Algunas cosas no habían cambiado. Una rueda de alfarero seguía siendo una rueda de alfarero y la arcilla era aún arcilla. Efim Hawkins había construido su establecimiento cerca de Goose Lake, donde existía una estrecha faja de arena blanca. Mantenía allí encendidos tres hornos con carbón de sauce procedente de la porción de bosque. El bosque era también útil para darse buenos paseos mientras los hornos se iban enfriando, ya que, si se permitía el gusto de quedarse junto a ellos, tal vez se sentiría tentado a abrirlos prematuramente, incitado por su impaciencia por ver cómo había resultado tal o cual cosa sometida a su acción, y entonces… ¡pum! todo quedaría estropeado.
En su modesta factoría, una pobre construcción de ladrillo con techado de tejas, se desarrollaba una conferencia mercantil, mientras el "rocket" Chicago-Los Angeles rugía en los cielos… liso como una picuda, arrojando por detrás fieras llamaradas, estrepitoso…
El comprador de Marshall Fields se hallaba estudiando una botella de litro de negro vidrio, mostrando su aprobación con los movimientos de su masiva y agradable cabeza.
—Esto es realmente bonito —dijo Hawkins, a su secretario Gómez-Laplace—. Esto tiene mucho de los que usted llama verdaderos principios estéticos. Sí, es realmente bonito.
—¿Cuánto? —preguntó el secretario al alfarero.
—Siete cincuenta en lotes de docena —repuso Hawkinsf—. El mes pasado fabriqué quince docenas.
—Son realmente estéticas —repitió el comprador de Fields—. Me las llevaré todas.
—No creo que podamos hacerlo, doctor —dijo el secretario—. Nos costarían 1.350 dólares. En tal caso nos quedarían solamente 532 dólares de nuestro presupuesto trimestral. Y aún tenemos que ir a Liverpool para recoger algunos juegos de cena baratos.
—¿Juegos de cena? —inquirió el comprador, con su grueso rostro delataba extrañeza.
—Juegos de cena. Hace ahora dos meses que el Departamento carece de ellos. El señor Garvy-Seabright se puso ayer muy pesado con esto, ¿recuerda?
—Garvy-Seabright, ese narigudo estúpido —dijo el comprador desdeñosamente—. Ese no sabe nada de estética. ¿Por qué diablos no me dejará llevar mi propio departamento?
—sus ojos se fijaron en un ejemplar olvidado del Whambozambo Comix y se sentó para leerlo. Mientras leía sus páginas se le escapaba alguna que otra risita o algún gruñido de sorpresa.
El alfarero y el secretario, libres de él, cerraron rápidamente un trato para dos docenas de las botellas de litro.
—Desearía poder llevarme más —dijo el secretario— pero ya oyó usted lo que le dije a mi jefe. Tendríamos que renunciar a adquirir lo que nos ofrecen los clientes de artículos de cena ordinarios porque él se gastó el presupuesto del último trimestre con algunas manadas de cerditos mejicanos que algún entusiasta importador le vendió. El quinto piso está atestado de ellos.
—Apuesto a que se ven muy antiestéticos.
—Están pintados de púrpura.
El alfarero se estremeció y acarició el vidrio de la botella de muestra. El comprador levantó la cabeza y murmuró:
—¿Todavía no han terminado de charlar? ¿Para qué me sirve un secretario si no es capaz de arreglarme las cosas, eh?
—Ya hemos terminado, doctor. ¿Dispuesto para la marcha?
El comprador gruñó malhumorado, arrojó al suelo el Whambozambo Comix y salió de la casa; a través del estriberón llegó a la carretera. Su coche esperaba sobre el cemento.
Como todos los coches contemporáneos, era demasiado bajo de carrocería para poder pasar sobre el maderamen. Se introdujo en su interior y puso en marcha el motor con un tremendo ruido y relampagueo.
—Gómez-Laplace —gritó el alfarero al abrigo del ruido—. ¿Dio resultado el programa de radiación en el que estaban trabajando la última vez que yo me encontraba de servicio en el Polo?
—Nada. Inútil como siempre —repuso el secretario con sombrío tono—. Nos detuvo en mutuación, en segregación, en selección y por último en hipnosis.
—Bien, debo volver al trabajo dentro de nueve días. Ahora voy a encender el fuego. Tengo un nuevo barniz que probar…
—Le echaré de menos. Estaré "de vacaciones" encargado de la sala de esquemas del New Century Engineering Corporation en Denver. Tienen que eregir un edificio de oficinas de doscientos pisos y, naturalmente, tienen que tener a alguien a mano.
—Naturalmente —dijo Hawkins con amarga sonrisa.
Prodújose un penetrante sonido cuando el comprador pulsó un botón. Al propio tiempo brotó una bocanada de algo parecido a una llama, como de un metro de altura, de la tapa del radiador del coche; la instalación de fuerza del vehículo consistía en una turbina a gas y no tenía radiador.
—Ya estoy aquí, doctor —dijo el secretario introduciéndose en el coche, el cual emprendió la marcha entre rugidos y llamaradas intensísimas.
El alfarero, alicaído, retrocedió sobre sus pasos, recorriendo de vuelta el estriberón y contempló sus hornos, ya en proceso de enfriamiento. El susurrante viento hacía crujir las ramas y arrancaba murmullos a los ladrillos refractarios. ¿Podría echarle una ojeada al interior de los hornos…?
El sentido común le arrancó de allí y lo llevó hasta la choza de herramientas. Cogió un pico y, resueltamente, se encaminó hacia unos montículos en los que podría haber óxidos. Estaba interesado especialmente en los de cobre.
El largo paseo lo dejó extenuado, con el deseo en el corazón de echarle un vistazo al interior de los hornos. Casi al azar hundió su pico en uno de los montículos; golpeó sobre una piedra, la cual excavó. Apareció a la vista una inscripción muy borrosa que rezaba:
ERSIDAD DE CHIC
LABO OGICO
MEMORIA DE
MUERTO EN ACTO
El alfarero exhaló un apagado suspiro. Esperaba que aquel terreno fuera un cementerio, con preferencia un cementerio antiguo que pudiera ofrecerle muchos ataúdes de bronce enmohecidos por el óxido de cobre y de estaño.
Bueno, mala suerte, tal vez por allí cerca hubiera algo.
Se encaminó hacia el vecino montículo, el segundo de ellos por su tamaño, y clavó en él su pico. Se encontró con una piedra que le costó trabajo sacar de allí, y luego el alfarero se vio muy contento de haber dado con ella. Su olfato estaba lleno de amargo olor y la inmundicia teñíase del excitante azul de las sales de cobre. El pico produjo un sonido metálico… ¡cling!
Hawkins, resoplando, contempló fijamente una placa de acero inoxidable que sin embargo estaba muy oxidada y en la que también habían letras inscritas. Parecía haberse desprendido del bronce descompuesto; ribetes de pátina de verdusco color correteaban por su reverso. El alfarero limpió la superficie de la placa con una manga, la volvió de modo que el sol la bañara oblicuamente y leyó:
HONESTO JOHN BARLOW
«Honesto John», famoso en los anales universitarios, representa un reto que la ciencia no ha sido todavía capaz de explicar, resurrección de un ser humano que accidentalmente ha sido puesto en un estado de vida en suspenso.
En 1988 el señor Barlow, un destacado comerciante de Evanston, visitó a su dentista para que le tratara una muela del juicio. El destista solicitó y obtuvo permiso para emplear el anestésico experimental Cycloparadimethanol-B-7, desarrollado en la Universidad.
Después de la aplicación del anestésico, el dentista recurrió al cepillo. Por fatal desgracia, se produjo un corto circuito en el aparato, que suministró corriente de 220 voltios de 60 ciclos al cuerpo del paciente. (En el pleito entablado por la señora Barlow contra el dentista, la Universidad y el fabricante del cepillo, el Jurado falló en favor de los demandados). El señor Barlow no llegó jamás a levantarse del sillón del dentista y se supuso que había fallecido a causa de envenenamiento, electrocutado o ambas cosas a la vez.
Sin embargo, los empleados de la funeraria que lo estaban preparando para su embalsamamiento descubrieron que aquel hombre —aunque no estaba ciertamente vivo— evidentemente no había muerto. Se comunicó la noticia a la Universidad y comenzó una serie de pruebas exhaustivas, incluyendo los intentos de repetir el estado de trance en voluntarios. Después de siete desgraciados casos que acabaron fatalmente, todos los intentos fueron abandonados.
Honesto John se exhibió durante largo tiempo en el museo de la Universidad y animó muchos partidos de fútbol como mascota de los «Blue Crushers» de la universidad.
El 22 de mayo de 2003, la Junta de Regentes de la Universidad publicó las siguiente notas: «Por votación unánime, se ordena que los restos de Honesto John Barlow que se hallan en el museo de la Universidad sean trasladados a los Laboratorios Biológicos de la Universidad Conmemorativa del Teniente James Scott III y que allí sean guardados en una tumba especialmente dispuesta y bien cerrada. Se ordena además que por parte de la administración se tomen las necesarias medidas para la conservación de los restos y que se niegue el acceso a los mismos a toda persona, excepto a estudiantes calificados provistos del pertinente certificado por la Junta. La Junta se ve obligada a proceder de este modo en vista de las últimas noticias y fotografías aparecidas en la prensa de la nación, que, diciéndolo con mucha suavidad, reflejan muy poco crédito para la Universidad.
Era algo que estaba muy lejos de sus conocimientos, pero Hawkins comprendió lo que había sucedido: un fallo accidental que afectó todos los huesos durante el shock anestésico de Levantman, el cual, desde entonces, fue reemplazado por otros métodos. Para sustraer a los pacientes del shock de Levantman se aplica un inyectable al nervio trigémino, un poco de líquido salino. Interesante. Y ahora, en cuanto a ese bronce…
Levantó el pico y lo dejó caer con fuerza contra las corrompidas sales verdosas y por poco se rompió la muñeca. Algo allí abajo era sólido. Comenzó a quitar los óxidos.
Tras media hora de trabajo llegó al bronce fosforoso, una enorme masa del casi incorruptible metal. Su estructura se había debilitado a través de los siglos; notó la punta del pico hundida en un cuerpo corroído y percibió el crujir de desgarradas estrías…
Deseó haberse traído con él a un arqueólogo, para llamarlo a fin de que se hiciese cargo del descubrimiento. Era un hombre polifacético: por capricho y en sus horas libres, un artista de la arcilla y el vidrio; por necesidad, ingeniero en automación, en electrónica y en problemas atómicos, capaz también de ofrecer un proyecto sobre control del tráfico, sobre sicología individual o general, arquitectura o planeamiento de nuevas herramientas.
Cavó una trinchera alrededor de su descubrimiento y vio que se trataba de una gran masa de bronce en forma de ladrillo que producía un excitante ruido profundo. De una de sus caras verticales saltó una ligera tira de enmohecido metal, exponiendo a la vista rojizo polvo que desapareció absorbido en el interior de la masa…
Arrojó el pico fuera de la trinchera, salió de la misma y corrió alocadamente hacia su casa. Buscó algo, un momento, halló una aguja hipodérmica y luego encontró en la cocina un envase de plástico y sal.
Ya de vuelta en la trinchera, trabajó durante otra media hora para reseguir y forzar la juntura de la tapa. Como los goznes no funcionaban, los destrozó.
Hawkins extendió el mango del pico para hacer palanca, ajustó su punta en lo más hondo y procedió a levantar la tapa. Accionó aquella cuña cinco veces y al fin pudo vislumbrar en el interior de la tumba lo que parecía ser una polvorienta estatua de mármol. Luego, sus asombrados ojos descubrieron el desnudo cuerpo del Honesto John Barlow, incorrupto y lozano.
El alfarero le pinchó el extremo del trigémino con la punta de la aguja y le inyectó 60 cc. de la solución salina, y al cabo de una hora el pecho de Barlow empezó a moverse.
Y una hora después dijo con ronca voz:
—¿Ha dado resultado?
—¡Ya lo creo! —musitó Hawkins.
Barlow abrió los ojos y se movió, miró hacia abajo, levantó las manos hasta sus ojos…
—¡Le demandaré! —gritó—. ¡Mis ropas! ¡Mis uñas! —Una horrible sospecha se reflejó en su rostro y sus manos subieron hasta el pelado pericráneo—. ¡Mi cabello! —gimió—.
¡Le demandaré hasta que acabe con su último ochavo! ¡El tribunal no le tendrá en cuenta para nada mi liberación! ¡Yo no cedí mi pelo, ni mis ropas ni tampoco mis uñas!
—Volverán a crecer —dijo Hawkins tranquilamente—. Y también su epidermis. Todo esto no estaba vivo y no quedó protegido con el resto de su cuerpo. Temo, sin embargo, que sus ropas se hayan perdido para siempre…
—¿Dónde me encuentro…, en el hospital de la Universidad? —demandó Barlow—. Quiero un teléfono. No, telefonee usted. Dígale a mi esposa que estoy bien y a Sam Immerman, mi abogado, que venga aquí inmediatamente. Greenleaf, 7-4922. ¡Oh! — Había intentado levantarse y una porción de su rosada piel rozó con la superficie interior del ataúd—. ¿Qué han hecho ustedes conmigo? ¿Acaso me han hervido vivo? ¡Oh, esto me lo van a pagar…!
—No le pasa nada, amigo —dijo Hawkins, deseando ahora tener algún libro que le aclarara ciertos oscuros términos—. Su epidermis empezará a crecer inmediatamente. No está usted en el hospital. Eche un vistazo a esto.
Le dio a Barlow la placa de acero que había estado sobre el ataúd. Tras una mirada suspicaz, el hombre empezó a leer. Al terminar, dejó cuidadosamente la placa en el borde de la tumba y durante un momento permaneció silencioso.
—Pobre Verna —dijo al fin—. Aquí no dice si le cargaron los gastos del juicio. ¿Acaso sabe usted…?
—No —repuso el alfarero—. Todo cuanto sé es lo que dice la placa y cómo volverle a usted a la vida. El dentista le dio accidentalmente una dosis de lo que llamamos shock anestésico Levantman. Hace ya siglos que no lo usamos; era eficaz, pero demasiado peligroso.
—Siglos… —repitió pensativo el hombre—. Siglos… Apostaría que Sam la estafó hasta el último céntimo. Pobre Verna. ¿Cuánto ha de eso? ¿En qué año estamos?
Hawkins se encogió de hombros.
—Lo llamamos el 7-B-936. Esto no le aclara a usted nada. Se requiere mucho tiempo para que se oxiden estos metales.
—Como aquella película —musitó Barlow—. ¿Quién lo hubiese pensado? ¡Pobre Verna!
Empezó a gimotear, recordándole amargamente a Hawkins que le había encontrado bajo una losa.
Casi con rabia, el alfarero preguntóle:
—¿Cuántos hijos tenía?
—Ninguno todavía —sollozó Barlow—. Mi primera esposa no los quería. Pero Verna quiere uno…, quería uno…, pero vamos a esperar hasta… íbamos a esperar hasta…
—Naturalmente —dijo el alfarero, sintiendo un salvaje deseo de decirle que se fuera al diablo, para volver a su trabajo. Pero se contuvo. Había El Problema en medio; siempre había que pensar en El Problema y este pobre desgraciado tal vez pudiera proporcionarles inesperadamente una pista. Hawkins debía hacer entrega de él.
—Vamos —dijo Hawkins—. Me apremia el tiempo. Barlow levantó la cabeza, ofendido.
—¿Cómo puede ser usted tan poco humanitario? Soy un ser humano como…
El "rocket" Los Angeles-Chicago rugió en los cielos y Barlow se detuvo en su lastimera protesta.
—¡Hermoso! —suspiró, siguiéndolo con la vista—. ¡Hermoso!
Salió de la fosa con mucho cuidado, procurando no dañarse su infantil piel.
—Al fin y al cabo —dijo con animado tono de voz—, esto debe tener su lado de color de rosa. Nunca me dediqué demasiado a la lectura, pero es muy parecido a una de aquellas novelas. Y creo que podré ganar dinero con esto, ¿verdad?
Dirigió a Hawkins una mirada astuta.
—¿Necesita dinero? —preguntóle el alfarero—. Tome. —Le dio un puñado de billetes y monedas—. Será mejor que se ponga mis zapatos. Tendremos que caminar un cuarto de milla. ¡Oh…! Está usted… avergonzado…, sí, era la palabra. Tome.
Hawkins le dio sus pantalones, pero Barlow estaba contando, muy excitado, el dinero.
—Ochenta y cinco, ochenta y seis… ¡y son dólares de verdad! Creí que todo sería a base de crédito o como le llamen. «E Pluribus Unum» y "Liberty"… sólo difieren en lo acuñado en ambos lados. Diga, ¿no hay aquí algún engaño? ¿Son dólares de verdad, como los teníamos antes?
—Le aseguro que son buenos… —contestó el alfarero—. Tengo prisa. Deseo que nos marchemos cuanto antes de aquí.
El hombre murmuraba mientras se encaminaban a la alfarería:
—¿Dónde vamos… al Consejo de los Científicos o al Coordinador Mundial tal vez?
—¿Quién? Oh, no. Le llamamos "Presidente" y "Congreso". No, eso no nos haría ningún bien. Le llevo a ver a ciertas personas.
—De esto podría sacar mucho beneficio. ¡Mucho! Podría escribir libros. Se lo confiaría a algún joven inteligente para que me lo escribiera y apuesto a que resultaría un "bestseller". ¿Cómo andan ahora estas cosas?
—Ya no hay "bestsellers". Actualmente la gente no lee mucho. Pero le encontraremos algo igualmente provechoso para usted.
Ya en la alfarería, Hawkins le dio a Barlow un traje completo, lo depositó en la sala de espera y llamó a la Central de Chicago.
—Llévenselo —suplicó—. No para de hablar. No le he dicho nada. Quizá debiéramos dejarlo libre para que por sí mismo encuentre su propio nivel, pero queda una oportunidad…
—El Problema —convino Central—. Sí, queda una posibilidad.
Barlow sintió regocijo cuando el alfarero le preparó una taza de café con una pastilla que no solamente se disolvía en agua fría sino que la hacía hervir. Mientras esperaban, Hawkins habló sobre el "rocket" que tanto admiraba Barlow, pero tuvo que callarse apenas comenzar; estuvo a punto de decirle al otro cuál era realmente su velocidad máxima… y casi le reveló que no era un "rocket".
Lamentó también haberle entregado a Barlow tan despreocupadamente un par de cientos de dólares. El hombre parecía estar obsesionado por el temor de que careciesen de valor, pues Hawkins había rehusado aceptarle un pagaré e incluso una promesa de devolución. Pero Hawkins no podía entrar en detalles, y se sintió muy satisfecho cuando llegó un desconocido procedente de Central.
—Tinny Peete, de Algeciras —le dijo el recién llegado con prisa cuando ambos se encontraron en la puerta—. Físico del Probpo. Enviado especial para hacerse cargo de Barlow.
—Gracias al Cielo —dijo Hawkins—. Barlow —dijo, mirando al hombre del pasado—. Le presento a Tinny-Peete. Se va a hacer cargo de usted y le ayudará a ganar mucho dinero.
El físico permaneció allí el tiempo suficiente para que le sirviera una taza de café, cuya preparación tanto había gustado a Barlow, y luego condujo al hombre que habían puesto a su cargo hasta su coche, pasando por el estriberón, dejando al alfarero con la preocupación de si al fin podría abrir sus hornos.
Hawkins, libre ya de Barlow y del Problema, fijó su atención en el horno número dos y lo abrió un poco. Una oleada de calor y de olor del humo que salía de dentro le hizo estremecer de alegría. Escudriñó el interior del horno y vio un rincón de un estante relumbrando en rojo cereza que se oscurecía entre fluctuantes zonas negras al perder calor a través de la puerta abierta. Introdujo una socarrada pala de madera que metió bajo un pichel del estante y lo sacó afuera como muestra y el vello del dorso de sus manos se retorció chamuscado por el calor. La vasija crujía y restallaba y Hawkins respiró felizmente.
El lustre de resinato de bismuto había salido de negro plateado y azulinas luces que brillaban a la perfección, con su delgada película de metal extrañamente mientras él mantenía la muestra ante sus ojos y entonces el Problema de la Población le pareció a Hawkins que era una cosa muy lejana.
Barlow y Tinny-Peete llegaron a la carretera de cemento, donde estaba aparcado el coche del físico en un lugar seguro.
—¡Vaya… canoa! —exclamó asombrado el hombre del pasado. Tinny-Peete aclaró:
—¿Canoa? No, es mi coche.
Barlow lo contempló con pánico. Sus líneas eran parecidas a una canoa y en él había muchos kilos de cromo. Barlow lo tocó con los dedos, buscando la puerta… ¿era acaso una puerta?…, en un inútil intento para hallar la manilla, y luego preguntó respetuosamente:
—¿A qué velocidad va?
El físico le dirigió una aguda mirada y dijo lentamente:
—Doscientos cincuenta. Lo verá en el cuentakilómetros.
—¡Oh! Mi viejo "Chevrolet" alcanzaba los cien en línea recta, ¡pero usted va mucho más rápido, señor!
Tinny-Peete hizo algo y automáticamente se abrió una gran puerta y Barlow descendió tres escalones, sumergiéndose entre inmensos cojines y se acomodó en la parte derecha. Se sentía demasiado fascinado para prestar atención a su delicada piel. El salpicadero era una maravilla de diales, indicadores, clavijas, lucecitas e interruptores.
El físico descendió hasta el asiento del conductor e hizo algo con los pies. El motor se puso en marcha como si se hubiera encendido una lámpara de soldar, inmensa. Moviéndose entre los cojines, Barlow vio a través de un espejo retrovisor un tremendo escape lleno de brillantes y blancas chispas.
—¿Le gusta? —gritó el físico.
—¡Es terrorífico! —respondió gritando Barlow—. ¡Es…!
En aquel instante se vio impelido hacia arriba al ponerse el coche en marcha con un fuerte ¡boo-ooo-ooom! Una tormenta pasóle por la cabeza, aunque al parecer las ventanas estaban cerradas; la impresión de velocidad era espantosa.
Descubrió el cuentakilómetros en el salpicadero y lo vio subir a 90, 100, 150 y a más de 200.
—Para mí es suficiente —gritó el físico, notando que el rostro de Barlow expresaba miedo—. ¿Quiere la radio?
Le pasó un objeto sorprendentemente ligero parecido a un casco de "football", sin hilo alguno, y señaló una hilera de botones. Barlow se colocó el casco, contento de librarse del ruido del aire, y pulsó un botón. Se encendió satisfactoriamente y Barlow se recostó aún más para paladear el gusto en cuestiones de entretenimiento e ingenio en el nuevo mundo supermoderno.
—¡TÓMELO Y QUÉDESELO! —aulló una voz en sus oídos.
Se arrancó el casco inmediatamente y dirigió una dolorida mirada al físico. Tinny-Peete sonrió y accionó un dial asociado con la hilera de botones. El hombre del pasado volvió a colocarse el casco y comprobó que la voz tenía ahora un tono normal.
—¡El espectáculo de los espectáculos! ¡El superespectáculo! ¡El superengañabobos de las atracciones! ¡La burla de todas las burlas! ¡Tómelo y quédeselo!
Se oían estallidos de risa desde el fondo.
—Aquí tenemos a los competidores dispuestos a empezar. Ya saben cómo lo hacemos. Le doy a un competidor un recorte en forma de triángulo y quiero que lo ponga en la línea. Ahora tenemos aquí estos tableros, que disponen de sitios recortados en la misma forma de triángulos, pero todos tienen proporciones diferentes y el primer competidor que meta los recortes en el tablero será el vencedor.
—Ahora viene una competidora, la primera. Venga aquí, nena. ¿Su nombre, por favor?
—¿Nombre? Oh…
—¿Les gusta esto, muchachos? ¡No sabe su nombre! ¡Ja, ja! ¿Vendería eso por un cuarto de dólar?
La pregunta fue formulada con mucho retintín y el público comenzó a chillar, a aullar y silbar, demostrando su entusiasmo.
Era aburrido escuchar aquello cuando uno no podía verlo. Barlow pulsó otro botón, con la mano libre en el control del volumen.
—…de accidentes de tránsito. Una tripe colisión de coches en la Ruta 66 con dirección a Chicago costó doce vidas. El "rocket" Chicago-Los Angeles de la mañana estalló en el Mohave. Sus 94 pasajeros y tripulantes perecieron. Un autorizado investigador de la Aeronáutica civil que se hallaba cerca del lugar del siniestro declaró que el piloto volaba muy bajo sobre unos rebaños de corderos y no frenó a tiempo.
—¡Ah! ¡Una buena de Nueva York! Un remolcador Diesel entró inopinadamente en el puerto mientras su tripulación estaba abajo y chocó contra la proa del trasatlántico S. S.
Placentia. Se dice que se abrió una vía de agua en el trasatlántico y que se hundió de inmediato, calculándose las víctimas en 180 pasajeros y 50 miembros de la tripulación. Se enviaron 6 buzos al fondo para estudiar la situación del barco, pero también perecieron a causa de que sus trajes estaban llenos de pequeños agujeros.
—Y aquí un boletín que acabo de recibir de Denver. Al parecer… Barlow se quitó el casco desconcertado.
—Esto me ha parecido muy extraño, duro —gritó al conductor—. Estaba escuchando la emisión de noticias…
Tinny-Peete movió negativamente la cabeza y señaló sus oídos. No le oía porque el ruido del aire era ensordecedor. Barlow frunció contrariado el ceño y miró por la ventanilla.
Su vista se clavó en un deslumbrante letrero que decía:
MOOGS
¿LO QUIERE COMPRAR POR UN CUARTO?
No sabía qué era lo que significaba o había significado la palabra Moogs; la ilustración mostraba una muchacha increíblemente proporcionada que a todo color se cimbreaba con un 99,9 por ciento de desnudez.
El ruido del aire de la carretera seguía acompañándole, pero de una forma diferente. El coche había entrado en una zona de radar u otra cosa parecida, haciendo cambiar la intensidad del mismo. Pudo ver otro letrero que decía:
SI QUIERE TENER MUJER
DEFLOCULICESE EL
OLOR DESAGRADABLE CON
ARMPITTO
El resplandor de otro letrero acaparó su atención. Lo que en él se decía y ante todo su ilustración, le obligaron a bajar la vista y el rubor coloreó sus mejillas.
—¡Ya entramos en Chicago! —chilló Tinny-Peete.
Otros coches seguían su misma dirección, todos ellos parecidos a canoas.
Contemplándolos, Barlow empezó a preguntarse si realmente sabría lo que era un kilómetro. Aquellos coches parecían deslizarse con mucha lentitud, si uno hacía caso omiso del aire que rugía en sus oídos y del cuentakilómetros. Hubiese jurado que la verdad era que corrían a veinticinco, con alguna que otra aceleración de hasta treinta.
¿Cuánto tendría un kilómetro, de todos modos?
La ciudad se elevaba enfrente, y era como debía ser: rascacielos gigantescos, rampas aéreas, plataformas de aterrizaje para los helicópteros…
Se sujetó fuertemente a los cojines. Aquellos dos helicópteros. Iban a… Iban a…
No vio nada porque la ruta de ambos, que aparentemente les conduciría al choque, se ocultó detrás de un rascacielos altísimo.
Al detenerse ante la luz roja de un semáforo el ruido de apagadas explosiones los rodeó inmediatamente.
—¿Qué sucede aquí? —inquirió Barlow con voz chillona, asustada, porque el frenazo fue instantáneo y no se vio impelido contra el salpicadero—. ¿Quién engaña a quién?
—¿Qué? ¿Qué ocurre? —demandó el conductor.
Se encendió la luz verde y el coche se puso en marcha. Barlow notó, atemorizado, que el ruido del aire en sus oídos había comenzado una fracción de segundo antes de que el coche empezara a moverse. Su mano se aferró al asidero de la puerta de su lado.
Se adentraban en la ciudad: edificios diseminados, más densos, más altos y una luz roja enfrente. El coche se detuvo en seco y el ruido de aire desapareció un instante después de pararse, y Barlow salió como una exhalación de su interior y corrió alocadamente por la acera, apenas un segundo después.
Me seguirán —pensó jadeante—. Es cosa de la policía secreta. Te cogerán… con sus máquinas lectoras del pensamiento, con sus ojos televisivos por todas partes, temerosos de que les hables a sus esclavos de libertad y cosas así. No permiten que nadie les estorbe, lo mismo que en aquella novela que leí.
Falto de aire cesó en su huida y continuó caminando a paso normal, felicitándose de que tenía valor suficiente para no volver la cabeza. Esto era lo que siempre vigilaban. Andando era uno como otro cualquiera, por detrás, con su traje de trabajo. Se pondría a salvo, se salvaría…
Una mano le agarró por el hombro y un rostro grueso y rústico se le acercó y le dijo:
¡Deleyegust empujarata gent comsi vía fues-detú!
No era ni el loco del alfarero ni el loco del conductor.
—Perdone —dijo Barlow—. ¿Qué dijo?
—¿Ah, sí? —aulló el desconocido peligrosamente, y esperó la respuesta.
Barlow, bajo la sensación de estar sumido en un intrincado laberinto, se oyó decir a sí mismo, belicoso:
—Sí.
El desconocido le soltó el hombro y gruñó:
—¿Ah, sí?
—¡Sí! —repitió Barlow, ajustándose la chaqueta de un tirón.
—¡Ahhh! —ladró el otro, con más desprecio y disgusto que ferocidad. Añadió a esto una obscenidad corriente en los tiempos de Barlow y se marchó, apretando los puños, con los hombros encogidos.
Barlow continuó su marcha, tembloroso. Evidentemente lo había hecho bien. Se detuvo ante una luz roja mientras los largos coches rugían delante de él y los peatones que seguían su dirección continuaban atravesando la calzada entre el torrente de coches. Rechinar de los frenazos, guardabarros abollados entre ruidos metálicos, roncos alaridos de los conductores y peatones… Dio un salto hacia atrás cuándo un coche subió a la acera para evitar el encontronazo con otro.
Se encendió la luz verde y los coches continuaron como antes casi otros treinta segundos y luego disminuyeron su velocidad. Barlow cruzó la calzada temerariamente y se apoyó contra una máquina tragaperras, respirando fuertemente.
Muéstrate natural, se dijo. Haz algo normal. Compra algo a esta máquina.
Buscó algunas monedas sueltas en sus bolsillos y obtuvo un periódico por diez centavos, un pañuelo por un cuarto de dólar y una golosina por otro cuarto.
El suave olor a chocolate le despertó súbitamente el apetito. Durante unos segundos manipuló la cristalina envoltura, inútilmente, y luego ella misma se abrió limpiamente. El bar le proporcionó tres buenos bocadillos y compró dos más, que engulló complacido.
Era su primera comida después de años…
Sintió luego sed y por otros diez centavos sacó de la misma máquina una bebida carbónica anaranjada, envuelta también en un envoltorio cristalino. Desgraciadamente, sus manipulaciones sólo sirvieron para que, al partirse el envoltorio, el líquido le cayera encima de las rodillas. Decidió entonces que ya había permanecido bastante tiempo allí y se marchó.
Los escaparates de las tiendas eran lo mismo que antes. La gente seguía comprando trajes, todavía fumaba y compraba tabaco y también comía y compraba alimentos. Y también iba al cine, según vio satisfecho al pasar por delante de un reluciente local cuyo título decía: The Bijou.
El salón estaba en aquel momento en funcionamiento. Se estaba proyectando, al parecer, un programa triple: Los niños son terribles, No tengan hijos y El hijo de Canali.
No pudo resistirse; pagó un dólar y se introdujo en él.
Se estaba terminando El hijo de Canali, una película tridimensional, en color y con olores. Al parecer, se trataba de una leyenda interplanetaria que concluía con una escena de persecución y la reconciliación entre el héroe descarriado y la heroína. Los niños son terribles y No tengan hijos consistían en fantásticos argumentos contra la procreación… los peligros grotescamente exagerados de la natalidad, de viejos padres y madres golpeados y maltratados por sus malignos hijos, sádicos, que dejaban morir de hambre a sus progenitores. El público, ante el asombro de Barlow no demostraba afectarse y consumía plácidamente sus dulces, sin que en sus rostros se expresara ningún signo de aversión.
Las "Próximas Atracciones" que seguían le arrancaron de su butaca y le empujaron al vestíbulo. La charanga era horrísona; los chillones colores cegaban; los aromas que invadían el local trastornaban el estómago…
Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la moderada luz del vestíbulo se sentó en un banco y desplegó el periódico que había comprado. Era el The Racing Sheet, el cual le afectó en el alma profundamente. El familiar índice del recuadro de la parte inferior izquierda de la primera página demostraba casi intolerablemente que el Churchill Down y el Empire City seguían funcionando…
Conteniéndose las lágrimas, centró su atención en las Pasadas Sesiones, en el Churchill. Ya empleaban abreviaturas y a causa de esto las páginas eran de una columna en vez de dos. Pero todo era lo mismo…
Estudió la primera carrera: tres cuartos de milla a cuyo ganador se ofrecían 1.300 dólares. Increíblemente, el récord a batir era de dos minutos, diez segundos y tres quintos de segundo. Cualquier jockey de su tiempo hubiera podido alcanzar los tres cuartos en un minuto y quince segundos. Lo mismo ocurría en otras distancias y mucho peor para carreras largas.
¿Qué diablos le había ocurrido a todo?
Alguien se sentó a su lado y le dijo:
—Esta es la verdad.
Barlow se puso en pie de un salto y vio que era Tinny-Peete, su conductor.
—Tenía mis dudas sobre contárselo —dijo el físico—, pero me doy cuenta de que usted sospecha cada vez más la verdad. No se excite, por favor. No pasa nada, yo se lo contaré todo.
—De modo que me han atrapado —dijo Barlow.
—¿Que le han atrapado?
—No finja. Sé que dos y dos son cuatro. Ustedes, los de la policía secreta, usted y los demás aristócratas viven lujosamente a costa del sudor de esos esclavos oprimidos por su yugo. Usted me teme porque tienen que mantenerlos en la ignorancia.
El físico estalló entonces en una sonora carcajada que atrajo las furiosas miradas de otros presentes en el vestíbulo. Aquella risa no parecía en modo alguno siniestra.
—Salgamos de aquí —aconsejó el físico, todavía sonriendo—. No podría usted estar más equivocado. —Cogió a Barlow del brazo y lo condujo a la calle—. La pura verdad es que quince millones de trabajadores viven en la opulencia a costa del sudor de un puñado de aristócratas. Probablemente que moriré ante tanto trabajo, a menos que… —Miró a Barlow especulativamente—. Usted puede ayudarnos.
—Conozco esa trampa —burlóse Barlow—. En mis tiempos hice dinero y para hacer dinero se tiene que tener gente al lado. Siga con sus planes y pegúeme un tiro si le place, pero a mí nadie me toma el pelo.
—¡Estúpido ingrato! —rugió el físico con el semblante iracundo—. ¡Este condenado desorden se debe todo a su culpa y a la gente como usted! Ahora, vamonos, y déjese de tonterías.
Empujó a Barlow hacia el interior del vestíbulo de un edificio de oficinas y le obligó a entrar en un ascensor que, desconcertándolo, hacía un fuerte ruido, al elevarse. Las rodillas del hombre del pasado temblaban cuando el físico lo sacó de un empujón del ascensor y a través de un corredor lo metió en una oficina.
Al cerrarse la puerta a sus espaldas, un hombre de aguileño rostro se levantó de una modesta silla. Tras una irritada mirada a Barlow, preguntó al físico:
—¿Me hicieron venir desde el Polo para ver a este… este…?
—Nonequiv Yoprobad encontraproba Proppobla arreglar.
—Dudo —gruñó el aguileño.
—Pruebe —sugirió Tinny-Peete.
—Muy bien; señor Barlow, creo que usted no tuvo hijos. Dijo:
—¿Y qué?
—Esto: Eran ustedes un pueblo ciego, un pueblo de estúpidos egoístas que toleraban condiciones económicas y sociales que hacían que los prudentes y perspicaces evitaran tener hijos. Ustedes nos hicieron ser lo que ahora somos, y quiero que sepa que estamos muy lejos de sentirnos satisfechos. ¡Estúpidos "rockets"!. ¡Malditos automóviles! ¡Malditas ciudades con rampas aéreas!
—Por lo que he visto —dijo Barlow—, están ustedes echando por los suelos lo mejor que tienen de su tiempo. ¿Están locos?
—Los "rockets" no son "rockets". Son turbo-reactores… buenos turborreactores, pero la fantástica cáscara que los envuelve les hace perder velocidad. Los automóviles tienen una velocidad máxima de cien kilómetros por hora… y un kilómetro es, si mal no recuerdo mi paleolingüística, tres quintos de milla… y los cuentakilómetros están todos amañados expresamente para que los conductores crean que marchan a doscientos cincuenta. Las ciudades son ridiculas, costosas, insanas, inútiles aglomeraciones de gentes que estarían mejor fuera de ellas y sería más productiva si estuviera diseminada por el campo.
—Precisamos los "rockets" y cuentakilómetros amañados y ciudades porque, mientras usted y los de su clase eran prudentes y perspicaces para no tener hijos, los trabajadores inmigrantes, los moradores de barracas insalubles y labriegos del campo continuaban teniendo hijos… criando, criando. ¡Dios mío, cuánto procrear!
—Espere un momento —objetó Barlow—. Había mucha gente en mis tiempos que tenían dos o tres hijos.
—De eso se cuidó la plaga de los accidentes, las enfermedades, la guerra. Su inteligencia disminuyó. Ha desaparecido. Niños que tenían que venir a este mundo, jamás nacieron. El promedio del Cociente de Inteligencia actual no pasa del 45.
—Pero esto ocurrió en Un pasado muy lejano.
—Tan lejano como el suyo —gruñó el hombre aguileño.
—¿Pero quiénes son ustedes?
—Gente… gente verdadera. Hace algunas generaciones los entendidos en genética se dieron cuenta, al fin, de que nadie iba a prestar atención alguna a lo que decían, así que se decidieron a abandonar las palabras por los hechos. Formaron una cerrada comunidad que tenía la finalidad de mantener y mejorar la raza, y nosotros somos sus descendientes, unos tres millones. De los otros hay unos cinco mil millones, de modo que nosotros somos sus esclavos.
—En los pasados dos años diseñé un rascacielos, mantuve funcionando aquí, en Chicago, el Billings Memorial Hospital, evité la guerra contra Méjico y dirigí el tráfico en el Campo de La Guardia, en Nueva York.
—¡No lo entiendo! ¿Por qué no dejan que se destruyan por sí mismos? El hombre sonrió.
—Lo intentamos una vez durante tres meses. Nos fuimos al Polo Sur y esperamos. No se dieron cuenta. Empezó a faltar gente indispensable, algunas enfermeras no se presentaban, no se podía localizar a ciertas personas que desempeñaban cargos gubernamentales…
—En una semana se declaró la falta de alimentos. A la siguiente empezó el hambre y las plagas, y la tercera, la guerra y la anarquía. Dejamos el experimento y nos costó casi toda una generación conseguir que las cosas volvieran a su cauce normal.
—Pero ¿por qué no dejaron que se mataran unos a otros.
—Cinco mil millones de cadáveres significan algo así como quinientos millones de toneladas de carne en putrefacción.
A Barlow se le ocurrió otra idea.
—¿Por qué no los esterilizaban?
—Dos mil quinientos millones de operaciones son muchas operaciones. Como que procrean constantemente, jamás terminaríamos.
—Comprendo. ¡Igual que la marcha de los chinos!
—¿Quién diantre son esos?
—Era… era una paradoja de mis tiempos. Alguien se figuró que si todos los chinos del mundo formaran en fila de a cuatro y empezaran a marchar pasando por un punto determinado, jamás se detendrían, debido a los hijos que nacerían y crecerían antes de que pasaran del punto.
—Ciertamente. Pero en vez de "un punto determinado" digamos "un inconcebible número de salas de operaciones", y nunca habría suficientes.
—¡Oiga! —dijo Barlow—. Esas películas que tratan de niños… ¿es parte de su propaganda?
—En efecto. Pero, al parecer, no les afecta en absoluto. Hemos abandonado la idea de intentar la propaganda contra un anhelo biológico.
—¿Y si trabajan con un anhelo biológico…?
—No sé de ninguno que sea compatible con la inhibición de la fertilidad. El rostro de Barlow palideció, resultado de años de cuidadosa disciplina.
—¿No, eh? ¿Ustedes son los grandes cerebros y no pueden pensar en ninguno?
—Pues no —dijo inocentemente el físico—. ¿Usted sí?
—Eso depende. Vendí diez mil acres de tundra siberiana, valiéndome de una firma imaginaria, naturalmente, después del reparto de Rusia. Los compradores pensaban que adquirían buenas parcelas de terreno para edificar en los alrededores de Kiev. Yo diría que era bastante más difícil que este asunto.
—¿Y por qué? —preguntó el aguileño.
—Aquellos eran clientes normales, suspicaces, y éstos son atrasados mentales, peleles. Ustedes no tienen más que inventarse cualquier patraña que les atraiga; no serán lo suficientemente inteligentes para averiguar si les conviene aceptarla o no.
También el físico y el del rostro aguileño habían tenido su buena disciplina; evitaron mirarse mutuamente con la súbita alegría que les invadía.
—Al parecer tiene usted algo bueno —dijo el físico. El rostro de Barlow se puso aún más pálido.
—Tal vez sea así. Todavía no se me ha hecho ninguna oferta.
—Si realmente tiene usted algún método, creo que no hay precio que se pueda considerar demasiado elevado —ofreció el físico.
—Dinero —dijo Barlow—. Todo el que quiera.
—Más del que quiera —corrigió el aguileño.
—Prestigio —añadió Barlow—. Mucha publicidad. Mi retrato y mi nombre en los periódicos y diariamente en la Televisión; estatuas por doquier; parques y ciudades y calles con mi nombre. Un capítulo entero dedicado a mí en todos los libros de historia.
El físico hizo un gesto facial mirando al aguileño, que quería decir: "¡Oh, hermano!" El aguileño hizo otro que decía: "¡Calma, muchacho!"
Ellos solos se entendían.
—No es mucho pedir —convino el físico. Barlow, viendo su ocasión, continuó:
—¡Poder!
—¿Poder? —repitió admirado el aguileño.
—¡Quiero una dictadura mundial y yo ser el dictador!
—Bueno, pero… —empezó a decir el físico, pero el aguileño le interrumpió:
—Será preciso una reunión especial, de emergencia, del Congreso, pero la situación lo requiere. Creo que eso se puede garantizar.
—¿Puede ofrecernos alguna indicación sobre su plan? —preguntó el físico.
—¿Ha oído hablar de los lemings?
—No.
—Son… eran, supongo, puesto que ahora no se sabe nada sobre ellos… unos pequeños roedores propios de las regiones árticas que acostumbraban a concentrarse cada tres o cuatro años en la costa y luego se metían en el mar hasta que se ahogaban. Abrigo la intención de hacer que la población sienta ese mismo deseo.
—¿Cómo?
—Eso me lo reservo hasta que tenga debidamente firmado el pertinente pacto. El aguileño dijo:
—Me gustaría trabajar a su lado en eso, Barlow. Me llamo Ryan-Ngana. Ofreció su diestra.
Barlow miró fijamente la mano; luego la cara del hombre.
—¿Ryan, qué?
—Ngana.
—Suena a nombre africano.
—Lo es. Mi abuela paterna era watusi. Barlow no aceptó la mano.
—Pensé que parecía usted bastante moreno. No quiero herir su susceptibilidad, pero creo que no me sentiría muy contento a su lado. Estoy seguro de que habrá alguien más tan capacitado como usted.
El físico hizo un gesto con la cara mirando a Ryan-Ngana, que decía: "¡Paciencia, muchacho!"
—Muy bien —dijo Ryan-Ngana a Barlow—. Veremos qué arreglo se puede hacer.
—No es que yo tenga prejuicios raciales, entiéndame. Algunos de mis mejores amigos…
—Señor Barlow, no se preocupe. Cualquier persona que sea capaz de ayudarnos en lo de los lemings, con usted, nos es necesaria.
Tinny-Peete acompañó seguidamente a Barlow a la azotea, donde tenían la estación de helicópteros. Allí Barlow comenzó a contarle al otro que no tenía nada contra los negros, y Tinny-Peete pensaba que no le vendría mal tener la imperturbabilidad y humor de Ryan-Ngana para aguantar ciertas cosas.
El helicóptero los condujo al Aeropuerto Internacional, desde donde, explicó Tinny- Peete, Barlow sería trasladado al Polo.
Al hombre del pasado no le hacía demasiada gracia la idea de verse metido entre hielo y frío.
—No se está del todo mal —aclaróle el físico—. Hay montada una civilización. Clima agradable, templado. Allí podrá trabajar con mayor eficacia. Todo cuanto necesite estará a su alcance, una buena secretaria…
—Necesitaré una buena plantilla de personal a mis órdenes —dijo Barlow, que había aprendido a costa de miles de tratos comerciales que nunca había que aceptar la primera oferta.
—Quiero decir una secretaria particular, confidencial… —dijo en seguida Tinny-Peete—. Pero puede tener tantas como desee. Si de veras tiene usted un plan realizable, todo cuanto necesite estará a su absoluta disposición. Será tratado con las máximas consideraciones.
—No olvidemos lo de la dictadura —recordó Barlow.
Ignoraba que el físico le habría prometido la divinización si lo hubiera deseado; todo, todo, con tal de meterlo voluntariamente en el "rocket" que había de trasladarlo al Polo. Tinyy-Peete no tenía ningún deseo de que lo destrozaran; sabía de sobra que terminaría así si la población se enteraba de que existía una pequeña élite que se consideraba cabeza rectora de los demás. No sería tenido en cuenta el hecho de esta superioridad y que la élite, por su capacidad de trabajo, se hubiese visto obligada a cargar con las más penosas labores del mundo.
El físico colocó finalmente a Barlow a bordo del "rocket", en el que viajaban unas treinta personas —personas de verdad—, que luego partió camino del Polo.
Barlow se sintió mareado durante todo el viaje como consecuencia de una sugestión hipnótica que Tinny-Peete plantó en él. Una idea era hacerle sentir la máxima aversión posible hacia un viaje de regreso y la otra ahorrar a sus compañeros de viaje su agresiva locuacidad.
Durante su primer día de estancia en el Polo, Barlow se sintió como cuando su primer día en el Ejército. Era la misma sensación de no saber dónde ir, qué hacer, de acostumbrarse al ambiente.
Cuando moría el día, se reclinaba cómodamente en un agradable alojamiento subterráneo, con los salvajes vientos polares soplando furiosamente yardas arriba, y empezaba a meditar sobre su situación.
Era igual que en los viejos tiempos, pensó. Ahora vendería a los lemings parcelas para edificar, a aquellos lemings ávidos de suicidarse, y eso sería todo cuanto había que hacer para resolver el Problema que traía de cabeza a aquellos estúpidos.
Naturalmente, ellos tendrían que cuidarse de casi todos los detalles, pero… ¡qué diablos!, para eso estaban sus subordinados. Necesitaría especialistas en publicidad, propaganda, ingenieros, técnicos en comunicaciones… ¿Sabían cosas sobre hipnotismo? Mejor que mejor.
Sólo venderles parcelas de terreno a los lemings…
Mientras le invadía el sueño su mente pensaba en la pobre Verna… ¡ella tendría que estar ahora a su lado para ayudarle! Era el negocio más grande, más estupendo jamás por él realizado… Verna… Aquel tipo sin escrúpulos llamado Sam Immerman sin duda que la habría estafado…
El siguiente día empezó con la visita de personas que tenían ganas de conocerle. Sabía bien la situación. Sólo deseaban poder serle útil. Deseaban conocer de boca de su ilustre visitante cosas del pasado, que por desgracia era algo oscuro en la historia y qué creía pudiera hacerse para resolver el Problema. Él les contestó que era demasiado viejo para dejar que le engañaran y que no obtendrían información alguna hasta que recibiera una carta solicitándolo al menos de parte del Presidente Polar, y que se convocara una sesión en el Congreso con suficientes poderes para nombrarlo dictador.
Consiguió la carta y la sesión. Presentó su programa y le preguntaron si no sentía remordimientos de conciencia por su dureza, y él les contestó que un trato era un trato y que quienquiera que no fuese capaz de defenderse a sí mismo no tenía derecho a la protección. No le importaba un ápice la suerte de los incapaces ni la de sus inteligentes esclavos; les había dicho su precio y sólo eso le interesaba.
¿Lo aceptaban o no?
El Presidente Polar ofreció resignar el cargo a su favor, con ciertos poderes temporales de emergencia que el Congreso votaría si él los consideraba necesarios. Barlow exigió el título de Dictador Mundial, absoluto control sobre las finanzas, salario a decidir por él, una inmediata campaña publicitaria y que en los libros de historia se escribiese sobre él, sin pérdida de tiempo.
—En cuanto a los poderes de emergencia —añadió— no deben ser ni temporales ni limitados.
Alguien pidió la palabra, expresando la esperanza de que tal vez Barlow modificaría sus demandas.
—Tienen ustedes mi propuesta —contestó Barlow—. No estoy dispuesto a ceder.
—Pero, ¿y si el Congreso no la acepta, señor? —preguntó el Presidente.
—Entonces pueden quedarse en el Polo y tratar de arreglárselas como puedan. Obtendré de los atrasados mentales cuanto me plazca. Un hombre tan astuto como yo no tiene por qué comprometerse. No tengo ningún competidor en esta era de estúpidos.
El Congreso debatió la propuesta y votó por aclamación. Barlow ganó por unanimidad.
—No saben ustedes qué cerca han estado de perderme —dijo en su primer discurso oficial ante las Cámaras—. No soy de los que ceden; o consigo lo que quiero o me marcho. Lo primero que quiero ver son los planos para un palacio nuevo para mí —un palacio lujoso, naturalmente— y que sus mejores escultores y dibujantes empiecen a trabajar en mis retratos y estatuas. Entretanto yo me ocuparé de seleccionar las personas que han de colaborar conmigo.
Despidió al Presidente Polar y al Congreso Polar, diciéndoles que ya les comunicaría cuándo debería celebrarse la próxima sesión.
Una semana después comenzó el programa, teniendo como primer blanco a Norteamérica.
La señora Garvy se hallaba descansando después de la cena. La televisión, naturalmente, estaba funcionando y en la pantalla aparecía el espacio comercial Perfume Asalto Criminal.
—Muchachas —decía una voz ronca—, ¿queréis a vuestro novio? Es tan fácil tenerlo a vuestro lado… tan fácil como un viaje a Venus.
—¿Eh? —dijo la señora Garvy.
—¿Qué pasa? —dijo el esposo, despertándose.
—¿Oíste eso?
—¿Qué?
—Dijo "tan fácil como un viaje a Venus". Creía que sólo había aquel rocket que se estrelló en la Luna.
—Bah, las mujeres no están al tanto de las noticias —contestó el señor Garvy con aplomo, sumiéndose de nuevo en el sueño.
—Oh —dijo la esposa desorientada.
Y al día siguiente, en el espacio Las Otras Mujeres de Henry, apareció un rostro nuevo: Buzz Rentshaw, "el más grande de los pilotos de rockkets con destino a Venus". La señora Garvy escuchaba asombrada con la taza de café enfriándose entre sus manos mientras Buzz echaba a rodar por los suelos sus nebulosas convicciones.
MONA: Querido, ¡Es tan maravilloso volverte a ver!
BUZZ: No sabes cuánto te he echado de menos en este monótono viaje a Venus. SONIDO: Caen las cortinas y se cierra la puerta con llave.
MONA: ¿Fue muy monótono, amado mío?
BUZZ: Olvidemos mi pasado trabajo, querida. Hablemos de nuestras cosas. SONIDO: Cruje una cama.
Bien, al menos ahora el programa se había vuelto normal. Aquella noche la señora Garvy intentó preguntarle a su esposo si estaba seguro de lo de los rockets, pero él estaba dormitando mientras en la pantalla presentaban Tómelo y quédeselo, de modo que se quedó contemplándolo y olvidó su quebradero de cabeza.
Se estaba todavía riendo de lo que había visto en el programa cómico ¿Lo quiere comprar por un cuarto? cuando apareció un espacio comercial anunciando el polvo detergente que ella usaba fielmente para lavar sus platos.
El anunciante desplegó montañas de espuma de una pequeña porción de artículo y luego dijo tímidamente: "Naturalmente, Cleano no se encuentra en cualquier sitio, al alcance de la mano, como ocurre con el jabón de raíz de Venus, pero es bastante barato y casi tan bueno como el otro. Para nosotros, las personas sencillas que no tenernos la suerte de poder vivir en Venus, Cleano es lo mejor que existe".
Luego el coro empezó a repetir su slogan de costumbre: "¡Cleano es lo mejor! ¡Cleano es lo mejor!", pero la señora Garvy no quiso escucharlo. Era una mujer tenaz, pero le ocurría que estaba verdaderamente muy enferma. No quería preocupar a su marido. Al siguiente día se fue a visitar al psicoanalista de la familia.
Ya en la sala de visitas cogió un ejemplar del día del Readers Pablum y lo dejó en seguida con el corazón palpitante. Los titulares decían: "El venusiano más memorable que he encontrado".
—El doctor la espera —anunció la enfermera, y la señora se introdujo en la oficina. Las tradicionales gafas y patillas fortalecían el ánimo. Ella dijo la frase ritual:
—Doctor, perdóneme, pues estoy neurótica. Él contestó el consabido:
—Cállate, pequeña. ¿Qué te pasa?
—Tengo como un agujero en la cabeza —balbuceó ella—. Parece que se me olvidan todas las cosas. Creo que todo el mundo sabe, menos yo.
—Bueno, eso le ocurre a todo el mundo de vez en cuando, querida. Te sugiero unas vacaciones en Venus.
El doctor miró boquiabierto a la vacía silla. Su enfermera entró en seguida y exclamó:
—¡Caramba, cómo escapó! ¿Qué le ha pasado? Él se quitó las gafas y patillas, meditativamente.
—No lo sé. Le dije que debería pasarse unas vacaciones en Venus.
Una sombra de duda pasó rápidamente por su rostro y buscó en los cajones de su mesa hasta que encontró un número de la publicación profusamente ilustrada a cuatro colores dedicada a su profesión. Había llegado aquella mañana y la había leído completamente, aunque dedicando especial interés a las ilustraciones. Se detuvo en la página encabezada por el artículo Ventajas del Planeta Venus en las Curas de Reposo.
—Aquí está —dijo.
La enfermera leyó los titulares.
—Claro que sí —convino—. ¿Y por qué no?
—Lo que les ocurre a estos neuróticos —decidió el doctor— es que se pasan la vida luchando contra la realidad. Que pase el siguiente.
Se volvió a colocar las gafas y las patillas y se olvidó de la señora Garvy y de su extraña conducta.
—Doctor, perdóneme, pero estoy neurótica.
—Cállate, pequeña. ¿Qué te pasa?
Como ocurre en muchas curaciones de desórdenes mentales, la señora Garvy consiguió su recuperación gracias en su mayor parte a un tratamiento personal. Se autodisciplinó arrancándose por sí misma la disparatada idea de que había habido sólo una nave espacial y que ésta había resultado un fracaso. Podía permanecer imperturbable en cualquiera reunión aunque el terna a tratar fuese la conveniencia de Venus como un lugar de reposo, con la fabulosa profusión de su flora. Finalmente se fue a Venus.
Todos sus amigos trataban de obtener pasaje en la Evening Star Travel y en la Real State Corporation, pero, naturalmente, la demanda era abrumadora. Se consideró muy dichosa por haber conseguido un pasaje para el crucero de verano de dos semanas. La nave espacial despegó de un lugar llamado Los Alamos, Nuevo Méjico. Era similar a todas las naves espaciales de la televisión y de las revistas ilustradas, pero más confortable de lo que cabía esperar.
La señora Garvy se sintió complacida al ver antes del despegue a los cincuenta y tantos pasajeros. Procedían de diversas partes del mundo y ella tenía la clara impresión de que eran personas talentudas. El capitán, un individuo alto, impresionante, de aguileño rostro y un nombre raro, Ryan y algo más, les dio la bienvenida a bordo y les deseó que tuvieran un viaje memorable. Lamentó no pudiera verse nada, ya que "debido a la estación meteorítica" tendrían que mantenerse cerrados los ojos de buey. Era lamentable, pero al mismo tiempo reconfortante, pues la Compañía no quería correr ningún riesgo.
Se notó alguna molestia lógica al despegar y luego dos monótonos días de viaje a través de los espacios, durante los cuales los pasajeros se entregaron al juego de cartas o de dados en el lounge. El aterrizaje fue algo rutinario y a los pasajeros les dieron unas pastillas para que quedaran inmunizados contra pequeñas dolencias.
Cuando las pastillas surtieron su efecto, abrióse la puerta y Venus estaba a su disposición.
Se asemejaba mucho a una isla tropical de la Tierra, excepto por la nubosidad del cielo. Pero contenía una cualidad extraterrestre que era intoxicante y maravillosa.
Los diez días de vacaciones estuvieron envueltos en una mágica bruma. El jabón de raíz, como se anunció, era espumoso y al alcance de la mano. Los frutos, la mayor parte de ellos especies tropicales transplantadas de la Tierra, deliciosos. Los sencillos refugios proporcionados por la Compañía turística eran más que adecuados para los suaves días y noches.
Y cuando los viajeros volvieron a embarcar en la nave sentían verdadera pena, y tomaron más pastillas para contrarrestar y esterilizar cualquier enfermedad de Venus que pudieran comunicar involuntariamente a la Tierra.
Las vacaciones son una cosa. La política, otra.
En el Polo, en una habitación a prueba de ruidos, se hallaba un hombre de baja estatura, sentado en una sencilla silla, el rostro mortalmente pálido.
En la Cámara del Senado Americano el senador Hull-Mendoza decía:
—Señor Presidente, caballeros: No estaría a la altura de mis deberes si no pusiera en conocimiento del augusto Cuerpo que veo una situación preñada de peligro. Como es bien sabido por los miembros de este augusto Cuerpo, la perfección de los vuelos espaciales ha traído consigo una situación que sólo puedo describir como altamente peligrosa. Señor Presidente, caballeros. Ahora que los rápidos rockets americanos atraviesan el vacío sideral entre este planeta y nuestro más próximo vecino planetario en el espacio, y caballeros, me refiero a Venus, la joya más brillante de la diadema de Vulcano, la estrella del atardecer…, ahora digo, quiero saber qué pasos se han dado para colonizar a Venus con una vanguardia de ciudadanos patriotas, con hombres como aquellos primeros luchadores de la revolución americana.
—¡Señor Presidente, caballeros! Hay en este mundo naciones, envidiosas naciones cuyos bajos niveles de vida e innata depravación les confiere una innoble ventaja sobre los ciudadanos de nuestra noble república.
—Este es mi programa: Sugiero sea elegida mediante sorteo una ciudad de 100.000 habitantes. A estos afortunados ciudadanos se les deben ceder las mejores tierras de Venus, libres de todo impuesto, para que las mantengan y las puedan dejar como herencia a sus descendientes. Y que el gobierno nacional les proporcione gratuitamente los medios necesarios para su traslado allí. Y que este programa continúe, ciudad tras ciudad, hasta que exista en Venus la suficiente vanguardia de ciudadanos para proteger en aquel planeta nuestros irrebatibles derechos.
—Se levantarán voces contrarias, pero las críticas capciosas nos son familiares. Dirán que no hay suficiente acero. Lo tildarán de mal negocio. Yo contesto que hay suficiente acero para que la población de una ciudad sea trasladada a Venus, y esto es cuanto se necesita. ¡Y cuando llegue la hora del traslado de la segunda población, la primera ciudad deshabitada podrá ser destruida para aprovechar de ella el acero necesario! ¿Es un mal negocio? ¡Sí, lo es! ¡Es el más glorioso mal negocio de la historia de la Humanidad! Señor Presidente, caballeros, no hay tiempo que perder… ¡Venus debe ser americano!
Black-Kupperman, en el Polo, abrió los ojos y dijo con voz débil:
—El estilo fue un poco escabroso. ¿Cree usted que alguien lo notará?
—Lo hizo usted bien, muchacho, bastante bien —le aseguró Barlow. El proyecto de Hull-Mendoza se hizo ley.
En el Polo Sur las máquinas tractoras estaban trabajando continuamente y las acererías de Pittsburgh mandaban millones de planchas de acero al espaciopuerto de Los Álamos, del Evening Star Travel y de la Real State Corporation. Iba a ser Los Angeles, por razones logísticas, y los tres mejores psiconéticos fueron a Washington y se mezclaron con la gente durante el sorteo para asegurar que la cápsula de Los Angeles se metiera entre los dedos del superchero senador.
En Los Ángeles gustó la idea y en el desierto floreció una selva de espacionaves. No eran muy buenas naves espaciales, pero no tenían por qué serlo. Paro lo que tenían que servir eran más que suficientes.
En el Polo, bajo la dirección de Barlow, trabajaba un equipo de correos. Era necesario que hubiera un intercambio de correspondencia entre Venus y la Tierra para evitar la menor sospecha. Por fortuna Barlow recordó que el problema había sido ya resuelto anteriormente por Hitler. Familiares de personas incineradas en Lublín, o Majdanek, continuaron recibiendo optimistas tarjetas postales.
En la fecha fijada de antemano, entre tremendos reportajes de televisión, noticiarios cinematográficos y prensa, se llevó a efecto el despegue de Los Ángeles. El mundo aplaudió a los valientes angelanos que partían en su patriótico viaje a la tierra de la leche y miel. La selva de espacionaves se elevó rugiente, hacia arriba, hacia arriba, hasta que se perdió de vista. Miles de millones de personas envidiaron a los angelanos, aunque el viaje lo hiciesen apiñados y sin muchos alimentos.
Buscadores de acero procedentes de San Francisco, cuya cápsula quedó en segundo lugar en el sorteo, acudieron a la ciudad de Los Angeles, inmediatamente, para llevarse el acero que en ella había para emplearlo en su propio viaje.
El presidente de Méjico, alarmado hipnóticamente por la extensión del imperialismo americano más allá de la estratosfera, lanzó su propio programa de colonización de Venus.
Al otro lado del océano, Inglaterra competía con Irlanda, Francia con Alemania, China con Rusia, India con Indonesia, en sus programas de colonización de Venus. Y diariamente, cientos de naves espaciales se elevaban al cielo alimentadas por el fuego de antiguos odios.
Querido Ed: ¿Cómo te encuentras? Sam y yo estamos perfectamente y deseamos que tú también estés bien. ¿Se está tan bien ahí con comida y cosas que crecen en los árboles? Ayer estuve en Springfield y de verdad que da pena ver los edificios destrozados, pero, naturalmente, es conveniente si tenemos que mantener a raya a nuestros vecinos fronterizos. ¿Tenéis algún problema con ellos en Venus? Escríbeme de vez en cuando. Tu hermana que no te olvida, Alma.
Querida Alma: Me encuentro perfectamente y espero que tú también lo puedas decir. Aquí es un lugar magnífico, con buen clima y vida fácil. El médico me dijo hoy que parece que tenga diez años menos. Cree que hay algo en este aire que mantiene más joven a la gente. En South Bay sé de una pequeña isla que reservo para ti y Sam, con muchos árboles frutales y arbustos de jamones. Esperando verte pronto, a ti y a Sam, tu hermano que te quiere, Ed.
Sam y Alma emprendieron pronto el viaje. (Y como ellos, muchos miles más.)
Black-Kupperman realizó un trabajo final con el Presidente Hull-Mendoza, el último servicio que el genio del hipnotismo haría con un incapacitado mental, importante o no.
Hull-Mendoza, presa del pánico en su presidencia sobre una nación que se estaba deshabitando, se unió a sus ministros. El Independence, a bordo del cual viajaba el gobierno de América, era el más perfecto de los navios espaciales, más grande, más confortable, con un lounge hermoso, aunque demasiado lleno de gente, y con roperos para los senadores y representantes. Fue, sin embargo, al mismo lugar donde los otros y Black-Kupperman se suicidaron, dejando una nota que decía "que no podía vivir con su conciencia".
Al día siguiente de la partida del Presidente americano, Barlow estalló iracundo. Se suponía que por su mesa habían de pasar todos los documentos importantes concernientes al Probpopact y esto… ¡esta ultrajante cosa… llamada Probpopact, había pasado al ejecutivo sin que él pudiera echarle una sola ojeada!
Llamó furioso a su estadístico, Rogge-Smith. Rogge-Smith parecía ser el causante de todo.
Mientras Rogge-Smith estaba en la puerta, Barlow espetó:
—¿Qué significa esto? ¿Por qué no se me ha consultado? ¿Hasta dónde han llegado ustedes y por qué han hecho esto que yo no he autorizado?
—No quisimos molestarle, Jefe —afirmó Rogge-Smith—. No se trataba realmente de un asunto técnico, sino de dar un toque final. ¿Quiere verlo terminado?
Apaciguado, Barlow siguió a su estadístico abajo, al corredor.
—Sin embargo, no tenían que haber hecho nada sin mi consentimiento —gruñó—. ¿Dónde demonios habrían ido a parar ustedes sin mi ayuda?
—Tiene usted razón, Jefe. Nosotros solos no podríamos haber resuelto nada; nuestros cerebros no trabajan como el suyo. Y todo eso que sabe usted de Hitler… no se nos hubiera ocurrido a nosotros. Pobre Black-Kupperman.
Al final de una ligera rampa había una sala de máquinas bastante espaciosa. Hacía frío en ella. Rogge-Smith pulsó un botón y un motor se puso en marcha, y la luz polar penetró con sus rayos en la sala al paso que el techo se abría lentamente. Apareció a la vista una pequeña astronave con la puerta abierta.
Barlow abrió la boca asombrado cuando Rogge-Smith le cogió de un brazo y vio a sus otros muchachos: Swenson-Swenson, el ingeniero; Tsutsugimushi-Duncan, el encargado de las propulsoras; Kalb-French, el publicista.
—Métase dentro, Jefe —ordenó Tsutsugimushi-Duncan—. Esto es el Probpopact.
—¡Pero yo soy el dictador mundial!
—Así es, Jefe. Figurará usted en la Historia, desde luego… pero esto es necesario. Lo siento.
Cerróse la puerta. La aceleración empujó a Barlow cruelmente contra el metálico suelo. Algo roto, cálido, húmedo y de salino gusto bajó desde su boca hasta la barbilla. La luz polar que se filtraba por el ojo de buey convirtióse súbitamente en una fiera lanza que apuñalaba sus ojos; se hallaba fuera de la atmósfera.
Retorciéndose en el suelo, destrozado por la aceleración, Barlow se dio cuenta de que algunas cosas no habían cambiado, de que el crimen se paga finalmente…
Lo último que aprendió fue que la muerte es el final del sufrimiento.