10
UN FRUTO AMARGO
Cuando bajábamos a cenar me detuve al pie de la escalera.
—Trisha, dile a Agnes que ahora voy. —Vio que me dirigía al salón, donde teníamos un teléfono.
—¿Vas a llamar a Allan ahora para decírselo? —me preguntó, abriendo desmesuradamente los ojos, imaginándoselo.
—Sí. Tenías razón. Tiene que saberlo inmediatamente. —Trisha siguió adelante y se quedó rezagada en la puerta. Yo sabía que se estaba muriendo por oír lo que iba a decir, pero no podía dejarla escuchar para que no supiera que estaba hablando con Michael.
—Perdona —dije—. Me encuentro demasiado nerviosa para hablar con gente escuchando al lado.
Se marchó, decepcionada.
Descolgué el auricular lentamente. Hasta que empecé a marcar el número de Michael no me di cuenta de que no podía limitarme a decírselo por teléfono. Necesitaba verle la cara y dejar que me abrazase y me dijera que todo iría bien, que aún podíamos encontrar la manera de hacer las cosas tal y como habíamos planeado. El teléfono sonó varias veces y ya iba a colgar cuando él contestó. Parecía fatigado.
—Michael, soy yo —dije en seguida.
—¿Dawn?
—¿Te encuentras bien? Te noto jadeante.
—¡Oh, no, no! Estoy perfectamente. Es que oí sonar el teléfono cuando entraba y he corrido a contestar. ¿Va todo bien?
—Michael —dije—, yo… necesito ir a verte esta misma noche.
—¿Esta noche? No es un buen momento, Dawn. Tengo otra cena de reunión con los productores de ese espectáculo de Broadway, y ya sabes lo que se pueden prolongar estas cosas —dijo. Sus palabras fueron seguidas de una corta risa.
—No, Michael. Debo verte —insistí—. ¿Cuándo te vas a esa cena?
—Dentro de una hora o así. ¿Qué ocurre? ¿No puede esperar? ¿Por qué no me lo dices en la escuela?
—Ahora mismo voy para allá. Por favor, espérame —le rogué.
—¡Dawn! ¿Qué pasa? Dímelo por teléfono, no hay necesidad de…
—Sí que la hay. Tengo que verte. Es preciso, Michael, te lo ruego. Por favor —imploré.
Guardó silencio un momento.
De acuerdo. Ven, pero tengo que irme dentro de una hora —repuso—. Estas reuniones son muy importantes. Hay muchas personas confiando en mí.
Sentí ganas de decirle que también yo confiaba en él, pero, en vez de decírselo, colgué inmediatamente el aparato y corrí escaleras arriba para ponerme el abrigo. A continuación, sin decir nada a nadie, abandoné precipitadamente la casa y corrí hasta la esquina donde había mayor tráfico y donde me sería más fácil encontrar un taxi. Hacía un frío cortante y había empezado a llover ligeramente. Las gotas de lluvia me laceraban el rostro como si fueran de hielo. Debido al mal tiempo y a que era una hora punta, me costó cerca de quince minutos conseguir un taxi. El tráfico era tan horrible que, después de haber encontrado un taxi libre, teníamos que avanzar de una manzana a otra a paso de tortuga. Me daba miedo que Michael se marchara antes de que yo llegara.
—¿No hay forma de ir más de prisa? —le grité al taxista, pero se comportaba como si no entendiera mi lengua. Lo único que hacía era gruñir. Finalmente, la circulación se aclaró y recuperamos parte del tiempo perdido, pero llegamos ante el edificio del apartamento de Michael casi cuarenta y cinco minutos después de haberle telefoneado.
El conserje tenía un ascensor esperándome. Le di las gracias y apreté tan fuerte el botón que casi lo dejé hundido para siempre. La puerta se cerró y el ascensor empezó a elevarse. Cuando Michael me abrió la puerta de su apartamento yo me encontraba sin resuello, tenía el cabello empapado y hecho un desastre, y las greñas me tapaban la frente y las mejillas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Michael, dando un paso atrás, obviamente sorprendido de verme—. ¿Qué puede ser tan urgente para hacerte venir con este tiempo?
—Oh, Michael. —Empecé a llorar.
Iba a abrazarme, pero se dio cuenta de que mi abrigo estaba empapado y le iba a estropear su chaqueta deportiva.
—Quítate el abrigo, vienes calada como una sopa. Permite que te traiga una toalla —dijo, marchando al baño.
Me quité el abrigo lentamente y miré en torno a lo que había sido el arco iris de nuestros sueños. El pequeño árbol de Navidad estaba apagado y aparecía deprimido y triste, aún con los paquetes envueltos en papel de regalo colocados debajo de él. Las paredes de mi corazón tiritaban. Contuve las lágrimas y ahogué los gritos que intentaban escapar por mi palpitante garganta. Cuando Michael volvió con la toalla me sequé con ella la cabeza y la cara. Él miró su reloj.
—Con este mal tiempo y como está el tráfico voy a llegar tarde. No importa —dijo cuando vio la forma en que me temblaban los labios y la barbilla. Me llevó hasta el sofá—. Toma asiento, relájate y dime cuál es el problema. Lo que quiera que sea, lo solucionaremos entre los dos. ¿Tiene algo que ver con esa espantosa abuela?
—No, Michael —negué con la cabeza—. Ojalá fuera sólo eso. —Tuve que humedecerme los labios, que se me habían quedado secos. Mis piernas me traicionaron y empezaron a temblar. Ya no podía contener más tiempo las lágrimas y empecé a sollozar convulsamente sin poder controlarme. Michael se sentó a mi lado y me cogió mis manos. Me abrazó y besó en los ojos.
—Tranquilízate, todo se arreglará, te lo prometo. No será tan grave; todo tiene arreglo. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Qué ha ocurrido?
—Michael… —Tragué saliva—. Estoy embarazada.
Ni siquiera pestañeó ni miró hacia otra parte. Pero una expresión de curiosidad se dibujó en sus ojos.
—¿Estás segura? —preguntó. Su leve sonrisa se amplió como si fuera a echarse a reír—. Las chicas siempre están diciendo que se encuentran embarazadas.
—Sí. Yo lo estoy —dije, resueltamente. Me sorprendía su reacción. No se había inmutado ni le veía enfadado. Se quedó pensativo y se echó hacia atrás para contemplarme.
—¿Por qué estás tan segura? —preguntó, cruzando los brazos.
—Hace seis semanas que me falta la regla y tengo algunos síntomas.
—¿Entonces, no has ido a ningún médico?
—No, pero estoy segura. Carece de sentido querer ignorarlo. Ya hace semanas que tengo vómitos y… y hay otros cambios en mi cuerpo.
—Comprendo. Bueno, todavía podemos ocultarlo durante algún tiempo, no pareces embarazada. Apuesto a que no se te notará hasta al menos dentro de dos meses. Para entonces —dijo— ya habrá terminado mi curso como famoso profesor interino. ¿Lo sabe alguien más?
—Mi compañera de habitación —contesté.
—¡Oh! —Su cara se volvió sombría.
—Pero ella no sabe que eres tú. Cree qué te llamas Allan que eres un hombre de negocios.
—Muy bien —aprobó. Dejemos que lo crea así.
—Pero, Michael, ¿qué ocurrirá después? —pregunté.
—¿Después? ¡Oh, después! Yo voy directamente a Miami desde aquí. Tengo una pequeña gira por Florida, pero no deberé regresar a Nueva York para los ensayos del espectáculo hasta el verano. Entonces, tendrás el niño en Florida —dijo, inmediatamente.
—¿En Florida? ¿Quieres decir que iré contigo?
—Claro. No estarás aquí cuando nazca. —Sonrió—. ¿Creías que iba a abandonarte? No después de haber invertido todo mi tiempo y energías en hacer de ti una estrella del canto.
—¡Oh, Michael! —Le abracé y él se echó a reír.
—Vamos, vamos, tómatelo con calma. No olvides que eres una mujer embarazada, cuidado con los movimientos que haces. —Me besó la punta de la nariz y me entró un hormigueo por los dedos, entrelazados con lo suyos.
—¡Pero, Michael —grité—, siendo madre no podré cantar y salir contigo al escenario como habíamos soñado!
—Claro que podrás —dijo—. ¿Crees acaso que un niño puede entorpecer tu carrera? Ni mucho menos. Podemos permitirnos el lujo de contratar a la mejor niñera de la ciudad. Sólo quiero lo mejor para mi esposa y mi hijo —añadió.
Oírle llamarme «esposa» hizo resplandecer mi corazón y alejó de mí toda la tristeza y las lágrimas. Los feos nubarrones que me habían perseguido a todas partes desaparecieron de mi horizonte.
—Llevaremos al niño con nosotros a donde vayamos. Sé de muchos compañeros que hacen lo mismo —me aseguró.
Pero me acordé de las cosas que me había contado Agnes acerca del matrimonio, la familia y el mundo del espectáculo.
—Michael, ¿no resulta demasiado duro criar una familia cuando uno trabaja en el espectáculo?
—Es duro, pero no imposible. Especialmente cuando dos personas se aman tanto como tú y yo. Así, pues —dijo, juntando sus manos de golpe y poniéndose en pie—, no más lágrimas. Vámonos ya. —Me tendió la mano para que la cogiera—. Camino de la reunión te llevaré en el taxi y te dejaré en la residencia.
Me ayudó a ponerme el abrigo y se puso el suyo.
—Y, ahora, recuerda —dijo después de besarme en la mejilla— que debes mantener esto en secreto hasta que yo haya terminado en la «Escuela Bernhardt». Aquí hay algunos profesores a quienes les gustaría verme envuelto en las furiosas olas del escándalo para que me expulsaran. Hasta podría dañar mi carrera como cantante.
—¡Oh, Michael, no te preocupes! Nadie sabrá nada. Antes moriría que decírselo a nadie.
—Pero ya se lo has contado… a tu compañera de habitación —me recordó.
—Sí, pero Trisha tampoco dirá nada a nadie. Es mi mejor amiga y puedo confiar en ella.
—Tampoco deberías hablarle de mí. Sigue como hasta ahora. Lo has hecho perfectamente. ¿Sabes que eres muy ingeniosa? —dijo y yo me llené de orgullo cuando me echó el brazo por los hombros y salimos.
A mi regreso a la residencia ya habían terminado de cenar. Como a Trisha le tocaba ayudar aquella semana, estaba todavía recogiendo la mesa cuando entré. Ya no quedaba nadie más en el comedor.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó. Bajó la voz y miró hacia el cuarto de Agnes—. Agnes está fuera de sí. Fue en tu busca y al no encontrarte por ninguna parte, se asustó mucho. Te olvidaste de firmar. Cada vez que alguno no está donde se supone que debe estar, teme que pueda haber huido lo mismo que hizo el Huesos. ¿Dónde has estado?
—Fui a su apartamento y le puse al corriente de todo —dije.
—¿Y qué te dijo?
—No se inmutó ni se enfadó. A decir verdad, le ha hecho feliz. ¡Oh, Trisha, vamos a casarnos!
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Dentro de un par de meses.
—¿Pero qué hay de la escuela y de tu carrera?
—Eso no será ningún inconveniente. Lo tiene todo previsto. Está muy contento y no le importa lo que pueda costar contratar a una niñera mientras yo continúo con mi carrera. Siempre ha deseado tener un hijo —proseguí, adornando aquella invención mía, que se había convertido para mí en un sueño romántico—. Sintió no haber tenido hijos con su primera esposa. Pero debo mantenerlo en secreto por algún tiempo, Trisha. Así que, por favor, no le digas a nadie nada de esto. ¿Me lo prometes?
—Desde luego, te lo prometo. Pero no podrás ocultarlo siempre —me recordó. Me miró fijamente durante un rato y luego meneó la cabeza, sonriendo—. ¿Estás segura de que es eso lo que quieres?
—¡Oh, sí! —afirmé—. Más de lo que podrías imaginarte. Al fin tendré una familia, mi propia familia y, aunque contemos con la ayuda de una niñera, jamás descuidaré a mi hijo ni permitiré que se sienta falto de cariño.
—Entonces, si tú eres feliz, yo también lo soy —dijo Trisha, cogiéndome la mano.
—Gracias.
Nos abrazamos.
—Pero será mejor que vayas a la habitación de Agnes y le digas que ya has vuelto —dijo Trisha—. Probablemente, a estas horas ya estará revolviendo su cómoda en busca de las ropas apropiadas para una nueva tragedia.
Fui al cuarto de Agnes, pero cuando me disponía a llamar a la puerta, oí voces dentro. Había alguien más con Agnes.
—Siempre has hecho lo mismo —decía otra voz de mujer—. Te las arreglas para ahuyentarlos. Tendrías que maquillar también tu mente; morirás como una solterona y no podrás culpar a nadie más que a ti misma.
—Eso es injusto —replicó Agnes—. Yo no he hecho nada para ahuyentarle. Le has ahuyentado tú; has sido tú y tus malditos celos.
—¿Yo?
Me pregunté quién estaría allí. ¿De quién estarían hablando? No era de mí. Cuando me disponía a retirarme Mrs. Liddy salió de su cuarto.
—¡Oh, querida! ¿Dónde has estado? No sabes lo preocupada que estaba Agnes. Vas a contárselo, ¿verdad?
—Yo…, sí, pero está ocupada; tiene compañía —dije.
—¿Compañía? —Mrs. Liddy arqueó las cejas y luego se echó a reír—. ¡Oh, no! Puedes llamar a la puerta —me sugirió—. Adelante.
Hice lo que me dijo y Agnes abrió la puerta. Llevaba una bata de color granate y el pelo suelto. Tenía las mejillas bañadas de lágrimas. Cuando miré hacia dentro vi que no había nadie más en la habitación. Volví a mirar a Mrs. Liddy, que asintió ligeramente, con los ojos cerrados. Entonces comprendí que la otra voz la había producido Agnes creando su propio diálogo, ensayando alguna escena de una obra en la que había participado.
—Y, bien, jovencita, ¿adonde has ido? —preguntó cruzándose de brazos y echando los hombros hacia atrás—. No has firmado ni has dicho a nadie adonde ibas. Bien, ¿dónde has estado, Dawn? ¿Por qué no acudiste a la cena cuando dijiste que lo harías? —Tenía la mirada vidriosa y sus pálidas manos temblaban cuando se las llevó de la cintura a la garganta—. Agradece a Mrs. Liddy que no haya telefoneado a tu abuela.
—Lo siento, Agnes. Cuando bajaba a cenar me acordé de que tenía que llamar a una amiga que padece un grave problema personal. La noté tan abrumada que tuve que salir corriendo antes de que hiciera un disparate —dramaticé, abriendo exageradamente los ojos.
—¡Válgame Dios, querida! —exclamó Agnes, oprimiéndose el pecho con las manos crispadas. No me cabía duda de que el drama era su plato fuerte. Pero Mrs. Liddy ladeó la cabeza con aire escéptico mientras se succionaba un extremo de la boca.
—Lo siento —repetí, mirando inmediatamente a Agnes.
—Bien. ¿Y ya se ha solucionado todo?
—¡Oh, sí, sí! —respondí, pensando ahora en mi propio problema—. Todo está… solucionado.
Y lo estaba, en lo que a mí concernía. En las semanas que transcurrieron entre el día de Acción de Gracias y las vacaciones de Navidad, mis náuseas y vómitos matinales fueron cediendo gradualmente hasta que acabaron por desaparecer. De hecho, empecé a sentirme generalmente bien y con más energías que en toda mi vida. Al mirarme al espejo, me daba la sensación de estar más radiante que nunca. Mis ojos poseían un brillo que no habían tenido antes. Otras personas también notaron en mí estos cambios; especialmente Madame Steichen.
—Ahora es cuando tocas con pasión —me dijo una tarde—. Tus dedos no se limitan a apretar las teclas; te has identificado con el piano —expuso, irguiendo orgullosamente la cabeza para indicar que ella era la responsable— y el piano se ha identificado contigo.
Yo cabalgaba sobre una nube suave y esponjosa, e iba flotando por los corredores. Los chicos que antes se limitaban a mirarme cuando nos cruzábamos en los pasillos, o sólo me decían «hola», ahora me sonreían generosamente o buscaban pretextos en el vestíbulo para que me parase a charlar con ellos. Por lo menos media docena de chicos diferentes me invitaron a salir y naturalmente me vi obligada a rehusar. Para que no me considerasen engreída, cuidé de ofrecerles unas excusas razonables y de mostrarme cortés y amigable con todos.
Me preguntaba si Michael advertiría aquellos cambios en mí, pues no los mencionaba. Exceptuando que algunas veces me preguntaba cómo me sentía, nunca aludía a la cuestión de mi embarazo. Si acaso, Michael se conducía más como un profesor y menos como un amante desde el día frío y lluvioso en que fui a su apartamento. Su trabajo en la organización del espectáculo de Broadway le tuvo muy ocupado todos los fines de semana a partir de entonces, y un fin de semana tuvo que ir a Washington con los productores para reunirse con algunos inversores. Yo le echaba de menos y se lo dije. Me prometió que, tan pronto como pudiera, me dedicaría cualquier momento de que dispusiera. Pero hacía tanto tiempo que no lo tenía, que yo estaba empezando a preocuparme.
—¿Va todo bien? —le pregunté una tarde en cuanto Richard Taylor nos dejó solos.
—¡Oh, sí, claro! —respondió en seguida—. ¿Por qué?
—Pareces tan distante estos días… Tenía miedo de que hubieras considerado las cosas y te hubieras arrepentido.
—¡Oh, no, no! Es que ahora tenemos muy poco tiempo para concluir lo que esperábamos hacer y quiero asegurarme de que estarás dispuesta para cosas más grandes. Siento haber sido demasiado duro contigo en la clase —dijo.
—No has sido demasiado duro conmigo. Además, me gusta trabajar duramente en mi música. ¿Lo voy haciendo mejor?
—Considerablemente mejor. Cuando hayas dado a luz, esperaremos un día más de lo necesario para que actúes en la audición. Por ahora, no obstante —recalcó—, lo único que tenemos que hacer los dos es trabajar sin descanso. Ahora voy a reunirme inmediatamente con la productora del espectáculo. Pero, por favor, no creas que te estoy olvidando. No pasa un momento sin que piense en ti y en las cosas tan maravillosas que nos esperan.
—¡Oh, Michael! —exclamé—, lo mismo me ocurre a mí. —Iba a rodearle con mis brazos cuando me recordó que todavía estábamos en la escuela y que podía entrar alguien en el auditorio. Nos separamos con un beso rápido, como hacíamos habitualmente, y yo salí antes que él.
Yo disfrutaba volviendo a casa a pie incluso en los días fríos. Cuanto más frío hacía, más viva me sentía caminando por la acera. Al respirar, mis pequeñas exhalaciones de aire parecían bocanadas de humo. Trisha fue fiel a su palabra y no dijo nada a nadie de mi embarazo, pero le fascinaban los cambios físicos operados en mí y pasaban pocas noches sin que ella y yo cogiéramos la cinta para medirme la cintura. Cuando sobrepasó nueve centímetros lo que había medido antes, me compré una faja para disimular el abdomen. Entretanto, Trisha fue a una biblioteca pública y sacó un libro sobre embarazos, y por las noches nos sentábamos juntas y discutíamos sobre el bebé que llevaba dentro: en qué grado de desarrollo se encontraba, qué sucedería después… Inevitablemente, llegamos a la cuestión del nombre.
—Si es niño, creo que Andrew; significa fuerte y varonil.
—¿Y si es niña? —preguntó Trisha.
—Eso está decidido; Sally, como mamá Longchamp contesté.
—Yo no podré tener hijos por lo menos hasta que cumpla cuarenta años —declaró Trisha—. No puedo permitir que nada se interponga en mi carrera de danza. De todos modos, a los cuarenta, la carrera de una bailarina ya está en declive.
—Entonces tendrás que casarte con, un hombre muy comprensivo —le dije.
—Si no es comprensivo, no merece la pena que me case con él —respondió—. Además, eso no es imposible. Tú has encontrado un hombre así, ¿no?
—Sí —afirmé—. Es cierto.
Insistió en que le contara más cosas de Allan y yo continué inventando, y a veces olvidando, nuevos detalles. Trisha, por su parte, no olvidaba nada y me recordaba siempre mis contradicciones hasta que me di cuenta de que cada día se mostraba más suspicaz. Estuve varias veces tentada de confesarle la verdad. «Si me guardaba tan bien los secretos, ¿por qué no podía confiarle la verdad?», pensé. Pero me daba miedo que ocurriera algo y se perdieran las cosas entre Michael y yo. Y, después de todo, le había prometido a Michael no contárselo a ella.
Tanto a Trisha como a mí nos divertía la fase de mi embarazo relativa a los caprichos dietéticos. Algunas tardes estaba impaciente por llegar a casa para prepararme un plátano untado con mantequilla de cacahuete. Me escondía en la cocina, cuando Mrs. Liddy había salido a hacer algún recado, o en cualquier otro sitio de la casa y me comía los extraños piscolabis.
Sin embargo, una tarde que abrí el frigorífico vi que Mrs. Liddy nos había hecho jalea para el postre de la cena y de repente me asaltó el deseo de comer jalea con copos de maíz. Llené un tazón tan aprisa como pude y vertí encima un poco de jalea. Como no tuve paciencia para subírmelo a mi habitación a escondidas, empecé a comerlo allí mismo, y en aquel momento se presentó Mrs. Liddy.
—¡Oh, lo siento, Mrs. Liddy! —dije en seguida, tratando de ocultar el tazón a sus ojos—. No pretendía tocar su postre de jalea antes de la cena, pero de repente sentí necesidad de comer algo.
Siguió mirándome fijamente, con unos ojos que me taladraban. Después de mirarme a mí miró al mostrador donde yo había dejado la caja de los copos de maíz y luego volvió a clavar sus ojos en mí, con una mirada escrutadora.
—¿Qué estás comiendo… jalea y cereales?
Sonreí imperceptiblemente y me encogí de hombros sacando a la luz el tazón, aunque bajé la cabeza. Pensé que debía extremar el cuidado para que mis ojos no revelaran nada.
—Sí, Mrs. Liddy.
—Con que eres tú quien hurga cada día en el tarro de la mantequilla de cacahuete, ¿eh? —afirmó con la cabeza—. Querida, ¿acaso no comes al mediodía en la escuela?
—A veces. Pero otras estoy demasiado ocupada, Mrs. Liddy.
Volvió a clavar en mí su mirada escrutadora, con sus ojos llenos de interrogantes.
—¿Te encuentras bien, querida?
—¡Oh, sí! Me encuentro perfectamente.
—¡Hummm! —exclamó, asintiendo. Aparté la vista rápidamente, engullí unas cuantas cucharadas más de copos de maíz con jalea y luego me retiré de prisa a mi cuarto. El corazón se me salía del pecho. «Oh, Michael —pensé—, no podré ocultar por más tiempo el fruto de nuestra pasión y de nuestro amor».
Pronto descubrí que él sentía lo mismo.
Estaba en mi cuarto haciendo los deberes de matemáticas, cuando oí a Trisha saltando por los peldaños de la escalera en la excitada forma en que los subía cuando iba de prisa. Sólo faltaban dos días para que empezaran las vacaciones de Navidad y todos nuestros profesores nos cargaban de trabajo, especialmente los de artes teatrales, deseosos de que sus alumnos de baile y canto alcanzaran ciertos niveles antes de la larga diáspora que se iba a producir durante el paréntesis vacacional. Trisha tenía tres días de danza aquella semana final, en vez de los dos fijados habitualmente y yo había llegado a casa casi dos horas antes que ella. Abrió la puerta de golpe e irrumpió en la habitación como impulsada por los fríos vientos invernales.
—¿Qué ocurre? —pregunté, inmediatamente. Estaba en la cama cubriendo con la manta mi abultado abdomen pues aprovechaba cualquier oportunidad para no llevar puesta la faja.
—¿Que qué ocurre? Creí que iba a encontrarte muy apurada. No me digas que no sabes nada. ¿O es que no lo sabes? —preguntó, cerrando la puerta al entrar y acercándose a mí. Dejó el montón de libros sobre la cama.
—¿Saber qué, Trisha? —exclamé, sonriendo—. ¿De qué estás hablando?
—Michael Sutton —declaró, poniéndose las manos en las caderas.
—¿Michael Sutton? —«Oh, no, pensé. ¿Se habría enterado de lo nuestro la dirección de la escuela? ¿Se habrían quejado de él aquellos envidiosos profesores y le habrían despedido?»—. ¿Qué pasa con Michael Sutton? —Cerré el libro lentamente.
—Que se marcha. ¡Se ha ido! —respondió, levantando las manos.
—¿Que se ha marchado? ¿Le han despedido?
—No. ¿Por qué le iban a despedir? No puedo creer que no te hayas enterado de ello hoy antes de venir a casa. En la escuela no se habla de otra cosa. Deben haberlo puesto en el tablón después de que te vinieras.
—¿En el tablón? ¿Qué han puesto?
—El aviso informando a sus alumnos. —Se sentó a mis pies y siguió—. Al parecer, le han ofrecido el papel principal de una importante producción en Londres. Ha sido una cosa que nadie esperaba. Se rumorea que ha estado algunas semanas celebrando reuniones para hacerlo y al final se ha concretado. Ha dejado una carta en la puerta de su clase de música disculpándose con la escuela y con sus alumnos, y explicando por qué ha tenido que irse tan de improviso. Por supuesto, la dirección de la escuela lo comprende. Al fin y al cabo, ésta es una escuela de artes teatrales. Es decir, del mundo del espectáculo —precisó, levantando las manos—. Pero sus alumnos no están muy contentos que digamos. Me gustaría que vieras a Ellie Parker. Se queja de que prometió presentarla este año en una audición de Broadway. He venido corriendo a casa porque sabía que te iba a afectar, y en este estado tuyo…
En alguna parte del fondo de mi mente podía escuchar el zumbido del trueno. Cuando cerré los ojos vi aquellas feas, enojadas y amenazantes nubes negras que se movían con el viento y corrían un telón oscuro sobre el azul claro del cielo, cubriendo de sombras todo lo que abajo era verde y brillante. Mi corazón me golpeaba como un ladrillo dentro del pecho.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Trisha, inclinándose sobre mí para cogerme la mano—. Te noto los dedos como el hielo.
Asentí, con los ojos todavía cerrados. Tenía la garganta demasiado rígida para intentar hablar.
«No temas —me dije a mí misma—. Mantén la calma. Todo esto forma parte del plan que Michael ha ideado para nosotros. No tardará en llamarme para comunicarme por qué ha tenido que hacer las cosas tan apresuradamente y sin, avisarme. Pero él había dicho que iría a Florida —pensé—, no a Londres. Tal vez les ha dicho a Londres para que no nos localicen. Tiene que existir una razón lógica para todo esto —me, dije a mí misma—. No temas».
Abrí los ojos y aspiré profundamente.
—¿Alguien le ha visto o ha hablado con él? —pregunté, luchando a brazo partido contra la histeria que quería apoderarse de mi voz.
—No. Richard Taylor dice que ya se ha ido.
—¿Ido? —Sacudí la cabeza como si no hubiera entendido la palabra.
—Sí, que ha abandonado el país —me aclaró Trisha—. Si vieras qué enfadado está Richard Taylor. Se queja de que se ha ido sin avisarle ni dejar rastro. Se siente como un imbécil porque le ha dejado solo con todo este asunto entre manos. Claro que la dirección de la escuela —continuó— nombrará a alguien para cuando volvamos de las vacaciones de Navidad, pero…
Al levantar la cabeza y verme temblando, dejó de hablar. Yo no podía evitar los temblores. Era casi como una convulsión. Unas lágrimas frías recorrían mis mejillas y me dolía tanto el pecho, que pensé que me iba a estallar. Un fuerte calor en las sienes empezó a extendérseme por la frente. Parecía que me habían puesto una corona de hierro ardiendo.
—¡Oh, Dawn! Sabía que ibas a disgustarte. Con lo bien que te iba con ese profesor, ¿verdad? Y estoy segura de que también te había prometido buscarte audiciones. Pero no debes molestarte por ello. A Allan no le gustará verte triste.
Mi lengua se negó al principio a articular palabras pero, como el silencio se prolongaba y se hacía incómodamente opresivo, me tragué las lágrimas y grité:
—¡Nooo!
Me tapé la cara con las manos y sacudí la cabeza.
—Dawn.
Bajé lentamente las manos y clavé la vista en su rostro, lleno de compasión.
—No existe ningún Allan —expliqué en un áspero susurro.
—¿Qué? —Se puso a sonreír—. ¿Qué quieres decir con eso? Naturalmente que existe un Allan. No puedes negarme que estás embarazada.
—No, no —respondí lentamente, hablando como si me hubieran golpeado en la cabeza y estuviera aturdida—. Allan no ha existido nunca. Ha sido Michael —confesé—. Estoy embarazada de Michael.
—¿De Michael? ¿Michael Sutton? —Se quedó boquiabierta—. Pero… —Sus ojos se abrieron, exageradamente llenos de sorpresa—. Pero él se ha ido.
—No —rebatí parsimoniosamente, sonriendo—. Todo forma parte de un plan, parte del plan que ha ideado para nosotros. Esto no iba a suceder hasta final del curso, pero es evidente que se ha visto obligado a acelerar las cosas. Tendré que irme con él —dije, sacando las piernas de la cama y deslizando los pies dentro de las zapatillas—. Me está esperando, no me cabe duda.
Trisha se limitó a mirarme atentamente cuando me acerqué al armario y escogí uno de mis vestidos de lana más holgados. Me lo introduje rápidamente por la cabeza y me senté a cepillarme el cabello.
—Yo quería decirte la verdad, Trisha —proseguí—, pero le prometí a Michael guardar el secreto. Le preocupaba su trabajo. Lo comprendes, ¿verdad? —le pregunté. Asintió en seguida, pero su rostro seguía muy confuso—Hay mucha gente envidiosa que querría destruirle porque le sobra talento. El año que viene va a actuar en un espectáculo en Broadway, ¿sabes? Y hay muchas posibilidades de que actúe yo también. No pongas esa cara tan sombría, Trisha —dije, volviéndome hacia ella—. Estoy segura de que todo va bien.
Sonrió, aunque sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—De veras —insistí—. Resultará bien. Yo me iré ahora con él y él me explicará los detalles. ¿Sabes?, vamos a pasar juntos las fiestas de Navidad. —Me miré al espejo y continué cepillándome el pelo mientras hablaba, recordando cosas—. Compró un arbolito precioso sólo para mí. Debías haber visto qué montón de regalos me llevó. Todos para mí. Es escandaloso cuánto dinero se ha gastado conmigo. ¿Te imaginas que para Nochevieja seré la esposa de Michael Sutton? —dije, volviéndome hacia ella—. ¿Verdad que suena maravillosamente bien? Tienes que darme el teléfono de dónde estarás celebrándolo para llamarte a las doce en punto desde nuestro apartamento, deseándote un feliz Año Nuevo. Estaremos los dos abrazados delante del fuego. Como ves —acabé, mirándome en el espejo—, lo tenemos todo planeado.
Me levanté para elegir un par de zapatos.
—¿Por qué no te ha llamado todavía? —me preguntó.
—Estará esperándome en su apartamento —contesté—. ¿Por qué si no?
—¿Quieres que vaya contigo? Déjame acompañarte —se apresuró a decir.
—No, no seas boba. Además, ¿qué iba a parecer si me presentara contigo al lado? No puedes venir conmigo. Le prometí no contárselo a nadie hasta que él lo creyera conveniente. No. Puedo ir yo sola.
—Está empezando a nevar —dijo ella—. Tenemos otra tormenta.
—Trisha, no pienso ir andando a su apartamento. Te estás comportando como una madre nerviosa. Te aseguro que estaré bien.
Me puse el abrigo.
—Dile a Agnes… dile…
—¿Qué? —preguntó Trisha.
—Dile que me he fugado con el novio —contesté, con una sonrisita parecida a la suya.
—Dawn —dijo Trisha, poniéndose en pie.
—¿Qué tiene eso de malo? Cuando dos personas se aman como nosotros, no importa nada más. Deberías oírnos cantar juntos. ¿Qué estoy diciendo? Dentro de poco, nos oirás—añadí, volviendo a reírme.
Salí apresuradamente del dormitorio y bajé de prisa la escalera. Trisha me llamó, pero no me detuve y crucé la puerta principal antes de que pudieran verme. Trisha tenía razón; había empezado una tormenta de nieve y caían unos copos tan grandes que resultaba difícil ver a más de metro y medio de distancia. Corrí hasta la esquina y empecé a levantar la mano a todos los taxis que pasaban, sin ver si llevaban o no pasajeros dentro. Por último, se detuvo uno delante de mí y me lancé literalmente en picado sobre el asiento posterior. Di al taxista la dirección del apartamento de Michael y me acomodé en el asiento pensando en las cosas que iba a decirle cuando abriera aquella puerta y me abrazara.
Iba a ser igual que un musical maravilloso en el momento en que sus dos protagonistas vencen finalmente los obstáculos que los separan y se encuentran en el escenario para cantar el uno en brazos del otro.
—Aquí estoy, Michael —susurré—. He venido, amor mío, a quedarme contigo para siempre. Basta de secretos, de escondernos, de reunimos clandestinamente; no más besos fugaces y robados. A partir de ahora caminaremos de la mano en público y todo el mundo podrá ver lo mucho que nos queremos y cómo nuestro talento hace de nosotros algo muy especial.
—Parece que se pone mal la cosa —dijo el taxista—. En las ciudades, en cuanto cae un palmo de nieve se desatan los demonios y se paraliza todo. ¡Vaya desbarajuste!
«¡Oh, no! —pensé al mirar por la ventanilla—. Esta nieve es maravillosa. Me hace feliz que esté nevando. Tal vez tengamos unas Navidades blancas». Me parecía estar oyendo el sonido de las campanas y los villancicos de Navidad. Me hacía a la idea de que Michael y yo estábamos detrás de la ventana, viendo pasar a los juerguistas por la calle, Michael con el brazo alrededor de mis hombros y los dos bien calientes, bebiendo ponche de huevo. Tal vez acabáramos de hacer el amor.
«Feliz Navidad, amor mío», me diría Michael, besándome.
—¿Qué dice? —preguntó el taxista.
—Nada —respondí, sonriendo—. Soñaba en voz alta.
Me miró por el espejo retrovisor y luego meneó la cabeza. «Es comprensible —pensé—». ¿Cómo iba a esperar que nadie entendiera lo especialmente dichosa que me sentía?
Iba tan entusiasmada, que cuando llegamos estuve a punto de irme corriendo sin pagar el viaje. Al oír que me llamaba el taxista, regresé y le di todo el dinero que tenía, el doble de lo que marcaba el taxímetro.
—¡Felices Pascuas! —le deseé con voz cantarina cuando me miró, lleno de sorpresa—. ¡Todo el mundo debería ser tan feliz como yo!
Se encogió de hombros y se fue. Cuando entré en el vestíbulo, el conserje, que ya me conocía más que de sobra, me miró con cara de extrañeza al verme dirigirme al ascensor. Le dirigí una sonrisa y entré en el ascensor en cuanto se abrieron las puertas. En el instante en que volvieron a abrirse al llegar arriba, corrí a la puerta de Michael y pulsé el timbre. Por un momento pensé que no estaba en casa pues no se oía ningún ruido dentro ni a nadie que se acercara a la puerta. Volví a llamar y entonces escuché pasos.
«Mi amor», pensé.
Entonces se abrió la puerta y apareció un hombre mucho más viejo que Michael, con el pelo gris ensortijado y la cara redonda. Tenía unas mejillas rosáceas, unas cejas muy pobladas y llevaba un recio batín de lana con una toalla al cuello.
—Hola —saludó—. Casi me pilla en la ducha.
Miré por encima de él hacia dentro, pero no vi a nadie más.
—Pregunto por Michael —dije.
—¿Michael? ¡Ah! ¿Michael Sutton? —asentí, pero él negó con la cabeza—. Verá, se ha ido. Me imagino que a estas horas estará sobre el Atlántico. ¿Tenía usted alguna cita con él, Miss…?
—¡No —exclamé—, no puede haberse ido! Siguen aquí todas sus cosas. —Señalé los cuadros, los muebles…
—Estas cosas no son de Michael, señorita. Michael tenía subarrendado el apartamento. Estoy seguro de que existe alguna confusión. Aquí tengo su dirección prevista en Londres, pero…
—¡No, tiene que estar aquí! —insistí, pasando por delante de él, que no me impidió la entrada. Recorrí todo el apartamento—. ¡Michael, Michael!
Un vistazo al dormitorio me confirmó que realmente se había ido. Ya no estaban allí las cosas que yo conocía como suyas y en el armario estaban colgadas otras prendas diferentes. Hasta la colcha de la cama era distinta. El hombre que me había permitido entrar estaba detrás mío, ahora con una expresión de enojo en el rostro.
—Escuche, señorita, ya le he dicho que Michael Sutton se ha ido. ¿Quiere que le dé su nueva dirección o no?
—No puede haberse ido —repetí, ahora con voz casi inaudible. Cuando abandonaba el apartamento me detuve a mirar nuestro arbolito de Navidad—. Todos aquellos regalos son para mí —dije en voz baja. El hombre se echó a reír al oírme.
—¿De veras? Pues son unos regalos muy baratos. Todas las cajas están vacías. Las puso sólo con fines decorativos —añadió—. Lo siento. Veo que está usted muy contrariada, pero…
—¡No! Me está esperando en algún sitio. Tiene que ser así. Puede que me haya llamado. ¡Oh, no! Me estará telefoneando y yo no estoy allí.
—Si la está telefoneando, será desde un avión sobre el océano —arguyó el hombre secamente—. Créame, le digo la verdad. Le he llevado yo mismo al aeropuerto.
Le miré fijamente un momento y luego sacudí la cabeza.
—¡No, me está esperando en alguna parte! Tiene que ser así. Gracias, gracias. ¡Ah! —dije, parándome, al llegar a la puerta—. Que tenga buenas Navidades.
—Gracias, igualmente —correspondió y cerró la puerta en cuanto salí al rellano.
Eché a andar despacio hacia el ascensor. Me pareció oír a Michael cantando en alguna parte. Entonaba la misma canción de amor que había interpretado cuando dimos nuestra primera clase particular. Empecé a tararearla bajito. Entré en el ascensor y bajé al vestíbulo. La voz de Michael sonaba todavía más fuerte. El conserje me abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarme paso.
—¿Le oye usted? —pregunté—. ¿Verdad que es una canción muy bella?
—¿Eh? ¿Oír, a quién?
Se quedó mirando cómo me perdía entre la nieve. Los copos me azotaban las mejillas y los ojos, pero yo recibía aquel frescor como si de los besos suaves de Michael se tratara. El estaba al otro lado de la esquina, cantando. ¡Qué romántico! Sonreí y continué avanzando; me arrastraba su voz, sus promesas de amor, que iban cobrando mayor fuerza a medida que caminaba. Pero, cuando alcancé la esquina, descubrí que estaba cantando en la de más allá, y así sucesivamente según avanzaba. A lo largo de mi caminar sonaba el clamoreo de las bocinas de los coches, pero yo sólo tenía oídos para Michael.
—«Ya voy, amor mío», susurré, y empecé a cantar también, igual que había hecho el primer día. Pronto volvería a tenerme entre sus brazos como antes y me besaría de nuevo.
Me cegaba la nieve, pero no necesitaba ver para saber dónde iba. La voz de Michael me guiaba por la dirección verdadera. Apenas podía distinguir las luces del tráfico. ¿Eran rojas o verdes? No importaba. Ahora nos estaba observando todo el mundo; todos se paraban a contemplarnos. El mundo entero era nuestro público. De un momento a otro llegarían los aplausos, como yo siempre había esperado.
Levanté la voz y empecé a cantar más alto. El estaba ahora a poca distancia. Podía verle allí de pie, extendiendo los brazos hacia mí.
—¡Oh, Michael! —grité.
Y entonces oí que sonaba la bocina de un coche que parecía estar precisamente encima de mí. Oí los chirridos de los frenos y algo que me rozaba la pierna derecha. Me hizo dar vueltas pero yo sentía como si me estuviera elevando, como si flotara envuelta por la tormenta de nieve, en un incesante torbellino que cada vez me elevaba más alto. Hasta que cesó todo.