La tentación llegó, por correo, en el momento oportuno.

Hacía algo más de seis meses que Alfonso se había separado de su novia, Clara, tras una relación que había durado cerca de cuatro años, y su libido, adormecida por la tristeza y, ¿para qué negado?, el frío del invierno, llevaba unas semanas dando innegables señales de vida. Se acercaba el verano y las calles de la ciudad estaban llenas de mujeres. Mirara donde mirara, Alfonso sólo veía pechos saltando bajo leves camisetas y nalgas apretadas por pantalones muy ceñidos. Un día que entró en un bar para refrescarse del calor exterior y, sobre todo, interior, descubrió que el remedio podía ser peor que la enfermedad: ¿no se daban cuenta esas dos chicas que tomaban horchata en la barra de que les asomaba por encima de sus tejanos bajos de talla la raja del culo?

La tentación que llegó, por correo, en el momento oportuno consistía en el folleto de un hotel en la costa andaluza, ideal, según el redactor del texto, para pasar unas estupendas vacaciones en contacto permanente con la naturaleza. Se trataba de un hotel nudista, según se podía apreciar en las fotos que ilustraban el folleto. A Alfonso la faceta saludable del nudismo nunca le había interesado lo más mínimo: familias progresistas en pelotas, gordas sin depilar, viejos gotosos con los huevos a la altura de las rodillas… No, a Alfonso lo único que le interesaba del nudismo era precisamente eso, estar en bolas rodeado de otras personas, preferentemente mujeres, en situaciones propicias a la excitación sexual. El nudismo sin sexo se lo dejaba a los vegetarianos y a los nazis. A él lo que le gustaba era ver culos, tetas y coños. Y que las propietarias de esos culos, esas tetas y esos coños le miraran la polla sin disimulo y con cara de que les encantaría chuparla.

Leyó atentamente el folleto para averiguar a qué tipo de hotel nudista pertenecía el lugar. Si era de los que se llenan de familias numerosas y de gordas con el hilo del tampax asomando por el coño ya se podían olvidar de él. Observó con interés las fotos y no vio ni viejos ni gordos, aunque también podía tratarse de una estratagema empresarial: por mucho nudismo que le eches, ¿a quién vas a engañar con la foto de una pareja de carcamales tomando el sol mientras sus nietos, entre grandes risotadas, se mean mutuamente en la boca? No, en las fotos sólo salían tipos sonrientes de su edad y atractivas mujeres menores de treinta años. Una imagen del chiringuito playero con los taburetes ocupados por rebosantes culos femeninos le gustó especialmente.

También le pareció una buena señal que el texto hiciera referencia a conceptos tales como «vacaciones románticas», «lugar ideal para parejas», «posibilidad de hacer nuevas amistades» o «la única regla es divertirse». Pero lo que le acabó de decidir a pasar sus vacaciones en tan benéfico establecimiento fue la frase «donde quien llega solo no lo está mucho tiempo». La leyó varias veces mientras imaginaba un plantel de mujeres desnudas pugnando por su rabo, que, por cierto, pugnaba a su vez por salírsele de los calzoncillos.

Sin pensarlo más, descolgó el teléfono e hizo una reserva para las dos últimas semanas del mes de julio. Acto seguido, se bajó los pantalones y se masturbó mirando el folleto, concentrándose especialmente en la foto de una muchacha de hermosos pechos que sonreía a la cámara mientras sostenía en la mano una de esas ridículas copas de cóctel de las que asoma una sombrillita: el hecho de que su semen se estrellara contra la boca de la chica le pareció un augurio inmejorable.

Llegó al hotel en un coche alquilado y enseguida le gustó. En vez de un infame rascacielos, se encontró con una serie de bonitos bungalows (cada uno con su pequeño porche en el que sentarse a beber una cerveza mientras se asiste al inevitable desfile de tetas y culos). En recepción, los clientes desnudos contrastaban con los empleados vestidos correctamente. Camareros de esmoquin servían copas en una barra a bañistas despelotados con la toalla al hombro. La chica que le entregó la llave le informó de que era costumbre vestirse para cenar, lo cual le pareció muy bien: Alfonso, que, como ya hemos dicho, sólo sentía interés por la parte sexual del nudismo, era un hombre que concedía mucha importancia a la indumentaria. En su círculo de amistades, el mal gusto en el vestir se consideraba una lacra importantísima… Vaya, hombre, de repente le venía a la cabeza Clara, su exnovia. Lo guapa que era, lo elegante de su vestuario, el comentario que hizo la madre de Alfonso cuando se separaron: «Hacíais una pareja tan bonita»… Era cierto. Mientras caminaba hacia su bungalow se proyectaba en su cerebro uno de los momentos álgidos de su unión: cuando acudieron a la boda de sus amigos Gonzalo y Sara y, para profundo berrinche de éstos, cosecharon más miradas admirativas que sus anfitriones. Ese día, pensaba Alfonso, estábamos realmente atractivos: ella, con su vestido de Lydia Delgado y aquellos zapatos carísimos de Manolo Blahnik; yo, con mi traje de lino de Hugo Boss de color crudo y mi corbata dorada del llorado Franco Moschino…

Dejarse vencer por la nostalgia no iba a llevarle a ninguna parte. No había llegado hasta aquí para lamentar lo que había perdido, sino para disfrutar de lo que podía encontrar. Como decía Spencer Johnson, el autor de ¿Quién se ha llevado mi queso?, libro con el que Alfonso intentó superar las desgracias de su separación, «cuanto antes te olvides del queso viejo, antes aprenderás a disfrutar del queso nuevo».

Así que borró de su mente los recuerdos de Clara mientras tomaba posesión de su bungalow. Tras guardar su ropa en el armario, se desnudó y, con una toalla al hombro, procedió a estudiar las instalaciones. La verdad es que acabó enseguida, pues todo consistía en los citados bungalows, un restaurante al aire libre y una piscina. Era mejor fijarse en la gente y comprobar que no le hubieran dado gato por liebre y el sitio estuviera lleno de carcamales vegetarianos, vacaburras convencidas del poder curativo del ajo y niños metiéndose zanahorias por el culo.

No, no le habían engañado. La gente con la que se cruzaba era mayoritariamente joven y, dato estimulante, las mujeres sonreían mucho. Lamentablemente, por lo que pudo observar en la piscina, casi todas estaban emparejadas, con lo que en los taburetes del chiringuito que había visto en el folleto Alfonso encontró un exceso de peludos traseros masculinos. Enseguida se imaginó dos semanas de soledad absoluta, de nostalgia por el pasado, de sensación permanente de estar haciendo el ridículo, de excitaciones diurnas que sólo conducirían a tristes masturbaciones nocturnas… Resultaba evidente que ésa no era la manera de iniciar sus vacaciones, así que se tomó un gin tonic en la barra del chiringuito, para animarse, y luego se fue a la playa.

Las cosas no mejoraron. Durante tres días, Alfonso no paró de ver mujeres que le gustaban pero que estaban acompañadas. Tres días de desayunos solitarios entre montones de parejas tan desnudas como felices. Tres días tomando el sol y bañándose sin disfrutar ni de una cosa ni de la otra. Tres días tomando copas en el chiringuito, iniciando conversaciones con mujeres solas que se interrumpían a la que aparecía un tipo que miraba mal a Alfonso por darle bola a su novia mientras él estaba meando. Tres días de cenas a solas en el bungalow porque no tenía ánimos para ponerse el traje de Hugo Boss de color crudo y desplazarse a un comedor repleto de parejas dichosas…

Las cosas cambiaron cuando estaba a punto de tirar la toalla (nunca mejor dicho, pues era lo único que podía tirar, al pasarse el día en pelotas), dar por terminadas sus vacaciones y volverse a Barcelona. Fue en su cuarto día de estancia en el complejo nudista, a la una del mediodía, mientras la resaca le mantenía inmovilizado sobre la arena y ni se tomaba la molestia de contemplar los cuerpos desnudos que se agitaban a su alrededor.

—¿Tienes fuego? —preguntó una voz femenina.

Alfonso se incorporó y vio un rostro levemente conocido. Pertenecía a una mujer morena, pequeñita y redonda sin estar gorda en la que se había fijado hacía un par de días… hasta observar que, como casi todas, estaba acompañada por un hombre de esos que te miran mal a la que te sorprenden clavando la vista en lo que consideran su posesión.

—No fumo —respondió, lamentando en ese momento no tener ese vicio.

—Ya lo sabía. Sólo era para iniciar una conversación. ¿Sabes que eres el responsable de que me haya cabreado con mi novio y se haya largado dejándome aquí sola el resto de las vacaciones?

—¿Se puede saber qué he hecho?

—Bueno, las cosas no iban muy bien. Y entonces a ti se te puso dura la polla.

—¿Perdón?

—Que estábamos discutiendo y tú estabas aquí al lado, medio dormido, sin darte cuenta de que tenías la polla tiesa. Yo me la quedé mirando y mi novio se dio cuenta. Para cabrearle le dije que la tenías muy bonita y se acabó lo que se daba.

—¿Sólo lo dijiste para cabrearle?

—La verdad es que la tienes muy bonita.

—Puestos a ser sinceros, te diré que yo también me había fijado en ti. Tienes un culo precioso. Lo pude comprobar un día que estabas agachada buscando no sé qué en el bolso. Se te veían perfectamente los dos agujeros, entreabierto el de delante, sonrosadito el de atrás. Y me entraron unas ganas tremendas de clavártela en ambos, por turnos.

—Se te está poniendo gorda.

—Siempre me pasa cuando digo guarradas. Si me meto en el agua se me pasará.

—¿Y para qué quieres que se te pase? Ya que has acabado con mi noviazgo, lo menos que podrías hacer es follarme, ¿no?

—Tienes más razón que un santo.

Se levantaron, se echaron la toalla al hombro y, cogidos de la mano, caminaron hasta el bungalow de Alfonso. Una pareja de gordos de mediana edad les miró muy mal, probablemente porque la erección de Alfonso no remitía.

—Mucha envidia es lo que hay —dijo Laura, pues ése era el nombre de la mujer que, por fin, había aparecido para dotar de lógica las vacaciones de nuestro hombre.

Pasaron los tres días siguientes dedicados al sexo, actividad que sólo interrumpían para pedir algo de comer y de beber al servicio de habitaciones o para acercarse a la playa o a la piscina a darse un chapuzón. Para gran alegría de Alfonso, Laura practicaba unas felaciones fantásticas cuya voracidad confería especial verosimilitud a la expresión «comer la polla». En vez de ir directa al grano, Laura se entretenía lamiendo las ingles y los cojones de Alfonso, metiéndoselos en la boca, primero uno, luego el otro, deslizando la lengua por el perineo hasta insertarla cosa de un centímetro en el ojete de su amante. Su manera de lamer, con la punta de la lengua, el orificio del pene, enternecía especialmente a nuestro nudista accidental. Por no hablar de cómo inflaba los carrillos cuando tenía la boca llena de semen, que a Alfonso le recordaba a la mascota de un quitamanchas de su infancia, o cómo se echaba a reír dejando que el esperma le resbalara por las comisura s y se deslizara hasta sus pechos…

—Demasiado whisky durante los últimos días —fue su diagnóstico la tarde que conoció a Alfonso—. A ver si llevamos una alimentación más saludable, colega…

Alfonso no podía creer la suerte que había tenido. Su viaje estaba obteniendo los resultados apetecidos y, además, Laura no sólo era una estupenda compañera de cama, sino que tenía un gran sentido del humor, una conversación fluida y agradable y una actitud general ante la existencia que a Alfonso se le antojaba ejemplar.

Empezaba a pensar que tal vez Laura era algo más que un polvo de verano cuando el destino, en forma textil, se coló en su idílica existencia enturbiándola profundamente. Todo empezó la noche en que decidieron cenar en el comedor como el resto de los huéspedes del hotel. Zampar en la cama tenía su gracia, pues a Alfonso le encantaba comerse la mousse de chocolate untada en las tetas de Laura y a Laura le gustaba mucho cubrir con yogur de fresa la polla de Alfonso, pero tampoco era cuestión de convertir el sexo en una rutina, ¿no es cierto?

Así pues, jugaron a concertar una cita y quedaron en verse en el comedor a la hora de la cena.

Alfonso se puso una camisa de lino de color azul celeste de Ralph Lauren que le gustaba especialmente y unos pantalones blancos de Calvin Klein y acudió de un humor inmejorable a la cita. Lamentablemente, lo que vio le causó una tristeza rayana en el desasosiego. Y es que Laura llevaba una ropa que nuestro hombre no dudó en calificar mentalmente de imposible: esa camiseta rosa con el estampado de un tigre de purpurina, esos pantalones acampanados de color verde loro, esas sandalias doradas con tacón de aguja… La mujer que tanto le gustaba desnuda ofrecía vestida un aspecto a medio camino entre furcia y travestí. El maquillaje exagerado y el repugnante osito de plata, marca Tous, que colgaba de su cuello, no contribuían precisamente al buen gusto general de la propuesta.

—Estás muy callado —le dijo Laura mientras cenaban—. ¿Te ocurre algo?

—No, qué va…, —disimulaba Alfonso—. Igual es que estoy un poco cansado de tanto sol, tanta agua y tanto folleteo…

—Pues esta noche no te libras de clavármela —sonrió Laura mientras mordía sugerentemente un rabanito de la ensalada—. Hoy me apetece por el culo…

—Qué bien… —dijo Alfonso mientras notaba cómo su miembro viril se iba empequeñeciendo.

¿Tendría razón Unamuno cuando dijo que a los catalanes les pierde la estética?, se preguntaba Alfonso mientras caminaba abrazado a Laura en dirección a su bungalow. Tal vez sí, se dijo, pues a la que Laura estuvo desnuda de nuevo su rabo siguió el proceso reglamentario y la sesión de sexo de esa noche fue tan satisfactoria como las anteriores.

De todas maneras, poco antes de dormirse, mientras Laura roncaba suavemente junto a él, Alfonso intuyó que el vestuario de su amante iba a traerle problemas.

Lo pudo comprobar a diario durante los días que restaban de su estancia en la colonia nudista. La camiseta del tigre y los pantalones acampanados resultaron ser un prodigio de discreción comparados con lo que vino luego: mallas de estampado felino, camisas transparentes, zapatos de plataforma (un par de ellos, con agua en el tacón y un pez de plástico flotando), pendientes en forma de piezas de sushi, pestañas postizas con purpurina, unos colores de lápiz labial y laca de uñas que hacían daño a la vista…

Laura también vivía en Barcelona y Alfonso, hasta que la vio vestida, se relamía con la perspectiva de tener una novia nueva tan simpática y folladora como ella. Pero ahora, mientras se acercaba el final de sus vacaciones, veía que nunca tendría el valor de pasearse con ella por su ciudad ni de, ¿adónde iríamos a parar?, presentársela a sus amigos: esa pandilla de profesionales de buena familia, en la que había varias fashion victims, les crucificaría a ambos.

Clara era más presentable socialmente, pensaba Alfonso, pero la verdad es que Laura la chupa mejor y se deja dar por el culo que es un contento. ¿Tan difícil sería que la pobre tuviera mejor gusto a la hora de vestirse? Y es que es poco probable que acepte el cargo de esclava sexual y se pase los días encerrada en casa, en pelotas, esperando que yo aparezca para darme gusto…

Con gran dolor de su corazón, esta víctima de la estética se despidió de su nueva amante tras darle un número de teléfono falso. Era lo mejor. Todo había estado muy bien, pero era preferible considerar la experiencia como un delirio veraniego que no podía tener continuidad en el mundo real. Había que rendirse a la evidencia: la pobre Laura era impresentable. En unas semanas se olvidaría de ella y volvería a su apacible vida cotidiana, en la que las mujeres no llevaban peces de plástico en las plataformas de los zapatos ni mallas con estampado leopardesco…

A cambio del buen gusto vestimentario, todo había que reconocerlo, solían mostrarse renuentes al sexo anal y a la ingesta de semen. Y el sentido del humor, del que Laura andaba sobrada, tampoco era precisamente moneda de cambio en el universo elegante y estirado en el que se movía nuestro hombre. ¿Serían estas contradicciones las que le hacían llorar como una magdalena en el taxi que le conducía a su apartamento en la zona alta de Barcelona? Bah, pamplinas: en un par de semanas se habría olvidado de esa guarra.

Dos meses después, Alfonso seguía sin poder quitarse de la cabeza a Laura. De repente, las cenas con sus amigos habían dejado de divertirle. Su vida de diseño se le antojaba súbitamente desprovista de diversión, alegría y estímulos de ningún tipo. Es más, estaba empezando a cogerles manía a sus conocidos. Antes, les miraba y alababa mentalmente su nueva corbata de Versace o ese reloj Jaeger-LeCoultre tan elegante. Ahora, estaba convencido de que todo era un disfraz tras el que se escondían pervertidos como él, adictos a la felación, la sodomía, la lluvia dorada y, tal vez, la coprofagia, que se sentían superiores a los demás porque cubrían sus cuerpos viles con ricas telas y carísimas joyas.

Un par de aburridísimas cenas con dos mujeres conocidas en sendas fiestas acabaron por despertar en él, de forma dolorosa, la nostalgia por los días vividos con Laura en la colonia nudista. Y es que esa mujer, ahora lo veía claro, ¡por fin!, merecía la pena. ¿Qué más daba cómo vistiera o que no quedara bien en el entorno que él se había construido? ¡Si ese entorno cada día le daba más grima! Vamos a ver: ¿pasaría algo por no volver a ver a sus estirados amigos o a esas dos pelmazas que no pillaban un chiste y que le habían amargado las onerosas cenas que él había generosamente sufragado?

Nada. No pasaría nada.

Para una vez que encontraba a una mujer que valía la pena, lo echaba todo a rodar por un osito Tous y un maquillaje algo exagerado. En la distancia, incluso, el vestuario de Laura empezaba a hacérsele tolerable. Siendo constructivo, la verdad es que había que reconocer que esas mallas con estampado felino esculpían su trasero de forma perfecta. Ese trasero…, esos dos insuperables quesos de bola, uno junto al otro, que tanto le gustaba acariciar, besar, lamer, morder…

Decididamente, había que salir del armario estético en el que se había encerrado y aspirar a un nuevo tipo de vida… Pobre Laura, la imaginaba llamando al número falso que le dio y echándose a llorar por su traición… Había que hacer algo: llamarla, pedirle perdón, pretextar una terrible enfermedad que le había mantenido postrado en el lecho durante semanas… O aún mejor, mantener que le había dado el teléfono bueno y que ella lo había apuntado mal, hacerse el enfadado, asegurar que era él quien se había sentido traicionado al no recibir una llamada suya…

¡Dios, qué ganas tenía de follar con Laura! Mientras marcaba su número de teléfono, se veía a sí mismo en la cama con ella, visitando sus tres orificios naturales en el mismo polvo, empezando por la boca, siguiendo por el coño y rematando la faena llenándole el culo de semen…

Pero cuando oyó la voz al otro extremo del hilo telefónico, supo que él no había sido el único en considerar la historia del club nudista como una simple aventura veraniega y que, tal vez, su elegancia en el vestir no era de alcance universal, pues en mundos distintos al suyo los tigres de purpurina, los ositos Tous Y los peces de plataforma eran considerados, quizás, el colmo del buen gusto:

—Pizzeria Figaro Foie, ¿dígame?

Barcelona, marzo de 2002