El Miserere

Gustavo Adolfo Bécquer

El sevillano Gustavo Adolfo Bécquer nació en 1836, de su tierra captó la sensibilidad poética, que llevó a Madrid, aunque no pudiera manifestarla, todavía, porque necesitaba trabajar para vivir. Primero estuvo empleado como simple burócrata, hasta que se dedicó al periodismo. Cuando empezaba a sentir la herida de la tuberculosis dio comienzo a su gran obra literaria, en forma de poesías, como Cartas desde mi celda, o de prosa, como sus Leyendas, entre las que destaca El Miserere.

Bécquer inició la poesía moderna, sin olvidar el romanticismo, hasta el punto de influir en grandes autores como Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez. Sus pocos años de vida, ya que fue abatido por la tuberculosis cuando sólo había cumplido los treinta y cuatro años, impidieron el desarrollo de un poder de creación inimaginable. Hemos de tener en cuenta que esta autor excepcional está considerado uno de los cinco grandes poetas de toda la Literatura en castellano. ¿Dónde hubiese llegado de haber podido vivir más tiempo? Por otra parte, casi toda su obra no fue conocida hasta después de su muerte, por eso siempre vivió en la precariedad por culpa de la enfermedad que le estaba consumiendo y por ciertas desavenencias familiares.

Si nos fijamos en el relato que hemos seleccionado, observaremos como Bécquer recurre a elementos populares que, a pesar de no pertenecer a su época, refleja con una autenticidad sorprendente. Luego hemos de destacarlos diálogos, la forma de representar la música cómo, de una forma sutil, se nos conduce a un desenlace de dramatismo impresionante, donde lo sobrenatural supera la mente de un peregrino que creía haberlo visto todo...

Hace algunos meses que, visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes de su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.

Era un Miserere.

Yo no sé música; pero le tengo afición que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras que llaman llaves, y todo esto sin comprender ni una jota ni sacar maldito el provecho.

Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había una palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, sino hasta el décimo versículo.

Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención primeramente; pero luego me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras tan italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, più vivo, a pacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: «Crujen..., crujen los huesos, y de sus médulas ha de parecer que salen los alaridos»; y esta otra: «La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime»; o la más original de todas, sin duda, recomendada al pie del último versículo: «Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... fuerza...!, fuerza y dulzura».

—¿Sabéis qué es esto? —pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.

El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.