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El Horla
Guy de Maupassant
GUY DE MAUPASSANT nació en 1850. Novelista, cuentista, una de las expresiones más altas del naturalismo, discípulo de Flaubert, empieza a escribir a los treinta años; en diez más, revelando gran capacidad de trabajo, publica veintisiete tomos de cuentos o novelas. Recordemos algunos títulos: Boule-de-Suif, Bel-Ami, Fort comme la Mort. Enloquece en 1891 y muere dos años más tarde, absolutamente desvinculado de la realidad exterior, él que fue uno de sus más penetrantes observadores.
Se ha dicho que la enfermedad mental de Maupassant sigue un proceso que puede reconocerse en sus cuentos de tema fantástico escritos a partir de 1883. Entre esos relatos que al mismo tiempo son documentos de la desintegración de un gran espíritu, quizá el más impresionante es «El Horla». Maupassant escribió dos versiones. Esta es la primera, que data de 1886.
El doctor Marrande, el más ilustre y eminente de los alienistas, había rogado a tres colegas y a cuatro sabios en ciencias naturales que vinieran a pasar una hora en la casa de salud que dirigía, para mostrarles uno de sus enfermos.
Y cuando sus amigos estuvieron reunidos, les dijo:
—Os voy a someter el caso más extraño e inquietante que haya encontrado jamás. Por otra parte, nada tengo que deciros de mi paciente. Él mismo hablará.
Llamó entonces el doctor a uno de sus criados, y este hizo entrar a un hombre. Era muy delgado, de una delgadez cadavérica, semejante a la de ciertos locos a quienes devora un pensamiento, porque el pensamiento enfermo devora, más que la fiebre o la tisis, la carne del cuerpo.
Y después de saludar, cuando todos se sentaron, dijo el hombre:
—Señores, sé por qué os han reunido aquí, y estoy dispuesto a contaros mi historia, como me lo ha rogado mi amigo el doctor Marrande. Durante mucho tiempo él me creyó loco. Ahora duda. Dentro de poco todos vosotros sabréis que mi espíritu es tan sano, lúcido y clarividente como el vuestro, desdichadamente para mí, para vosotros y para la humanidad entera.
Pero quiero comenzar por los hechos mismos, hechos muy simples. Helos aquí:
«Tengo cuarenta y dos años. Soy soltero, mi fortuna es suficiente para vivir con cierto lujo. Habitaba una finca en las márgenes del Sena, en Biessard, cerca de Rouen. Me gustan la caza y la pesca. Detrás de la finca, encima de los grandes peñascos que domina mi casa, se extiende el bosque de Roumare, uno de los más hermosos de Francia, y al frente tenía yo uno de los ríos más bellos del mundo.
»Mi casa es vasta, pintada de blanco por afuera, alegre, antigua, y está en el centro de un gran jardín con árboles magníficos, que se extiende hasta el bosque, escalando los enormes peñascos de que os he hablado.
»Mi servidumbre se compone, o, mejor dicho se componía de un cochero, un jardinero, un ayuda de cámara, una cocinera y una costurera, que era al mismo tiempo una especie de ama de llaves. Todos ellos habían vivido en mi casa entre diez y dieciséis años, me conocían, conocían mi morada, el país, todo lo que me rodeaba. Eran servidores buenos y tranquilos. Y eso tiene importancia para lo que voy a decir.
»Debo agregar que el Sena, que bordea mi jardín, es navegable hasta Rouen, como sin duda lo sabéis vosotros, y que diariamente yo veía pasar grandes navíos de vela o de vapor, procedentes de todos los rincones del mundo.
»Ahora bien, de pronto —de ello hizo un año el pasado otoño— me sentí asaltado de extraños e inexplicables malestares. Al principio fue una especie de inquietud nerviosa, que me tenía despierto noches enteras, en un estado tal de sobreexcitación que el menor ruido me hacía estremecer. Mi carácter se agrió. Experimentaba cóleras repentinas e inexplicables. Llamé a un médico, quien me recetó bromuro de potasio y duchas.
»Empecé, pues, a darme duchas por la mañana y por la tarde, y a tomar bromuro. Y pronto, en efecto, recobré el sueño, pero un sueño más espantoso que el insomnio. Apenas me acostaba, cerraba los ojos y me sumía en la nada. Sí, caía en la nada, en una nada absoluta, en una muerte del ser entero, de la que venía a arrancarme bruscamente, horriblemente, la sensación atroz de un peso agobiador sobre el pecho, y de una boca que posada en la mía me sorbía la vida. ¡Oh, qué sobresaltos! No conozco nada más espantoso.
»Figuraos un hombre que duerme, y a quien asesinan, y que se despierta con un cuchillo en la garganta, y que agoniza cubierto de sangre, y que va a morir, y que no comprende… ¡eso es!
»Yo enflaquecía de un modo inquietante, continuo; y advertí bruscamente que mi cochero, que era muy gordo, comenzaba a enflaquecer como yo. Por fin le pregunté: “¿Qué tienes, Jean? Estás enfermo”. Él respondió: “Creo que he contraído la misma enfermedad que mi amo. Son mis noches las que destruyen mis días”.
»Pensé, entonces, que había en la casa una influencia febril debida a la vecindad del río, y estaba dispuesto a marcharme por espacio de dos o tres meses (a pesar de que estábamos en plena temporada de caza) cuando un pequeño y extraño suceso, observado por casualidad, me deparó una serie de descubrimientos tan inverosímiles, fantásticos y terribles, que decidí quedarme.
»Teniendo sed, un atardecer, bebí medio vaso de agua y observé que la garrafa colocada sobre la cómoda, frente a mi cama, estaba llena hasta el tapón de cristal.
»Durante la noche tuve una de esas pesadillas atroces de que ya os he hablado. Encendí la bujía, dominado por espantosa angustia, y al querer beber de nuevo, advertí con estupor que la garrafa estaba vacía. No podía creer a mis ojos. O bien alguien había entrado en mi cuarto, o bien yo era sonámbulo.
»Al atardecer del día siguiente, quise hacer la misma prueba. Cerré con llave mi puerta para estar seguro de que nadie podría entrar en mi cuarto. Me dormí, y más tarde desperté, como me ocurría todas las noches. El agua que viera con mis propios ojos, dos horas antes, había desaparecido.
»¿Quién la había bebido? Yo, sin duda, y sin embargo, estaba seguro, absolutamente seguro, de no haberme movido en el transcurso de mi profundo y doloroso sueño.
»Entonces recurrí a diversas tretas para convencerme de que no era yo quien, inconscientemente, realizaba esos actos. Una tarde coloqué junto a la garrafa una botella de burdeos añejo, una taza de leche, que detesto, y unos pasteles de chocolate, que me gustan mucho.
»El vino y los pasteles permanecieron intactos. La leche y el agua desaparecieron. Día a día cambié las bebidas y los alimentos. Aquello no tocó jamás las cosas sólidas, compactas, ni bebió otra cosa que leche fresca y, sobre todo, agua.
»Pero una duda punzante permanecía en mi espíritu. ¿No era yo mismo quien me levantaba, sin tener conciencia, y bebía aun las cosas detestables, puesto que mis sentidos debilitados por el sueño sonambúlico podían modificarse, perder sus repugnancias habituales y adquirir gustos nuevos?
»Utilicé entonces, contra mí mismo, un nuevo ardid. Envolví en cintas de muselina blanca todos los objetos que infaliblemente era menester tocar, y no contento con eso, los cubrí con una servilleta de batista.
»Después, antes de acostarme, me embadurné con grafito las manos, la boca y los bigotes.
»Al despertarme, advertí que todos los objetos permanecían inmaculados, a pesar de haber sido tocados, ya que la servilleta no estaba en la misma posición en que yo la dejara; además, el agua y la leche habían desaparecido. Ahora bien, era imposible que alguien hubiese entrado por la puerta, cerrada con doble llave, o por la ventana, a la que por prudencia había puesto un candado.
»Entonces me formulé esta pregunta temible: ¿quién era el que de este modo se acercaba a mí todas las noches?
»Quizá, señores, os he contado todo esto con demasiada rapidez. Os veo sonreír, ya habéis formado vuestra opinión: “Es un loco”. Quizá debí describiros más minuciosamente las emociones de un hombre sano de espíritu que, encerrado en su cuarto, ve cómo detrás del vidrio de una jarra ha desaparecido, mientras él dormía, un poco de agua. Debí haceros comprender esa tortura, renovada todas las noches y todas las mañanas, y aquel sueño invencible, y aquellos despertares aún más atroces.
»Pero prosigo.
»De pronto, el milagro cesó. Nada volvió a desaparecer en el interior de mi cuarto. Aquello se acabó. Empecé a mejorar. Había recobrado mi buen humor, cuando supe que uno de mis vecinos, el señor Degit, se hallaba exactamente en el mismo estado en que me encontrara yo. Una vez más pensé en una pestilencia que se hubiera extendido por el país. Mi cochero, muy enfermo, se había marchado un mes antes.
»Había transcurrido el invierno, y empezaba la primavera. Una mañana me paseaba cerca de mis rosales cuando vi, claramente, cerca de mí, quebrarse el tallo de una de las rosas más bellas, como si la hubiese cogido una mano invisible; y después la flor describió la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca, y permaneció suspendida en el aire transparente, sola, inmóvil, espantable, a tres pasos de mis ojos.
»Presa de un terror insensato, me lancé sobre la flor con intención de apresarla. No encontré nada. Había desaparecido. Entonces me asaltó una cólera furiosa contra mí mismo. Un hombre serio y razonable no puede permitirse semejantes alucinaciones.
»Mas ¿era en verdad una alucinación? Busqué el tallo de la rosa. Y lo encontré en seguida recién cortado, en el arbusto, entre otras dos rosas que habían permanecido sobre la rama. Y las rosas que yo había visto con toda claridad eran tres. Entré en mi casa con el alma trastornada. Señores, escuchadme, estoy tranquilo. Yo no creía en lo sobrenatural, aún hoy no creo, mas a partir de aquel momento estuve seguro, tan seguro como lo estoy de la existencia del día y de la noche, de que había cerca de mí un ser invisible que me había visitado, que después me había abandonado, y que ahora regresaba.
»Un poco más tarde tuve la prueba.
»En primer lugar, empezaron a estallar todos los días entre los criados furiosas reyertas por mil motivos en apariencia fútiles, pero llenos de sentido para mí.
»Un vaso, un buen vaso de Venecia, se quebró solo, en pleno día, sobre el aparador del comedor. El ayuda de cámara acusó a la cocinera, y esta a la costurera, y ella no sé a quién.
»Puertas cerradas por la noche aparecían abiertas por la mañana. Todas las noches, en la antecocina, robaban la leche. ¡Ah!
»¿Qué era? ¿Cuál era su naturaleza? Una curiosidad tensa, mezcla de cólera y temor, me tenía día y noche en un estado de extrema agitación.
»Pero una vez más volvió la tranquilidad a la casa, y una vez más creí que todo había sido una pesadilla, cuando ocurrió lo siguiente:
»Era el 20 de julio, a las nueve de la noche. Hacía mucho calor; había dejado mi ventana abierta de par en par, la lámpara encendida sobre la mesa, alumbrando un tomo de Musset abierto en la página de La Noche de Mayo y me había reclinado en un gran sillón, donde acabé por dormirme.
»Habré dormido unos cuarenta minutos. De pronto abrí los ojos, despertado por no sé qué sensación confusa y extraña. En el primer momento no vi nada; después, bruscamente, me pareció que una página del libro acababa de volverse por sí sola. Ni un soplo de aire entraba por la ventana. Me sentí sorprendido; esperé. Unos cuatro minutos más tarde vi, sí señores, vi con mis propios ojos cómo otra página giraba y caía sobre la anterior, como si un dedo invisible hojeara el libro. Mi sillón parecía vacío, pero adiviné quién estaba allí. ¡Era él! De un salto atravesé el cuarto para sorprenderlo, para tocarlo, para atraparlo, si era posible… Pero el sillón, antes de que yo llegara, se volcó, como si alguien huyera de mí; la lámpara también cayó y se apagó, quebrándose el tubo; y la ventana, empujada bruscamente como si un malhechor la hubiese aferrado al tratar de salvarse, chocó violentamente contra su marco… ¡Ah!…
»Me lancé sobre la campanilla y la agité. Cuando apareció el ayuda de cámara, le dije: “He derribado todo y he roto varias cosas. Tráigame una luz”.
»Aquella noche ya no pude dormir. Y, sin embargo, aun era posible que hubiese sido juguete de una ilusión. En el despertar, los sentidos permanecen ofuscados. ¿No había sido yo mismo quien derribara el sillón y la lámpara, al precipitarme como un loco a través de la habitación?
»¡No, no era yo! Estaba completamente seguro. Y, sin embargo, habría querido creerlo. Esperad. ¡El Ser! ¿Qué nombre podía darle? El Invisible. No, eso no bastaba. Lo he bautizado el Horla. ¿Por qué? Yo mismo lo ignoro. El Horla, pues, ya no me abandonó. Día y noche tuve la sensación, la certeza de la presencia de ese vecino insaciable, y también la certeza de que se apoderaba de mi vida, hora a hora, minuto a minuto.
»La imposibilidad de verlo me exasperaba. Encendí todas las luces de mi casa, como si aquella claridad pudiese descubrirlo.
»Y por fin lo vi.
»No me creéis. Y sin embargo, lo he visto.
»Yo estaba sentado ante un libro cualquiera, sin leerlo, pero al acecho, con todos mis sentidos sobreexcitados, al acecho de aquel a quien sentía cerca de mí. Sin duda, allí estaba. Pero ¿dónde? ¿Qué hacía? ¿Cómo llegar hasta él?
»Frente a mí, mi cama, una vieja cama de roble con dosel. A la derecha, la chimenea. A la izquierda, la puerta, que yo había cerrado cuidadosamente. Detrás, un gran armario con espejo, que utilizaba todos los días para afeitarme y para vestirme, y en el cual acostumbraba mirarme de la cabeza a los pies cada vez que pasaba delante.
»Pues bien, fingí leer para engañarlo, porque él también me espiaba, y de pronto sentí con total certeza que él leía por encima de mi hombro, que estaba allí, rozándome la oreja.
»Me incorporé y me di vuelta con tanta rapidez que estuve a punto de caer. ¡Y bien…! Se veía todo perfectamente, como en pleno día… ¡y no me vi en el espejo! El espejo estaba vacío, claro, lleno de luz. Mi imagen no se reflejaba… Y yo estaba frente a él… ¡Yo veía el gran cristal, límpido de arriba abajo! Y miraba aquello con ojos enloquecidos, y no osaba avanzar un paso más, sintiendo que él estaba entre nosotros, él, y que se me escaparía una vez más, y que su cuerpo imperceptible había absorbido mi reflejo.
»Sentí terror. Y de pronto comencé a verme en el fondo del espejo, como envuelto en una bruma o cubierto por el agua; y me pareció que ese velo de agua se deslizaba de izquierda a derecha, lentamente, precisando mi imagen segundo tras segundo. Era como el fin de un eclipse. Aquello que me ocultaba no parecía tener contornos netamente definidos; era como una opaca transparencia que se aclarase poco a poco.
»Por fin pude percibir mi imagen por completo, tal como la percibo todos los días al mirarme al espejo.
»Lo había visto. Y aún me estremece el espanto que me produjo.
»Al día siguiente vine aquí, y rogué que me permitieran quedarme.
»Y ahora, señores, termino.
»El Dr. Marrande, después de haber dudado mucho tiempo, se resolvió a efectuar un viaje, él solo, a aquellos lugares.
»Y en este momento, tres de mis vecinos padecen el mismo mal que yo padecí. ¿No es cierto?
—Es cierto —respondió el médico.
—Usted les ha aconsejado que todas las noches dejaran agua y leche en su cuarto, para comprobar si desaparecían. Así lo hicieron. Y esos líquidos, ¿han desaparecido, como en mi casa?
El médico respondió con solemne gravedad:
—Han desaparecido.
—Entonces, señores, un ser, un ser nuevo, que sin duda se multiplicará muy pronto como nosotros nos hemos multiplicado, acaba de aparecer sobre la tierra.
»Ah, ¡sonreís! ¿Por qué? Porque este ser permanece invisible. Pero el ojo humano, señores, es un órgano tan elemental que apenas puede distinguir lo que es indispensable a nuestra existencia. Lo que es demasiado pequeño se le escapa, lo que es demasiado grande se le escapa, lo que está demasiado lejos se le escapa. Ignora los millones de diminutos seres que viven en una gota de agua. Ignora los habitantes, las plantas y el terreno de los astros vecinos. Ni siquiera ve lo que es transparente.
»Colocad ante él un cristal perfecto; no lo distinguirá y se lanzará contra él, como el pájaro encerrado dentro de una casa que se golpea la cabeza contra los vidrios. Por consiguiente, no ve cuerpos sólidos y transparentes, que, sin embargo, existen; no ve el aire que respiramos, no ve el viento, que es la fuerza más potente de la naturaleza, y derriba a los hombres, abate los edificios, arranca de cuajo los árboles, levanta el mar en montañas de agua que desmoronan los acantilados de granito.
»¿Qué tiene de asombroso que no veamos un ser nuevo, a quien solo falta, sin duda, la propiedad de reflejar los rayos luminosos?
»¿Acaso podéis ver la electricidad? Y, sin embargo, la electricidad existe.
»Ese ser, a quien yo he llamado el Horla, también existe.
»¿Quién es? Señores, es aquel a quien la tierra espera, después del hombre. Es el que viene a destronarnos, a esclavizarnos y someternos, quizá a alimentarse de nosotros, como nosotros nos alimentamos de las vacas y los jabalíes.
»Desde hace siglos es presentido, temido y anunciado. El temor de lo Invisible siempre ha perseguido a nuestros padres.
ȃl ha llegado.
»Era de él de quien nos hablaban todas las leyendas de hadas, de gnomos, de vagabundos del aire insaciables y malignos; de él, presentido por el hombre ya inquieto y tembloroso.
»Y cuando vosotros mismos, caballeros, hacéis todas esas cosas que practicáis desde hace algunos años, y que llamáis hipnotismo, sugestión, magnetismo, es a él a quien anunciáis y profetizáis.
»Os digo que ha llegado. Ambula inquieto como los primeros hombres, ignorando aún su fuerza y su potencia, que pronto (demasiado pronto) llegará a conocer.
»Y he aquí, señores, para terminar, un fragmento de un periódico que ha llegado a mi poder, y que procede de Río de Janeiro. Leo: “Una especie de epidemia de locura parece reinar desde hace algún tiempo en la provincia de Sao Paulo. Los habitantes de varias aldeas se han salvado abandonando sus tierras y sus casas, y pretenden haber sido perseguidos por vampiros invisibles que se alimentan de su aliento mientras ellos duermen y que, por lo demás, no beberían otra cosa que agua y, a veces, leche”.
»Y debo agregar que pocos días antes del primer ataque de ese mal al que estuve a punto de sucumbir, recuerdo perfectamente haber visto pasar un gran barco brasileño, de tres palos, con su pabellón desplegado… Os he dicho que mi casa está a orillas del agua… Toda blanca… Sin duda él estaba oculto en ese barco…
»Señores, nada más tengo que decir.
El Dr. Marrande se levantó y murmuró:
—Yo tampoco. No sé si este hombre está loco, o si lo estamos los dos… o si… nuestro sucesor realmente ha llegado.