INTRODUCCIÓN
La creciente literatura destinada a la investigación del estrés y del riesgo de la catástrofe ecológica que parece cernirse sobre nosotros ilustra con suma elocuencia los aspectos personales y colectivos respectivamente del lado oscuro de la ética laboral norteamericana.
Todos conocemos a alguien que ha sacrificado su vida por el trabajo. Sea cual sea su ocupación el adicto al trabajo derrama su sangre en aras de una empresa incierta (la jubilación o el futuro de sus hijos), un sueño (la contribución al bienestar colectivo) o la simple incapacidad de vivir de otra manera. Pero en cualquiera de los casos no es dueño de su destino ni se halla motivado por el proceso creativo sino que está poseído por una especie de yo demoníaco.
Hoy en día se considera que la obsesión por el trabajo constituye una adicción tan compulsiva como el juego o la sobrealimentación. Hay casos en los que la misma estructura de la empresa y sus directivos contribuye a fomentar este sombrío panorama. Por su parte, el exceso de trabajo, las cuotas de venta irreales y los martinis contribuyen a aumentar la distancia existente entre el estilo de vida de los distintos estamentos laborales norteamericanos.
El precio que hay que pagar por esta situación es muy elevado ya que el adicto padece el deterioro físico y emocional que acompaña a una vida unidimensional, los familiares sufren la ausencia de su esposo o de su padre y las empresas se ven obligadas a renovar periódicamente sus cuadros directivos cada siete años. Douglas LaBier, autor de Modern Madness, los denomina los trabajadores heridos, «personas sanas sometida a condiciones emocionales que, si bien pueden fomentar el proceso productivo resultan, en cambio, sumamente perjudiciales para el espíritu». Según LaBier, el éxito personal del trabajador herido depende de su adaptación a la personalidad colectiva de la empresa y del consiguiente destierro al olvido de aquellas otras cualidades que no se ajustan a la imagen de la organización. Debemos recordar que las empresas también cuentan con una persona (con un rostro agradable para presentar ante el mundo, determinado por su objetivo manifiesto) y que, por consiguiente, también poseen una faceta oculta y sombría (bajos salarios, limitada tolerancia a la autocrítica, conflictos internos, una política exterior que suele tener consecuencias ecológicas desastrosas, falta de honestidad con sus clientes, etcétera).
El trabajo nos obliga a afrontar dolorosos conflictos de valores. A veces nos vemos obligados a transgredir determinados principios, en otras tenemos que controlar a los demás, hacer caso omiso de sus necesidades personales, contar mentiras piadosas y vendernos, en fin, de miles de maneras diferentes. Hay un chiste de abogados —que bien pudiera aplicarse a cualquier otra profesión— que ilustra perfectamente esta situación: un abogado que aspira a ser el Número Uno se encuentra con el diablo, quien le ofrece todo el dinero y el poder del mundo a cambio de su alma, a lo cual nuestro personaje responde: «De acuerdo, pero ¿cuál es el precio que tengo que pagar por ello?».
Los ambientes tensos nos obligan a establecer compromisos que tienen un enorme coste personal. El éxito conduce a la inflación del ego mientras que el fracaso conduce a la más humillante de las frustraciones. Como ocurre con el millonario Donald Trump, en un momento determinado podemos sentirnos volando por las nubes para encontrarnos, al instante siguiente, hundidos en lo más profundo.
Cada actividad favorece el desarrollo de ciertas habilidades y aptitudes mientras que deja otras en la sombra.
Si cultivamos la ambición y la competencia extravertida, por ejemplo —como ocurre en el caso de los hombres de negocios, los políticos o los empresarios— nuestra introversión se verá relegada a la sombra. En tal caso, ignoraremos cómo crecer sin llamar la atención, cómo enriquecernos con la soledad y cómo desarrollar los recursos ocultos que se hallan en nuestro interior. Si, por el contrario, desarrollamos una personalidad volcada hacia la esfera privada —como ocurre con los escritores y los artistas en general— correremos el riesgo de relegar nuestra ambición y nuestro orgullo a la oscuridad de la sombra. De ese modo, estaremos expuestos a la posibilidad de que esos rasgos puedan emerger súbitamente a la luz del día como si se tratara de un fantasma que sale del cuarto oscuro. Todos nosotros habremos leído alguna que otra historia relativa a un hombre de negocios de apariencia intachable que fue cogido con las manos en la masa en un asunto turbio de blanqueo de dinero o evasión de impuestos, una situación que puede deberse paradójicamente a la incapacidad de mirar a la sombra cara a cara.
De la misma manera que la sombra puede tomar posesión de nuestra personalidad y provocar un giro de ciento ochenta grados en nuestra vida también puede hacer lo mismo con un grupo de personas o con una empresa. Así pues, los valores conservadores y materialistas de la generación que padeció la Gran Depresión dieron lugar al movimiento contracultural de la década de los sesenta y a su renuncia al conformismo y al materialismo que convirtió en héroes de la sombra a aquellos que vivían a contracorriente y ha terminado conduciendo —como vemos hoy en día a nuestro alrededor— a un resurgimiento del materialismo.
El péndulo parece dirigirse actualmente en otra dirección. Del mismo modo que el burnout individual constituye una expresión de la sombra personal, la sombra de nuestra cultura se manifiesta con toda su crudeza en el exterminio de especies y ha adquirido la magnitud de una catástrofe ecológica de tales dimensiones que ya no nos queda más remedio que tomar conciencia de los aspectos oscuros que están ligados al crecimiento económico ilimitado y al progreso tecnológico descontrolado.
En The End of Nature, Bill McKibben señala que hemos dejado de ser los dueños de nuestra tecnología:
Mientras sigamos arrastrados por el deseo ilimitado de progreso material las cosas se nos escaparán de las manos y no habrá modo de ponerle límites. En esas condiciones es muy improbable que desarrollemos la ingeniería genética para erradicar la enfermedad y luego no pretendamos utilizarla para la fabricación de pollos perfectos.
Bruce Shackleton, psicólogo y consejero empresarial, abre esta sección analizando el encuentro personal y colectivo con la sombra en nuestro lugar de trabajo y examina la forma en que la relación existente entre la sombra personal y la sombra colectiva posibilitan o dificultan el rendimiento laboral.
En el capítulo 17, John R. O’Neill, empresario y consejero empresarial y presidente de la California School of Professional Psychology, expone las conclusiones a las que arriba en su libro, de próxima publicación, The Dark Side of Succes. En este artículo O’Neill nos ofrece las claves fundamentales para alcanzar un desarrollo sano sin perder de vista los aspectos ocultos de nuestra sombra.
A continuación, Marsha Sinetar explora —en un extracto de Do What You Love, The Money Will Follow— la forma en que las carencias y los problemas personales aparecen en nuestro trabajo y la manera de aprovecharlos para enriquecer nuestra vida y hacerla más creativa.
Chellis Glendinning cierra esta sección con un capítulo titulado «When Technology Wounds» (un resumen de su libro del mismo título) en el que cuestiona la idea de progreso como desarrollo tecnológico desbocado y nos ilustra sus posibles peligros con algunos relatos de personas aquejadas por enfermedades causadas por la tecnología (los ordenadores, las luces fluorescentes, las píldoras de control de la natalidad, el amianto y los pesticidas, por ejemplo).
Pareciera, pues, como si nuestros logros personales y colectivos tuvieran una faceta oscura y tenebrosa y que el progreso ilimitado y descontrolado deja el caos a su paso.