La M-30, gran velada

Esther García Llovet

A Emilio Ruiz Mateo

Dios está aquí, en las alturas, Nuestro Señor. Hecho materia en forma de luz verde en la capilla de la planta treinta y tres de Torre Espacio, doscientos treinta metros de vidrio y acero, la última de las «Cuatro Torres Business Centre» visible en cincuenta kilómetros a la redonda como la gran toma de tierra de la capital. Aquí las tormentas tienen dimensiones y alcance de serie de Ciencia Ficción, los cañones de inducción de aire arrastran papeles, hojas, cosas perdidas que permanecen indefinidamente girando sobre sí mismas: abonos de transporte, colillas, bolsas, un guante de lana. El eco de las sirenas de ambulancias y bomberos se confunde allí abajo, donde las cosas mortales.

Ya se han ido todos. La ingeniera Alcázar echa un último vistazo desde la capilla vacía de la planta treinta y tres hacia las vías de la cercana estación de Chamartín y los terrenos baldíos de los alrededores de la estación, propiedad divina y terrenal de los Jesuitas, la Compañía. The Company. Solares, peladeros y vías muertas camino al Montecarmelo, las obras de la Ciudad de la Justicia abandonada. El Gran Norte. Hay tal sobrecarga energética aquí, en las Cuatro Torres, que a la ingeniera Alcázar se le hinchan las manos y tiene que cambiarse la alianza al dedo meñique.

Tiene dieciséis de tensión.

Se desplaza despacio, la ingeniera, caminando con fuertes pantorrillas magallanescas y suela de goma sobre el cemento, entre filas de pálidos árboles anoréxicos plantados en tiestos de hormigón, no vayan a escaparse. Fuman los empleados de las Cuatro Torres en la explanada, entre los guiris y los ejecutas del Hotel Eurostar y los chavales con camisetas del Bayern de Munich alojado en el hotel de cinco estrellas. Vienen andando o en metro, en autobuses morados desde Zaragoza, niños, chavales, adolescentes, esa gente siempre tan desabrigada. Se quedan por ahí, a ver qué pasa, tirando fotos con el móvil. Se acercan al kiosco de chuches junto al metro, al kiosco de periódicos, al kiosco de coronas de flores y ramos. Se acercan a la Torre Caja Madrid, otros doscientos y pico metros de acero casi por completo sin ocupar, plantas desiertas. Aire sobre aire. En recepción, el segurata camina por los cinco mil metros cúbicos de espacio vacío donde brillan las partículas de polvo en suspensión, vestido con un pasamontañas, solo, como en una ópera contemporánea.

Ni un bar.

La ingeniera busca el coche. Le ha dado ya la propinita al aparcacoches, uno de los diez o doce que rondan por los alrededores, todos subsaharianos. Subsahariano quiere decir negro. Van siempre igual vestidos, invierno o verano. Cuelgan de los árboles grandes bolsas de plástico del Mercadona con sus pertenencias, para que no se mojen. Al día siguiente las bolsas están ahí de todas formas aunque ellos no estén. Hablan un francés con las vocales muy abiertas, como si les hubieran engrasado la garganta con aceite de motor. Hablan del Atleti. Uno reparte papeles color naranja, de estos ciclostilados, anunciando el Gran Circo Mundial. Cuando pasa por delante del Circo Mundial, al final de La Vaguada, la ingeniera oye canciones y coros infantiles por megafonía, llamando a los niños a meterse todos juntos debajo de la carpa. La ingeniera va a hacer una llamada por el móvil y se lo pone perpendicular a la boca, como si fuera a comerse una tostada.

Nadie contesta.

Muchos policías en moto, en la M-30. De dos en dos, uno por la izquierda, otro por la derecha, muy elegantemente, pequeños culos negros y apretados. Querría la ingeniera encontrar de una vez un bar o una tienda de chinos por aquí pero esto empieza a parecerse ya al Lejano Oeste. Aquí no hay más que pinos, horizonte bajo, bandadas de pájaros negros y tiendas de chinos ninguna. Cero chinos. Campos de golf. Clínicas privadas. La piscina de la Playa de Madrid. En la Piscina de la Playa de Madrid la ingeniera recuerda haber visto en verano un manto interminable de cabezas de bañistas cociéndose al sol del mediodía pero ahora, en invierno, lo que hay son jugadores de waterpolo. En kayak. Jugadores de waterpolo en kayak. Debe ser un ejercicio con gran consumo calórico porque sudan a mares bajo las prendas de neopreno, los waterpolistas, que apenas gritan para darse ánimos, como si todo su reservorio energético lo utilizasen para no caerse al agua congelada.

La ingeniera Alcázar aparca debajo de un gran letrero: «Ortiz. Construcciones y Proyectos» (así, por ese orden) y se baja del coche. A la entrada del Club Puerta de Hierro hay una triste casetita de madera donde descansan dos guardias. Son muy altas y llevan un peinado a lo Príncipe Valiente, mano sobre mano, escuchando a Michel Teló. Un poco más allá se extiende un puente de piedra, de piedra rústica, sobre un lecho seco y gris pálido, con el aire retrofacha que corresponde al lugar. Seguro que en el club hay un pub, algo como el Tony 2 o el Wellington, donde hacer tiempo.

No se puede entrar sin ser del Club. ¿No tiene invitación la señora?

Las guardesas siguen en su sitio. No le dicen nada más. Igual no son de verdad.

La ingeniera Alcázar se vuelve por donde vino. Echa un vistazo alrededor. Se pregunta si no era por aquí donde estaba el antiguo palacete de don Juan Domingo Perón, el chaletito donde sus caniches guardaban el bello cadáver de Evita y la Razón de Su Vida. La ingeniera cruza al otro lado de la M-30. Encuentra pelotas de golf perdidas, piñones, un cartel electoral de 2008. No hay nadie por ninguna parte. Tampoco parece que nadie venga por aquí a no ser por estricta necesidad. En la única parada de autobús en un kilómetro a la redonda encuentra a un hombre vestido con un abrigo y debajo del abrigo unos pantalones verdes, de tela, como los que llevan los operarios o los enfermeros. Muy cerca: la Clínica Psiquiátrica del Doctor López Ibor. Alcázar vuelve al coche. Más polis. Una cabina del teleférico le recuerda su lejana infancia de liceísta, los zapatos Gorila, las iniciales bordadas en la corbata del uniforme.

Esto es el Matadero. Lo del Matadero. Lo sabe por que lo pone en un contenedor de agua muy grande junto a una plaza con un caballo envuelto en tela como si fuera el último de los animales sacrificados del Matadero de Madrid. Hay muchos locales donde colocan uñas de gel, con incrustaciones de piedras, con incrustaciones de cristales, con lentejuelas, en las calles cercanas. Le parece muy raro. Se pone a sudar. Al otro lado del puente aún quedan en pie dos de las grandes naves del antiguo Mercado de Frutas y Verduras de Legazpi. Todas las ventanas están tapiadas o cegadas con tablones. A la ingeniera Alcázar le parece una de esas prisiones latinoamericanas donde los presos arrojan largas guirnaldas de papel higiénico ardiendo por las ventanas antes de acabar ellos mismos ardiendo como teas, pero lo cierto es que no hay nadie en estado medianamente humano en su interior. No hay nadie vigilando tampoco. Abajo, debajo de un puente de cemento, descubre las primeras manifestaciones del arte rupestre que caracterizan Lo del Matadero. Un graffiti de un perro cortado en lonchas. Un graffiti de un astronauta. Tres torres de llantas de automóvil que le resultan difíciles de catalogar y que quizá no sean más que eso, llantas que han tirado de cualquier manera y han caído al azar más postmoderno. Tal como esperaba la ingeniera Alcázar la cobertura de móvil resulta floja y para asegurarse conexión se dirige río abajo. Cuenta cuatro naves, en Lo del Matadero. «Establo de Cerdos.» «Establo de Cerdos.» «Establo Lanar.» «Establo Lanar.» Cerdos y ovejas y cabras: cero. Después de los establos llega a una torre con un reloj y un patio adoquinado donde hay un Centro de Rehabilitación de Drogodependientes, un CRD, con el aire melancólico de un colegio de monjas. Hay muchos chicos atléticos en bicicleta, jubilados, de dos en dos, como la Benemérita. Yonquis con los pantalones agarrados con cuerdas de tender la ropa, sin calcetines, sin ganas de comer, sin dientes. Estos también le parecen subsaharianos, a la ingeniera, pero más cetrinos. Van con sus pastillas encerradas en el puño y sus vasitos de metadona, naranja, como el Tang. A dónde van. Van a volver. Y punto.

Llama por el móvil. Aquí sí hay cobertura. Le dice que no, el quinto sobrino de Negrín. Que no han llegado aún y que se vaya a tomar algo porque va para largo. Que ya la llamará.

Tiene la garganta cada vez más seca. Al otro lado del río le parece que hay gente o más comercios o más civilización y se decide a cruzarlo. Cruza el Manzanares, ese río. Ahora que está anocheciendo empiezan a encenderse las luces de los puentes, estructuras iluminadas con potentes focos verdes, rojos o morados como la luz negra del viejo Keeper de El Escorial. Hay patos en el agua negra. Mosquitos. Unos pájaros de trayectoria impredecible y muy veloz que resultan ser murciélagos, murciélagos que suben y bajan disparados hacia las algas muertas, largas, sedosas como en un anuncio de champú, algas y musgos de un resplandor casi fluorescente.

Un chino. Bueno, es un marroquí el que lo lleva pero es lo mismo. Vende sus cosillas, latas de escabeches, pipas, el Red Bull. De alcohol nada. El marroquí le dice que vaya por detrás de la fábrica de cervezas Mahou, que hay un par de marisquerías por allí.

El Vicente Calderón. Eso es lo que se encuentra. La curva elegante y dinámica del estadio contra el cielo negro y su reflejo sobre el agua como el Coliseo Romano justo antes de la caída del Imperio. Las gaviotas vuelan pesadas, gordas, en bandadas, el vientre blanco. Atraídas por la porquería. Hay muchos chavales por los jardines, chiquillería, pequeños niños latinos. Están en los columpios, en los puentes, por todas partes, entrando en los tubos de los toboganes donde gritan y chillan y la ingeniera piensa en lo tremendo que sería que entraran tres y salieran solo dos, por uno de esos tubos de aluminio, en lo tremendo que sería que entraran tres y salieran cinco. Necesita una copa, la ingeniera.

La fábrica de Mahou ya no está. En su lugar lo que queda es una extensión vacía de muchas hectáreas, solo arena y grúas y un aviso en la verja: «Demolición». Una palabra que suena como lo que es. «Demolición.» Arena y más arena y en un extremo una montaña de arena de dos pisos de altura que ha generado ya su propia pobre vegetación silvestre de marañas y cicutas donde duermen los perros de vigilancia. Un pastor alemán que sube a ladrar a la ingeniera se escurre a mitad de camino sobre el plástico que recubre parte de la ladera. Se escurre otra vez, con un gemido lastimero, ladra. Al final estornuda. Cuando un perro estornuda parece que esté a punto de palmarla y la ingeniera querría aunque solo fuera pasarle la mano por el lomo pero no hay forma de entrar. Ve su propia sombra, abajo, sobre la extensión de arena de playa, muy pequeña. Ve todo esto tan vacío y le parece que contempla una gran catástrofe municipal o peor, una gran catástrofe personal, como si el cometido de toda esta imponente maniobra tectónica no fuera otro que poner allí en medio un puesto de cupones de la ONCE. Vienen nubes. Por el norte. Cada una con su segura carga de nostalgia. Las pequeñas Caterpillars que quedan por el fondo se dirigen veloces a cubierto y en medio minuto no queda nada. La otra noche ha visto algo así, en la tele, tarde. Un programa sobre una tal Rachel Whiteread, un programa para no dormir. Dónde está la marisquería. Pide una caña. Pide dos cañas. Al morder el pincho de serrano se queda con medio jamón colgando entre los dientes. Póngame un cortado en vaso. Mucho viento al salir. Viento que agita las puertas del metro y que trona grave y masculino en las esquinas. Una película de ladrones o de cuatreros.

La M-30 en las proximidades de Mercamadrid está llena de camiones de matrícula extranjera, trailers alemanes, vehículos de logística y furgonetas de El Anón Cubano. Maquinaria pesada. Algún ramo viejo y negro atado con celo a una farola. Grafitis en lugares por completo inaccesibles.

La primera fogata le parece un incendio. Un piso donde estuvieran quemando algo hasta que descubre otra fogata más arriba, en la azotea. Aparca el coche junto a un supermercado y le pregunta a una chica con mechas peroxidadas que fuma a la puerta de una peluquería. Eso son las viviendas de realojo. El Ruedo. Donde los gitanos. El Ruedo se llama así porque es efectivamente redondo, redondo y enorme, de unos cien metros de diámetro y aspecto penitenciario. La fachada es de ladrillo liso, todos los locales cegados, ni una sola sombra en las ventanas. Como en Venecia. A la entrada al Ruedo: «Alfredo Andaluz Maquina» escrito a spray, números de teléfono, un bar sin nombre. La nada cotidiana. Hay columpios en medio donde no juega nadie y los pocos niños que hay juegan con pedazos de cosas, no con cosas enteras o reconocibles. Se iluminan con la luz de una PlayStation. No se oyen voces, no se oye ni un ruido. Algo ocurre o deja de ocurrir en el instante mismo en que un hombre se baja de un BMW y varios móviles empiezan a sonar en el Ruedo, a la vez, y se quedan sonando sin que nadie los conteste.

La peluquera le pregunta si le ha gustado el Ruedo. La peluquería está vacía, a oscuras. Debe llevar horas cerrada.

La gasolinera junto a Las Ventas. El depósito vacío. Cinco japoneses y un solo plano. La ingeniera Alcázar les señala la plaza de toros a su espalda mientras llena el depósito y los japoneses sonríen como si entendieran cada una de las palabras que pronuncia, ellas muy planas, ellos con el pelo ondulado en una permanente y gafas de pasta. Recién salidos de una película de los cincuenta, muy modernos. Como no parecen decididos a moverse por propia iniciativa la ingeniera se anima a acompañarlos a la plaza. Esto es la plaza de toros de Las Ventas. Es tarde, es febrero, no hay corridas hoy ni va a haberlas en mucho tiempo. No sabe cómo seguir. Los japoneses se animan con un camión de limpieza de agua a presión que va limpiando la acera y con dos tipos que están atravesando la explanada de la plaza llevando un colchón azul entre los dos, de lado, de manera que solo se ven las piernas y bien pudieran ser dos mujeres, no se sabe. La japonesa le pregunta si es costumbre ver los toros sentados en un colchón. La ingeniera le dice que sí. No tiene ni idea. Tardan un buen rato en desaparecer por el otro lado de la plaza, los del colchón azul. Los japoneses no saben cómo despedirse. Se retiran caminando unos pasos, de espaldas.

En la gasolinera están deteniendo a un ratero, uno flaco al que han debido detener tantas veces que ni siquiera le piden la documentación ni vigilan cuando lo meten en el coche patrulla donde se queda mirando por la ventanilla, aburrido. Harto.

Al fin, suena el móvil. El quinto sobrino de Negrín.

Cómo vas, Alcázar. ¿Todo bien?

No, no. Todo muy mal.

Así me gusta. Nosotros llegamos en media hora, más o menos.

Le he llenado el depósito.

A quién.

Al coche. Al coche de tu tío.

Así me gusta. Nosotros llegamos en hora y media, más o menos. Esto parece un desfile de Celso García.

La ingeniera Alcázar se queda con la palabra en la boca, colgando entre los dientes. Un desfile de Celso García. Se pone a sudar. Al menos encuentra sitio enseguida aunque hay mucha más gente que en Las Ventas, aquí, en el tanatorio. Aparca el coche y entra en el pabellón principal donde cuelgan unas pantallas con los nombres de los fallecidos y sus correspondientes horas de salida, igual que en las pantallas de los aeropuertos, y una vitrina llena de urnas y fotos que la despistan por completo. Dentro hay bastante gente, bancos de parque, un espejo al fondo con una fuente rodeado de vegetación de vivero oriental. Es difícil calcular cuántos vivos tocan por cada muerto porque todos parecen de la misma familia o al menos del mismo humor; hablan por el móvil, charlan de fútbol, de la Liga, de la Champions. De la oficina no hay nadie. De la familia Negrín, tampoco. La sala de Negrín es la 14 y está cerrada. Hora de salida: las 12.00. Son las once y media pero de la noche. El techo es muy bajo y a la ingeniera no le gustan nada los techos bajos. Se pone a sudar. Hay una cafetería, abajo, que a qué hora cierra. A ninguna. Está siempre abierta, en cualquier momento, una posibilidad permanente. La muerte misma. Es una cafetería como otra cualquiera, el patxarán, los donuts, la lotería. Se sienta en una mesa para seis. Delante de ella hay una fila de mesas con el cartel de «Reservado» y se pregunta quién será que reserve mesa en la cafetería de un tanatorio. Una pareja le pide dos sillas para sentarse en una mesa del fondo. Otro Ballantines. Debería comer algo pero aquí tienen pinta de servir esas croquetas blandas de microondas que no digiere nada bien, la ingeniera. Las doce y cuarto. Al levantar la vista se encuentra con su propio reflejo, estrecho, en el espejo azul de una columna. Mira sus lóbulos pesados, la mancha oscura del spray marrón que se echa en el cráneo para disimular el poco pelo que le ralea.

Le piden otras dos sillas.

A ratos le llegan vaharadas del compuesto químico con el que conservan aquí los fiambres.

Le piden la última silla.

Escribe una nota para el quinto sobrino de Negrín, en la sala 14, deslumbrante, mármol pulido: un buen despacho. Achina los ojos porque se olvidó las gafas en la oficina. Le dice donde está aparcado el coche. Que tiene el depósito lleno tal como le pidió. Mi más sentido pésame. Deja las llaves del coche encima de la nota. Son las tres y cuatro de la madrugada. Afuera, en el pabellón, ya no hay nadie. Solo alcanza a ver a una mujer en chándal sentada en otra de las salas, con los tobillos cruzados y la mirada vidriosa de quien se ha dormido con los ojos abiertos.

Al fondo del pabellón el agua sigue manando de la fuente con el sonido artificial de un CD para yoga. Hace un frío que pela los huesos. Mira todo alrededor y al fin lo ve. La Salida de Emergencia. La señal universal del tipo este corriendo escaleras arriba como si se lo llevaran todos los diablos, cogiendo el portante para siempre. Dándose el piro.

Los ojos

Iosi Havilio

Aterrizamos a la hora de la siesta. Desde que pongo un pie en tierra siento un aire inflamado. Ardiente. No es un domingo cualquiera. La primavera se agota y asoma un tórrido verano. En otras partes del continente la ola de calor ya se cobró las primeras víctimas. Las caras que voy cruzando en la cinta transportadora, en la escalera mecánica, haciendo la fila en zigzag, se esfuerzan por disimular algo doloroso. Lo logran a medias. El apuro de los pasajeros no puede ocultar el gesto esquivo de la melancolía. Y sin embargo todos parecen modernos y prudentes, al filo del placer. Nadie le presta atención a las grietas que se abren en el encuentro de las paredes con el techo de este larguísimo pasillo vidriado. Mi afonía desconcierta al muchacho de migraciones que muy lejos del maltrato se despega del asiento para darme las buenas tardes, para escucharme mejor. Bromea sobre mis pelos. Dice que me parezco a un jugador croata. Quiere saber si me gusta el fútbol. Miento: Más o menos. La situación un poco me incomoda. Busco la trampa, rehúyo mirarlo a los ojos, enfoco en sus manos blancas, descarnadas, como si se las hubiera prestado un hombre en las últimas. El trámite es sencillo, estoy del otro lado. Fuera de peligro. Me lo confirman las caras rechonchas de unas viejas fanáticas que se maquillan a escondidas entre las góndolas del duty free. Los ascensores descoordinados del shopping, los fantasmas del metro, un taxista tamborileando sobre el volante y el tintineo que la recepcionista de la residencia produce con sus aros de plata me desesperan por igual. Mi habitación es un guante, quepo de lo más bien pero sin holguras. Una cama, una mesa pequeña, la ventana justa, un baño con olor a refacción. Las horas de vuelo me llenaron el espíritu de dudas. La distancia y el pasado conspiran mal en todos los casos. Una ducha rápida me devuelve la confianza. Enciendo el televisor, recorro los canales sin pausa y sin pasión. En la pantalla, no se sabe dónde, el fervor invade las calles. Hay también un documental sobre pájaros cantores que animan un canon en la selva y los créditos de Jesucristo Superstar. Dejo un fondo acuático con «Música para el alma». En la recepción la muchacha campanita me entrega un sobre con el cronograma de actividades. Todo comienza el lunes bien temprano. Por el momento, parece decirme sin abrir la boca, apenas entornando los ojos, se abre un paréntesis. Con un pie en lo alto de las escalinatas rodeado por canteros de lavandas crecidas con sus flores risueñas y cogotudas, repaso lo que se viene: los horarios y las sedes, las mesas redondas, las conferencias, el coctel de bienvenida, la foto de familia y la última cena. Participo de la primera jornada: literatura y política. La pregunta es de qué manera irrumpe la política en la ficción y viceversa. Pienso en lo que voy a decir y me viene una desolación. Sacudo la cabeza para contrarrestar la amargura y me interno en los jardines enromerados. Desde este balcón natural la ciudad se me ofrece prístina y panorámica. La vida y la literatura. Llegado el caso, ambas pueden resultar fatídicas. Me dejo desbarrancar por calles desiertas hasta las puertas del Retiro. El paseo está colmado, el vacío en la ciudad contrasta con estas multitudes: la gran familia humana. A cada paso se oyen planes y confesiones. El sol se relaja ahora por un rato sobre las copas de los árboles más altos, boyando de los álamos a un sauce, del sauce a un ciprés sumergido, del ciprés a una hilera de plátanos, cada vez más lejos del cenit en busca del horizonte replegado en los suburbios. Los pies me llevan hacia el estanque y un negro contento me vende un par de anteojos oscuros que siento me están predestinados. Con sus cadenas de oro, sus dientes de marfil y los auriculares puestos, me despide con una sonrisa como una bendición. Lo bautizo, para mis adentros, el buen pastor. Recorro la laguna por el borde y los lentes espejados me convierten en un dandy, materialista y sensible. Necesito hacerme querer. Una mesa libre en la terraza de un bar se vuelve mi centro de operaciones. ¿Una caña? Claro que sí. La tarde alcanza su apogeo y el bienestar de los demás se vuelve tan contagioso. La cerveza y las reverberaciones de los rayos del sol sobre el agua turbia se encargan del resto. No termino de dilucidar si la coreografía que los botes arman navegando en el estanque es voluntaria o no. Estirando el cuello me da incluso la sensación de que esconden un mensaje cifrado. Llego a leer: K A T I. Catorce botes para un misterio. Abro mi libreta de notas, escribo y borro, dibujo y borro. Mis mejores poemas mueren en el papel. Unos aplausos lejanos como olas de una vida anterior sobrevuelan el ambiente. Los cabeceos se multiplican igual a piezas de dominó. Pago con ganas mi consumición y me arriesgo por detrás de las columnas del monumento ecuestre. La música me guía por un camino rodeado de eucaliptos hacia un escenario montado en medio de esta exuberancia meticulosa. En la platea se ven rostros luminosos, cuerpos estilizados, vestidos con sobriedad, predominan los colores cercanos a la tierra. Un hombre distinguido me ofrece una silla, una de las pocas que quedan libres y me hace un gesto sutil con los dedos indicándome que ya va a empezar. Me susurra: «Cascanueces». Una bandada de niños disfrazados con esmero se lanzan al medio del escenario y la música recomienza. El hombre que me invitó a sentarme vuelve a inclinarse y me dice cerca de la emoción: «¿No son el futuro?». Ante la duda, sonrío. Una mujer se para a mi lado pinchándome el hombro con su uña más filosa. Me reclama el asiento, busco los ojos del hombre que me olvidó sumergido en su éxtasis. No todo puede ser permanentemente perfecto. Abandono el lugar sin resistencia, la tarde empieza a apagarse. Entre volver a la residencia y seguir vagabundeando, me aventuro por el paseo de las estatuas: Carlos I, Fernando IV, doña Berenguela. Voy y vengo, empiezo a sentir mis pies. El cansancio, las pantorrillas, pero también algo más: una piedra en el zapato. Me tomo del pedestal de doña Urraca para no perder el equilibrio. Es extraño, aunque sienta la piedra clavada en la planta del pie izquierdo, me descalzo y nada. Saco la plantilla, tampoco. Contra toda lógica busco en el otro zapato y enseguida cae, redondo y liso, un canto rojo. El episodio me deja cavilando, el paseo de las estatuas es ahora un páramo. Entre una serie de pensamientos banales dedicados a los jóvenes escritores, a la alimentación de esta noche y al descanso postergado, se cuela en mi mente una voz fina y brillante que dice: «No arrojes esa piedra». Alguien que me habla demasiado cerca. Giro la cabeza y la figura impertérrita de doña Urraca con sus ojos hinchados y seculares pretenden engañarme sugiriendo una escena fantástica. Me convenzo rápido, no hay de qué temer, me rodea la pura realidad. Y sin embargo, insiste: «Esa piedra, esa piedra...». Tomo distancia, fijo la vista en esos labios de granito, doy vueltas alrededor de la estatua y entonces descubro una lucecita camuflada entre los pliegues de la larga falda de doña Urraca. Una luz amarilla y titilante. Me acerco y tomo entre mis manos un reproductor del tamaño de un lápiz gordo. Pulso stop, rebobino y vuelvo a escuchar: «No arrojes esa piedra... esa piedra, esa piedra...». Me sale una sonrisa nerviosa. Como si la grabación cobrara vida, a la cuarta vez que la oigo, la intensidad de la voz se debilita. La curiosidad, también el susto, al fin y al cabo sigo siendo un extranjero, me inclinan al suelo en busca de mi piedra. La tarea es sencilla, el color resalta sobre el piso de tierra gris. Con el grabador en una mano y la piedra en la otra, cuando ya empiezo sentirme el estúpido blanco de una broma, entre las ramas aparece una figura asustadora que enseguida abre los brazos mostrándose amigable. Imposible no reconocerlo, es el vendedor de anteojos, el buen pastor. Se acerca sonriente, está al tanto de todo, de mi desconcierto, de la piedra y del grabador. Detrás suyo agitando una mata de arbustos entreveo un conjunto de cuerpos en ronda como enfiestados pero no, más bien al acecho. A una distancia de medio metro, el buen pastor me palmea el hombro y saca del bolsillo del jean un celular gastado. Marca deslizando un dedo por la pantalla, vuelve a mostrarme sus dientes tan increíblemente blancos y habla en un idioma incomprensible donde no se esfuerza por disimular que soy el objeto de la conversación. Corta y cabecea. No entiendo por qué no dudo y lo sigo sin chistar. En algunas zonas del parque el ocaso ya no deja ver mucho. Sí en cambio alcanzo a escuchar otras células amotinadas detrás de la vegetación. De hecho, al pie de una fuente, adherido como un imán a los barrotes de un cesto de basura, en la boca de una canaleta, me van saltando a la vista, más luces amarillas, pero también rojas, azules y verdes, mínimas e intermitentes. Una pista minada de grabaciones ocultas. Más allá, en otro plano, vislumbro borroneado el escenario con sus reflectores movedizos. El ballet y el futuro en pugna por un lugar. La música ahora es sorda y estridente. El buen pastor aprieta el puño, firme pero con ternura, obligándome a acelerar el paso camino el estanque. En qué estoy pensando, parece reprocharme. No tengo escapatoria ni la voluntad de hacerlo. Entramos por un pasadizo angosto que desciende sin vueltas hasta las puertas vaivén de un vestuario como los de un club sin fin. Incontables filas de lockers forman un laberinto de latón que el buen pastor recorre como la palma de su mano. Voy delante, él me guía pisándome los talones. Nos detenemos en el mil trescientos treinta y tres. El negro abre su locker. Pegadas a la puerta hay fotos de familia, un calendario viejo, crucigramas completos y un colmillo de algún animal que cuelga y choca contra la chapa. El eco de los clacs me deja mudo. Sobre los estantes, hay dados, máquinas de afeitar, un desodorante y dos bananas. El buen pastor intercepta mi mirada y se encoje de hombros como queriendo decir: «Sí, soy un ser humano como cualquier otro». Del barral cuelgan dos mamelucos azules, de esos que usaban los mecánicos de antes. El suyo tiene una oblea heráldica cosida en el medio del pecho, el otro, más ordinario, me lo pongo yo. Antes de cerrar el casillero, el buen pastor enrolla el índice sobre su dedo gordo, me pregunta por la piedra. Me palpo los bolsillos con un frío en la espalda. ¿Por qué tendré ese maldito hábito de cambiar las cosas tantas veces de lugar? Monedas, un dólar abollado, el boarding pass plegado en cuatro, envoltorios de chicles de mentol. Me da miedo confesar que la perdí y sigo actuando la búsqueda como si fuera posible. El buen pastor se altera apenas, cambiando el peso de su cuerpo grande de la pierna izquierda a la derecha. Un agujero en la costura de uno de los bolsillos por donde asoma sin esfuerzo mi dedo meñique a la parte oscura de mi cuerpo, abre una luz de esperanza. El buen pastor se sorprende ahora que me agacho, me descalzo y encuentro la piedra roja otra vez en el zapato, cerca del talón. Pero cómo puede ser que no la viniera sintiendo. El negro ríe fuerte y enseguida se reprime. «Ála, ála», me dice y se pone a andar dándome un ligero empujón. Salimos del laberinto cambiados y perfumados. Un largo corredor en plano inclinado nos arroja a un espacio fabuloso, ingente y superpoblado. Cuento en un primer vistazo una treintena de grupos de trabajo. Entre ocho y diez personas uniformadas por nódulo. La iluminación es escasa, puntual, de quirófano. El buen pastor se detiene para que vea. Me pongo de puntas de pie y me asomo. Sobre una camilla acolchada, un niño boca arriba, desnudo y sin ojos. No ciego, sin ojos y respirando. Muchas manos a la vez se ocupan de medirlo y envolver sus miembros en unas raras telas que se adhieren a la piel. Todo se hace veloz y con precisión. Por encima del hombro, el buen pastor me lanza una mirada orgullosa. De esto se trata, parece decirme. Reina un clima de urgencia. El sometimiento es sólo una ilusión. Se nota la camaradería y un runrún vigoroso del que de tanto en tanto se desprende un grito de guerra. En los muros de la explanada hay mapas, supongo que de la ciudad, coloreados por zonas. Un viejo con puntero señala los caminos a seguir. Recién ahora que levanto la vista me doy cuenta de que estamos debajo del estanque, pueden verse invertidos los últimos botes de la tarde regresando al embarcadero. Se transparentan las quillas, las proas y los enamorados. Por una rara combinación de refracciones también se reflejan los rosedales, el camino de las estatuas y el palacio de cristal. De pronto algo cae al agua, una moneda, un pañuelo, la hoja de un árbol y las ondas se vuelven incontrolables. El trabajo se interrumpe hasta que se aquietan los remolinos. El buen pastor me tira de la manga y me dejo llevar entre los otros muchos focos de revestimiento hasta que me tropiezo con un escalón, el acceso a la segunda etapa. En lugar de camillas, acá los niños están sentados. De pie y de rodillas, los equipos se dedican a afilar los dedos de las manos y de los pies que pierden la forma conocida transformándose en finas varas punzantes. El buen pastor me despabila con otro «Ála, ála» y me golpea la nuca reclamándome la piedra. No llega a ser violento y sin embargo me deja claro de que acá los espectadores no tienen cabida. Le muestro la piedra que nunca solté. Me señala el fondo donde un grupo numeroso trabaja sobre una montaña de minerales. El buen pastor me presenta, me reciben sin teatro, como a un compañero más. Me pasan unos guantes, un cincel y un martillo. Se hace una pausa para que incruste mi piedra en la masa. Eso hago, la ceremonia es breve y volvemos a esculpir. Los golpes deben ser coordinados y justos. Me fijo en lo que hacen los otros y de a poco voy ganando confianza. Pasa un tiempo indefinible, la montaña entra en ebullición y el cráter escupe un par de ojos casi humanos. De piedra y gelatinosos. Alguien se encarga de atraparlos y se los pasa al buen pastor que pega un silbido. Un niño se acerca a tientas, el negro le coloca en las manos sus ojos nuevos. Algunos más osados, otros más temerosos, cada cual se llena sus propios huecos. Corre una emoción medida, la mayoría logra reprimir los sentimientos. Para evitar una claridad traumática, el buen pastor también les entrega un juego de lentes oscuros. Los chicos listos se pierden a los saltos en el circuito de montaje, nadie les sigue los pasos. «La danza del humo», son las últimas palabras del buen pastor que me da la espalda y desaparece. Un codazo cómplice me devuelve a la tarea. Dos golpes de martillo en la cabeza del cincel, una pausa, otros dos golpes, una pausa, así hasta que surjan los próximos ojos. No me atrevo a preguntar pero todo indica que me espera una noche larga.

Puerta Bonita. La forja del barro

Grace Morales

La costumbre era estar sin un duro e ir andando al centro desde casa. Recorrer los cinco kilómetros que hay hasta la plaza Mayor.

La ida es cómoda, porque vas cuesta abajo por General Ricardos hasta el puente de Toledo. Ahí tienes que comenzar la escalada tras salvar el Manzanares.

En ese paseo me he sentado muchas veces en el escalón de una tienda, a la orilla derecha según bajas hacia Marqués de Vadillo.

Allí se está tan alto que se pueden ver algunos edificios del centro. A veces, si está muy clarito, como en un sueño de primera hora, se distinguen las cuatro atalayas de la ciudad financiera. Pero justo debajo de ese cielo y las altas torres, ya no hay boina contaminante.

Es solo una cúpula de fuego que irradia desde el interior.

Cuando se contempla desde la calle que hizo famoso en el siglo XX a un general del XVIII, militar de cabellera estremecida y rostro de fantasma, Madrid es un calefactor de calor negro: lleno de polvo en suspensión, incandescente en su afán, y cada vez más peligrosa la llama de su interés.

Pero en la vuelta, cuesta arriba, se descubre otra ciudad. Ya no es una rampa que te lleva directa y cogiendo velocidad hacia ese fuego helado del centro, sino un reseco puerto de cuarta categoría en la continuidad de pisos y ruido. General Ricardos, en tiempos la que orquestaba el drama, ahora solo mantiene un perpetuo atasco de cuatro carriles, y en sus aceras se sientan ancianos y parados a ver cómo clausuran, uno por uno, los negocios y la gente.

La tienda en cuyo escalón me solía parar fue inaugurada en los años sesenta. Tenía un enorme escaparate, cubierto el cristal por dentro con un plástico amarillo para no dañar la exposición de muebles castellanos.

Cerró hace cuatro años. Ha sido desde entonces sucursal de un banco de nombre exótico, tienda de bolsos y nueva sucursal de otro banco fantasma con enseña negra. Ahora el local está en alquiler, abandonado bajo el anuncio de la inmobiliaria, mientras sobre el cristal se acumula un grueso relieve de carteles de conciertos, fiestas y manifestaciones.

El camino desde la glorieta de Marqués de Vadillo hasta la de Oporto, la zona más comercial de la calle, es una reiteración de escaparates idénticos. La gente mira los que todavía están abiertos con un sentimiento de condolencia anticipada. Los inmuebles cerrados se han quedado empequeñecidos, temblando por el desuso y la suciedad. Alguna vez hago visera contra los cristales de las tiendas en las que he entrado tan a menudo. Espero verme desde afuera. En el suelo aparecen tirados restos de expositores, maniquíes..., pero aquí no hay bello desorden estético ni la ficción de las ruinas urbanas.

En General Ricardos sobreviven pocos establecimientos con más de diez años de antigüedad. Permanecen las iglesias, pero aun así tienen que poner publicidad, alegres dibujos de libro de Religión, para convocar a los posibles parroquianos.

El bingo de Puerta Bonita, sin embargo, ha permanecido en pie frente al cierre de todos los cines del distrito. Este local, que abrió hace más de treinta años, no solo no está de capa caída, sino que cada vez se le nota más esplendoroso, como una atracción de Benidorm, la suerte girando en el centro. Ahora sí, es el único vestigio que queda en Carabanchel de la «Cultura de la Transición», al haber desaparecido los ciclos de cine, los videoclubes y su sección de destape ibérico. Lo cual no deja de tener sentido, puesto que quienes mejor llevan la deriva agonizante del sistema son la tercera edad con poder adquisitivo y los ludópatas. Hay muchos en Carabanchel. También hay mucha tercera edad que está acechando en el umbral de la miseria. O como se diga.

El Sitio Real

Carabanchel fue suelo feudal y eclesiástico, como toda la tierra conocida por el hombre. Cuando hubo necesidad de alimentos en Madrid, transformaron la propiedad en dos pueblos divididos por la altura y atravesados por un camino rumbo al sur. Un bucólico Carabanchel se elevaba desde el valle del río en un vaivén de cerros y laderas, cubierto por suaves prados, bosques y huertas. Bajo tierra corría el agua en abundancia, siendo elegido para las cosechas de garbanzos y creyentes devotos, esto último gracias a su fama de milagrosa, que no de potable, lo que acarreó más de un problema de sanidad. Al dominar Madrid desde el suroeste, presumía de aire purísimo y unas vistas espectaculares, que atrajeron a la aristocracia para adquirir terrenos.

Movidos por ese mismo deseo de huir de la corte, otros personajes encontraron refugio en las quintas del Alto y el Bajo Carabanchel, deseando escapar de la corrupción palaciega y la persecución gubernativa. Los dos pueblos están llenos de historias sobre aristócratas y opositores al Régimen, cualquiera que tocase esa temporada. Eso aparte de la serie sobre los prodigios en el campo, que aquí lo mismo los ángeles descendían para faenar la tierra al santo, que los demonios de lo español se escurrían por las paredes de las casas, a las orillas de un río cuestionable, casi siempre turbio y sin caudal.

Carabanchel fue asentamiento artesano antes que obrero, polvorín y palacio antes que cuartel. Luego lo recorrió una larga línea de fuego, confusión y ceniza. Cuando apenas quedó nada, fue distinguido como distrito de Madrid, orgulloso hidalgo famélico en un torbellino de polvo y trincheras. Fue reconstruido con viviendas sociales que emergían entre la busca, los descampados y la uralita.

Arrastrado por la inercia económica, tuvo su propio big bang de bloques y factorías. Brilló un poco inseguro durante cuarenta años terrestres. Cuando el cinturón de fábricas se apagó rápido, como un satélite envejecido, quedó Carabanchel solo, tambaleándose en el mismo barrizal del agua milagrera sobre el que había sido construido. Entonces comenzaron a propagarse las manchas de marginación y el triunfo del chabolismo vertical. Nació la balada del barrio sin ley y las persecuciones en el filo de la madrugada. Carabanchel, que hasta entonces había sido famoso por su esplendorosa cárcel provincial, la de la cúpula en forma de araña, pasó a protagonizar las pesadillas de los ciudadanos que vivían al otro lado del Manzanares. De identificar el antiguo pueblo con un pintoresco andurrial con plaza de toros incorporada, se convencieron entre escalofríos de que Carabanchel era territorio apache, lo más parecido a uno de esos amenazadores barrios de Nueva York que salían en las películas, pero con quinquis y coches de la Seat, y pobre de ti, hombre blanco, como tuvieras que poner un pie al sur de la fábrica de la Mahou, que con su perenne fumarola blanquinegra, ya te iba avisando del peligro.

Madrid ha descubierto el encanto que tiene contemplar sus imágenes, instalados los espectadores en el sentimentalismo kitsch fuera de cuadro. Hasta el Carabanchel de la leyenda rosi-negra ha pasado a engrosar ese punto de vista nostálgico que tiene cierta minoría sobre los suburbios. Lo que siempre ha sido un desfile de aberraciones urbanísticas y la apoteosis del deterioro social, es exaltado ahora por algunas representaciones artísticas y discursos institucionales como el triunfo de lo auténtico y los colectivos solidarios.

Pero también han influido los cambios en sus límites. La topografía del centro de Carabanchel está prácticamente intacta, pero donde hasta hace poco solo vivía el recuerdo del descampado, ahora se elevan colonias de pisos de lujo, nuevas urbanizaciones enclavadas a muy poca distancia del barrio forajido. La única diferencia es que el terreno tiene toneladas de roca comprimida en estratos, como los restos del mioceno que surgieron, como un enigma extraterrestre de cartón piedra, en las obras de la estación de metro de Carpetana.

Algunas de esas leyendas, mucho más recientes, pero igual de acartonadas, han sido convenientemente aderezadas por los oportunistas, aquellos que extraen de los márgenes del desamparo un rentable elixir dulzón con aromas a atracción de feria y enredos de clase trabajadora, que según la literatura establecida tiene que ser, según el enfoque, siniestra y repugnante, o bondadosa y un poco imbécil.

El lugar común de Carabanchel lleva lustros delimitado por la cárcel, la inseguridad ciudadana y el paro. Ahora que los sucesos forman parte del entretenimiento global, el paro es la segunda piel del país, y la cárcel ya no existe, a la espera las autoridades de una muy difícil especulación con el terreno, sería justo puntualizar que, por encima de todo, Carabanchel es, en todo caso, el barrio de los cementerios.

No consta en la guía de tópicos, pero siete cementerios es una cifra más que respetable para colocarlo en cabeza de la capital en asunto tan poco castizo. Este detalle no es anecdótico ni viene al texto por frivolidad.

Existen cuatro Sacramentales, que se erigen en distintas elevaciones a los dos lados de General Ricardos: a la derecha, San Isidro, San Justo y Santa María. A la izquierda, San Lorenzo y San José. Estos cementerios son lo más parecido que hay en España en cuanto a monumentos románticos, a la altura de un Père Lachaise. Son lugares excelsos, desde los cuales se puede ver el centro de Madrid en todo su horror y crudeza. Tienen jardines prodigiosos, diseñados por los mejores artistas del siglo XIX y XX. Es arte funerario conmovedor y está casi en ruinas, sin atención ni cuidados. Ven pasar con paciencia y desdén su tiempo hacia la vuelta al polvo y la ceniza, en silencio y solo con la belleza como horizonte, la que ha desaparecido de la faz de todas las ciudades. Lo de menos es la lista de nombres grabados en las lápidas, los de las mentes más privilegiadas del arte y la ciencia, sino el asombro de los panteones, el diseño apabullante de los jardines de piedra.

Además de las Sacramentales, a la altura del metro de Urgel está el cementerio Británico, un brillante y romántico camposanto para los extranjeros de Madrid (los extranjeros ricos). Subiendo más arriba se encuentra el parroquial de Carabanchel, al lado de la ermita de San Sebastián. Pequeño y muy antiguo, conserva lápidas y mausoleos del XIX, con algunas esculturas maravillosas.

En las Sacramentales apenas se celebran entierros. Y a cualquier otro cementerio no va nadie, salvo a lo inevitable. Lo sé bien, porque los he visitado muchas veces. Cuando era pequeña, me llevaba mi padre. Luego he ido yo sola.

No, mi padre no era enterrador. En Carabanchel, la cantidad de parques contra cementerios era de uno a siete, y como el parque Sur caía lejos de casa, pues con mi padre, que era de personalidad melancólica, hacíamos excursiones al cementerio.

También gracias a él descubrí uno de los espacios más admirables y casi tan desconocido como cualquiera de los cementerios. Al lado de casa se levanta la verja de Puerta Bonita, cancela de forja al estilo inglés, que había servido en su inauguración de entrada a la finca de Vista Alegre. Hasta los años ochenta, estos terrenos quedaban ocultos a los vecinos por un alto y antiguo muro de ladrillo que corría paralelo a General Ricardos y terminaba en la plaza del ayuntamiento. Casi nadie sabía lo que había en su interior, salvo un colegio de huérfanos, un manicomio y algunas casas abandonadas. Entrar en la finca no estaba prohibido, pero los guardas de la entrada, así como la idea de encontrarte a un loco suelto, no fomentaban mucho el interés.

Pero mi padre, que conocía bien la finca desde niño, y era de personalidad melancólica, me llevó infinidad de veces a pasear por su interior. Lo que hay dentro procede del capricho de una reina, que ordenó construir unos espléndidos palacios de campo y una casa de baños, jardines románticos con árboles de todas las especies y esculturas... Hasta una ría navegable que rodeaba el centro de la finca, entre fuentes, norias y estanques.

La mayor parte de esta edificación monumental ha desaparecido, mientras el resto se va desmoronando. La ría ha sido cegada, pero se puede imaginar el barquito que la surcaba, moviéndose entre los árboles. Alguno de los palacios ha sido reciclado por las autoridades, con vistas a tener a gente sintiendo, como sentían en el XIX, que ahora todo eso es suyo, como marqueses de Salamanca de categoría D.

Pero los árboles gigantescos, los caminos blancos en absoluto silencio, los restos evocadores de los pabellones abandonados —atracción fatal para la infiltración— siguen ahí, recordando que solo sobreviven ellos en la carrera hacia la desolación.

La Cornisa Imperial

Tras ser reducido a cenizas, a Carabanchel lo soñaron como límite de la «cornisa imperial» de un Madrid que habría de ser reconstruido a golpe de hisopo y camisa azul. Se les debieron alargar los plazos, enzarzados en polémicas tecnócratas contra falangistas, porque mientras discutían sobre la conveniencia o no de edificar una gran comunidad en armónica e ilusoria justicia social bajo el mismo ideario, ese majestuoso filo del suroeste mutó descontrolado en sombra de infravivienda. El gran límite de la ciudad, que habría de inspirarse en los discursos nacional-católicos, se convirtió en un endeble muro social contra la casta del centro y la amenaza de las ciudades dormitorios, donde no dormía casi nadie, y sus pobladores atravesaban las mañanas en blanco por las carreteras de Carabanchel para llegar a las fábricas.

A comienzos del siglo XX, Carabanchel era un pueblo que vivía del campo y de una artesanía en crecimiento. Al trigo y las frutas, muy apreciadas en la capital, se habían unido una serie de negocios en torno al vino y la carne, como embotelladoras, tiendas y merenderos, a donde se acercaban los madrileños a degustar el famoso moscatel, el anís y los productos en salazón y conserva que salían del Matadero. Las tascas se encontraban entre descampados, chabolas y traperías, diseminadas a ambos lados de la antigua carretera de Madrid, ya General Ricardos, donde se arracimaban los visitantes que venían a pasar el día en el campo o a ver los toros.

Pronto aparecieron los primeros negocios: escribanos, herreros, curtidores, alfareros, etc., y se instalaron las primeras grandes fábricas: jabón, ladrillo, tejas, licores, pólvora, botones para uniformes... Así crecieron y prosperaron los Carabancheles. El Alto se hizo más burgués y residencial. El Bajo aumentó de población con sus comercios y talleres. Sobre la zona de mayor actividad, los Mataderos, se erigió la primera colonia de hotelitos gremiales, El Porvenir Artesano, antes de que los periodistas hiciesen lo propio en la Colonia de la Prensa. Las dos son ejemplos de un Madrid que nunca se llegó a realizar más allá de los planos, dentro de aquel plan de Ensanche y racionalización de la ciudad, con sus colonias de pisos baratos con jardín. De estos chalets solo quedan pequeños rastros, porque las sucesivas obras los han derrumbado para construir bloques de pisos, o los han convertido en adosados de ladrillo visto, con balcones cerrados en PVC y todo el aparato de decoración que venden en los centros comerciales, enanitos de yeso incluidos.

El barrio creció de forma alocada y miserable. Se juntaron las viviendas de la reconstrucción franquista con las que aún quedaban en pie de la II República, reedificadas a duras penas por los supervivientes o los realojados, que llegaron en tromba desde Madrid o provincias. Todavía con la mayoría de las calles en pésimas condiciones, convivían casas a punto del derrumbe con las nuevas colonias. Y las chabolas construidas por los inquilinos. Y las cuevas. Aprovechando las trincheras del frente, los más pobres de esta lista de pobres hicieron dramáticas infraviviendas en los agujeros socavados para la lucha.

He caminado infinidad de veces por esta ruta arqueológica del desorden.

En la primera bocacalle de General Ricardos, a la izquierda, la que lleva el nombre de la actriz Lola Membrives nació mi padre, en una casita baja que servía de taller a mi bisabuelo. En ese taller, cuyas ventanas daban a otra calle con nombre regeneracionista, La Verdad, mi abuela creció hija de su tiempo, pero con tan humildes expectativas, que lo que empezó como tímida militancia derivó en feroz carácter, conforme los palos le llovían de aquel cielo tan puro. Mientras mi bisabuelo remendaba botas y suelas, ella le leía en voz alta las columnas del Liberal y Mundo Obrero, única lección durante años, quizá no muy bien asimilada, pero marcada como los remaches en las botas. La abuela defendió los derechos de la mujer y se manifestó por los campos del barrio de Comillas en contra de las bondades de la propiedad privada, más por carencia de pretendientes y de pertenencias que por ideales, mientras encolaba con engrudo pilas de zapatos y trenzaba las virutas con las que se urdían las escobas. Lo suyo eran las proclamas incendiarias. Por eso, cuando la zapatería se quemó, ella decidió que su destino iba a ser trabajar en la fábrica de cerillas de la calle Pablo Iglesias, arriba de General Ricardos.

Llevaba dieciséis años trabajando en La Fosforera, la nave que surtía de fuego al sur de la capital. Con treinta años era jefa de sección y enlace sindical de la CNT. Pero en 1932 era más escandaloso estar soltera con esa edad que ser sindicalista, por lo que sus hermanos mayores celestinearon a un recién llegado desde San Martín de Valdeiglesias, un tipo de nada menos que treinta y tres años, quien pese a no tener donde caerse muerto, era alto y bien parecido, de carácter serio y callado, en principio ideal para convivir con la hiperactiva y enérgica abuela.

Se impuso la razón práctica de la boda, y en 1934 la familia dejó La Verdad y se trasladó al margen derecho de General Ricardos, Linares, una bocacalle de empinada cuesta, en cuyo final había una corrala con retrete comunal y patio trasero para el ganado. Allí vivió mi padre su infancia, si exceptuamos los dos años y pico que pasó en Murcia, como casi todos los niños de Carabanchel, mientras el pueblo era utilizado como línea de frente y quedaba destruido hasta los cimientos, desde la iglesia de San Isidro y la de San Miguel hasta las viviendas de Puerta Bonita.

Como Franco entró en Madrid por General Ricardos, Carabanchel fue nombrado con orquesta militar, desfile y misa, «pueblo adoptado», y se acogió a las ayudas de la Dirección de Regiones Devastadas. Estas se limitaron a reconstruir las iglesias y los edificios oficiales, y luego añadieron un sinnúmero de instituciones de caridad. Muchísimo apoyo espiritual, orden y control político-social, pero nada que llevarse a la boca.

Los años cuarenta y los cincuenta fueron una dolorosa pesadilla para la gente de Carabanchel. Los que tuvieron la suerte de encontrar medio en pie su casa, como mi familia, la maldijeron en cuanto hubieron de rebuscar la comida en los cubos de basura.

Chabolismo oficial

Al tiempo que se elevan barracones sociales fabricados con materiales de desecho, esas viviendas que los ideólogos sueñan amplias y dignas de la familia cristiana, donde jamás se tenga que recoger el salón para abrir las camas por la noche, los emigrantes vienen de provincias hacia el centro de Madrid, pero se estancan en el barro de Carabanchel y otras ciudades satélite. Aquí construyen sus casas, por la noche, con ladrillos y uralita, sin agua, en medio del descampado, cogiendo la luz del poste más cercano, porque no hay farolas, solo unos maderos con bombilla en la punta. De vez en cuando, los del ayuntamiento vienen con la piqueta, ayudados por internos de la cárcel. Las calles son regueros de basura, y las casas lo mismo salen flotando por esos arroyos, que se hunden o arden electrocutadas en un momento.

Por el puente de Toledo ha circulado un gran trasiego de carromatos que lleva mercancías a Madrid, lo que ha dado lugar a un ambiente portuario alrededor del río, que todavía no está canalizado y corre lleno de residuos, aguas putrefactas y animales muertos. Ahora pasa el tranvía, que hace el recorrido desde la plaza Mayor hasta Carabanchel Alto. Esta línea, conforme se va repoblando la zona, viene y va atestada de gente como un tren pakistaní, lo que unido al estado de las vías y los vehículos provoca numerosos accidentes, como la tragedia de 1952, cuando un tranvía en condiciones muy defectuosas descarrila en Pirámides y cae a las huertas bajo el puente, provocando docenas de muertos y heridos. Es el principio del fin de los tranvías y el comienzo de la hegemonía de los autobuses, aunque los rieles que atraviesan el barrio permanecen incrustados en el pavimento hasta después de varias Operaciones Asfalto a primeros de los ochenta. Los recuerdo, pulidos y afilados por el paso de los coches, como cuchillas de patinador colocadas de canto sobre el suelo, ideales para tropezar y llevarse un tobillo.

Madrid no fue ciudad hasta que tuvo metro. El barrio dejó de ser arrabal cochambroso cuando se inauguró la estación del suburbano, en la plaza de Carabanchel Bajo. En derredor de aquella entrada, empezaron las grúas a construir bloques de pisos y aceras. La línea ponía a la gente en menos de media hora en el centro de la ciudad. Fue un tramo muy especial, porque iba a cielo abierto, atravesaba Aluche y la Casa de Campo sin ninguna conciencia ecológica, y entraba en Madrid a través de un túnel rápido que terminaba en la plaza de España, a más de veinte metros de profundidad.

Coincidiendo con la inauguración del metro, mi padre cumple veintisiete años. Lleva trece trabajando como dibujante y pintor en el taller de cerámicas decorativas del polígono industrial de Opañel, conjunto de fábricas en el que conviven imprentas, talleres textiles y construcción. Es la época del Desarrollo, pero todavía están las chabolas y las escuelas son barracones o instituciones religiosas de palo y tentetieso. No hay más médico que el de la vetusta casa de socorro de General Ricardos.

El presente es ayer

La democracia convierte superpoblación y demanda en prosperidad y riqueza. De repente, los poblados marginales ya no son pequeños asentamientos diseminados por su territorio, sino un conjunto de infraviviendas de protección oficial. Las UVAS de Pan Bendito, Cañorroto y el Alto de San Isidro son lo de antes, pero revestido de hormigón.

La calle Cinco Rosas ha vuelto a cambiar de nombre. Recupera su tradición religiosa, pero en oportunismo coyuntural: ahora se llama Monseñor Óscar Romero. Los terrenos de la antigua Fosforera albergan un bloque al que llaman «La caja de cerillas». No en recuerdo de la fábrica, sino por los barrotes rojos de sus minúsculas terrazas, también conocidas como «Las jaulas».

Hay un momento en la vida de Puerta Bonita en que se tiene la sensación de que el bienestar nos va a alcanzar a todos. Muchos vecinos ya tienen apartamento en la playa y otros han firmado hipotecas para comprar adosados de dos plantas en una ciudad satélite. Todos ellos creen en las palabras del ministro que dice que España es el país donde uno puede hacerse rico más fácilmente, pero no termina de pronunciarlas cuando emprende la Reconversión Industrial, y gran parte de las empresas del polígono van a la quiebra.

Entre ellas, la de mi padre. Tiene cuarenta y dos años y no volverá a tener un trabajo estable ni digno.

Le puedo ver desde el balcón de casa, cuando regresa a última hora de la tarde. Una vez más, se ha recorrido Madrid con su carpeta de dibujos.

Mi padre, que era de personalidad melancólica, tornó en paseante adusto y solitario, y pronto comenzó a perderse en las calles que tan bien conocía, a no encontrar la salida en el parque, a tropezarse en el antiguo empedrado que surgía bajo el aglomerado asfáltico, hasta que olvidó todos los nombres.

Soy de un barrio pequeño, Puerta Bonita. De unas pocas calles en la que se define mi recorrido en el mapa de la rutina y los acontecimientos. Desde aquí, como se controla el paisaje a lo lejos y la vida te viene para actriz meritoria, se adquiere una visión de conjunto que es difícil tener cuando se vive en sitios más de artista principal. Detectas enseguida el decorado.

Sin embargo, los jardines en otoño de la decadencia ruinosa de Vista Alegre, los muros de ladrillo sin tiempo, las tiendas que resisten, las casas antiguas y el camino desde la plaza del Ayuntamiento por Monseñor Óscar Romero (antes Cinco Rosas, antes Pablo Iglesias, antes Magdalena) hasta el cementerio Parroquial, esa ruta que hacía de niña con mi padre y ahora hago sola hasta su tumba, son las únicas cosas tangibles que todavía tienen sentido y significado.

La extraña libertad

Elvira Navarro

Cualquier experto en Programación Neurolingüística te dice esto: durante los treinta primeros segundos como oradores frente a un público desconocido evidenciamos nuestro mapa representacional preferente a la hora de manejar la información. Si hay un experto en PNL en la sala, éste va a saber si somos más bien auditivos (voz monótona y mirada a los lados), kinestésicos (el cuerpo se mueve; profusión de gestos) o visuales (mirada hacia arriba para buscar imágenes mentales). Según la PNL, los mapas representacionales condicionan la atención y el gusto, y si nos enrocamos en uno de ellos, es probable que nos convirtamos en la peor interferencia para nuestro mensaje. Así, alguien hablando desde lo visual, sin hacer concesiones auditivas o kinestésicas, solo llegaría a otros visuales, o a quienes tengan los tres mapas equilibrados. Las preferencias en los mapas serían asimismo sintomáticas de ciertos rasgos de personalidad generalísimos y relacionados con la percepción.

Hago este rodeo porque siempre me pareció misteriosa la forma tan rápida en la que una ciudad me entusiasma o me desagrada, rapidez que también observo en los demás. En general, no hace falta pasar un mes en ningún lugar para soltar un me gusta (o no) con alta probabilidad de mantenerse inalterable, o matizable hasta cierto punto, para el resto de nuestra vida. Podría haber apelado a la infancia como máquina generadora de juicios inmediatos y difícilmente explicables (y entonces el lugar nos conquistaría o nos horrorizaría dependiendo de nuestros primeros modelos de felicidad o tortura), pero me he ido a la Programación Neurolingüística porque me gustan esos elementos tan básicos e impersonales: lo visual, lo auditivo, lo kinestésico. Con suerte, la tríada me servirá para ordenar mi discurso y arañar algo sobre el trozo de ciudad por el que se me convoca aquí, un trocito (paseo de Extremadura y aledaños) tan evidente (lo castizo apela siempre a algo gritón y de andar por casa) y mutante como el resto de Madrid. Y en cualquier caso, tienta generar preguntas tipo test, esa clase de preguntas que tienen algo de demasiado ramplón pero también algo de cierto. Por ejemplo: ¿puede Madrid, con todo el feísmo indiferenciado, tenaz y desolador de buena parte de sus barrios, gustar a quienes necesitan de la imagen para procesar, una imagen no necesariamente bella (qué es lo bello), pero sí de líneas precisas y como sacadas de un recortable? ¿Y puede no gustar su machacón movimiento, su extenuante y eléctrica vibración, a un kinestésico? ¿Y hay en la capital demasiado ruido como para que un auditivo pueda diferenciar y recrearse con los sonidos, y no acabe odiando a todos esos maleducados españoles, más les valdría aprender de Suiza?

1. Los treinta primeros segundos, o kilómetros, o directamente la M-30

Si pensamos en el primer impacto metropolitano para el conductor de coches y el copiloto (mi caso), la M-30 ocupa un lugar privilegiado, como los balcones de los ayuntamientos y las casas principales de los pueblos y ciudades de provincia a la hora de ver la procesión. Mi Madrid empieza en la añosa circunvalación, y por tanto cualquier barrio del que tenga que hablar ha poseído antes una mera existencia lingüística en los carteles de una M-30 por la que mi padre se perdía. No atinaba con los desvíos, mi padre, por lo que echábamos nuestros buenos ratos buscando salidas: c/ Méndez Álvaro, gta. Pirámides, pza. Legazpi, P. V. del Puerto. Entre ellas, P. de Extremadura no llamaba la atención. Evocaba algo excesivamente literal, y en mi cabeza quizá se dibujaba un antiguo camino hacia Cáceres, pero lo más probable es que ni siquiera eso, sino que lo convirtiera en un sinónimo de esa primera impresión de principios de septiembre que transita en mi memoria como si fuera agosto, una sensación ladrillista y monstruosa de Madrid en la que los edificios me parecieron apisonadoras que alguien había levantado obsesivamente, cuidando de impregnar con el ladrillo los parques, los transeúntes y el aire. Luego una investiga y resulta que buena parte de las moles que bordean la M-30 excéntricamente sí fueron alzadas con enfermizo ánimo de lucro cuando el urbanismo, a partir de los años cincuenta, comenzó a ser el forraje de las empresas privadas. La tristeza del Spain is different se nota mucho en algunas partes de la capi, y el día de mi bautizo aquí, cuando mi padre me trajo en su Volkswagen Passat y nos perdimos, lo único que pensé es que todo era seco, y que los edificios te aplastaban, y que el verano seguía siendo achicharrante aunque ya estuviéramos en un otoño de asfalto raro y fundido con la tierra. Alguien había dejado sueltas las máquinas.

Como digo, esa primera mirada marca para mí el inicio, y no puedo pensar en ningún barrio aisladamente. Carabanchel, Vallecas o Chamberí están ahí todo el rato, actuando como elementos comparativos, aunque también como una permanente transpiración, un no poder sacudirse el resto de la city de la misma manera que en verano esos rodalitos de sudor nada más salir del chorro de aire acondicionado. Pero vayamos centrando el motivo: una tarde de mayo, después de comer en un chino de San Francisco de Sales, fui con mi novio de entonces a la M-30 porque así lo habíamos decidido, y comenzamos a caminar bordeándola por el Manzanares hasta Casa Mingo. Continuamos después por Virgen del Puerto, siempre con la M-30 convertida en un zumbido a pocos metros. Seguimos hasta el parque de Atenas, nos paramos ante el puente de Segovia y miramos La Riviera y la ribera, con su suelo de cemento a ambos lados del río. Había (hay) patos. Había un tráfico denso y cansino. Había (hay) una mancha vegetal, de un verde como el de los pepinillos con hojas de eneldo, que se extendía (se extiende) a uno de los lados del paseo, y que era (es) la Casa de Campo. Ahora, con la M-30 soterrada, es fácil acceder a ella desde Príncipe Pío, pero antes había que dar costosos rodeos. Mi novio y yo vivíamos entre Moncloa y Argüelles, acabábamos de estrenar la ciudad, y solo íbamos a los barrios cuando paseábamos en busca de confirmar, o más bien desmentir, límites. Ese día nos metimos en la Casa de Campo; faltaba un buen rato para el ocaso, pero queríamos esperar la noche entre los árboles, atisbando todas las oscuridades posibles. Esa tarde paseo de Extremadura cobró entidad para mí, una entidad chiquita: ser una larga avenida de la que, viniendo desde el puente de Segovia, partían hacia la derecha extrañas ramificaciones asfaltadas que te alejaban de la inmensidad arbórea. Parecíamos a punto de sumergirnos en la masa vegetal, pero todo el tiempo nos lo impedían esas carreteritas flanqueadas por antiguos edificios públicos franquistas, semidescampados, instalaciones deportivas y restos de aceras. En algún momento estuvimos en un camino en mitad de un castañar, y más tarde aún llegamos a una trinchera, o eso me aseguró mi novio. Me dio una angustia de posguerra y de «Balada del Manzanares», ese cuento de Ignacio Aldecoa en el que Pili y Manolo, una pareja de enamorados, tienen la siguiente conversación:

Hola, Pilar.

Hola, Manuel.

¿Vamos, Pilar?

Vamos, Manuel.

¿Vamos hacia la estación, Pilar?

Vamos donde tú digas, Manuel.

¿A tomar un vermut, Pilar?

Yo, un café, con leche, Manuel.

Tú, un café con leche, Pilar, y yo...

Tú, un vermut, Manuel.

¿En el bar Narcea, Pilar?

Mejor en Cubero, Manuel.

En el Narcea es mejor el café, Pilar.

En Cubero dan más tapa con el vermut, Manuel.

Estás muy guapa, Pilar.

¿Sí, Manuel?

Sí, Pilar.

¿Te gusto, Manuel?

Sí, Pili.

¡Qué bien, Manolo! Te quiero.

¿Mucho, Pili?

Mucho, Manolo. ¿Y tú?

Mucho, Pili.

Leí por primera vez ese cuento en 2.º de BUP, cuando aún vivía en Valencia. En él se menciona la parada de tranvía de Campamento, es decir, un lugar no demasiado lejos de donde estábamos mi novio y yo, suponiendo, claro está, que esa antigua parada sea hoy el metro homónimo. Para más inri, mi novio se llamaba Manuel, y aunque no se parecía al del cuento, no pude evitar que me poseyera el espíritu de Pili. Quise irme a otra parte de la ciudad donde no fuera tan fácil ser mascada por un destino que no quería pero que estaba a un paso; bastaba un vestidito y un tacón y un vermú. Los lugares y sus voces te poseen, y a mí me espantaba Pili aunque no supiera lo cerca que me encontraba de Campamento. En el cuento de Aldecoa ignoramos dónde se sitúa el narrador; podemos suponer que abarca el distrito de La Latina, es decir, varios kilómetros, si bien en verdad Aldecoa siempre planea sobre la ciudad entera, y una criada de Argüelles traspasa el grito de un maquinista en Atocha. Me gusta esa manera de respirar la ciudad, espiraciones y exhalaciones móviles en el espacio pero también en el tiempo. En la Casa de Campo, en los restos de trinchera en los que andábamos metidos, estaban la posguerra, nuestras familias y los domingos por la tarde españoles con su crujido de pipas, café con leche y bizcocho reseco. Es probable que tomásemos el metro en Puerta del Ángel, pero no puedo asegurarlo. Sé que volvimos cuando era noche cerrada, y que yo ya estaba tranquila porque Pili y Manuel se habían recogido, mientras que nosotros avanzábamos todavía por el descampado y los edificios funestos que nos habrían hecho cambiarnos de acera si hubiese habido más aceras. También estaba tranquila porque, en el cuento, Pili y Manuel acaban bajando al Manzanares, y Manuel le pregunta:

¿Te ahogarías conmigo, Pili?, mientras que a mi Manuel no se le habría ocurrido preguntarme nada parecido, y sí en cambio ir a cualquier bar a sacudirnos el miedo (el mío, que lo impregnaba a él; el miedo que me ahogaba) con unas cuantas birras. Asimismo, también me sosegaba constatar esta otra diferencia:

Vámonos de lo oscuro, Manolo.

El rumor del río se hace pequeño.

Vámonos de lo oscuro, Manolo.

Pili...

Vámonos, Manolo.

Vámonos.

En la noche, corriente arriba, el perro ha dejado de ladrar. La luna navega cielo raso tras las nubes. El agua del Manzanares ya es negra.

, pues hacía ya un buen rato que el Manzanares, que no veíamos, reflejaba las farolas de la avenida de Portugal, y nosotros caminábamos por lo oscuro como meros chuchos y al mismo tiempo conservando un significado de la oscuridad parecido a saltar tapias prohibidas, robar la moto que apenas sabes conducir, ir al cementerio durante la madrugada y dibujar símbolos satánicos sobre las tumbas. Me doy cuenta de que antes de la llegada al paseo de Extremadura debería haber abierto un epígrafe que se titulara:

2. Lo kinestésico

, ya que estoy metida en la plena vibración, en lo que solo puede decirse apelando a las sensaciones, que están llenas de capas, nunca permanecen quietas y determinan el máximo desorden; también te obligan a hacer muchos gestos con las manos porque se expresan mejor a través del cuerpo. Podría asimismo haber rotulado mis palabras con un

2. Lo visual

, aunque habría estado cogido con alfileres. Mejor coloco ese epígrafe a una madrugada en que, bajando por la calle Segovia, con las dos torres de paseo de Extremadura retándose cual fieras aburridas, entramos en un pub cuyo nombre no recuerdo, pero en el que con frecuencia daba conciertos El Pollito de California, un americano que cantaba (canta) flamenco. No estaba El Pollito por bulerías desafinadas, sino Fernando Esteso bien recortado en la noche madrileña, y aquí lo que hay en mi cabeza es pura imagen, Esteso pequeño en una barra acolchada y ante un cubata en vaso de tubo, mirando cómo lo miraban porque quienes se paraban en la puerta no podían dejar de fijarse en que ahí estaba uno de los héroes del destape nacional. También nosotros, me refiero a mi novio de entonces y yo, nos quedamos muy quietos en el umbral, sabiendo que si lo franqueábamos no íbamos a ser capaces de dejar de mirarle y de buscar a Andrés Pajares, así que seguimos calle abajo. De repente nos pareció atractiva la idea de tomar la última por paseo de Extremadura (Álvarez del Manzano aún no había decretado que la marcha nocturna debía finalizar a la 1:30 h, y que si queríamos más había que rascarse el bolsillo). Esa fue la primera noche que pasé en ese barrio ya recurrente por estar cerca del centro. Las recurrencias señalan caminos: un año más tarde mi novio se fue a vivir a paseo de Extremadura, a un primer piso a tres manzanas de Puerta del Ángel, y yo comencé a sumergirme en la zona. Lo hice al principio tímidamente, pues desde allí no se pierde de vista el Palacio Real, y las excursiones a casa de mi novio tenían su ruta y sus rutinas. Por la ventana abierta de ese primer piso en el que vivía mi Manuel se colaba toda la contaminación de Madrid, y había que ventilar por la noche, cosa que hacíamos mientras observábamos a las cucarachas escurrirse por el paseo vacío. A veces explorábamos las calles cercanas: pisos no demasiado altos y no todos de impronta ladrillista (es decir, de ladrillo visto), pues esta empieza más arriba, y tiene su auge y su folclore en Lucero y Aluche. Antes del año 2000 aún no habían llegado demasiados inmigrantes, y un barrio como el de paseo de Extremadura lo componían, fundamentalmente, la gente de toda la vida del barrio más los estudiantes que no tenían dinero para pagarse una habitación por Moncloa o Malasaña. Buena parte de los barrios del sur de Madrid fueron pensados para el lumpen cuando el campo comenzó a desaguar jornaleros; había que evitar el chabolismo, y mientras por el norte se hacían VPO para una clase media discreta, de estatus recién adquirido y buenas costumbres, por el sur se alojaba a la mano de obra barata en sitios igual de baratos: VPO de segunda. Este reparto de las clases sociales7 entre el norte y el sur se notaba sin ni siquiera salir de los vagones de la línea seis: los estudiantes con menos pasta se bajaban en las estaciones del sur, junto con los inmigrantes y los obreros. Planeaba también por aquí la memoria de mi padre, que tenía familia en la calle Cardenal Mendoza, y que me contaba que lo que había por estos lares a finales de los cincuenta del siglo pasado eran casas de planta y piso, pequeñas y de poca altura. Abro Google Maps y recorro con el Street View la calle donde vivía la familia de mi padre: no queda ninguna de esas casas. Lo que hay son fincas de cuatro o cinco plantas, y pequeños comercios en los que no recuerdo haber entrado. Yo formaba parte de esa masa postadolescente que había venido a Madrid a estudiar en la Complu, y que no solía hacer del barrio excéntrico su centro aunque viviera en él, lo que significaba que lo usaba como ciudad dormitorio, y que en su horizonte de expectativas no era más que una zona de tránsito a la espera de ese sueldo que permitiera vivir cerca de Malasaña. Me movía entre los vástagos de una clase media acostumbrada a habitar el centro de Soria o de Minglanilla, y a los que no se les pasaba por la cabeza venirse a la capi para exiliarse del cogollo. La única persona no burguesa que frecuentaba era mi novio, y fue por su causa que acabé de adentrarme más y mejor en el distrito, y también de comprobar el papel que jugaba la distancia y lo visual en la adaptación a barrios que no forman parte de tus planes. Que sea incómodo salir de tu casa para ir al centro porque queda a tropocientas paradas de metro con sus correspondientes transbordos te obliga a mirar distinto, a abrir huecos o a encontrarlos, por no hablar de lo que dejas de ver. No hice esa inmersión en el barrio hasta la segunda mudanza de mi novio, que aconteció en 2001. No se fue demasiado lejos si lo medimos en paradas de metro (Alto de Extremadura), pero a eso había que añadirle un buen puñado de callejuelas que hacían que el Alto ya no estuviera tan cerca, y que delimitaban un tejido urbano distinto al de Puerta del Ángel. El paisaje comenzaba a ser histéricamente heterogéneo, y parecía alzado a machetazos y ocurrencias. El concepto de gran ciudad se diluía en una suerte de pueblo grande o ciudad mediana sin pretensiones, que dejaba asomar cardos y jaramagos entre el adoquín, y donde había olor a higueras, unas higueras cuyas raíces brotaban del patio de las casas a punto de derrumbe.

Mi novio vivía con su hermana, y yo pasaba con ellos la mayor parte del tiempo. La hermana de mi novio se llamaba Rosa. Yo le decía la Rosa, y mi novio mi hermana Rosa. Rosa se compró una casa en una placita que solo registra el satélite de Google desde arriba y en uno de sus costados, y que no cuenta para el Street View. Para poder verla, hay que ir a Genserico y colocar al muñeco del Street frente al Mercado de los Jesuitas. La plaza de Sisenando tiene nueve o diez casas como la de la Rosa, y tomándola desde Mauregato se accede por unas escalerillas en zigzag, típicas de jardines o de cualquier otro lugar donde haya vistas generadoras de autoconciencia paisajística que legitimen la profusión de escalones. Aquí no hay tal cosa; a los costados de la baranda crecen el trigo, los cardillos y las amapolas, y las manos se te quedan negras si te agarras. ¿Son escaleras de autoconstrucción? ¿Algún arquitecto ensayando uno de esos caprichos que por estos lares, donde reina la espontaneidad, siempre encuentran amparo? No lo sé, y en cierto modo me gusta este proceder sin procedimiento, el improvisar porque sí, la descontextualización de las formas. Me gusta porque no responde a ninguna voluntad estética que traspase el mero gusto, o el capricho. El riesgo reside en lo kitsch, en esas balaustradas blancas donde reinan gnomos que te miran desde una penumbra sonriente. La plaza de Sisenando describe una terraza en mitad de un declive, y es obra del Servicio Nacional de Regiones Devastadas, organismo creado por el gobierno de Franco tras la contienda para reconstruir las zonas que habían sido frente de guerra en territorio nacional.

Pasé infinitas horas en la casa de la plaza de Sisenando, asomada a la ventana que daba a la misma plaza o sentada en el patio, donde había butacas y macetas compradas en viveros. Yo llevé un cactus. Cuando me asomaba a la ventana podía tocar la copa de un árbol y observar la convivencia pajaril, y si me iba al patio me ponía a espiar a las gitanas. Me sentaba al lado de mi cactus a escuchar el calorreo: Los Chichos, Los Chunguitos, Los Calis, Camela, Ketama, Camarón. También escuchaba hablar a las gitanas viejas con sus hijas o nietas preadolescentes sin escolarizar. Años más tarde, en Carabanchel, tuve de vecinas a dos familias gitanas en mi edificio. Una vivía en mi planta, y la otra en el último piso. La del último piso era un matrimonio joven con un bebé, y el marido le daba palizas a su mujer. Los gritos se escuchaban por toda la calle, y se formaba siempre una comitiva de vecinos frente al portal. Los vecinos miraban hacia la ventana abierta del último piso mientras esperaban a la policía o a que el gitano arrojara a la gitana y al bebé al vacío. La otra gitana de la finca, que era la que yo tenía puerta con puerta, decía que la de arriba se dejaba pegar porque quería, pues tenía su buen padre y su buena madre, frase que me viene a menudo a la cabeza. «Será porque quiere, pues bien que tiene a su buen padre y a su buena madre.» A la gitana del piso de al lado del de mi abuela Carmen, que vivía en Sabadell, la molía a palos su marido, el patriarca del Cerro X, hasta que un día ella avisó a su buen padre y a su buena madre y a sus buenos hermanos, que se plantaron en casa del patriarca del Cerro X para decirle: «Si le vuelves a poner una mano encima a nuestra hermana, te rajamos». Cuando niña yo jugaba con la hija del patriarca, que aparecía con propinas moradas en los brazos; de adolescente salía con ella por las noches, y si se pasaba de la hora, su padre la esperaba detrás de la puerta con la goma de butano. Había una canción de los Gipsy Kings que decía:

Papa papa no la pegues a la mama Ay, papa no la pegues a la mama Por culpa de una gallina

Ay papa mío, no la pegues a la mama Porque la vas a matar

Mi mudanza a Carabanchel fue también musical; del calorreo pasé a la cumbia y, sobre todo, al reguetón, que salía durante buena parte del día de las ventanas siempre abiertas. Esa era una de las cosas que molaban de los trozos de barrios excéntricos que me han tocado en suerte, que la música se agarrara a la calle y a tu piso: sabías quiénes eran tus vecinos aun cuando ellos no quisieran airear la suciedad, pues las paredes sonaban a caja hueca. Las canciones que escupía el coche tuneado de los canis latinos que se apostaban junto a las canchas de mi primer piso carabanchelero eran de este estilo:

pégala, azótala

sin miedo que no hace naa mírala, mírala

si se ríe le gusta yo le doy, tú le das por delante y por detrás ella va a toa

agárrala, pégala, azótala, pégala sácala a bailar

que va a toa,

(¿Debería colocar aquí el epígrafe?)

3. Lo auditivo

Pero este texto no va de Carabanchel, sino de paseo de Extremadura, y en mi época de Paseo lo que más ruido metía en los alrededores de la plaza de Sisenando era el gitaneo de esos pisos nuevos que supongo de realojo a los que daba el patio de la casa de la Rosa. Aún olía al poblado de Los Cármenes, chabolismo chunguísimo, meca de unos yonquis en vías de extinción individual y social que dejaban un reguero de jeringas y papeles de plata por toda la tapia del cementerio de San Isidro. Si subías desde el paseo de la ermita del santo hasta la vía Carpetana —hablo de finales de los noventa—, te topabas con esa cosa preurbana, tan parecida a un campo de refugiados degenerado. Tenías que darte media vuelta, y rapidito. No sé cuándo desmantelaron el poblado; lo que sí sé es que al mudarme yo a Carabanchel en 2003 lo que había en su lugar era la Cuña Verde de La Latina, parque tan hercúleo en lo cuantitativo como esmirriado en lo cualitativo, porque faltan décadas para que los árboles no parezcan matojos, y también porque ya lo verde nace pensando en la sequía, en que este no es suelo asturiano ni inglés, y el césped casa mal con las campañas para ahorrar agua. La Cuña se asemeja a un solar dantesco en el que piadosos vecinos hubiesen plantado algunos árboles para agraciar un poco la tierra. Los árboles están a la vera de los caminos, nada raro si se pretende que den sombra; lo que sí es raro es que tras ellos, y en más de un tercio de la superficie del parque, solo haya calvas. El terreno despoblado corresponde mayormente a la parte central, que es la que los vecinos no pueden atisbar desde sus casas, lo que da para pensar que alguien ha querido ahorrarse unos euros sin que se note mucho. Les invito a que se vayan a Google Maps y enfoquen con el satélite; apreciarán sin duda la ironía que puede encerrar una cuña cuando es verde. Yo paseaba por allí con mi novio de entonces en la agonía de nuestra última etapa. No había Google Maps, o yo no lo recuerdo, y la panorámica que iba trazando del parque en mi cabeza era una metáfora del final, del quedarnos cada vez más sin nada de mi novio y yo, que avanzábamos abrigados sobre la arena blanca y fría y con Madrid en todas las direcciones. Desde allí se ve a lo grande, se ve todo despojado y desplazado y descampado, y si es verano, te puede dar una insolación. También se puede comprobar que el segundo color después del rojo ladrillo de los barrios excéntricos se asemeja a la contaminación y a las nubes de polvo africano que llegan a la meseta y detienen el aire. Hay una tierra que va a morir aquí, una tierra desmineralizada y podrida por el asfalto, y huele igual que las grúas: a hierro, a algo que hay que desengrasar y ajustar. Mi novio de entonces y yo nos tiramos por todos los toboganes y escalamos hasta lo alto del castillo de cuerdas para balancearlas lentamente; también fuimos de picnic bajo las pérgolas sin parras, y de la rasca nos defendíamos con el raso. Los tápers ya no son más las tarteras, pero por aquel entonces nos gustaba pronunciar nombres en vías de extinción, y un día compramos una tartera de hojalata en un chino y la llenamos de queso y jamón. La madre de mi novio de entonces le decía a él cuando era niño que en una casa se comía bien si había pedazos de jamón y de queso en la nevera.

Mi último gran hit de la plaza de Sisenando fue un asador de pollos en el que también servían comida china, y que regentaba una familia taiwanesa. El restaurante-asador hacía esquina en la plaza, y allí conocí a Chi-Huei y a su hermano, pero sobre todo a Chi-Huei, cuyo nombre español era Sergio. Mi novio y yo, por el mentado amor a las palabras a punto de desuso, jamás le decíamos Sergio. El asador de pollos-restaurante tenía un par de mesas, y era la excusa para que Chi-Huei y su hermano estudiaran en España en vez de en Taiwán. El abuelo de Chi-Huei había servido en el Ejército Popular de Liberación, y en un viaje de juventud a España se quedó prendado del país. Al jubilarse, decidió irse al paseo de Extremadura de Madrid, y en concreto a la plaza de Sisenando, para abrir un asador y poder llevarse a sus nietos, que cuando no estudiaban servían pollos y arroz tres delicias. El abuelo no hacía nada, excepto taichí en el patio del asador, y yo juraría que en dicho patio tenía una gallina. El abuelo estaba casado en segundas nupcias con una mujer veinte años más joven que hacía de abuelastra de Chi-Huei, y que era la que cocinaba. Que no necesitaran en verdad el dinero no era excusa para que el asador no permaneciera abierto de acuerdo con los horarios chinoestajanovistas en España. Chi-Huei era obediente, trabajaba todo el día, no acababa nunca de aprender bien el castellano y opinaba que los españoles éramos unos perros por desocuparnos los fines de semana y las fiestas de guardar. En aquella época mi novio y yo perdíamos todo el tiempo que nos era posible, y para tentar a Chi-Huei lo invitábamos a las fiestas que hacíamos en casa de la Rosa cuando la Rosa no estaba. ChiHuei venía porque era muy educado; traía latas de Coca-Cola y de Fanta de su asador, y no probaba el alcohol. «Ezo e malícimo», decía en su mal y esforzado español. Recuerdo que comíamos en el chino-asador los sábados y los domingos, y también muchas noches entre semana. Pedíamos arroz tres delicias y pollo en salsa de ostras, y lo mezclábamos. El pollo en salsa era en verdad pollo asado. Las máquinas de asar daban vueltas de la mañana a la noche, y a pesar de ello los pollos no tenían más éxito que el arroz y los tallarines. Chi-Huei jamás comía el menú chino españolizado, sino tofu, arroz blanco y verduras. Al abuelo no lo vimos comer nunca, ni tampoco pronunciar una sola palabra en español. Al parecer, la única vez que alternó con la gente del barrio fue cuando celebró los atentados del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas. El abuelo era comunista, e invitó por gestos a cervezas a todos los que se acercaban al restaurante. La tele estaba puesta, y el abuelo señalaba los aviones estrellándose contra las torres y hacía gestos de victoria. Todos los comunistas y antisistema de la plaza y aledaños terminaron celebrando los atentados en el asador de pollos con el abuelo comunista que no sabía decir nada en español. Lo sé porque me lo contó mi novio.

Hasta finales de 2003 frecuenté casi a diario la plaza de Sisenando. Luego mi novio y yo rompimos, y empecé a saber de Chi-Huei y de la plaza de higos a brevas, cuando quedaba con mi ex por el centro o para dar un paseo. Nos resistíamos a perder las buenas costumbres. Lo último que supe de Chi-Huei fue que se volvió a Taiwán con su abuelo, y que el asador pasó a manos peruanas: ceviche y arroz chaufa además de pollos. Durante años pensé en el asador. Veía las máquinas dando vueltas, jugaba a combinar el espacio con otros chinos destartalados que frecuentaba en mi nuevo barrio, e imaginaba mostradores de madera y cortinillas rojas para ocultar las máquinas de los pollos y dar un aspecto de asiático improvisado e incluso falso. Cuando escribí mi segundo libro no pude evitar la voz de un Chi-Huei de mentira en un restaurante-asador con aspecto de ferretería. Poco después de publicar ese libro abrí un blog sobre Madrid al que llamé Periferia (www.madridesperiferia.blogspot.com), y cuya primera entrada recreaba un paseo que a su vez era un intento de emular las caminatas que empecé a darme yo sola, tras haber roto con mi novio y haberme mudado a Carabanchel. Me interesaba volver a instalarme a través de la escritura en aquella impresión de caos, pérdida y extraña libertad que tenía en aquellos días, o que creo que tenía, pues todo el rato nos estamos inventando las cosas. En definitiva, quería hacer espeleología en la parte de mi subjetividad que se construyó en esos barrios, y que ha generado a través de la escritura algo que no es ni mi subjetividad ni por supuesto los barrios a pesar de que escriba sobre ellos con trozos de memoria, paseos y Google Street View. Cuando, ya con la idea de mi blog en mente, me fui a dar mi primer paseo periférico con el fin de contarlo, me ocurrió que, en vez de llegar a Carabanchel Bajo (iba en busca de mi soledad), terminé en paseo de Extremadura. Ocurrió así según mi blog:

Cojo el C2 en Moncloa. A la altura de Príncipe Pío, me doy cuenta de que el plan inicial era tomar un autobús en Marqués de Vadillo para subir General Ricardos. O mejor: tomar un autobús que lleva a un cerro con un solar, donde llegué un día de verano, cuando vivía en Carabanchel y tenía un novio en el Alto de Extremadura. Ignoro qué autobús es, y si en verdad no lo tomé en la zona del Alto y no por mi antiguo barrio. Por un instante pienso que lo he soñado; sin embargo, recuerdo con demasiada nitidez el trayecto de vuelta en ese mismo autobús. No sé a santo de qué guardo una imagen tan precisa de algo tan trivial: una madre y una niña sentadas delante de mí, y a la izquierda una mujer con rasgos del este. No había nadie más. Hacía mucho calor, y apuesto cualquier cosa a que era domingo.

El caso: en Príncipe Pío me doy cuenta de que el C2, que hace años que no me lleva a ningún sitio, me deja en Virgen del Puerto, y no junto al puente de Toledo. Da igual. No es verano, y tampoco aspiro a toparme con aquel cerro. El Manzanares alza un vuelo parecido al de una paloma coja, a pesar de que ha llovido todo el invierno. Me da un poco de pena. Al paseo de Extremadura solo he vuelto tres veces en los últimos seis años. Una vez para cenar en un colombiano que da al río; las otras dos, para comer dim sum en Don Lay, un chino con pinta de asador.

El 39 une Ópera con la Colonia San Ignacio de Loyola. Lo he tenido que mirar en la Wikipedia, porque se me había olvidado. Me llaman la atención los viejos cuarteles a ambos lados de la carretera, y también una iglesia abandonada. No recordaba esos cuarteles, semejantes al manicomio que hay en General Ricardos. De repente, dudo de que los cuarteles sean en verdad cuarteles (los recuerdo así de la época de mi antiguo novio, con cuya hermana íbamos a Ikea), e ídem con lo del manicomio. Solo puedo nombrar esto de mi ascensión matutina: la Casa de Campo, que se ve al final de las calles de la derecha; la entrada al zoo, carteles para Cuatro Vientos (me viene a la cabeza la visita del Papa y la ciudad forrada con pancartas a favor y en contra). Voy de pie en el bus; siento cierto gusto en que suban viejos, en que vayan pobremente vestidos, en que uno hable con el chófer de la misma manera en que los viejos de mi pueblo hablan en la calle, o en el bar. Yo soy un poco de pueblo, y otro poco de ciudad. Bajamos en lo que supongo que es la Colonia San Ignacio de Loyola, y camino hasta la avenida del General Fanjul. Lo de hoy es sólo una toma de contacto. En General Fanjul cojo el 17, que ya me lleva por lugares familiares: Aluche, Carpetana, el parque de Carabanchel. No sé si el parque se llama así; yo siempre me he referido a él con este nombre. Según mi antiguo novio, el parque de Carabanchel se hizo para mandar a la porra o a algún sitio peor el poblado de los Cármenes. Pasamos también por Eugenia de Montijo. En la calle Ocaña pienso que no puede haber otros nombres mejores para la periferia sur. No marcan solo caminos, sino procedencias. Imagino a la gente de Ocaña que lleva medio siglo viviendo en Carabanchel, cuya estación de metro conserva el cartelillo antiguo.

Fenomenología de La Moraleja*

Carlos Pardo

Porque no poseemos, vemos.

CLAUDIO RODRÍGUEZ

De mis seis a mis dieciocho, es decir, desde 1981 hasta 1993, mi padre, por acuerdos de divorcio, estuvo obligado a seguir pagando mi matrícula en el Colegio Base, que empezó instalado en El Viso y terminó mudándose a La Moraleja.

Nos recogía el autobús a la sombra de la Estación de Chamartín. Ya se habían montado Eduardo González de Pedro (su padre fue el primero en divorciarse), un niño gordo muy amable llamado Valentín y Elena de Frutos, entre otros.

Al pasar por la discoteca Macumba, lo que quiere decir menos de tres minutos después de subir a la Ruta, el mismo chiste inauguraba el futuro literario: cuando Valentín entra en Macumba / se derrumba. Después nos quedábamos adormilados con la conversación de Mercedes, la cuidadora, y su hermano Juan, solo dos años mayor que yo.

A un lado, la colonia de taxistas de la Paz; al otro, las chabolas de los gitanos.

Era un día lluvioso de otoño y mi falso plumífero amarillo y azul, comprado por mi madre en la Ventilla, estaba empapado.

Recogíamos a los hijos de los periodistas de la Ciudad de los periodistas. Luego, la carretera de Burgos, los eriales de San Chinarro, una iglesia con forma de hebilla y la entrada en La Moraleja por El Encinar, la zona americana.

El Encinar lo atravesaba la avenida Agatha Christie: pequeñas casas de una planta, sembradas con descuido, donde vivían las familias de los marines de la base de Torrejón. Pálidas señoras de mofletes rojos frente a su buzón y el cuidado césped, el autobús amarillo de un colegio fantasma: atrezo para niños que no conocíamos. Las señales de tráfico en millas. Una oscuridad con farolas tenues.

Nuestro contacto con los americanos se ceñía a la noche de Halloween, que La Moraleja se había apropiado como rasgo distintivo: truco o trato, decíamos, frente a una máscara que no sabía nuestro idioma, y profanábamos sus columpios e intentábamos ver al demonio detrás de unas cortinas de colores pastel. Luego nos recogían nuestros padres. Mi madre me llevaba, dormido en el coche, al barrio, por la estación de Chamartín.

Pero ese día de otoño el autobús aún recorre Agatha Christie hasta el final, toma el Camino Viejo, la ermita de las bodas de los famosos, las grandes mansiones y, por fin, la urbanización Intergolf, que obliga a girar a la derecha, por el Camino Ancho.

Las carreteras se vuelven terrosas, cubiertas de jaras, con un horizonte rural.

Allí está el colegio.

Llegamos al amanecer. El sol sale del aeropuerto de Barajas como de un horno. Nos empujamos para hacer daño a Valentín, así que el hermano de Mercedes la ayuda a desalojar el autobús.

—¡Desalojar el autobús! —dice Juan, que dejó de estudiar dos años después, cuando obtuvo el graduado escolar, y se metió en la Guardia Civil, como su padre.

La Moraleja se deja describir fácilmente. Lo que quizá sea engañoso o una parte más de su secreto, la apariencia de símbolo inmutable.

El orgullo del barrio era La Milla, la carrera anual en la que competían los diferentes colegios de La Moraleja: el San Patricio, el Santa Elena, el Liceo Europeo, otros que no recuerdo y el Base, con bello uniforme azul y amarillo.

La Milla era una lección de los mayores. Corríamos sudorosos en pos del mérito, revolucionario y burgués, una chica de mi colegio ganaba en su categoría y los padres lucían su moreno invernal.

Megáfonos, anglicismos, esa cierta esbeltez que da el dinero, y Campomanes detrás de un seto porque no podía correr.

A mí me hacían daño las zapatillas BMV que me había comprado mi madre al pedirle «unas de marca». Me identificaba con Rob Lowe en Oxford Blues, la película favorita de las chicas de clase. A fuerza de deporte conseguiría romper esa barrera y enamorarlas, pero no tenía donde entrenar.

Los de La Moraleja llegaban al colegio en moto o en el coche de una hermana mayor a la que una vez rescatamos de una discoteca. Que nadie se los imagine en chándal, sino en vaqueros y Privata. Pero tenían gimnasios en casa y entrenaban y siempre ganaba uno de La Moraleja.

Campomanes, Belloso y yo nos escapábamos a Intergolf. Saltábamos por las jaras de detrás del colegio y entrábamos en el campo de golf por la casa de Lisa, o bien por alguna abandonada.

Me atrevo a decir que La Moraleja de aquellos años era perfecta para asimilarla como experiencia sensorial. El olor a privado. El césped. El boj. Era posible apropiarse del paisaje. Juegos a ras de tierra: chapas, canicas y presas artificiales, pero también casas abandonadas con billares, saunas, piscinas vacías con teselas azules sueltas, garajes con bodega.

Y después otra vez al campo de golf —pelotas que adornarán una habitación hasta la pubertad—, un descenso en sauces y la casa de Campomanes.

Allí jugábamos con su camaleón, demasiado orgulloso como para cambiar de color.

Su casa fue la primera con nevera de hielo artificial y granizado. Tres plantas, recovecos, un pequeño montacargas. Habitaciones de diversos estilos: la del póster de Obús es de su hermano, la de Peter Frampton de su hermana, la de Mark Knopfler de Campomanes. Una casa, permítanme extasiarme, llena de aristas, fenomenológica. Cuando caía una pelota de golf del campo limítrofe, Campomanes, en el césped, junto a un sauce llorón, se hacía el muerto como si le hubiera dado en la cabeza. Era una mezcla rara de bufón espléndido y acaparador egoísta. Decía: es mi cumpleaños y se hace lo que yo quiero.

Así que jugando en los columpios —mayores para el tobogán pero pequeños para La Milla—, remedando una invasión de La guerra de las galaxias, me sentí tentado de lanzar el saco de arena que sostenía el columpio a la cabeza de Campomanes. No era solo de arena, dentro tocaba lo duro, esto es, piedras. Él se estiró para hacerse el muerto pero terminó en el hospital.

Antes de que el conde de Gaitanes, de apellido Ussía, vendiera La Moraleja al especulador inmobiliario de apellido Obregón, padre de Ana, Francisco Franco acostumbraba a cazar en esta «reserva de la biosfera». ¿Qué cazaba? Quiero pensar que jabalíes.

Luego llegaron las familias americanas y los oligarcas americanizados. Ya no era la casa de la sierra para el ingeniero del Opus con familia numerosa; era el Chevrolet para el presentador, la ilustre bohemia de dos hijos, los profesionales liberales, el especulador.

NIESA, Nueva Inmobiliaria Española, compró la mayor parte de los terrenos de La Moraleja en 1969. El suburbanismo era el porvenir de España. Decidieron llamarlo Núcleo Urbano Residencial y dividirlo en cinco partes: Zona Sur (limitando con El Encinar: viviendas unifamiliares), Zona Nordeste (centro comercial), Zona Centro (viviendas de lujo), Zona Norte (limitando con El Soto: chalets adosados) y Zona Este (campo de golf y colegios).

Con este reparto habían de cubrir las necesidades de la época (1972):

1, religiosas: una pequeña ermita que se mantendrá hasta 2002, año del boom religioso;

2, educativas: los colegios San Patricio, Liceo Europeo y Base, los tres privados;

3, comerciales: primero el Bulevar, la Plaza y el proyecto de supermercado en la Zona Nordeste;

4, deportivas: Club de Golf, Club de Tenis, Club Hípico y Pony Club;

5, de transporte: coches de lujo y un autobús con parada a las puertas de El Encinar de los Reyes.

La Ley de Libre Asociación vino a frenar el empuje de la sublevación. El personaje que no había existido, cabeza de más de mil hombres, dio paso a la estrategia que hoy conocemos: la asociación en sindicatos, la huelga. Sería una primera batalla. Una batalla ganada contra el poder alienante de los modos de producción del capitalismo incipiente, pero también la domesticación de la clase obrera durante los siguientes diez años, hasta que el perfil de Europa volviera a agrietarse por la fuerza despótica de la reacción. Pero eso corresponde a las diferencias entre las revoluciones del treinta y la del cuarenta y ocho, para las que tendremos que irnos a Francia. Otro día. Ahora estamos con Ned Ludd. Mientras Pepe enseñaba la revolución industrial, yo fantaseaba con lo mío. Era capaz de olerme, como un animal, y aquello me daba corte, pero Natalia no se daba cuenta:

—No puede hablar ya de algo que nos sirva... —susurraba bien alto para que la oyeran.

No voy a detenerme en los amores de colegio, aunque La Moraleja sea su atributo erótico, pero no hubo amores o no debieron notarse. Las destinatarias de la fiebre platónica salieron, por este orden, con mis compañeros Diego Postigo, Fran Rivera y David Rodríguez. Y luego con Fran Rivera, Diego Postigo y David Rodríguez. Y luego con David Rodríguez, Fran Rivera y David Rodríguez. Y finalmente con Rodríguez, Postigo y Rivera.

Por esa época el director empezó a asomarse en mitad de alguna clase:

—Carlos, ¿puedes venir un momento?

El director me conducía a su despacho ante el desconcierto general: mi padre llevaba varios meses sin pagar el colegio, que se lo recordara.

—Sí, yo se lo digo.

Por las tardes leía El tercer ojo mientras mi madre trabajaba en una tienda de muebles y me echaba una siesta demasiado tardía como para tener viajes astrales. Después, la tele para ver las Mama Chicho.

El padre de David Rodríguez trabajaba en Telecinco. El de Belloso en Banesto. Los Rivera ya se sabe. El hijo de José María García era muy suyo, y en su mismidad despreciaba a los extranjeros de La Moraleja, aunque a él le llamábamos «Butanito». Los Solchaga dejaban paso a Coderque, hijo de un constructor. Del PSOE a Alianza Popular.

—¿Por qué no has dicho que sí?

—Porque yo no quiero regalos de nadie.

Voy con mi madre en su SEAT Ibiza. Vamos la mar de bien. He puesto mi música: Delighfulee de Lee Morgan en una cara y Joyride de Stanley Turrentine en la otra. Por fin he conseguido que mi madre se olvide de Jennifer Rush en español, la banda sonora del divorcio.

—La fucsia. ¿Sabes cuál te digo?

—Sí, mamá.

—La de Ascot.

Ascot es la boutique de La Moraleja. Como siempre que pasamos por la entrada principal de La Moraleja, mi madre amenaza con comprarse ropa de Ascot.

—Otra camisa fucsia significa dos meses de yogures naturales.

—No digas tonterías.

Llevamos unos bocadillos de tortilla de patatas y una ensalada, que yo llamo champa por los monjes tibetanos. Mi madre no tiene tupperwares, así que la ensalada va en una fuente. Además: dos toallas naranjas, el patín por si me aburro y un libro de Stephen King.

En la entrada del Club de Golf no nos piden el carné. Mi madre les ha convencido de que somos socios. Mis hermanos están en la mensajería y no vienen, aunque si vinieran también los dejarían pasar, a pesar del pelo largo y los pantalones príncipe de Gales (de payaso, según mi padre).

Yo nunca he visto el carné de mi madre, pero me fío de ella. Quizá lo tiene y ya no paga las tasas. O quizá sí las paga. O no lo tiene. Quién sabe. No tener carné no implica nada. Solo lo piden para apuntarte a tenis o reservar pistas o dar algún curso de natación. O jugar al golf, claro. Yo voy de la piscina grande a la pequeña. Miro los perritos calientes que prepara Boni, el guardés del club. Campomanes lo llama «Tigretón».

Campomanes vive al lado del club, bajando la cuesta, pero yo estoy romántico y me cansa su rollo. Me tumbo al sol junto a mi madre y me aburro. Cojo su libro de Stephen King pero me aburro. Voy a ver la tele pero hasta después de comer no empieza V.

Mi madre habla con una señora:

—Muy mona, muy educada —dice mi madre—. Simpatiquísima.

Yo no sabía que mi madre conociera a Inés Sastre. También hablan del hijo de un Borbón que viene al club y está medio loco, un ser destructivo que bebe pis.

Me entra hambre.

—Mamá, ¿comemos?

—¿Tienes hambre?

Sé que espera que la señora se vaya para que saquemos el bocadillo y el champa, pero vuelve a preguntarme:

—¿Tienes hambre? ¿Quieres... un perrito caliente?

—Claro.

Y me tiene que dar dinero de su monedero Louis Vuitton, ajado.

Después del insuficiente perrito de Boni-Tigretón no sé adónde ir. El césped, el sol, las avispas. Ya no hay gente de mi edad. Cojo el patín y hago ruido detrás de los servicios, en una explanada. Un niño quiere que le enseñe, pero lo mando a la mierda y se queda mirándome patinar.

Ya de regreso en el coche, aún en La Moraleja, vuelvo a preguntarle a mi madre por Carlos, el millonario colombiano que la pretende.

—Ay, mi amol, que sí, mi amol... Es muy pesado.

—Pues eso, amor. Tú dile que sí.

—No digas tonterías, yo no soporto a los hombres femeninos. Virgo está bien en mujer, pero en hombre no.

Carlos le ha regalado Los versos del Capitán, un ramo de once rosas («la número doce eres tú») y el disco Cali, bella ciudad. A mí me ha regalado una Puig Cóndor, pero mi madre no la ha aceptado, no ha querido prostituirse por sus hijos. En clase he dicho que tenía moto, porque la moto existe, pero no la he visto nunca.

—Mami, lo que quieras —digo al pasar por Ascot.

Yo quiero que mi madre vaya guapa. Si hay que ahorrar, ahorramos. Pero vamos al nuevo Alcampo. A mi madre le gusta hacer allí la compra de la semana y siempre me pregunta si quiero algo, por ejemplo unos calzoncillos bóxer.

—Sí, claro.

Y los echa al carrito.

Es un supermercado normal, pero con gente de clase alta. Nunca me he encontrado a nadie de mi colegio.

—¿De qué va el libro? —le pregunto.

—De un gato que resucita.

—Que resucita y qué.

—Que resucita y mata —aclara—. Me da mucha pena, hace que me acuerde de la gatita.

Compramos pollo, arroz, espinacas, mucha fruta y yogures de frutos del bosque.

En la farmacia, mi madre se compra unos parches de nicotina, aunque fuma sin tragarse el humo, y pregunta bien alto:

—Carlos, ¿quieres unos condones?

Se deleita:

—Yo digo condones. No digo preservativos. Si se llaman condones, ¿por qué no vas a decir condones? Quiero que mi hijo esté protegido —y mete prisa—. ¿Quieres unos condones, sí o no?

—¡Sí!

La farmacéutica muestra una gran variedad: tenemos estos, estos y estos.

—Elige —me exhorta.

—Estos.

Estábamos Postigo, David Rodríguez y yo fumando un porro en los techos de uralita, al sol, antes de entrar en Historia. Oíamos a los niños gritar en el patio y de vez en cuando echábamos un escupitajo que caería, por azar o necesidad, en una cabecita de 4º.

—Imposible que fueran unos moros, porque las cámaras de entrada de Intergolf han grabado la furgoneta blanca y no eran marroquíes —dijo Postigo.

—A ver, ¿por qué, Diego?

—¡Porque lo han grabado!

—No, coño —me costaba concentrarme—, que por qué se quiere independizar La Moraleja.

—Otra vez: porque en Alcobendas tienen una pista deportiva con suelo de Plassport. Porque tienen un auditorio que les hemos pagado nosotros con nuestros impuestos. Pero ahora no me rayes.

Estábamos en una época existencialista. Por ejemplo: ¿era Lisa lesbiana? Yo quería defender a Lisa. Todo el mundo decía que era lesbiana. Es injusto, decía yo, no se juzga a una persona por sus apariencias. Es lesbiana y tú te has hartado de decir que no lo era, me replicaba Postigo. Y ahora Lisa tenía ganas de darme una hostia.

Quedaban dos meses para selectividad.

—¿Y qué van a hacer con las casas de los americanos?

—Dicen que las van a conservar como son. En estructura. Pregúntale a Coderque.

Coderque salía con la ex novia de David Rodríguez.

—Menudo mongolo —dijo este—. Es una conjunción astral.

—El Sol está en conjunción con Urano, así que el mundo va a cambiar de golpe —y seguí—. Lo de Anabel Segura es una señal por la influencia de Acuario. La voz de la grabación no es la suya. La furgoneta es blanca: Acuario es el blanco. Acuario es de viento. Se la ha llevado el viento. Las fuerzas se extreman. Vamos a pegar el pelotazo.

Postigo y yo acabábamos de montar un grupo y ensayábamos los fines de semana.

Me recogía en plaza de Castilla el batería, un chico de Hortaleza, un fanático de Bon Jovi cuyo cabello, como el de Bon, empezaba a clarear, e íbamos en su Citroën escuchando música sobreproducida. No recuerdo su nombre.

En La Moraleja, en casa de Postigo, el batería heavy se quedaba cortado. Una mansión que bajaba alegremente hacia una gran piscina —en total cuatro alturas—, una pista de tenis, un jardín enorme, veredas, una caseta (donde ensayábamos) cerca del garaje, varias motos antiguas y un Ferrari Testarrossa. Los animales en sana convivencia: un perro chico, dos perros grandes de raza, no sé cuál, un gato castrado, un lagarto grande y el asustadizo conejo de su novia.

Una tarde habíamos estado ensayando tres canciones que nos salían bien y el batería de Hortaleza se fue a su casa y nos quedamos Diego y yo corrigendo las líneas de bajo: eran un plagio de los Meters. Nos escuchaba su novia. Me sentía como en casa. Estaba acostumbrado. De alguna manera, el lujo era la consecuencia inevitable de mi forma de vida. Por lo menos mientras ellos fueran mis amigos.

Diego se ofreció a llevarme a plaza de Castilla, pero el conejo se había escondido debajo del Testarrossa y su dueña no quería que le gritáramos. Los conejos son animales que se estresan y pueden morir de un susto, así que estuvimos media hora intentando convencer a aquel de que saliera.

Cuando su novia no miraba, Postigo intentaba darle con un stick de jockey.

—¿Qué haces, Diego?

—¡Yarr! ¡Yarr!

—¡No le grites!

—Joder, ¿y si no sale qué hago?

Le pusimos una zanahoria, pero el conejo, con ojos de estatuilla, seguía sin moverse.

—Me cago en la puta hostia del puto conejo. ¡Que tengo que llevar a mi amigo! ¡Voy a arrancar el coche y ya verás cómo sale!

—Déjame a mí... —dije.

—¡Diego, que te la ganas!

Así que más de una hora después Postigo me llevó en moto, pero solo hasta la parada de El Encinar, porque no me cabía el casco de su novia y no podíamos ir por la autopista. Cogí el autobús del servicio doméstico.

Para los alumnos del Colegio Base examinarse con los estudiantes de Alcobendas era una humillación, pero creo que también fue una pertenencia distinta, más verdadera, parecida a la que siente un boy scout.

En el parque con grama de junio de la Universidad Autónoma hice nuevos amigos de la Zona Norte, de Fuencarral, de Alcobendas y San Sebastián de los Reyes, de Colmenar Viejo. No tenía ganas de hablar con los del Base.

Creo que todos pasamos la selectividad.

Ni que decir tiene que no era yo quien se iba de La Moraleja, sino ella la que se cerraría, fluida y esférica como un símbolo, en cuanto yo sacara los dos pies, o el único pie, que había tenido dentro.

Llegué de noche en metro. La plaza estaba desierta por el fútbol. Había grandes pinos mediterráneos. Un muro de ladrillo familiar. Farolas de luz amarilla. Unos columpios estándar. Donde hubo hayas, hoy había hayas. Pero ¿qué de las motos de baja cilindrada?, me pregunté.

Me había llamado Eduardo González de Pedro porque los de la clase se habían visto en una fiesta de aniversario e iban a volver a quedar. No le hice caso. También quería que me apuntara a Facebook para ver las fotos, pero le di largas. Han preguntado por ti, insistió, todos. Me envió varios mensajes, a cada cual más zalamero, así que terminé sintiéndome halagado y acepté.

Habían quedado para ver la final del Madrid en un pub retro, estilo Seis Peniques, sito en el viejo Blockbuster, de nombre Milfred.

Estaban Ignacio, Eduardo, Ana Urda, tres que no conocía, y Juan Belloso, que había vuelto de Santander y vivía en Móstoles. Fernando Fuentes seguía en la misma casa, pasado el minigolf, y llegaría más tarde con su hija pequeña.

Belloso echaba de menos su barrio:

—Yo no sabía lo bien que vivía hasta ahora.

También dijo:

—Lo que más me ha impresionado es que La Moraleja está mayor. Solo hay viejos.

—No hay ni una moto —dije.

—Ni motos ni la discoteca donde una vez fuimos a buscar a mi hermana. Ni la hamburguesería.

—¿Y qué ha sido del barrio americano? —pregunté.

El Encinar de los Reyes estaba «reconstruido» con chalets nada ostentosos, independientes y con una pequeña piscina particular. El horizonte estaba urbanizado hasta San Chinarro, pero no era feo.

—Excepto el paseo de Agatha Christie —dijo Eduardo—, que son adosados, como esa gamba de Cádiz tan difícil de comer que se te clava en la lengua.

—¿Ves a Postigo?

Les dije que me lo encontraba por casualidad una vez cada dos años. No, no veía a Fran Rivera. Me había convertido en uno de los tres personajes populares de la clase. Querían que les contara anécdotas. Qué triunfo, me dije.

—También me he encontrado a Valentín —empecé—, que ahora es profesor de la UNED y está delgadísimo y súper simpático y amable.

—¿Quién era Valentín? —preguntó Eduardo.

Nadie se acordaba.

—¿Y a Fernando San Basilio?

—No lo conozco.

—Creo que ese fue novio de mi hermana —dijo Belloso.

Entonces apareció Alicia. Yo no recordaba a Alicia, no creo que estuviera en clase, pero los demás la recibieron con vítores. Venía del gimnasio vestida como con un calcetín azul intenso. Olía bien. Se puso las manos en la boca e imitó con éxito el sonido de la vuvuzela.

Y llegaron Fernando Fuentes, sin su hija, y Luis Vadillo, que ya era un señor, y me hinché de pistachos y le di la enhorabuena, como los demás, a Alicia por su divorcio. Todos se habían divorciado varias veces o estaban en su primer divorcio, me lo dijo Eduardo. A mí me avergonzó seguir con mi mujer, pero Belloso también seguía con la primera.

Un tío que me había invitado a un gin-tonic se me agarró para contarme un secreto, muy pegado, con voz de arcano:

—El Barcelona es el mejor equipo del mundo. No se le puede ganar, pero se le puede derrotar.

Fernando Fuentes seguía viendo a los Solchaga. Todo el mundo tenía unos trabajos de la hostia, en Repsol, Audi, Price Waterhouse and Coopers.

—Campomanes vive en Cádiz —dijo Belloso—. No sé de qué trabaja.

Tampoco Belloso dijo de qué trabajaba él.

—Yo me he encontrado mucha gente del colegio en paro —dije—, en la feria del libro, entre semana, haciendo tiempo.

Entonces Alicia empezó a cantar:

—¡Ay Guardiola, ay Guardiola, qué delgado se te ve. Ayer fueron las drogas y hoy por Chueca se te ve!

Y todos la siguieron. Menos Belloso, que se dio cuenta de que la repetición en «se te ve» era patética.

—Soy del Barça —añadió.

Cantaban al unísono: mis amigos del colegio, los que no conocía, el encargado del pub y la camarera dominicana, en el único pub con vida de La Moraleja, acompañados por la vuvuzela de Alicia: «¿Cómo no te voy a querer? ¿Cómo no te voy a querer? Si eres campeón de Europa por novena vez».

Putos modernos

Antonio J. Rodríguez

Mucha gente emplea el apelativo loser contra otra gente que lo lleva chungo; yo, en cambio, soy un ganador, y ganador no es hoy una palabra frecuente. Un winner, eso soy yo; todo carisma. Pero al lío. Con los años de digestión de páginas salmones y financieros británicos, se me ocurrió que mantener una relación extramarital guarda un poderoso parecido con el juego del blackjack, en donde no resulta complicado arruinarse al arrojar más de tres naipes al tapiz, como así ocurre al alimentar dos mercados en un entorno de capitalismo financiero, en donde existe un mercado legítimo, regido por la moral de un capitalismo moderno (de su esfuerzo dependerán en gran medida sus beneficios), y el ilegítimo, que reproduce las formas de la especulación financiera, o como así sucede en cualquier burbuja económica, en donde se producen unos beneficios que extralimitarían los recursos del mercado al inversor asignados, ejerciendo a su vez una suerte de monopolio de dudosa moral, y arriesgándose el inversor —caso de ser desvelada la argucia— a que la cuenta de ingresos afectivos no solo se quede a cero, sino a que aparezca sepultada en el infierno de los números rojos. Y ahí es donde yo me encontraba, en un mundo donde aún no se han impartido adecuadas lecciones acerca de la gestión de los instintos, y el capitalismo abocado al desastre.

Supe, cuando delante de mis pantallas asistí a la caída en barrena de los índices y mercados en todo el mundo, que mi sector, adonde siguen llegando incautos motivados por la creencia de que más creativa puede resultar una obra de arte que una marca que funciona, accedería a una mutación radical. Yo podría obtener un buen partido de ello, pensé. Y pensé que eran necesarios escasos conocimientos en la historia cultural para prever que una nueva, fresca y joven elite descontenta con el estado de las cosas desplazaría al entonces centro del sistema cultural. Mi lema es: El dinero está delante, solo hay que llegar y recogerlo.

—«Me habría gustado vivir a finales de los ochenta en Nueva York». —La voz era la de Gabriel (pronúnciese geIbri: l), cuyo rostro se reflejaba en la pantalla de veintisiete pulgadas del monitor, leyendo una declaración mía extractada de un artículo publicado en un suplemento de moda del periódico más importante del país, en donde me hicieron algunas preguntas cretinas para un reportaje sobre gente famosa antes de los treinta. Esas mierdas. Sus manos, las de Gabriel, que un instante atrás habían permanecido apoyadas en el respaldo de mi sillón de oficina, se engarzaron con cariño a mis hombros en un gesto que pretendía ser de celebración pero que de alguna manera me pareció homosexual desagradablemente. No sé si Gabriel era homosexual, pero yo no lo era; yo era un caucásico joven urbano pro y hetero que hacía su mierda en Lavapi. Y Gabriel, que siempre iba con una camisa blanca remangada y corbatín gris, se dedicaba al diseño gráfico, y era uno de los tipos que compartía mesa conmigo en aquel departamento de coworking; una oficina colectiva de tabiques echados abajo, paredes negras, ladrillos de cara vista y cristaleras cubiertas por estores, que se ordenaba alrededor de un patio zen, antes patio de luces, con una piscina rodeada de tablas en la cuarta planta de un edificio que daba la espalda a la ronda de Atocha. Tiempo atrás había sido una corrala del antiguo madrileño, pero ahora la colonizaron diseñadores gráficos, traductores, publicitarios y gente así—. Enhorabuena por el repor —dijo Gabriel, empujando con el dedo índice el puente de sus gafas de montura de concha a lo largo del tabique de la nariz sobre su fallido intento de bigote prusiano, con los ojos muy abiertos para enfocar la imagen en la que yo salía en el sofá de mi casa, cruzadas las piernas y mis delicadas manos posadas sobre ellas, flanqueado por un par de composiciones de Lorena Garnier y una fálica escultura de oro que adquirí del Rastro, pero que la gente pensaba que tenía algún valor—. Pareces un puto pijo de los cojones. Pero enhorabuena por el reportaje, en cualquier caso.

—Soy un puto pijo de los cojones, Gabriel, pero no la clase de cretino que ha pasado casi toda su vida acomodado en casa de sus padres, sino que lo soy motu proprio —yo era la clase de persona que decía correctamente motu proprio; tenía estudios y sabiduría de la vida—. ¿Lo entiendes? Un entrepreneur. Pero la gente que vino a hablar conmigo era la clase de homosexual moderno y retardado con barba de judío ortodoxo y sin mucho que hacer y formada en institutos de diseño que mata el rato en Tribu. Esa gente de la prensa de tendencias no entiende nada. Viven en el pasado. Me preguntaron qué pensaba yo acerca de la liberación sexual y de la liberación de los paraísos artificiales, pero les respondí que el único problema que hacía sombra a la juventud y del cual merecía discutir era la tasa de desempleo. Naturalmente sudaron de mi intervención y se inventaron una ficción acerca de lo que son mis fiestas. ¡Mis fiestas! ¡Mis drogas! Qué coño sabrán ellos de cómo me divierto yo. En fin —dije, encogiéndome de hombros—, es promoción y hay que pasar por el aro, aunque ahora tenga a medio Internet diciendo gilipolleces de mí. Pues que se jodan.

Los salmones decían que aún había un quinquenio por delante para que la economía local iniciase su recuperación. Yo, en cambio, nunca había trabajado tanto como entonces; yo era uno de los pocos privilegiados que consiguió abandonar unos estudios superiores en el ámbito de las humanidades, y no solo sobrevivir en mi propio país, sino que además lo hacía desahogadamente, chillin. Mi tarjeta de visita rezaba que yo era galerista, aunque en realidad era otra cosa. Mi dedicación era la publicidad y las relaciones públicas, y por eso pasaba buena parte de mi tiempo gestionando las redes sociales de mi galería y enviando correos, aunque en realidad yo no tenía una galería, sino una vasta colección de arte joven expuesta en mi propio apartamento, el mismo que compartía con Alba, y así me ahorraba las visitas de gente que solo quería mirar arte contemporáneo, en lugar de comprarlo. No quiero decir que el arte sea una mercancía y bla, bla, bla; yo sé qué es lo que me gusta, y sé que lo que a mí me gusta le gusta a mucha gente con mucho gusto y deseosa de gustar, si bien alimentar una galería como hasta entonces se conocía, y más aún en Lavapi, no era sostenible.

La primera vez que visité el museo de arte contemporáneo debió ser a los pocos años de su inauguración, con alguna excursión escolar. Entonces muchas galerías se abrieron cerca del museo, creyendo que Lavapi, alrededor de sus centros culturales, se convertiría en un imán para las clases creativas, si bien la gentrificación nunca llegó a suceder en esos años, aquellas galerías no fructificaron, y pronto fueron liquidadas, cuando no trasladadas al norte de Cibeles, donde se albergaba el auténtico turismo de lujo, el que dejaba su pasta en el arte contemporáneo. Yo, en cambio, había pasado todo mi tiempo de estudiante en aquel sitio, conocí antes que nadie los nuevos movimientos artísticos gestados alrededor de sus centros libertarios, y para la gente como yo la única geografía que existe es la del dinero. Un yuppie como el que yo deseaba ser, aun residente en Lavapi, hubiese dicho, No existen los barrios deprimidos, existen oportunidades sin explotar. Y ahí es donde yo estaba.

Eran las seis de la tarde de un viernes en el que ya solo quedábamos Gabriel y yo en el despacho de coworking, y mientras hablaba con él sonó mi teléfono inalámbrico. En el lector LCD se leía el nombre de Alba. Llamaba desde la capital británica, adonde había ido con motivo de una feria de arte. Alba hacía lo que yo, pero con las arcas públicas. Alba era una asalariada, y yo siempre bromeaba con ello. El rostro de Gabriel se desvaneció del reflejo del monitor extralargo, extrafino, retirándose con un paso remilgado a su puesto de trabajo, y allí solo quedó la columna con el encabezado de Schumpeter en la versión digital del Economist. Me gustaba mucho leer el Economist. Aunque también leía el Monde Diplomatique y mierdas así, que eran las que de verdad daban pasta. Frente a mí había una estantería de aristas redondeadas y en donde se apilaban gruesos y llamativos tomos de diseño, y varias bombillas que colgaban del techo en cuerdas. Había un divertido tapiz con la efigie de Stalin pegado a una puerta revestida de hojalata, sobre el cual se inscribía un lema en caligrafía cirílica cuyo significado desconocíamos todos los que trabajábamos allí, y uno de esos relojes minimalistas de pared que en las películas sobre agentes de bolsa se emplean de tres en tres para anunciar qué horas son en Tokio, Londres y Nueva York. Olía a incienso y a ambientador de manzana. Se estaba guay en aquel lugar. Tenía su rollo.

—¿Sigues en la ofi? —me preguntó Alba; podía escuchar un tenue bullicio y las ruedecitas de decenas de maletas arrastrarse suavemente por los encerados pasillos de Heathrow—. ¿Tienes los billetes para mañana? —dijo, refiriéndose al tren que al día siguiente tomaría para Barna—. Recuerda barrer un poco y vaciar el frigo. ¿Todo bien por allí? ¿Has arreglado el encuentro con Lorena?

Administrativas conversaciones de pareja; esas mierdas. Yo le hablé de lo que más me gustaba hablar, que era el balance mensual de ingresos en mi firma, de lo que podríamos hacer con ese dinero y de cuánto podría ahorrar; sin embargo, a Alba no le gustaba que yo le hablase de dinero, y desde luego no de mis cuentas. Ella era una asalariada, y los asalariados no conocen ese júbilo al batir las finanzas de los meses anteriores. Ese júbilo es como fumar caballo. Como el orgasmo de un puto cerdo. Me marché de la oficina.

Lorena Garnier había sido mi mejor inversión para la galería. Tenía veintipocos y acababa de empezar otro grado en la universidad, después de haberse sumergido en balde en el estudio de la filosofía. Su escuela era la del realismo socialista occidental. La había conocido hacía unos meses después de que ella misma visitase la galería con una muestra de su obra, y con ella había viajado exitosamente a algunas ferias. Era tímida e inteligente, y su rasgo más llamativo era el pelo rubio recogido en rastas, lo que no impedía que su vestuario se compusiera a partir de adquisiciones en mercadillos de segunda mano. Alba estaba detrás de ella, y de un tiempo a esta parte se habían convertido en las mejores amigas. Dado que nuestro apartamento iba a permanecer desocupado algunos días, Alba escogió a Lorena para que se hiciese cargo de nuestro gato, que se llamaba Cristal.

Mi relación con ella era tibia y profesional, como así había ocurrido con todas las mujeres a las que había conocido desde que compartía apartamento con Alba. En realidad desde entonces nunca me había citado a solas con ninguna mujer. Esto se debe a mi horrible miedo a las mujeres exitosas y atractivas y simpáticas. Temo follármelas. Temo perder tiempo follando en lugar de haciendo sonar la caja registradora. Es muy probable que Alba, que como muchas mujeres no paraba de intercambiar bromas homosexuales con su mejor amiga, no hubiese reparado en el impacto que aquel encuentro casual cuyo único fin era la entrega de unas llaves tenía sobre mí. Pero en verdad tenía la cabeza muy jodida.

¿Por qué Alba había ordenado a mi artista asistir a nuestra casa, en lugar de arreglar la cita en un espacio público? ¿Se trataría aquello de algún tipo de encerrona acordada, por la cual era Lorena quien tenía la misión de poner a prueba mi fidelidad mientras Alba hacía sus movidas en Londres? ¿Acaso habría tenido Alba con anterioridad relaciones extramaritales, y la única manera de ajustar los desarreglos de su conciencia era organizar una cita entre Lorena, que era alguien de confianza, y yo? ¿Por qué estaba dando por supuesto que Lorena accedería a una relación ilegítima con su galerista, que además era pareja de su mejor amiga? ¿Estaría Lorena formulándose las mismas cuestiones que yo? ¿Deseaba Alba que rompiese yo el hielo con Lorena, para luego arreglar un encuentro sexual a tres? ¿Podría considerarse, una vez que nos encontrásemos las caras, la calidad de su vestuario y maquillaje como irrefutable prueba a partir de la cual inferir su disposición hacia mí? ¿Sería vencido por la tinieblas de la moral en caso de traicionar la confianza que Alba había depositado en mí al organizar aquella cita, que en realidad no era una cita sino un encuentro que podría durar no más de cinco minutos? ¿O por el contrario pasaría días y noches lamentándome de no haber accedido a aquella oportunidad para reciclar mi matrimonio, utilizando esa absurda expresión de la prensa de tendencias, y desnudando mentalmente a mi artista cada vez que tuviésemos que discutir acerca de su obra?

Pensaba en ello mientras apretando el paso subía Argumosa hacia mi apartamento; para ser honestos, la verdad es que todas aquellas cuestiones empezaron a sobrevenirme ya desde el momento en que, a comienzos de esa misma semana, Alba había sugerido la idea de que Lorena se ocupase de la galería mientras ambos pasábamos unos días fuera de la ciudad, en localizaciones separadas. Entré a una tienda de conveniencia administrada por una familia india. Buscaba comprar algo de cena y botellas de vino, aunque lo más probable es que solo buscase embriagar a Lorena.

—¿Quiere algo, siñorr?

Yo permanecía plantado delante de la estantería con botellas de vino, sosteniendo bajo la axila una tableta de Apple enfundada en una carpeta de terciopelo de la que salían los cables blancos de unos auriculares que se introducían en mis oídos; advertí la presencia del niño indio cuando su sombra atravesó fugaz el marco de mi ojo, antes de que suavemente tironease de la manga de mi sudadera beisbolera negra con el emblema de alguna universidad americana estampado en el pecho.

—No —dije, intentando reprimir los pensamientos negativos que me invadían. Era la primera vez que me topaba con aquel niño indio en el barrio, que por un momento parecía estar haciéndose cargo solo de la angosta tienda de conveniencia de techos bajos e iluminada por unos débiles fluorescentes blancos, y por ello agarraba un imponente bate de cricket que utilizaba a modo de bastón para caminar. La saliva se acumulaba en mi manzana de Adán—. ¿Dónde están tus padres?, ¿no están aquí? ¿No hay nadie en la tienda?

—No, siñorr.

Entonces me acuclillé para que el niño indio y yo pudiésemos hablarnos a los ojos, en igualdad de condiciones. Él no agarró su bate de cricket con más fuerza ni tampoco hizo ningún gesto de extrañeza. Tan solo se quedó allí, inexpresivo. Entonces hablé, y lo hice en sordina, con un apagado murmullo, que le obligaba a acercar su oído a mi boca.

—¿Tú sabes por qué los niños de tez negra como la tinta tenéis que sentir miedo cuando sufrís una diarrea? Porque os estáis derritiendo. ¿Y qué es un senegalés en la nieve? Un blanco perfecto. ¿Y por qué los indios nunca os equivocáis? ¡Pues porque equivocarse es humano! Y diez congoleños frente a una pared blanca, ¿qué son? Un código de barras. ¿Y un marroquí en una foto? Una mancha. ¿Y tú sabes por qué los de tu raza tenéis las palmas y las plantas de los pies blancas? Porque dios os pintó con pistola y a cuatro patas. ¿Y tú sabes qué hacen las ruandesas cada nueve meses? Sacar la basura —ahí me detuve un momento a la espera de alguna respuesta que jamás llegó—. ¿No te parece gracioso? ¿No piensas reírte? ¿Lo has entendido?

El niño no dijo nada, siguió allí plantado, mirándome fijamente. Dudé por un momento si conocía el idioma en que le interpelaba. Entonces me reí muy fuerte y el niño sonrió sin comprender. Acaricié su cabeza y me llevé tres botellas de afrutado vino blanco. Miré alrededor buscando comida pero no había nada que fuese del gusto de un paladar vegano como el mío, de manera que sólo adquirí una caja de galletitas saladas; preferiría follar con un cerdo antes que comérmelo. Le entregué cincuenta euros y con mi mano cerré su palma extendida, dejando allí parte del cambio.

Enfilé hacia nuestro edificio, pero al llegar a él, blandiendo en la mano el llavero, se me ocurrió que podía seguir mi paseo hacia el final de la calle, a la plaza de Lavapi. Buscaría a algún negro y le compraría un gramo de lo que fuese, siempre y cuando no fuesen drogas de negro, y pensé en toda la farsa multikulti, y en que mi falta de participación en la sociedad civil no era mayor que el desdén que los turcos expresaban hacia los magrebíes, o que la contribución a la economía sumergida de los jipis cada vez que compraban merca a un negro o alcohol a los vendedores callejeros. No hay tantas redadas antidroga en otros barrios, y eso se debe solo al componente racial, pero comprar merca a esta gente era una expresión del racismo económico. La mayoría de serviles pensadores que conocía se pasaban el día discutiendo si había que estudiar el arte o la vida. Yo estaba seguro que la verdad no se encuentra en ninguna de esas dos abstracciones. La verdad se encuentra donde el dinero. Y entonces encontré a mi negro, que en realidad no era un negro sino un indio o un pakistaní con la cabeza rematada por un turbante, y me acompañó a un callejón, en donde le pregunté si tenía M.

—¿Eme?, ¿marihuana?

—No, eme. Cristal.

—¿Cristal? ¿Qué es cristal?

—MDMA.

—No entender —entonces el pakistaní del turbante sacó un teléfono móvil e hizo una llamada; me entregó el celular.

—Me cago en la leche —farfullé justo antes de agarrar el teléfono, y luego, sin disimular el volumen de mi voz:— Hola, ¿tienes M, cristal, MDMA?

—¿Cuánto? —dijo un timbre asiático al otro lado de la línea.

—Medio gramo. Veinticinco pavos.

—Dos minutos.

Le entregué el teléfono y me quedé esperando con el tipo del turbante, divisando la plaza con los brazos en jarra. Haciendo morritos. Cinco minutos después apareció un tipo de estatura muy pequeña vestido en chándal y se puso a darme conversación durante un rato, asegurándose de que no hubiera secretas alrededor. El dinero cambió de manos de manera elocuente, y yo volví a casa visiblemente irritado; detestaba las conversaciones circunstanciales con los traficantes de urgencia.

De vuelta al apartamento ya no me quedaban preguntas que formularme acerca del encuentro. Me planté sobre el suelo de madera a divisar las obras de Lorena Garnier y de otros artistas interesados en superar la posmodernidad y devolvernos a la idea de la obra como herramienta para la transformación del mundo, atento a una polilla que revoloteaba atrapada en las cortinas, y luego coloqué un vinilo con música de negros; acaso me pregunté por qué la siguiente acción que tomaría sería adecuar el apartamento y preparar los asientos, o mejor dicho esconderlos, de manera que Lorena y yo tuviéramos que arreglárnoslas en el sofá de dos plazas. Actué oprimido, sin libertad, pues entonces ya había tomado una decisión. Empecé a barrer y a sacar lustre a los muebles de manera apresurada.

Al cabo de un rato sonó la chicharra eléctrica del interfono. Me besé las puntas de los dedos y luego abrí la puerta. El rostro de Lorena estaba maquillado con esmero, sus pestañas perfiladas y los labios pintados con un poderoso carmín rosa. Estaba espléndida, y eso era un buen indicio. Le propuse varias opciones de bebidas, pero ella prefirió una taza de café.

—Tengo que pasar por la biblioteca antes de que chapen; necesito recuperar unos documentos para este fin de semana. Mucho trabajo.

Eso significaba que el encuentro difícilmente se extendería más de media hora. Nuestros primeros intercambios verbales no eran fluidos. Mi júbilo había dado paso a la inacción. Charlamos algunos minutos sobre los proyectos en los que ambos estábamos sumergidos, y pronto se produjo el primer giro en la conversación.

—He estado hablando con Alba de un tema importante — Lorena dijo, inflamando mi presión sanguínea—; no sé si tú estás al corriente —negué con la cabeza, seguramente con la tez lívida—. En la última reunión con el comité de exposiciones del museo se votó a favor de organizar una muestra colectiva con jóvenes artistas que incluyese obra mía. Esto sería muy beneficioso para los dos.

—No sabía nada —confesé, y luego dije algo no deseado—: Estos últimos días no he hablado mucho con Alba. No han sido días buenos. Demasiada tensión en la galería —inmediatamente cerré los ojos esbozando una mueca de intenso dolor, arrepintiéndome de aquella información innecesaria que acababa de arrojar, y traté de enmendar mi error—: Habrá que celebrar ese proyecto.

Alba me miró inquisitiva, en silencio, dando una chupada larga y nerviosa a su cigarrillo.

—Lo siento. Yo tampoco he pasado una buena racha. —En efecto, también ella parecía interesada en lamentarse de sus desórdenes amorosos antes que celebrar los éxitos laborales.

Me incliné hacia ella, tratando de imitar sus gestos y sus facciones; provocar un efecto de espejo suele funcionar como acercamiento emocional al interlocutor. Solía utilizar este recurso en reuniones de trabajo con mis clientes. Realmente funcionaba.

—Cuéntame —dije, inundando el salón de una afabilidad anormal. Ella acababa de terminar su café—. ¿Te apetece una copa de vino?

Lorena dijo que sí; ninguno de los dos hicimos mención a su visita a la biblioteca. Dimos por supuesto que el encuentro se extendería sobre nuestras previsiones, y la fuerza percutora del tapón de corcho sonó a gong, a pistoletazo de salida. La música sonaba a un volumen estimado para no elevar la voz más allá del leve susurro, dado que en el sofá conversábamos a pocos palmos de distancia. Las cortinas permanecían corridas, aislándonos aún más de Argumosa. Nada había entregado al azar.

Las copas disminuían cada vez más rápido, lubricando así la conversación, que pasaba de temas profesionales a afectivos indistintamente, y el espacio que mediaba entre nosotros siguió abreviándose. Hablamos acerca de nuestros gustos musicales y literarios. Luego me habló de su última visita al psiquiatra, en la que habían aumentado su dosis de antidepresivos; yo desconocía que hubiera accedido a ningún tratamiento médico, y ella me admitió que regularmente asistía a la consulta de un psiquiatra y de un psicólogo. Yo detestaba a psiquiatras y psicólogos; yo era un ganador. Le propuse tomar MDMA. No era apropiado, pero le propuse tomar MDMA. No se me ocurrió otra cosa. A Lorena le apasionaba el MDMA, aunque naturalmente su psiquiatra le impedía consumir drogas. Le mentí diciéndole que aún guardaba cristales que sobraron de una inauguración a la que recientemente había acudido con Alba. Ella se rió voluptuosamente y aceptó mi propuesta. Habíamos bebido ya casi una botella y media de vino. Ensalivé entonces mi dedo y lo introduje en su boca.

Mi teléfono sonó; era Alba.

—¿Alba?, ¿Alba? ¿No te oigo bien?... ¿Qué estás haciendo?... Sí, así es; sigo con Lorena... Hablando mierdas de trabajo, sí... ¿Cómo dices?... ¿Qué ocurre?... ¿Te encuentras bien?... Pero... ¿Alba?... Oye, permíteme un segundo... —me levanté del sofá y enfilé hacia el lavabo—. Créeme, todo está bien. Ya sabes que ha sido una semana muy dura; hoy terminé tarde en la oficina... Me marcharé pronto a la cama... Te llamo cuando Lorena esté fuera...

Regresé a mi asiento, pero eso fue después de abandonar en el lavabo el teléfono, luego de haberlo apagado, y Lorena, sobre cuyos muslos se había sentado Cristal, me preguntó si todo estaba bien; mi rostro debía parecer abatido, y por un momento me devoré ansioso las puntas de los dedos. Tenía que gestionar el ánimo bajo el efecto del MDMA y le dije que no había problema, que Alba había tenido un ataque de pánico en su hotel porque había olvidado volar con su tableta de ansiolíticos. Acariciándome el hombro me preguntó si quería que se marchase. Mirando a Cristal, que ahora reposaba en su acolchada cesta de mimbre, dije que no, que todo estaba bien, y reanudamos la conversación.

Procuré regresar a los asuntos de la galería, pero el diálogo ya se había instalado definitivamente en la intensidad de nuestra vida interior, y entonces ella se dio cuenta de que a sus medias se habían pegado numerosas pelusas de Cristal, y se lamentó por ello; yo me ofrecí a auxiliarle, retirándole algunas pelusas a la altura de las rodillas, y luego del muslo, y luego más arriba del muslo. El tapón de corcho impactó contra el suelo.

—¿Qué acabas de hacer?

—Nada. Qué ocurre.

—¿Por qué has hecho eso?

—No lo sé. Simplemente lo he hecho. Ni idea.

—¿No estás bien con Alba?

—Claro que estoy bien con Alba, ¡estoy genial con Alba!

—Entonces por qué has hecho eso.

—Oye, mira, dejémoslo. Lo lamento de veras. No quería haberte molestado. No me imaginaba que fuese tan importante. Disculpa. En serio.

—No te preocupes. En realidad me ha gustado. Pero no esperaba que fueses a besarme.

—¿No te lo esperabas?, ¿en serio?

—No me lo esperaba de alguien como tú, como tampoco imaginé que fueses a retirar de mis ingles las pelusas de Cristal, pero creo que me ha gustado.

—¿Y eso significa que...?

Lorena me agarró de ambas manos y se sentó a horcajadas encima mí. Luego fuimos a la cama. Eran las diez y media.

Follamos durante un par de horas en las que no encontré manera de acabar; íbamos de la cama a la encimera y de la encimera a la pared y de la pared a mi mesa de trabajo y de ahí al sofá y a la cama otra vez mientras seguíamos comiendo cristales. Pensaba que aquella extraordinaria situación sería recordada mucho tiempo, pero a la vez sentía cierta vergüenza ante la idea de que alguien que no fuese Alba viese cómo disparaba yo mis dardos de información genética. Pensé que lo estaba haciendo bien, a juzgar por los sonidos guturales de Lorena, lo cual, por otra parte, no impidió que se pusiera nerviosa. Me preguntó qué podía hacer para acabar con todo aquello y luego hizo una felación. Eso estuvo realmente bien jugado.

Nos besamos otro tanto y luego Lorena se levantó al advertir que la pantalla de su teléfono estaba iluminada. Me dijo que tenía varias llamadas y correos de Alba. Me leyó uno de ellos.

—«¿Estáis bien? Llamé a A. hace un tiempo y me cortó la conversación diciendo que estaba contigo, pero algo me hace creer que en realidad no estaba contigo y que simplemente no quería hablar. Hemos pasado unos días difíciles. Espero que no os haya ocurrido nada.»

—Joder —dije yo, mientras Lorena regresaba sin ropa hacia la cama, con varios morados en los senos, pensando yo en las llamadas que debía acumular en el teléfono silenciado; luego conjeturé excusas—. Le diré que bebí mucho y que nada más irte me quedé dormido en el sofá. Cuando Alba está de viaje suelo beber solo. En realidad siempre bebo solo.

—Creo que es mejor que me marche.

—No lo dirás en serio —dije, encendiendo un cigarrillo manualmente armado—, ¿no te vas a quedar a dormir? Se supone que tienes que hacerte cargo del piso.

—No creo que pueda dormir; lo más seguro es que quiera volver a follarte.

Me encogí de hombros con una sonrisa estúpida, y luego seguimos revolcándonos. Lorena era maquinal y agotadora en el sexo; nunca decía nada. A mí, en cambio, me entretenía encadenar enunciados disparatados, cosas realmente sucias, lo que a mi juicio hacía más personal y cariñoso el intercambio, si bien su silencio, su sexo solo corporal e inhumano, me molestaba. Teníamos la ventana abierta, y los bárbaros gritos guturales de Lorena estimularon a una pandilla de africanos que pasaba por allí. Trataron de hacer burla imitando unos ruidos de gorila en celo, lo cual no importó a Lorena, y yo pensé, con los ojos bien abiertos, Menudos perdedores de los cojones, pero entonces me pareció que aquel sentimiento había sido lo más divertido de todo. Yo era un ganador. Después dormimos un rato. Me desperté a menos de una hora de la salida de mi tren.

Mientras el líquido negro salía de una cafetera americana de goteo enfilé hacia el lavabo para vestirme. Miré el teléfono. Tenía casi cien llamadas perdidas y varios mensajes. Cien putas llamadas perdidas.

—¡Joder, joder, joder! —grité; Lorena acudió al lavabo envuelta en una sábana—. Alba llegó hace un rato a Atocha. Viene hacia aquí. Anoche tuvo un ataque de ansiedad y acudió al aeropuerto para tomar el primer vuelo a Madrid. Pensaba que la iba a dejar —Lorena me miró con un rostro de espanto—. Mierda. Creo que huelo mucho a tu vagina. Será conveniente que arreglemos un poco esto. O mejor: llamaré a un taxi. No quiero que te encuentres con Alba en la calle. Ya me ocupo yo de poner todo en orden.

—Vas a perder el tren.

—Ya te digo yo que no.

Momentos después yo seguía retirando con cuidado los rubios cabellos de sus rastas de la cama, envuelto en una toalla que llevaba atada a la cintura, y Lorena dispuesta a marcharse. Antes de eso me dio una advertencia.

—Pase lo que pase, no le digas a Lorena que nos hemos acostado. A mí me perjudicará mucho más que a ti. Me refiero a que las terceras personas siempre salen peor paradas que las parejas; entre una puta, un cabrón y una cornuda, ya sabes quién es llamado antes a la hoguera —asentí pasmado, aunque su enunciado me pareció demencialmente criminal; luego, acariciándome la entrepierna, corrigió:— Anoche me pusiste supercerda antes de besarme. Me ha gustado mucho follar contigo.

Al poco salí del apartamento, sin equipaje pero habiéndome perfumado con vehemencia. Faltaban veinticinco minutos para que el tren saliese. No había consumido mi café pero bajé Argumosa corriendo, sintiendo pinchazos en los pulmones, aún un poco acelerado por la metanfetamina, gelatinoso el cerebro, y en aquella calle me encontré con Alba, que me abrazó poderosamente, acariciándome el pelo. Me dijo que me quería y que había llorado mucho.

—Lo siento de veras. Anoche me emborraché y olvidé llamarte —con el dedo pulgar acaricié sus mejillas y las comisuras de sus labios. Tenía una sonrisa de júbilo. Ese júbilo del coronel nazi que disfruta de buena música clásica mientras divisa desde la cristalera de su despacho la matanza de cientos de judíos.

Ella repitió que me quería; luego añadió, feliz aunque líquidos sus ojos:

—No podrás creerte lo mucho que te he echado de menos. ¡Creí que querías romper conmigo! —añadió:— Tienes pelusas de Cristal por todo el cuerpo —y me pasó la mano por la camisa, retirando un buen puñado.

En realidad Alba había hecho todo el viaje desde Londres para darme un abrazo, y allí regresaría en escasas horas. Eso fue lo único que hicimos antes de separarnos y tomar el tren. Llegaría a tiempo a la puerta de embarque.

A esa hora de la mañana no había nada abierto en la calle. Supongo que pensé que no me extrañaba la escasa prosperidad de sus comerciantes; yo no tenía inconveniente en marcharme al trabajo habiendo descansado una única hora, con gruesas bolsas en los párpados y los ojos metidos bien dentro del cogote. Ese es el espíritu, así se jugaba en mi liga. El sol me hería las retinas, y la brisa, con aquel aire colmado de polvo, anunciaba la primavera. No acusaba ningún cansancio. En realidad estaba jubiloso. Me hacía feliz desvincularme de mis vecinos. Era un bicho raro. A la mayoría de la gente que vivía allí le preocupaba sus cuentas a fin de mes. En cambio yo no acusaba la recesión. Sabía que no arrojaría más de tres naipes sobre el tapiz.

Yo, a diferencia de la bobalicona desinformada clase baja, aprendí a hacer funcionar el capitalismo y evitar que la crisis moral se retroalimentase de la crisis económica, aunque mi dinero procediese de la contrapropaganda. Pensé que, inevitablemente, el intercambio con Lorena no acabaría con todas las preguntas que me habían sobrevenido los días previos al encuentro, y que seguramente me pasaría todo el viaje haciéndome preguntas acerca de si deseaba volver a participar en un mercado tan ilegítimo y ficticio como es el capitalismo financiero, y cómo sería mi relación con Lorena a la vuelta, y entonces también me vi obligado a preguntarme: ¿libertad, para qué?, incapaz de no sentirme un despreciable comunista. Y pensé que el sexo solo es la manera más rápida de conocer a una persona. Y que aquella noche había decidido que Lorena me caía francamente bien. Y que, independientemente de lo insolente que pueda llegar a parecer, estaba resueltamente enamorado de Alba. Hasta tal punto era así que decidí que a la vuelta de mi viaje le pediría que se casara conmigo. Y también decidí que durante mi viaje me haría con una alianza reluciente. Está bien, no vivía en el Nueva York de finales de los ochenta, ni tampoco jugaba a bolsa. Pero aquello no estaba tan mal.

Una bolsa llena de cómics

Jimina Sabadú

En 1997 María quería ser dibujante. Para el año 2004 no le interesaba el dibujo lo más mínimo. Este cambio en apariencia superficial en sus intereses, en su persona afecta a la totalidad de lo que yo entiendo por «María». Un año le gustaba dibujar y unos años después no. Se trata de hábitos de su tiempo libre que cambian de forma drástica; tiendas que no volverá a visitar (tiendas de material de Bellas Artes), exposiciones que no le interesarán nunca más, y amistades que ya no frecuentará. Se trata de un auténtico posicionamiento en la vida. Quizá aparezca otra María más joven que sí guste de visitar esas tiendas y que desde los catorce años emplee la paga semanal en adquirir hojas especiales para pintar con acuarela, y lápices gordos para abocetar en un cuaderno que llevará consigo en el metro. Quizá cada vez que mutamos hacia otra cosa, se activa otra persona igual, del mismo modo en que somos el reflejo de alguien que superó esa etapa (siempre que alguien deja algo atrás utiliza el verbo «superar», como si esto que abrazamos ahora nosotros fuera un abrigo pasado de moda que otro ya no quiere usar ni recordar, casi como una foto de la primera fiesta de Nochevieja, en la que todos estamos vestidos de más y posamos en el salón de casa antes de ir al cotillón más caro y hortera de toda la ciudad). Hace años, en el frío noviembre de Madrid, María me contó la Teoría de los Microclimas. María se fue no mucho después a vivir a los Alpes y dejó de formar parte de mi microclima. La desaparición de María dio paso, sin duda, a la aparición de su equivalente, que ocupará el mismo espacio físico, pero no emocional. María sigue conmigo, con nosotros, en nuestra vida normal. Pero en la calle, a la salida del metro, hay otra María. Una adolescente que dibuja y que queda con los amigos a comprar cómics, y otra María un poco más mayor que espera en la plaza de Callao a que lleguen sus amigos. Igual que sucederá cuando yo deje de formar parte de este ecosistema; aparecerá otra en mi lugar, y así siempre. El día de la Teoría de los Microclimas, María y yo quedamos en Callao, como hacemos desde la adolescencia. Subimos por la calle Luna hasta la plaza, y luego bajamos y volvemos a subir por esta estructura de diente de sierra que tiene Madrid. El frío nos obliga a entrar en un café con las mesas de madera y espejos en las paredes. Es un sitio en el que no nos importa estar porque el tiempo no pasa; el mismo camarero nos atiende desde que empezamos a ir hace siete u ocho años. Siempre vamos para un rato y sabemos que saldremos no más tarde de las dos de la mañana para que a ella le de tiempo a coger el autobús que lleva a la sierra y para que yo no llegue demasiado tarde a la Alameda de Osuna. En el Parnasillo, removiendo un té de canela y con nuestros abrigos —también negros— amontonados sobre una silla parisina, me explicó que en cada ciudad hay una Jimina, una María, un Enrique, y un Guillermo. Gente que no se va a conocer nunca pero que ocupa el mismo espacio y ejerce el mismo papel. «Esto no quiere decir que no seamos únicos», explica María. «Quiere decir que hay un equivalente.» Esto viene motivado porque había conocido a su William Wilson en Barcelona. Una chica igual que ella con rasgos personales muy particulares. Yo le digo que hace días he coincidido con mi doppelgänger también, tras años escuchando que hay una chica idéntica a mí a la que la gente saluda al confundirla conmigo. En el caso de mi doble, solamente nos miramos con descaro, sin intercambiar palabra, demostrando así que en efecto somos probablemente la misma persona. Esta alteración en el microclima me resulta inquietante. En teoría, y según María, yo no debería haber coincidido con mi doble. Deduzco, sin darle más importancia, que se trata de algo similar a las dimensiones paralelas, pero desarrollado en las ciudades. Que hay muchos mundos dentro de este no es ninguna novedad, pero en ese momento sí nos parece novedoso que se repitan de una ciudad a otra. En cada ciudad hay un barrio centrado en el consumo y la exhibición de los símbolos de la marihuana, una calle comercial donde el suelo es caro y las tiendas baratas y en el que se arremolinan mendigos y turistas. Hay también un sitio caro y elegante donde todo está más limpio, pero que pierde si es recorrido a pie, pues está ideado para verlo desde el coche. Hay una parte antigua con encanto y otra parte antigua tomada por el turismo. En todas ellas está, en algún lugar, la esencia de cada ciudad, esa esencia que resumimos en fotos y cuadros de texto de revistas pero que solo se muestra de verdad cuando recordamos nuestra vida allí. En el momento se trata de caminar calle arriba desde la boca del metro hasta el lugar de la cita; se trata de ir de compras, de buscar un cajero, o de preguntar si tienen cinta aislante para un objeto absurdo que hay que transportar de un sitio a otro esa misma tarde y que, vaya por Dios, se ha roto en mitad de la calle. El penoso trayecto que hacemos para subir un mueble abandonado a nuestro piso compartido posee más verdad que todas las fotos que atesoramos, pero no nos damos cuenta.

Hablamos con frecuencia, María y yo, de la plaza de Callao, porque ese sitio nos unió a nosotras y a nuestros amigos. En realidad fue un programa de chat llamado IRC-Hispano. Cuando todos vivíamos en barrios en los que nos encontrábamos solos, el IRC nos abrió las puertas a un mundo poblado por gente con la que podíamos compartir algo más que gustos; durante unos cuantos años, cuando aún había fuente, rotonda, y colas en los cines, Callao era un hervidero de quedadas de los diferentes canales del IRC. La gente pasaba por delante sin saber que allí era donde las personas se ponían cara, en la época en la que cada persona, en la Red, no era más que las palabras que escribía. Es decir, que María forma parte de la gente que me quiso y a la que quise por ser como es, algo que rara vez se da. Hoy la gente no se conoce por IRC, sino por las redes sociales (los que no se conocen por los cauces habituales). No tenemos cara; tenemos nuestra mejor cara. Una foto retocada, con el contraste muy alto si tenemos rasgos muy marcados, para convertir nuestro rostro en una máscara que no desagrade a nadie. El mundo anterior se ha vuelto un poco difícil de explicar. Cuando se podía quedar en un sitio y la gente aparecía allí, sin esperar ningún cataclismo que le obligase a mandar mensajes en los que se daba su posición exacta cada diez minutos. Por eso, quizá, estaba todo el mundo allí; porque necesitábamos estar en un sitio. Los relaciones públicas repartían flyers y nosotros nos sentíamos halagados porque si te lo daban era porque te querían en el local. María y yo íbamos al Dark Hole, y algunos compañeros de clase, a Joy Eslava o a Palacio Gaviria, donde nadie conocía a nadie en un chat. Era violento saludar a las personas a las que querías hacer creer que tu vida merecía la pena; ellos, con el pelo ondulado y abrigos hasta la rodilla, saludaban displicentes tras ver el abanico de estilismos presente en la plaza. Ellos pensaban que el IRC era una cosa de suicidas, obesos, y pervertidos. Gente que por algún motivo recorría la Gran Vía de arriba abajo una y otra vez.

Hace no tanto, en un programa de radio, bromeamos sobre recoger en una Wiki a toda la gente extraña de la Gran Vía. El gigante (de llamativo parecido con Hagrid) que grita en otro idioma; los hermanos Alcázar que pasaron de estar en la puerta de Madrid Rock a convertirse en folclore de la puerta del Bershka; Rayito, el payaso esquizofrénico; el anciano Panorámix (nunca sabemos los nombres y les dotamos de una entidad casi mitológica al compararles siempre con personajes de ficción) que te escribe una frase en un cuaderno y que se quiere acostar con las novias tímidas de los chicos; el enano que —operando siempre en la planta de cómics de la FNAC— te dice que tu vida va a cambiar y desaparece; la mujer que pide en Preciados dinero para el sida, como si el sida fuese un tipo que siempre anda mal de pasta. Todos ellos, más cerca de la locura que de lo pintoresco, quizá estén ahí atrapados porque nadie puede sustituirles en este microclima. Quizá cuando eres una persona tan peculiar te ves obligado a que nadie ocupe tu lugar, y al mismo tiempo acabas condenado a estar solo. Alguien, en el programa de radio, aventura que dentro de cincuenta años algunos chavales bromearán sobre gente rara y estaremos nosotros en la lista. Nos dejamos de reír, porque es posible que suceda. Yo pienso que tengo un doble y posiblemente habrá una sustituta para mí si me veo en la necesidad de cambiar de lugar. Muchos de estos personajes ya estaban cuando empezamos a ir a la Gran Vía con nuestros padres. Estaban siempre en el mismo sitio y, aunque no pasó mucho tiempo (tardamos en crecer lo que un adulto tarda en terminar la carrera o en amargarse en su primer trabajo y vivir con una novia), estos personajes nos dieron cierta estabilidad. Al contrario que los locales, ellos han seguido allí. María y yo íbamos al centro cuando la Gran Vía era la calle de los cines. Hoy quedan apenas tres. Los tiempos han cambiado, y nosotros, quizá por nostalgia, nos hemos convertido en mobiliario de la zona, y hemos optado por meternos en las calles laterales, donde también está llegando el peligro del cambio. Ese cambio que se ha acelerado en los últimos años. Las tiendas de manualidades, recambios de lámparas, ropa hecha a medida, retales, juguetes, se han convertido en tiendas de ropa, tiendas de zapatos, y cafeterías que no podemos pagar. Se nos excluye de todas partes. La gente del centro huye hacia la Nada, como los habitantes de Fantasía o como los animales del bosque de Bambi. Somos eso, o nos sentimos parte de eso: un mundo antiguo, más bonito pero menos productivo, que al pasar a la realidad ha quedado tan inservible y feo como los cascotes de una obra. Tenemos que refugiarnos a elaborar teorías y hablar de un recuerdo que cada vez embellecemos más. Quizá un día salgamos a la calle y nos demos cuenta de que solo queda una infinita explanada de asfalto, debajo de la cual están enterradas todas las cosas que nos hicieron ilusión en el pasado: los cómics, los libros, las películas, los discos, los bares. En otras palabras, que nos daremos cuenta de que no son los soportes lo que ha desaparecido, sino sus contenidos. Siempre habrá un VHS en una caja junto a la basura y un DVD de oferta, pero mientras no le importe a nadie, será basura. Kippel, como decían en Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas. Es cuando piensas en esto tan triste cuando ves esas tiendas que sobreviven como la basa de una columna en algún monte del Egeo. Una tienda de fajas o de guantes. Algún día seremos bastante parecidos a eso. Antes de ser un sitio de encuentro para adolescentes solitarios, Callao (el lugar que ahora ocupa la plaza de España) fue un sitio de visita para gente selecta. Caminamos a diario por delante de esas tiendas de bolsos dorados, vestidos holgados de lentejuelas, y broches de pedrería que representan una lagartija parecida a las efes de un violín. Moda para señoras con pelo ahuecado y moño alto, que salen en Cartelera a contar qué les ha parecido la última película de Tom Cruise y que son, por cierto, las verdaderas espectadoras que cuentan, ya que ellas, con sus faldas por la rodilla, son las únicas que siguen yendo a cines que, igual que estas tiendas, se quedaron en un momento indefinido entre los años cuarenta y los sesenta: una época en la que los camareros llevaban pajarita y los cines tenían acomodador. Una época de meriendas de tortitas con nata y medialunas de jamón y queso con mantequilla. Una época cuyos últimos vestigios son estos comercios a los que nosotros, ya treintañeros, solo hemos entrado de niños, con nuestros padres, sin poder llegar nunca a esa barra de escay en la que había, por defecto, un sándwich mixto y una Coca-Cola. Ya de adolescentes, sin la compañía de los progenitores y sin reposiciones de Bambi, Fantasía, o El Libro de la Selva a la que pudieran llevarnos nuestros padres, la Gran Vía (y en especial su parte trasera) se convirtió en el centro del peligro.

El gotelé del alma

Pero había un motivo por el que la gente la visitaba en algunos momentos de la semana, generalmente a escondidas de los padres. Ese motivo era la radiofórmula de Los Cuarenta Principales. Después de cenar, Joaquín Luqui (al que siempre se podía ver paseando por Gran Vía con bolsas de discos en la mano) ponía su atípica voz a un programa al servicio de las discográficas llamado Tres, dos, o uno. Luqui siempre dijo que él defendía el Tres, dos, o uno, pero años después se hace difícil de creer que el equiparar noche sí, noche también, a los NKOTB con Los Beatles fuera totalmente sincero. Sin embargo, a los doce años, todos creíamos en él. Y si estuviera vivo ahora también le creeríamos. Era así como daba fechas de entrevistas con Madonna, NKOTB, No Doubt, Oasis, Alanis Morissette, o fenómenos nacionales efímeros como David Santiesteban, Platón, Rebeca, o Laura Pausini, que no era española aunque mucha gente lo creyera, por llamarse Laura y por cantar en español. Cuando Joaquín Luqui anunciaba una entrevista en el estudio, docenas de adolescentes con la mochila por delante hacían guardia en la puerta saltándose el colegio, en una aventura que culminaba con una hamburguesa en el Burger King. Cada vez que alguien entraba o salía del edificio, abrían la boca para chillar con un chicle enganchado en la muela. La pandilla, el grupo, el mes, cambiaban, pero permanecía una dinámica. Un movimiento en el interior del edificio y el público enloquece. Un coche girando hacia calle Desengaño, y las pandillas lo bloquean y lo asfixian con las bomber y las mochilas pintadas a boli Bic. Siempre hay (incluso hoy, cuando la música no le interesa ni al Corte Inglés ni a las marcas de publicidad ni a los adolescentes ni a los consumidores adultos) un grupo de fans que necesitan conocer a un cantante o a un grupo al que no saben qué decir porque no hay palabras para expresar la gratitud, la necesidad de contacto, la ansiedad, ni el puro fanatismo. Dice una niña en Youtube, «quiero decirle que yo también existo». Se escriben el nombre del grupo en la frente o lo escarifican con un compás. Otros con más presupuesto se tatúan la portada de un disco de Korn o la cara de Madonna; no les ha quedado más remedio que taparlo con otro tatuaje. Son nuestras viejas del futuro; mujeres que imitan a Betty Page y que en cuarenta años formarán una nueva tribu: señoras arrugadas que dejarán ver en el escote una alondra, un ancla marinera, un corazón, una estrella en el antebrazo y una casete en el tríceps. Son la gente que primero fue a la puerta de Los Cuarenta Principales, luego a comprar a Zara, y un poco después a por tinte del pelo a «Marihuana. Bronca Total». Esto fue cuando los adolescentes creían ser parte de la cultura de club y llevaban discretos mechones azules, rojos, malvas, y verdes. Hasta que la gente se dio cuenta (en poco más de dos años) que no salía a cuenta teñir el lavabo y las orejas de vivos colores. Porque a la vuelta a casa, después de la visita al Grupo Prisa hay que coger el autobús, el rojo o el verde, y volver a los bloques, ese mundo donde no pasa el tiempo ni las décadas, y donde si te despistas te puedes convertir en un viejo de la noche a la mañana. La alerta es el gotelé. Nadie quiere gotelé en su casa pero todos lo tenemos. Porque es más barato que la pintura al agua y mucho más que el estucado. Porque es la verdadera alma de un país. Es la sustancia en la que el BlueTack se adhiere y no se va nunca. Es la realidad que tapas con un póster de Take That, con un niño saliendo de una maceta, con una señorita vintage bebiendo Coca-Cola o con recortes de películas y series de anime. La pared puede estar llena de imágenes de Sailor Moon y Rurouni Kenshin, y puedes ensoñar durante horas con un mundo en el que te sientes más cómodo, pero a una hora (nueve y media, diez), se oirá una voz que dice «A cenar», y olerá de repente a tortilla. A esa tortilla española con el aceite demasiado caliente, un poco marrón, demasiado hecha, que sin pan no entra. Y el pan acaba siendo una forma de esquivar problemas reales. El pan hace pasar las decepciones amorosas, los suspensos, las cenas viendo el telediario de TVE y ese clásico de la tristeza que es estar absorto en un libro y escuchar una flatulencia que viene de algún lado del salón. La flatulencia es el gotelé sonoro. Solo el pan ayuda a tragar todas las decepciones y la mediocridad del día a día, los guisos insípidos y la salsa de tomate mal ligada. También mitiga las esperas en restaurantes elegantes y consigue que para cuando llega el plato principal nadie tenga hambre. María perteneció a este mundo de gotelé y salió de él. María se hizo a sí misma y sin tíos o hermanos que le prestasen discos, decidió que ella iba a vestirse como en la Alemania de los años cuarenta. Enfrentada a la incomprensión de quienes la rodean, pontifica sobre algunos conocidos con la primera copa. Da golpes en la mesa para reafirmar sus ideas. Habla de viejos conocidos de la plaza de Callao. Gente que se ha reciclado (como nosotros) en otra cosa. Algunas de estas personas, algunas de las chicas que iban a la puerta de Los Cuarenta Principales y las que decidieron por su cuenta y riesgo que estaban buenas reaparecen en los bares de cócteles de la calle Reina. Puedes saludarles, pero lo mejor es no extenderse mucho. Todo el mundo se ha construido una nueva identidad. Uno de los casos más frecuentes es el del escritor sin cara; se trata de un hombre que lleva barba porque de no ser así no tendría rostro, como el noppera-bō de la mitología japonesa. Tampoco tiene edad, así que adopta una identidad humana gracias a una barba en apariencia descuidada y a camisas de franela que gritan lo poco que le importa el mundo que le rodea. Es un espécimen que comenzó a leer en la universidad, para conquistar, quizá, a esa chica que sostenía un libro que no era ni La sonrisa etrusca ni Los pilares de la Tierra. Este hombre, en pocos años, se ha convertido en crítico literario, escritor en antologías o incluso en antologista, y tal vez en profesor de creación literaria en una escuela. Este hombre vive con muy poco dinero y trabaja un par de horas por la tarde. Cuando se ha comido su plato de espaguetis (con una salsa tan horrenda como la que todos queríamos empujar al fondo del estómago con ayuda de la pistola de pan) se cambia de calzado y sale al bar de cócteles a hacer de relaciones públicas. Y si se encuentra con alguien con quien coincidió en otro microclima, saluda y dice «a ver si nos vemos», antes de desaparecer dentro del grupo con más proyección profesional y mediática del lugar. En mitad de la noche de entre semana, de esa semana de gente que no madruga para ir a trabajar, todos tenemos cartuchera, barriga, arrugas, flaccidez. Todo da igual. El caso es beber. Hay un Madrid de entre semana que no madruga. Es el Madrid de las profesiones liberales: diseñadores, guionistas, escritores —estos dos gremios, siempre lamentando el tema del dinero, el colon irritable, y el cabello graso—, escaparatistas, directores de cine, publicitarios, actores (la profesión más sufrida del mundo, quizá), periodistas, presentadores de televisión, realizadores, dj’s, y en general todos los trabajos que te permiten no salir el sábado, que es el día en el que el centro se convierte en otra cosa. Esos locales y esas profesiones eran apreciadas en los noventa, en la época en la que nos hicieron creer (si no nos los creímos nosotros solitos) que éramos un país moderno en el que todos, sin excepción, podíamos ser artistas o algo parecido. Esta esperanzadora corriente de pensamiento tuvo lugar al mismo tiempo que los que habían abandonado la puerta de Los Cuarenta Principales iban a «Marihuana. Bronca Total» a comprar tintes para el pelo. Mientras aquella élite pedía mojitos y gin-tonic, una generación entera dejaba el lavabo lleno de tinte rojo y tiraba una toalla imposible de limpiar. Años después, los que sonreían en las fotos de cámara analógica (siempre más feos que al natural) siguieron en esos bares, pero con barriga, con menos pelo, languideciendo al mismo tiempo que la prensa, auténtica creadora de este espejismo. Y ahí había llegado el relevo: diseñadores, guionistas, escaparatistas, directores de cine, publicitarios, periodistas, presentadores de televisión, realizadores y dj’s que intentan vivir el mismo mundo, pero sin dinero. Todos tienen en común una cosa: los padres. Estos padres, los últimos protegidos por convenios colectivos y planes de pensiones, dan dinero a sus hijos de treinta y tantos años. Pagar la Seguridad Social por si el día de mañana (que acabará llegando) no has muerto y deseas tener una jubilación. Echar una mano con el alquiler del piso, que está imposible. Prestar, quizá, quinientos euros para unas vacaciones baratas en la costa. La trastienda de la modernidad: la miseria. En estos pisos por encima de los bares y de las tiendas se agolpan esos diseñadores, guionistas, escaparatistas, directores de cine, publicitarios, periodistas, presentadores de televisión, realizadores y dj’s que tienen en la nevera una cartulina en la que se indica quién limpia qué cada día de la semana. Sin embargo, los platos se apilan en el fregadero, el perejil se agosta en la nevera, la ropa tendida se convierte en pladur en el tendedero, y al fondo del retrete hay una sustancia verde que no parece importarle a nadie. Todos bajan, sin embargo, a la calle y recorren la calle Fuencarral como si no pasase nada. Se saludan —nos saludamos— con las wayfarer y las converse (según temporada podemos pasar a otro modelo de gafas y a otro modelo de calzado) hablando de la fiesta en la Casa Jagger, del concierto de Daniel Johnston o de un viral muy polémico que nadie sabe si es una broma o un desacierto. Nadie menciona que lleva dos semanas comiendo espaguetis con tomate o que si tardan diez días más en pagar aquella colaboración le cortan el móvil. Es cada vez más frecuente que la gente no llame, sino que envíe un whatsapp o un sms. Para móviles, sin embargo, rara vez falta el dinero. Es normal. No solo se trata de un signo de estatus sino de la manera más efectiva de permanecer sintonizado con la irrealidad. Es como entrar en un bar en el que siempre hay gente. Una noche que no termina nunca y en la que siempre son las dos de la mañana (hora a la que ni la gente está muy borracha, ni tampoco falta el ambiente).

La hora del lobo

Pero a las cinco de la mañana todos estos mundos se derrumban. No importa si es martes, jueves, viernes, o domingo. Los microclimas, a las cinco de la mañana, se juntan y se tocan. Para cuando dan las seis y abren el metro, ya no le importa a nadie. El submundo de la miseria sin paliativos sale a la Gran Vía. Adolescentes y ancianos de China venden comida caliente y latas de cerveza, agua y Coca-Cola. A veces lo esconden dentro de las papeleras para no ser sorprendidos por la policía. A los jóvenes les hace mucha gracia que la lata de Cruzcampo salga de una bolsa de plástico de una papelera; es porque están borrachos. Quien no puede andar recto compra de todas formas una cerveza para ir hasta el búho. Pueden pasar el fin de semana teletransportándose de un sitio a otro. A veces se les ve por la calle, en pareja. Hay hostales que sirven para eso, para ir con otras personas unas horas. Me cuenta un amigo que estuvo en uno donde quisieron meterle a otra pareja en la misma habitación alegando que eran en ambos casos parejas homosexuales y que estaban inclinados a confraternizar. Son los hostales que se repiten en el microclima de Barcelona. Terrazo, jarrones de flores de plástico, un cuadro pastoril comprado en el Rastro (Mercat de San Antoni), y unas sábanas demasiado cortas como para taparse la cabeza y los pies. Sitios donde, una vez te empiezas a quedar dormido, te hacen añorar el hogar. Aquí están también las prostitutas, que contactan con una realidad que no solemos tocar. Son las profesionales que se encargan de un nuevo grupo social: chicos de veinte años que vienen al centro en chandal, cuatro en un Seat León amarillo. Van a las tiendas de compra-venta de oro a elegir collares y anillos. Miran el escaparate con un cubo del KFC en la mano y luego van de putas. Suelen pedir un cuatro por dos. A veces lo consiguen y se ve un coche aparcado mientras tres esperan fuera. Suben a los hostales con baño y televisión. Pero solo llegan allí en fin de semana. Entre semana es demasiado triste y los chicos del Seat León, al contrario que los creadores de los bares de cócteles, trabajan de lunes a viernes todos los días de su vida. No hacen vida de madrugada salvo el viernes y el sábado, cuando aprovechan también para comprar un teléfono móvil. Hacen también la madrugada más variada. Porque la madrugada, cuando uno está solo, es tan triste que te puede arrancar el alma. Me lo pareció durante los años en los que no pude quedar ni con María ni con nadie debido a un trabajo en el edificio de Los Cuarenta Principales. Entrábamos a las cinco y media de la mañana, antes de que pudiera haber ningún escolar esperando. Al entrar de madrugada, veía toda la trasera de Gran Vía cuando iba a por café, Coca-Cola, o a por un Phoskito. Ballesta, Desengaño, Loreto y Chicote. Figuras que se tambaleaban hasta que llegaba el día. Peleas entre chulos y prostitutas, y mendigos que gritan al aire. Borrachos violentos y coches que van más despacio si hay una chica sola. Quieren que te subas al coche, y si lo hacen tanto será porque alguien, alguna vez, se subió. Unas horas después de que todo esto pase se apagan las farolas y llega la luz azul del día. Desfila el camión de la basura y echa agua sobre el asfaltado y los bolardos. Al poco se forma cola en el comedor de pobres de la Corredera Baja de San Pablo. En esa cola se puede medir la situación del país; cuando la gente que se teñía el pelo de rojo iba a comprar cómics a la zona, a ese comedor solo iban ancianos. Cuando al cómic europeo y norteamericano le empezó a sustituir el manga llegaron los extranjeros, y con ellos la muletilla «no soy racista, pero...». Y un tiempo después (hoy) los niños que compraban cómics son adultos que pasean bolsas con un merchandising que compra, en realidad, el derecho a decorar tu casa como si en ella no pasase el tiempo y como si nuestra infancia hubiera sido un paraíso del pop. Una mentira que choca con las quejas sobre el sueldo, la hipoteca, y lo caro que es tener hijos. Los microclimas no se juntan aquí tampoco. Son las mismas personas, pero con distinta edad. No en vano, en las mismas calles pero en un mundo totalmente distinto al de los comedores populares tiene lugar la llamada Ruta Friki.

La primera tienda de cómics de Madrid se llamaba Totem y estaba en los bajos de Moncloa. La abrió Mariano Ayuso, cuyo sobrino, Mario Ayuso, abrió Madrid Cómics en los antiguos Picadilly (donde se grababan los videoclips de Pista Libre) en esos mismos tiempos en los que se vendían bolsos dorados en forma de concha y trajes con hombrera para bodas por toda la Gran Vía. Madrid Cómics se mudó a la calle Silva y un tiempo después su dueño dejó el mundo del cómic para convertirse en actor, y hoy es conocido como Bruto Pomeroi. En la época en la que los cómics se leían y no se usaban como imaginería para maquillar la madurez, Bruto Pomeroi abrió una tienda que ha resultado ser la viga maestra de la Ruta Friki, y quizá el motivo por el que tanta gente empezó a quedar en Callao. Con el tiempo llegó el manga a las tiendas de cómics, y con él, las chicas. Con las chicas vinieron nuevos chicos, y con ellos la necesidad mutua de estar presentables; quizá por eso todos los chavales se hicieron góticos, metaleros, o emos. Se abrieron tiendas de discos en las primeras plantas de los edificios, y no mucho después desaparecieron. Llegamos María y yo. Y como nosotras, tantos y tantos otros, que estuvieron en nuestras vidas y que luego desaparecieron para siempre. Se hicieron quedadas elefantiásicas en el Pans & Co. y en el KFC. Llegaban a ocupar una planta entera. Y la mayoría de esa gente desapareció. Se abrieron y cerraron bares y discotecas al mismo ritmo al que cambiaban las modas estético-musicales: pop, electroclash, rock, electrónica. Y de repente todo el mundo se quedó sin dinero y hasta la prostitución se resintió. María aseguró ver cómo una prostituta regateaba con un extranjero. Él pedía una rebaja sustancial y follar a pelo. Ella respondió «la sífilis p’a ti» mientras levantaba una falda bajo la cual no había más ropa. La calle se abarató y los locales se dispararon. Ahora sabemos que nos echan. No nos echan porque abran otro tipo de local, porque ya ha cambiado muchas veces, y cambiará para siempre. Nos echan, o eso sentimos, porque es la primera vez que se trata de un cambio artificial. No es una capa de vegetación que nace sobre hojas muertas, sino una vegetación decorativa impuesta por encima de una densa capa arbolada que aún vive y respira. Son los microclimas, cuyos restos se agarrarán a la realidad mientras quede uno solo de nosotros con ganas de recorrer la Gran Vía de arriba abajo sin ningún motivo. No hacen falta. A veces las cosas más auténticas pasan porque sí.

Al principio Dios creó La Vaguada

Fernando San Basilio

They put a parking lot on a piece of land

where the supermarket used to stand.

Come Dancing, RAY DAVIES

Así que al principio Dios creó La Vaguada y luego ya se ocupó de todo lo demás —el día y la noche, el cielo y la tierra, las cuatro torres y el intercambiador de la plaza de Castilla— o al menos así es como lo veía Isaac aunque muchas veces había oído decir —la gente dice muchas cosas— que antes de La Vaguada en realidad ya estaba casi todo hecho, lo cual incluye a la propia Vaguada dado que por lo visto hubo una vaguada anterior a La Vaguada —¿pero qué broma es esta?—, una vaguada digamos geológica que hundía sus raíces entre el barrio del Pilar y la carretera de la playa, ambos anteriores a La Vaguada, y hasta una vaguada —cómo decirlo— social y política: «La Vaguada es nuestra» y toda esa época anterior a Madrid-2 o a La Vaguada. Oh, bueno, algunos aseguran —la gente habla y bla, bla, bla— que no fue Dios quien creó La Vaguada dado que Dios no existe —pero si Dios no existe ¿quién creó La Vaguada?— sino una tercera o cuarta instancia o incluso la propia Vaguada: ¿una Vaguada creándose a sí misma?, ¿es eso lo que insinúan?, ¡es de locos! Bueno, así que en un principio Dios creó La Vaguada y con ella un montón de tiendas que ya no existen, por ejemplo, Sitting Bull, un pequeño negocio de un solo módulo donde vendían ropa vaquera, algo así como el Territorio Vaquero de El Corte Inglés pero fuera de El Corte Inglés, y otro montón de tiendas, grandes y pequeñas, que todavía existen. Por cierto, al principio en La Vaguada no había ningún Corte Inglés sino un Galerías Preciados de dos plantas.

—Pero tú no te acuerdas de cuando aquello era Galerías Preciados porque tú no estabas allí; ¿o sí te acuerdas?

¡Ah! Todas estas tiendas que ya no existen, todos esos restaurantes que han desaparecido por el escotillón de la historia. La propia bolera de la planta terraza: un asunto serio, cumpleaños feliz en la bolera. Isaac y el paso del tiempo. Finito. Adieu. Tampoco existe la hamburguesería Wendy’s, ni en La Vaguada ni en ninguna otra parte dado que la empresa se retiró de España hace ya varios siglos. Esta cadena se llamaba Wendy’s porque la hija del dueño de aquel pequeño imperio se llamaba Wendy: ¿cómo podía ser?, ¿cómo podía ser que un padre le pusiera el nombre de su hija a una cadena de hamburgueserías? Bueno, bueno, en Estados Unidos estas cosas pasan. Era una gran cadena y las mesas estaban barnizadas con algo que parecía papel de periódico de la época de la Ley Seca y no cabe duda de que todo aquello tenía mucho encanto —madera oscurecida y lustrosa por todos lados aunque Isaac no está en condiciones de asegurar que fuera madera noble, y todas esas fotos antiguas que colgaban de las paredes, y alfombras o moqueta en el suelo: ¡oh!— y parte del encanto residía en que para acceder al restaurante había que bajar unas escaleras de caracol, lo cual era una de las cosas más excitantes que te podían ocurrir un sábado por la tarde en el barrio del Pilar. No hay que confundirse: había dos accesos a la hamburguesería Wendy’s, uno desde la avenida Monforte de Lemos y otro desde el interior de La Vaguada. La avenida de Monforte de Lemos estaba, y está, a la misma altura que la planta primera, y la hamburguesería Wendy’s estaba en la planta baja o cero, de modo que solo aquellos clientes que venían de la calle usaban esas escaleras de caracol. Esto es lo que Isaac quería decir desde un principio. ¡Ah, se hace tan difícil hablar de las cosas que verdaderamente importan! Por ejemplo, las muchas maneras de entrar en La Vaguada. Las puertas de acceso a La Vaguada fueron misteriosamente numeradas en su día —en la planta baja o cero están las puertas 4 y 5 y en la planta 1 están las puertas 1, 2 y 3 y en la planta terraza o 2, las puertas 6 y 7— pero nadie usa esta numeración, ni siquiera los guardias de seguridad cuando piden ayuda a través del walkie-talkie. Nada de «Charly, acuda a la puerta 1, 2 o 3» sino «Atención, pelea en la puerta del restaurante Flunch», «problemas en la entrada de Halcón Viajes». ¿Pelea?, ¿problemas en La Vaguada? Un camarero con la nariz picuda se ha acercado hasta su mesa y le ha preguntado a Isaac si quería tomar algo. Solamente se ha dirigido a Isaac y cuando Isaac ha pedido un Aquarius de naranja, el camarero ha bajado la cabeza y ha girado sobre los talones y luego se ha deslizado por el salón de la cafetería Manila igual que si patinara sobre un lago helado.

—¿Has dicho Wendy’s o Wimpy’s? A lo mejor te estás confundiendo.

Pues bien, una vez creada La Vaguada, Dios nos creó a todos nosotros y hundió una de Sus dos manos en el suelo para abrir nuevas bocas de metro, prolongó la línea 9 hasta más allá de Mirasierra y creó asimismo los medios de comunicación de masas, la tarifa plana y las redes sociales. Algunas de aquellas tiendas han desaparecido y otras han cambiado de sitio aunque lo más probable es que las hayan cambiado de sitio. Recientemente ha ocurrido algo y a Isaac le parece que si no hablara de ello no estaría siendo del todo sincero y esta vez Isaac se ha propuesto ser totalmente sincero porque otras veces no había sido sincero y el resultado había sido catastrófico o por lo menos decepcionante: el caso Bricolage Soriano. Bricolage Soriano era, ¡es!, una gran tienda de bricolaje que ocupaba uno de los mejores locales de toda La Vaguada, junto a la entrada de los supermercados Alcampo, en la plaza Central. Donde antes estaba Bricolage Soriano, en el local B062, ahora hay una tienda de ropa de la firma Desigual y a Isaac no le parece que se haya ganado mucho con el cambio. La firma Desigual no le resulta simpática pero Isaac se guarda su opinión en el bolsillo, hay que saber lo que puede interesar al otro y también lo que le puede molestar. También ha desaparecido la floristería que había en esta misma plaza Central, aunque Isaac no sabría decir si estaba en la planta baja o en la primera, y sobre todo ha desaparecido —desapareció hace muchísimos años— la tienda Pista Central: era un buen local de aproximadamente —Isaac enarca las cejas y aprieta los labios para trasladar idea de cálculo aproximado— diez o doce módulos.

—Ya, pero ¿cuánto es un módulo?

Bueno, bueno, un módulo es un módulo, esto lo entendería cualquiera. En lugar de Pista Central —«todo para el tenis»— ahora hay una tienda Prenatal. Cuando aquello era todavía Pista Central constituía una presencia incómoda para Isaac, dado que su padre, por alguna razón —tal vez fuera el espíritu de la época— cifró en el tenis muchas esperanzas que Isaac no pudo satisfacer. Podría decirse que ni siquiera se tomó la molestia de intentarlo. El tenis no era lo suyo: sentimiento de culpa. Oh, sí, los padres no descansan hasta que han inoculado en los hijos agudos e inextinguibles sentimientos de culpa. El deporte de Isaac era el baloncesto, esto era un hecho. En el baloncesto hacen falta dos cosas —Isaac estira el brazo derecho, cierra el puño y levanta el pulgar—: un base para jugar y un pívot —Isaac estira ahora el dedo índice— para ganar. Isaac sabe todo lo que hay que saber sobre baloncesto, sabe cómo hay que jugar. Botar la pelota hasta la línea de centro y, una vez ahí, hacer pases largos hasta volver loco al contrario. Isaac había entrenado equipos infantiles de baloncesto. Infantiles, benjamines, alevines. Pero el baloncesto estaba de capa caída y todo el mundo se permitía ciertas bromas acerca de los entrenadores de categorías inferiores y acerca del deporte base. Muchos sinsabores, pocas alegrías y, por lo demás, ninguna relación entre el baloncesto y La Vaguada, así que Isaac se hace el propósito de sacar el baloncesto de aquella conversación. Fin. También había, en la planta baja, donde ahora hay una tienda de zapatillas de deporte, junto al autoservicio Flunch, una tienda de música llamada Discoplay que antes de desaparecer totalmente y ratificar el final de una época tuvo una existencia efímera en la planta terraza. Saliendo de esta ubicación breve y póstuma, Isaac experimentó por primera vez los efectos del ibuprofeno mezclado con salsa barbacoa del McDonald’s. Ingravidez y desdoblamiento en la planta terraza, Isaac alcanzó durante un segundo la certeza de que si saltaba por el hueco de las escaleras no pasaría nada: una parte de su yo disociado descendería pacífica y blandamente como una hoja de papel de periódico hasta el suelo de la planta baja, frente al restaurante autoservicio Flunch. Afortunadamente fue solo un segundo. Ah, sí, fueron los días veloces del ibuprofeno y la salsa barbacoa. Isaac y sus amigos hicieron muchas locuras en aquella época y algunas eran casi delictivas pero nunca/nunca/nunca —Isaac ha dicho tantas veces la palabra nunca que ha terminado diciendo canún, canún, canún— le levantaron la mano a nadie porque no era su estilo. La entrevistadora ha pegado un respingo y ha abierto mucho los ojos: «adelante, Isaac, te escucho». Llegó el día en que tenías que entrar en las tiendas con las manos en los bolsillos del anorak y no sacarlas de allí hasta que hubieras vuelto a los pasillos de La Vaguada si no querías pasar un mal rato. El timbre enloquecido de la alarma antirrobo y una bolsa de aire que se abría en el pecho de Isaac. Isaac y sus amigos —un hilo de emoción atraviesa ahora la frente de Isaac— descubrieron entonces que lo verdaderamente divertido era deslizar productos en los maxibolsos de ciertas chicas a las que no conocían en absoluto, es decir, dejar de jugar entre ellos para jugar con los demás. Oh, más de una vez resultó que la chica en cuestión ¡había robado por su cuenta! El camarero con la nariz picuda ha retirado la botella de Aquarius vacía y la entrevistadora le ha acariciado el codo: ella querría ahora un poco de agua. También Isaac quisiera un poco de agua pero no consigue reunir fuerzas para pedir nada a nadie, los últimos movimientos de la entrevistadora —pedir un poco de agua ahora y decir «entiendo» dos veces seguidas: «entiendo, entiendo»— denotan una cierta hostilidad así que Isaac busca una salida, cualquier salida: ¡Flunch! El autoservicio Flunch de la planta baja de La Vaguada nunca morirá y si no obstante alguna vez lo hace Isaac se apresurará a decir, como en esas películas emocionantes con voz en off —resulta tan emocionante y tan convincente cuando lo dicen—, que una parte de su vida se perderá para siempre. ¡Adelante, Isaac! Isaac acaba de escucharse a sí mismo decir aquello —«una parte de mi vida desaparecerá para siempre»— y le ha sonado a chicle: nada envolvente ni profundo, nada sincero y, desde luego, vacío de toda sabiduría. Cero puntos, agua. Bueno, cambio de rumbo, otra salida. El pequeño y, dado que han pasado ya un montón de años, encantador microrrestaurante de un solo módulo donde vendían crepes de azúcar, camino a los cuartos de baño de la planta terraza, es ahora una tienda de chucherías y si te acercas demasiado ya te empiezan a doler las muelas. Agua otra vez.

—Gracias —ha dicho la entrevistadora.

Isaac ha tensado los músculos de las pantorrillas y se ha reclinado sobre la mesa y ha soltado aire por la nariz y cuando ha comprendido que la entrevistadora no le daba las gracias a él —la entrevista no había terminado— sino al camarero que había traído el botellín de agua, ha movido la cabeza como si acabara de despertarse y se ha dicho: «Lo que sea».

—Mmm...

Isaac se ha llevado dos dedos al labio inferior y su mirada ha vagado por la cafetería Manila y ha trascendido las cristaleras para posarse finalmente sobre el local de Massimo Dutti. La madre de Isaac encontraba muy difícil pronunciar Massimo Dutti así que decía siempre Máximo Dutti: es un mundo difícil. Pero al lado de Massimo Dutti hay una pequeña tienda de la firma Intimissimmi. Al principio no existían todas esas tiendas de ropa interior femenina cuyos escaparates provocan erecciones fugacísimas pero incuestionables en Isaac. Pero todas esas tiendas, cuyos nombres —Intimissimi, Osho, Victoria’s Secret— son música para los oídos de Isaac, tampoco existían ANTES en ningún otro sitio de Madrid, sostiene la entrevistadora, de modo que no son un fenómeno de La Vaguada sino un fenómeno de AHORA, dado que ahora el erotismo —«el erotismo en los escaparates»— está a la orden del día. Bueno, bueno, Isaac no estaba allí —fuera de La Vaguada— entonces, no podía estar en dos sitios a la vez pero hay algo que tiene muy claro y que no tiene sentido ocultar dado que su intención —su estrategia para este año— es ser absolutamente sincero: todos esos escaparates son pornografía.

—...

Y nada más, salvo que la entrevistadora levanta las cejas y, a lo mejor, registra un suave temblor en las aletas de la nariz. «Antes y ahora», dice la entrevistadora, «dentro y fuera». ¿Dentro y fuera de La Vaguada? La entrevistadora no está siendo clara con Isaac. Quiere probarle. Dentro de La Vaguada está todo y fuera de La Vaguada..., «Fuera de La Vaguada está todo lo demás, empezando por las cuatro torres.» La entrevistadora no parece impresionada, se limita a picotear de su vaso de agua como un pajarillo, Isaac mira a los lados y se pregunta qué hubiera sido mejor que un Aquarius. A dos mesas de distancia y en dirección a la barra hay un aspirante que ha pedido tortitas con nata. ¿Ha hecho Isaac lo correcto? La idea de una cadena de errores —una cadena de errores en cadena— cobra consistencia física en su cabeza. Acerca de las cuatro torres, lo primero que tiene que decir Isaac es que desde muchos ángulos —por ejemplo desde lo alto de Parque Norte, junto al cuartel de bomberos— solamente se ven tres torres, de modo que desaparece una de ellas como en uno de esos trucos del mago David Copperfield, y esto desde luego es prodigioso tratándose de unas torres tan grandes, a cuyo lado las torres Kio resultan mínimas y se confunden con los chalecitos de La Ventilla. A un lado del mundo estaban los chalecitos de La Ventilla y al otro estaban los chalecitos de Mirasierra, que no tenían nada que ver. Isaac había oído decir que estos últimos chalecitos, en el origen de los tiempos, los usaba la gente adinerada de la calle Serrano como segunda residencia y nada más que para eso. Así que se venían hasta aquí solo para pasar el fin de semana. ¿No era esto algo formidable?, ¿quién podía imaginárselo hoy en día? Isaac consideró que este dato, que daba cuenta de la fugacidad de la vida y de la relatividad de ciertos conceptos espaciales —dentro y fuera de Madrid, cerca y lejos, por ejemplo, de la plaza de Castilla o de Cuatro Caminos— despertaría el interés de su entrevistadora —formidables y espaciosos chalets junto a uno de los barrios con mayor densidad de población de toda Europa— y no fue así. Bueno, bueno, había muchas cosas que no interesaban en absoluto a la entrevistadora. Pero las torres. El asunto de las cuatro torres interesa a todo el mundo. Todo el mundo odia o dice odiar estas cuatro torres y esto es algo que consigue irritar a Isaac. Isaac dice lo siguiente: «la primera vez que uno ve, recortada contra el atardecer espectral de las cuatro torres, la figura de un padre que juega amorosa y pacientemente con su hijo en las lomas de Parque Norte ya se le empieza a esponjar el corazón y luego se mete en el metro lleno de ensoñaciones. Es decir, ¿en qué ha cambiado el mundo desde la irrupción de las cuatro torres?, ¿han perdido su aroma las flores apretadas que crecen en las faldas de Parque Norte?, ¿han perdido blandura y abundancia las jardineras colgantes de la fachada sur de La Vaguada?, ¿se ha suspendido la música clara y emocionante de la fuente de piedra de la planta baja?, ¿ha dejado de salir el sol por donde solía —la rumorosa curva de la M-30— y acaso ahora ese mismo sol, en su agónica disolución de cada tarde, ha dejado de derramarse, rosa y naranja, sobre el verde residencial de Puerta de Hierro?»

—Isaac...

Dentro y fuera de La Vaguada. Hay un momento, una edad tensa y difícil, en que te aburres de La Vaguada y entonces sales al mundo y lo que haces es dar vueltas a La Vaguada por fuera de La Vaguada. Se tarda exactamente doce minutos en dar una vuelta a La Vaguada si lo haces solo y no bordeas el estanque. Si te acompaña un amigo es difícil bajar de los trece minutos. Isaac ha hecho sus estimaciones y está en condiciones de asegurar que, a partir del primer acompañante, cada persona supone entre treinta y cuarenta segundos de tiempo extra. Si en lugar de pasar entre el estanque y La Vaguada misma decides atravesar el parque, la cosa se dispara: quince minutos una persona sola y así sucesivamente.

—La cosa se dispara —ha dicho la entrevistadora.

El aspirante que había pedido una ración de tortitas con nata ha precipitado el final de su propia entrevista —un hecho en principio insólito— mirando la hora en su teléfono móvil y llenándose la boca de servilletas de papel. La entrevista ha durado el tiempo exacto que el aspirante ha necesitado para acabar con las tortitas. Y el parque de La Vaguada —ese parque— como una pequeña adherencia al centro comercial al contrario que otros parques —Parque Norte, los jardines de Francos Rodríguez o la Dehesa de la Villa— que empiezan y acaban en sí mismos. Hay que evitar el parque de La Vaguada a partir de ciertas horas. Pero dentro de La Vaguada —«dentro y fuera de La Vaguada»— también pasan cosas. Por ejemplo, la manera en que visten a los guardias de seguridad. ¿Por qué nadie dice nada? Isaac ha visto esas cosas. Considera que los guardias de seguridad no van vestidos de forma adecuada —con esos pantalones grises y esas chaquetas entalladas y ridículas y esos zapatos de oficinista o de conductor de la EMT— para enfrentarse a ciertas situaciones. Deberían ir vestidos —veamos— de una manera un poco más deportiva y desde luego menos ridícula.

—¿Quieres decir que los guardias de seguridad deberían ir, por ejemplo, en chándal?

Mantener la calma, aguantar la posesión de la pelota, parar el partido: ¿es este asunto de la violencia algo que interese a la entrevistadora o que ayude a las aspiraciones de Isaac? Isaac está poniendo todo de su parte, hace y dice cosas que tal vez no se ajusten a su manera de pensar y ha respondido a la pregunta «¿a qué huele La Vaguada?» —se ha tomado esa molestia— aunque él está en contra de todo eso. ¿A qué huele esto?, ¿a qué huele lo otro? ¿Es eso lo que se espera de un gran aspirante?, ¿hasta dónde está dispuesto a llegar Isaac? Pues bien: ¿a qué huele La Vaguada? Es una pregunta ridícula a la que no obstante Isaac ha intentado dar una respuesta honesta.

—¿A azufre?, ¿te parece que La Vaguada huele a azufre?

La entrevistadora deja que el pensamiento de Isaac fluya libremente y en voz alta y solo hace preguntas cuando advierte que Isaac empieza a divagar o cuando pasa demasiado tiempo sin decir nada, lo cual es casi nunca. Si Isaac lo hubiera comprendido antes no se habría metido en ciertas complicaciones. Todo eso de las tiendas de ropa interior y sus escaparates como experiencia pornográfica: Isaac es el primero en admitir que se lo podía haber ahorrado. Es obvio que se ha producido un malentendido. ¿Algo más?, ¿desea Isaac beber alguna otra cosa? ¿Qué es esto?, ¿una especie de barra libre? Oh, venga: un doble de cerveza. Isaac ya se ha equivocado una vez pidiendo Aquarius. La entrevistadora ha hecho una anotación en su libreta, en realidad ha hecho una muesca un segundo después de que Isaac pidiera ese doble de cerveza. Sería aventurado decir que esa muesca tiene un sentido negativo. A lo mejor la entrevistadora, cuando más adelante descifre sus propias anotaciones, interpreta: «¡natural, confiable, ha pedido un doble de cerveza; un muchacho sincero: ¡MUCHAS POSIBILIDADES!». En cualquier caso, Isaac no hacía ningún juicio de valor en este asunto de la pornografía y el escaparatismo o al menos no era su intención. Él no tiene nada que decir al respecto. País libre, esfera de lo privado, nueva sexualidad. ¡Ah, a veces es tan difícil hacerse entender! A Isaac también se le ocurren un par de preguntas, le gustaría saber cómo se reparten los aspirantes entre los entrevistadores y qué pasará luego con cada uno de ellos y si harán una especie de semifinales entre los aspirantes elegidos por cada entrevistador. Isaac considera que tiene derecho a saber a quién se enfrenta en el proceso de selección o quiénes son sus enemigos aunque él nunca usaría esta palabra pues considera o finge considerar que los entrevistadores y los entrevistados reman en la misma dirección y persiguen un mismo objetivo, a saber, encontrar a la persona adecuada. Isaac traga aire y cuenta hasta diez antes de repetir que La Vaguada huele a gofre y no a azufre. Pero si todo el mundo rema en la misma dirección, ¿por qué la entrevistadora se comporta como una enemiga de Isaac?, ¿acaso el objetivo de esta entrevistadora es evitar a toda costa que Isaac resulte elegido? Bueno, hay que admitir que el objetivo de Isaac tampoco es encontrar a la persona adecuada —sea cual sea— sino trasladar a la entrevistadora la idea de que él, Isaac, es la persona adecuada, y últimamente —a lo largo de los últimos minutos— Isaac ha dedicado demasiado tiempo a pensar en las ventajas de ser elegido y esto, Isaac lo sabe por la experiencia de otros años, no ayuda en absoluto a sus aspiraciones. Son cosas por las que merece la pena seguir adelante y, sin embargo, son exactamente las cosas que Isaac tiene que apartar de su cabeza —manotazo en la frente— si desea mantener intactas sus aspiraciones.

—A gofre. Yo creo que La Vaguada huele a gofre. Yo no he dicho nada de azufre.

Isaac ha sonreído con la boca cerrada, ha puesto los ojos en blanco y ha inclinado la cabeza. Dos mesas más allá pero en dirección a la cristalera, dos amigas discuten amorosamente por pagar la merienda.

—¿A gofre? ¡Qué bueno!

Parece que Isaac y la entrevistadora se acercan por fin al meollo del asunto —la belleza emocionante de un día cualquiera en La Vaguada— y, de pronto, la cerveza o el doble de cerveza que Isaac ya casi había olvidado.

—¡Gracias!

¡Tres puntos! Hace años que ya no se consiguen gofres en La Vaguada y ahora hay donuts sin agujero y con mermelada, rollos de canela, helados con virutas de chocolate fondant, batidos espumosos y magdalenas con topping pero no hay gofres por ninguna parte —Isaac sabe que la entrevistadora no va a verificar este extremo— y los gofres son ahora material para vendedores ambulantes como los que se instalan en la avenida de la Ilustración durante las fiestas del Pilar. Los gofres son cosa del pasado o de los márgenes de La Vaguada y sin embargo en La Vaguada, y muy especialmente en la planta terraza —ocio y restauración— todavía huele a gofre.

—¡Qué bueno!

De modo que la entrevistadora es una de esas personas que dicen «¡qué bueno!» cuando algo les parece interesante. ¡Qué bueno! ¡Qué interesante! Isaac hunde la nariz en su doble de cerveza, cierra los ojos y abre las compuertas de la epiglotis y la cerveza cae a placer por su garganta y en cuestión de segundos empieza a irrigar sensación de bienestar y seguridad por todo su organismo. En el principio ya existía el olor a gofre: antes que nada Dios creó el olor a gofre y luego ya se ocupó de todo lo demás, lo cual incluye a la propia Vaguada. Antes o después, la entrevistadora hará una mueca de disgusto, enseñará las palmas de las manos y dirá: «Gracias», pero hasta que ese momento llegue, Isaac y la entrevistadora profundizan en el origen del mundo. Isaac ha vuelto a referirse a la belleza emocionante de ciertas escenas que se registran de manera ordinaria dentro y fuera de La Vaguada y esta vez ha advertido un delicado temblor en las manos de la entrevistadora y en medio de este clima de abierta cooperación —la entrevistadora e Isaac a la búsqueda de la persona adecuada: Isaac— se ha bebido la otra mitad de su doble de cerveza y su estómago se ha convertido de pronto en el tambor de una lavadora y luego un fino cosquilleo le ha ascendido por la garganta. Al final, formidable estruendo y una incomparable sensación de placidez. Confianza.

—¡Isaac!

El camarero de la nariz picuda volvió la cabeza, barrió con la vista el salón de la cafetería Manila y se llevó un puño a la boca como si ahogara una tosecilla. Las dos amigas que todavía discutían por pagar la cuenta rompieron a reír y de una manera viva, joven y casual manifestaron asco e incredulidad. Una mujer sola y con la cabellera hueca que leía, en la revista Econorte, un artículo de fondo acerca del proyecto de soterramiento de la M-30 a su paso por La Vaguada —«el fin del mundo tal y como lo conocemos»— se santiguó. Totalmente sincero. Qué bueno. En todos estos años —todas estas ediciones del concurso— nadie había sido tan claro como Isaac, nunca nadie había llegado tan lejos en el terreno de la sinceridad y la naturalidad. La entrevistadora anotó en su cuaderno las palabras GRAN ERUCTO, con letras mayúsculas y claras y orladas con un recuadro doble, de forma que el propio Isaac lo pudiera leer sin dificultad, y luego se sujetó la frente con las manos e Isaac se preguntó si la entrevistadora hacía aquello para aligerar el peso de la entrevista o porque verdaderamente estaba cansada.

Los autores

Juan Sebastián Cárdenas (Colombia, 1978) es autor de los libros Carreras delictivas, Zumbido y Los estratos. Desde hace más de una década vive en Madrid, donde actualmente trabaja como traductor, crítico y galerista del espacio Casa sin fin.

Natalia Carrero (Barcelona, 1970) es autora de Soy una caja (Caballo de Troya, 2008), traducida al inglés por Amazon Crossing, y de Una habitación impropia (Caballo de Troya, 2011).

Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) es autora del libro de relatos y poemas El malestar al alcance de todos (Caballo de Troya, 2004), del poemario Mercado Común (Caballo de Troya, 2006) y de las nouvelles La nueva taxidermia (Literatura Mondadori, 2011), además del libro de crónicas 13 viajes in vitro (Blur, 2008) y del relato Cul-de-sac (Alpha Decay, 2009). Sus textos han aparecido en los diarios El País, La Vanguardia y Público, y en las revistas Turia, Eñe-Revista para leer y Revista de Occidente. Ha traducido al castellano a Georges Perec, Miranda July y Alan Sillitoe.

Álvaro Colomer (Barcelona, 1973), escritor y periodista, ha publicado una trilogía sobre la muerte urbana formada por las novelas independientes La calle de los suicidios (Círculo de Lectores, 2000), Mimodrama de una ciudad muerta (Siruela, 2004) y Los bosques de Upsala (Alfaguara, 2009). Estas tres novelas analizan el fenómeno de la muerte y del suicidio en la sociedad contemporánea. También ha publicado los libros de no ficción Se alquila una mujer (MR, 2002) y Guardianes de la memoria (MR, 2008). Ha participado en varias antologías de cuentos y, como periodista, colabora con diversos medios culturales (Cultura/s, Qué Leer, Mercurio, etc.) y generalistas (Yo dona, El Mundo, Primera Línea...), además de tener un blog en La Vanguardia (blogs.lavanguardia.es/ el-arquero). Su página web es www.alvarocolomer.com.

Jordi Costa (Barcelona, 1966) es autor de Mondo Bulldog (1999), Vida mostrenca (2002) y Monstruos modernos (2008), entre otros libros, y de los tebeos Mis problemas con Amenábar (2009) y 2000 años de cine (2010), junto con Darío Adanti. Sus relatos han aparecido en obras colectivas como Franquismo Pop (2001), Tierra de nadie (2005), El Quijote. Instrucciones de uso (2005), Mutantes (2008), CT o Cultura de la Transición (2012) y Black Pulp Box (2012). Ha comisariado las exposiciones «Cultura Basura: una espeleología del gusto», «J. G. Ballard, autopsia del nuevo milenio» (ambas en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona), «Ficciones en serie» (SOS 4.8) y «Plagiarismo» (La Casa Encendida), esta última junto con Álex Mendíbil. Ejerce la crítica de cine en las páginas de El País y Fotogramas.

Roberto Enríquez ya no cumple los cuarenta ni vive en Madrid sino en Barcelona, donde colabora con la revista Lecturas y Vogue México, escribe su segunda novela —Mansos (Caballo de Troya, 2010) fue la primera— y confía en entender algo de todo lo que está pasando a su alrededor. Para más información, consulten su blog www.bobpop.tv o su cuenta de Twitter, @bobpopvetv.

Óscar Esquivias (Burgos, 1972) se licenció en filosofía y letras por la Universidad de Burgos, codirigió la revista literaria El Mono de la Tinta (1994-1998) y fundó y dirigió Calamar, revista de creación, desde 1999 a 2002. Su novela Inquietud en el Paraíso recibió el Premio de la Crítica de Castilla y León en 2006. Su libro de relatos Pampanitos verdes (Ediciones del Viento, 2010) mereció el Premio La tormenta en un Vaso en 2011. Ha sido becario de literatura de la Academia de España en Roma.

Esther García Llovet nació en Málaga en 1963 y vive en Madrid desde 1970, donde estudió psicología clínica y dirección de cine. Ha publicado Coda, Submáquina y Las crudas, y reportajes en diversas publicaciones. Caminar por Madrid es una de sus grandes aficiones. Cuando no camina, patrulla.

Iosi Havilio (Buenos Aires, 1974) es escritor, guionista y traductor. Ha publicado Opendoor (Caballo de Troya, 2009) y Estocolmo (Caballo de Troya, 2010). Ha participado en la antología Buenos Aires/ Escala 1:1 (Entropía, 2008) y en la edición española de La Joven Guardia (Belacqua, 2009). En enero de 2013 aparecerá su tercera novela: Paraísos (Caballo de Troya).

Grace Morales (Madrid, 1969). Seudónimo de G. M., estudió letras e idiomas en la universidad y cofundó el fanzine Mondo Brutto. En la actualidad escribe en varias publicaciones y tiene editada su primera novela, Otra dimensión.

Elvira Navarro estudió filosofía en la Universidad Complutense. En 2004 ganó el Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid y entre 2005 y 2008 disfrutó de una beca de creación en la Residencia de Estudiantes. En 2007 apareció su primer libro, La ciudad en invierno, que fue acogido calurosamente por la crítica y distinguido como Nuevo Talento Fnac. En 2009 publicó La ciudad feliz, que obtuvo el Premio Jaén de Novela. Fue incluida en la lista de los veintidós mejores narradores en lengua española menores de treinta y cinco años de la revista Granta. Lleva un blog sobre los barrios de Madrid llamado Periferia (www.madridesperiferia.blogspot.com).

Carlos Pardo nació en Madrid en 1975. Es uno de los poetas más reconocidos de su generación y autor de una obra breve y exigente (El invernadero, 1995, Desvelo sin paisaje, 2002, y Echado a perder, 2007), premiada y publicada por algunas de las principales colecciones poéticas del país: Hiperión, Pre-Textos, Visor. Ha publicado la novela Vida de Pablo (Periférica).

Antonio J. Rodríguez (1987) es crítico literario, traductor y novelista. Suyos son los libros Exhumación (Alpha Decay, 2010) y Fresy cool (Mondadori, 2012). Desde 2007 la red le ha conocido como Ibrahím Berlín.

Jimina Sabadú (Madrid, 1981), licenciada en Comunicación Audiovisual, estudió cine en Nueva York. Ha escrito la novela Celacanto (XVI Premio Lengua de Trapo). Desde 2001 colabora regularmente en el fanzine Mondo Brutto. Ha trabajado en cine como guionista (La máquina de bailar), en prensa (La Razón, Fotogramas), en radio (No Somos Nadie, La Ventana del Verano, Radioshock) y en televisión (La2, DocuTVE, Canal+, Paramount Comedy). Mantiene, junto a Jordi Costa, el videoblog Otaku&Carcamal, en Fotogramas.es.

Fernando San Basilio (Madrid, 1970) estudió filología hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid y periodismo en la Escuela de Periodismo de El País. Su última novela es El joven vendedor y el estilo de vida fluido (Impedimenta, 2012). En 2006 publicó Curso de Librería en Caballo de Troya y en 2010 apareció su segundo libro, titulado Mi gran novela sobre La Vaguada (Caballo de Troya). Además de en Madrid, ha vivido en Palma de Mallorca y en Sevilla. Ha ejercido como periodista, ha corregido textos literarios, ha impartido clases de español para extranjeros y ha sido vendedor en librerías grandes y pequeñas.