Sonicia, yo no he venido a esto

por Carlos G. García

David se miró en el espejo por enésima vez. No terminaba de gustarse con la camisa negra de rayas grises que había elegido para la ocasión. Se la remetió por dentro del pantalón y se giró levemente con la intención de contemplar cómo le sentaba, si los pliegos habían adquirido la perspectiva adecuada, la justa para disimular su incipiente gordura, ese maldito amago de barriga que le perseguía allá donde fuera o, aún peor, que le antecedía y anunciaba su presencia. Aquella noche la molla, el flotador adherido a su cuerpo, era más molesta que nunca y por eso no podía dejar de observarla en su reflejo, como una maldición de la que no podía zafarse. Él no era él, sino un gordo obeso y mórbido que sería capaz de devorar un par de elefantes de una tacada, y que de ser vegetariano se comería un bosque. Chasqueó la lengua con fastidio y cierto nerviosismo, un poco enfadado consigo mismo por ser como era.

Debía estar perfecto, impecable, como nunca; y es que aquella debía ser una noche verdaderamente especial. No es que David hubiera quedado con el amor de su vida, un tipo apuesto y atlético, increíblemente inteligente y divertido e inusitadamente partidario del michelín como reclamo sexual. Ya le habría gustado, ya, pero eso, el amor, era algo a lo que había renunciado desde hacía algún tiempo y que ya no entraba en sus planes. Primero, porque estaba cansado de sufrir por culpa de relaciones sin futuro y de hombres sin escrúpulos; y segundo, porque tras la ruptura con Mateo decidió que lo mejor era concentrarse en su carrera profesional.

Le encantaba recalcarlo ante cualquiera que le preguntara por su vida amorosa: quedaba muy sofisticado. «¿Cómo van los novios, David? ¿Tienes algo por ahí?». «En absoluto. Yo ahora estoy concentrado en mi carrera profesional». Qué importanta se sentía. Y todos tan contentos, porque ni los que hacían la pregunta tenían por qué aguantar la retahíla de un mal de amores, ni él tenía que ponerse en evidencia expresando un malestar que se hacía mucho más patente y dramático, infinitamente más difícil de olvidar, si se empeñaba en relatarlo una y otra vez, como esas personas que entran en bucle y a las que a veces te entran ganas de introducirles un calcetín sudado en la boca por el bien de la Humanidad.

—Oye, tú —interrumpió una voz poco familiar, cargada de desdén y un tanto afilada que no le dejó tiempo ni para responder—. Sales en cinco minutos, que lo sepas. Vete yendo para las puertas ya y en cuanto se abran, pasas para adentro.

Así, sin un por favor ni nada. «Qué maleducada es la gente, qué mal se trata a los artistas hoy en día», criticó fugazmente, sin mucha energía. Estaba demasiado preocupado por otras cuestiones que le importaban más, como su sobrepeso, sin ir más lejos, o la capacidad de los calcetines sudados para hacer del mundo un lugar mejor.

Gracias a la dedicación exclusiva que le estaba prestando a su carrera profesional, David se hallaba en una excitante y comprometida situación: estaba a punto de entrar en un programa de la televisión de la franja horaria de mayor audiencia, lo que algunos entendidos llaman el prime time y que no es más que la hora de la cena, chispa más o menos. El Diario de Sonicia era un programa de gran éxito que comenzó a ocupar la noche de los sábados en la parrilla televisiva hacía unos meses. Al principio se emitía los jueves, luego lo pasaron a los viernes y al final los directivos de la cadena decidieron que dado el ingente éxito que cosechaba entre las masas, no les quedaba más remedio que trasladarlo a los sábados, que era justo cuando la cadena enemiga por antonomasia, Teta Cinco, emitía ¿Quién quiere enrollarse con mi prima?, un reality que había hecho las delicias de los televidentes y que le arrebataba porcentajes de audiencia a todos los demás programas que se emitían de forma simultánea. Para competir, en una dura pugna por la prevalencia, apostaron por El Diario de Sonicia…, y había que reconocer que no les estaba yendo nada mal.

La verdad era que en otros tiempos, esos años felices en los que nadie se quedaba en casa, los sábados en la parrilla televisiva habían dejado muchísimo que desear como norma general. Los españoles, fiesteros por naturaleza, aprovechaban tan señalado día de la semana para salir a cenar o a emborracharse, según las particulares preferencias de cada cual; a veces, incluso, ambas cosas. Así de atrevidos e intrépidos eran. Estaba claro que quedarse en casa no era una opción. Por ello, las cadenas no se esforzaban demasiado para cubrir la franja nocturna perteneciente al sexto día de la semana. Pero una dura crisis económica había hecho estragos pocos años atrás, y tras muchos recortes, despidos, bajadas salariales, aumento de precios, estrangulamientos al gasto público y a las prestaciones y, en resumen, un descenso pronunciado del nivel de vida de la mayor parte de los habitantes de una España venida a menos a la fuerza, muy pocos afortunados disponían ya de dinero para salir de fiesta o a tomar unas simples cañas y tapas, lo que en otros tiempos había sido el pan nuestro de cada día. «Los tiempos cambian y hay que apretarse el cinturón». Los machacaron tanto con aquella cantinela que al final habían cedido. Cuando se dieron cuenta de que los que se apretaban el cinturón eran, única y exclusivamente, los más pobretones, ya no se podía hacer nada. Ni protestar siquiera, porque quejarse estaba muy mal visto —y si se hacía de determinadas maneras, o más alto de la cuenta, constituía un grave delito contra la patria.

Así, muchos habían adquirido la costumbre de quedarse en casa (los que la conservaban, claro) con el objetivo de ahorrar y de reunirse con los amigos frente al televisor para contemplar las maravillas de la mediática era ultraposmoderna. Se trataba de una costumbre sana, de austeridad recomendada por los políticos e incluso por todos los médicos de los pobres. Por esa razón, los sábados por la noche se habían convertido en el momento de mayor cuota de pantalla de toda la semana: hordas de individuos se apoltronaban en sus sofás y adquirían el estatus de espectadores. Por supuesto, este hecho suponía que los sábados por la noche también se habían constituido como los instantes más cotizados para vender publicidad. Las pugnas de las cadenas por conseguir el mayor share eran terriblemente sangrientas, y estas ya no sabían qué inventarse para lograr estar en la cima. Había que prevalecer a toda costa. Leyes de mercado y esas cosas que no podemos comprender los humildes mortales.

David había escrito a la cadena hacía algún tiempo porque deseaba mostrar sus habilidades ante el gran público. Su carrera profesional, esa que mencionaba para escapar de preguntas incómodas relacionadas con el amor, no era otra que la de cantar por las noches en locales de poca monta de su ciudad. Normalmente se mostraba como un chico tímido y apocado, pero ese era el único momento en el que verdaderamente se sentía importante, en el que se crecía, en el que sentía que estaba a la altura de los demás: cuando se subía a esos escenarios (que en ciertos locales, como el Mississippi, no eran más que un simple escalón), tomaba el micrófono entre sus manos y, en cuanto sonaba la música del playback (porque, claro está, el presupuesto de sus actuaciones no daba para música en directo), cerraba los ojos y se dejaba llevar por la melodía para penetrar en una suerte de éxtasis artístico, algo que en otras épocas habría tenido cierto valor pero que en los tiempos que corrían, pragmáticos y sin lugar para sensiblerías de ningún tipo, despertaba una mezcla de nostalgia y desprecio.

No obstante, a David no le importaba que su público no le prestara demasiada atención, ni que muchos se rieran de su romanticismo artístico. Ni siquiera le importaba que aquellas actuaciones apenas le dieran lo suficiente para malvivir y constituyeran, además, su único sustento. Lo único que deseaba fervientemente era que llegara el momento del aplauso, que siempre llegaba; porque otra cosa no, pero David poseía una voz prodigiosa y, además, había sido educado correctamente en las artes del canto por una tía abuela con muy mala uva y muy borde, pero que también era una renombrada cantante de ópera en los tiempos de Maricastaña. Por lo demás, su coordinación motora era nula y su presencia en el escenario era horrible, pero todo quedaba perfectamente sopesado por el torrente de su voz. Y era curioso, porque de pequeño David se había caracterizado por poseer una voz de pito horrible y muy molesta, que era motivo de burlas, mofas e insultos de todo tipo. Pero en cuanto alcanzó la adolescencia —gallos mediante—, su cadencia cambió y se suavizó y su voz se tornó cálida y envolvente. Tan impresionante era el atractivo del sonido que se escapaba de sus cuerdas vocales que un día, canturreando mientras hacía los deberes, la borde de su tía-abuela (que jamás le había dirigido la palabra para decirle nada bonito) se quedó prendada de él y quiso ser su mentora por narices y porque, las cosas como son, David era un niño muy solo y con pocos amigos, al que le sobraba el tiempo y que se moría porque alguien —aunque fuera aquella mujer amargada con cara de no haberle cambiado las pilas al vibrador en la vida— le hiciera el menor caso.

David cantaba francamente bien y despertaba ovaciones entre el escaso público que solía concentrarse a su alrededor. Como muchos de nosotros, esperaba que algún día surgiera una oportunidad dorada y definitiva de la nada, una de esas que cambian la vida de las personas…, para atraparla fuerte entre sus manos y no dejarla escapar. Por eso se había decidido a enviar un correo electrónico a la cadena. En realidad fue remitido a Operación Garganta Atrofiada, el concurso de cantantes noveles que emitían los viernes por la noche; no obstante, le habían asegurado por teléfono que El Diario de Sonicia iba a hacer un especial de grandes talentos desconocidos y que era una buena oportunidad, casi mejor que la de aparecer en Operación Garganta Atrofiada. Esas palabras le convencieron: no dudó ni un instante en aceptar la invitación para ese mismo sábado, cancelar la actuación que tenía planificada para entonces (ante la ira del dueño del Mississippi, ese antro en el que solía cantar cada dos por tres) y plantarse en Madrid con lo que se conoce como una maleta llena de sueños y bandadas de pájaros en la cabeza.

Así que ante el anuncio de aquel señor tan antipático, se miró al espejo otra vez, respiró hondo y cruzó los dedos, esperando que aquella fuera, de verdad, su oportunidad de alcanzar el sueño que había venido persiguiendo durante sus treinta años de edad. «Necesito que la vida me sonría, aunque sólo sea una vez. Lo necesito». Imploró a todos los buenos espíritus unas vibraciones favorables y que los nervios no le traicionaran, y se situó junto a la puerta, esperando que algo o alguien le hiciera la señal oportuna, aquella que cambiaría el curso de sus días y su tediosa realidad para siempre.

En el plató del programa, Sonicia se atusaba el pelo con la mano derecha y con la izquierda sostenía contra su pecho un portabloc de madera bastante grueso, y con una horquilla de metal encima que servía para sujetar las hojas de papel. Mientras tanto, el programa de este sábado ya había empezado y en el primer sillón un chico y una chica de unos veinte años se peleaban dramáticamente, adornando sus expresiones con pronunciadísimos aspavientos.

—¡El niño que llevo en mi vientre es tuyo! ¡Es tuyo!

—¡Pero si yo soy gay! ¡Cómo va a ser mío! Además, tú has estado así de gorda siempre, no mientas, tía, no te vayas a poner bien puesta ahora…

—Este niño es tuyo y lo sabes, ¡y lo sabes!

Sonicia resopló mientras se preguntaba cómo narices alguien como ella había terminado presentando un programa como aquel. En cuanto lo pensaba durante tres segundos se daba cuenta de lo terrible de la existencia humana, de cómo somos capaces de enrevesarnos en la maraña de la tragedia sin apenas percatarnos.

Desde siempre, desde que era una niña, había querido ser actriz; lo suyo había sido puramente vocacional. Sus principios no habían discurrido por mal camino, no: había coprotagonizado un par de cortos e incluso había hecho un papel pequeño en un largo. Bien es cierto que el largo apenas había durado en taquilla dos semanas, que lo habían visto tres gatos y que nadie la paraba por la calle ni nada cuando se encaminaba cada mañana a hacer la compra, aunque ella saliera de casa con la cara bien lavada y todo eso (nada de ocultarse tras unas gafas de sol y una gorra, en absoluto. Ella quería que la vieran bien, que la reconocieran). Sin embargo, habían sido unos buenos trabajos, papeles de los que se había sentido orgullosa y con los que había obtenido la impresión de que estaba progresando, de que iba por el buen camino, ese que la habría de conducir a labrarse un futuro prometedor.

Pero el dinero era el dinero, y un día su compañera de piso —una panadera como otra cualquiera que poco o nada tenía que ver con el mundo del espectáculo— le anunció:

—Nena, han venido y han puesto este cartel en la puerta de la panadería.

El cartel expresaba que se buscaban actrices para un casting, sin especificar exactamente de qué tipo de trabajo se trataba. En otras circunstancias, Sonicia ni se habría planteado acudir, pero llevaba demasiados meses sin trabajar, no tenía un duro y estaba depresiva, así que se decidió a presentarse a la prueba, convencida de que seguramente tendría que enfrentarse a cualquier estudiantucho de Comunicación Audiovisual —todavía con granos en la cara y con ínfulas almodovarianas— que de seguro le pediría el favor de que hiciera el papel por un sueldo irrisorio (o sin cobrar directamente) y que enseñara una teta en alguna escena por la patilla. Todo para terminar el cortometraje cortándose las venas en un cuarto de baño en plan trágico, en blanco y negro y al son de la música triste y deprimente de un piano. Eso era lo más probable, según sus pronósticos. Su sorpresa fue mayúscula en cuanto supo que se trataba de un programa de la televisión nacional que estaba buscando una cara nueva entre personas de la calle. «La gente de la tele, llena de maquillaje y de bótox, ya no vende. Necesitamos gente sencilla», le dijo un tipo que, precisamente, tenía tanto bótox como maricones hay en el Festival de Eurovisión (o sea, que si su rostro hubiera reventado habríamos muerto todos sepultados por una ola, rollo Deep Impact).

Así que actuó delante de ellos y la eligieron a cambio de un sueldo astronómico que, por supuesto, no supo rechazar: no logró encontrar las palabras adecuadas para hacerlo, ya que se estaba imaginando a sí misma tomando un baño en una piscina llena de gin tonic. Del caro. Y es que con la dignidad no se come, por muy guay que sea ir de alternativa. Ella estaba desesperada, harta y era demasiado impaciente como para llegar a donde quería por el camino más largo.

Pero la vida da muchas vueltas, y tras varios años de estar presentando El Diario de Sonicia, se sentía sucia y se percibía a sí misma como una vendida que no supo conservar el idealismo y las fuerzas necesarias para perseguir sus sueños. Los de verdad. Porque una vez que uno se baña tres veces en una piscina de gin tonic (del caro) la cosa deja de tener su gracia, y los remordimientos hacen lo posible y lo imposible para abrirse paso e inquirir «¿y si tu vida hubiera sido diferente, maldita desgraciada?». Aunque ahora, eso sí, la gente la paraba por la calle…, pero era para ver a los especímenes que le pedían autógrafos. «Puta panda de frikis», solía mascullar con muy mala uva al tiempo que propinaba algún que otro codazo.

—¿Insinúas que tú, como mariliendre de Leo, una noche te acostaste con él y te dejó embarazada? —aclaró Sonicia, simplemente porque se lo habían chivado por el pinganillo, algo que hacían muy a menudo los del programa cuando los todopoderosos presionaban para que hubiera más audiencia.

—¡No! —contestó el chico haciendo un gesto con la mano que bien podría haber gritado a los cuatro vientos «Soy marica, pierdo aceite, en la vida haría algo con una mujer más allá de cepillarle el pelo».

—¡Pues claro que sí! No lo niegues ahora, Leo, sabes de sobra que tú has tenido un pasado hetero. Cuántas veces me has contado tú que te follabas a chicas antes de hacerte marica, en el instituto…

—¡Eso es mentira! Además, yo nunca me enrollaría con alguien como tú: eres gorda y fea. No me pones nada. No te tocaría ni con un puntero láser.

—Pues cuando estaba triste y deprimida bien que me decías que no llorara, que la belleza está en el interior y que yo era una bellísima persona. Que algún día alguien se daría cuenta y me haría feliz.

—Ya… —respondió Leo sin saber muy bien cómo rebatir lo que era una realidad, porque efectivamente él había sido el artífice de aquel discurso de consolación.

—Pues por eso. Sonicia, déjame que te cuente. Una noche estuvimos de bares de ambiente hasta las tantas. Él estaba muy cachondo, no paraba de decirme al oído que quería follarse a alguien, que no aguantaba más y guarradas como que tenía las pelotas llenas de amor y cosas así. Como no consiguió ligar con nadie, me emborrachó y luego me llevó a su casa. Me dijo que durmiéramos juntos, en la misma cama. Y me penetró. Me penetró toda —la mariliendre empezó a sollozar—. Este hijo es suyo, ¡ESTE HIJO ES SUYO!

El público empezó a murmurar. La mariliendre lloraba. El amigo gay se tapaba la cara con las manos y negaba con la cabeza una y otra vez. El drama en estado puto… puro. Todo estaba saliendo a pedir de boca. De repente alguien a través del pinganillo la empujó a que zanjara el asunto y diera rápidamente paso al siguiente invitado. Ya habían agotado el clímax, aquello ya no daba para más.

—Bueno, querida, tú no te preocupes, que cuando tengas al niño le haremos la prueba de paternidad y veremos si es de Leo o de cualquier otro, o si sólo son gases, que todo puede ser en esta vida. Pero en cualquier caso, para eso tendremos que esperar. Les recuerdo que estamos en riguroso directo, hoy sábado a las once y dos minutos de la noche, y que el tema del programa de hoy es «Tengo que darte una mala noticia. No fue de casualidad». Nuestro siguiente invitado es un chico de treinta años al que le gusta mucho coger el micro para cantar, y no sólo en karaokes. Esta noche ha dejado una actuación muy importante para estar aquí con nosotros y acompañarnos. ¡Un fuerte aplauso!

David entró en el plató muy nervioso. Se encaminó hacia uno de los sillones, pasando por delante de la mariliendre con problemas de sobrepeso, que seguía llorando y balbuceando, pero ya no se escuchaba nada porque le habían cortado el micro. Su amigo gay intentaba consolarla cogiéndole de la mano, pero aprovechó para lanzar una mirada de soslayo a David y proyectar así su deseo, salivando más que los perritos de Pavlov como consecuencia de la visión de su culo. Esto llenó de ánimos a ambos: tanto al gay para consolar a su amiga —y hacerse el bueno con el fin de causarle buena impresión al que acababa de bautizar como Don Culo Impresionante—, como a David: le hizo sentir bien, como si el bulto de la barriga que hacía unos minutos tanto le molestaba se hubiera esfumado por ciencia infusa. A continuación ocupó el asiento que le habían indicado por señas.

—Muy buenas noches, David. ¿Qué tal estás?

—Bien. Un poco de nervioso.

—No te preocupes, David, que no pasa nada. No vamos a hacerte nada malo. Tú te dedicas a cantar, ¿verdad?

—Sí. Me gusta mucho cantar.

—¿Y dónde sueles cantar?

—Pues en locales para gente de todo tipo: homosexuales, lesbianas, gays, drag queens, de ambiente, homosexuales…

—Ajá. De todo tipo, ya veo. ¿Y qué cantas? Cuéntanos.

—Pues canto de todo, yo me adapto a todo, pero sobre todo baladas. Es que soy muy romántico.

—¿Eres muy romántico? —«Vaya», pensó Sonicia un tanto conmovida, «el mariquituso es romántico». No pudo evitar sentir cierto desprecio por él, sólo porque estaba sentado delante de ella en medio de aquel programa de mierda y le recordaba que su vida era lo suficientemente triste como para estar desperdiciando su talento—. ¿Y tienes novio, David? ¿O novia? ¿Novio, no? ¿Porqué tú eres maric… gay, no, David?

—Sí, pero no tengo novio. Estoy centrado en mi carrera profesional —anunció él con gran orgullo y cierta chulería anquilosada en el tono de voz, consecuencia de la cantidad de veces que había pronunciado esa frase y las que la había ensayado frente al espejo.

—¡Qué bien! Pero, David, dime una cosa: tú antes tenías novio. ¿A que sí?

—Hombre, claro. Alguna vez he tenido novio.

«Pues claro, como todo el mundo. Menos yo, que estoy atrapada aquí, rodeada de gente sin escrúpulos que no aguanto y encima sin tiempo para nada, que me obligan a hacer todos los anuncios de detergentes y de ensaladas del mundo. Y la tonta soy yo, que tengo lo que me merezco, que no soy capaz de dejar esta mierda de curro. Pero es que me pagan tanto…», pensó Sonicia.

—David quiero que mires a la pantalla un momento.

David, que estaba bastante extrañado (y lo habría estado más de no ser porque el nerviosismo, producto de creer que iba a tener que actuar ante la mitad de España que estaba viendo la televisión ese sábado noche, eclipsaba cualquier sensación distinta) se giró lentamente hacia una pantalla enorme que había tras él y leyó para sí un mensaje en letra Comic Sans que decía: «David, tengo algo muy importante que decirte».

—¿Qué te parece, David?

—No sé… Yo… Esto…

—¿No sabes de quién es?

«Ahora me dirá que no, claro, a lo embustero».

—Pues no.

—¿Te suena el nombre de Mateo?

El estupor se alojó en el rostro de David. Tragó saliva antes de responder.

—Sí, claro que me suena. Pero Sonicia, yo no he venido a esto, yo he venido a cantar.

Aunque David no lo sabía ni tenía modo de averiguarlo, en los televisores de media España aparecía un rótulo al pie de su imagen en directo que rezaba: «David cree que ha venido a un especial de talentos. No sabe que va a ver a su ex».

—Mateo era tu novio —explicó Sonicia haciendo caso omiso de la negativa de David y de la contrariedad que se alojaba en su rostro. Si ella tuviera que prestar atención a todos los que se quejaban de que los habían engañado para arrastrarlos hasta allí, iba lista. Además, aquello formaba parte del espectáculo. Que pusieran una hoja de reclamaciones si querían, pero a ella que la dejaran en paz—. Estuvisteis juntos unos dos años o así. ¿Pero por qué lo dejasteis?

—Sonicia, yo… Esto… Cantar.

—Lo dejaste tú, ¿verdad, David? Y es que aunque estabas muy enamorado de Mateo, tuviste que dejarle porque te era infiel a todas horas. Al parecer, que lo tengo yo aquí apuntado, Mateo se lio con tu mejor amigo. Y luego con tu segundo mejor amigo. Y luego con tu tercer mejor amigo. Y luego… Bueno, se lio con todos los chicos que conocías.

—Sí.

Sonicia disfrutaba un poco de este papel de mala que de vez en cuando le tocaba representar. Destruir los sueños de David del mismo modo que el mundo había destrozado los suyos era una especie de venganza personal que ella se podía permitir. Estaba en todo su derecho. Nadie podría reprochárselo y, en parte —pensaba en su fuero interno—, les estaba haciendo un favor a todos aquellos mamarrachos a la hora de ponerles los pies sobre la tierra. «La vida es dura», se decía, «Que se aguanten y se vayan acostumbrando».

—Bueno, pues Mateo está aquí y tiene un mensaje muy importante para ti. ¡Un fuerte aplauso para Mateo!

—¡Sonicia, yo no he venido a esto! ¡Sonicia, si entra me voy, si entra me voy!

David estaba alucinando. Él pensaba que esta noche iba a ser su debut televisivo y que toda España, por fin, se iba a hacer eco de su prodigiosa voz. Y, en cambio, se encontraba en la tesitura de tener que escuchar a Mateo, el que le produjera tantos dolores de cabeza en otros tiempos y aquel por el cual decidió concentrarse en su carrera profesional. El mismo que le había enseñado que la línea que separa el amor del odio es excesivamente fina.

Mateo y él se conocieron una noche en el Mississippi. Era guapo, muy guapo…, o al menos a David se lo pareció en cuanto se subió al escalón también conocido como escenario. Reparó en él enseguida, y por eso cuando cerró los ojos no pudo concentrarse del todo y dejarse llevar como era habitual en él. Entonó una lenta de Malú (porque los tonos femeninos se le daban mejor que los masculinos), pero no le satisfizo la actuación en sí y se sintió mal cuando terminó. Sin embargo, cuando la música dejó de sonar, se percató de que Mateo lo estaba mirando embobado y esbozando una sonrisa de medio lado que no le dejó indiferente. Luego se acercó a felicitarle y lo colmó de halagos y alabanzas, y cuando David quiso darse cuenta estaba acostándose con él. Tres veces.

Se enamoró de él, claro que sí: era inevitable. Pero pronto descubrió que no era oro todo lo que relucía, y las continuas infidelidades le pusieron los pelos de punta en infinidad de ocasiones. David —de natural celoso como consecuencia lógica de sus múltiples inseguridades— jamás habría concebido compartir a su novio mediante la fórmula de la pareja abierta, tan popular para muchos. Mateo lo intuía, se lo imaginaba: David era clásico, por eso ni siquiera intentó obtener su consenso y se dedicó a pulular libremente de bragueta en bragueta, esgrimiendo siempre que era sorprendido con las manos en la masa por su novio (o delatado por alguno de los parroquianos del Mississippi y de otros bares) un «lo siento» que sonaba a disculpa barata sin garante de futuro. Era triste, pero David aguantó porque pensaba que Mateo en el fondo le quería. Y tal vez era cierto, todo podía ser, pero hay fondos muy profundos en los que la presión es tal que estallan los oídos.

Finalmente, David no pudo más y le dejó tras descubrir la enésima infidelidad. Mateo no hizo el menor intento de volver con él. Ni siquiera le llevó la contraria cuando tomó la decisión: la aceptó encogiéndose de hombros, negándose a luchar. Por eso ahora le resultaba tan sumamente sorprendente que apareciera de súbito y tuviera que decirle «algo», que seguramente no era más que una súplica para que volvieran a estar juntos. No había que ser muy listos. «¿Se habrá dado cuenta de todo lo que ha hecho mal? ¿Habrá madurado?», se preguntó David, sintiendo una punzada de placer que simbolizaba la resurrección de un amor que daba por muerto, pero que posiblemente (ahora lo veía claro) se encontraba sólo dormido. Mateo quería volver con él: quizás, por fin, podrían estar juntos y felices y hacer todas esas cosas que se suponen que hacen los enamorados, sin pasarse el día preocupado por las llamadas de teléfono sospechosas y las escapadas furtivas e inexplicables.

Es posible que la idea no fuera tan atractiva como imperativa era la necesidad que tenía David de que esta noche cambiaran las cosas para él. Como ya hemos relatado al principio de esta historia, mientras repasaba su aspecto en el espejo, David sostuvo la firme certidumbre de que esta iba a ser su noche, la noche en la que por fin iban a cambiar las cosas, la noche en la que la suerte iba a retornar su camino habitual mediante un giro inesperado, para instalarse por fin en la vida de alguien que nunca había disfrutado de ella. David sabía que era buena persona, y lo único que le había mantenido a flote ante toda la desgracia que se había situado alrededor de una vida de soledad y tragedias cotidianas era la idea de que el karma, Dios o un cualquier otra fuerza de energía divina o sobrenatural no iba a permitir que alguien como él fuera infeliz para siempre. La diosa Fortuna tenía que sonreírle forzosamente en algún instante; era imposible que eso no sucediera. Y esta noche era la más indicada, la mejor, la elegida para que ese hito tuviera lugar. Estaba convencido de que Esperanza Gracia habría afirmado ante su tabla de signos del zodiaco: «Amiga Tauro: Bueno, bueno, bueno, amiga Tauro, esta va a ser la noche de tu vida». Un antes y un después, eso era lo que supuestamente iba a marcar su aparición en directo. Por eso, David se negaba a creer que iba a volver a casa con las manos vacías. Si aquello no era el principio de una carrera de éxito en el mundo de la canción, sería el inicio de un amor feliz. Merecía tanto una cosa como la otra. O, al menos, eso sentía él.

Mateo estaba muy guapo y a su alrededor se elevaba un aura misteriosa. Caminaba con lentitud desde la misma puerta por la que había entrado él hacía unos minutos, como si no estuviera muy seguro de si lo que estaba haciendo era correcto. Su mirada se cruzó con la de David, el cual interpretó aquella inquietud manifiesta en los gestos de su exnovio como una señal, como el arrepentimiento todavía no verbalizado —pero alojado en la punta de la lengua— de alguien que sabía que había perdido al amor de su vida. Estaba claro: Mateo no iba a encontrar a nadie que le quisiera tanto como él. Segurísimo que no. Y ahora lo sabía y no podía dejarle escapar. David ya saboreada las mieles del éxito y se imaginaba revolcándose con él un rato después, como una gorrina en una charca. El picor en la entrepierna fue inminente, pues no en vano se había acogido al celibato más absurdo durante todo el tiempo que había transcurrido desde la ruptura.

Una vez que Mateo ocupó el lugar que se le había destinado en la escena, Sonicia retomó el hilo de conversación.

—Buenas noches, Mateo. ¿Qué tal, cómo es ver a David después de tanto tiempo?

Mateo se limitó a sonreír con nerviosismo y a encogerse de hombros.

—¿No dices nada?

—Estoy muy nervioso —acertó a decir sin atreverse a mirar a David a la cara, quien estaba temblando sólo de pensar que en breves momentos iban a besarse. ¿Lloraría de felicidad?

—Bueno, esto no es nada fácil, David. Pero Mateo tiene algo muy importante que decirte.

El silencio se hizo en el plató. Mateo hizo un ademán de hablar, pero se contuvo sin saber muy bien por qué. David lo miraba fijamente y con los ojos brillantes y acuosos. Estaba cariacontecido, al borde del éxtasis.

—Venga, Mateo —le animó Sonicia, un poco presionada porque por el pinganillo le estaban diciendo que se diera prisa, que la audiencia estaba bajando porque la gente se aburría—. Lánzate.

—¡Que se lo diga, que se lo diga, que se lo diga…! —el público animaba y daba palmas.

Una música triste comenzó a sonar y entonces y sólo entonces Mateo miró a David y empezó a hablar.

—Mira, David, yo quería decirte algo muy importante. En primer lugar, que estás muy guapo. —Sonó una ovación entre el público mientras las mejillas de David adquirían un tono rojizo, y una lagrimilla estaba a punto de escapársele del ojo izquierdo y suicidarse. No obstante, se quedó petrificada, empañándole la lentilla—. Luego, quería decirte que… Esto es muy difícil. ¿Te acuerdas de… de… Ismael?

Y, entonces, el encanto se rompió.

—¿Qué tiene que ver Ismael en todo esto? —contestó David visiblemente contrariado por la irrupción de un nombre extraño en el corazón que mentalmente estaba dibujando entre los dos.

—Ismael era uno de los mejores amigos de David —aclaró Sonicia para el público y para los telespectadores— hasta que Mateo se acostó con él, claro. Fue al principio de la relación, la primera vez que David descubrió que Mateo le ponía los cuernos. Los pilló en su propia cama, ¿no?

—Pues resulta que me llamó el otro día y… Y, bueno. Me dijo que tenía VIH…

—El virus del SIDA —volvió a aclarar Sonicia—, una enfermedad muy mala que mata a las defensas y que no tiene cura.

—Y entonces me hice las pruebas y… Vamos, que yo también lo tengo —continuó Mateo—. Y como… Vamos…, que después de aquello tú y yo… Y muchas veces… Y sin preservativo…, pues… —hizo una pausa dramática y concluyó—. Vamos, que te hagas las pruebas porque casi seguro que tú también lo tienes.

En ese preciso momento el mundo se paró. David miró a la cara a Mateo sin reconocerlo, sin saber muy bien qué hacían allí, emperifollados, el uno frente al otro. Le preguntó por telepatía, sin abrir la boca porque no hacía falta, porque su mirada —desprovista ya de toda inocencia e ingenuidad— lo estaba diciendo todo sin que fueran necesarias las palabras: por qué le estaba haciendo eso, por qué lo había llevado a un programa de televisión visto por millones de personas para transmitirle un mensaje como aquel. A continuación la rabia, la pena, la confusión y el asco se apoderaron de él. Y quizás todo habría tomado un curso distinto de no ser porque Sonicia interrumpió abruptamente el hilo torrencial de pensamientos, empujada por su despecho y por las voces del pinganillo. Sin sospecharlo, provocó el comienzo del acontecimiento delirante que estaba a punto de desatarse.

—¿Cómo te sientes, David? Es duro, ¿no? Cuéntanos.

«Seguro que ya no tienes tantas ganas de cantar».

Allí estaba la carnaza y casi pudo sentir cómo la cámara hacía zoom y encuadraba fijamente su rostro, por el cual, ya sí, resbalaban las lágrimas. Media España se apiadaba de él, pero no apartaba los ojos de la pantalla mientras un rótulo subrayaba su dolor con las palabras «Acaba de saber que es seropositivo». Sin ninguna duda, porque pocas dudas cabían ahí si Mateo había cogido el virus de Ismael. Tras eso se habían acostado decenas, cientos de veces. En algunas ocasiones con preservativo, pero la mayoría sin él. Era prácticamente imposible que hubiera tenido tanta suerte como para librarse de eso. Y lo más importante, su vida tendría que haber cambiado para bien, para mejor, para ser excelente; la suerte tendría que haber dado un giro inesperado para empezar a darle todo eso que esperaba ansioso, como el sediento que busca durante décadas el agua fresca y limpia en un desierto interminable y por fin divisa un oasis que, al final, no es más que un espejismo.

David se levantó como toda respuesta. De pie, miró a todas esas personas que lo estudiaban detenidamente, expectantes, conmovidos pero atrapados por el morbo. Sintió las pupilas de todos ellos clavadas en él, vigilándolo, disfrutando de su desgracia, de la ruina en la que se había erigido su vida. El peso de un mundo injusto alojado en el corazón le hizo sentir patético y terrible. Luego miró a Mateo, todavía sentado a su lado y en cuya cara se desdibujaba el alivio de haberlo soltado, como si ya estuviera hecha la parte difícil y sólo tuviera que extender la mano para cobrar su cheque que probablemente le habían prometido los del programa.

Entonces, para sorpresa de todos, David, sin ser dueño siquiera de sus movimientos, sintió que una fuerza extraña le empujaba el brazo y sus nudillos se estrellaron contra el pómulo derecho de Mateo. Fue un puñetazo fuerte, muy fuerte, tanto que Mateo cayó al suelo al instante para, acto seguido, levantarse a duras penas y echar a correr, huyendo del plató, sujetándose la cara con la mano, aterrado. Ni siquiera tuvo valor suficiente para mirar atrás. El público murmuraba asustado y Sonicia, empujada por la voz de su pinganillo, intervino.

—David, por favor, cálmate. Entiendo perfectamente cómo te sientes, pero no puedes ponerte así…

—¿Cómo? —interpeló apretando los puños, muy enfadado, mordiéndose el labio inferior hasta hacerse sangre—. ¿Que tú sabes perfectamente cómo me siento? ¿Cómo puedes saberlo? ¡Es imposible que lo sepas! ¡Es imposible! ¡No tienes ni puta idea!

David, furibundo y sin apartar sus ojos cargados de ira de la presentadora, anduvo con avidez los pasos que le separaban de ella. Sonicia, al contemplar cómo su invitado —alterado hasta límites insospechados— recortaba la distancia que les separaba a pasos agigantados y alzando el puño, trató de protegerse torpemente haciendo uso del portabloc de madera que sostenía.

Evidentemente, David no se dejó amilanar por tan tímido escudo. Mediante un brusco movimiento le arrebató el portabloc y, todavía con él en la mano, le asestó un puñetazo muy similar al que le acababa de propinar a su ex. Sonicia cayó al suelo y miró con terror a su agresor, pensando que le habría ido infinitamente mejor haciendo cortos de poca monta para estudiantuchos de Comunicación Audiovisual con granos en la cara. David, totalmente enajenado y presa de la locura que sólo sobreviene tras un desengaño con la vida de catastróficas proporciones, ya no pudo parar y asiendo el portabloc con ambas manos lo estrelló una y otra vez contra la cabeza de la presentadora. El público, ensimismado, permanecía inmóvil en sus asientos contemplando la escena, el horror en estado puro, y el cámara, por orden estricta de su pinganillo, se limitaba a grabar. Nadie intervino para detener la encarnizada paliza hasta que no pasó un tiempo bastante importante, crucial.

Sonicia sangró ante las cámaras durante algo más de tres minutos. Luego, cortaron la emisión: ya habían conseguido el récord de audiencia en la historia de la televisión. El metal del bloc se hundió en el cráneo de la presentadora varias veces, y tras pasar unas cuantas horas en estado crítico en un hospital, murió.

Por su parte, la vida de David cambió para siempre. Efectivamente, su paso por El Diario de Sonicia constituyó un antes y un después en su vida y en la historia de los medios de comunicación, un verdadero hito de proporciones escandalosas en la esfera internacional. Durante los días posteriores nadie hablaba de otra cosa. Al final logró lo que se había propuesto: fue famoso, muy famoso. Fue trending topic en Twitter; en Facebook no se hablaba de otra cosa, y el vídeo del programa fue el más visto de YouTube durante varios días. Su voz se escuchó como una letanía durante muchos años en informativos, en resúmenes, en documentales, en aniversarios del suceso y en los recuerdos de muchos televidentes. Una voz salida de las profundidades de la más absoluta desesperación y desolación y que, entre el ruido del metal estrellándose contra el cráneo, se preguntaba incansablemente: «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?».

Nunca nadie supo cómo responder a esa pregunta.