HACIA LAS ESTRELLAS - Edmond Hamilton
CAPÍTULO I
CARLIN era el único de los cuatrocientos pasajeros del «Larroon» que odiaba los viajes a las estrellas y todo lo concerniente a los astros. Ya estaba cansado del crucero y de todo lo que había a bordo. ¡Un puñado de imbéciles charlatanes! Por enésima vez desde que salió de Canopus, se dijo a sí mismo que había sido un imbécil mayúsculo, por haber hecho caso al sicoterapista que, le había recomendado aquel viaje.
Una muchacha rubia procedente de Altair Cuatro llegó hasta él a través del pasillo y le dedicó una sonrisa, que era una más de las que le habían dedicado a Laird Carlin las otras turistas femeninas. Laird Carlin era un hombre alto, moreno y con facciones duras que atraían al sexo femenino.
—¡Oh! Señor Carlin, los altavoces han comunicado que estamos a ocho horas solamente del Sol, por la noche estaremos en la Tierra. ¿No es maravilloso?
—No veo qué pueda tener todo eso de maravilloso —dijo Carlin desabrido.
La muchacha quedó un poco confundida.
—¡Pero si es la Tierra! Toda la historia antigua que estudiamos en las escuelas relacionada con los primeros hombres que llegaron desde allí hace dos mil años. ¡O tal vez fue dos mil cien!
Decía todo aquello con un timbre especial de voz y con gestos anteriormente estudiados.
—Solamente hay que pensar que todos nosotros procedemos de estrellas diferentes y mundos diferentes, y que sin embargo, nuestros antepasados vivieron en ese pequeño mundo llamado Tierra, que según dicen no ha cambiado mucho desde entonces. ¿No cree usted que es formidable?
Carlin no veía nada de formidable en todo aquello. Y así se lo manifestó a la muchacha.
La muchacha demostraba su nerviosismo.
—Entonces para qué va usted a la Tierra.
¿Sí, por qué? Se preguntaba Carlin a sí mismo. Por qué demonios no estaba allá en su propia Galaxia a la cual pertenecía, dedicándose a sus negocios y al control de la línea Albol Seis y pasando su vida en la ciudad del Sol con Nylla.
Nylla. Pensó en ella, en su alegría, en su humor burlesco, en su fría belleza, en su inteligencia despierta y rápida.
¿Qué estaba haciendo él allí? Con aquel puñado de turistas que no tenían más cerebro que un pájaro y que buscaban el color y la luz en un viejo y olvidado mundo.
Esta parte de la Galaxia era un área medio muerta.
Tenía que haber dejado de lado a aquel sicoterapista. Pero cómo podía haber sido tan estúpido para escuchar a aquel tipo. Aquel pequeño Arturiano de ojos brillantes que le había sonreído mientras decía a Carlin cuál era su enfermedad.
—¿Mareo estelar? —había preguntado Carlin— ¿que quiere decir usted con eso de mareo estelar? he hecho el viaje a Albol diez veces en los últimos tres meses.
El sicoterapista había asentido.
—Sí, y fue otras tantas excesivo. Usted ha tenido mucho trabajo durante largo tiempo, señor Carlin.
Antes de que Carlin pudiera protestar el otro hombre le había explicado su dossier.
—Tengo aquí el disco que gravé de sus respuestas. Nacido en Aldebarán hace treinta y cuatro años. Graduado a los veintidós en la Universidad de Canopus con el grado de Ingeniero Cósmico. Trabajó desde entonces en los aeropuertos del espacio, para las líneas estelares entre Rigel, Sharak, Tibol, Albol y otras estrellas.
El sicoterapista le miraba gravemente.
—La cuestión es que usted se ha pasado el cincuenta por ciento de su tiempo en los últimos ocho años entre las naves estelares. El promedio ha sido de un setenta por ciento desde que se hizo cargo de la nueva línea de Albol. Y eso es mucho tiempo en el espacio para cualquier hombre. Nada tiene de extraño que tenga usted mareo estelar.
—Pero demonios, si yo no tengo mareo estelar —explotó Carlin—. ¿Qué clase de terapista es usted? Vine aquí para que me hiciera un tratamiento completo de un síndrome de fatigas reflectivas y ahora me habla de mareo estelar.
El arturiano movió la cabeza:
—Su caso era simple superficialmente, señor Carlin. Pero la hipnosis mostró su enfermedad sin lugar a dudas. ¿Quiere escuchar el disco?
Carlin lo escuchó. Y no era muy bonito por cierto. No era bonito oír aquella hipnosis liberada del subconsciente, mostrando un odio sin par al espacio y a las naves estelares y a todo lo que estuviese conectado con ellas.
—Ve —dijo el arturiano— esto ha ido construyéndose dentro de usted durante mucho tiempo.
Carlin estaba anonadado. Había oído hablar de otros hombres que habían manifestado el mareo estelar y se habían visto obligados a abandonar su trabajo y a dejar los viajes espaciales durante algún tiempo. Pero esos eran otros hombres de los cuales siempre se había reído.
El Sicox podía declarar que era perfectamente natural para un hombre, desarrollar una versión subconsciente hacia el espacio si desarrollaba mucho trabajo en el mismo. Después de todas las conjeturas hechas acerca del mareo estelar, ahora resultaba que él lo poseía.
—Tendrá que abandonar su trabajo y permanecer ausente de las cosas espaciales durante algún tiempo —dijo el terapista arturiano.
Carlin se sintió enfermar.
—Entonces todo mi trabajo en la construcción de la línea de Albol irá a parar a las manos de Brewer.
De todos modos, pensó al cabo de un momento, tal vez no fuese tan malo. Tal vez fuese mejor trabajar en la línea principal del Canopus II y de ese modo tendría más tiempo para estar con Nylla.
Pero el sicoterapista sacudió la cabeza al oír cómo Carlin expresaba su decisión.
—No, señor Carlin. Su caso es muy peligroso. Su subconsciente está enmarañado y hecho un ovillo que será muy difícil deshacer. —Dudó un momento, como si pensase en la reacción que sus palabras provocarían—. En realidad sólo hay un medio en que usted se puede formalizar. Es el tratamiento terrestre.
—¿Tratamiento terrestre? —Carlin no sabía a qué se refería— ¿Se refiere usted a algún tratamiento que tiene algo que ver con el viejo planeta de al otro lado de la Galaxia?
El arturiano asintió:
—Sí, a nuestro planeta ancestral, la Tierra, de donde llegó nuestra raza hace dos mil años, es donde irá usted para permanecer en él durante un año.
Carlin no supo qué responder a aquella sugerencia formulada con entera decisión.
—Dice que yo vaya a la Tierra durante un año. Pero... ¿está usted loco? Por qué tengo que ir allí.
—Porque... —dijo el terapista con soberbia—, porque si usted no lo hace, me temo que no durará otros seis meses como ingeniero de las líneas estelares.
—¿Por qué no puedo descansar aquí en Canopus II? —preguntó Carlin—. ¿Por qué enviarme a aquel planeta olvidado, donde no hay nada excepto unos cuantos monumentos históricos?
—Usted no ha estado en la Tierra, ¿verdad? —Preguntó pensativamente el sicoterapista.
Carlin hizo un gesto de impaciencia.
—No me interesa en absoluto la historia antigua. Toda esa parte de la Galaxia no es más que agua pasada por molino.
—Sí —dijo el experto— ya lo sé. Pero viejo, pequeño y olvidado como lo es en estos días, la Tierra es aún importante.
—Para los historiadores —se apresuró a explicar Carlin—. Para las gentes a quienes les gusta hurgar en el polvoriento pasado.
El arturiano asintió y se encogió de hombros.
—Y para los sicólogos —dijo rápidamente— la mayor parte de la gente de estos días no se da cuenta de esto. No se dan cuenta de que nosotros, todos nosotros, no somos en realidad nada más que hombres terrestres. —Levantó la mano en señal de protesta—. ¡Oh!, ya sé que no pensamos así, de este modo, de nosotros mismos. Desde que los primeros pioneros terrestres saltaron a sus planetas vecinos y luego a las estrellas, desde que nuestra civilización se extendió por toda la Galaxia, un centenar de generaciones nuestras han nacido en diferentes mundos estelares desde Rigel a Fomalhaut. Pero excepto por modificaciones locales, el tipo de la humanidad ha persistido, desde que nuestros antecesores abandonaron hace mucho tiempo la Tierra y el Sol.
»Eso es porque hemos alterado las condiciones del mundo estelar para favorecernos a nosotros mismos, en lugar de adaptarnos a aquellas condiciones. Hemos cambiado las atmósferas, las gravedades, todo, donde quiera que hayamos ido. Nos hemos conservado en una raza, un tipo. Pero es un tipo que está todavía bajo la influencia del viejo planeta terrestre como norma y módulo.
—Y todo eso explica el porqué yo tenga que abandonar mi trabajo y mandarme a vivir en una reliquia, durante un año —preguntó furioso Carlin.
—Sí lo explica —replicó el arturiano ahora somos una raza de viajeros estelares. Si nos afanamos mucho en nuestros trabajos y viajamos mucho, notamos una revulsión y nos sentimos azotados por el mareo estelar. Por tanto, la única cura es el descanso para el espíritu de los que no lo tienen completamente normal. Y la normalidad completa, para nosotros, descendientes de los terrestres, es... la Tierra.
Carlin estalló. Quiso llevar su resistencia hasta el último momento.
Entonces el sicoterapista le venció.
—He hablado a la línea de navegación de las estrellas a la cual perteneces, del test psicológico que hay impreso en el disco. No se te permitirá trabajar hasta que no estés curado.
Y por esto, pensaba amargamente Carlin, se hallaba ahora en su butaca sobre el «Larroon» mientras los turborreactores lanzaban sus potentes chorros al espacio dirigiéndose hacia el Sol.
—¿Un año? —pensó con impotencia—. ¿Un año metido en ese agujero? Me daría lo mismo morir.
El sicoterapista le había dado la esperanza, que tal vez no tuviese que estar allí un año, pues algunos casos de enfermedad estelar respondían rápidamente al tratamiento terrestre. Pero incluso unos cuantos meses le parecían a Carlin una eternidad.
Los pasajeros del «Larroon» estaban apoyados sobre el muro transparente de la nave. La Tierra se alzaba a su vista. Y esas gentes —hombres, mujeres, bronceados por el Sol de Canopus—, estaban mirando con una curiosidad intensa y ansias de llegar a aquel mundo.
Carlin miró también. El Sol, al frente, era un Sol amarillo y pequeño. Su órbita era inexpresiva a los ojos que antes habían mirado a Antares y Altair.
Los planetas que habían a su alrededor eran tan pequeños, que Carlin apenas podía descubrirlos. Recordó los nombres casi olvidados de la Historia Antigua. Saturno, Júpiter, Marte. Y al final de todos debía de estar la Tierra.
—¿No es bonito? —murmuraba una mujer gruesa al lado de Carlin. ¡Me parece espléndido!
Un hombre joven procedente de Nizar Ceden quiso dejar patente sus conocimientos.
—Ese satélite que se ve allá a lo lejos es la Luna, su luna.
—La Luna es casi tan grande como el pequeño planeta —exclamó alguien riendo.
Carlin se dio cuenta de que aquella charla le ponía nervioso y se fue a otro lado de la embarcación. Todo permanecía en silencio mientras observaba como el «Larroon» se abría paso en el espacio casi sin emitir ningún sonido y dirigiéndose hacia el pequeño planeta.
Aquello se le hacía ridículo. Y sin embargo, tenía que estar allí durante un año. Se sentía desmoralizado.
—Dicen que ahí se pueden comprar los más maravillosos recuerdos —dijo uno de los turistas, y su voz llegó hasta Carlin.
Carlin hizo un gesto de desprecio; tenía ganas de llegar a la Tierra aunque sólo fuera para separarse de aquel grupo de imbéciles charlatanes.
Se dio cuenta de que su nerviosismo era en extremo poco razonable. Debía ser el resultado de su enfermedad estelar, supuso.
—Aterrizaremos dentro de diez minutos —dijo uno de los altavoces de la nave.
La fuerza de desaceleración que había dentro de la nave les tenía sumidos en una presión constante a medida que iban avanzando hacia la Tierra. Los generadores de alta propulsión se oían cada vez más fuerte.
No obstante, todo era confortable a medida que el «Larroon» descendía hacia el pequeño planeta. El aire de la atmósfera silbaba en el exterior de la embarcación. Estaban atravesando un cinturón de nubes.
—Es la ciudad de New York —gritó alguien— la ciudad más antigua de la Galaxia.
CAPÍTULO II - LA CIUDAD ANTIGUA
Carlin miraba con ojos escrutadores el Panorama que se divisaba por debajo de ellos. Había un océano azul que se extendía hacia el este, sobre una costa larga y verde, y una isla cubierta por grotescos edificios a un extremo de la antigua ciudad.
Esa antigua ciudad llamada New York, que era como un recuerdo del pasado primitivo.
—¡Es como la ciudad de uno de esos cuentos maravillosos! —exclamó una muchacha riendo—. Y qué vieja parece.
¿Vieja? Sí. Lastimosamente vieja, como si se esforzara por mantener su decaída dignidad.
La ciudad parecía solamente ocupada en su mitad, con verdes extensiones en el centro, en cuyos alrededores se levantaban gigantescas torres. El aeropuerto del espacio se veía a alguna distancia hacia el norte, y parecía pequeño e inadecuado para cualquiera de los mundos decentes. Carlin no podía creer que aquello fuese un aeropuerto del espacio, por su insignificancia y sus edificios en reparación.
El «Larroon» aterrizó. Carlin esperó hasta que aquella manada de turistas inquietos hubo descendido y luego salió a la luz del Sol. Miró a su alrededor sin ningún interés. Aterrizar en un mundo nuevo no era para él ninguna novedad.
Por un momento le sorprendió el aire que respiraba. Dulce, muy dulce, tan ligero y tan bueno. Era un aire estimulante que llenaba los pulmones. De pronto se dio cuenta del motivo. En toda la Galaxia los descendientes de los terrestres habían acondicionado atmósferas planetarias que más o menos querían aproximarse a la composición de la atmósfera terrestre. Miró a su alrededor con incertidumbre. Los turistas eran conducidos por sus guías a unos de los monumentos al otro extremo del aeropuerto del espacio pero, sinceramente, él no tenía ningún deseo de seguirles.
El sicoterapista le había dicho:
—Viva de un modo tan natural y tan ordinario como pueda vivir un terrestre. Si lo hace así su cura será más rápida y lo mejor que puede hacer es buscar un alojamiento típico terrestre si logra encontrarlo.
Carlin se preguntaba dónde podría encontrar tal alojamiento. Había unos cuantos terrestres, hombres del espacio, oficiales del puerto y de otros cargos y les preguntaría a uno de ellos. Había encontrado terrestres anteriormente, pues muchos de ellos tenían negocios en el espacio. La verdad es que a Carlin no le gustaban mucho. Vio a un hombre un tanto altivo, taciturno y fuerte cerca de él y se le aproximó, preguntándole:
—¿Me podría decir dónde podría encontrar alojamiento por estos alrededores?
El terrestre contempló a Laird Carlin con ojos enemistosos al mismo tiempo que escrutaba cada uno de los detalles de su apariencia, deduciendo que era un extranjero.
—Pues no —respondió aquel tipo fríamente—, no sé dónde podría encontrar alojamiento un extranjero por estos alrededores.
Carlin dio media vuelta con gesto de rabia por la manera de contestar de aquel individuo.
¡Estos condenados terrestres! Viviendo aquí en un mundo viejo, retrasado, que se resiente del progreso y de la prosperidad de otros grandes mundos estelares, y que califican a todo el mundo menos entre ellos, de «extranjeros». Y con los cuales tengo que convivir durante un año, pensó amargamente.
Se puso en camino para cruzar el aeropuerto del espacio, cuando se dio cuenta de que había un edificio con media docena de cruceros de Control aparcados y en el muro un emblema del Consejo de Control. Tal vez allí encontrase algo de lo que buscaba.
El puerto del espacio se le hacía extraño a los ojos de Carlin. Unas cuantas naves estelares, todas ellas de construcción antigua excepto el «Larroon» y unas cuantas naves interplanetarias pequeñas, y unos trabajadores merodeando a su alrededor. Esto era todo. Hasta el más pequeño mundo de las grandes estrellas se sentiría avergonzado de tener dicho aeropuerto. Aquel Sol amarillo que halló a su llegada a la Tierra, tenía una tibieza que le decepcionaba. Carlin se sentía cansado al caminar, después de los días de gravedad artificial en la nave, se detuvo al llegar frente a una pequeña nave interplanetaria.
Dos terrestres estaban inspeccionando a su alrededor, uno de ellos era un hombre fuerte de facciones coloradas, y el otro algo más joven que su compañero. Carlin les hizo la misma pregunta que al anterior.
El hombre de rostro colorado respondió con la misma hostilidad que el primero a quien se dirigiera.
—No encontrará alojamiento en estos contornos. Mejor será que vaya con el resto de los que llegaron con usted. Existe un gran hotel para turistas en la ciudad.
Carlin soltó una imprecación:
—¡Condenado! Yo no soy un turista. Yo soy un ingeniero que he sido enviado aquí por un sicoterapista loco para que pase un año en la Tierra. Y Dios sabe por qué.
El más joven de los terrestres miró a Carlin con detenimiento. Poseía un rostro más bien delgado y agraciado y con ojos inteligentes.
—¡Oh! Un hombre que viene a hacerse el tratamiento terrestre —dijo— Siempre Vienen algunos. —Luego preguntó con interés: ¿Es usted ingeniero cósmico? ¿Le Importaría decirme de qué campo?
—Jefe supervisor de las líneas de naves estelares —contestó Carlin— eso quiere decir que construyo puertos espaciales y establezco las rutas entre los mundos estelares.
—Ya sé lo que quiere decir —asintió tranquilamente el hombre. Dudó e hizo un gesto con la frente como si estuviese sopesando algo. Luego, como si de pronto se hubiese decidido continuó: —Yo soy Jonny Land. Creo que podremos encontrarle alojamiento si no le importa no estar muy confortable.
—¿Acaso quiere insinuar usted que iría a su propia casa? —preguntó con duda Carlin—. ¿Dónde está?
Jonny Land señaló con el dedo hacia el lado oeste del aeropuerto del espacio.
—Allá, al otro lado. No hay más que mi abuelo, mi hermano, mi hermana y yo, y tenemos una habitación de sobra.
El hombre colorado hizo un gesto de protesta.
—¿Jonny, pero en qué demonios estás pensando? No querrás meter a este tipo en tu casa.
La violencia de la protesta no hizo mella en Carlin a pesar de la hostilidad demostrada hacia los extranjeros.
Jonny Land respondió convencido de su proposición:
—Lo haré Loesser —luego miró a Carlin—. ¿Bueno, qué dice usted? Le advierto que no encontrará el confort de los grandes apartamentos del mundo estelar.
—No esperaba encontrarlos —respondió Carlin con aire fatigado. Se encontraba cansado por el viaje y por el aspecto descorazonador que le ofrecían las gentes donde él había ido a vivir, durante un año, y por la franca enemistad que le mostraban. Al fin accedió:
—De acuerdo. Mi nombre es Laird Carlin.
—Si trae sus equipajes yo se los llevaré—, sugirió Jonny Land—. Tengo una furgoneta, nos encontraremos en el terminal.
Carlin llegó hasta el terminal con sus maletas encontrando al joven que le esperaba junto a la furgoneta un tanto anticuada.
Loesser, el joven de rostro colorado, estaba de pie mirando de un modo un tanto iracundo y con expresión de protesta por la actitud que llevaba a cabo su compañero. Carlin llegó a oír aún unas cuantas palabras.
—Y lo echarás a rodar todo si acoges a ese tipo en tu casa —decía con violencia—, ¿cómo puedes saber que no es un espía del Control?
—Yo sé lo que estoy haciendo Loesser —repitió Jonny Land con firmeza.
Interrumpieron la conversación en cuanto vieron llegar a Carlin. Loesser le miraba de un modo descarado y hostil mientras subía a la furgoneta.
La vieja máquina se dirigió hacia el este, con un ruido en su aceleración que parecía iba a estallar el motor de un momento a otro.
Carlin se preguntaba a sí mismo, qué era lo que los terrestres podían temer del Control. ¿Contrabando tal vez? No le importaba demasiado. Tenía calor, estaba cansado, lleno de polvo y disgustado con la Tierra.
La carretera de hormigón que se dirigía hacia el oeste parecía tener varias centurias de antigüedad. La ingeniería que se había dedicado a ella parecía tímida por las curvas que tomaba en las colinas en lugar de cortar directamente entre ellas, por los puentes que se alzaban entre los pequeños ríos en lugar de hacer una especie de trampolín sobre los mismos. La furgoneta tenía dificultades para subir algunas pendientes. Su motor zumbaba de un modo ruidoso aunque no llegaba a detenerse.
Carlin miraba hacia el encendido horizonte.
Le parecía extraña aquella vegetación que rodeaba el paisaje.
Ninguna de las casas que se extendían alrededor de la carretera gustaban a Carlin. Casi todas ellas estaban construidas de hierro, escondidas entre árboles y flores, y tras ellas, los tanques que se usaban en las granjas hidropónicas. La fermentación y cultivo hidropónico era tan antiguo y estaba ya tan en desuso, que pensó que con toda seguridad había ya desaparecido de toda la Galaxia. ¿Qué era lo que les ocurría a esta gente que no llegaban a sintetizar sus alimentos como hacían los otros?
Entre tanto, el joven Jonny Land comentaba:
—¿No había estado usted nunca aquí? La Tierra le debe parecer un tanto extraña.
Carlin se encogió de hombros:
—Está bien creo. Pero no puedo comprender cómo las gentes de este planeta puedan permitir que vaya de este modo. Por qué no se han extendido, en lugar de quedarse arrinconados en ciudades arcaicas como la que dejamos a nuestra espalda.
El joven terrestre respondió despacio, con su mirada puesta en la carretera.
—La respuesta a todo esto es muy simple. Se puede decir en una sola palabra. Y esa palabra es «poder». Simplemente lo que ocurre es que no tenemos suficiente poder en la Tierra para poder formar un planeta en las condiciones idénticas a las de los mundos estelares, y poder ir de un lado a otro sin importar las distancias como ocurre en esas estrellas.
—El poder atómico es una cosa fácil de producir aquí —comentó Carlin.
—Sí, si se tuviese cobre —replicó Jonny Land—. Si se tuviese cobre suficiente y abundante se podría hacer un jardín o un edén de este mundo y se podría ir de un lado a otro y extenderse por los sitios más maravillosos en vuelos más rápidos. Se podría abandonar el cultivo hidropónico y sintetizar nuestros alimentos, y convertir esos lagos en comida y en naturaleza como tienen ustedes en los mundos estelares.
—Pero nosotros tenemos poco cobre. La Tierra y sus planetas hermanos, carecen de ello. Hubo tiempo en que tuvimos mucho, pero ahora no y resulta económicamente imposible sacar cobre en cantidades suficientes de las otras estrellas. Es por esta razón que no tenemos suficiente poder y somos incapaces de progresar.
Carlin no hizo ningún otro comentario.
Tampoco le interesaba mucho. Lo único que le preocupaba era el tiempo que debía de permanecer en este planeta.
El Sol le quemaba el cuello puesto que la vieja furgoneta carecía de techo. La dulzura del aire había perdido aquel mágico sabor del primer momento, y ahora respiraba perfectamente.
—Esta es la casa —dijo Jonny Land metiendo el coche en la parte interior del jardín. El corazón de Laird Carlin tuvo un sobresalto. Era como las otras casas que había visto. Una casa de estructura de hierro rodeada de árboles excepto por el lado que bordeaba el valle. Los tanques hidropónicos se veían más allá de los árboles. Siguió al joven hacia una recogida y fría sala de estar. Parecía una estancia antigua, con sus ridículas cortinas en las ventanas. y bombillas de Kriptón en el techo y mobiliario de madera.
Jonny Land había estado haciendo comentarios y dando explicaciones en voz baja a otras dos personas que habían en el extremo de la habitación. Eran un hombre viejo y una muchacha que se acercaron.
—Este es Gramp Land, mi abuelo —dijo Jonny al presentarles— y ésta es mi hermana Marn.
El viejo miró a Laird Carlin de un modo inquisitivo y extendió su mano escuálida hacia él para saludarlo de un modo que Carlin consideró pasado de moda.
—¿Usted viene desde Canopus, no es así? —preguntó—, pues está muy lejos. Hace muchos años que estuve allí, cuando yo hacía la ruta del espacio. Mi hijo mayor Harp estuvo muchas veces, cuando hacía viajes entre los espacios estelares.
La muchacha llamada Marn lo miraba con cierta duda y encogimiento mientras murmuraba unas palabras de bienvenida a Carlin. Parecía como si su llegada les hubiese molestado.
Era una muchacha más bien pequeña, con una melena de pelo cuidadosamente peinado hacia atrás. Sus ojos eran muy azules y vestía de un modo que a los ojos de Carlin le pareció ridículo y pasado de moda.
—Espero que se encuentre a gusto aquí, señor Carlin —dijo con cierta timidez—, nunca hasta ahora tuvimos un huésped. No comprendo el motivo que impulsó a Jonny a sugerirle que viniese a nuestra casa.
Un ruido en la puerta cortó la conversación y la muchacha miró hacia allí quedando como preocupada.
—Es mi hermano Harp.
Harp Land era un muchacho que más bien parecía un gigante, con ojos azules como la muchacha, que miraban a Carlin con más que aparente hostilidad. Jonny se le acercó inmediatamente y le explicó con brevedad la presencia de Carlin.
—Va a quedarse con nosotros durante un tiempo Harp.
La reacción de Harp Land fue violenta:
—¿Pero es que te has vuelto loco, Jonny? —preguntó—. No podemos tenerlo entre nosotros.
Disgustado, Carlin hizo ademán de marcharse, pero Jonny Land le detuvo con un gesto. Había una fuerza tranquilizadora e insospechada en su rostro, mientras hablaba en voz baja a su hermano.
—Se va a quedar, Harp. Ya hablaremos de ello más tarde.
Harp Land no contestó y miró a Carlin que no se encontraba a gusto en aquella situación.
Aquellos primitivos terrestres que siempre sospechaban de todo, disputaban ahora por el privilegio de que se quedara o no en aquella grotesca y antigua casa. Como si él tuviese mucho deseo de quedarse; pues al contrario, de ser posible no hubiera permanecido allí ni un minuto más.
—Estoy muy cansado —dijo gravemente— si quisieran enseñarme dónde está la habitación desearía descansar un rato.
Marn lanzó una exclamación a modo de excusa:
—¡Oh!, lo siento. Claro que tiene que estar cansado. Venga conmigo, señor Carlin.
La muchacha subió la escalera. No había ascensor interior, sino unas antiguas escaleras que subían a la parte alta del piso. La habitación a la cual le condujo la muchacha era tan mala como había sospechado.
Era limpia, naturalmente, como una tacita de plata, pero parecía más bien un museo que un dormitorio a los ojos de Carlin. No había refrigeración y sólo unas ventanas cubiertas con visillos a ambos lados. No había siquiera el más simple video.
La muchacha no se excusó por ello, pues ni siquiera lo consideraba necesario.
—Le subiremos sus equipajes después de cenar —le dijo antes de marcharse.
CAPÍTULO III - VIEJO PLANETA
Cuando Marn se hubo marchado, Carlin se quedó con los ojos cerrados sobre el lecho. Estaba sufriendo la reacción natural de un viaje tan largo. Sin lugar a dudas prefería sufrir el mareo de las estrellas. Hacía mucho tiempo que ningún viaje le había producido una reacción como la de ahora.
Pero no se debía al viaje en sí, sino tal vez al mundo que durante un año tenía que soportar. Cómo iba a vivir allí durante largos meses.
El eco de una voz malhumorada llegó hasta él desde el piso inferior de la casa. Reconoció la voz de Harp Land.
—...¡Y si el Control de Operaciones descubre lo que estamos haciendo!
Hubo un murmullo de voces y luego la discusión se detuvo. Carlin recordaba lo que había oído decir a Loesser en el aeropuerto del espacio.
¿Qué era lo que estaban haciendo aquellos hombres de la Tierra que tan secretamente querían ocultar? Debía ser algo que infringiese las leyes del Consejo de Control gobernadas por la Galaxia, pues de otro modo no temerían ser descubiertos por el Control de Operaciones.
Cuando Carlin descendió para cenar, esperaba una hostilidad manifiesta por parte del hermano mayor, pero Harp Land murmuró una bienvenida cortés, de una manera un tanto civilizada, de donde Carlin dedujo que se había sobrepuesto a las protestas que antes manifestara.
Carlin miró con cierto desmayo la comida que tenía ante él. En lugar de unas mermeladas sintéticas y líquidas a las que estaba acostumbrado, la comida se servía de manera que más bien parecía corresponder a un estado primitivo y bárbaro. Vegetales cocidos, huevos al natural, leche natural, todo natural.
Comió lo que pudo, que fue muy poco por cierto.
Gramp Land fue el que cargó con la mayor parte de la conversación que hubo, haciendo preguntas a Carlin acerca de los mundos estelares. Carlin respondió con cierta naturalidad.
—Hubo un tiempo en que yo vi muchos de esos mundos —decía el hombre viejo. Y luego añadía con orgullo—: el recorrer el espacio es algo a lo que se ha dedicado siempre mi familia. Mi madre era descendiente directa de Gorhan Johnson.
—¿Gorhan Johnson? —preguntó Carlin—. ¿Quién era?
La pregunta fue bastante desgraciada.
—¿Pero qué es lo que les enseñan a ustedes en las escuelas de esos mundos estelares? —explotó Gramp— ¿No sabe usted que Gorhan Johnson era el primer hombre que viajó por el espacio? ¿Que era un terrestre que salió desde este valle hace dos mil años?
El orgullo de Gramp se había visto ultrajado. Carlin recordaba el proverbio de la antigua Galaxia: «orgulloso como un terrestre». Eran todos así, muy orgullosos por el hecho de que las gentes de su mundo habían sido los primeros en conquistar el espacio.
—Lo siento —dijo con cierto embarazo— ahora recuerdo el nombre. De todos modos tengo muchos físicos cósmicos que estudiar para poderme dedicar a la Historia Antigua.
Gramp se sentía inquieto pero Jonny intervino haciendo una pregunta a Carlin acerca de su trabajo.
—¿Se dedicó usted a estudiar Supatónicas o simplemente se dedicó a las dinámicas?
—Supatónicas —respondió Carlin. Y a otra pregunta respondió: —Sí también tengo máquinas electrónicas.
Vio la mirada triunfante que Jonny Land había dirigido a su hermano y esto preocupó a Carlin.
—Jonny entiende de esas cosas —se vanaglorió Gramp una vez restaurado su buen humor—, es ingeniero cósmico graduado en la Universidad de Canopus.
Laird Carlin se sintió sorprendido sobremanera. Miró inmediatamente al joven.
—¿Que usted está graduado en Canopus? ¿Y qué hace un hombre de sus conocimientos malgastando el tiempo en la Tierra?
—Me gusta la Tierra —respondió tranquilamente Jonny—, y quise volver aquí cuando hube terminado mi preparación.
—Oh, claro —respondió Carlin— pero si este mundo está con tanto retraso como parece no hay campo para la Ce. Usted debería estar en Albol.
—Las gentes de los mundos estelares siempre se comportan de la misma manera, aconsejándonos que abandonemos la Tierra —interrumpió Harp Land con impaciencia— esto es lo único que el Consejo del Control está tratando de dar como solución para nuestros problemas. No hace más que decir: «¿Por qué no emigran a otras estrellas?»
Gramp Land movió la cabeza:
—Nosotros no abandonamos el planeta como harían otros en nuestro lugar, no importa dónde pueda ir un terrestre siempre vuelve a la Tierra.
—De todos modos, usted no puede estar ni un tanto enojado con el Consejo del Control, por darles buen consejo —dijo Carlin exasperado— después de todo la culpa es sólo suya si desperdiciaron las minas de cobre de su planeta y no tienen ahora el suficiente poder.
Harp Land volvió el rostro malhumorado:
—Sí, nosotros desperdiciamos nuestro cobre de una manera alocada. Hace veinte centurias que lo hicimos, cuando la Tierra era un mundo abierto hacia la Galaxia. Gastamos nuestro cobre estableciendo la civilización galáctica que ahora se ha olvidado de nuestro mundo falto de poder.
—¡Harp, por favor! —dijo Marn en voz baja y con cierta incomodidad manifiesta en su rostro.
Se hizo silencio y terminaron de cenar sin hablar más. Pero Jonny Land dijo a Carlin antes de que éste se fuera a su habitación:
—No haga caso a lo que le ha dicho Harp. Una gran parte de gente que hay sobre la Tierra se sienten amargados por nuestra falta de poder hasta el extremo de no ser razonables.
Carlin encontró su habitación oscura. No habían luces automáticas que se encendieran al entrar y no llegaba a descubrir dónde estaba el interruptor. Abandonó la idea y se metió en la cama mirando tristemente hacia la noche.
Un viento suave movía las hojas de los árboles que se hallaban alrededor de la casa. El olor a flores se extendía alrededor mientras el aire movía las cortinas de la ventana. Allá abajo en el valle, se veían algunos aeropuertos del espacio y más allá unas colinas que obstaculizaban la vista del mar.
Se sintió defraudado, con ansias locas de volver a su casa. Si en este momento se encontrará en Canopus estaría bailando con Nylla en Sun-City o paseando por los jardines Yellow.
Cuando Carlin se despertó, el sol le daba de lleno en el rostro. Se levantó y medio dormido fue hacia los aireadores y botones de acondicionamiento de aire, pero luego recordó.
Quedó sorprendido cuando no tuvo más remedio que reconocer que se encontraba mucho mejor, había dormido muy bien en aquel lecho primitivo y la fatiga le había abandonado.
—Tienen un aire muy puro en este viejo mundo. Mejor que el que cualquier aireador pueda proporcionar —pensó.
Alegres cantos, notas musicales que descubrió las producían los cantos de los pájaros llegaron hasta sus oídos. El aire que azotaba débilmente las cortinas era puro y dulce.
Se puso un traje oscuro.
—Me vestiré como los nativos —y bajó las escaleras.
Marn Land era la única persona que encontró en las soleadas habitaciones. Llevaba todavía aquel vestido horrible que le había visto la tarde anterior, pero ahora llevaba una flor roja en su pelo. Una tenue muestra de preocupación que arrugaba su frente desapareció mientras miraba a Carlin.
—Se encuentra mejor ¿no es así? —preguntaba ella.
—Mucho mejor —admitió Carlin —me temo que fui un tanto absurdo la noche pasada...
—Estaba usted cansado —dijo ella gravemente—. Siéntese. Le prepararé el desayuno.
Era una cosa nueva para Carlin sentarse a conversar en la vieja y soleada cocina mientras la muchacha le preparaba el desayuno en una estufa de electrodos. En lugar de hacerlo por el simple método de apretar un botón.
—Jonny y Harp han bajado al aeropuerto del espacio —dijo ella volviendo el rostro hacia atrás para mirarle— ellos y unos viejos amigos tienen una vieja nave planetaria que están preparando para hacer un viaje a Mercurio.
—¿Mercurio? —dijo Carlin—. ¿Oh, ese es el más extraño de los planetas, no es así?
—Sí, los hombres aquí en la Tierra están siempre buscando cobre en una de sus capas. Jonny fue quien propuso esta expedición.
El desayuno que puso la muchacha ante Carlin era naturalmente de trigo más huevos naturales y leche, y un curioso brebaje fabricado con ciertos granos secos. Ella le informó de que el nombre era café. Carlin lo probó y lo encontró amargo disgustándole al paladar.
Un poco sorprendido por su propia acción se lo comió casi todo. La comida le era extraña pero le satisfacía lo suficiente, y al fin y al cabo tenía que acostumbrarse a ella si debía permanecer allí.
—Trataré de darle el menor trabajo posible, —le dijo a Marn— no tengo nada más que limitarme a no romperme mucho la cabeza en las cosas, y hacer lo que se me antoje, esto es lo único que tengo que hacer en mi estancia en la Tierra.
Ella asintió:
—Ya lo sé, algunos de nuestros vecinos vienen a la Tierra para hacer lo que llaman el tratamiento terrestre. Al final de este tratamiento les gusta la Tierra y quedan de ella.
Carlin no manifestó el pesimismo que sentía sobre este punto. Se encaminó hacia la puerta y estuvo allí contemplando el brillo del Sol y el campo florido.
Sentíase un tanto perdido y fuera de su ambiente, sin nada que hacer y sin un trabajo que le agobiase y sin hombres del espacio a quienes tener que supervisar en los aeropuertos del espacio, cuyos hombres se dirigían a otros planetas.
Marn le miró con gesto comprensivo.
—¿Usted ha tenido siempre mucho trabajo, verdad? La Tierra le debe parecer lenta y poco atareada.
Carlin se encogió de hombros:
—También podría acostumbrarme a ello. Creo que iré a echar un vistazo por los alrededores.
—Encontrará a Gramp pescando en la parte norte en caso que se dirija allí —le comunicó Marn, después de que él había dado unos cuantos pasos hacia el campo.
Carlin pasó cerca de un taller construido con hierro y hormigón y algunos otros apartamentos que se veían a su alrededor. Encontró una carretera al otro lado de ellos que en principio no reconoció como tal, pues no era más que un camino vecinal a sus ojos y que le pareció ser la carretera más sucia que había visto en un mundo civilizado.
—No es más que un pobre planeta —pensó Carlin—, ni siquiera pueden construir carreteras decentes.
«No tiene nada de extraño —continuó pensando—, que estas pobres gentes azotadas por la pobreza, se sientan un tanto resentidas hacia el resto de la Galaxia. Creo que a mi me ocurriría lo mismo si hubiera tenido la mala suerte de nacer aquí.
La carretera era totalmente ilógica, serpenteando hacia el este a lo largo de algunos bosques y luego hacia el oeste.
Los bosques que habían a ambos lados, parecían y daban la impresión de estar llenos de maleza y de suciedad a los ojos de Carlin. Árboles grandes y pequeños crecían juntos, uniendo sus ramas el uno contra el otro, y de cuando en cuando salpicados de ramas muertas y rotas tendidas sobre el suelo.
Todo esto, era lo que desde un principio cualquier hombre de la Galaxia hubiera podido esperar de un planeta que no hubiese sido conquistado y civilizado, pero la Tierra era el planeta más viejo de la Humanidad y de toda la Galaxia.
Sin embargo, tuvo que admitir que había ciertas compensaciones. El aire que respiraba, por ejemplo, le parecía magnífico. Aquí, el caminar se le hacía mucho más fácil para sus músculos que en cualquier otro mundo. Le parecía extraño Poder hacerlo con una comodidad tan perfecta, sin tener que ampararse en ciertos momentos de maquinarias que ayudasen a respirar.
No llegó a encontrar el lugar que Marn le había indicado. Se sentó sobre un tronco al lado de la carretera pensando e inspeccionando los alrededores. Hasta él no llegaba ni el más breve murmullo de una actividad humana. No se sentían inquietos esas gentes de la Tierra a juzgar por la tranquilidad de aquel lugar. ¿No les preocupaba? Carlin miró y se dio cuenta de un pequeño insecto brillante, que zozobraba sobre una pequeña flor. Un aire fresco y suave acariciaba la cima de los bosques, inclinando las hojas verdes y arrastrando las secas esparcidas por el suelo.
—El sueño de un viejo planeta —pensó—. Estas gentes todas ellas viviendo en su pasado.
Carlin por fin se levantó y emprendió el camino de regreso. Se sorprendió de lo rápido que el tiempo le habla pasado. El Sol estaba ahora en su cenit. Sus nervios tensos se habían relajado.
El gran taller que había al otro lado de la casa tenía las puertas abiertas. Miró a través de ellas y quedó sorprendido al ver que aquella habitación cavernosa no era otra cosa que un laboratorio magníficamente equipado para experimentos ingeniero atómicos.
Interesado Carlin avanzó. En el centro de la gran habitación se había levantado una máquina enorme cuyo mecanismo principal funcionaba gracias a un cilindro de metal.
—Parece como si fuese un gran generador —murmuró—. Me pregunto qué será en realidad.
Una exclamación violenta se oyó en aquel momento y un terrestre llegó corriendo desde fuera y de detrás de la máquina en donde él estaba.
Carlin reconoció la cara ancha y roja, con los ojos violentos y el cuerpo fornido de Loesser, el hombre que había discutido con Jonny en el aeropuerto del espacio.
—¿Qué es lo que está haciendo usted aquí? —preguntó malhumorado Loesser.
Carlin se vio sorprendido por su vehemencia:
—Bueno... no quería nada más que echar un vistazo a esta máquina.
—Ya me lo pensaba —explotó Loesser con los ojos llenos de cólera—, ya le dije a Jonny que era por eso por lo que usted había venido aquí.
Sacó un objeto del bolsillo de su chaqueta.
Aumentó la sorpresa de Carlin al ver que el objeto era una pistola atómica que Loesser esgrimía con decisión hacia él.
CAPÍTULO IV - MAQUINA MISTERIOSA
Laird Carlin era hijo de una civilización galáctica en la que la violencia entre los hombres era muy rara. Había muchos peligros, sin embargo, en todo lo que concernía a los pioneros de los mundos estelares, pero entre los mundos civilizados la ley inquebrantable del Consejo del Control mantenía un orden que nunca se veía soliviantado. Podía un hombre pasar toda su vida sin haber visto nunca el menor asomo de violencia.
La pistola atómica en las manos de Loesser y la obvia intención criminal en el rostro del hombre, había dejado estupefacto a Carlin.
Se le hacía incomprensible pensar que aquel hombre pudiese hacer uso de aquel artefacto y desembarazarse de él con la mayor tranquilidad del mundo.
—Pero, ¿qué es lo que ocurre ahora? —comentó inquieto y sorprendido al mismo tiempo.
Supo más tarde lo cerca que estuvo de morir. De momento estaba tan extrañado por lo que le ocurría que no dio importancia a la interrupción de aquella escena. Harp y Jonny llegaban corriendo desde el interior del taller.
—¡Loesser, retira ahora mismo ese revólver! —ordenó Jonny.
Loesser se volvió con violencia:
—¡Este tipo nos estaba espiando! ¡Le vi en la puerta!
El rostro de Harp se ensombreció:
—¡Ya te advertí de lo que podía ocurrir! —le dijo con dureza a su hermano.
—¿Está loco este hombre? —preguntó Carlin extrañado a Jonny.
El Joven se adelantó hacia los otros:
—¡Volved al trabajo! —dijo con sequedad— Carlin, siento lo ocurrido. Ya le explicaré.
Caminó al lado de Carlin hacia la casa. Sólo más tarde, Carlin se dio cuenta del modo tan rudo y sin rodeos que habían empleado para alejarle de la puerta del taller.
—Harp, Loesser y yo y unos pocos más, planeamos una expedición a Mercurio para hacer prospecciones del cobre —explicaba Jonny—. En la nave que vio en el aeropuerto del espacio. Hemos ideado un señalizador de metales, que esperamos sea capaz de descubrir nuevos depósitos de dicho metal. Esa es la máquina que vio en el taller.
»Hemos mantenido un cierto secreto acerca de ello —continuó— porque, naturalmente, no queremos que otros prospectores se aprovechen de la idea de nuestro descubridor de metales y se nos adelanten. Me temo que Loesser pensó que usted nos estaba espiando. Las gentes aquí son siempre un tanto suspicaces, sobre todo con los extranjeros.
—Así me lo habían dicho —respondió secamente Carlin—. Esta es la primera vez, entre todos mis viajes por la galaxia, que me he sentido totalmente extraño y mal recibido. Pero no con usted concretamente, sino en este mundo en general.
—¡Oh!, yo no diría eso —replicó el otro Póngase usted en nuestra situación Carlin. Imagínese su reacción, si usted fuera un terrestre y viese su mundo totalmente falto de energía a causa de haber gastado todo el cobre en el establecimiento de la civilización galáctica, y que ahora esa civilización tuviera por demás el tan codiciado metal y sin embargo en la Tierra careciesen de él.
El rostro de Carlin estaba ensombrecido por la ansiedad de convicción que veía en su compañero, cuyos ojos miraban a Carlin fijamente. Carlin sacudió la cabeza.
—Me doy cuenta del problema que significa la falta de cobre, pero eso tiene un fácil remedio. De cada diez, nueve terrestres deberían emigrar a otros mundos mejores como aconseja el Consejo de Control.
Jonny sonrió:
—En ese punto se enfrenta usted con la obstinación de mi pueblo. Tenemos una antigua tradición planetario y profundo amor por nuestro mundo, tanto, que no es comparable al que pueda sentir ningún pueblo de la galaxia.
—Creo que las gentes de este mundo viven demasiado por el pasado —respondió Carlin con franqueza—. Pero en fin, eso es algo que no me concierne. De todos modos, les deseo que su expedición les permita volver con cobre.
—Gracias —dijo Jonny vagamente—. Creo que tenemos muchas probabilidades.
Carlin se volvió hacia la verja de la casa y se sentó sobre ella con aire pensativo. Había algo en las explicaciones de Jonny que no acababan de convencerle.
A sus ojos acostumbrados a aquellos trabajos, había algo en la figuración de aquella máquina que no creía que fuese el sistema más apropiado para la delectación de metales.
—Estas pobres gentes intentan mantener en secreto todos sus planes porque todo el mundo aquí quiere ser el primero en llevar a cabo la empresa.
Vagabundeó por los alrededores de la casa, aburrido, en aquella calurosa tarde. No tenía a nadie con quien hablar, pues los hermanos estaban en el taller, y Marn se hallaba ocupada en los campos.
Se entretuvo con el viejo video, que había en la sala de estar, pero cuantas emisoras podía coger eran terrestres, y cuantas emisiones aparecieron ante sus ojos le eran totalmente indiferentes.
Al fin abandonó el video y volvió al exterior, donde se entretuvo contemplando la verde taza del valle y maldiciendo al sicoterapista que había tenido la idea de enviarle allí para que muriese de aburrimiento. Estuvo concentrado en sus pensamientos hasta que el ronroneo de un motor le volvió a la realidad.
Eran tres jóvenes, que en una camioneta volvían del taller sin detenerse en la casa. Seguro que se trataba de los otros compañeros de la expedición de prospección, pensó Carlin. Esto le trajo a la memoria, que no podía acordarse de qué era lo que le recordaba aquella máquina.
Los días pasaron y Carlin continuaba sin poder recordarlo, aunque muy a menudo las dudas le asaltaban. Por otra parte no se le prestaba la oportunidad de volver a echar un vistazo a aquella máquina, pues el local estaba siempre cerrado, excepto cuando Jonny y Harp y la otra media docena de compañeros trabajaban en él.
—Lo que me ocurre —se decía a sí mismo Carlin con ironía— es que no tengo otra cosa en que ocupar mi imaginación en este condenado mundo.
De todos modos, aquel desagrado que había sentido por la Tierra en un principio, se había desvanecido considerablemente. Muchas de las cosas que había echado de menos al principio, dejaron de preocuparle. Tenía que admitir que, tanto si aquel tratamiento terrestre beneficiaba su subconsciente como si no, aquel viejo planeta era un lugar maravilloso para descansar.
Se pasaba las mañanas errando por aquellos caminos y las tardes bajo la sombra que proporcionaba el jardín, o ayudando a Marn en algunos de sus quehaceres. O pescando con Gramp en uno de los remansos del río, mientras el viejo le explicaba historias interminables de aquellos viajes en que él había recorrido el espacio.
Algunos vecinos, granjeros del valle, venían a la casa de Land por las tardes. Carlin no hacía ninguna intromisión en sus conversaciones, pero poco a poco, las sospechas que se hubieran despertado en aquellas gentes acerca de la personalidad de Carlin, fueron debilitándose y al fin hablaron libremente ante él. Las conversaciones siempre giraban sobre lo mismo: la escasa potencialidad del planeta y la falta de cobre. Esto le hizo sentirse un tanto culpable al recordar la gran cantidad de dicho metal que se desperdiciaba en otros mundos.
—Tengo que bajar al aeropuerto espacial con el coche para recoger algunos instrumentos que Jonny dejó en la nave —le dijo Marn una tarde después de cenar—. ¿Quiere venir?
Carlin asintió:
—He caminado tanto últimamente que el verme transportado me parecerá un cambio.
La vieja camioneta se deslizaba suavemente por la serpenteante carretera, bajo los últimos rayos del sol yacente.
El cielo tras ellos, formaba una multitud de colores majestuosos mientras la roja bola solar se hundía lentamente en el horizonte.
—Ya empieza a encontrarse mejor aquí, ¿no es cierto? —preguntó Marn.
Normalmente la muchacha era tan reservada con él, que Carlin miró rápidamente su perfil mientras conducía. Nunca hasta aquel momento se había dado cuenta de que la muchacha tenía una cierta belleza. Un mechón de pelo y la firmeza de su rostro y las manos pequeñas aferradas con seguridad al volante, tenían un algo muy atractivo. No tenía la fineza y elegancia de rasgos casi griegos que poseía Nylla, pero tenía un atractivo indiscutible.
—Sí, debo estar acostumbrándome —respondió Carlin—. Y no es tan provinciano todo esto como pensé. La mayor parte de los hombres que se encuentra uno por aquí, han estado en el espacio en una ocasión u en otra.
—Tarde o temprano todos los jóvenes de la Tierra salen al espacio —dijo la muchacha sonriendo—. Viajar por el espacio es algo que llevamos metido en la sangre. Y nuestro planeta atraviesa unos momentos tan difíciles que en realidad esos viajes son el medio de vida de muchos hombres. —Luego añadió—: Algunos de nuestros hombres nunca vuelven. Mi padre no volvió. Y Mi madre murió poco después como consecuencia de su pérdida.
Había anochecido cuando llegaron al aeropuerto del espacio. Mientras caminaba al lado de la muchacha hacia donde estaba la nave de los hermanos, ella le enseñó una piedra cilíndrica que a modo de mausoleo se alzaba como un espectro en la débil luz.
—Aquí es de donde salieron los primeros hombres hacia el espacio —le dijo a Carlin.
El miró con respeto la leyenda escrita en el pedestal de la columna. Era el monumento a los Pioneros del Espacio.
—Desde este mismo lugar partió Gorham Johnson en su primer vuelo —dijo Marn.
Carlin forzó los ojos en la oscuridad para leer la lista de nombres y fechas grabados en el pedestal.
Gorham Johnsan, 1991
Mark Carew, 1998
Jan Wenzi, 2006
John North, 2012
Los nombres de los que muchos años atrás se habían atrevido a lanzarse al espacio. Hombres que habían querido llevar a cabo su sueño de conquistar otros planetas que en aquellos tiempos parecían tan lejanos. Los hombres que habían surcado y abierto nuevos caminos en la galaxia.
—¡Dios mío! ¡Hace más de dos mil años! —murmuró Carlin—. ¡Y con las naves tan reducidas y faltas de recursos como debieron tener!.
Se sentía conmovido. Aquella lista de nombres de personas que habían muerto hacía tantísimo tiempo, hizo mella en él por vez primera.
Aquellas viejas y desusadas naves, el enorme coraje y valentía de aquellos hombres, para quienes el espacio no era más que un abismo desconocido, le hacía sentir un algo extraño. Empezó entonces a comprender el porqué los turistas tenían tanto empeño en venir a la Tierra para ver aquellos monumentos.
—Ellos, con sus pequeñas naves, fueron quienes lo empezaron todo, la civilización galáctica y el enorme imperio humano —se dijo a sí mismo.
Marn miró aquella especie de torre que se alzaba ante ellos.
—La gente nos critica a los terrestres por nuestro orgullo. Pero si por algo somos orgullosos es por esto. Nosotros fuimos los que abrimos las fronteras del universo.
Carlin asintió pensativo:
—Desde luego, poseéis una gran herencia. Pero tal vez la recordáis demasiado. Estamos en el presente y no en el pasado.
—Tú eres como los demás. Pensáis que la historia de la Tierra ha concluido —dijo Marn—. Pero ya os daréis cuenta de que no es así. Los terrestres abriremos la última frontera de todos los... —se contuvo de momento y luego dijo en tono más apaciguado—. Lo siento, no quería discutir.
Carlin hubiera querido preguntarle qué quiso decir con la iniciación de su aclaración anterior, pero en aquel momento Marn se había sumido en la oscuridad hacia la nave de sus hermanos.
Cuando la alcanzó, entró con ella en el crucero y miró a su alrededor con curiosidad. Era una nave relativamente pequeña, designada y concebida para un número reducido de tripulantes, con ciclotrones y equipo de propulsión, y un número poco frecuente de otros aparatos y de pantallas protectoras de radiaciones.
—El lado caliente de Mercurio es terrible —dijo Marn cuando vio que Carlin miraba a los generadores —Se necesitan las pantallas de mayor potencia que se pueda imaginar para hacer prospecciones en Mercurio.
Sumido todavía en sus sorpresas, Carlin vio una gran habitación redonda y vacía. No habían en ella más que una especie de enormes recipientes que parecían dispuestos a contener algo en su interior. Carlin recordó la enorme máquina que había visto en el taller de Jonny. Era muy posible, pensó, que aquella máquina formase parte de los recipientes. Le hubiera gustado mucho seguir inspeccionando, pero Marn había ya encontrado los instrumentos que había venido a buscar.
Mientras salían de la nave hacia la oscuridad, una figura uniformada surgió de la misma, y les saludó con voz agradable.
—¡Hola, Marn! Os vi venir hacia aquí a distancia! ¿Cómo va Jonny con sus planes?
Era un hombre Joven con uniforme de Oficial de las Operaciones de Control, el agente de la ley en lo referente a la Galaxia. Hizo una ligera inclinación ante Carlin.
—Soy Ross Floring, comandante en esta plaza del Control de Operaciones. ¿Usted es el que vino a casa de los Land para seguir el tratamiento terrestre? Encantado de conocerle.
Floring no debía tener más de treinta años, jovial, pulido y agradable. Se volvió hacia Marn.
—¿Cuándo piensa Jonny y su hermano y los otros despegar para Mercurio?
Marn sentíase a disgusto:
—No lo sé Ross. Según tengo entendido que les quedan todavía otras cosas que preparar.
Carlin, sin saber cómo, sintió algo raro en la atmósfera reinante de aquella conversación. Había algo extraño en las palabras de Floring que demostraba no era sincero en su modo de expresarse.
—Estimo mucho a Jonny, Marn —dijo seriamente—. Tú lo sabes. No me gustaría verle metido en cosas desagradables a causa de esta expedición.
Marn pareció querer dar otra vuelta a la conversación.
—Jonny no se verá metido en ninguna cosa desagradable. Un viaje a Mercurio no significa nada para él y Harp.
—Al menos así lo espero yo —dijo tranquilamente Floring—. No merece la pena arriesgarse mucho por cobre. Dígale esto de mi parte, ¿quiere? Y dígale también que un día de estos pasaré por allí para charlar un rato con él.
Marn demostraba a todas luces que tenía ganas de salir de allí.
—Hasta la vista señor Carlin —y luego continuó con su sonrisa agradable—. Podremos hablar de nuestra tierra. Yo también soy de Canopus.
Sólo más tarde, cuando ya estaban en la furgoneta en dirección a la casa, Carlin se dio cuenta de que él no había dicho a Floring su nombre y origen. ¿Por qué se habían molestado los de las Operaciones de Control en verificar sus datos personales y su nombre?
—Parece un buen muchacho ese Floring —le dijo a Marn. La muchacha parecía inquieta.
—Sí, es... uno de los mejores —respondió—. Y aprecia a Jonny. Pero ante su deber lo olvida todo.
Sin duda alguna estaba pensando en voz alta en lugar de responder a Carlin. El volvió a caer de nuevo en aquel extraño presentimiento de que algo raro ocurría. Le dio la impresión de que en las palabras de Floring había una velada advertencia hacia la muchacha.
CAPÍTULO V - EL JUEGO DESESPERADO
El camión avanzaba por la oscura carretera. En el cielo, las estrellas brillaban como cadenas de luz. Vega, Arturo y Altair, que parecían estar muy lejos.
La casa estaba sumida en la oscuridad cuando Marn detuvo el camión tras ella, aunque había luces todavía en el taller. Había una tranquilidad solemne cubierta por la noche de verano.
—Tengo que llevar estas cosas a Jonny —dijo la muchacha.
—Marn, ¿qué es lo que en realidad están planeando tus hermanos? —preguntó Carlin—. ¿Lo sabe Floring?
Ella hizo un gesto que denotaba la incomodidad que le embargaba.
—Ya te habló Jonny de todos sus planes, ¿no es así?
La muchacha tenía tan poca traza para mentir que inmediatamente su rostro reflejó lo que en realidad sentía en su interior, y más todavía lo demostró, al mirar a Carlin con el rostro turbado, cosa que hizo que el joven sintiera un impulso repentino, se inclinase sobre ella y la besara.
Su cuerpo era terso y tibio entre sus manos y su respiración estaba entrecortado tras sus labios carnosos y fríos. Pero sin embargo no hizo la menor acción de resistirse.
El la miró fijamente:
—¿No te importa, verdad? —le preguntó.
—No, no me importa —dijo Marn con la voz apagada—. Está bien que un visitante del mundo estelar, antes de partir, tenga un pequeño «flirt» con una muchacha de la Tierra.
—Pero... no es cierto eso —empezó a protestar Carlin, y luego se detuvo.
¿Después de todo, qué había de malo en ello? ¿Que otra cosa podría ocurrir si no esto?
—Está bien, pero no lo vuelvas a repetir —dijo tranquilamente Marn—. Buenas noches, Laird.
El muchacho se fue hacia la casa sintiéndose deprimido. En aquellos momentos deseaba no haber tenido aquel impulso. Marn no era una muchacha sofisticado.
Tendido en su cama y mirando hacia la distancia a través de la ventana y paseando su vista por el valle, Carlin la oyó llegar y retirarse. Sin duda alguna Jonny y Harp trabajaban todavía.
¿En qué estaban trabajando en realidad? ¿Por qué había sido Floring tan grave en su velada advertencia?
—¡Pero qué demonios, esto a mí no me importa! —bostezó Carlin—. No hay muchas cosas en este pequeño sistema para que puedan meterse en conflictos. No hay más que ocho o nueve pequeños planetas y un Sol para todos.
De pronto Carlin se sentó sobre la cama como movido por un resorte, mientras su mente repasaba su último pensamiento.
—¿El Sol? ¡Dios santo, ahí es a donde quieren ir; ¡Tiene que ser allí! ¡Exploración solar!
Se sentía desmayado, horrorizado por la repentina autorrevelación. Aquel misterio que le preocupó desde el primer momento de su llegada se había disipado repentinamente haciéndole ver con toda claridad.
—¡Pero... no estarán tan locos como para intentarlo! Y sin embargo, todos sus preparativos, las pantallas contra las radiaciones solares, el secreto que mantienen, y aquella máquina que vi... ¡Podría ser una draga magnética!
¡Exploración solar! La más estrictamente prohibida de todas las empresas, castigada por el Consejo del Control desde que ocurrieron los primeros desastres, al fracasar algunos intentos hacía ya muchos años.
La visión de todas aquellas posibilidades hicieron mella en Carlin y por un momento se dio cuenta de que sus sospechas estaban bien fundadas.
—¡Pero Jonny Land no lo intentaría! Es un C.E., y sabe lo que podría ocurrir.
Sin embargo, Carlin no se podía convencer a sí mismo. Recordaba solamente la obsesión sin límites de Jonny por la falta de cobre en la Tierra, y la decisión que tenía en llegar a conseguirlo.
Floring debía sospechar algo. Ese era el motivo por el que el oficial de Control había hecho la advertencia.
Carlin se levantó enfebrecido y se vistió. Tenía que descubrir la verdad, ahora o nunca. Si los hermanos Land y sus amigos estaban verdaderamente metidos en aquella alocada empresa, había que detenerlos aunque para ello tuviera que informar a las Operaciones de Control.
Si pudiera echar un vistazo al interior de la máquina podría saber inmediatamente si en realidad era una draga magnética, pensó.
Salió muy despacio de la oscura casa y caminó entre la luz que le ofrecía la noche. Luz y sonidos de actividad llegaban todavía desde el taller.
Carlin fue hacia allí. Odiaba espiar. Pero tenía que informarse. No podía permitir un loco intento que trajera consigo el desastre.
El taller estaba cerrado, y no había ventanas. Pero mientras permanecía en pie, indeciso, las grandes puertas principales se abrieron y Loesser y otros dos jóvenes terrestres salieron sacudiéndose las manos y las mangas de sus ropas.
—Volveré mañana, Jonny —dijo Loesser volviéndose hacia el edificio— tenemos que terminarla en unos cuantos días.
Los tres se fueron hacia la furgoneta y ésta se puso en marcha y se alejó.
Carlin se adelantó y aprovechándose de la ventaja que le ofrecía la oscuridad entró en la habitación iluminada. Jonny y Harp Land trabajaban todavía en el mecanismo central, antes de abandonar el trabajo.
Una mirada en el interior de aquella maquinaria para los ojos acostumbrados de Carlin. Aquellas tuberías de corriente magnética, la bomba masiva, la batería y los filtros de Markheim; tenía razón, era tanto como tener ante sus ojos el desastre.
Un objeto pequeño y duro se apoyó sobre la espalda de Carlin y una voz titubeante le habló con rabia al oído.
—Esto es una pistola atómica. Levanta las manos. No quiero hacerte ningún daño.
—¡Marn! —exclamó sorprendido.
—No te vuelvas —le advirtió la muchacha. Su voz estaba conmovida—. Te oí levantar y te seguir hasta aquí. Eres un espía.
Carlin se sintió sorprendido y al mismo tiempo horrorizado por haber descubierto los planes catastróficos de los hermanos, y entonces no pudo contener el impulso desesperado de volverse contraer arma apoyada en su espalda. Dio media vuelta y asió el revólver atómico.
Hubiera sido suicida si el arma hubiese estado en otras manos que no fuesen la de Marn.
Pero ella tan poco acostumbrada a la violencia mortal, dejó que su dedo titubeara sobre el gatillo. Quizá no se hubiera atrevido a parar de todos modos. Meditando más tarde sobre ello, se dio cuenta de que no lo hubiera hecho.
Lo que ocurrió fue que él cogió el arma con su mano y se la arrancó de las de la muchacha antes de que ella terminara de dudar. Marn, pálida, gritó:
—¡Harp! ¡Jonny!
Los dos hermanos llegaron corriendo desde la parte trasera del taller y el rostro de Harp se oscureció mortalmente cuando les vio. Carlin saltó hacia atrás, y levantó el arma que acababa de arrebatar a la muchacha.
—¡Atrás! —exclamó secamente. Y como Harp Land continuara avanzando ciegamente, él dijo: —¡No quiero matar a nadie!
La voz de Jonny se alzó sobre las demás.
El más joven, aunque parecía un tanto lívido, no había perdido la calma.
—Detente, Harp.
Harp Land se detuvo como petrificado con el puño levantado Y mirando fijamente a Carlin.
—Ya te lo dije —dijo secamente Harp mirando a su hermano—, ya te dije lo que ocurriría si le tomábamos entre nosotros.
Marn se había ido corriendo hacia ellos con el rostro pálido.
—Es culpa mía, Jonny —dijo desesperada— le oí salir y le seguí, pero me dejé arrebatar el revólver en lugar de disparar.
—Tranquilízate, Marn —murmuró Jonny—, todo terminará bien. Lo que ocurre es que Carlin no comprende.
El más joven, en aquellos momentos era el más fuerte que ninguno de ellos.
—Lo comprendo todo muy bien —dijo Carlin—, lo comprendí todo esta noche y un vistazo a la draga magnética me confirmó mis temores. ¿De modo que ibais a hacer una prospección a Mercurio, eh? Nunca tuvisteis tal plan. Vosotros y vuestros compañeros os estabais preparando para intentar la exploración solar.
Los ojos y la voz de Jonny se mostraron llenos de serenidad, cuando dijo:
—Carlin, la Tierra está falta de poder, tú mismo lo has visto. Para conseguir el poder que haga revivir a nuestro mundo necesitamos cobre. Y el cobre en nuestros planetas hace mucho tiempo que se extinguió. Pero hay todavía billones de toneladas de cobre en nuestro sistema, en un lugar. El Sol. Está allí en forma de gases calientes y hay más cobre del que la Tierra y nuestros planetas hermanos necesitarán en los milenios venideros. Es nuestra única fuente posible para conseguir el cobre e intentamos aprovecharla.
—Tú y los otros os habéis preocupado durante tanto tiempo por la necesidad de cobre que os habéis vuelto locos —dijo Carlin lleno de cólera.
—¿Qué hay de loco en emplear el cobre del Sol para nuestro planeta? —preguntó Jonny.
—¿Y tú, un C.E. me preguntas esto? —gritó Carlin—. Tú sabes tan bien como yo que la exploración solar no trae más que catástrofes. Sí, ya sé que os podéis acercar mucho al Sol con vuestra nave. Que podéis succionar todos los gases de cobre que queráis con vuestra draga magnética. Pero, ¿qué ocurre en vuestro Sol cuando realizáis esto?
»Sabéis tan bien como yo —continuó— lo que ocurriría y lo que siempre ha ocurrido cuando esto se ha intentado. La succión crea una agitación en la superficie solar y ésta crece y crece hasta que se convierte en un terrible tifón que vierte el desastre a modo de fuerzas eléctricas sobre los otros planetas. Sabéis bien que esto ha ocurrido siempre que la exploración solar se ha intentado y de ahí que el Consejo del Control prohíbe la exploración solar.
Jonny Land asintió tranquilamente:
—Ya sé todo eso. Pero supón que he encontrado un medio de realizar la exploración solar sin provocar tifones.
Carlin no creía lo que estaba oyendo.
—No, no lo has encontrado. Nadie lo ha hecho. No hay medio de lograrlo. Aspira gases desde cualquier punto del Sol y harás bajar la presión en ese punto y automáticamente el descenso de presión provoca el tifón.
—Carlin, yo he encontrado el medio de hacerlo. Créeme, del modo que yo pretendo hacerlo, sacaremos ilimitadas cantidades de cobre del Sol sin crear ningún desastre.
Laird Carlin respondió:
—Me dices eso porque sabes que voy a explicar vuestros planes a las Operaciones de Control.
—¡No lo harás! —gritó Marn incrédula.
Carlin asintió con firmeza:
—No querría hacerlo. Pero no puedo permitir que un puñado de hombres locos traigan un desastre que podría borrar la vida en todos los planetas.
—¡Pero Carlin, por Dios, sé razonable! ¿Por qué supones que yo te traje aquí para vivir con nosotros? Fue porque eres un C.E. y necesitaré a otro ingeniero entrenado para que me ayude en las operaciones. ¿Y crees que yo pensé en que me ayudarías sin estar seguro de que podría convencerte de que he encontrado el medio de llevar a cabo la exploración solar? ¡Te puedo convencer, Carlin!
Carlin presintió la convicción en la voz de Jonny.
—Todo lo que te pido —decía Jonny con ansiedad— es que me des una oportunidad para explicarte nuestros planes. Sé que puedo convencerte de que podemos explotar el Sol sin el menor peligro de desastre.
—¿Si es así —preguntó Carlin escéptico por qué no convences al Consejo del Control para que te dé el debido permiso en lugar de hacerlo en secreto?
—Carlin, ya intenté convencer al Consejo —declaró Jonny Land—, les hice una petición tras otra, dándoles detalles exactos de mi plan. Pero el Consejo no está compuesto de ingenieros. Y el prejuicio popular contra la exploración solar debido a los desastres pasados es tan fuerte, que el Consejo rehúsa darnos el permiso para intentarlo.
—Esa es la razón por la cual Ross Floring y los otros de las operaciones de Control, vigilan tan de cerca a mis hermanos, Laird —añadió rápidamente Marn—, saben nuestras peticiones, y Floring sospecha que Jonny está dispuesto a intentarlo sea como sea.
Carlin tenía que admitir que todo parecía muy lógico, sin embargo, se mantenía irresoluto con el revólver atómico en la mano.
—Te hago una proposición, Carlin —dijo Jonny— te explicaré todos los detalles de nuestro plan por la mañana. Si no admites que todos esos detalles están completamente fuera del peligro de desastre, dejaré que vayas a explicárselo a Floring. Te doy mi palabra.
Carlin le miró dubitativamente:
—Jonny, serías capaz de romper tu palabra y hasta de dejarte matar por llevar a cabo tu propósito.
Jonny Land respondió:
—Es verdad. Pero por otra parte continúo deseando tu ayuda en este proyecto. Por eso quiero convencerte y esa es la mejor garantía que te puedo dar.
Carlin no supo que responder, pero fue bajando el arma.
—Te puedo decir ahora mismo que no pienso tomar parte en ninguna aventura ilegal —dijo Carlin— pero me gustaría oír tus explicaciones.
—Bueno —dijo Jonny con aspecto cansado— ya hemos sufrido bastante esta tarde. Harp, cierra el taller y por hoy basta.
Carlin miró un tanto desconfiado a Marn mientras le devolvía la pistola atómica.
—Siento mucho haberme mostrado tan descortés ante vuestra hospitalidad —le dijo— se trata simplemente de que no puedo permanecer con los brazos cruzados viendo cómo se fragua una catástrofe.
—Ya lo sé —dijo Marn con soberbia, aunque no había hostilidad en su rostro— pero ya te darás cuenta de que Jonny sabe lo que se hace.
Desde la oscuridad les llegó una voz un tanto chillona que hizo que Laird Carlin se volviese sorprendido.
—Bueno, me alegra que hayáis terminado de discutir por esta noche. Ya es hora de que las personas decentes se vayan a la cama.
Gramp Land estaba de pie en la oscuridad donde al parecer había permanecido desde hacía rato. Había una mueca extraña en su rostro mientras bajaba despacio el revólver atómico que había estado sosteniendo durante largo tiempo.
—Le aseguro que ya estaba cansándome de apuntarle a su espalda, señor Carlin —murmuró el viejo.
CAPÍTULO VI - SE LE DEBE UNA OPORTUNIDAD A LA TIERRA
Las dudas asediaban a Carlin tan pronto como se retiró. No pudo dormir ni descansar en toda la noche.
¿Habría hecho una chiquillada al dejarse persuadir por Jonny para oír el plan que concebían? Jonny era bastante sincero, pero era un fanático en el aspecto de querer dar una seguridad al poder de la Tierra.
La tozudez de los terrestres era proverbial. Estos hombres, desesperados por la pobreza de su mundo, podían pensar muy poco o no llegaban a concebir una catástrofe solar solamente por el deseo de querer el cobre que necesitaban.
Carlin se estremecía. Recordaba lo que había ocurrido hacía años en la estrella Nizar cuando se habían intentado las excavaciones solares. La atracción de las fuerzas magnéticas había creado una rotación en los gases de la superficie. Y entonces fue cuando esa atracción atrajo a las naves buscadoras de minas lo mismo que había ocurrido más tarde en Polaris y en Delta Gemeni. Ese era el motivo del porqué el Consejo del Control había prohibido que se llevasen a cabo otros intentos de explotaciones en otras estrellas. La ciencia del hombre, siendo tan grande, no era lo suficientemente grande y lo suficientemente preparada para llevar a cabo intentos de explotaciones en otras estrellas.
Y Carlin veía también como esos terrestres se volverían inevitablemente tras sus pensamientos después de la excavación solar. No quedaba cobre en ninguna de las estrellas del sistema, excepto en una, su Sol. Y éste tenía cantidades ilimitadas del poderoso metal en forma de vapor.
Carlin pensó en todo esto antes de amanecer, luego se durmió un poco y se levantó con el Sol. Bajó para encontrar a los demás que estaban ya desayunando. Cambiaron unas palabras de saludo todos, excepto Harp Land que permanecía en su rígido y temeroso silencio.
—Saldremos y demostraremos nuestro trabajo tan pronto como hayamos desayunado —dijo plácidamente Jonny.
Gramp Land era el único que estaba de buen humor. El viejo habló a Carlin.
—Usted fue muy razonable la última noche. Me hubiera sabido muy mal desembarazarme de usted.
Marn sonrió plácidamente.
—No lo hubiera hecho, usted no tiene ánimo ni para matar una mosca.
—¡Oh! ¿De qué estás hablando? —exclamó Gramp indignado—, cuando yo era joven, me llamaban el terrestre más duro en el espacio.
Carlin salió silenciosamente hacia el taller con Harp y Jonny. El más joven abrió el edificio y luego hizo un gesto hacia la alta máquina cilíndrica.
—Primero échele un vistazo —gritó.
Carlin fue inspeccionando el mecanismo de la máquina con ojos conocedores. Las dragas magnéticas estaban un tanto fuera de su línea, aunque la parte principal del mecanismo se veía con toda claridad.
—¿Comprende usted la idea básica de la explotación solar? —decía Jonny—. Una nave se acerca a la fotosfera o a la superficie visible del Sol tanto como le sea posible, protegida por pantallas que impiden el paso de las radiaciones. Entonces se pone en movimiento la draga magnética. La draga genera un alto poder magnético. Entonces el eje principal de la nave se dirige hacia abajo Protegida por los gases extremadamente calientes de la superficie solar.
»Estos gases están formados por docenas de metales y otros elementos en forma vaporizada; hierro, cobre, sodio, calcio y otros mezclados juntos. Entonces la parte principal de nuestra nave aspira una columna de esos gases y la mete en una de sus cámaras.
»Los gases se aspiran aquí a través de los filtros markheim que hacen de pantalla a los átomos de cualquier elemento que se desee. Los gases de cobre se recogen aquí, se solidifican por enfriamiento y se almacenan. Los otros atraviesan los filtros.
Carlin asintió brevemente:
—Y esos gases que no son deseados son lanzados nuevamente al espacio, y entonces vuelve a subir una nueva mezcla solar y así hasta que la nave está llena de cobre. Sí, es el mismo esquema que se usó en las excavaciones de Mizar y Polaris. ¡Y dará el mismo resultado! Aspirar gases en cualquier sitio de la superficie solar baja la presión, y la presión baja, en cualquier mundo de la fotosfera, forma un rodamiento de gases e inmediatamente viene la catástrofe.
Jonny Land sacudió la cabeza:
—Está usted haciendo conclusiones demasiado rápidas. Esta draga no se limita simplemente a arrojar los gases innecesarios al espacio como se hacía en los planes más antiguos. Mire esta columna de cabeza un poco más cerca.
Carlin miró y quedó intranquilo e inquieto después de una breve inspección de la curiosa —construcción concéntrica de tal cabeza.
—No comprendo. Parece como si hubieran dos cabezas circulares, una dentro de la otra.
—Eso es —dijo Jonny—. El secreto de mi esquema. Bajas presiones en la superficie solar en el punto de succión, crea una rotación, y por tanto la pérdida de todos los resultados. Pero supongamos que podemos recoger gases sin perder la presión...
Carlin le miró sorprendido:
—¿Cómo?
—Por medio de esas dos cabezas —recordó el joven con inquietud—. La interna es la que hace una atracción positiva magnética para atraer los vapores solares. La externa es la que está designada a arrojar el simultáneo magnetismo de los vapores no deseados y devolverlos al Sol.
El significado completo de la explicación, dejó estupefacto a Carlin, y las posibilidades de un buen resultado cruzaron por su cerebro.
No dijo nada, pero se metió por dentro de la construcción de aquella maquinaria y durante un minuto estuvo inspeccionando el interior y el exterior de las dos cabezas de los tubos de alimentación y de los cortes de propulsión. Al fin salió y se acercó a ellos.
—¿Y qué? —le dijo Jonny Land proponiéndole que diese su opinión.
Carlin hizo chasquear sus labios:
—Tengo que admitir que su esquema parece bastante práctico. En principio debería ser posible poder succionar los gases sin sufrir efectos solares, usando ese continuo movimiento de succión de los gases innecesarios...
—¿Pero qué? —preguntó Harp Land frunciendo el ceño.
Carlin sacudió la cabeza.
—¡Pues demonios! No veo porqué el Consejo ha denegado su petición si el trabajo es tan factible como parece.
Jonny se encogió de hombros:
—Ya le dije el porqué. El Consejo del Control contiene los más exquisitos hombres de Estado en la Galaxia. Hombres de Estado pero no ingenieros. Ellos admiten los informes de sus expertos y nada más. Pero dijeron que era demasiado peligroso correr el riesgo cuando ha habido varios fracasos. No necesitamos cobre que nos salga tan caro, dijeron.
Sus puños se apretaron en movimiento de rabia y de impaciencia:
—¡No necesitamos cobre! La Galaxia completa es la que no lo necesita quisieron decir. Pero lo importante es que un pequeño mundo llamado Tierra se está hundiendo y muriendo a causa de la falta de cobre y de ese modo no puede formar parte de la Galaxia como lo hacen las otras estrellas. ¿A quién le importa eso si no es a un terrestre?
Era la primera vez que Carlin había visto a Jonny Land dar rienda suelta a sus emociones. La rigidez sobrehumana que dominaba y que regía las acciones de aquel joven, durante un momento fue incontenible y se deja notar en su rostro. Permaneció mirando aquella maquinaria con ojos inquietos antes de volverse hacia Carlin.
—Carlin —dijo entonces— sólo hay un medio para poder demostrar al Consejo que este sistema de excavación solar ofrece seguridad. ¡Y el medio es llevarlo a cabo! Eso es lo que vamos a hacer. Vamos a ir al Sol y volver con un cargamento de cobre. Entonces verán que es totalmente seguro. No les quedará otro remedio que dar su consentimiento. Y toda una flota con dragas equipadas que puedan succionar bastante cobre del Sol, saldrá para dar a la Tierra todo el poder que necesita y necesitará de aquí en adelante.
—Usted ha visto nuestro aparato y conoce nuestros planes. Usted ha visto bastante la Tierra para saber hasta qué punto el éxito de nuestros planes tiene una significación para nuestro mundo. Carlin, todavía quiere usted hablar a Floring de todo esto.
—¡No puede hacerlo! —exclamó Harp Land con rudeza—. ¡Usted no puede destruir todas las esperanzas que las gentes de este mundo ponen en nosotros. Usted y todas las gentes del mundo estelar, deben darle esta oportunidad a la Tierra!
Carlin no respondió conmovido por sentimientos contradictorios. Con una fuerza intensa se manifestaba la admiración que sentía como ingeniero, por la ingenuidad y osadía con que Jonny Land daba la solución a aquel problema.
Pero había otras cosas en que pensar. Era el deber de que cada ciudadano tenía que hacer cuanto el Consejo del Control dictaba. Aquella ayuda era la que hacía que aquella civilización galáctica no decayese. Por tanto estos terrestres, este pequeño grupo que luchaba con tanta tenacidad por su antiguo mundo estaban en contra del Consejo.
—¡Jonny! —se oyó un grito agudo de Marn desde el exterior—. ¡Jonny!
—¡Algo ocurre! —dijo excitado Jonny, yendo con toda rapidez hacia fuera.
Todos corrieron hacia el exterior. Marn venía corriendo hacia ellos, en el mismo momento que oyeron el zumbido de un coche que se aproximaba.
—¡Es Ross Floring, que viene! —dijo Marn—. Reconocí su coche cuando pasaba bordeando la colina!
Harp lanzó una exclamación que Jonny cortó rápidamente:
—No viene nada más que para echar un vistazo por los alrededores. Sospecha lo que estamos haciendo pero no está seguro. No os mostréis Inquietos.
Harp hizo un gesto a Carlin.
—Pero si él dice algo, Floring lo sabrá.
Una voz agradable cortó su conversación. Ross Floring con su uniforme gris, llegaba por el lado posterior de la casa y gritaba desde el coche.
—¡Eh, amigos! —saludó— pensé en veniros a ver. Jonny, hace muchas semanas que no te he visto. Cada vez que vienes al aeropuerto del espacio, pasas el tiempo enterrado en esta nave.
Jonny sonrió:
—Nos tiene muy ocupados para dejarla a punto.
Laird Carlin tuvo la sensación de que había una amistad profunda entre el oficial de Control de Operaciones y el joven Ingeniero, pero había una tensión interna que no se manifestaba con palabras. Se mostraba bajo la fría sonrisa de Jonny y los ojos agradables de Floring. Floring miraba más allá de ellos a través de las puertas abiertas del taller y hacia la construcción magnética de la nave.
—¿Es ese vuestro artefacto descubridor de metales, Jonny? ¿Eso es lo que vais a emplear para descubrir cobre y mercurio?
Se acercó. Harp Land hizo un movimiento violento hacia delante, pero una mirada fría de su hermano le detuvo.
—¡Sí, éste es! —dijo Jonny—. ¿Quiere echarle un vistazo, Ross?
Floring se mantenía en pie mirando hacia la parte superior de la máquina. Rió por la pregunta.
—Jonny, sabes bien que yo no soy ingeniero. Una cosa como esta yo no puedo llegar a comprenderla —luego se volvió hacia Carlin—. Pero usted, señor Carlin, es un C.E. ¿Qué piensa de este detector de metales planeado por Jonny? —El silencio se alzó por encima del grupo. Por un momento el rostro de Floring fue inconmovible, agradable, pero su propósito era obvio. Sabiendo que Carlin había venido a la Tierra simplemente por un caso de tratamiento fisio-mental, contaba con la sinceridad y la confianza de éste.
Carlin sintió los ojos de los dos hermanos sobre él, en aquel momento ¿qué había de hacer un buen ciudadano de la Galaxia? ¿Debería informar a Floring de todo cuanto ocurría? Era su deber hacerlo.
CAPÍTULO VII - LA ULTIMA FRONTERA
Tan pronto el coche de Floring se hubo alejado, el pequeño grupo se quedó en silencio.
—Jonny, tú sabes bien por qué tomo esas fotografías. El las pasará por telefoto al cuartel general de Canopus para que sean examinadas por ingenieros expertos, y entonces dictaminarán que la máquina no es otra cosa que una draga magnética dirigida a la excavación solar.
Jonny asintió:
—Sí, claro. Floring ha sospechado nuestros planes hace mucho tiempo, y ahora quiere asegurarse.
—Y cuando la dictaminación vuelva desde Canopus, él se apoderará de la nave y con esto hará imposible nuestra expedición —expuso Harp.
—Ya lo sé —dijo Jonny Land, mientras sus ojos azules se movían inquietos— pero esto les costará catorce o quince horas antes de que vuelva el dictamen. Antes de que transcurra este tiempo nosotros estamos dirigiéndonos hacia el Sol.
Laird Carlin se sintió sorprendido, pero antes de que pudiera hacer ningún comentario, Jonny continuó hablando tranquilamente:
—Es nuestra única y sola oportunidad, salir de aquí antes de que Floring reciba la prueba evidente que le autorice a detenernos. La nave está casi terminada. Si podemos instalar en ella «Phoenix» y salir esta noche, tendremos una oportunidad para probar que la excavación solar en la Galaxia puede llevarse a cabo con toda seguridad.
—¿Instalar los accesorios principales esta noche? —gritó Harp Land. El rostro fuerte de aquel gigante de Harp se mostraba malhumorado e inquieto—. ¡Jonny, no podemos hacerlo tan pronto!
—¡Pues tiene que ser así! —cortó rápidamente la voz de Jonny—. Harp, ve a buscar a Loesser y a Vito y a los otros muchachos. Haz que traigan el camión grande con ellos. Si trabajamos lo suficiente podemos estar prestos para partir cuando oscurezca. Una vez estemos en el «Phenix» podemos partir y completar el resto de las instalaciones en el espacio.
—No se puede hacer —gritaba nervioso su hermano. Sabes que tú mismo decías que necesitaríamos al menos una semana para llevar a cabo esta instalación.
Carlin se adelantó. El había tomado hacía tiempo esa decisión. La había tomado desde el momento que había hecho aquella respuesta que fue decisiva para Floring.
—Sabéis que yo soy un C.E. —recordó—. Yo puedo ayudaros mucho en esta instalación.
Marn le miró fijamente, sorprendida por la alegría que se reflejaba en sus ojos y Harp Land hizo una mueca de sorpresa al mirar a Carlin.
—¿Lo harías? ¿Ayudarnos? Pero, Dios mío, si quisieras hacerlo...
Los ojos brillantes de Jonny estaban puestos de un modo preocupado sobre el rostro de Carlin.
—Carlin, estaba esperando esto. Sabía desde el primer momento que necesitaría la ayuda de otro ingeniero para la instalación y acabado de mi propósito. Te traje a casa porque lo estabas deseando y quería poderle enrolar con nosotros para que nos ayudaras antes de que empezásemos nuestra expedición. Pero de todos modos tengo que advertirte. Estamos entorpeciendo las órdenes del Consejo del Control. Puedes perder tu certificado e incluso ser conducido a la prisión de Rigel, aunque nuestros planes tengan éxito. Y si fracasásemos, quizás mueras con nosotros. Después de todo, la Tierra no es tu mundo.
—¿Pero quién demonios está haciendo nada por la Tierra? —repuso Carlin—. Este viejo planeta vuestro no significa nada para mí.
—¿Laird, está usted seguro de esto? —preguntó Marn con los ojos ansiosos de la respuesta.
—¿Acaso tenemos que mostrarnos sentimentales en este momento? —preguntó Carlin rudamente—, soy ingeniero, y éste es el mayor experimento de ingeniería que se ha llevado a cabo durante cientos de años. ¿Cree usted que por egoísmo no voy a estar impulsado a él? —y luego añadió—. Y en lo concerniente a haberme mezclado en este asunto, creo que ya estoy suficientemente metido en él. Cuando yo negué a Floring que esto fuera un aparato magnético, me compliqué ya en el asunto. Por tanto debo procurar que todo salga con éxito.
Harp Land iba corriendo hacia su camión. Jonny dio unas cuantas rápidas órdenes a su hermana.
—Marn. Quiero que tú y Grand vigiléis la carretera esta noche. Quizá vuelva Floring. Carlin, usted y yo no tenemos ni un momento que perder.
Carlin caminó tras el joven hacia el taller, y una vez allí Jonny le explicó rápidamente lo que quedaba por hacer.
—Las partes traseras de los conductos de alimentación hacia las cabezas de las bombas, hay que asegurarlos, las partes refrigerantes para solidificar el cobre no están todavía en su sitio, y el aparato en sí, tiene que asegurarse sobre su esqueleto si es preciso que vuele esta noche.
Carlin se sorprendió por la cantidad de trabajo que quedaba por hacer, para dos manos. Pero Jonny añadió de un modo que demostraba su coraje y fe en su empresa.
—Loesser, Harp y los otros pueden ayudarnos en las otras operaciones que son necesarias para poco antes del despegue. Son todos ellos hombres veteranos en el espacio y saben cómo manejar los útiles ordinarios.
Carlin se dispuso al trabajo con Jonny. Pero mientras se entretenían con el emplazamiento de los tubos refrigeradores y los de alimentación en el mecanismo, un algo extraño oprimía la mente de Carlin.
¿Por qué estaba él allí, rompiendo las leyes del Control y arriesgando su certificado Y su libertad? ¿Por qué cargaba con esos riesgos que al fin y al cabo no eran nada más que para aquellos hombres que se dirigían a un planeta que no habían visto nunca hasta hacía unas semanas?
—¿Todavía?, debo tener la enfermedad de las estrellas —pensó con cierto desmayo—, de otro modo nunca me hubiera mezclado en esos asuntos. ¿Excavación solar?
Una reacción ciega le estaba dominando. Desde luego él no era el tipo apropiado para compartir ideas quijotescas. El era Laird Carlin soberbio, ingeniero muy trabajador, que él aquel momento debería estar al otro lado de la Galaxia y de lleno metido en el trabajo a que pertenecía.
Durante todo aquel tiempo, la mente de Carlin daba vueltas y más vueltas a aquel asunto de una manera desesperada, en una reacción de reproche, mientras trabajaba con Jonny a la mayor velocidad, yendo de un lado a otro en aquel esqueleto metálico mientras verificaba y ponía a punto agujas de control y los filtros de Markheim.
El sonido de unas furgonetas rompió el silencio del aire, y Harp Land llegó corriendo hacia el taller.
—Tengo los otros. Loesser los trae ahora en la gran furgoneta —dijo Harp—. ¿Qué es lo que quieres que hagamos, Jonny?
Loesser, Vito y los otros Jóvenes terrestres que llegaron a todo correr tras Harp estaban dominados por el nerviosismo. El amplio y rojo rostro de Loesser brillaba por la emoción, mientras se acercaba a Carlin.
—Tengo que pedirle perdón. Nunca pensé que llegaría un día en que un extranjero del mundo de las estrellas llegara aquí y se acercara a nosotros para ayudarnos.
—Olvídelo y póngase a trabajar con los conductos de alimentación —respondió Carlin—. Vengan aquí que les enseñaré.
A través de las calurosas horas de la tarde, el humo y la densidad del aire se fueron haciendo densos en aquel taller.
Agotado por el sudor y el trabajo y por aquellas posturas encogidas y retorcidas que tenía que adoptar Carlin en algunos momentos, estuvo sin cesar trabajando dentro de la gran nave.
Durante todas las horas, en el ritmo de aquel trabajo contra reloj, sus pensamientos estuvieron latiendo de un modo extraño en su cerebro.
¿Todo esto y sin ninguna razón? Para alguien de un mundo extraño, un mundo que al fin y al cabo dentro de un tiempo tendrá que ser evacuado. En el caso de que lleven a cabo su empresa no ganarán nada. Si pierden, el Sol los matará como a hormigas.
Trabajó ciegamente. Debía de estar como loco, pues cuanto había comenzado lo terminó.
Estaba trabajando contra un tiempo de límite inexorable que se acercaba rápidamente. Cuando las sombras empezaron a caer, al desaparecer el Sol, ellos no habían concluido.
Jonny Land se acercó para encender las luces del taller. Su rostro estaba cubierto por rastros inequívocos de fatiga y sudor.
—Dos horas más —dijo con ansiedad— no tenemos más tiempo en el caso que tengamos que poner la nave en el Phoenix y salir al espacio antes de las doce de la noche.
Esas otras dos horas parecieron semanas para el esfuerzo de Carlin.
Y el pícaro demonio en su cerebro, continuaba diciéndole:
—¡Ese no es asunto tuyo, ya lo sabes!
—¡Ya está casi terminado! —declaró al fin la voz ansiosa de Jonny— podemos enlazar estos últimos cables en el viaje. Todo el trabajo que requiere útiles pesados está terminado y no podemos permitirnos el lujo de tomarnos más tiempo.
Todos ellos estaban borrachos de fatiga por el trabajo ininterrumpido de doce horas, entre útiles y cables. Sucios de sudor y fatiga miraron a Carlin como un grupo de demonios.
La energía de Jonny parecía inquebrantable.
—Marn —ordenó—, vete hacia la gran furgoneta. Harp, tú y Carlin venir aquí.
El camión grande con caja ancha, enorme, fue retrocediendo perezosamente hacia el taller, y cargaron la nave magnética cuidadosamente. Loesser y los otros encadenaron con rapidez aquel cuerpo en el camión.
Jonny se fue hacia la cabina.
—Muy bien, salimos. Harp, conduce tú. No, Marn, tú vienes al aeropuerto del espacio con nosotros.
Marn palideció y sus ojos se agrandaron, al pesar y ver los trazos de la pistola atómica que se marcaba en el bolsillo de Harp.
—¡Oh!, Jonny eso no, ocurra lo que ocurra.
Los ojos de Jonny brillaron de un modo enfebrecido:
—Eso o nada —susurró—. Tú sabes bien lo que esto significa para nuestro pueblo, Marn.
Luego su rostro perdió aquella inquietud y le dio unos golpecitos en el brazo.
Las lágrimas corrieron por el rostro de la muchacha al mismo tiempo que abrazaba y besaba a su hermano y después a Harp, su otro hermano.
Carlin subió con cierta dificultad al camión, cuando notó que ella le tocaba el brazo.
—Tú también Laird —susurró—. Todos vosotros debéis volver.
—Subid —gritó Harp Land. Entonces el camión se puso en movimiento. Carlin iba en la cabina y bajo la oscura noche rodaban a una velocidad más que moderada por aquella carretera hacia el valle. De pronto aquella pesadilla que había estado azotando el cerebro de Carlin durante todo el día se había desvanecido y no quedaba nada más que un rasgo de dulzura en su rostro. Mientras, el camión se alejaba vertiginosamente con la máquina enorme a sus espaldas hacia el aeropuerto del espacio. El aire de la Tierra y el olor de la Tierra, era algo difícil de olvidar y difícil de comprender para Carlin. Aquella tierra dormida que sonaba de un modo extraño a sus oídos; algunas de las luces del viejo aeropuerto del espacio, y aquella pequeña torre distante, que indicaba el lugar de donde hacía mucho tiempo habían partido algunos hombres del espacio, apareció ante sus ojos. Este pequeño mundo, la Tierra, merecía de que alguien se arriesgase por ella, aunque ese alguien, fuese un extranjero procedente de las estrellas.
Estaba convencido de que se hallaba un poco loco, pero había algo escondido en el más pequeño rincón de su mente, que le decía que todo aquello no era nada más que una simple intoxicación de sus emociones que le estaban desvirtuando la razón. Pero aquel diablejo que se había movido incesantemente en la mente de Carlin se había ido y estaba totalmente compenetrado, tanto en espíritu como en propósitos, con sus compañeros. También los otros estaban experimentando aquella reacción salvaje, pues Loesser gritó de detrás de Carlin:
—¡Es algo así como evadirse de una prisión!
—Aún no hemos salido de la Tierra —advirtió Jonny— apaga las luces y vete hacia la parte norte del aeropuerto del espacio, Harp. Conduce el Phoenix tan reposadamente como puedas. —Un poco más tarde advirtió—: Más despacio. Arrímate hasta ese otro lado.
Con menos luz y con el simple murmullo de los motores, el gran camión serpenteó a lo largo de aquel muro oscuro que formaba el aeropuerto del espacio. La pequeña nave espacial tomó una forma negra oscura dentro de la oscuridad de la noche. Era un gran torpedo apuntando hacia las estrellas. Harp condujo hacia un lado la furgoneta y luego saltó de la cabina. Unas luces se encendieron de pronto y un cuerpo uniformado apareció ante ellos con un revólver en la mano.
—Pensé que vendrías —dijo Ross Floring tranquilamente—. Jonny créeme que lo siento.
Carlin se quedó tan helado como sus compañeros, por la situación tan desafortunada que habían tomado de pronto los acontecimientos. Floring salió a la luz.
—He estado mirando vuestra nave mientras esperaba —dijo— habéis hecho una preparación mucho más minuciosa y secreta de lo que es necesario para ir al lado caliente de Mercurio. ¿Os dirigíais al Sol?
—No puedes probarlo Ross —dijo tranquilamente Jonny—, no tienes ninguna prueba.
—Pero tengo las suficientes como para prohibir que esta nave salga de la Tierra hasta que se hayan realizado las investigaciones oportunas —replicó Floring— una situación totalmente cierta de los acontecimientos, me llegará de Canopus por la mañana. Entonces veremos.
Carlin vio entonces la gigante y oscura figura de Harp Land rodeando el camión y dirigiéndose por la espalda hacia Floring. Vio la pistola atómica en la mano de Harp que se alzaba.
Harp lanzó un golpe. La culata del arma chocó con estrépito en la cabeza de Floring y el oficial rodó por el suelo.
—¡Mira a ver si hay alguien más por ahí! —dijo Jonny Loesser. Vigilad la estación de Control.
Entonces se inclinó junto con Carlin sobre el hombre inconsciente.
—Tenemos que llevarlo con nosotros —dijo Jonny—, si lo dejamos aquí lo descubrirán; entonces los cruceros del Control se lanzarían tras nosotros.
Unas cuantas semanas antes, Laird Carlin se hubiera sentido totalmente en contra de cualquier ofensa dirigida a un oficial de las operaciones de Control. Pero... ¿con qué espíritu de confianza o de ley le habían infectado sus compañeros? Quedó maravillado de sí mismo mientras recogía del suelo aquel cuerpo inerte.
—Atadle en una de las sillas de la sala de pilotos —dijo Jonny.
Harp salió de la oscuridad diciendo:
—No hay nadie por ahí.
Entretanto, Carlin había atado al hombre inconsciente en la sala de pilotos, y Harp y los otros habían abierto las escotillas de uno de los hoyos de donde se lanzaban las naves. Rápidamente, moviéndose en la oscuridad, fueron saltando al gran aparato magnético. Entonces, contra todo pronóstico, llegaron a meter el mecanismo en el agujero que servía de empotramiento para aquellas naves.
—Creo que todo está preparado. Inspeccionar los últimos detalles —gritaba Jonny.
Carlin se mostraba nervioso. A cada momento esperaba oír una alarma que viniese de Loesser, refiriéndose a que llegaban oficiales de Control.
—Creo que esto aguantará así —dijo Jonny sudando—, alejad de aquí el camión. Harp, prepara todo para salir.
CAPÍTULO VIII - CASI SE QUEMAN...
Las puertas se cerraron una vez los hombres a bordo. Harp Land estaba salpicado de aceite y polvo. Saltó al asiento piloto y con manos expertas empezó a manipular los mandos de control.
—¡Que empiecen los generadores! —gritó Loesser con voz entrecortado desde el interfono.
—Dentro de poco despegaremos —dijo Harp permaneciendo ocupado en los mandos. Había una fuerza interior que empezaba a apoderarse de ellos, mientras Carlin conseguía llegar como si estuviese borracho a uno de los asientos. 025 aceleración escalada. ¡Ya estamos!
Y el Phoenix saltó con una fuerza incontrolable desde la rampa de despegue del aeropuerto espacial. Aumentaba su velocidad dirigiéndose hacia el cielo estelar, al tiempo que iba dejando atrás las luces parpadeantes de Nueva York hasta desaparecer totalmente en la distancia.
—Autorización —se oyó a través del panel de comunicación Universal—. Entregad la autorización de despegue.
—Ya se ha entregado la autorización —respondió Harp Land cortando la comunicación seguidamente, echándose a reír—. Esto les preocupa un poco.
El modo como Harp tenía de llevar la nave hacia el espacio, le parecía a Carlin suicida. La atmósfera del planeta no tardó mucho en comenzar a silbar por la fricción cortante del aparato rompiendo su tranquilidad, desgajada por aquel monstruo propulsor.
La luna apareció ante ellos como un gran globo de plata frente a las estrellas. Los ojos de Carlin se fijaron en el brillante disco solar.
Entre tanto, el «Phoenix» continuaba su marcha incontrolable; a Carlin parecíale completamente ilegal la velocidad que llevaban en el interior del sistema solar. Una verdadera carrera hacia el distante Sol.
—Reduce la velocidad, redúcela —ordenó Jonny a su hermano—. Si continúas así, no podrás desacelerar a tiempo para situarnos en nuestra órbita alrededor del Sol.
Harp Land se volvió con el rostro encendido por la emoción:
—Por todos los dioses. Al fin nos hallamos en camino. Ahora les demostraremos que los hombres terrestres pueden llegar a hacer en el espacio lo que ningún otro haya conseguido.
La voz de Jonny Land se dejó oír, con gesto sorprendido y al propio tiempo determinado:
—Creo que estamos todos demasiado nerviosos. Esto no ha empezado todavía. Fijaros bien hacia donde vamos.
Carlin oyó cómo todos apaciguaban sus voces y, él mismo, sintió un estremecimiento de emoción al mirar la gigante órbita de fuego hacia la cual el «Phenix» se dirigía aceleradamente.
—Estaremos en la órbita antes de que hayamos colocado la draga, si no nos damos prisa —dijo Jonny—. Vamos, ayudarme.
La enorme draga magnética tenía que ser instalada en su puesto, con los tubos de las pipas para hacer las conexiones en el interior de la nave, los cables y los generadores, los tubos refrigerantes para el compresor y los filtros Markheim que eran la parte principal Y más delicada de la draga.
Todos se dieron prisa y aceleraron la puesta en marcha del aparato, mientras de manera ciega y poderosa el «Phenix» se acercaba rápidamente a la órbita solar. Todos ellos, Carlin, Jonny y dos de los otros hombres, ponían a punto las últimas conexiones. El lugar donde debía de colocarse la draga, estaba caliente a causa de que los oxigenadores no conservaban el aire puro.
—¡Todo a punto! —gritó Jonny al fin, después de unas cuantas horas de trabajo que les parecieron eternas—. No hemos terminado demasiado pronto. Llegamos muy deprisa.
A través de las ventanas, la nave parecía rodeada de un velo de luz. Era la fuerza de las pantallas que repelían las radiaciones del calor.
Cuando Carlin entró, con Jonny en la habitación de piloto, quedaron medio cegados pese a las pantallas, por la fuerza de la luz existente, frente de la cabina de pilotaje.
La mitad del cielo que se veía era Sol. Un abismo gigante de llamas que hacía enloquecer por su inmensa magnitud. Todas las dimensiones del espacio y aún más, parecían abarcadas, dando la impresión de que cayesen a un infierno de fuego.
Harp volvió su rostro sudoroso, informando:
—Creo que nos emplazaremos en la órbita en menos de una hora.
Ross Floring habló desde su silla en la cual estaba atado, al recuperar el conocimiento.
—¡Jonny, te he estado esperando! Harp no me habría escuchado. Tenemos que volver.
Jonny sacudió la cabeza:
—De nada sirve Ross. Sé que te limitas a cumplir con tu deber y siento mucho haberte metido en este peligro, pero ahora ya no podemos detenernos.
—¡Nunca llegaréis a conseguirlo! —exclamó Floring—. Los cruceros de control deben de estar ya tras vosotros. Han debido suponer dónde me encuentro.
—Amenazas vacías —exclamó Harp—, no pueden saber donde estás Ross.
—Jonny, mira mis bolsillos —gritó Floring—. ¿No ves una radio pequeña en uno de ellos? Es un aparato por el cual cualquier oficina de control puede localizarme a cualquier distancia. Cuando vean que ya no vuelvo podrán saber dónde me encuentro a través de ella.
—Si eso es verdad —dijo Jonny Land, ya deben estar tras de nosotros. Harp, vuelve a abrir la comunicación.
Harp obedeció. El ruido de la órbita gigantesca que tenían enfrente de su aparato, dejó no obstante paso a una voz aguda que llegaba a través del instrumento.
—Escuadrón de operaciones de Control cuatrocientos treinta y tres nueve, llamando a «Phenix» ¡Ultima advertencia! Os hemos rodeado y os vamos a atacar a menos que volváis y os rindáis.
Sorprendido y malhumorado, Harp Land desconectó el botón y apagó la imagen de la pantalla de televisión. A lo lejos se veían unas pequeñas estrellas que se movían rápidamente y que formaban cuatro triángulos de luz. Triángulos... que eran los signos de la Galaxia de Control.
—Por todos los dioses; ¡vienen tras de nosotros! —gritó Harp—. Jonny, no están más que a unos minutos de distancia tras de nosotros y vienen a toda prisa.
—Vamos a caer sobre vosotros si no dais media vuelta —advirtió el aparato de comunicación con una voz firme.
Laird Carlin, no habría podido pensar hacia unas semanas solamente, que pudiera desobedecer una orden del Control de Operaciones. Los ciudadanos de la Galaxia estaban entrenados para obedecer y seguir con toda regla la gran organización que había hecho del Universo un lugar de ley y de orden.
Pero la antigua independencia de estos hombres de la Tierra, había hecho mella en él. Habían arriesgado mucho ya, e incurrido en ciertos delitos que les privaban de rendirse.
—¡Continuad! —exclamó Carlin—. No podrán seguirnos una vez nos hayamos colocado en la órbita y nos hayamos acercado a la fotosfera, su nave no tiene pantallas para rechazar el calor lo suficiente que les permita seguirnos.
—¡Por Júpiter! —exclamó Harp volviendo a alumbrarse su rostro por la esperanza—. Ahora no me atrevo a dar mucha más velocidad. Tengo que empezar a descelerar si queremos situarnos en órbita correctamente.
—Desacelera según tenemos convenido —dijo Jonny— No podrán caer sobre nosotros a tiempo. Pronto lo sabremos.
El «Phenix» volando hacia aquella gigantesca esfera, estaba entrando en órbita alrededor del Sol, tan cerca como fuera posible, de su fotosfera o superficie gaseosa.
Tenía que ser así. Ninguna nave tendría poder suficiente para acercarse tanto al Sol y poder soportar aquella exposición y, su propia energía. Continuaron acercándose al Sol sin captar por el momento dato alguno que les indicara que los instrumentos de la nave no funcionaran correctamente.
El aire en el «Phenix», sin embargo, se hacía cada vez más caliente. Jonny encendió otra de las pantallas repeledoras de calor, y aquel agobio en la nave se hizo menos fuerte.
Los dedos de Harp se mantenían con fuerza sobre los aparatos de control, desacelerando, y conduciendo la nave en una posición espiral hacia el Sol.
—Carlin, diles que no hagan locuras. Diles que se detengan —gritó Ross Floring—. Los cruceros caerán sobre nosotros de un momento a otro.
Carlin no prestó atención. Sus ojos se mantenían fijos en la pantalla de televisión, donde los cuatro cruceros hacían todo lo posible por perseguirles.
De pronto llegaron con un silencio asombroso, pero mortal, cuatro ráfagas de llama que rozaron el «Phenix». Eran cuatro salvas de llamas atómicas que casi hicieron zozobrar la nave. Loesser llegó tambaleándose a la habitación de pilotos con el rostro encendido.
—Nos destrozarán si nos lanzan otras ráfagas —gritó—. ¿Qué oportunidades tenemos?
—¡Encended las pantallas seis y siete gritó Harp Land sin mirar a quien le hablaba—. ¡Estoy entrando en órbita ahora!
—Es demasiado pronto —gritó Jonny— es...
Carlin vio que Harp ni siquiera le había oído. El gigante estaba cortando los elementos de su carrera, los elementos de la carrera de la nave, dejando que su desplazamiento dependiese solamente del poder de impulsión de la órbita en que se habían lanzado. Las pantallas de rechace de radiación, trabajaban todas en este momento. Otra salva de radiaciones atómicas pasó cerca de la nave. Carlin sabía que los hombres que iban persiguiéndoles, sabían que Floring se hallaba a bordo. Pero las Operaciones de Control sacrificarían a cualquiera de sus hombres si era necesario, con tal de prevenir la excavación solar que siempre había significado el desastre y los disturbios solares.
—Mirad allí —dijo Loesser.
En aquel momento el «Phenix» estaba lanzado en su corona y se inclinaba más cerca hacia la radiación solar que sobrepasaba los dos mil grados.
La mente de Carlin sufrió una convulsión de terror por el espectáculo que se presentaba ante sus ojos. No él, sino ningún otro hombre se había acercado tanto a la gran estrella. Estaban entrando en una región de tan violentas energías, que todas las leyes del espacio y del tiempo aquí parecían canceladas.
Cegador, el brillo del Sol les dejaba atónitos y perturbados a pesar de los filtros protectores de las pantallas contra las irradiaciones. Miraban hacia el vasto y aterrador océano de gases. Un mar de vapores metálicos y otros elementos no metálicos. En aquellos momentos, las pantallas mostraban que los cruceros de Control se habían retrasado y desaparecían de la vista de ellos.
—No podían seguirnos tan cerca. La fotosfera —gritó Harp Land—. Les hemos despistado y ahora estamos casi en órbita.
—No podemos hacer la órbita solar —gritó Floring— y aunque pudiéramos, los cruceros se encargarían de nosotros desde el exterior de la órbita, y una vez localizados nos incendiarían y destruirían. Tened en cuenta esto y abandonad la empresa.
Vito, uno de los hombres que formaban parte de la expedición, entró en la cabina procedente de la sala de máquinas. Las pantallas de rechace de las radiaciones ¡no dan ni una dina más de fuerza! Si nos acercamos más estamos perdidos.
—Ya estamos en órbita —dijo Jonny—. ¡Espera!
Harp Land estaba ensimismado en la operación más difícil de los hombres del espacio. Conducir su nave hacia un equilibrio exacto en la órbita, alrededor de un cuerpo celeste. Mucho más difícil aún cuando aquel cuerpo era un planeta. Casi imposible, tratándose de un cuerpo que era una estrella titánica. Carlin vio que el rostro del gigante se cubría con una máscara helada mientras trataba de centrar las agujas en sus diales, y les daba fuerza con una delicadeza infinita. Guiando, cambiando... cambiando nuevamente.
Harp apagó uno de los contactos. La fuerza de las olas de propulsión fue muriendo. Los motores del «Phenix» se habían apagado. Y las agujas de gravitación permanecían constantes.
—¡Estamos en órbita! —gritó la voz de Harp Land.
Carlin hubiera querido también gritar.
—Por todos los cielos, no hay otros hombres por toda la Galaxia como los terrestres... ¡No hay otros!
El «Phenix» daba vueltas alrededor del Sol, formando una corona profunda y acercándose a la fotosfera.
Tenía la sensación de que eran unos hombres suspendidos en un Universo en llamas de fuerza incontenible. Su mente recibió este impacto. Estaban, allí donde no había hombres, donde no había vida y nadie había intentado llegar. Estaban violando el intocable santuario de las estrellas.
—Ahora... la draga —dijo Jonny—. No tenemos fuerza suficiente para mantener las pantallas de rechace de las radiaciones solares durante mucho tiempo. ¡Vamos Carlin! —Carlin fue con él. Los hombres se mantuvieron alrededor de la draga magnética mirando con ojos de asombro y de temor al mismo tiempo. El metal estaba tan caliente que con sólo tocarlo podía hacerles gritar, mientras se acercaban a los generadores de circuitos y a las autoturbinas. Los aparatos comenzaron su funcionamiento, formando un campo magnético. De pronto la nave sufrió una convulsión. Harp llegó hasta ellos a toda prisa.
—Estos cruceros de Control están empezando a lanzarnos radiaciones atómicas nuevamente.
—No necesitamos más que un poco de tiempo —gritó Jonny Land—. ¡Los tubos refrigerantes, Carlin!
Carlin se sentía como un hombre entre sueños, mientras el sudor corría por su frente y se mantenía al lado de Jonny para colocar la draga magnética. El campo magnético se mantenía constante y todo parecía funcionar normalmente. Los ojos brillantes de Jonny miraban con inquietud los paneles y sondas de control y al fin oprimió un interruptor.
—¡Ahora!
Todo pareció de pronto haber cambiado en la nave. La draga proyectaba un poderoso y concentrado campo magnético en aquel océano de llamas y de gases como si fuese una pipa de absorción. Pero durante unos momentos no vieron nada. El tiempo parecía transcurrir interminablemente, continuaba su marcha. Entonces...
—¡Aquí llega! —gritó Loesser.
Una columna de vapores venía por la sonda desde el encendido océano. Comparada con la gigantesca del Sol, no era más que un pequeño filamento. La más pequeña obra de fuego.
Pero aquella obra iba subiendo y subiendo sin descanso hacia el «Phenix», como un hilo de fuego vaporizado, de elementos hasta aquel momento posiblemente desconocidos y que llegaban hasta el «Phenix» por el campo magnético que él irradiaba.
Los cruceros de control lanzaron nuevamente sus llamas hacia donde creyeron que estaba la nave del espacio. Al momento siguió un nuevo impacto más fuerte y la fuerza de aquella columna alcanzó una parte de la nave.
Oyeron un ruido ensordecedor. La aspiración de los vapores solares con todos sus elementos estaban llegando a su fin, a través de los filtros Markheim, que recogía a través de su pantalla los átomos de cobre. Sin embargo, estaba en aquellos momentos descendiendo a causa de las convulsiones de campo magnético negativo que les arrojaban.
—¡Nos están azotando nuevamente! —gritó Jonny Land— Y si el efecto es tal como ellos calculan no habremos conseguido nada.
CAPÍTULO IX - UN TERRESTRE VUELVE A CASA
Por un momento ninguno de ellos prestó atención a que el cobre se estaba solidificando en los refrigeradores, en una especie de granos metálicos que iban escurriéndose hacia los tambores de reserva. La verdadera prueba que se había llevado a efecto formidablemente y tal como estaba planeado desde hacía tiempo.
Todo aquello, parecía increíble incluso para el mismo Carlin. Que una parte tan pequeña de fuerza pudiese provocar extorsiones en la poderosa órbita que había debajo de ellos. Pero él sabía algunas cosas más. Sabía que el equilibrio tan sumamente delicado de la superficie de las estrellas, podía provocar por la mayor influencia exterior un cambio de presión artificial tan poderoso, que podría poner en movimientos grandes extensiones de la superficie solar. Si esto ocurría a pesar de todo, sería el caos.
—No hay ningún signo de que se haya producido ningún remolinamiento— decía Jonny con incertidumbre, mirando a través de las escotillas—. Ni un solo signo.
No era momento para hacer críticas o juicios apremiantes, ni tampoco para elevarse en triunfo. No era nada más que el momento de ir lanzados por el espacio, absorber el cobre dentro de la nave y de que la constante preocupación de Jonny no llegara a producirse. Todavía no se formaban remolinos.
Nuevas llamas atómicas sacudieron la nave desde los cruceros de control que desde muy lejos les vigilaban. El éxito o el fracaso de la exploración más audaz de ingeniería en la historia de la Galaxia recaía sobre los estudios secretos de Jonny.
—Todavía no hay trombas de aire ni remolinos.
Jonny Land levantó la cabeza, miró a todos, que estaban tan excitados como él mismo, y les dijo:
—Lo hemos conseguido casi increíblemente. Hemos llenado casi los depósitos de cobre y todavía no se ha formado ninguna tromba en la superficie solar, ningún disturbio que pueda entorpecer nuestro viaje. Hemos hecho posible la excavación solar.
Las lágrimas corrieron por el rostro de Loesser. Harp Land parecía abatido. Pero Jonny caminó hacia el otro lado de la habitación donde los refrigeradores conducían hasta los depósitos. Quedó mirando aquel metal que parecía recordarle el oro en lugar del cobre.
Ellos le siguieron. Los otros miraban con él. Cobre, puro y virgen, estaba esparcido en aquella nave y casi llenando los depósitos que se habían preparado para él. ¡Cobre sacado del Sol!
—Cobre para la Tierra —susurró Jonny, con el rastro resplandeciente—. Poder y nueva vida para todo nuestro viejo planeta.
La nave sacó de sus entrañas un ruido metálico, en el momento que un nuevo disparo atómico les hizo casi zozobrar.
—Las pipas de alimentación —gritó Loesser saltando al lado de Carlin.
Carlin lo vio. Los muros de la nave habían soportado aquel impacto, pero la sacudida había arrancado algunos de los cables y refrigeradores. Dos de los tubos estaban perdiendo y destilaban por sus orificios vapor de cobre blanco y caliente que los compañeros de la nave miraban con rabia y extrañeza.
Y si los otros lo hicieran todo estaría perdido.
Sabiendo lo que las pipas significaban en aquella expedición Jonny se puso a revisar y a supervisar una de ellas mientras Carlin le miraba con la mayor ansiedad. Hizo un arreglo en una de las pipas y Vito empezó a apretar todos los tornillos y tuercas de aquel extraño aparato. Cuando Carlin y Vito se volvieron, otro de los tubos pareció que iba a estallar.
—Aquí —gritó Jonny Land como si su grito fuese de agonía.
Carlin quedó helado cuando vio la más horrible y heroica de las escenas que nunca hubiese podido creer. Uno de los tubos había estado a punto de estallar y Jonny Land lo había rodeado con sus brazos y le estaba impidiendo el estallido por medio de esfuerzos agónicos mientras el vapor blanco y caliente se extendía por su cuerpo.
Harp Land se acercó tan aprisa como pudo al lado de su hermano, mientras Carlin trataba de asegurar aquel tubo y cerraba el paso del vapor de cobre. Luego se volvió. Harp estaba inclinado sobre su hermano.
—¡Jonny!
Todo el pecho y el cuello de Jonny estaba oscurecido y lleno de ampollas. Su rostro era mortal, más bien parecía una máscara. Otro disparo pasó cerca de la nave y nuevamente el «Phenix» se estremeció.
—Cortar la draga —gritó Carlin— ya hemos demostrado que este proceso se puede llevar a cabo con éxito y no podemos permanecer ahora aquí o de lo contrario morirá tu hermano.
Loesser cortó los efectos de la draga. Harp Land fue corriendo a la habitación de pilotos. Carlin le oyó cómo gritaban a través de la radio:
—¡Cruceros de Control! ¡Aquí «Phenix»! Vamos a rendirnos. Aprestaros para dar tratamiento médico a un hombre herido.
—Salid de vuestra órbita inmediatamente y nos pondremos en contacto con vosotros cuando estéis fuera de la corona —respondió una voz aguda y rápida.
Los generadores del «Phenix» empezaron a zumbar con su aguda nota, mientras Harp Land aceleraba incontrolablemente sus motores, por encima, la propulsión de las vibraciones empezaba a hacer mover la nave en otra dirección, para abrirse camino luego y salir de aquella gigantesca atracción del Sol, saliendo despacio y describiendo una tangente fuera de la órbita del mismo.
Carlin, Loesser, todos ellos, estaban inclinados sobre Jonny Land, cuando Floring desatado por Harp volvió, el oficial miró y sacudió la cabeza sombríamente.
—No tenemos ninguna posibilidad —dijo—. No vivirá ni para llegar hasta los Cruceros. Jonny no oía nada. Luchaba convulsivamente buscando aire para respirar y mirando sin verles. Carlin sintió cómo las lágrimas resbalaban por sus ojos.
—¡Jonny! ¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos! —le decía Loesser—. Hemos hecho posible la excavación solar. Dentro de poco habrá grandes cantidades de naves nuevas, grandes naves, que vendrán aquí y cogerán todo el cobre que la Tierra necesita.
Carlin sabía que aquel hombre estaba tratando de reconfortarle con aquella esperanza, asegurándole con aquellas palabras que si él moría en la empresa, no había dado en vano su vida.
Todo aquello no llegó a Jonny Land. Ya no era Jonny Land. No era nada más que un ser que moría con grandes dolores y no podía sentir o saber nada que no fuese el dolor. Y de pronto el dolor se fue y la vida se fue con él, y su rostro se relajó, y se quitó la máscara que no había tenido ninguna significación para él.
Loesser lloró.
¿No se dio cuenta de lo que le estaba diciendo? Carlin se sintió sombrío; azotado por las emociones. Había visto al único héroe que nunca hubiese conocido; le había visto morir, pero la muerte de un héroe no era más que una muerte, un proceso final de dolor como todas las demás.
Fue hacia la cabina de pilotos.
—Jonny ha muerto —le dijo a Harp Land Los hombros de Harp se hundieron pero no se volvió mientras conducía al «Phenix» hacia otro lado del espacio donde les esperaban los Cruceros de Control.
La corte de Control aquí en New York, no es más que una pequeña habitación en un edificio del Aeropuerto del Espacio. No había oficiales en ella, excepto tres jueces de mediana edad que estaban sentados tras una pequeña mesa y se preparaban para dictar sentencia a Laird Carlin y sus siete compañeros. No había abogados defensores ni jurados.
Tampoco los necesitaban. Los sicólogos del Gobierno que ya habían hecho preguntas a los hombres acusados, durante cuatro días en la cárcel, habían hecho ya sus relaciones de sinopsis, y éstas se habían mostrado totalmente completas y de una evidencia incontrovertible.
El juez supremo, el hombre que estaba en el centro, leyó tranquilamente la decisión mientras Carlin y los otros le miraban.
—Esta corte está colocada en una posición peculiarmente difícil para juzgar vuestro delito. Por una parte vosotros rompisteis deliberadamente las reglas del Consejo de Control y desafiasteis a sus oficiales. Pero por otra, vuestra acción ha demostrado prácticamente los beneficios de un proceso de excavación solar, que será de un valor incalculable para éste y cualquier otro sistema de la Galaxia.
»Olvidar vuestra ofensa porque vuestros últimos resultados hayan sido buenos, sería sentar un mal precedente. Esto establecería un principio legal que permitiría que otros hiciesen otras cosas con propósitos menos razonables y no se les podría juzgar. No podemos permitir tales precedentes como punto de partida, Sin embargo, y por lo tanto sintiéndolo mucho, esta corte debe prescribir un castigo por vuestro delito.
Carlin no podía negar la lógica cristalina. Sabía desde un principio que esto terminaría así y estaba demasiado cansado para que le importase mucho.
—Estáis sentenciados a dos años de cárcel en la prisión de Rigel y a la pérdida de vuestras licencias de hombres del espacio o certificado de ingenieros Cósmicos que poseáis. Tal sentencia es obligatoria en este caso. —Luego añadió rápidamente—: Sin embargo, también está dentro de nuestra Jurisdicción suspender el límite de cárcel y el límite de cancelación de vuestros certificados, a un año a partir de este momento. Tal es la sentencia de esta corte.
Loesser dio un suspiro de alivio:
—Por un momento pensé que Rigel era lo que nos esperaba de verdad.
El juez se levantó:
—Hablando personalmente —añadió calmado— nosotros quisiéramos dar la más cordial enhorabuena a todos vosotros por lo que acabáis de realizar.
Ross Floring se acercó a su lado.
—Suspensión de un año no es mucho —dijo y Carlin asintió.
Cuando con la figura gigante de Harp Land yendo delante de ellos, salieron del edificio, un murmullo ensordecedor producía la gran muchedumbre que les esperaba fuera. Los terrestres al menos, no habían tenido que equilibrar su gratitud.
Harp guardaba silencio mientras pasaba a través de la muchedumbre hacia Marn y el viejo Gramp Land. Carlin se sintió a sí mismo inquieto por las manos que la oprimían, que le cogían y le llevaban de un lado a otro entre voces de agradecimiento.
Un hombre muy nervioso le dio unas palmadas en el hombro:
—¿Nosotros los terrestres les hemos demostrado que aún podemos conquistar el espacio, no es así?
¿Nosotros los terrestres? De algún modo sin saber cómo, pero por primera vez en todos aquellos días, Carlin pensó con orgullo en ser un terrestre.
No quería encontrarse con el pálido rostro de Marn. Pero ella le habló serenamente.
—Ya lo sé todo Laird, todo lo de Jonny. Las mujeres de la Tierra durante dos mil años, han visto a sus hombres salir al espacio y no volver.
Floring les había seguido.
—Quiero que usted vea algo —dijo.
Se abrió camino hacia el monumento de los pioneros del espacio. Carlin miró la lista de nombres y sus ojos de pronto sufrieron un sobresalto por lo que habían visto. Por primera vez desde hacía centurias, un nuevo nombre se había añadido al final de aquella gran lista.
JON LAND.
Los ojos de Marn resplandecían. Su hermano, miraba a lo lejos como si buscase algo en el espacio que le reconfortase. El viejo Gramp Land se volvió tristemente.
—Un nombre sobre una piedra, no merece la pena para cambiarlo por mi pobre muchacho —murmuró—. ¡Me estoy volviendo viejo!
Aquella tarde, en la vieja casa sobre la colina, estuvieron tristes y silenciosos durante la cena. La mesa era demasiado grande y miraban alrededor demasiado a menudo como si estuviesen esperando la llegada de un paso familiar o de una voz agradable.
Carlin sentíase oprimido a causa de algo que no les había dicho todavía. Odiaba sin embargo truncar aquel silencio.
—Hay algo que ellos descubrieron cuando nos hicieron el psico-estudio para el juicio —dijo al fin— El mío demuestra que ya no tengo estabilidad de coordinación ni enfermedad estelar.
—¿Quieres decir que ya estás curado? —dijo Harp sorprendido—. Bueno, eso está bien. Nunca pensé en ello, pero hiciste el viaje del Sol muy bien, te portaste formidablemente.
—El sicox dice —explicó Carlin—. Que algunas gentes fuera de la Galaxia si de cuando en cuando se aproximan a la Galaxia terrestre, van influyendo dentro de su sicología, van acercándose a sus orígenes terrestres y convirtiéndose en gentes como las demás de la Tierra. Tales gentes responden rápidamente al tratamiento terrestre. Yo soy uno de ellos parece ser. —Luego añadió con cierta incomodidad—. Puedo volver a casa, a Canopus, ahora, aunque tendré que trabajar en una oficina durante un año. Lo que ocurre es que una nave sale para Canopus esta noche y no habrá otra durante algunas semanas.
—¡No te irás esta noche! —exclamó Harp—. ¿No te irás tan pronto?
Carlin se sintió un tanto descorazonado.
—Yo también desearía no marcharme tan pronto, pero no tengo nada que hacer ya aquí y me encuentro bien.
El esperó que Marn protestase un poco, pero no lo hizo. Sólo dijo tranquilamente:
—Yo le llevaré hasta el aeropuerto del espacio.
—Creo que preferiré ir andando —replicó despacio Carlin.
—Te estaba esperando —dijo Marn tranquilamente—. Sabía que no te irías.
Las manos de Carlin se apoyaron sobre los redondos hombros de la muchacha y habló con inquietud:
—¡Marn, no podía! Pensé en Canopus, pensé en los amigos y en la muchacha a quien gusto y en los jardines y las ciudades que acostumbraba a amar, y todo aquello, sin embargo, resulta irreal. Estoy atado, no sé cómo, a este viejo planeta, a Jonny y a Harp, y a todos los otros, y a ti. Por qué no.
Ella cayó en sus brazos rápidamente:
—¡Ya lo sé. Ha habido más de uno como tú, más de uno que llegó a la Tierra y se dio cuenta de que no la podía abandonar. Este viejo mundo está metido en la sangre de todas las razas.
Ella le miró y continuó diciendo:
—Un año no es mucho tiempo. Te necesitamos aquí para reemplazar a Jonny, para supervisar la exploración solar. Y yo también te necesito. Siempre te necesitaré.
Carlin la estrechó contra sí. Como dos cuerpos fundidos en uno. Todo su cansancio y sus dudas se habían desvanecido. Miró hacia las estrellas y pensó en aquellos mundos pero todos estaban lejos, muy lejos.
Y la Tierra estaba cerca, la sentía, con su tranquila noche rodeándola. Un viento suave movía las ramas y las hojas de los árboles, que parecían querer acariciar la luna. La carretera se inclinaba blanca y segura hacia la vieja casa, fuera de la enorme extensión del tiempo y del espacio. El perfume que emanaba de Marn le cautivaba.
Un terrestre había vuelto a su tierra. Y Marn sabía que para siempre.
FIN