había advertido que se exponía a castigos dementes, y se había preparado para afrontarlos. En su lugar, escribió en la tierra:

—Sois frágiles como hojas al viento, y estáis todas alineadas formando un solo dibujo enorme. ¿Acaso creéis que mi fuerza no bastará para venceros?

—No podrás tumbamos aunque lo intentes con todas tus fuerzas —respondieron las cartas.

—No pretendo tumbaros a todas. Me bastaría con tirar una sola, para que las demás caigáis en una cascada que no podréis detener.

Aunque no había viento, un vaivén cadencioso sacudió en rápidos reflujos a los soldados. Piscis comprendió que las cartas se estaban riendo.

—¡Inténtalo! —gritaron sus alineaciones—. ¡Pobre infeliz, intenta movemos de nuestra base! Pero si no lo consigues, te advierto que te mataremos y te arrancaremos la piel a tiras para fabricar más cartas que añadir a nuestra baraja…

La muchacha, sin mucho esfuerzo, empujó la primera de las cartas de la larguísima fila. Sin embargo, aunque logró hacerle perder la total verticalidad, no pudo tumbarla. Una fuerza mágica y misteriosa la mantenía siempre en pie, sólidamente aposentada sobre la arena del suelo. Empujó y empujó varias veces con toda su fuerza, pero la carta no cayó. Parecía que tuviera la fuerza de todas y cada una de sus compañeras para apoyarla. En ese momento la joven tuvo miedo.

—Está bien —murmuró con su voz, para que los ejércitos no supiesen lo que estaba diciendo—. Sois más listas de lo que pensaba… pero no tanto como yo.

Las cartas rojas como la sangre se le acercaron formando el dibujo de un dragón, mientras sus compañeras, el ejército azul, las observaban expectantes, deseando que comenzase la matanza. Pero la astronauta se volvió y, dándoles la espalda, escribió algo en la arena, justo al límite del jardín que bordeaba la muralla.

Las cartas hicieron una pausa en su avance y escribieron:

—¿Vas a suplicar por tu vida, infeliz?

Piscis se apartó, señalando lo que había escrito en el suelo, para que ellas lo leyeran. Temiendo una argucia pero sin dudar de su superioridad militar, la avanzadilla de contacto del ejército rojo se colocó sobre el mensaje, y leyó:

—Vais a comprobar que la pluma puede vencer a la más fuerte de las espad…

… Y no pudieron seguir leyendo el final, porque la joven, de espaldas a ellas, había excavado un pequeño orificio en la arena y lo había recubierto de hierba. La primera de las cartas no pudo evitar colocarse sobre él para leerlo, y cayó en su interior. Sin suelo bajo su base, no podía mantener la total verticalidad, así que se desplomó.

Aterradas, sus compañeras trataron de retroceder, de cortar el hilo invisible que las unía a todas, pero eso era imposible. Todo el ejército se desplomó con una gloriosa cascada de fichas que duró casi dos minutos, y que silueteó en la arena la cabeza de un lagarto de fuego.

El ejército gemelo, enardecido por la ira de ver a sus compañeras caídas, trató de acercarse a la astronauta, pero ésta se fijó en que no podían pisar sobre los cuerpos de sus gemelas derribadas. Así que recogió del suelo la sota de mando del ejército rojo, el Rey Rutilante, y pisando exclusivamente sobre las cartas yacentes sorteó la distancia que la separaba de la enorme muralla. De esta forma dejó atrás al ejército azul, que no podía vadear un foso formado por los cuerpos de sus compañeros.

Una vez junto a la muralla, vio cómo los gigantes tatuados en ella empujaban la puerta de doble hoja hacia poniente. Al llegar frente a ella, los titánicos ojos la miraron, tratando de discernir sin duda si era una amiga o una enemiga. La astronauta se colocó en el pecho de su traje la carta comandante como si fuese un carnet de identificación, y los gigantes inmediatamente la dejaron pasar, abriendo para ella las enormes hojas que se descorrieron como cascadas de piedras precipitándose hacia el exterior del baluarte.


Durante muchas horas vagó Piscis de Zhintra por el interior del laberíntico palacio, pues aunque su tamaño sugería que podía albergar espacio para una ciudad, en realidad el rey vivía solo, acompañado por un pequeño grupo de sirvientes que no ocupaban mucho sitio, así que el resto de su casa consistía en una sucesión de pasillos laberínticos y callejones sin salida. Cansada de vagabundear, la astronauta optó por subir siempre, ya que intuía que la morada del dueño (y con ella su cámara del tesoro) se ubicaría en la torre más alta. Pero como había nueve torres, y sus pasillos se entrelazaban como los filamentos de un sistema circulatorio, se equivocó varias veces de torre y tardó más de un día completo en dar con la principal.

Cada torre era una obra conceptual en sí misma, dedicada no a una verdad o a un pensamiento, sino a una estación climatológica. Había torres dedicadas al verano, a la primavera, al otoño y al invierno, pero también a otras cinco etapas del año de Bytrus Celleany que ella desconocía por completo. Atravesó salones llenos de flores que crecían espontáneamente de los arabescos del pavimento, formando complicados telares simétricos que se destruían en cascada si una sola pieza de su mosaico no encajaba en la gran estructura. Cruzó por pasillos dedicados a la lluvia y al granizo, y otros por los que resultaba aún más difícil caminar, porque estaban cubiertos por océanos de hojas caídas y las piernas se le hundían hasta las rodillas.

Tras mucho vagabundear llegó a zonas que representaban estaciones de las que no había oído hablar nunca, como vetusivai, en la que todos los días y todas las noches eran equinoccios y solsticios encadenados, o pellucidar, donde lo que florecían eran los sonidos, y sus pisadas e incluso sus exhalaciones provocaban melodías que a veces llegaban a esconder verdaderos motivos sinfónicos.

Al amanecer del segundo día de exploración, arribó por fin a las dependencias del rey. Las reconoció porque se cruzó con algunos sirvientes eunucos que llevaban toallas y sales para el baño del monarca, y que huyeron despavoridos en cuanto la vieron aparecer.

Piscis recogió los enseres de baño y fue ella misma quien los llevó a la cámara del rey. Se trataba de una pulcra terma hecha de mármol, en cuyo centro rodeado de columnatas había una pequeña piscina, junto a la cual esperaba un anciano. Piscis sentía los pies tan cansados de subir escaleras y trepar por pasillos empinados que se sentó a su lado, deseando poder disfrutar como él de un buen baño.

El anciano, desnudo salvo por un paño que le cubría la pelvis, se volvió hacia la joven y la contempló largo rato, admirando su hermosura. La astronauta, que recordaba bien las palabras de advertencia del corcel cibernético, temió que el rey gritara en cualquier momento llamando a su guardia. Pero el viejo Armahd no estaba ya a la altura de semejante gesta: abrió la boca para bostezar y la joven pudo comprobar, asqueada, que carecía de lengua.

El rey salió de la piscina y recogió del suelo una pizarra, sobre la que dibujó el siguiente mensaje:

—Eres la más agraciada concubina que he visto jamás. Lástima que los años me hayan pasado factura tan grotescamente, porque en estos momentos desearía recuperar aunque fuese una pequeña parte de mi virilidad para poder satisfacerte, hermosa sílfide.

Piscis agradeció el cumplido con una sonrisa, y dijo en voz alta:

—Lamentándolo mucho, mi señor, debo deciros que no soy una de vuestras concubinas, tan sólo una desgraciada viajera del cosmos atrapada en una rencilla de castas familiares que no le incumbe en absoluto.

El rey, que era mudo pero no sordo, escuchó con atención el desdichado relato de la joven que se había colado en su palacio, interrumpiéndola únicamente para escribir algunas preguntas en su pizarra, con objeto de ayudarse en su comprensión de los hechos. La astronauta comprendió por qué Zharadh le había dicho que el rey no había hablado con ninguno de sus emisarios. Probablemente se habrían comunicado, aunque de su boca no había surgido palabras. Al menos en eso el caballo no había mentido.

—… Así que vuestra hermana me ha encomendado que os robe la semilla de la que estáis tan orgulloso y se la lleve —concluyó la joven—, para que la estirpe no desaparezca y ella pueda dar a luz a vuestro sucesor.

La ira hizo mella en el pétreo semblante del monarca, quien recogió sus ropajes y se los caló. Sin embargo, no hizo venir a su guardia: para sorpresa de su contertulia, una débil sonrisa fue abriéndose paso lentamente en su cara, partiendo en dos su poblada barba gris. El hombre recogió de nuevo su pizarra, y tras borrarla con el reverso de su túnica, garabateó:

—Zharadh es una necia. Aunque yo accediera a concederle mi semilla y ella pudiera incubarla en su cuerpo de semental, el linaje de la descendencia quedaría mancillado para siempre: ningún descendiente de sangre real debe ser criado en un útero artificial. Eso en sí mismo es una ofensa a los dioses. Además, hace tantos años que encerré aquella gota de semen en lo más profundo del cofre de tres puertas que ya no recuerdo cómo se abren éstas.

—Entiendo —murmuró Piscis, con la mente puesta en el castigo que la princesa equina sería capaz de infligirle si se atrevía a regresar sin haber cumplido su misión—. Mi señor, os ruego que perdonéis la intrusión en vuestro palacio y el haberos hecho perder todo este tiempo. Con humildad abandonaré ahora vuestra morada, siempre que vos me lo permitáis…

—Alto. Yo no he dicho que fuese a impediros cumplir con vuestra misión.

Sus miradas se cruzaron, enigmáticas. El rey condujo a su confundida invitada a lo más alto de la torre por una escalera tallada en marfil, mientras escribía:

—La Ley exige vuestra muerte por haber entrado en las dependencias del palacio sin permiso, pero voy a ser clemente: si lográis descifrar las claves que permiten abrir el cofre, yo mismo os daré la mitad de esa gota de semen para que se la llevéis a mi hermana, pero con una condición: jamás revelaréis este hecho, o juro que os perseguiré hasta la muerte y os haré pagar la afrenta. Ni siquiera la magia de siete djinns podrá salvaros de mi ira si me desobedecéis en este punto.

Piscis asintió, creyendo entender los motivos del monarca pero sin preguntar por ellos; el espectro de la muerte eterna, de la extinción cercana y absoluta, bien merecía sobreseer algunos principios, aunque fuesen leyes básicas y fundamentales. Posiblemente Zharadh diría que fue un ladrón quien robó la semilla y que ella lo capturó. De ambas maneras su vida corría peligro, pero… ¿qué más podía hacer salvo cumplir con lo prometido? Ya llegaría el momento de preocuparse por el futuro, si es que lograba llegar viva a él.

Arribaron entonces a la cúspide del palacio, el único lugar del cual no partían más escaleras ascendentes. Se trataba de una simple habitación en forma de lágrima hueca, a través de cuyas ventanas sólo se veía el interior de las nubes y los colores difuminados del sol repartidos entre mil gotas de lluvia. En el centro de la sala descansaba una muñeca de porcelana muy obesa, de medio metro de altura, sentada sobre un cojín negro. Vestía tules pintados y joyas incrustadas en torno a una línea que señalaba perfectamente su ecuador.

—Ésta es la muñeca de las tres caras que son tres puertas —anunció el viejo, y se sentó tranquilamente en un rincón esperando que su invitada resolviese el enigma—. Recuerda: si no logras desentrañar el misterio y abrir el cofre, tú misma caerás en las trampas que lo protegen. Piensa bien, pues, antes de actuar.

Piscis de Zhintra se aproximó a la figura, examinándola como a una cobra dispuesta a atacar en cualquier momento.

Lo primero que llamó su atención fue que la muñeca carecía de tres rostros: tan sólo una cara hierática miraba hacia la nada, circunscrita a los contornos de su chilaba. La pose de la muñeca sugería atención a un interlocutor desconocido, con las manitas mansamente cruzadas sobre el obeso vientre. Por lo demás, no tenía cerraduras ni agujeros ni botones de ningún tipo.

Tras unos minutos de meditación, la joven astronauta se acercó a la muñeca, y se pensó dónde poner las manos, probando varias posiciones hasta que dio con una que le permitía hacer torsión en el plano horizontal. El monarca se rascó la barbilla, prestando suma atención a las maniobras de la muchacha. Antes de ejercer presión, ésta le miró y sonrió fugazmente, como encomendándose a un poder superior. Luego ejerció torsión sobre la mitad superior de la muñeca.

Ésta se deslizó sobre la delgada ranura continua que delimitaba su ecuador, y la parte superior se desenroscó, descubriendo una segunda muñeca oculta en el interior de la primera. Un grupo de cuchillas monofilamentadas brillaron a la luz de las antorchas, colocadas de tal manera que habrían cortado sus miembros si hubiese agarrado mal el ingenio. Ésta fue la primera cosa que Piscis descubrió sobre la muñeca de tres caras: que efectivamente tenía tres rostros, sólo que estaban ocultos uno dentro del otro. Con suma presteza e inteligencia había rebasado la mujer del espacio el primer cerrojo.

El segundo parecía ser más complicado a simple vista, ya que a pesar de ser una figura de porcelana idéntica a la anterior, sólo que más pequeña, esta nueva carecía de ranura ecuatorial. Tampoco poseía orificios ni intersecciones que pudiesen sugerir algún tipo de apertura. Era, a todos los efectos, un bloque macizo.

De nuevo contempló Piscis a la muñeca, perdida en laberintos de lógica e intuición. El rey, que no deseaba molestarla, se limitó a sonarse la nariz silenciosamente en un pañuelo y a esperar, impaciente por ver en qué acababa todo aquello.

Al cabo de un rato, la joven se sentó justo delante de la muñeca. Estuvo cinco minutos mirando sus ojos, hasta que los suyos le dolieron de mantenerlos sin parpadear. Luego se volvió y examinó los de la muñeca que ya había sido abierta. Con precaución, Piscis se levantó del suelo y examinó la pared a donde miraba fijamente la muñeca.

El rey agarró en silencio la mitad superior del primer cerrojo, estudiándolo. Sus pupilas estaban talladas exactamente en el centro de sus ojos simétricos, por lo que no enfocaban nada: la muñeca no miraba a ninguna parte, tan solo permanecía embobada contemplando la nada.

Pero los ojos de la segunda muñeca sí estaban enfocados a una distancia determinada: miraba algo, y hacia ese objeto se giró Piscis con presteza. Lo localizó en la pared, escondido en un arabesco: era una diminuta palanca, casi invisible de lo bien camuflada que estaba, pero sensible al tacto.

Presionándolo, la segunda muñeca se derritió como una vela de cera, descubriendo una tercera figurita en su interior. Unas cápsulas con gas venenoso, capaz de matar tan rápidamente que el cerebro de la víctima no habría tenido tiempo de procesar el mal olor antes de caer fulminado, se desactivaron neutralizando la toxina con reactivos químicos.

La segunda lección que aprendió la muchacha fue: no todas las cerraduras se encuentran situadas en el objeto que se desea abrir.

La última figura era exactamente igual a la anterior, salvo por su tamaño, pero no miraba a nada en concreto. Era un bloque de piedra único sin fisuras, y recubierto de unas gotas de fluido verde que hedían a veneno. No parecía tener palancas ni marcas de apertura por ningún lado, ni tampoco mecanismos de presión.

Una vez más se enfrentó la astronauta al dilema: miró alrededor de la estatua, y no encontró nada. Olió y sopló y tocó la figura en un lugar no manchado por el letal líquido, pero allí tampoco descubrió ninguna pista. Ponderó su posición respecto a los demás elementos de la habitación (incluyendo el lugar donde esperaba sentado el rey, incluyendo a éste en la rocambolesca ecuación), pero nada descubrió que no se adivinase a simple vista.

La tercera puerta parecía no poder abrirse de ninguna forma.

Piscis estuvo casi una hora meditando sobre aquel misterio, tan concentrada que se podían ver sus pensamientos palpitando en sus sienes, hasta que por fin, cuando la paciencia de Armahd estaba a punto de agotarse e iba a exigirle que ejecutara su movimiento, se relajó y una sonrisa nació tímidamente en su faz.

Suspiró y, dándose la vuelta, se encaró con el monarca, que esperaba su respuesta.

—¿Y bien, extranjera? —exigió su apresurada caligrafía—. ¿Cómo se abre la tercera puerta?

—La tercera puerta ya está abierta, majestad.

El hombre frunció el ceño, apretando la tiza.

—¿Cómo dices esa barbaridad? ¿Acaso no ves con tus propios ojos que la muñeca aún está entera e incólume? Te has limitado a quedarte sentada mirándola, sin hacer nada por resolver su misterio.

—Estaríais en lo cierto, mi señor —dijo ella con humildad—, si la manera de abrir la tercera figura existiese. Pero tras examinarla cuidadosamente, he llegado a la firme conclusión de que eso no es posible, de que la puerta no puede abrirse porque no hay nada más detrás.

—¿Y eso qué significa?

—Significa, mi señor, que hemos llegado al final del camino. Si una puerta no puede franquearse, es que no es un umbral, sino un muro. La tercera puerta es una barrera mental, un engaño que hay que resolver. Y puesto que no se puede llegar más allá…

Temerariamente, restregó su dedo por encima de la figura de piedra y recogió todo el veneno esmeralda que pudo, sin preocuparse porque manchara su piel. El rey contuvo el aliento.

—… Significa que, por extraño que parezca, nuestro premio está a la vista: ésta es vuestra semilla, mi señor, no un veneno letal, aunque aún no me explico por qué es de color verde.

Durante unos segundos ninguno de los dos rompió el silencio. Luego, se escucharon las palmadas de aplauso de Armahd.

—¡Ja, ja, ja! —Para representar eso dibujó varias caras sonrientes—. Te felicito, extranjera: has desentrañado el enigma de la muñeca de tres rostros. Tuya es, pues, una porción de mi semilla para que se la lleves a Zharadh. ¡Pero te lo advierto! Ten mucho cuidado con mi hermana de sangre, pues los años la han vuelto cruel y astuta como las serpientes del desierto, y estoy seguro que en el interior de su cuerpo metálico sólo hay espacio para los malos pensamientos y las maldades…


Así fue como Piscis abandonó el palacio de Armahd, presta a cumplir con su encargo lo antes posible y así abandonar aquel jardín tan lleno de belleza como de peligros. Pero mientras se acercaba a la colina donde tenía emplazada su nave espacial, la duda atenazaba con mano fría su corazón: ¿podría convencer al corcel de que la dejara marchar sin más?

Cuando al fin alcanzó su destino, se encontró con un espectáculo difícil de entender, y mucho más de clasificar: el caballo cibernético estaba tumbado frente a la nave, con tres jóvenes apuestos de piel negra, sus otros jinetes, dándole un placer sexual que difícilmente podría sentir. Uno la penetraba con su órgano de ébano por detrás, mientras que otro rellenaba con su carne la tubería de combustible que surgía de entre sus patas traseras. El tercero encontrábase arrodillado justo ante su testa, la armadura de filigranas de plata totalmente abierta, y era la propia cabeza de la princesa equina la que daba buena cuenta de sus jugos seminales.

Al ver acercarse a Piscis, el caballo apartó a sus jinetes y se irguió sobre sus cuatro patas. El yelmo de plata permaneció abierto mientras Zharadh se lamía los labios, realmente sorprendida de ver a la astronauta de regreso, y lo que era más importante: sana y salva. Por eso fue que dedujo:

—No has ido al palacio de mi hermano, ni has traído su semilla como te encargué, ¿verdad? Has ido a esconderte cobardemente entre las dunas todo este tiempo.

Piscis extrajo un pañuelo manchado de verde esmeralda y se lo enseñó al caballo.

—Os equivocáis. Fui hasta el palacio, vencí a sus ejércitos de cartas, atravesé el laberinto y me entrevisté con Armahd. Me llevó a la torre más alta y descifré los enigmas de la muñeca de tres rostros, que eran sendas puertas. Y os he conseguido la semilla congelada de vuestro hermano: es ésta que aquí veis. Y ahora —su voz vaciló— os pido que cumpláis vuestra promesa y me dejéis marchar, mi señora.

El corcel acercó su cabeza al pañuelo, oliéndolo. Zharadh apretó los labios, pensando, y dijo con destemplanza:

—Lo siento, pero no puedo dejarte marchar como prometí, extranjera.

—¿Por qué no? —protestó Piscis, retrocediendo un paso. Zharadh sonrió cruelmente.

—Me es imposible por un motivo biológico: mi cuerpo real fue destruido hace muchísimos años, y con él la posibilidad de engendrar hijos. Pero tú, niña, tú tienes un cuerpo perfecto —susurró, acercándose a ella. Piscis retrocedió hasta casi rozar el linde del lago—. Eres una muchacha artificial, lo veo en todo lo que haces, en cómo te mueves y hablas. Para cualquier otro ese detalle hubiese pasado desapercibido, pero no para mí…

El corcel arrinconó a la muchacha contra el límite del lago. El agua caliente mojó sus talones, y Piscis gritó:

—¡Yo no soy capaz de hacer lo que me pedís! ¡Mi cuerpo no está preparado para eso!

—No lo está… aún. Pero yo podré hacer algunos cambios que lo permitan, así como transferir mi mente al lugar que ocupa ahora la tuya, y así disfrutar de nuevo de un cuerpo inmortal y… humano —la palabra detonó en sus labios con la fuerza de una bomba—. ¡Humano! Un cuerpo con el que poder caminar, descansar al sol y nadar en los lagos. Un cuerpo con el que volver a amar de verdad, a sentir el maravilloso roce del éxtasis… Tú, querida mía, serás transferida a este corcel y tendrás el honor de ser mi montura —dijo soñadoramente, y sus ojos enfermos se perdieron en el horizonte desértico—. Y me harás el amor en el perfil de una duna, y gritaremos al unísono de placer y dolor mientras rememoramos juntas aquellos lejanos tiempos de mi juventud…

La astronauta se inclinó y cogió una piedra del suelo. Volviendo a la realidad, Zharadh resopló:

—¿Qué haces, estúpida? ¿Acaso crees que con una simple piedra podrás hacerme daño?

—Esta piedra no es para vos —respondió Piscis, enrollándola con el pañuelo de Arrnahd—: es para la semilla. ¡La única posibilidad de que vuestro linaje sobreviva, que yo arrojo ahora a las profundidades del olvido!

Y lanzó la piedra envuelta en el pañuelo lo más lejos que pudo, al centro del lago.

Aterrada, Zharadh vio el futuro de su linaje volar por encima de muchos metros de agua hacia el lugar donde desaparecería y se disolvería para siempre, y algo en su interior recordó una promesa hecha hacía muchísimos años a su madre, obligándola a actuar casi sin pensar: de un prodigioso brinco, el corcel voló por encima del lago.

Tan afortunada fue su maniobra, tan perfectos sus reflejos cibernéticos, que atrapó el proyectil en el aire con las fauces de su yelmo un segundo antes de que éste cayera al agua.

Un segundo después, caballo y piedra impactaron en el centro del lago, cayendo hacia su fondo con toda la velocidad de sus muchas arrobas de peso, hasta clavarse literalmente en el fondo lodoso. El caballo trató de salir a la superficie sacudiendo aterrado sus extremidades, pero eso no hizo sino enterrarle más en el lodo. Lo último que vio la inmortal Zharadh antes de perecer ahogada, pues su carne y su cerebro aún requerían de un suministro de oxígeno para sobrevivir, fue el pañuelo manchado de semen de su hermano que disolvía su preciosa carga en las aguas manchadas de la sangre de su esclavo muerto.


La mujer y los esclavos contemplaron las burbujas extinguirse en la superficie del lago, hasta que éste quedó tan inmóvil de nuevo que parecía que alguien había cosido un pedazo de cielo en la tierra.

—¿Y ahora qué hacemos nosotros? —preguntó uno de los jinetes del fenecido corcel, cuando logró articular palabra.

Piscis hubiese preferido ignorarle y subir sin más a su nave, pero en el último momento se volvió y dijo:

—Haced lo que queráis, ahora sois libres.

Los jóvenes lo meditaron con calma, y dos de ellos gritaron de júbilo y se marcharon en direcciones opuestas, uno hacia el sol poniente, otro hacia el naciente, y sus siluetas se perdieron de vista tan prontamente que pareció cosa de magia.

Sin embargo, uno de ellos permaneció inmóvil junto a la nave, como si la promesa de la libertad no fuese suficiente para él. La astronauta preguntó:

—¿A qué esperas? ¿Cuál es tu deseo para el resto de tu vida?

—Me gustaría ir con vos y ver lo que hay fuera de este mundo de desiertos surcados por tormentas sin agua. Navegar por las estrellas un tiempo en vuestro velero de metal. No os causaré absolutamente ninguna molestia, lo juro por el nombre de mi madre; metedme si queréis en una caja y abridla sólo para pedirme que os satisfaga, o para enseñarme si lo creéis conveniente las maravillas que habrá entre las estrellas. Podéis dejarme en tierra donde y cuando queráis, siempre que no sea en este planeta, os lo ruego.

La joven le miró largamente a los ojos, y al final decidió:

—Está bien. Vendrás conmigo y esperarás en una caja a que mi deseo os haga salir para satisfacerme. Verás grandes maravillas con las que jamás has soñado y te dejaré en la costa que elijas. Sólo te pido un pequeño favor a cambio…

—Vos diréis.

Piscis sonrió.

—Que en las largas noches del espacio, cuando vengas a mí para darme todo el placer del que seas capaz, no me montes como a una yegua.

Y la astronauta y el hombre que ésta guardaría celosamente dentro de una caja entraron en la carroza resplandeciente, y ella no le dejó dormir hasta que estuvo bien saciada y su piel recubierta de sudor. Luego comieron, recitaron poesía, y contaron algunas leyendas, de entre las cuales, y el Relator es el más sabio de todos, destacó la del planeta Bytrus Celleany, un mundo de extensos desiertos y esplendorosos jardines que surgían al abrigo de las dunas como oasis de flores; un mundo que durante más de noventa años había sido gobernado por un viejo rey… llamado Atut.