EL ESCRITOR FANTASMA
Actuaba frente a muchos cientos de millones de personas, aunque él mismo fuese en realidad la única persona presente en el inmenso estadio. Lo rodeaban círculos concéntricos de losas de plástico transparente, que comenzaban a escasos metros de sus pies, junto al bordo del escenario más bien bajo e iban elevándose más y más hasta llegar a la última hilera de asientos, que se perdía en la penumbra del atardecer. Cada uno de esos lugares estaba ocupado por una conciencia errante, dirigida y custodiada fuera del cuerpo por TECT.
Anabben no solía hacer un despliegue escénico tan vigoroso como el de los escritores más importantes, pero sus cuentos en sí tenían mucha fuerza. Y aunque gran parte de la audiencia estaba allí para escuchar a Phiotli, a la mayoría los había impulsado también la esperanza de escuchar algún largo y apasionante fragmento de Anabben.
Estaba sentado en una silla en medio del brillante escenario negro. Tenía los pies apoyados en el suelo, muy juntos, y las manos en el regazo. La cabeza no se le caía hacia adelante, pero en general tenía una expresión drogada y soñolienta. Phioth, en cambio, no se sentaba; no, el más grande entre los escritores iba y venía sobre la escasa superficie del escenario, gritando su historia, o musitando, y ganándose la reputación tanto por su actuación como por sus palabras.
Ese fragmento era particularmente largo para provenir de Anabben. En las tres exhibiciones anteriores sus cuentos habían concluido en el término de treinta minutos; los fragmentos habían dado la impresión de no estar relacionados, y ninguno de ellos parecía siquiera próximo a un fin. Siempre existía la posibilidad de que un nuevo fragmento se relacionase con los dos trozos anteriores, tan enigmáticos, y que empezase a descubrirse la trama general. Pero no era ese el caso hoy. El fragmento de ese día no era más que otra pieza, y tal vez perteneciente a un rompecabezas distinto. Era más largo, y apasionante también. La audiencia iba a sentirse satisfecha, pero los eruditos no.
—Arrojó otra bomba —decía Anabben, recitando con voz pausada y un mínimo de inflexiones—. Un bazar se desmoronó. Trozos de ladrillo y de vidrio llovieron sobre él; estaba lleno de tajos y sangraba. Sólo experimentaba una horrible exaltación. El autoritario sonido de la explosión, el ruido que hacían al caer las toneladas de concreto y de acero, el ruido de cientos de ventanas haciéndose trizas... todo eso le resultaba extrañamente consolador y estimulante.
Muchas palabras eran ininteligibles para los que escuchaban y, por cierto, el conflicto central del cuento estaba totalmente desprovisto de sentido. De algún modo parecía que había un hombre que actuaba de manera diferente, que tenía una conducta nueva, distinta de la de otros. En muchas de las historias que narraban los escritores la gente se comportaba según esquemas alarmantes. Cierto número de personas habían dejado de asistir a las representaciones, protestando que esos cuentos podían inducirlo a uno a actuar de un modo demasiado diferente. Serían los eruditos, gracias a los recursos creativos de TECT, los que cavilarían sobre el significado de las palabras extrañas: bomba, autoridad, concreto.
—En medio de los escombros retorcidos y carbonizados estaba arrodillado...— continuó Anabben.
De pronto se interrumpió. Era evidente que había terminado en la mitad de una oración. La audiencia, desde sus millones de hogares dispersos, suspiró. Anabben se quedó sentado en silencio un momento más. A medida que despertaba dé lo que parecía ser un profundo trance, las facciones iban animándosele más y más. Se puso de pie, solitario en el inmenso estadio y se dirigió hasta el borde del escenario. Estaba cansado.
Anabben se sentó, aguardando la siguiente actuación Estaba solo; Vakeis estaba en la casa de él, su cuerpo deshabitado descansaba sobre el canapé que había junio al estanque. Anabben supuso que la mente de Vakeis estaría todavía en el estadio, aguardando al gran Phioth Sonrió con tristeza. ¿Cómo podía desear que Vakeis lo estuviese esperando a él cuando Phioth estaba por actuar? Se permitió un leve sentimiento de envidia, una emoción muy rara para la gente en general, pero lo suficientemente excéntrica como para que la experimentasen los escritores. Por ser escritor, Anabben tenía una losa reservada en todo momento en el estadio. Sabía que miles de personas imposibilitadas de asistir a, la representación se habrían sentido horrorizadas ante su falta de interés. Decidió quedarse porque era cierto que Phioth entretenía. Además, como era el más grande de todos, cada representación hacía historia. TECT había iluminado el escenario; ya había oscurecido. Phioth apareció por un tect cercano al lugar en que estaba sentado Anabben. Anabben lo siguió con la mirada mientras se dirigió hacia la silla que había en el centro del escenario. Las manos de Phioth se aferraron a los brazos del sillón, y un pulgar encontró la ranurita donde estaba la pequeña dosis de relajante que iba a prepararlo para la exhibición. Si la mente de Phioth no estaba tranquila y sin temores no podría encontrar su objetivo ruando TECT la lanzase hacia el gran río de la muerte.
Todos los años TECT solía enviar las conciencias de decenas de aspirantes a escritores, todas esperanzadas en aparearse con los restos flotantes de algún maestro del pasado. A veces, como en el caso de Phioth, tenían suerte, y el yo del joven encontraba un compañero agradable. Pero lo más frecuente era que no hubiese otras mentes dispuestas a encontrarse con el aventurero, y, en lugar de gloria, había solo pánico y delirio. Claro que, en esos casos, TECT retiraba a esos desdichados y sólo los otros escritores eran testigos del aterrorizador espectáculo de un hombre vivo con la mente en la muerte.
Phioth se acercó a la silla con confianza, sin embargo, ya que había hecho ese viaje muchas veces y sabía que lo aguardaba un alma hospitalaria. Había innumerables mentes de grandes genios abandonadas en la extraña pendiente en llamas después de que sus cuerpos morían. Pero si el joven voluntario no tenía una mente que pudiese sintonizar adecuadamente con alguno de ellos, el viaje espiritual no tenía sentido. En cambio si tenía suerte, regresaba cuerdo, con un trocito de literatura perdida. Y si tenía una suerte excepcional, entraba en contacto con un genio legendario, una reflexión de sus propios poderes innatos.
Phioth era el más afortunado, y el más grande, de todos los escritores. Cuando hacía ya dos siglos que los hombres buceaban en el flujo mental, uno de ellos había logrado convertirse en William Shakespeare-Phioth. Aunque en el mundo no quedaba nada de la obra de Shakespeare, ya que no existía literatura de ningún tipo, la reputación del isabelino había perdurado y crecido. La audiencia de Phioth presentaba una atención apasionada, ya que, cada nuevo fragmento que él traía de regreso se escuchaba por primera vez en dos mil años sobre la Tierra.
—No se parece nada al que antes era —decía Phioth, todavía sentado en la silla. Se puso de pie lentamente y, aunque la cara mantenía ese aspecto de poseído que tenía todo escritor mientras actuaba, el cuerpo empezó a dar pasos por el estrecho escenario. Las manos revoloteaban por el aire, señalando, haciendo ademanes, amenazando. La voz variaba tanto en tonos como en ritmos, y Anabben se sintió deslumbrado por el impacto que producían esas palabras, casi incomprensibles.
—Ni llego a imaginar qué otra causa haya podido privarle así de la razón, si ya no es la muerte de su padre. Yo os ruego a entrambos, pues desde la primera infancia os habéis criado con él, y existe entre vosotros aquella intimidad nacida de la igualdad, de los años y el genio, que tengáis a bien deteneros en mi corte algunos días. Acaso el trato vuestro...
Anabben asistía con envidia a la actuación. Phioth caminaba ida y vuelta por el diminuto escenario. Este tipo de comportamiento resultaba tan desafiante, tan diferente, que Anabben se preguntó cómo era que los hombres de TECT no habían retirado a Phioth todavía. No eran sólo magníficas palabras muertas, también subyacía un sentimiento sin nombre que venía del pasado, una peligrosa pasión que exaltaba a Anabben. La gente de la época de Anabben había redescubierto la idea del teatro, el hecho de que ciertos productos de la mente del escritor necesitaban algo más que una mera lectura. Los eruditos y TECT habían elaborado una vaga reconstrucción de las formas de la literatura, basándose en los diversos tipos de fragmentos que recibían de sus escritores.
Phioth seguía hablando mientras Anabben sopesaba mentalmente su propia popularidad. Resultaba obvio, dado el contenido del fragmento, que la fuente era una vez más Shakespeare. Cada escritor conocía la identidad de su tutor, muerto tiempo atrás, la sentía alojada profundamente dentro de su mente transportada, hasta que la conexión se debilitaba y el receptáculo agotado, despertaba. Anabben contaba las historias de cierto Sandor Courane11; los eruditos no conocían nada acerca de él y discutían sus méritos en relación con Shakespeare. Courane era menos sutil, menos universal, pero más... apasionante. Courane tenía mucho éxito popular, y ese fenómeno merecía estudio. No era cuestión de Anabben preocuparse por cuales fueran los factores que mantenían en alto su reputación. Disfrutaba secretamente de su fama y, más secretamente aún, deseaba el mal a Phioth.
—Y si este talento mío —decía Phioth con el puño en alto— no ha perdido enteramente aquel seguro olfato que supo siempre rastrear asuntos políticos, pienso haber descubierto ya la verdadera, causa de la locura de Hamlet.
¡Hamlet! Otra obra de ese venerable mito. Los eruditos han de estar pegando chillidos ahora, pensó Anabben. Se puso de pie obedeciendo a un impulso, entró en el TECT y se transportó de vuelta a casa.
Sentía la frescura del pasto bajo los pies. Por entre los dispersos fragmentos de techos Anabben vio el primer tranquilo arrebol de las estrellas. Aquí y allá paneles delgados, muy separados entre sí, que sostenían los trozos de techo y los mecanismos de la casa. Entre ellos crecían los árboles, corrían arroyos, y había muebles listos para ser usados. Al pie de la colina Anabben vio una tenue luz que rodeaba el lecho en el que descansaba aún el cuerpo de Vakeis, mientras ella contemplaba la magnífica representación de Phioth.
El aire era helado, y Anabben le pidió a TECT que subiese la temperatura de su hogar exterior. Después lo pensó mejor y ordenó que toda la superficie de su feudo quedase brillantemente iluminada. TECT apartó la noche, hizo girones las sombras y eliminó hasta los restos de oscuridad que había entre las raíces de los árboles. Anabben se sintió mejor. Caminó hacia el estanque y se sentó en el pasto, frente a su amante. Esperó a que Phioth terminase.
Pocos minutos después Vakeis se sacudió. Se incorporó y se frotó el cuello, endurecido por el largo período de ausencia de su mente, de visita en el estadio. Vio a Anabben y sonrió:
—Volviste temprano —dijo con expresión extrañada.
—Estaba muy cansado —dijo Anabben, sin devolverle la sonrisa—. Me quedé sólo a la primera parte de la lectura de Phioth. Era Hamlet otra vez ¿no es cierto?
—Sí. Muy hermoso, pero extraño. Lamento que no te hayas quedado. Debe haber miles dispuestos a dar su Voto por verlo.
—Ya lo sé —dijo Anabben, poniéndose de pie y extendiéndole la mano.
Caminaron alrededor del estanque, que Anabben, gracias a los servicios de TECT, mantenía helado todo el año. Condujo a Vakeis colina arriba hasta la zona de reunión. No tenía ánimo para hablar, ya que sabia que cualquier cosa que dijese iba a llevarlos a una discusión acerca de Phioth.
—Disfruté mucho tu representación, querido dijo Vakeis.
—Me alegro. Yo no la recuerdo, claro está. Tal vez pueda representarla esta noche si vienen Charait y los demás. Es una pena que me interese tan poco mi propio trabajo.
—No te creo —dijo Vakeis, recogiendo un puñado de pasto y arrojándolo a la cabeza de Anabben.
Él se agachó y lo eludió. No se rió.
—Es la verdad —dijo—. Ni siquiera sé por qué me tomo la molestia. Cuando uno compite con alguien como Phioth es difícil tomar en serio lo que uno hace.
—Phioth es una cosa y tu eres otra. — Vakeis notaba que Anabben estaba deprimido, no sólo cansado por la representación. Le sacudió el brazo y él dejó de caminar y la miró—. Escucha —dijo Vakeis—, sabes bien que una cantidad parecida de gente disfruta de tus lecturas
—No, tanta no —dijo con amargura.
—Bueno, casi. Shakespeare es un mito. Casi un dios. Es natural, la gente va a escuchar a Phioth con otros oídos. Pero disfrutan más de tus lecturas. Phioth y tú ni siquiera son rivales. Responden a necesidades diferentes y ambos satisfacen por igual esas necesidades. Estuviste realmente estupendo esta noche.
—Vamos. Ya estarán por llegar.
Tratando de sobreponerse a su tedio y a sus celos, Anabben ordenó a TECT apagar las luces de la casa, dejando sólo un tenue resplandor que envolvía la colina mientras subían por ella. Pidió una música suave, pero llevado por su creciente impaciencia dio la contraorden de inmediato. Cuando llegaron a la cima, que era la zona de reunión de Anabben, vieron dos hombres que aparecían por el pequeño tect. El primero en llegar era alto y enjuto con trenzas que le llegaban hasta la cintura. Llevaba un paño celeste enroscado alrededor del cuerpo. El otro era más bajo y corpulento, con cabello muy corto y una pequeña barba. No usaba ropa. Los recién llegados saludaron con la mano a Anabben y a Vakeis, y se sentaron sobre el césped a esperar.
—Hola, Charait —dijo Vakeis, encaminándose hacia el hombre de túnica azul. Él le tocó la pierna y le besó la rodilla. Vakeis se rió.
—Este es Torephes —dijo Charait, levantando en alto la mano del otro hombre—. Créase o no, él también quiere representar.
Anabben frunció el ceño. Charait no constituía un problema; los trozos literarios que recuperaba pertenecían a la obra de una tal señora Lidsake. Los eruditos, a pesar de los poderes sutiles de TECT, se habían declarado incapaces de ubicarla entre otros redescubrimientos, ni cualitativa ni cronológicamente. Las representaciones de Charait eran interesantes desde un punto de vista histórico, como todas las representaciones, pero por alguna razón no resultaban absorbentes. Pero ese nuevo Torephes representaba una amenaza para Anabben, como vehículo potencial de algún otro genio que eclipsase sus magras contribuciones.
—Mi amigo Charait no está bromeando —dijo Anabben—. Sólo nosotros, los escritores, presenciamos lo que les sucede a los aspirantes frustrados. Tal vez si el público supiese lo horrible que es, dentro de poco no habría escritores. ¿Has meditado lo suficiente el asunto?
Torephes parecía sentirse incómodo. Anabben hizo un pedido mental a TECT y la temperatura del lugar descendió diez grados.
—Es algo que siempre quise hacer —dijo Torephes—. Entiendo que hay pocas probabilidades. Ya hace dos años que Charait me previene contra el riesgo, pero estoy ansioso.
Tenía una expresión tan resuelta que Anabben se rió.
—Entonces esperemos que lleguen los demás y lo charlamos —dijo Anabben—. Tal vez la inspiración de Phioth es mala consejera.
Anabben y Vakeis se sentaron cerca de los otros dos hombres. Anabben guardaba silencio y Vakeis, después de superar la turbación, asumió su papel de anfitrión y les preguntó a los huéspedes si estaban cómodos y si querían tomar algo.
—Hace un poco de fresco —dijo Torephes, incómodo todavía y temeroso de ofender a una celebridad como Anabben.
Anabben gruñó y ordenó a TECT elevar la temperatura en diez grados.
—El dispensador está sobre el panel —dijo, señalando hacia la única pared que había en la zona de reunión. Se desprendía de sus palabras que no estaba dispuesto a servirles nada a sus huéspedes, como exigía la más elemental cortesía. Torephes le murmuró algo a Charait, y Anabben pudo oír que sugería que se fuesen, pero Charait sacudió la cabeza. Después de todo, Anabben era un escritor, un tipo de persona más propensa a variar de humor que los ciudadanos corrientes. Además, acababa de ofrecer una representación. Charait lo tomó a Tenphes del brazo y lo guió hasta el dispensador.
—¿Quieres algo Vakeis?— preguntó Charait.
—No —respondió Vakeis—. Voy a esperar.
—¿Y tú, Anabben?
Anabben sólo frunció el ceño y sacudió la mano Charait pidió un tazón de carne y flores, y Torephes una taza de relajante y un poco de pan proteínico.
Poco tiempo después otras tres personas salieron por el tect de Anabben: una mujer joven y dos hombres viejos. Saludaron a Anabben y a sus huéspedes, fueron directamente hacia el dispensador y se unieron a los demás sobre el césped. La joven se llamaba Rochei; era una escritora sintonizada con la poesía de una persona muerta hacía mucho tiempo y llamada Elizabeth Dawson Douglas. Uno de los viejos era un escritor famoso, uno al que Anabben envidiaba casi tanto como a Phioth. Se llamaba Tradenne y también era Tertius Publius Ieta. El otro era Briol, que había ofrecido tu primera representación pocos días atrás, y había sobrecogido a la audiencia con un fragmento escrito por Daniel Defoe. Anabben seguía sentado con aire sombrío cerca de Vakeis, y era ella la que hacía las presentaciones. La fluida conversación entre amigos se interrumpió cuando los demás se enteraron de que Torephes quería convertirse en escritor.
—¿Lo viste a Phioth esta noche? —preguntó Rochei mientras trenzaba el cabello largo y oscuro de Vakeis.
—Sí —dijo Torephes—. Uno de mis padrinos comprende lo mucho que deseo representar y me cedió su lugar en el estadio.
—¿Te gustó? —preguntó Tradenne.
Torephes titubeó.
—Phioth tiene una grandeza distinta. No es cuestión de que a uno le guste, que lo disfrute. Uno lo siente, no sé si me entienden. No sólo el genio de Shakespeare, también el de Phioth.
—Exactamente —dijo Briol en voz baja.
—Me interesaría saber qué te pareció mi representación —dijo Anabben.
Hubo un súbito silencio en la zona de reunión de Anabben. La atmósfera se volvió tensa. Era una pregunta capciosa y ni siquiera las proverbiales rarezas de Anabben podían justificarla.
—Creo que estuviste muy bien —dijo Torephes después de una larga pausa—. Disfruté de todas las representaciones tuyas a las que pude asistir a través de TECT. Eres completamente opuesto. Courane es muy peculiar; nos da algo que no nos da ningún otro.
Anabben frunció el ceño. Se puso de pie, obligando a los demás a levantar la mirada hacia él mientras iba y venía por la zona.
—¿Se te ocurriría acaso pedirle su asiento a uno de tus padrinos para asistir a una representación mía? —preguntó.
Torephes miraba a los demás invitados en busca de ayuda. A Anabben le resultaba obvio que el joven estaba humillado.
—Esta era una ocasión especial. Phioth no suele representar a menudo.
Anabben no dijo nada. Fue hacia el dispensador, consciente del zumbido de murmullos a sus espaldas. Sabiendo que el muchacho no iba a atreverse a pedir por segunda vez, le ordenó a TECT que disminuyese la temperatura en quince grados.
—Nuestro amigo Briol quería ser escritor —dijo Anabben, cuando regresó a su asiento con una taza de estimulante—. Fue uno de los pocos afortunados. No sé con certeza qué argumentos pueden haber utilizado tus padrinos, pero ellos no pueden conocer las verdades de este asunto si no son a su vez escritores.
—Ojalá hubiese sabido cómo iba a ser antes de intentarlo —dijo Briol con una risa nerviosa—. Supongo que no lo habría hecho.
—Y si no hubieses ido antes que Stalele... —dijo Rochei.
Anabben apoyó su taza y aferró el brazo de Torephes.
—Debes prestar atención Vamos a contarte cómo es, y qué puede llegar a sucederte, y si a pesar de todo sigues queriendo convertirte en escritor, tendremos la seguridad de que estás loco.
—No le prestes atención, Torephes —dijo Charait—. Me siento responsable. Yo te traje aquí. Tal vez no fue una buena idea. Anabben está cansado.
—No, no —dijo Anabben—. En absoluto. Él no debe pensar que nuestra vida es sólo brillo y gloria.
Torephes trató sin éxito de liberarse de la presión que ejercía Anabben sobre su brazo.
—Nunca tuve ilusiones en ese sentido —dijo.
—Espera un minuto —dijo Anabben—. Quiero que Briol le cuente.
Briol estaba sentado en silencio, con las rodillas en alto y la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados. Era más viejo que los demás asistentes a la zona de reunión, pero los escritores tenían sus propias escalas de respeto; Briol era el escritor con menos experiencia y tenía que aceptar sin ofenderse la falta de cortesía.
—Bueno —dijo Briol lentamente, la primera vez fue muy aterradora. Puse el pulgar en la ranura y sentí un pinchacito. Aguardé a que el relajante me hiciese efecto y entonces le ordené a TECT que me enviase. Que me enviase afuera, quiero decir. En vez de a un lugar en particular. A pesar de la droga seguía asustado.
Briol tenía los ojos fijos en el suave resplandor del pasto mientras hablaba. Era un hombre ya anciano, que había vivido una vida útil como ciudadano, y las razones para convertirse en escritor a una edad tan avanzada eran secretas.
—Por un breve y deslumbrante segundo tuve la visión del río de la muerte en sí —dijo, mientras la voz iba poniéndosele ronca—. Pero antes de que mi mente pudiese, digamos... enfermarse, según me imagino, fui rescatado por el yo muerto de una persona que conozco bajo el nombre de Daniel Defoe. Tuve mucha suerte. Ese fue mi examen preliminar.
—¿Y tu primera representación? —preguntó Torephes.
Briol levantó la vista y sonrió.
—Seguía asustado —dijo—. Tenía miedo de que esa vez Daniel Defoe no estuviese esperándome. Pero estaba. Y siempre va a estar. Para mí.
—Cuéntale lo que le pasó a Stalele —dijo Anabben, levantándose para ir en busca de otra taza de estimulante.
Briol no dijo nada.
—¿Fue él quien se examinó después de ti? —preguntó Tradenne.
Briol asintió.
—¿Le fue mal? —preguntó Torephes.
—Fue la cosa más espantosa que vi nunca —dijo Vakeis.
—¿Quieres intentarlo? —preguntó Anabben, sentándose junto a Rochei.
Torephes tomó la mano de Vakeis.
—Sí —dijo.
Anabben se rió.
—Bien. Estupendo. En una de esas pescas a Homero.
—No le tomes el pelo, Anabben —dijo Vakeis—. No tiene conciencia de lo escasas que son las posibilidades.
—Pero conoce muy bien los riesgos —dijo Anabben—. Vamos de una vez y terminemos con este asunto. Nos encontraremos todos en el escenario del estadio.
Él fue el primero en ponerse de pie y desapareció por su tect privado. Los otros lo siguieron y TECT los transportó a todos a la vasta y desierta arena.
—¿Quieres luces? —preguntó Anabben.
—Pienso que sí —respondió Torephes.
Anabben le pidió luz a TECT y el estadio quedó sumergido en un brillante resplandor de pleno mediodía
—No tengas miedo —dijo Anabben mientras guiaba a Torephes hacia la silla—. Briol es un viejo. Los pensamientos de muerte lo seducen. ¿Por qué no piensas en Vakeis? Si vuelves con algo que valga la pena, es posible que llegue a ser tuya,
—Tal vez ya soy suya —dijo Vakeis con amargura— ¿Por qué no le dices lo que hay que hacer?
Anabben se quedó mirándola con enojo.
—Hoy representé —dijo—. Estoy extenuado.
—No es nada —dijo Torephes, se sentó y se inclinó para inspeccionar el brazo del sillón que contenía la jeringa con el relajante—. ¿Introduzco mi dedo allí? preguntó.
—Sí ■—dijo Charait—. Pero no es preciso que lo hagas esta noche. Tus padrinos estuvieron de acuerdo en que te trajese conmigo para presentarte a los demás. Pero no sé si tenían intenciones de que probaras tu destreza tan pronto.
—Yo asumo la responsabilidad —dijo Anabben—. Me da la impresión de ser un muchacho brillante e Intenso.
—Ya... ya lo hice —dijo Torephes—. ¿Cuándo?
—Ya lo debes estar sintiendo —dijo Rochei suavemente.
—Sí.
—Ahora dile a TECT que te envíe —dijo Briol—. Como si fueses al estadio, o al colegio, pero no especifiques ningún lugar. Simplemente... que te envíe lejos.
Hubo un breve silencio. Después los ojos de Torephes se desorbitaron; la boca se le abrió pero no emitió ningún otro sonido que un leve gorgoteo. Los labios se le tensaron en una mueca de terror. Apretó los puños y se paró a medias en la silla, con los músculos del cuello en tensión y la espalda en un arco tenso
Vakeis retuvo el aliento, y ocultó sus ojos con los hombros de Charait. Antes de que nadie pudiese decir una sola palabra llegaron tres hombres de TECT y retiraron a Torephes por el pequeño tect que había en el borde del escenario.
—No había nadie en casa —dijo Anabben.
—Pobre muchacho —dijo Tradenne.
—Era un tonto —dijo Anabben—. Le sucedió lo que se merecía. Quería la gloria pero no quería trabajar. Sólo pretendía repetir como un loro las palabras decrépitas de algún viejo fantasma.
—¿No sientes piedad por él? —preguntó Rochei.
—No. Sabía bien que podía ocurrirle lo que le sucedió.
—Pero todos nosotros empezamos como él —dijo Charait—. Todos corremos ese riesgo. No puedes culparlo a él; tu hiciste lo mismo una vez.
—No, yo no —dijo Anabben con voz calma.
Los demás parecían perplejos. Anabben frunció el ceño; si lo explicaba ahora les haría un favor a todos. No habría necesidad de otro Stalele ni otro Torephes.
—¿No se dan cuenta? —preguntó—. Todos ustedes están pescando en los ríos salvajes de la muerte para encontrar hilachas, jirones sueltos. Pero todo lo que encuentran pertenece a los muertos, a los mundos muertos hace miles de años. Pero yo no. ¿No se dan cuenta? Por primera vez en muchos siglos alguien está creando. Yo no soy un mero informante, yo escribo. Sandor Courane jamás existió. Sus palabras provienen de mi mente.
Vakeis empezó a gritar. Charait aferró las muñecas de Anabben.
—¿Quieres decir que no le pides a TECT que te envíe? —preguntó.
—No —dijo Anabben con tono desafiante—. Ni siquiera lo intenté nunca.
—Entonces ¿nos mentiste? —preguntó Tradenne.
—No puedo comprender —dijo Briol—. ¿Tú no representas esos trozos de ficción? ¿Los inventas tú mismo? No puedo comprender.
Anabben recorría a todos con la mirada. Bajo la extraña be del estadio las caras parecían incrédulas y asustadas.
—¿No se dan cuenta? —gritó Anabben—, Lo hago yo solo.
Se alejaron de Anabben, dejándolo junto a la silla vacía. Anabben miraba con ansiedad buscando algún indicio de aprobación, de asombro maravillado, pero lo único que vio fue odio. Empezó a chillar, pero se detuvo cuando Tradenne levantó una mano.
—Eres muy diferente —dijo el viejo.
Y antes de que terminase de hablar llegaron tres hombres de TECT y retiraron a Anabben.