CLARK ASHTON SMITH
LA ISLA QUE FALTABA EN LOS MAPAS
The Uncharted Isle
Algo raro sucedía con aquella isla; pero Mark Irwin no podía descifrar qué era.
No sabía por cuánto tiempo había estado a la deriva en la barca. Ahora recuerdo que pasaron varios días con sus noches. Sin embargo, para mí apenas eran algo más que sucesivos espacios de luz y de oscuridad. Luego vino una fantasmal eternidad de delirio y un tiempo indeterminado en el que olvidé todo. El agua de mar que tragué involuntariamente ha de haberme reanimado. Al volver en mí estaba tirado en el fondo de la barca, con la cabeza un poco más alta que el cuerpo y recostado a la popa. En la boca sentía un fuerte sabor a salmuera. Jadeaba. La garganta se me oprimía por los grandes tragos que sin duda había bebido. La barca se movía violentamente y cada vez penetraba más agua en su interior.
De pronto pude oír el ruido de las olas que rompen contra la orilla. No parecía provenir de muy lejos. Traté de sentarme, lo cual conseguí tras ímprobos esfuerzos. Mis pensamientos y sensaciones estaban en desorden, de modo que encontré grandes dificultades en obrar sensatamente. Lo que más me atenazaba era la sed extrema, e hubiese dicho que por mi boca corría una línea de palpitante fuego. Además me sentía completamente mareado. Todo mi cuerpo estaba como flojo y vacío… Me resultaba difícil comprender lo sucedido. Tanto que ni siquiera me sorprendía el hecho de hallarme solo en el bote. Pero aun para mis atontados sentidos, el ruido de aquellas olas al romper significaba una advertencia. Un peligro acechaba, de modo que, sentándome, quise echar mano a los remos.
Pero no estaban en el bote. De todos modos, en el estado en que me encontraba, no era probable que me hubiesen servido de mucho. Miré en torno y pude apreciar que la embarcación era empujada por la corriente en dirección a la orilla que se veía entre dos elevaciones de roca, que la espuma del mar al romper ocultaba a medias. Un acantilado rocoso y escarpado se elevaba cerca de mí. Tuve la fortuna de que, al acercarse la barca, aquél pareció abrirse milagrosamente, revelando la presencia de un estrecho pasaje que a su vez llevaba a una especie de lago sobre el cual no tardé en navegar sin riesgo alguno: las aguas estaban allí tan quietas como si de un espejo se tratara. El tránsito de una mar encrespada al reino del silencio protegido y recoleto no fue menos sorprendente que el cambio de escenario frecuente en los sueños.
La laguna era larga y angosta, rodeada de orillas bajas y planas, cubiertas por una frondosa vegetación tropical. Abundaban las palmas de hoja pequeña parecida a la del helecho, variedad botánica que yo nunca había visto hasta entonces, y las palmeras tiesas y gigantescas. Las hierbas eran de hojas anchas y tan altas como el árbol tierno. Aun en las condiciones en que me hallaba, aquella vegetación me causó estupor. Pero sólo momentáneo. Mientras la barca se dirigía a la ribera arenosa más próxima, lo que más ocupaba mis pensamientos era una ordenación, así fuese sumaria, de mis recuerdos, tarea que me proporcionó más problemas de lo que pudiera creerse.
Cierto que aún persistía el mareo. El agua de mar que había bebido no pudo sino agravar tal sensación. No obstante, era indudable que a ella debía el hecho de hallarme aún con vida.
Recordaba, naturalmente, llamarme Mark Irwin, primer marinero del buque de carga Auckland, que hacia e viaje entre El Callao y Wellington. No olvidaba tampoco la noche en que el capitán Melville me había despertad a empellones, haciéndome caer de la litera donde me encontraba sumido en el más profundo de los sueños. El barco se incendiaba. Pude rememorar el estruendo causado por las llamas devoradoras y el humo que nos cegaba mientras tratábamos de salir al puente. Allí pudimos constatar que el carguero estaba perdido: el fuego ya había alcanzado los depósitos de petróleo que formaban parte de su flete. Echamos al agua los botes salvavidas, a la luz de las altas llamas. Media tripulación quedó atrapada en el castillo de popa, ya casi calcinado. Los demás tuvimos que contentarnos con salvar la vida de inmediato. Durante varios días remamos en medio de un mar en calma, sin llegar a ver nunca otro barco que nos recogiera; y cuando pasábamos penurias sin cuento, se desató una gran tempestad que hizo zozobrar nuestros botes. Dos de ellos se fueron a pique. Sólo se salvó uno, en el que íbamos el capitán Melville, el segundo marinero, el contramaestre y yo. Lo demás no lo recordaba muy bien. Acaso en medio de la tormenta, alguno o algunos se ahogaran; tal vez durante las jornadas de delirio, algún otro se arrojara al agua… No recordaba detalles. Todo me parecía ahora irreal y remoto; algo que hubiera sucedido a otra persona y no a mí, que me dirigía en aquellos momentos hacia la playa, cruzando un sereno lago. Me sentía adormilado y como ausente. Ni siquiera la sed me torturaba tanto como cuando despertara poco antes.
La embarcación se detuvo en arenas finas y sedosas cuando aún me resultaba inexplicable mi aventura y, por consiguiente, no acertaba a saber dónde había ido yo a parar. Lo único que positivamente sabía era que nos hallábamos en medio del océano Pacífico, al sudoeste de la isla de Pascua, al declararse el fuego en el buque. Por aquella zona no hay otra isla que la llamada de Pascua. Y naturalmente, el lugar donde me encontraba no podía ser dicha isla. ¿Dónde estaba, pues? Comprendí sorprendido que había ido a parar en algún islote que no se encontraba en los mapas ni en las cartas geológicas. Tendría que ser una isla. De eso no me cabía duda. Pero no podía afirmar nada más y, desde luego, resultaba imposible decir si estaba habitada o no. De momento, la única vida aparente tenía formas de mariposas, pájaros de plumaje extraño y peces no menos raros que se podían vislumbrar gracias a la transparencia del agua. Aparte de eso, estaba, como ya he indicado, la vida de una vegetación lujuriante.
Abandoné el bote, sintiéndome aún muy mareado, a pesar del cálido sol que se precipitaba sobre el lugar como una inmóvil e infinita catarata. Mi primer objetivo era dar con alguna fuente de agua dulce, de modo que me interné entre las palmas de hojas extrañas, tratando de abrirme paso entre las innumerables plantas rastreras entre las cuales, debido a mi agotamiento, quedaban enredados a veces mis pies. Si no caí fue porque me bastaba extender la mano para asirme a las hojas de los tupidos árboles. No tuve que dar más que veinte o treinta pasos, sin embargo, para hallar un arroyuelo que brotaba, quebrándose en mil reflejos, de entre unas piedras bajas, para extenderse por una extensión más ancha, donde se reflejaban hierbas de diez pulgadas de altura y grandes flores parecidas a las anémonas. El agua era fría y sabrosa. Bebí cuanta quise, sintiendo que la bendición de su frescura reavivaba mis resecos tejidos.
Luego me puse a indagar con el fin de ver si podía conseguir algún alimento. Junto al arroyo di con un matorral cargado de drupas de color anaranjado, cuyo aspecto me era desconocido; pero no por ello parecían menos apetecibles, de modo que resolví correr el riesgo. Al abrirlas apareció una pulpa azucarada. Apenas comencé a probar el fruto, sentí que las fuerzas me volvían. Mi mente recuperaba la lucidez a pasos agigantados y pude notar que me volvía casi por entero la vitalidad.
Regresé al bote y extraje de él toda el agua de mar, tras lo cual lo arrastré por la arena lo más lejos posible de la orilla. Quería asegurarme de que dispondría de él si llegaba a necesitarlo nuevamente. No pude llevarlo muy lejos, no obstante, porque mis fuerzas estaban por debajo de las exigencias de la tarea. Resolví, pues, ante el temor de que la marea lo arrastrase lejos, cortar algunos tallos de las curiosas plantas que por allí abundaban y entretejer con ellos una cuerda, con la cual amarré la embarcación al tronco de la palma más cercana. Me felicite de llevar aún conmigo mi cuchillo.
Entonces, por primera vez, pude pasar revista a la situación en que me encontraba con ojo analítico. Así percibí muchos objetos y circunstancias que no había advertido cuando la urgencia por sobrevivir pasaba delante de cualquier otra consideración. Una maraña de insólitas impresiones se agolpaba en mi cabeza, algunas de las cuales no podían llegar a ella por los conductos normales de los sentidos. Para comenzar, vi con mayor claridad lo inesperado de las formas que allí asumían las plantas. Las palmas con hojas de helecho, el césped alto y poblado y la especie de los matorrales, los tallos y las ramas frondosas presentaban un aspecto grosero y arcaico. Se hubiese dicho que estaba en medio de un paisaje perteneciente a edades remotas, como debió ser el del perdido litoral acuático de Mu. Nada allí me recordaba siquiera a lo que yo había visto en Australia o Nueva Guinea, donde se hallan reservas de la flora primigenia. Aquí la vegetación resultaba claramente vinculada a una oscura y prehistórica antigüedad. Esta impresión se hacía aún más intensa por obra del imponente silencio que me rodeaba; un silencio propio de edades muertas y de cosas que han sucumbido a los embates del olvido. Sentí que algo muy extraño rodeaba aquella isla, aunque no podía comprender cabalmente toda su peculiaridad.
Aparte de la rareza de la vegetación noté que el propio sol tenía un aspecto intrigante. Se hallaba demasiado alto. Tanto, que no encajaba con ninguna latitud a la cual yo hubiese podido razonablemente llegar tras varios días a la deriva. Sin embargo el cielo era extraordinariamente luminoso, poblado de una cegadora incandescencia. Una magia quieta parecía reinar en el aire: ni las hojas ni el agua se movían en absoluto. Todo el paisaje parecía suspendido ante mí, como una inverosímil visión sobrenatural; como algo propio de un mundo ajeno al tiempo y al espacio humanos. De acuerdo con los mapas, aquella isla no existía… Se me hacía cada vez más intensa la impresión de que algo muy extraño se encerraba allí. Sentí la perplejidad de quien se viera de pronto en un planeta desconocido. También me parecía hallarme separado de mi vida anterior, de todo cuanto antes me resultara familiar, por espacios inconmensurables. Pensé que, como la propia isla, estaba perdido para siempre. Esta reflexión me infundió tal pánico que sentí paralizarse mi cuerpo.
En mi afán por sobreponerme me puse a andar por la orilla del lago, con pasos rápidos y febriles. Creí del caso explorar la isla. Tal vez luego estuviera en condiciones de hallar la clave del misterio.
La costa era serpenteante. Empero, al cabo de cierto tiempo pude alcanzar el límite de la laguna. A partir de allí, el terreno se elevaba hasta alcanzar la altura de un acantilado cubierto de tupidos árboles que pertenecían a la misma especie de los que ya viera. Sólo que ahora se veía alguna que otra araucaria de largas hojas. La cumbre de aquella elevación era aparentemente la altura máxima de la isla, de modo que resolví escalarla: lo conseguí tras media hora de difícil caminar entre helechos y matorrales antiquísimos.
Desde la cima y apartando un poco las ramas de los árboles que todo lo cubrían, pude contemplar un panorama tan increíble como inesperado. ¡Ante mí tenía la otra ribera de la isla y a todo lo largo de un puerto cerrado pude ver los techos de piedra y las torres de una ciudad! Aun a la distancia a que me hallaba, resultaba claro que la arquitectura era absolutamente distinta a todo cuanto yo conociera. Pero desde allí no podía distinguir si aquello era un conjunto de ruinas abandonadas o un caserío habitado por seres vivos. Divisé luego que en el puerto se hallaban anclados unos cuantos navíos de forma tan extraña como todo lo anterior. Sus grandes velas anaranjadas brillaban al sol.
Me sentía presa de gran excitación pues como mucho (en caso de descubrir que la isla estaba habitada) pensaba hallar unas chozas de salvajes. ¡En cambio allá abajo, un conjunto de edificios mostraban a las claras un alto índice de civilización! Cómo eran y quién los había construido, representaban preguntas sin respuesta. Por lo mismo me puse a descender con dirección al puerto. Mi humana ansiedad se teñía de sorpresa y estupefacción. Parecía haber seres humanos en la isla. Tal idea hizo que el horror que al principio se aliara a mi asombro cediera de momento.
Al aproximarme a las casas aprecié lo extrañas que eran. No era sólo la apariencia exterior, aunque no me sentía capacitado para vincular su estilo a ninguno conocido; era la impresión general lo que más extrañeza provocaba. Estaban construidas con una piedra de cuyo color exacto no guardo memoria. No era marrón, ni rojo ni gris, sino una sutil mezcla de todos esos colores. Recuerdo muy bien, en cambio, que las casas eran bajas y cuadradas y que cada una contaba con una torre, también cuadrada. Un clima de remotísima antigüedad emanaba de todo aquello, tan tangible como un olor. Creí comprender de inmediato que eran tan antiguas como las groseras y elementales plantas. Como éstas, parecían pertenecer a un mundo olvidado hacía ya muchísimos años.
Luego vi a las gentes. No necesité acudir a mis conocimientos étnicos. Me bastaba la razón para sentirme completamente azorado. Entre los edificios podía ver a grupos de seres que sin excepción parecían hallarse atareadísimos. No pude comprender al principio lo que estaban haciendo. Sólo que no descansaban ni por un momento. Algunos examinaban cuidadosamente el cielo y luego se ponían a observar con no menor intensidad unos papeles o papiros que llevaban enrollados. Otros se agrupaban sobre una plataforma de piedra, cerca de un inmenso aparato de forma circular.
Vestían largas túnicas de color. Algunas eran amarillentas como el ámbar; otras azules o rosadas, aunque las palabras no describen adecuadamente el matiz. El corte no se parecía al de ningún ropaje usado en la historia.
Seguí acercándome a ellos y pude notar que el tipo humano era mongoloide. Los rostros eran chatos y aplanados; los ojos, oblicuos. Sin embargo no era posible atribuirles un parentesco definido con ningún tipo racial que haya existido en la Tierra durante millones de años, como tampoco el lenguaje, líquido, con muchas vocales, que hablaban en voz baja, tenía que ver con ningún otro de que se tuviera conocimiento.
Ninguno de ellos pareció percatarse de mi presencia. Cuando me dirigí a un grupo de tres que hablaban animadamente mientras consultaban un rollo que habían extendido previamente ante ellos, no me contestaron, limitándose a inclinarse aún más sobre el papel. Ni siquiera cuando extendí la mano para tocar a uno en la manga, nadie se dignó dirigirme la mirada. Muy sorprendido miré atentamente sus caras para notar la expresión de extrema concentración y casi maniática intensidad que en ellas aparecía. Se hubiese dicho hombres de ciencia dementes, absortos en el estudio de algún problema insoluble. Los ojos de los tres estaban fijos en el rollo desplegado y parecían despedir fuego mientras de sus labios escapaban murmullos que sin duda querían ser muestra de febril inquietud. Dirigí mis ojos al problema que tan preocupados les tenía para advertir que se trataba de un mapa que, a juzgar por lo descolorido del papel y lo desvaído de su tinta, parecía pertenecer a épocas pretéritas. Los continentes, mares e islas que allí aparecían no eran los propios del mundo conocido y las inscripciones estaban en un idioma heteróclito, cuyos signos parecían pertenecer a un alfabeto perdido. Un gran continente parecía dominar todo el resto. Una pequeña isla situada cerca de su ribera meridional apenas se veía; sin embargo, continuamente señalaban los tres seres con sus índices aquella isla, complementando a menudo el gesto con una mirada hacia el vacío horizonte, como si trataran de recuperar una desvanecida frontera. Tuve la impresión de que aquellos seres se hallaban allí tan perdidos como yo mismo; que también ellos se encontraban irremisiblemente desorientados ante una situación que carecía de posibilidades de ser comprendida.
Seguí hasta llegar a la plataforma de piedra, la cual se levantaba en medio de un espacio abierto entre las casas periféricas. Estaba a unos diez pies de altura y para llegar allí era preciso subir un breve tramo de escaleras. Así lo hice y me acerqué a un grupo que se apiñaba en torno al extraño aparato circular. Pero todos adoptaron la misma actitud de los anteriores, demostrando hallarse igualmente absortos en la dilucidación de algún problema apasionante y vital. Algunos hacían girar una gran esfera del aparato mientras otros consultaban variados mapas geográficos y celestiales. Gracias a mis conocimientos marítimos comprendí que ciertos individuos medían la altura del sol sirviéndose de un astrolabio o artefacto parecido. Todos tenían la misma expresión perpleja de hombres de ciencia enfrascados en el estudio.
Viendo que todos mis esfuerzos por atraer la atención de ellos eran inútiles, descendí las escaleras y me puse a vagar por las calles que llevaban al puerto. Lo extraño e inexplicable de todo cuanto veía superaba ampliamente toda mi capacidad de comprensión. Más y más advertí que me estaba alienando de toda experiencia o conjetura racional para penetrar en una especie de limbo que nada tenía de terrenal y que estaba presidido por la confusión y la falta de racionalidad. Me internaba, al parecer, en un cul-de-sac, metido a su vez dentro de una dimensión ultraterrestre. Todos aquellos seres estaban claramente perdidos y perplejos. Bastaba verlos para comprender que tanto como yo, tenían conciencia de que algo muy extraño estaba sucediendo a la geografía y acaso también a la cronología de la isla en que se hallaban.
Pasé el resto del día vagabundeando por allí. En ningún caso me encontré con alguien que me manifestara el menor interés en mi persona. Ni siquiera pude advertir curiosidad en nadie. En consecuencia nadie me pudo brindar apoyo de ninguna clase que calmara la constante y creciente confusión de mi espíritu. Por doquier veía hombres y también mujeres que, a pesar de no tener en general los cabellos blancos y la tez arrugada, me parecían viejísimos y pertenecientes a eras situadas más allá de todo posible cómputo. Todos seguían intensamente preocupados, febrilmente absortos y constantemente inclinados sobre sus rollos de papel que desplegaban con gestos meticulosos. En raros casos escrutaban libros y a menudo todos dirigían la mirada al mar y al cielo, como ávidos por hallar algún error que figurara en los cálculos de todos.
De vez en cuando era posible dar con algún rostro terso que mostraba señales de juventud. En cambio no vi más que un solo niño entre muchas personas maduras. Inútil será decir que el rostro del pequeño no mostraba menos desasosiego que el de los mayores. Si alguno de ellos comía, bebía o desplegaba cualquier menester de los normales en la vida, es algo que no podría asegurar: nunca vi a nadie entregado a nada de ello. Me parecía como si esta gente hubiese vivido de este modo, obsesionada con el mismo problema, a lo largo de un período de tiempo que hubiese sido prácticamente eterno en cualquier mundo que no fuese el de ellos.
Llegué a un edificio cuyas puertas estaban entreabiertas. El interior parecía hallarse sumido en completa penumbra. Al observarlo de más cerca creí comprender que se trataba de un templo, porque más allá de la estancia desierta y el aire cargado de humo rancio y de nubecillas de incienso, refulgían los ojos rasgados de una siniestra y monstruosa imagen que parecía mirarme. Era una escultura hecha de piedra o madera. Tenía largos brazos de gorila y sus rasgos parecían pertenecer a una maligna raza subhumana. Por lo poco que pude distinguir entre las tinieblas, no parecía muy agradable de contemplar.
Dejando el templo, continué con mi paseo por la extraña ciudad. Así llegué al borde del mar, donde los navíos de velas anaranjadas estaban amurados al dique de piedra. Eran cinco o seis y parecían pequeñas galeras con una hilera de remos a cada costado y mascarones de metal que representaban sin duda dioses antiguos. Estaban increíblemente gastados por el oleaje de infinitos años. Sus velas eran, más que tales, grandes colgajos inertes. Como todo en la isla, los barcos llevaban la innegable marca de una inmemorial antigüedad. Hasta podía creerse que aquellas proas habían surcado en su día mares míticos para anclar en los muelles de Lemuria.
Volví a la ciudad, tratando nuevamente de entrar en relación con alguno de sus habitantes. Pero, como antes, todo fue en vano. Entretanto, el sol declinaba en el horizonte y no tardó en desaparecer. Las estrellas pronto lo suplantaron, poniéndose a brillar en un cielo que parecía de terciopelo púrpura. Eran grandes, muy brillantes y no menos numerosas. Las estudié con todo el saber que puede poseer un viejo marino, sin llegar a distinguir aquellas constelaciones, aunque de vez en cuando pensara discernir en algún grupo de astros la distorsión o prolongamiento de grupos conocidos. Todo volvía a ser raro y carente por completo de explicación racional. Mi cerebro parecía hallarse cada vez más desordenado y confuso cuando se trataba de orientarme. Esta sensación se tornaba casi dolorosa cuando consideraba que los demás se encontraban en parecido problema.
No sé decir por cuánto tiempo estuve en aquella isla. El tiempo no tenía en ella un sentido preciso o, de ser así, yo no estaba en condiciones de apreciarlo. Todo era tan imposible e irreal… tan alucinatorio, absurdo e intrigante, que a menudo pensaba haber recaído en el delirio y que sin duda me encontraba aún tendido en el fondo de la barca. Después de todo, aquélla era la explicación más lógica; y no dudo que quienes lean mi historia se nieguen a admitir otra. Me afiliaría a esta tesis, de no ser por algunos pormenores estrictamente materiales, no divagatorios…
El modo en que se desarrolló mi vida en la isla no está del todo claro en mis recuerdos. Sé que dormí al aire libre en las afueras de la ciudad y también que comí y bebí mientras aquella gente seguía con sus desesperados cálculos. En algunas ocasiones penetré en sus casas y me preparé la comida; y un par de veces, si me acuerdo bien, dormí en cama sin que nadie me reprochara nada ni me obligara a marchar. Nada en el universo me parecía ser capaz de arrancarles a su obsesión ni de hacer que reparasen en mí, de modo que terminé por no intentar nada más en tal sentido. A medida que el tiempo transcurría se me antojaba que yo mismo me iba haciendo más irreal y tan incierto y desprovisto de sustancia como el trato que estaba recibiendo parecía indicar.
No obstante, aun sumido en el asombro, me puse a pensar si no sería posible abandonar la isla. Tenía mi embarcación amarrada en el otro extremo de la isla, pero carecía de remos. Seguí pensando en la eventualidad y, ya dispuesto a poner en práctica el proyecto, comencé con los preparativos.
A plena luz del día y ante los propios ojos de aquella gente, cogí dos remos de una de las naves que se levantaban en el muelle y me dirigí hacia la laguna cruzando el acantilado, en busca del lugar donde había escondido el bote. Eran remos muy pesados: la parte más ancha se abría en abanico y la de la empuñadura estaba recubierta de metal con unas inscripciones. De una de las casas había tomado dos jarras de barro cocido y decoradas con motivos bárbaros. Mi plan era llenarlas con agua del arroyuelo donde, poco después de arribar, había saciado mi sed. De ese modo me pondría a salvo de la sed mientras durara mi viaje. También había hecho provisión de alimentos.
Me costó tomar la decisión de abandonar la extraña ciudad. El enigma que lo rodeaba todo había hecho impresión en mi mente, paralizando en cierto modo los resortes del pensamiento. Por lo demás pensaba razonablemente que aquellos seres debieron intentar innumerables veces escapar en sus galeras. Que habían fracasado resultaba claro. Esas reflexiones fueron postergando mi marcha. Parecía un hombre que sufre una ridícula y absurda pesadilla.
Hasta que una noche, cuando las distorsionadas estrellas no estaban a la vista, comprendí que se preparaban acontecimientos desusados. Las gentes ya no conversaban animadamente en grupos ni miraban rollos o libros, sino que se dirigían apresuradamente al templo. Las seguí y me quedé atisbando en la puerta.
El lugar estaba alumbrado con antorchas, que arrojaban demoníacas sombras sobre los seres y sobre el ídolo ante el cual todos se postraban. Se olía el perfume del incienso y se escuchaba el canto de los asistentes. El sonido del lenguaje que empleaban, atiborrado de vocales y ya familiar para mí, pobló la atmósfera del recinto. Todos parecían invocar a la aterradora imagen con brazos de gorila y rostro medio humano, medio animal. ¿Qué pedían? No me resultaba difícil adivinarlo. Las voces fueron bajando de tono hasta confundirse en un murmullo doliente. El humo de los incensarios fue disminuyendo y el único niño que yo había visto en la comunidad fue empujado hacia un espacio vacío, situado entre el ídolo y sus fieles.
Yo pensaba, naturalmente, que la imagen fuera de madera o de piedra; pero ahora, asaltado por el terror y el asombro, me dije que estaba equivocado, pues los oblicuos ojos se abrieron, despidiendo un rápido fulgor al posarse sobre el pequeño y los brazos, rematados por garras filosas como cuchillos, se levantaron y extendieron hacia adelante. Unos colmillos enormes en forma de arco surgieron de la sonriente boca del monstruo y su cabeza se inclinó. El niño estaba inmóvil, como un pájaro hipnotizado por la serpiente que se dispone a devorarlo. El silencio era sepulcral. Nadie en aquella multitud parecía esbozar siquiera un gesto.
No recuerdo ahora qué sucedió realmente. Cada vez que intento rememorar la escena, una nube de horror y de sombra se apodera de mi cerebro. Debí abandonar templo y huir a través de la isla en medio de la noche. Pero no sé bien si lo hice. Lo que sí puedo recordar es que poco después estaba remando, sentado en mi bote, que se dirigía al mar abierto dejando la laguna. Una vez en el océano traté de localizar mi posición en el distorsionado firmamento, con sus constelaciones disparatadas.
Pasaron muchos días y noches durante los cuales me sucedió a menudo no hacer ningún progreso porque la mar estaba completamente en calma. A menudo esto sucedía bajo el cielo resplandeciente. Otras veces, bajo las estrellas dispuestas absurdamente en las alturas. Días y noches terminaron por ser una eternidad torturante por su monotonía. Mis provisiones se acabaron y también el agua que llevaba en las dos jarras. Hambre, sed y una fiebre que me hacía delirar, sumiéndome en abismos de alucinación, fueron todo lo que conocí.
Una noche cobré lucidez durante un rato. Sin moverme, dirigí al cielo los ojos para encontrarme con que las estrellas estaban en su lugar. Di gracias a Dios al distinguir la Cruz del Sur antes de recaer en el delirio.
Cuando recobré los sentidos estaba tendido en la litera de un camarote y el médico de a bordo se inclinaba sobre mí. Todos fueron muy bondadosos conmigo; pero, al contarles lo que me había sucedido, sonreían piadosamente. Después de algunos intentos comprendí que sería mejor callar. Sentían gran curiosidad por averiguar el origen de mis dos remos con mangos metálicos cubiertos de inscripciones y también por saber de dónde había yo sacado aquellas dos jarras pintadas que encontraran a mi lado en el bote. No obstante, al explicarles la aventura ligada a esos objetos, nadie quiso creerme. Con toda franqueza, algunos llegaron a decirme que mi historia era inverosímil. Ni aquella isla ni aquel pueblo podían existir según ellos. La razón era muy simple: faltaban en todos los mapas acreditados y no había etnólogo ni antropólogo que hablaran de pueblos como el que yo describía.
A menudo yo mismo llego a poner en entredicho la verdad de mi relato, puesto que abundan en él las circunstancias que no puedo probar. ¿Habrá sido aquélla una zona del océano Pacífico que se extendería más allá del espacio y el tiempo? ¿Un limbo oceánico dentro del cual, por obra de algún desconocido cataclismo, surgió aquella isla, proveniente de eras remotas, para volver a hundirse como Lemuria bajo el embate de una ola gigantesca? Pero de ser así, ¿en virtud de qué abrogación de la ley dimensional pude yo llegar a la isla, vivir en ella y marcharme? Son fenómenos que se encuentran más allá de toda especulación. Pero me sucede a menudo que al soñar se presenten ante mí aquellas estrellas desconocidas y situadas en posiciones imposibles. Entonces vuelvo a compartir la confusión y el miedo de un pueblo perdido que escruta eternamente sus cartas y mapas inútiles, mientras trata de medir la altura de un sol que se ha desviado en su carrera.