Trabajé en el Proyecto Americano durante cinco años antes de enterarme de qué se trataba. Esto puede resultar muy normal en cualquier hombre de la calle, que es, calificándole muy benignamente, un personaje poco observador; pero en un periodista ducho, como a mí se me consideraba, denota una falta lamentable de las cualidades requeridas para ser un experto profesional.
Menciono este detalle para probar que el Proyecto Americano era realmente secreto. A su lado, el Proyecto Manhattan venía a ser algo así como la Voz de América, lo cual no es una mala comparación, porque en ambos se había infiltrado aproximadamente el mismo número de agentes comunistas.
Ustedes comprenderán hasta qué punto era secreto cuando les diga que ni siquiera el Pentágono estaba enterado del Proyecto Americano. Algún tipo inteligente había llegado a la acertada conclusión de que donde hay uniformes, hay espías, de modo que se mantuvo alejados a los uniformes, los cuales incluso desconocían la existencia del proyecto, aunque éste ponía a punto el arma definitiva, el arma más potente del mundo. Naturalmente, ahora todos conocen ya el éxito enorme que alcanzó en la práctica.
A principios de 1962, fui a tomar algo a un bar con un antiguo condiscípulo, Jack Lindstrom. La Universidad nos había separado; mientras yo me iniciaba en el periodismo, Jack se había especializado en antropología, convirtiéndose, una vez graduado, en auténtica lumbrera del mundo académico.
Un día, apareció en mi oficina y me anunció que acababa de llegar de un remoto rincón del Matto Grosso. ¿Por qué no íbamos a beber algo juntos para recordar los viejos tiempos? Proponer a un periodista agotado que vaya a beber algo es como invitar a un ratón a comer queso, así que al poco rato nos encontrábamos en un tranquilo bar, intercambiando, ante un par de cervezas, mentiras sobre los buenos tiempos universitarios.
Jack me habló un poco del trabajo que había estado realizando en Brasil. Tomé nota mental de su informe porque se me antojó un buen artículo para el suplemento dominical, siempre que lograse prescindir de los detalles importantes y retener las trivialidades.
Después de una hora de conversación me dijo que iba a unirse a un equipo de investigación que aplicaría, técnicas antropológicas al actual escenario americano. Parecía entusiasmarle la idea, que calificó como el proyecto más importante de la antropología moderna.
—Vamos a hacer la disección del americano moderno y averiguar sus motivaciones —dijo—. Todavía no se ha hecho a escala nacional.
—¿Qué hay de Middletown?
—Eso no cuenta —respondió—. Fue sólo el estudio de una ciudad y hecho por un pequeño grupo. Ahora vamos a estudiar la totalidad del país. Cientos de personas trabajaremos en ello.
—¿De dónde saldrá el dinero?
—La mayoría de las grandes fundaciones contribuirán, y creo que también el tío Sam. Como comprenderás, esto es importante para el Gobierno; cuando obtengamos los resultados, éste dispondrá por fin de una norma segura para su política.
—¿Cuánto tiempo crees que tardaréis en hacer este trabajo? —le pregunté.
Jack se encogió de hombros.
—Diez años, quince, veinte; ¿quién puede saberlo tratándose de una cosa como ésta?
—Lo miras desde un punto de vista cósmico —comenté con sequedad.
Pidió otro par de cervezas, y entonces dijo:
—¿Por qué no te unes a nosotros?
Me quedé mirándole fijamente.
—Oye, Jack —repuse—, me parece que te has hecho un lío. Yo soy Johnny Murphy, el periodista. ¿Qué diablos crees que sé de antropología?
—¿Qué antropólogo sabe tanto de periodismo como tú? —preguntó a su vez—. Este asunto no es sólo para gente como yo; estamos reclutando hombres de todos los medios de comunicación social: radio, televisión, prensa. A todos los que moldean la opinión desde Madison Avenue hasta la Gaceta de Oshkosh. No basta con antropólogos. Necesitamos, además, informadores experimentados y reporteros. Nos hacen falta hombres como tú.
Tomó un gran sorbo de cerveza.
—Por otra parte, tengo la impresión de que empiezas a cansarte del periodismo.
Eso era cierto. Como todos los periodistas, yo abrigaba el secreto deseo de escribir una novela. Tenía la convicción de que si trabajaba en serio podía escribir mejor que Hemmingway, y sabía que el periodismo no contribuye a mejorar el estilo de un escritor. Para escribir una novela tendría que abandonar mi empleo. Jack dijo:
—Y la paga es buena; probablemente mejor que la que te dan en los periódicos.
Un argumento convincente. Mi resistencia se debilitaba por momentos.
—¿Qué tendría que hacer?
Apoyó los codos sobre la mesa.
—Ante todo, formarías parte de un servicio de información. Nos conviene más tener una plantilla de hombres informados que recurrir a personas ajenas a la organización cada vez que necesitemos la respuesta a una pregunta. Si entraras ahora, probablemente serías jefe de la sección de periodismo; tu reputación es garantía suficiente.
»Te interrogaríamos sobre el mundillo de la prensa, sus funciones y métodos. Si hubiera algo que no supieras, saldrías a enterarte. Estamos convencidos de que un ex periodista tiene más contactos y mayores posibilidades de conseguir información de sus antiguos colegas que un antropólogo.
—Según parece, alguien ha debido estudiar a fondo este plan —comenté yo.
Jack sonrió.
—Ya te he dicho que es un asunto importante —repitió—. Si te unes a nosotros ahora, creo que puedo garantizarte el puesto de jefe de departamento con un grupo de hombres a tus órdenes.
Reflexioné un buen rato y luego dije:
—Muy bien, hablaré con el encargado de personal. Pero pongo una condición: Antes de entrar en vuestra organización me gustaría escribir un artículo sobre ella. Si es tan importante como dices, es posible que me den una bonita prima de despedida por ser el primero en darla a conocer.
—Concedido —asintió en seguida Jack—. No tenemos ningún secreto.
Entonces yo no lo sabía, pero acababa de ser reclutado para el supersecreto Proyecto Americano.
Entré en la organización con gran facilidad. Ignoro si fue a causa de la propaganda que me hizo Jack, o por mi propio renombre. Fuera como fuese, todo marchó sobre ruedas. Me nombraron jefe de la sección de periodismo, y dediqué el primer año principalmente a problemas de organización, preparando los cimientos de tan importante proyecto.
Hay un verso que dice: «No para una sola era, sino para siempre.» Esta frase describía perfectamente a la organización. Era IMPORTANTE, y todos trabajaban a un ritmo mesurado y regular que daba la impresión de ser lento, pero que era eficiente, aunque los resultados finales no se llegasen a conocer hasta después de muchos años, quizá hasta la generación siguiente. Nadie lo sabía, porque era la primera vez que se intentaba una cosa de esta envergadura.
En realidad yo nunca me acostumbré a aquel trabajo. Era periodista, y estaba habituado a seguir hasta el final. El trabajo de la víspera quedaba terminado (no hay nada tan terminado como las noticias del día anterior), y el trabajo de hoy no servía para mañana. La transitoriedad es la esencia de la vida del periodista, lo cual es una de las razones que hacen imposible escribir una novela. Encontraba difícil ajustarme a aquel ritmo nuevo y mirar más allá de la mañana del día siguiente.
Los hombres que dirigían aquello sabían indudablemente lo que hacían. A los seis meses nos trasladamos a nuestro cuartel general en Nueva York, un gran rascacielos del conocido estilo piramidal azteca. Incluso mi propia oficina era lujosa: un escritorio gigantesco, una alfombra turca, paredes forradas y más aparatos de los que hubiera podido soñar. Después de instalar un bar que quedaba oculto, me encontré a gusto y dispuesto a empezar.
Primero sentí verdadera lástima por los pobres chicos de la oficina del periódico, dándole sin parar a las viejas máquinas desvencijadas en la ruidosa y atiborrada redacción, pero, al cabo de poco tiempo, aquel silencio me puso nervioso, y mandé trasladar a mi oficina el escritorio de mi secretaria; con ella en un rincón me sentí mejor, menos solo.
Cuando la organización, empezó a funcionar, ya no tuve tiempo de sentirme solo ni de pasar tantas horas en mi lujosa oficina.
Viajé, viajé por todas partes. Tal como Jack me dijo, después de que me exprimiesen el cerebro, fui enviado primero a San Francisco para organizar la oficina del área del Pacífico, y después a Chicago, a Nueva Orleans y a una docena más de ciudades.
Contesté a muchas preguntas (algunas de ellas endiabladamente difíciles), recluté a mucha gente, volví a contestar a más preguntas, organicé otra sucursal, formé muchas plantillas sobre la marcha, contesté más preguntas, fallé algunas respuestas, recorrí autopistas y carreteras para encontrar esas respuestas… y los años fueron pasando.
Vi muy pocas veces a Jack Lindstrom, pero en ocasiones nuestros caminos se cruzaban y entonces pasábamos una velada juntos e intercambiábamos noticias de la organización. Un día me topé con él en Columbus, Ohio, y fuimos a cenar. En aquel entonces yo estaba interesado en ciertos curiosos aspectos de mi trabajo, y quería encontrar algunas respuestas para mí, en lugar de obtenerlas para otra gente.
Mientras comíamos, le pregunté:
—¿Cuántas personas crees que trabajan actualmente para la organización, Jack?
—Deben de ser muchas —dijo, encogiéndose de hombros.
—Lo supongo —asentí—. Es extraño, ¿verdad?
—¿Qué hay de extraño en ello? Es un trabajo importante.
—Sí, es un trabajo importante; pero, ¿para qué sirve?
—Sabes perfectamente para qué sirve —repuso Jack—. Es la investigación más grande en su género de todos los tiempos. Estamos amasando grandes cantidades de datos utilísimos.
Los ojos le brillaban. Era el típico científico que no ve más allá de los datos que tiene bajo la nariz.
—Me pregunto cuántos miles de millones estará costando —dije.
—¿Miles de millones? —repitió, vacilante, Jack—. No lo creo…, bueno…, quizá…
—Escucha, Jack —le pedí, recalcando mis palabras—. Mi propio sueldo no es pequeño, y tengo a más de doscientas personas trabajando en mi departamento, y sé cuánto les pagan. Luego vienen las otras secciones de medios informativos: radio, televisión, etc. No son tan importantes como la mía, pero también cuentan. Además están todos los otros departamentos, dedicados a recopilar toda clase de maldita información, desde una evaluación de la deuda nacional hasta el producto de la venta de palomitas de maíz del martes pasado en los vestíbulos de los teatros.
»Y por encima de todo esto, los cerebros que analizan y estudian los datos obtenidos. Tal es en conjunto la plantilla de empleados…, personas como tú y yo. Además están los subalternos: todos los secretarios, taquígrafos, personal de la limpieza, porteros, botones. ¡Ah!, y añade los ingenieros electrónicos que evitan las indigestiones de las computadoras…, y obtendrás la bonita suma de toda una población. Yo he calculado que no baja de las veinticinco mil almas.
—¿Tantos?
—Probablemente más —repuse con firmeza—. Y es imposible mantener a tanta gente en una organización no rentable sin engullir un gran bocado del dinero de los contribuyentes.
—Creo haberte dicho que el tío Sam está metido en esto —replicó Jack.
—Ya —asentí—. Pero sucede algo extraño. Este proyecto no es secreto. Yo mismo escribí acerca de él antes de entrar en la organización, y sin embargo, todo se lleva con el mayor misterio. La gente sabe que existe, pero ignora su extensión. Para el público, se trata de un proyecto más cuya finalidad no conoce. Ya sabes cómo piensa el hombre de la calle: «Sí, todo esto es muy interesante, pero, ¿para qué diablos sirve?»
Blandí el cuchillo frente al rostro de Jack.
—Conozco a un par de congresistas que, si se enterasen de la cantidad de dinero que el Gobierno invierte en esto, gritarían hasta derrumbar la cúpula del Capitolio. Es un tema perfecto para ganar votos.
—Yo en tu lugar no se lo diría —murmuró Jack con suavidad.
—¿Por qué habría de decírselo? —repliqué—. Es mi sinecura. Pero si alguna vez he visto malgastar tiempo y dólares, es aquí. Naturalmente, como me gano la vida con él, no debo preocuparme. No obstante, me gustaría saber qué finalidad tiene.
Jack abrió la boca para hablar, pero yo le detuve con un gesto.
—No me largues ahora el cuento de que estamos ayudando al Gobierno a llevar mejor el país. Ningún Gobierno se gastaría miles de millones para aprender a gobernar mejor. Y, ¿por qué habría de hacerlo ahora que está convencido de que actúa a la perfección? Y lo que es más, puede probarlo. Los electores lo dijeron en las urnas, y los electores nunca, nunca se equivocan. Demonios, chico, me temo que no has conocido a ningún político con experiencia.
—En fin, esperemos que el Gobierno sepa lo que hace —respondió Jack, un tanto nervioso—. Yo, de ti, no me preocuparía más. Limítate a seguir trabajando y a embolsarte tu generosa paga.
—De acuerdo —asentí—; ya sé que tengo un empleo permanente.
Llegué a la conclusión de que Jack no tenía un puesto tan alto en la organización como había supuesto en un principio. No había logrado sacarle ninguna información, así que cambié de tema y empecé a hablar de otras cosas.
Me equivocaba en esta apreciación sobre Jack, porque dos días después de nuestra infructuosa conversación fui reclamado por la oficina de Nueva York y obligado a pasar por la maroma.
El nombre que figuraba en aquella puerta era el de J. L. Haggerty, que resultó ser un hombre alto, de rostro delgado, cabellos blancos y unos ojos que parecían los cañones de una escopeta. Hizo salir con un ademán a la secretaria que me había acompañado hasta su oficina, y dijo:
—Siéntese, señor Murphy.
Su voz era tan fría como su mirada. Colocó ambas manos sobre el escritorio y empezó:
—Tengo entendido que ha dedicado su tiempo libre a meditar sobre los fines de nuestra organización.
Nada pude replicar, pues aquello no fue una pregunta, sino una afirmación categórica. De no ser por el tono en que la hizo, habría pensado que era el exordio de una felicitación, o de un ascenso. Me limité a asentir. Sus ojos brillaron.
—Y lo que es peor, ha meditado en voz alta, en un lugar público, donde la gente podía oírle.
Abandoné definitivamente la idea de un ascenso. Esto no era un ascenso, era una reprimenda. La voz de Haggerty tenía un matiz desagradable. Con todo cuidado expliqué:
—No he hecho otra cosa que interrogarme a mí mismo sobre algunas cosas, en especial sobre el alcance de esta operación.
Haggerty hizo un gesto de asentimiento al tiempo que contemplaba una carpeta que tenía delante. Luego la abrió y dijo:
—Según parece, usted es un sabueso profesional: un buen reportero. Por suerte para usted, su historial es impecable, sin un solo desliz. Ninguna afiliación comunista, ningún contacto con sus compañeros de viaje…, ni siquiera ve las películas europeas.
Dirigí una mirada a la carpeta, y me asusté. Era una carpeta gruesa, que debía pesar sus buenos dos kilos. Si aquello era mi dossier, Haggerty sabía más cosas de mí que yo mismo. Empecé a sudar ligeramente.
Haggerty levantó la vista y clavó en mí su mirada, exactamente como un coleccionista clava una mariposa en una lámina de cartón.
—Debo decirle que de no ser así, de no estar usted libre de toda sospecha, si no hubiera hecho más que saludar a un hombre que conociera a otro hombre que hubiese leído Das Kapital, ordenaría que le matasen. Sería una gran carga para mi conciencia, pero lo haría.
Yo le creí. Bastaba ver aquellos ojos para creerle. Él carraspeó:
—Está usted de suerte, Murphy; no voy a hacerle matar. Por el contrario, voy a contárselo todo. Le voy a confiar el secreto. Tendrá que prestar un juramento de silencio, lo cual significa que si, a partir de ahora, abre otra vez la boca, le haré matar y sin remordimientos de conciencia. ¿Está claro?
No estaba claro, naturalmente, pues yo no tenía la menor idea de lo que me hablaba. Pero el significado básico sí se me apareció con toda nitidez: yo había hecho algo que no debía, aunque no sabía exactamente de qué se trataba. Había chocado contra el Servicio de Seguridad, y el asunto, fuera cual fuera, iba en serio. Yo estaba ardiendo; ahora sudaba copiosamente.
—Comprendo —dije.
—No comprende nada…, todavía —replicó Haggerty con frialdad. Apretó un botón y ordenó—: Diga al señor Lindstrom que venga a mi oficina. —Entonces me miró, sonriendo sardónicamente—. Supimos que empezaba a pensar en voz alta, y enviamos a Lindstrom para conocer exactamente sus pensamientos. Eran dinamita. ¿Sabe usted realmente por qué ha sido llamado a esta oficina?
Negué con la cabeza, sin pronunciar una palabra.
—Por una estúpida observación suya acerca de que conocía a un par de congresistas interesados en la economía. —Su voz se endureció—. El Congreso no sabe nada de esto, y tampoco el Senado. No hay más que cien personas en todo el país que sepan con exactitud la finalidad de este proyecto. No podíamos correr el riesgo de que usted hablara con personas capaces y deseosas de armar escándalo, y por está razón le confiaremos el secreto; para que sepa por qué ha de guardarlo. Es una cuestión de estar a favor o en contra…, y usted está a favor —terminó en tono tajante.
Sopesó el dossier, y lo dejó caer de golpe.
—Sé que usted es un americano patriota. Sé que puedo confiar en usted.
—A decir verdad —confesó—, ignoro de qué se trata; pero, sea lo que sea, puede confiar en mí.
Me dirigió una sonrisa ambigua, pero no respondió. En aquel momento entró Jack Lindstrom, y Haggerty dijo:
—Bueno, terminemos ya con este asunto. —Rebuscó entre los papeles de su escritorio y extrajo unos cuantos folios que me mostró—. Lea esto —me ordenó.
Dócilmente, procedí a su lectura. Parecía ser el juramento normal del Servicio de Seguridad, al que se añadía una complicada fraseología por la cual uno se comprometía a ceder las patentes al Gobierno en caso de inventar algo, todo lo cual se me antojó extremadamente rebuscado. Llegué hasta el final del legajo y levanté la vista.
—¿Lo ha leído? —interrogó Haggerty.
—Sí.
—Tengo que hacerle esta pregunta de modo legal: ¿Ha comprendido lo que ha leído?
—Sí.
Se rió como si ladrara.
—Es usted un embustero. Nadie sino un abogado podría entenderlo, y antes tendría que estudiarlo durante un par de días. Pero atengámonos a lo esencial. Si dice una sola palabra del proyecto a partir de ahora, es hombre muerto. ¿Comprendido?
Tragué saliva y asentí.
—Muy bien. Ahora firme, en cada una de las páginas.
Firmé todas las páginas; Haggerty y Jack también lo hicieron como testigos. Cuando terminamos, Haggerty dijo:
—Bien. Jack, lléveselo y enséñele todo.
De repente, parecía haberse cansado de mí. Jack preguntó:
—¿Todo? ¿Incluso el lugar que usted ya sabe?
—Todo —subrayó Haggerty—; es inútil andarse con rodeos. Además, siempre he creído que es buena política confiar en la prensa. Si uno se dedica a jugar a la pelota con ella, la prensa se la devuelve.
Me señalaba con la mano, pero hablaba como si yo no me hallara presente.
—Este hombre sigue siendo un periodista de vocación. Tal vez nos sea útil, cuando todo haya terminado, para explicar, con palabras de una sílaba, el asunto a la gente.
Y con esta frase nos despidió.
Una vez fuera, me volví hacia Jack y le dije:
—Ahora tendrás que explicarme de qué demonios se trata.
Me sonrió.
—Te has metido de un salto en el centro del mayor secreto desde el Proyecto Manhattan. Será precisa una explicación muy laboriosa.
—Muy bien. Vamos a mi oficina y hablemos.
—Imposible —repuso, moviendo la cabeza—. Ahora perteneces a la élite. Tu despacho ha sido trasladado al piso de arriba; ya hay otra persona ocupando tu lugar en el antiguo.
Entramos en una oficina vacía, y Jack dijo:
—Quédate aquí y no te muevas.
No me moví. A los pocos minutos, entró un hombre muy bajo con una «Leica» para sacarme unas fotografías. Le dejó hacer. Un cuarto de hora después, llegó otro hombre, éste muy fornido, para tomarme las huellas dactilares. Se las dejé tomar. Dos minutos más tarde, entró una bonita enfermera con una aguja hipodérmica. Quería una muestra de mi sangre. La consiguió.
Por fin, Jack volvió y me entregó un carnet con mi fotografía y un facsímil de mis huellas. Por lo visto, yo trabajaba para Electrónica Carson como miembro del personal de oficina. Era un oficial de segunda categoría.
Fui con Jack hasta el garaje y salimos en su coche. En cuanto empezamos a circular, insistí:
—Ahora dime de qué se trata.
Pero él contestó:
—Normalmente, un coche en marcha se considera seguro para una conversación privada. Este coche es revisado continuamente, pero aun así podría llevar oculto algún micrófono, de modo que no te diré nada hasta que lleguemos a nuestro destino.
—Pero, ¿adónde vamos?
Me dirigió una mirada que me hizo enmudecer.
Fuimos al aeropuerto y subimos a bordo de un avión que nos estaba esperando. Volamos durante mucho rato en dirección oeste, y al final aterrizamos en lo que parecía ser un aeropuerto particular. Allí nos estaba esperando un coche. Dejamos el aeropuerto y, después de media hora de atravesar campos y más campos, llegamos a Electrónica Carson. Lo supe porque lo anunciaba un gran letrero. Jack dijo:
—Electrónica Carson trabaja en proyectos clasificados para las Fuerzas Aéreas, y, por consiguiente, hay muchas reglas de seguridad. Disfruta de un ambiente inmejorable en cuanto se refiere a las relaciones de los jefes con los empleados, y sus instalaciones son magníficas. Tiene club, piscina, cine y muchas otras diversiones para que el personal se sienta contento y feliz. No hay nadie que desee marcharse de Electrónica Carson, pese a estar situada lejos de cualquier ciudad.
Llegamos ante una puerta que se abrió para damos paso y que se cerró tan pronto como hubimos entrado. Estábamos en un pequeño patio cerrado. Jack bajó del coche y yo le imité. Mientras cerraba la puerta, me dijo:
—Lo que te he dicho es, naturalmente, la versión oficial, por si alguien se interesa demasiado, aunque nadie lo ha hecho hasta el presente, que nosotros sepamos. Pero tampoco es completamente falsa. Electrónica Carson envía realmente gran cantidad de material a las Fuerzas Aéreas, sólo para que la versión resulte convincente.
Un hombre llegó hasta nosotros y Jack le entregó su carnet. Yo hice lo mismo. Entonces entramos por una puerta que conducía a un edificio de las oficinas. Jack me mostró una habitación del tamaño de una cabina telefónica.
—Aquí es donde colgarás tu sombrero y harás el trabajo que elijamos para ti…, si es que encontramos alguno. Va a ser un problema —comentó pensativo.
Comprendí la situación y me sentí muy incómodo. Yo era un peso muerto; un hombre que admitían en su seno sólo para mantenerle la boca cerrada. Pregunté con tono hostil:
—Y ahora, ¿puedo ser informado de lo que está sucediendo? ¿Qué tiene que ver la electrónica con la investigación antropológica? ¿Y por qué tanto misterio?
—Bueno, bueno —contestó—, aquí te enterarás de todo. Yo te daré una idea general, lo suficiente para que lo entiendas, y después tú irás llenando los huecos, preguntando al resto del personal. —Su expresión se animó—. ¡Vaya! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Puedes ser el historiador del Proyecto Americano.
—¿Proyecto Americano?
—La organización para la que has trabajado hasta ahora constituye la mitad del Proyecto Americano, la mitad que no podemos mantener en absoluto secreto. Esto es el resto; aquí todo es ya absolutamente secreto.
Yo suspiré. Jack sonrió y levantó los brazos.
—Está bien, voy a empezar, aunque es un poco complicado.
—Todo lo que quiero saber —insistí— es por qué un antropólogo se ve mezclado con la electrónica.
—Verás, yo fui uno de los promotores de este asunto. Varios de nosotros, cada uno en su propio campo científico, entrevimos las posibilidades. Tal es la razón de que me veas tan metido en esto. —Sonrió irónicamente—. Apuesto algo a que soy el único antropólogo que ha hecho méritos para quedarse sin empleo.
Observó mi expresión y se apresuró a continuar:
—Sucedió lo siguiente. ¿Por qué se inventó el aeroplano en 1903?
—Pues…, tal vez porque había llegado el momento propicio —contesté, parpadeando.
—Te has ganado un cigarrillo —aprobó Jack, contando con los dedos como si me diera puntos de premio—. No podía existir el aeroplano sin el motor de gasolina, que tuvo que inventarse antes. Había de ser un motor ligero, así que hacía falta el aluminio. La extracción del aluminio requiere mucha energía eléctrica, de modo que, sin una tecnología eléctrica, no podría haber aeroplanos.
»Lo que quiero decir es que cualquier adelanto específico es el resultado de una determinada cultura. Nada importaría que esa cultura se hallase, por ejemplo, en Marte o en Venus.
—¡Eh! ¿Hay acaso extraterrestres y viajes espaciales mezclados en esto?
—No exactamente —se rió—, aunque usaremos un satélite en el proyecto.
—Muchacho —exclamé—, ahora sí que me dejas estupefacto.
—Prosigo —dijo—. Ocurre que a veces, unas cuantas ciencias sin relación aparente tienen muchas cosas en común si las miras con perspectiva. Ya sucedió a principios de los años cuarenta con la cibernética, y ahora está sucediendo en el Proyecto Americano.
»Dentro del Proyecto Americano tiene cabida la electrónica, además de una buena dosis de psicología relacionada con la hipnosis, un mucho de neurología, toda la teoría espacial que podamos necesitar, y algo que da su carácter específico al proyecto: mis conocimientos de antropología.
»Al principio ocurrió que los neurólogos y los psicólogos se unieron para dilucidar el problema de la hipnosis y lo lograron. En el pasado había tantas teorías sobre la misma hipnosis como hipnotizadores; era un campo de investigación muy embrollado. Se sabía que la hipnosis es un proceso puramente mecánico (hay gente que ha sido hipnotizada por un disco de fonógrafo, por ejemplo), pero actualmente ya sabemos qué es en realidad.
—¿Qué es?
—No puedo explicártelo —me respondió—, porque yo tampoco lo sé, no es mi especialidad. Lo único que sé es que tiene algo que ver con la conductividad eléctrica de los centros nerviosos. Si se altera la conductividad de modo selectivo, y el sujeto piensa cosas diferentes, sus pensamientos discurrirán por canales distintos. Pero ten en cuenta que esto es una simplificación muy burda.
»Afortunadamente, este trabajo empezó a clasificarse desde el principio, porque formaba parte de un estudio destinado a combatir las técnicas comunistas del lavado de cerebro. Después ocurrió que uno de los neurólogos era aficionado a la electrónica (solía construir él mismo su maquinaria experimental), y logró inventar un aparato que podía alterar la conductividad eléctrica desde el exterior, mecánicamente y a distancia.
—¿Te refieres a un rayo, o algo así?
—Era más bien como un campo. Naturalmente, ahora ya no podía llamarse hipnosis, cuyas fronteras había traspasado ampliamente. Dicho campo nervioso, utilizado con eficiencia, altera el cerebro del sujeto permanentemente. Es decir, se conecta, se aplica según la norma deseada, y el proceso mental del sujeto se modifica a voluntad. Incluso cuando el campo queda desconectado, el sujeto no retorna a su mentalidad anterior.
Medité un momento sobre esto; después comenté:
—Parecéis estar en posesión de una superlavadora de cerebros.
Jack asintió.
—En efecto, sólo que no nos gusta la frase «lavar cerebros». La llamamos una máquina de reajuste, que es precisamente como la concibió Harrod, el tipo que la inventó. Su idea fue que podía servir de complemento al diván del psiquiatra y contribuir a la curación de la locura. Y es indudable que así será. Su utilidad en el campo de la psiquiatría es evidente.
Pensé en las decenas de miles de locos y en los millones de neuróticos que en el futuro podrían ser curados y reintegrados a la sociedad.
—El oficial de clasificación lo comprendió así —prosiguió Jack—; la máquina estuvo treinta y seis horas sin clasificar, y fue entonces cuando yo me enteré de su existencia. Hablé de ella con varias personas, y escribimos una carta urgente a cierto personaje muy importante. Pero hubo alguien que intuyó las implicaciones, y el invento quedó congelado.
Al observar la expresión de mi rostro, se apresuró a añadir:
—No te preocupes, no permanecerá congelado para siempre. Pero antes tenemos un trabajo muy importante que hacer, más importante que curar a los dementes.
—¿Puede haber algo más importante? —pregunté con desilusión.
—Unir a toda la humanidad —dijo Jack haciendo hincapié en sus palabras.
Yo le miré fijamente.
—¿Estás seguro de no ser tú también un candidato para este campo nervioso? —le pregunté.
—Todos somos candidatos —respondió con ecuanimidad—. Ahora escucha atentamente y te esbozaré todo el plan. El prototipo de la máquina de Harrod tenía varios defectos. Carecía de la energía suficiente y no podía ser dirigida. La hemos mejorado, pero aún sigue siendo un campo, y no un rayo. Esto no importa para el fin con que vamos a utilizarla; mejor dicho, es una ventaja.
Se rascó la barbilla.
—¿Sabes cuál es la causa de las guerras?
Este giro en la conversación me confundió. Respondí:
—¿Quién lo sabe? Siempre ha habido guerras, y nadie se ha tomado la molestia de averiguar por qué.
Jack sonrió.
—Los antropólogos nos hemos tomado esta molestia, pero casi todos los resultados obtenidos están enterrados en las revistas, donde los políticos no pueden verlos. Según nuestras conclusiones, la guerra es el resultado de un choque entre culturas. A diferentes culturas diferentes puntos de vista. Un grupo ve sólo el norte y el sur, otro, el este y el oeste. Resultado: incomprensión y violencia.
»De vez en cuando nos topamos con una comunidad aislada y sus elementos compenetrados, como los indios zuni. En este caso ni siquiera tienen una palabra para designar la guerra, o al menos no la tenían antes de que se la enseñáramos.
—Esta teoría no puede aplicarse a la guerra civil —dije yo.
—Eres muy sutil —asintió—, pero no es necesario que la diferencia sea muy grande para iniciar una guerra. Por ejemplo, la guerra entre los Estados americanos. Este país se dividía en dos culturas distintas: el Sur agrario y feudal y el Norte industrial y democrático. Las dos culturas no podían coexistir bajo el mismo Gobierno; una de las dos tenía que desaparecer. La violencia es el único medio que hasta ahora ha descubierto el hombre para decidir qué cultura ha de sobrevivir.
Se detuvo como para dejarme pensar, pero yo le urgí:
—Continúa. Estás llegando al grano.
—Esta máquina es la solución. Verás, concebí la idea de someter a tratamiento a toda la humanidad y darle la misma base mental, para una cultura común. Pero en estos momentos la humanidad no puede recibir este tratamiento de una vez, conjuntamente. No obstante, así es como ha de hacerse: todos al mismo tiempo. El único sistema consiste en fabricar una máquina muy potente, introducirla en un satélite y ponerlo en órbita. De este modo se podrá bañar todo el planeta en el campo nervioso durante el período de tiempo que se considere necesario, y a la vez.
Aspiré profundamente.
—¿Quieres decir que vais a imponer un modo de pensar idéntico a todos los habitantes de la Tierra?
—Sí.
Guardé silencio durante mucho rato. Aquello era excesivo para asimilarlo de repente. Por mi mente desfilaron un sinfín de pensamientos. Después de unos minutos pregunté:
—¿Qué clase de mentalidad impondréis?
—Esta cuestión fue causa de muchas discusiones entre los dirigentes. Se habló hasta la saciedad del tema del «hombre ideal». Se consultó a muchos filósofos sobre las cualidades que éste debía poseer, pero no lograron ponerse de acuerdo.
Jack movió la cabeza con desaliento.
—Cuando un filósofo dice algo, siempre hay dos que le contradicen. Fue un desastre. Todo el proyecto estuvo a punto de irse a pique.
—Me hago cargo —dije yo—. Sin diferencias de opinión, no habría carreras de caballos, ni debates políticos. ¿Qué sucedió después?
—Bueno, como el proyecto era idea mía, me endosaron la papeleta. Yo dije que debían atenerse solamente a la ciencia, a las cosas que podían ser medidas, y no a los ideales. Y así es como va a ser. Estamos confeccionando un programa de todo lo que constituye la esencia del hombre americano, que es el trabajo en el cual has contribuido tú hasta ahora. Cuando lo sepamos, sabremos qué mentalidad debemos imponer.
Oculté la cabeza entre las manos.
—Muchacho, ahora sí que no me queda nada por oír.
Aquel asunto era explosivo. No me extrañaba que fuera secreto y que Haggerty se diera tanta prisa en hacerme callar. Una sola palabra a destiempo, y la bomba H explotaría al cabo de una hora. Los rusos no se quedarían quietos, esperando tranquilamente a que les convirtieran en americanos. Y tampoco ninguna otra nación.
—Pero esto es imperialismo —musité—. Imperialismo mental. No es nuestro sistema normal de actuar.
La voz de Jack se volvió severa al decir:
—Es el sistema que debemos adoptar. Tú mismo has puesto el dedo en la llaga cuando has dicho: «Había llegado el momento propicio.» Si no lo hacemos nosotros, es probable que una mañana te despiertes pensando que Charlie Marx fue el hombre más grande que ha existido.
Su voz se suavizó:
—Es el arma más potente del mundo…, pero la última. Cuando esto haya terminado, podremos empezar a licenciar a los ejércitos y a desarticular todas las bombas. El mundo podrá dar un suspiro de alivio y empezar de nuevo. Pero con mi trabajo, yo me habré quedado sin empleo; sólo quedará una cultura por estudiar, y esta cultura la dominaremos a la perfección en cuanto nuestra misión esté cumplida.
—No me parece justo —dije, moviendo la cabeza.
—Tú eres americano. ¿No te gusta ser americano?
—Claro que me gusta.
Jack se encogió de hombros.
—Hay cosas peores que ser americano y maneras peores de vivir. Los americanos somos buenas personas. Llegamos a este continente y lo hicimos evolucionar. Nuestro nivel de vida es el más alto del mundo, y nuestra producción industrial la más elevada. Estamos venciendo a la enfermedad, y nuestros hospitales son la envidia de todos los países.
»Y es cierto que en esencia somos muy generosos, y que no nos gusta ver a otros pueblos privados de sus oportunidades. Por eso siempre damos, damos y volvemos a dar. Pero lo único que podemos dar son dólares, y los pueblos están compuestos de seres humanos, ya se llamen europeos, africanos o asiáticos; les desagrada y les ofende la caridad. La aceptan porque la necesitan, pero no les gusta tener que aceptarla.
»Todo cuanto tenemos los americanos ha sido producido por nuestro modo de pensar. Y lo que vamos a hacer con el Proyecto Americano es regalar este modo de pensar a todos los demás pueblos. Muchacho, imagínate el increíble progreso del mundo cuando este proyecto haya sido realizado.
Dominado por el vértigo moví la cabeza. Me imaginé a los seiscientos millones de americanos chinos y a los cuatrocientos cincuenta millones de americanos hindúes…, la facción oriental.
Jack continuó hablando, pero suavemente, como si tratara de convencerse a sí mismo, y no a mí.
—Los que contribuimos a este proyecto somos como los físicos atómicos de los años cuarenta. Hemos agarrado a un tigre por la cola y no nos atrevemos a soltarlo, porque, si lo hacemos, alguien menos comprensivo se quedará con él. Pero algunos de los que trabajamos aquí tenemos miedo de lo que estamos haciendo. Yo lo tengo, y todo el asunto ha sido idea mía.
De improviso cogió mi derecha y la retuvo.
—Johnny, ¿tú crees que hacemos bien?
Moví la cabeza.
—Jack, lo ignoro, realmente lo ignoro. No he tenido tiempo de pensarlo; todo ha sido demasiado repentino. —Me concentré un momento, y entonces añadí—: Tal vez hubiera sido mejor atenerse al criterio del «hombre ideal».
—¿Y, cómo saber quién es el hombre ideal? Tenemos que trabajar con lo que sabemos.
—Bueno, dadas las circunstancias, no podéis hacer nada más. Ser americano no es malo…, para un americano.
Él suspiró y resumió:
—En fin, así están las cosas. Puedes enterarte de los detalles por ti mismo, cuando hayas conocido a los demás miembros del proyecto. Desde ahora eres el historiador del proyecto. Y otra cosa: no abandonarás Electrónica Carson hasta que el proyecto esté realizado.
—¿Qué diablos…? —protesté.
Esbozó una amarga sonrisa.
—Ordenes. No mías, sino de Haggerty. Ven, te enseñaré tus habitaciones.
Le seguí dócilmente, pensando con amargura en la extraña confianza que Haggerty depositaba en la prensa. Pero en aquellas circunstancias no me atrevía a culparle. No, no le culpaba en absoluto.
Electrónica Carson resultó la prisión más lujosa en que he sido encarcelado. El club estaba a la altura del Westchester Country Club. Tenía pistas de tenis y un campo de golf. En el cine proyectaban diariamente las películas más recientes, y el bar estaba bien provisto.
Al principio hice el holgazán a conciencia, pero pronto me asaltó el aburrimiento y empecé a trabajar en mi lucrativo empleo de historiador. Según mis noticias, iba a permanecer en Electrónica Carson una larga temporada, así que resolví mantener en actividad las células de mi cerebro.
No era un lugar muy grande, por lo menos la sección dedicada al Proyecto Americano. Realmente se le podía llamar una operación secundaria, ya que todo el dinero se gastaba fuera de aquí, en el estudio antropológico. La máquina «de reajuste» tenía que adaptarse a un satélite de pequeñas dimensiones, y aunque era muy compleja, no ocupaba mucho espacio. No había nada que recordase la grandiosidad del Proyecto Manhattan, lo cual constituía, naturalmente, una gran ventaja en lo concerniente a las medidas de seguridad.
Hablé con todos los hombres que trabajaban en el proyecto. Los antropólogos catalogaban los datos procedentes del exterior. Estos datos ya habían sido examinados previamente; de ahí que su cantidad no fuera tan abrumadora como antes de la selección preliminar. Con ayuda de los matemáticos, los datos se transformaban en grupos de ecuaciones que el personal de electrónica introducía en los circuitos.
Un ingeniero confesó que en su vida había diseñado circuitos más absurdos.
—Mire —me dijo mientras encendía el osciloscopio. Y al punto apareció en la pantalla el trazo verde de unas oscilaciones que parecían dibujadas por Picasso en estado de embriaguez—. Esto es sólo el básico preliminar —me explicó—. Tendré que superponer muchos otros datos antes de darlo por terminado.
El proyecto era revisado por los psicólogos y neurólogos, que vigilaban atentamente la operación, cuidando de que pasara únicamente el material seleccionado por ellos. A quien no logré ver fue a Harrod, el genio que había puesto en marcha todo aquello. Se había seccionado la yugular con una vieja navaja poco antes de que se iniciara la operación.
El jefe del proyecto era el doctor Paul Harden, graduado en psicología y neurología. Como historiador del proyecto, trabé amistad con él, y él conmigo; su preocupación era el futuro, y tenía un sexto sentido para la publicidad personal. Me explicó con mucho detalle los objetivos del proyecto, incluidas muchas cosas sobre las que Jack había hablado con bastante ambigüedad.
—No atentamos contra el libre albedrío, ni nada semejante —me dijo—. Lo que hacemos es reformar a la humanidad, adaptándola al molde americano. El ruso que actualmente sea un hijo de puta, seguirá siéndolo incluso después de nuestro tratamiento, pero será un hijo de puta americano.
—Hay un punto que no comprendo —dije—. Usted afirma que no van a cambiar las convicciones políticas de la gente, pero al mismo tiempo dice que la política de la gente cambiará. ¿No es esto una contradicción?
—Enfóquelo de esta manera. Un italiano piensa a la italiana, porque su ambiente le ha condicionado para ello. Entonces emigra a América. Poco a poco adopta la mentalidad americana, tanto más fácilmente cuanto más joven es. Sigue siendo el mismo hombre, pero sus pensamientos se traducen en acciones diferentes. Por ejemplo, en una pelea tenderá a utilizar los puños y no un cuchillo, porque los puños son el método de agresión americano.
»No adoptará la mentalidad americana de forma absoluta porque es difícil desarraigar las costumbres del país natural, pero sus hijos serán totalmente americanos. Naturalmente, lo mismo sucedería a la inversa, en el caso de un americano trasplantado a Italia.
»Lo que hacemos nosotros con este proyecto es una especie de entrenamiento o acondicionamiento forzado. El modo de pensar americano será imprimido de modo indeleble en todas las mentes, lo cual implica que en una situación determinada la gente tenderá a reaccionar según la manera de ser americana. Indicarán sus preferencias políticas votando democráticamente en lugar de lanzar bombas; los orientales olvidarán su preocupación por “perder prestigio” y serán más fáciles de comprender.
»Pero seguirán siendo los mismos pueblos con sus mismas características. El empedernido conservador inglés conservará sus ideas políticas, pero probablemente votará en favor de los republicanos. El radical francés seguirá votando por el radicalismo, pero al estilo americano.
—De igual modo —intervine yo—, los rusos renunciarán al comunismo porque no es una ideología americana. Adoptarán nuestro sistema.
—Exactamente.
—Y no existirá la tendencia a volver al antiguo régimen porque todos habremos sido tratados al mismo tiempo —agregué.
—En efecto; no se podrá retroceder porque no habrá pasado. Es un sistema de educación infalible. —Me miró con entusiasmo—. Maravilloso, ¿verdad?
Pensé que el doctor Harden no parecía nada preocupado por las cuestiones morales y éticas implicadas en su trabajo. Y tenía razón; era realmente maravilloso. Sin embargo, yo prefería que aquel maldito sistema no hubiera sido inventado. Cierto que haríamos lo imposible para ser justos con todo el mundo, para que la democracia no se extinguiera. Pero tarde o temprano surgiría algún fanático que, como todos los fanáticos, pretendería que todo el mundo pensase exactamente como él, y entonces la humanidad se vería condenada a una civilización de termitas.
No obstante («había llegado el momento propicio»), si nosotros no lo hacíamos, otros lo harían, y me hubiese molestado mucho verme sometido a una vida dedicada al culto de los antepasados, por ejemplo.
Pasaron tres años. La máquina ya estaba a punto para ser puesta en órbita. Lo único que demoraba el Proyecto Americano era el estudio antropológico, que aún no se había completado. Asegurarse de que aquel grandioso programa contuviera solamente la quintaesencia del americanismo, resultaba complicado y difícil. No podía correrse ningún riesgo.
Los datos fueron recopilados, seleccionados y evaluados, y la organización exterior fue adquiriendo proporciones cada vez mayores. Harden me dijo que la plantilla se componía ya de sesenta mil miembros, y no se había producido el menor resquicio en el camuflaje. Aparentemente, después de mi admisión habían introducido un sistema celular, gracias al cual era imposible que ningún hombre llegase a adivinar siquiera las dimensiones de la organización.
Cuando empezaron a montar el satélite, supe que el momento se aproximaba. Pregunté a Harden cuánto tardaría en realizarse la operación una vez que el satélite estuviera en órbita. Se rascó la oreja y manifestó con alegría:
—¡Oh!, creo que una semana será suficiente. El efecto es acumulativo, y supongo que lo mantendremos en órbita por algún tiempo más. El disparo se hará desde el Polo; de este modo obtendremos un máximo de rendimiento.
Parecía un astuto ejecutivo de Madison Avenue hablando de asuntos financieros, pero había un detalle que aún me inspiraba curiosidad.
—¿Cuál será el efecto en los americanos nativos?
—Muy pequeño. Sólo un aumento de americanismo. Nosotros apenas notaremos nada —dijo sonriendo—. Pero el Comité de Actividades Antiamericanas desaparecerá para siempre.
La tensión fue en aumento en Electrónica Carson. Una semana antes del lanzamiento, aislaron toda el área. Los miembros del personal se movían de un lado a otro con los nervios a flor de piel. En el bar se consumió más alcohol que de ordinario y se perdieron grandes sumas en el póquer.
Dos días antes del lanzamiento, Harden convocó una reunión general en el club. Yo me había despertado tarde y tenía la cabeza embotada, pese a que no había bebido mucho. Llegué a la reunión con una sensación de pesadez en el cerebro.
Harden y media docena de jefes de departamento se hallaban ante una mesa en el estrado. A los pocos minutos, Harden se levantó y golpeó fuertemente la mesa con un mazo.
—Camaradas trabajadores científicos —dijo—, he convocado esta reunión a fin de elegir un Comité de Trabajadores legalmente constituido para esta organización.
Yo levanté la mano.
—Voto por el camarada doctor Harden como presidente.
Me pareció lo más justo e indicado. Otro gritó:
—Yo le secundo.
La moción fue aprobada.
El camarada Harden detuvo la ovación con un ademán.
—Camaradas trabajadores científicos: ahora ya debe resultaros evidente que la grande y gloriosa Unión Soviética ha demostrado una vez más su natural superioridad sobre las potencias imperialistas, burguesas y capitalistas.
Todos los comunistas prorrumpieron en vítores.