De vuelta una vez más en su dormitorio, Nacho entró en su buzón de correo electrónico. No tenía ningún mensaje de su tía, ni de Rodrigo, por fortuna, y en la bandeja de entrada sólo aparecía uno, con un misterioso asunto: «No "venir" más demasiado temprano?», de Dominique Kane. Rogó para sus adentros que Dominique fuera una mujer interesante, y no un hombre con algún problema sin interés (seguramente relacionado con su trabajo, o con el club), que el mensaje consistiera en la propuesta de una bella desconocida, una admiradora secreta de esas que leen versos en la cama, con la habitación medio a oscuras, mientras se acarician la mejilla con los dedos y dan rienda suelta a sus pensées sauvages debajo de un retrato a plumilla del joven Hölderlin antes de volverse loco, antes de que muriera su amada Susette Gontard, su Diotima, cuando aún pensaba en editar revistas para damas y en traducir a Píndaro.

Nacho se quedó mirando la parpadeante línea en mitad de la pantalla de su ordenador y disfrutó de la sensación de divagar un momento antes de lo que, sabía, probablemente sería darse de bruces contra la dura realidad.

Sí. Una desconocida. Una lectora de origen extranjero, aunque con un preciso manejo de la lengua española. Le escribía porque había leído todos sus libros de poemas y había llegado a sentir la fulgurante gracia de comulgar con el espíritu del poeta que se escondía detrás de aquellos versos. Después de haber degustado su espíritu, echaba en falta la carne mortal del autor, y se atrevía a presentarse sugiriendo una cita. Tal vez incluso fuera Rocío Conrado, enmascarada tras un seudónimo, tanteando la posibilidad de una aventura amorosa con él, sin saber que Nacho estaba más que dispuesto a consumar la andanza.

Hizo un esfuerzo por salir de su ensoñación y pinchó el mensaje hasta abrirlo. Lo leyó estupefacto.

De: ogwmeat@abedfords.com (Dominique Kane)

Asunto: No «venir» más demasiado temprano?

Fecha: 17 de abril de 2007 13.29.18 GMT + 02.00

Para: Ignacio.aran@telefonica.net

Encargar en línea – Cualidad del productor – 100 % efecto – Opinión de nuestros clientes: «Sexo es más satisfactorio que nunca.» «El estrés y la tensión han desaparecido.» «Ella ya no se amarga, ya no me temo que tendré que denegar su petición.» «Esto es una sensación física estupenda después de que sigue el sentimiento profundo.»

Lo mejor de Viagra es una confianza que puedes «volar en piloto automático», llegar relajado y sin problemas hasta la esencia, que el miembro sigue mantenerse levantado incluso cuando se interrumpa (ninos golpean a la puerta del dormitorio, ladra el perro, se desliza su condón). Toma de Viagra puede hacerse también un regalo grande a su pareja, en el caso de tomar Viagra conscientemente. Solamente un consejo: no tiene que decir a ella que estás tomando Viagra. Auto apreciación femenina es tan vulnerable como la nuestra propia.

Propuesta del mes: NEW – Viagra Super Active 100 mg 30 Tab. 81,08 euro [] Viagra 10 Tab. 100 mg + Cl 10 Tab. x 20 mg 48,95 euro

Envase confidencial. []I- Pago confidencial. []- No requiere visitas dolorosas al médico. []- Consulta médica telefónica gratuita. []- No tiene que esperar mucho. []- Entrega dentro de 2-3 días. []- Encargo cómodo y confidencial en línea. []- Tienda en línea con licencia. []- No hay gastos escondidos.

Encargue hoy y olvide los desenganos, temor largo de la renuncia y situaciones dolorosas repetidas.

Reciba gratis 12 pastillas adicionales sólo en el plazo corto.

Se sintió tan decepcionado que estuvo tentado de contestarlo airadamente, pero sabía demasiado bien que las direcciones de esos e-mails no son reales, y por tanto su mensaje vendría devuelto. Notó una importante sensación de ridículo. Estaba acostumbrado a recibir todo tipo de correo basura a diario, de spam, a pesar de los potentes filtros que usaba y, no obstante, en esta ocasión se había dejado llevar por una vana ilusión, sugestionado como estaba por el ambiente de la casa y la seductora presencia de Rocío. Se dijo que era un idiota sin remedio, o que tal vez llevaba demasiado tiempo sin enamorarse. O probablemente fueran las dos cosas a la vez.

Cerró de golpe la tapa del ordenador y se tumbó sobre la cama, mirando al cielo raso con cara de absoluto reproche hasta que estuvo a punto de quedarse dormido mientras recordaba que los ojos de Rocío eran azules como la Viagra.

Alguien llamó a su puerta con unos golpecitos suaves y Nacho, amodorrado, dio un respingo en la cama.

–Adelante. – De un salto, se puso en pie. Tenía esa costumbre, propiciada por su tía Pau desde su niñez, de no dejar que nadie lo viera en actitud indolente. Le daba la sensación de que lo pillaban en falta. Empezó a disimular, como si estuviera rebuscando algo en su maleta.

Fernando Sierra asomó entonces la cabeza con el sigilo de una joven amante, aferrándose a la puerta con dedos que parecían ensangrentados a la luz de la tarde.

–¿Puedo pasar? – preguntó el hombre cuando ya estaba dentro.

–Sí, claro, adelante…

–¿Te molesta si te hago compañía un rato?

–No, estaba aquí… -Nacho se rascó la cabeza, aturdido.

–He visto que te ha impresionado la mirada del cabezón.

El meteorólogo lo estudió con divertida curiosidad.

–Pascual Coloma está entretenido esperando la llegada de su propia posteridad, igual que otros esperan el advenimiento del nuevo Mesías. – Fernando observó las cortinas de la habitación, que dejaban pasar una luz dorada cortada en rodajas, tal que si alguien la hubiera separado en lonchas con un rotulador negro-. Nuestro futuro premio Nobel de Literatura, y comprenderás que eso es toda una profesión, emana el poderío de Catalina la Grande de Rusia, aquella señora imponente que convirtió a su marido, el gran duque Pedro, en impotente, lo cual no es de extrañar.

–Bueno, sí que parece un tipo con autoridad… -«Sobre todo si uno lo ve sentado», pensó Nacho.

–La tiene, no dudes de que la tiene. La autoridad, digo. ¿Sabes que él cobra, al menos, cuatro o cinco veces más que el resto de nosotros por estar aquí? Su caché no es cualquier cosa. Casi el de una estrella de rock. Menos mal que lo paga la fundación…

–No sabía que cobrara tanto.

–Su tiempo es oro, muchacho, y sus palabras también. Es un dios, o eso se comenta por su barrio, el Olimpo.

–No lo conocía personalmente. Es increíble que yo comparta mesa y mantel con Pascual Coloma.

Nacho había leído todos sus libros, y sentía una gran admiración intelectual por el autor de Sacrificio y Pérdida, obras que había estudiado, por obligación pero con gusto, en el instituto.

–Sí… -reconoció Fernando-. Es una gran cabeza… -Se rió con pequeños jadeos-. Yo no lo soporto.

–Claro, una cosa es la obra, y otra la vida; e imagino que no siempre la grandeza de una persona alcanza para las dos. – Nacho buscó refugio para sus manos hasta que, no sabiendo qué hacer con ellas, se las metió en los bolsillos.

Fernando se había repantigado en un sillón, cerca del ventanal.

–Me consuela su aspecto físico. Es un pelele, como habrás podido comprobar. Es curioso cómo con la gente que odiamos nos ocurre algo similar que con los extraterrestres.

–¿Qué?

–Sí, ¿no te has fijado? Todo el mundo tiende a creer que los extraterrestres, si es que existen, son mucho más inteligentes que nosotros, pero también muchísimo más feos. Con la gente que detestamos, al menos en los casos como el de Pascual, nos reconforta lo mismo: que quizás sean más listos que nosotros, pero que desde luego son considerablemente más repelentes. – Hizo un gesto de coquetería con las manos y añadió-: Me tomaría un whisky, pero tú no tendrás, claro…

–No, lo siento.

–Dios mío, no sé por qué hablamos de Pascual Coloma… L’altissimo poeta. Mencionarme a mí ese asunto es como sacar el tema de la crucifixión en la última Cena…

–¡Pero si lo has sacado tú!

–Ah, sí. Bueno, da igual. Es una inconveniencia, en todo caso. «Enhiesto surtidor de sombra y sueño, que acongojas el cielo con tu lanza.» Coloma es un ciprés de aquellos de Gerardo Diego, empeñado en alcanzar las estrellas. Con el inconveniente de su baja estatura, no lo olvidemos. Un tipo insufrible, y además, un pelmazo.

–¿Querías hablar de algo, o sólo quejarte de Pascual Coloma? – Nacho se quedó admirando la boca de Fernando como si fuera un surtidor. Pensó que tenía unos bonitos labios a pesar de su edad.

Fernando sopesó sus palabras antes de hablar.

–Tengo entendido que eres un sabueso aficionado que ha resuelto varios casos…

–Bueno, con ayuda de mucha gente. No es mérito mío en exclusiva.

Nacho se dijo que en el siglo XXI el trabajo colectivo era bastante habitual.

–Pues supongo que también estarás interesado en resolver éste.

Nacho asintió con la cabeza, pero no abrió la boca.

–Pues… -repitió incansable-, yo sólo trato de charlar contigo e intercambiar impresiones, por si te sirven de ayuda a la hora de esclarecer este…, hum, asunto.

–Muy bien. Se nota que estamos en un ambiente de gente privilegiada y notable, distinguida.

Fernando sonrió. Se daba un aire a un viejo actor de Hollywood que no acabara de perder su juvenil atractivo, ni mucho menos su bronceado, porque antes se dejaría arrancar la piel que consentirlo.

–¡Gen-te dis-tin-gui-da! Se nota que eres nuevo en estos saraos. Espera unos años más y verás. Si es que logras aguantar, claro. O si no te echan antes a patadas. Ah, pero no todo está tan mal. Aprenderás mucho sobre sadomaso, por ejemplo.

–Mi interés por la poesía no tiene nada que ver con estos actos. Estoy aquí porque me han llamado. Si no hubiese sido así, ni siquiera se me habría ocurrido soñar que pudiera estar entre vosotros.

–Eres un alma cándida, meteorólogo. Pero ya no tienes edad para seguir siendo inocente por mucho tiempo… ¿Cuántos años tienes?

Nacho se aclaró la garganta. Le sonaba raro decirlo:

–Hum… Cuarenta.

–¡Ah! – Fernando batió palmas como si acabara de ganar un premio-. ¡Sólo soy veintidós años mayor que tú! Ajá. Engañas un montón: te hacía mucho más joven. – Pues ya ves.

–¿Qué estabas haciendo tú en mayo del 68?

–Poca cosa, tenía un año de edad. Creo que mi capacidad de maniobra era bastante limitada por la época.

Nacho empezó a impacientarse. Miró la hora de su reloj sin ningún disimulo, y al levantar la vista sorprendió en su colega un poso de tristeza que perseguía la comisura de su boca con la tenacidad de un perro rabioso.

Entonces, de manera imprevista, Fernando se confesó.

–¿Quieres saber qué hacía yo por aquellas fechas? – dijo el hombre. Su voz tenía un tono deshelado y vil. Nacho casi pudo sentir cómo el aire salía raspando su garganta-. Tenía veintitrés años, y llevaba cuatro meses en Madrid. Primero me enamoré de Fabio Arjona. Sí, de nuestro Fabio. Y al poco terminé odiándolo y jurando que lo mataría a la menor ocasión. Nunca olvidé mi promesa.

Nacho no habló. Sintió un escalofrío y pudo ver un nudo de rabia apelmazándose en los iris de Fernando, igual que una bolita de mugre que va creciendo libre y saludable con las excrecencias del tiempo.

–No sé, Fernando. Lo que acabas de decir me parece brutal -se atrevió a sugerir por fin.

–Lo es. Lo es.

–Espero que no le hayas dicho lo mismo que a mí a la policía. Sería una bonita manera de señalarte como sospechoso.

–Querido, pero ¿no te das cuenta de que aquí casi todos somos sospechosos menos tú? Y tampoco pondría la mano en el fuego por ti.

Eso era lo mismo que le había dicho doña Agustina.

–Hombre, no sé. Todos, todos… -Nacho recordó a Rocío y su cara de ángel medio punki.

–Todos tuvimos oportunidad, y lo que es peor: todos tenemos motivos. Fabio Arjona era un miserable. Aparte de los que estamos en este cigarral, tampoco te costaría encontrar por ahí fuera unas cuantas docenas más de candidatos a ser su asesino. Fabio fue sembrando su vida de cadáveres, y no precisamente exquisitos. Supongo que por eso ha tenido este final, ¿verdad?

Nacho volvió a guardar silencio durante unos instantes. Era evidente que, por lo que había visto y oído y lo que podía intuir, pocos apreciaban al difunto, pero se dijo que sin duda debía de haber alguien en alguna parte que lo quisiera o lo estimara. Así se lo dijo a Fernando, que negó con la cabeza.

–Tendrá familia, digo yo. Hijos…

–No tiene hijos. Nunca los quiso. Se conformaba con las hijas de las mujeres con las que se acostaba. – Fernando se relamió y levantó una ceja antes de acariciársela con dos dedos vacilantes-. Mientras hablaba con la policía me di cuenta.

–¿De qué?

–De lo que acabo de decirte, de que Fabio siempre estuvo liado con mujeres solteras o separadas que tenían hijas. Nunca hijos varones. Hice un repaso de su historia sentimental y todas las mujeres con las que vivió, aunque jamás se casó con ninguna, tenían una hija o dos que no eran de Fabio.

–Ah.

–Sí, es curioso, ¿a que sí?

–¿A qué crees que se debía esa, hum, tendencia?

–No estoy seguro. Él era un pájaro de cuidado, pero se mantenía fiel a su última adquisición durante todo el primer año de relación. Ese espacio de tiempo era de una exaltación física y lírica asombrosa, que él vivía con apasionamiento, enardecido. Convertía a la elegida en su musa, le escribía poemas que plagiaba de aquí y de allí, a trocitos que luego juntaba… -Suspiró divertido-. Tengo un colega en Nueva York, hispanista como yo, en mi propia universidad, que una vez me dijo que Fabio Arjona era el «poeta de las preposiciones».

–No entiendo…

–Sí, hombre. Decía que como pedía prestados versos de aquí y de allá, lo que Fabio llamaba impúdicamente «homenajes que sólo entienden las personas cultas que saben leer», en realidad lo único que hay de original, de suyo verdadero, en sus poemas son las preposiciones. Ya sabes: a, ante, bajo, cabe…

Nacho arrugó el ceño.

–Sé cuáles son las preposiciones… -Se removió en su asiento con impaciencia, algo mosqueado.

–Fabio agarraba dos versos de Cernuda, una metáfora de Li Po, y luego los pegaba con unas cuantas preposiciones, o conjunciones, y listo. Poema propio, lleno de lecturas para los que de verdad «saben leer». O sea, para los que recuerdan de memoria la poesía universal y son capaces de detectar todas y cada una de sus «citas». Evidentemente a mí, y a otros como yo, no nos la daba fácilmente. Yo también manejo muchas lecturas, y hablo y leo cinco idiomas.

–No lo sabía. Creía que Arjona tenía fama de refinado y de intelectual.

–Oh, sí, desde luego. Será por eso mismo. Por la cantidad de bibliografía que manejaba. Además, él mismo se preocupó de cultivar esa fama que tú dices.

–Lo que no entiendo es por qué venía él a este encuentro y no Eugenio Vitale, que me parece más importante. O por qué no ha venido Vitale, en cualquier caso.

–Ah, bueno… Vitale estaba invitado, el primero de todos, pero se disculpó con los de la organización del ministerio, y con Agustina. No podía venir, según parece.

–¿Por…?

–Porque está resfriado. Vaya, lo siento.

–Veremos qué pasa con el funeral de Fabio -musitó Fernando, distraído-. Como tienen que hacerle la autopsia y todo eso, no lo enterrarán hasta dentro de cuatro o cinco días. Para entonces ya habremos salido de aquí.

–Será en Madrid, imagino…

–Sí, en Madrid. Yo no pienso asistir, aunque sienta tentaciones: así me aseguraría de que lo entierran de verdad y de que cierran bien la lápida. – El hombre mayor dio un manotazo al aire, ahuyentando algún pensamiento inoportuno-. El caso es que Fabio se enamoraba de una mujer, vivía con ella un año de arrebato lírico y lúbrico, escribía un libro dedicado a su amor y luego se enfriaba de golpe y se entregaba con igual fogosidad al desamor, del que obtenía otro libro, evidentemente, muchos de ellos premiados por todo lo alto. Ya sabes cómo va esto de los premios, al menos, la mayoría de ellos. En los premios de poesía las leyes del mercado ni pinchan ni cortan. Y no es que yo defienda las leyes del mercado, que pueden ser, y habitualmente son, despiadadas como un lobo de la tundra asiático, pero… al menos suponen la presencia de algún tipo de ley. Él ganó todos aquellos premios a los que se presentó. Los que otorgaban esos galardones, los patrocinadores o el jurado, o bien le temían, o bien le debían un favor. Porque, a lo largo de su vida, Fabio igualmente hizo muchos favores, que se cobraba con toda puntualidad… -Fernando pensó mientras se rascaba la mejilla-. Así que quizás no deberíamos llamarlos «favores» exactamente.

–¿Cuántas relaciones, más o menos estables, habrá tenido? – quiso saber Nacho.

–¡Ufff…! Muchas, querido. La última de ellas, la pobre Cris-ti-na O-ller, y ya has visto la cara que se le ha quedado. Muchas. Más de las que tú podrías soñar, a pesar de que eres bastante más alto, más fuerte y más atractivo que él. Y mejor poeta, dónde va a parar… Al menos tú eres original, no un puro pastiche. Él, sencillamente, no era poeta. Aunque creo que era bastante culto, y que amaba la poesía casi tanto como a sí mismo. Sí… Supongo que porque con ella alimentaba su vanidad. Su vanidad era un gorrino de cuyo engorde se ocupó metódicamente durante toda su vida.

–Eso es algo que no entiendo, su éxito con las mujeres. Por las fotos que he visto de él, no era un hombre, digamos, agraciado. Quizás las seducía con su labia, o con sus poemas.

–Bueno, de joven tenía cierto encanto. Era bajito, claro, pero en aquella época casi todos éramos bajitos; yo un poco más alto que la media, pero… Eso es algo que se explica fácilmente si tenemos en cuenta que nacimos en los años cuarenta del pasado siglo. Tiempos de escasez. En Europa se libraba una guerra, y en España una posguerra de estraperlo y hambre. En el año 68, como te decía antes, Fabio no estaba mal. Yo me enamoré de él, ya lo has oído, y aunque él nunca fue homosexual, o al menos se ha ido a la tumba convencido de no serlo, me siguió el juego como si lo fuera. Si quieres te lo puedo explicar, te puedo contar cómo fue aquello…

EL VIAJE DEL HOMBRE DE

ACCIÓN. MADRID. 1968

No he oficiado nunca en los altares del odio,

he creído siempre que Dios, lo bello y el amanecer

pueden unir a los hombres. Soy un

criollo que quiere ser bueno y querendón,

bueno y poeta, es decir, poeta bueno.

JOSÉ LEZAMA LIMA, Paradiso

Fernando Sierra siempre había deseado tener un reloj Citizen de correa metálica inoxidable, con sistema exclusivo Parashock. El reloj de los expertos en kárate, capaces de partir un ladrillo en dos con la mano. Y con el reloj puesto. Automático, con calendario. Calidad máxima a precio razonable, según el principio japonés. Los relojes Citizen, o al menos eso decía la publicidad, eran los preferidos por los hombres de acción de todo el mundo. Y, por si fuera poco, tenían dos años de garantía de fábrica.

Fue lo primero que hizo cuando llegó a Madrid, procedente de su pueblo: comprarse el reloj de sus sueños. Hasta la fecha, apenas había salido del lugar donde nació.

Su padre era militar, y estaba destinado en Melilla. Apenas había vivido con él y con su madre. Cuando Fernando nació, a veces las cosas se hacían así. Su madre se casó con su padre, un teniente de infantería con un espeso bigote negro y cara de animal arborícola, de maki volador de Borneo. Su madre era bastante parecida a su padre, pero sin bigote (la mayor parte del tiempo). Una vez casada, no quiso abandonar su pueblo -una población perdida en medio de los montes, a treinta y cuatro largos y difíciles kilómetros del sitio habitado más cercano, donde vivía en la casa en que había nacido y en la que también pensaba morir-, y su padre tuvo que hacer frente en solitario a su destino africano (sólo pasaba con la familia unas cuantas semanas al año; el resto del tiempo vivía con la tropa en un acuartelamiento de Melilla). De alguna manera, se las arreglaron para tener un hijo, Fernando, que no se separó de su madre hasta los veintitrés años, después de que ella fue enterrada. Fernando aterrizó en la capital dispuesto a estudiar, a comerse el mundo y a comprarse un reloj con los menguados ahorros que su padre le había entregado, con renuencia, para hacer frente a los primeros gastos.

Aunque sus padres no fueran muy agraciados físicamente, Fernando era un chico bastante atractivo: el pelo rubio, igual que la paja a comienzos del verano, y los ojos del color del brandy Espléndido Garvey; bastante alto para la media de jóvenes de su edad, y con un cuerpo y unas facciones armoniosas, casi delicadas. La mayoría de sus primos tenían aspecto de sacacorchos, pero su madre decía que él había salido a su abuelo, un mozarrón vocinglero y alegre que trajo locas a todas las muchachas casaderas de la región en su época.

Fernando, sin embargo, no era muy mujeriego. En realidad, las mujeres no le gustaban, pero no quería contrariar a su madre, por eso, cuando la mujer le hablaba del parecido con su abuelo, el conquistador local, sonreía disciplinadamente y ponía punto en boca. Hubiese preferido limpiarse la lengua con Netol antes que confesar sus verdaderos sentimientos ante su progenitora.

Al acabar la escuela en su pueblo, su madre se resistió a dejarlo marchar fuera para ir a estudiar, a pesar de que había obtenido unas notas excelentes y que poseía una destacada habilidad con las lenguas: latín y griego, por ejemplo. Hasta que salió del pueblo, dedicó su tiempo a leer (poesía y novelas de la colección Libros Eternos para la Juventud, que compraba por correo: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe; Mi amiga Flicka, de Mary O'Hara; Capitán Horacio Hornblower, de C. S. Forester; El despertar, de Marjorie Kinnan Rawlings…), a escribir poemas que no habría sido capaz de enseñar a nadie, so pena de morirse de vergüenza, y a estudiar por correspondencia. Hizo un curso de electrotecnia en Eratele, y otro de radio y televisión en la academia Afha, aunque descubrió que las cosas mecánicas no se le daban demasiado bien porque no acababan de gustarle. Él ansiaba emociones, más que problemas técnicos. Entonces comenzó a interesarse por los idiomas. Aprendió algo de japonés por el método Assimil, aunque no veía la utilidad de saber japonés a no ser que tuviera la suerte, poco probable, de encontrarse con algún ingeniero de la casa Citizen por los montes pelados que rodeaban su pueblo. Fernando era minucioso y atento, y seguía ordenadamente las indicaciones del método (discos microsurcos de 33 r. p. m. con la pronunciación, libros de vocabulario, cintas, cuadernos de ejercicios…). Con el inglés y el francés hizo avances de manera muy rápida; habiendo empezado por el japonés, esas dos lenguas le parecieron sencillas y asequibles, cosa de niños.

También pidió un Manual práctico de cultura física, escrito por John Turbin, de la editorial De Vecchi, respondiendo a un anuncio que prometía: «En pocas semanas haremos de usted otro hombre.» Él había querido toda su vida ser otro hombre: un viajero, un poeta, un amante… Según la publicidad, si se seguían al pie de la letra las instrucciones del libro, y en eso Fernando era especialista, cualquiera podía conseguir un tórax poderoso, unos brazos hercúleos y músculos de acero. Pero él no ansiaba todo aquello, aunque a nadie le viniera mal; estaba razonablemente satisfecho con su cuerpo, que despertaba las miradas inquietantes de las chicas a su paso. «Tener otro cuerpo no es lo mismo que ser otra persona», pensaba Fernando.

No, lo que él codiciaba eran las fotos que prometía el libro. Ciento setenta y cinco ilustraciones, gran parte de ellas a todo color, de hombres que elevaban los brazos por encima de la cabeza y lucían bíceps, y pecho, y muslos, despidiendo masculinidad por cada poro de sus cuerpos, que parecían moldeados por el propio Miguel Ángel en el barro sensitivo de la carne mortal.

El libro le costó doscientas veinte pesetas, más gastos de envío. Él no lo sabía por entonces, pero aquel volumen, con portada en color, lo acompañaría en su biblioteca el resto de su vida. Hasta el fin de sus días.

Le sacaba el dinero para pagar los cursos a su madre, que aunque era de naturaleza tacaña prefería verlo «entretenido con tonterías que no le hacen daño a nadie» antes que vagueando, o buscándose la vida mediante trabajos penosos (plantando pinos de repoblación, por ejemplo), como hacían otros muchachos de su edad.

Pocos días después de que él cumpliera veintitrés años, un cinco de enero de 1968, la madre de Fernando murió.

Una mañana, cuando el joven se levantó -a las siete y media, como de costumbre-, bajó a desayunar y se dio cuenta de que ella no estaba en la cocina. Su madre madrugaba mucho, y ni un solo día de la vida de Fernando había dejado de estar presente en la cocina de su casa cuando él bajaba a desayunar, con el puchero de la leche humeando en la chimenea, apartado en un borde, cerca de las cenizas, para conservarlo caliente hasta que su hijo se sirviera un tazón.

Fernando la llamó con la voz amedrentada por un aciago presentimiento.

–¿Madre? – apenas le salió la palabra.

Pero ella no respondió ni siquiera cuando el chico reunió fuerzas y logró gritar a voz en cuello, sintiéndose trastornado y débil de repente.

Se dijo que quizás estuviera en el retrete, aunque no era propio de ella. Salió al patio y se acercó al escusado, una caseta al fondo de un corral lleno de piedras y macetas, la mayoría sin flores a esas alturas del invierno. Abrió la puerta de un empujón. Estaba vacío. Corrió de nuevo al interior de la casa. Entró en la cocina; el fuego se consumía poco a poco, como un fin inalcanzable. Salió al pasillo y subió la escalera hasta la planta de arriba. Llamó a la puerta del dormitorio de sus padres, que ocupaba solamente su madre, y entró tratando de no hacer ruido. La contraventana de madera estaba abierta -su madre nunca la cerraba-, y una luz gélida y titubeante se filtraba en la estancia.

La mujer estaba acurrucada bajo las mantas. Absorta en sus sueños, pensó Fernando durante un instante.

Se acercó hasta el bulto que formaba su cuerpo y la tocó suavemente. Su forma le pareció un callejón sin salida, una excrecencia inmóvil en el nublado lienzo del día. La zarandeó levemente, pero la mujer no respondió a sus avances.

Entonces Fernando empezó a hablar, con prisas, en japonés. Tontamente.

Kokop da!!! -¡Estoy aquí!-. Doko ni ikunda?! -¡¿Adónde vas?!

Pero sus palabras se encaramaron a las paredes de la habitación como lagartos que treparan impasibles hacia el techo, y nadie le respondió. Su monólogo inconexo fue un estruendo inútil ante la impasibilidad de la muerte.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. No recordaba la última vez que había llorado porque, por fortuna, generalmente carecía de motivos para hacerlo. De repente, las lágrimas resbalaron por su cara caudalosamente. Hubieran servido para llenar un pantano. Era como si salieran de algún tanque escondido de detrás de su rostro que hubiera estado olvidado durante años, repleto de esas pequeñas gotitas de agua salada, con sabor a óxido, que le empaparon los labios.

Poco después, en febrero de 1968, Fernando se plantó en Madrid con un dinerillo que le sacó a duras penas a su padre. Estaba dispuesto a abrirse camino en el mundo, a ser otra persona, el orgulloso poseedor de un reloj propio de un hombre de acción.

Para su sorpresa, su padre se afeitó el bigote y volvió a casarse dos meses después del entierro de su madre, con la viuda de un sargento de artilleros, residente también en Melilla. La herencia de su madre fue a parar al bolsillo de su progenitor y de la alegre viuda, a la que Fernando ni siquiera llegó a conocer, y que se había convertido en una madrastra de la que nunca quiso saber muchos detalles. De alguna manera, ahora era libre, se consoló. Podía hacer cualquier cosa que deseara. Y tenía muchos deseos guardados bajo llave, como bestias bien alimentadas que pugnan por salir al aire libre, a campo abierto, que saben que lo conseguirán un día u otro.

Nada mas llegar a Madrid se alojó en una pensión barata cerca de Atocha. Se propuso entrar en la universidad, presentarse al examen de reválida y comenzar una carrera aunque fuese muy mayor para ello. Estaría con estudiantes unos años más jóvenes que él, pero no le importaba. Tenía una cara fresca y moderna, poco habitual para un español de la época; podía pasar incluso por extranjero (eso le decían las mujeres en su pueblo cuando era chico). Daría el pego. Buscaría algún trabajo nocturno para poder mantenerse hasta que concluyera los estudios y encontrara algo mejor. Unos primos suyos que vivían en Aluche le habían dicho que podía descargar mercancías en Santa María de la Cabeza, en el mercado. Pagaban razonablemente bien. Lo haría. Era fuerte, y no temía al trabajo duro, a pesar de que su madre se había pasado la vida intentando alejarlo de ese tipo de actividades. Sin embargo, durante dos años había hecho religiosamente los ejercicios de gimnasia, aquellos que recomendaba su libro favorito, y aunque no consiguió el mismo aspecto que los hombres, tan amados por él, de las fotografías, sí que logró ponerse en forma casi sin darse cuenta.

Fernando era joven, aún no se había maleado, y estaba convencido de que la vida podía ser sencilla y agradable si uno se limitaba a seguir las instrucciones adecuadas. Todavía no era consciente de que uno no siempre sigue los procedimientos apropiados, y que precisamente ahí reside una de las muchas dificultades de la existencia.

Comenzó a ir a la universidad como oyente -quería matricularse en Letras en cuanto aprobara el examen pendiente-, y así fue como conoció a Fabio.

Fernando no estaba muy al corriente de lo que sucedía en el mundo. En su pueblo no tenía la costumbre de escuchar la radio o leer los periódicos (el periódico llegaba con un día de retraso, y siempre pensó que, así las cosas, no merecía la pena el esfuerzo). Se informaba a través de la televisión, pero tampoco hacía mucho caso. Tenía bastante con sus propios problemas, que sentía colgando de su espalda como un pequeño y enojoso zurrón. Por tanto, no sabía que en la Universidad de Madrid el año había comenzado con la policía cerrando la Facultad de Ciencias Técnicas tras una protesta de los estudiantes contra el régimen de Franco. A mediados de enero, el gobierno cerró la Facultad de Filosofía y Letras (donde él aspiraba a licenciarse) y la de Económicas y Ciencias Políticas, por el mismo motivo. Tampoco sabía quién era Bob Dylan, ni que había reaparecido tras ausentarse de la escena pública durante más de un año por culpa de un accidente de moto que casi le partió el cuello. La música que él escuchaba, en su tocadiscos Stereo 1008 de cuatro velocidades (16, 33, 45 y 78 r. p. m.), o en su casete Superportable 909, era más bien clásica, o del tipo «selecciones musicales hispanoamericanas» (lo mejor de México, bossa nova), historia del vals, o música de grandes películas (Casablanca, Charada, Zorba el griego, Lawrence de Arabia, Horizontes de grandeza, Lilí…). Por eso se ruborizó ante su propia ignorancia y las mejillas se le pusieron del color de uno de esos huevos de yema roja que compraba su difunta madre cuando Fabio, que daba clases como ayudante de Literatura Española Contemporánea, le preguntó en clase, a bocajarro, como si fuera una pregunta de examen a pesar de que Fernando ni siquiera estaba matriculado aún, si le había gustado el disco de Bob Dylan. No sabía qué contestarle. «Aún no he podido escucharlo», murmuró haciendo un verdadero esfuerzo por reconocer su ignorancia; le costó tanto extraer las palabras de su garganta que cada sílaba se le antojó una muela arrancada sin anestesia.

Más tarde, Fabio habló en la cafetería de la facultad delante de un grupo de alumnos, entre los que se contaba Fernando, sobre las nuevas canciones de Dylan. «Sencillas y suaves, seres errantes y vagabundos con implicaciones morales o con dejes religiosos», aseguró ante unos boquiabiertos chavales ansiosos de un líder al que admirar que los condujera a la libertad, la revolución y el supremo conocimiento. (Hasta mucho tiempo después, Fernando no supo que Fabio estaba citando casi textualmente la crítica que había hecho Time del último disco del cantante.)

Ese mes de mayo estaba siendo agitado en muchos lugares del mundo. Fernando se enteró a través de Fabio, que lo introdujo en la política asamblearia de la facultad, y lo arrastró a la vida nocturna de Madrid cuando su trabajo de estibador se lo permitía, lo que no sucedía muy a menudo. Fue Fabio quien le prestó el libro Revolution in the revolution, la versión inglesa del ensayo de Régis Debray, un jovenzuelo intelectual francés fascinado por la revolución cubana. Por primera vez, Fernando se alegró de saber idiomas, y eso lo hizo sentirse un poco mejor. Desde que había llegado a Madrid se notaba acobardado por un tremendo complejo de inferioridad cada vez que ponía los pies en la universidad, y tenía la sensación de que incluso su ropa estaba pasada de moda (algo que, por otra parte, era cierto). También fue Fabio quien lo inició en la lectura de Hermann Hesse, un pacifista alemán que lo sedujo con su novela El lobo estepario, y quien lo convenció de que debía ser «hijo de una nueva era», como quien gana un feligrés para una insólita religión. Fernando, envuelto en la borrachera del mundo que empezaba a descubrir, se dejó llevar por Fabio y por el embriagador ambiente estudiantil dando tumbos, movido por un impulso de emulación, de afirmación y de ruptura con su pasado. Sus raíces. Su pobre madre muerta. El hombre de acción que siempre había deseado ser estaba naciendo ante sus ojos.

Le echó un vistazo a su reloj Citizen mientras caminaba por la Cuesta de Moyano, ojeando los libros de segunda mano de los puestos, y sonrió satisfecho. Era joven, y la luz del día, hermosa. Las nubes parecían una rasgadura en el azul malogrado del cielo. Hacía fresco, pero la primavera atravesaba el aire y le hacía sentir la emoción del mundo en cada respiración. Había quedado con Fabio. Luego irían a reunirse con otros compañeros en casa del maestro -así lo llamaban muchos-, y más tarde a una cafetería de Callao.

Alguien aseguró que, en 1968, todo el mundo quería ser poeta. Fernando volvió a sonreír, dichoso como un niño ante un plato de patatas fritas, porque se dijo que él ya lo era, que poseía un arte al que mucha gente aspiraba, incluido Eugene McCarthy, senador y candidato a la presidencia de Estados Unidos. Le había enseñado algunos de sus poemas a Fabio. ¡Cielo santo!, nadie imaginaría nunca el miedo que pasó esperando su veredicto. La vergüenza le había forrado por dentro el estómago con una capa fría y deslustrada de tizne. Se lo sentía pintarrajeado con rotulador, como la cara de una de esas chicas que desfilaron el primero de mayo en Praga (Fabio le había enseñado una foto sacada de un periódico francés) portando un cartel que decía «Club de soul de los hippies de Checoslovaquia», y que llevaban los mofletes embadurnados con flores de trazado infantil.

Al cabo de dos semanas, Fabio le devolvió el manuscrito. Su boca esbozó una mueca que tal vez pretendía ser natural y afable, pero Fernando tuvo la sensación de que se la habían sacado a golpes.

–¿Qué te han parecido? – se atrevió a preguntar, haciendo un penoso esfuerzo.

Por un momento, creyó que Fabio iba a escupir. Fernando lo tenía en una enorme consideración. Estimaba tanto su criterio que se habría cortado las manos si él hubiera afirmado que no servían para agarrar. No lo conocía lo bastante como para haberle perdido el respeto, todavía.

–No están mal… -concedió Fabio.

–¿De verdad? ¿Lo dices en serio? Me han dicho que también eres editor. Que tienes una pequeña editorial con un socio que… No sé, tal vez… A lo mejor, si te parece, podrías ver si…

–Sí. Hummm… No están del todo mal. – Se acarició la barbilla; se estaba dejando barba, como Fidel Castro, aunque los pelos no le salían con fuerza, y daba la impresión de que le irritaban la piel, porque se rascaba a menudo-. Lo que no entiendo, permíteme que te lo diga, compañero, lo que no comprendo es por qué escribes poemas de amor y hablas de ella todo el tiempo. Ella esto y ella lo otro. Ella una y otra vez…

Fernando lo miró, desconcertado. Fabio continuó hablando.

–Se nota a distancia que eres maricón -dijo. Su voz tenía un eco irritante y bajo. Se acercó al oído de Fernando, resolló un poco y seguidamente le soltó-: Asúmelo, coño, pedazo de nenaza. Muñequita linda.

Luego le rozó la oreja con la lengua, un lametón blando y húmedo que le dejó la piel encerada de saliva caliente y el pulso acelerado de un ternero de rodillas ante su matarife. Fernando se quedó plantado en medio del pasillo de la facultad, con los folios manuscritos con una pulcrísima letra de escolar colgando de su mano igual que un ramo de flores mustio.

Fabio se dio media vuelta y se largó sin mirar atrás. Y a partir de entonces, Fernando no dejó de pensar en aquel contacto físico. Nunca había tenido una intimidad semejante con nadie. Jamás había besado en la boca a otro ser humano. Era virgen, y estaba convencido de que a Dios no le parecería mal que lo fuese, dados sus gustos sexuales. Pero después de aquel beso -pues llegó a considerarlo un beso, el primero de su vida-, no fue capaz de pensar en otra cosa más que en la lengua de Fabio.

Los hindúes -Fernando se informó de ello leyendo un libro de la Biblioteca Nacional- creían que existían distintas clases de besos: beso nominal, palpitante, tierno (propio de jóvenes esposas, de modo que ése no podía ser su caso, o quizás sí, pero bueno…). Para ciertos poetas orientales existían cuatro clases de besos: directo, inclinado, invertido y apretado. El joven pasó noches enteras, de insomnio casi febril, tratando de clasificar el suyo, el que Fabio le había dado a él, su beso, sin darse cuenta de que quizás no se trataba más que de una simple lamedura con afán más despectivo que acariciador.

Consumió horas enteras pensando en Fabio, apelando a la razón y a la lógica, diciéndose, entre pucheros propios de una nenaza: «Él no es de ésos, tú lo sabes, lo presientes en el fondo de tu corazón. No des un mal paso con él, o te arrepentirás…» Pero al final su deseo se impuso a su cordura, como sucede a menudo con la juventud, y no sólo con ella.

Ahora Fernando paseaba arriba y abajo por la Cuesta de Moyano, esperando a Fabio, preguntándose si de verdad lo amaba, y si su amor lo ofendería. El amor era una especie de enfermedad contagiosa -una soriasis, una sífilis del sentimiento- que no evitaba infectar la mirada. Cualquiera que reparara en él se daría cuenta de que estaba enamorado sólo con verle los ojos.

Ese día, Fernando ni siquiera sospechaba que terminaría aborreciendo a Fabio lentamente, tras convertirse en objeto preferente de su sadismo. Lo que sucedió esa noche, junto a él, no fue sino el comienzo de una larga y desagradable serie de incidentes de humillación que lo dejaron exhausto y resentido como un viejo perro al que apalean con regularidad durante años.

Cuando llegó Fabio decidieron ir a su casa, donde había quedado más tarde con otra gente de la facultad. Vivía en un apartamento alquilado en la plaza de Oriente, minúsculo, con humedades, sin ascensor, y por lo habitual sin agua caliente, pero desde donde podían contemplarse los jardines de Sabatini, y las estatuas de los reyes cansadas de ver pasar el tiempo y los errores de la civilización a su lado.

Fernando llegó primero al quinto piso. La escalera estaba oscura y olía a pintura mohosa. Fabio jadeaba cuando se dispuso a abrir la puerta.

–Estás en buena forma, nenita -dijo. Se le escapó una apática sonrisa y sus dientes cobraron vida contra el fondo umbroso de la puerta mientras hacía girar las llaves para abrir.

Fernando les había dicho, a Fabio y a sus compañeros de curso, cómo se ganaba la vida («Trabajar no es ninguna vergüenza, pero la vida resulta más agradable cuando no tienes que tomarte la molestia de cansarte», decía su madre en vida, suspirando). Lo hizo con cierto temor porque la mayoría de quienes acudían a la universidad tenían familias que podían permitirse pagarles los estudios, o becas con las que ir tirando. Pocos, como él, descargaban camiones de fruta a medianoche confiando en poder pagar la matrícula cuando llegara el momento. Normal que tuviera músculos, pensó, «no paro de levantar pesos; si sigo así mucho más, acabaré pareciéndome de verdad a los hombres de mi libro». Por otra parte, vivían una época de comunión ideológica entre obreros y estudiantes, se suponía que juntos harían una revolución. No creyó que su situación económica fuese deshonrosa para los demás, sino todo lo contrario, quizás incluso sirviera para estimular sus sentimientos de camaradería hacia él, el bicho raro de pueblo recién llegado al mundo. El obrero paleto.

–Psé, ya sabes… Llevo cuatro meses con ese trabajo. Son muchas cajas cargadas al hombro, y muchas noches… -Fernando se miró la punta de los zapatos, apocado, quitándole importancia a su estado físico.

Fabio meneó la cabeza y le ordenó que entrara. Su voz no sonó como una invitación, sino como una orden que Fernando se apresuró a obedecer.

–Bueno, pues ya estamos aquí. Siéntate donde puedas. ¿Quieres hacerte un canuto? Ah, no, que tú no fumas… Si yo dejara de fumar, estaría más fuerte que tú. Pero es que no me apetece.

Se dirigió a la pequeña cocina, empotrada en un rincón del salón, y puso agua a calentar. Le preguntó si se tomaría un té, y Fernando asintió mientras revolvía unos cojines en el suelo, buscando acomodo. Finalmente logró sentarse, pero el suelo estaba lleno de bultos.

Fabio se acercó al círculo de cojines mugrientos, frente al balcón, y empezó a recitar a Philip Larkin. Fernando había observado que tenía una gran memoria. Era capaz de pasarse el día recitando. Y citando, sin citar la fuente, aunque eso Fernando aún no lo sabía.

–«… Cuando estaba tendido en la desvencijada cama diciéndose a sí mismo que aquélla era su casa, sonriente y tembloroso, era capaz de desembarazarse del angustioso pensamiento de que la manera como vivimos da la medida de nuestra verdadera naturaleza, y de que el hecho de que a su edad sólo pudiera envanecerse de una habitación alquilada era la prueba más evidente de que no merecía un destino mejor…»

Fernando lo interrogó con la mirada.

–Philip Larkin, cateto. Pienso en esos versos cada vez que entro en esta casa. No pongas esa cara de susto, joder. Cuando me miras siento que te estás inmiscuyendo en mi vida privada… -Fabio se tumbó sobre un par de enormes cojines, sacudiendo la ceniza acumulada en el borde de uno de ellos-. Por cierto, ¿qué te ocurre? – preguntó con esa afectada candidez que era la máscara de su destemplanza gratuita, como pronto averiguaría Fernando-. No haces más que rebullir el trasero, ¿te duele? ¡¿Por qué será?!

Fernando se encogió en el suelo igual que un caracol pisoteado. A pesar de todo, lo miró con adoración a través de sus espesas pestañas de niño, y en su cara se pintó su clásica sonrisa de idiota embelesado. El gesto se extendió por el rostro como una mancha.

Fabio tiró de una bolsa de plástico que sacó de debajo del montón de almohadas.

–Ah, mira qué bien. – Abrió la bolsa y miró dentro. La dejó a un lado y dio un sorbo a su taza de té-. Esto se lo ha dejado aquí Mary Carmen. – Fernando no articuló palabra, de modo que Fabio continuó-: No está mal, la chica. Aunque, bien pensado, lo nuestro no podía funcionar, teniendo en cuenta que, de ella, yo sólo estimo sus glándulas mamarias.

Luego comenzó a sacar las cosas de la bolsa. Parecía un niño consentido y maniático, harto de regalos la noche de Navidad.

–Fíjate. Hoy día las mujeres modernas no se pintarrajean tanto la cara. Les gusta más lo natural. Nada de pinturas ni de sostenes. Estoy muy de acuerdo con lo de los sostenes. Pero a esa tía le da por ponerse como un payaso, y lleva unos corsés que ni mi abuela. «Cruzado Mágico», como si perteneciera a la puta Orden del Temple, la muy… -Cogió un objeto, lo miró y lo arrojó a un lado. Era un bote de rimel-. ¿Para qué querrá todo esto? También se afeita. Se lo afeita todo, con más ahínco que un camionero de Kentucky. Lo nuestro no podía durar. Mi Mary Carmen es más antigua que la micción matutina. Con tiparracas así nadie puede cambiar el mundo, joder.

–Querría seducirte -se atrevió a decir Fernando.

Fabio se rascó la barba.

–¿Seducirme? Sí, quizás lleves razón. Pero por lo que yo sé, lo hace para mí y para cualquiera. Lo suyo es la cosmética.

–Y el amor…

–El amor, ah, eso… Gran temazo. Lord Byron empezó a escribir poemas a los doce años, ardientemente, con la loable intención de seducir a una primita de su edad. La poesía sirve para conquistar. Con unos buenos versos, una chica a mano lo bastante boba y algo de suerte, tu cama nunca estará vacía. – Lo pensó un momento y añadió-: Claro que, en tu caso… Lord Byron era zopo, pero ligaba como un tigre, el camarada, zancajoso y todo. Gracias sobre todo a su pluma, que era muy distinta de la tuya, por supuesto… -Sus labios se curvaron en son de burla, una expresión que a Fernando llegaría a resultarle dolorosamente familiar-. ¿Y tú a quién pretendes seducir con tus poemas, nena?

–Yo… No sé. Bueno, los escribo. Me salen y ya está.

–Te salen y ya está… No seas simple. Dices muchas sandeces. Nada «sale y ya está».

–A mí, sí. Eso creo.

Fernando se llevó el té a los labios y derramó un poco.

–Tranquilízate, guapa, que te va a dar un tabardillo. – Reptó sobre los cojines y se acercó a Fernando, que pudo olerle el aliento a hierbas y a tabaco, algo masculino pero también dulzón, suave-. Tienes cara de niña. ¿Te lo han dicho alguna vez? No debes de tener ni siquiera barba. Déjame tocar. – Le acarició la mejilla con dos dedos mientras Fernando sentía intensamente el modo arrítmico en que latía su corazón-. Lo que yo decía, no tienes ni patillas. – Retiró la mano con brusquedad y arañó el mentón de Fernando.

–Es que acabo de afeitarme hace un rato, antes de salir.

–Estoy pensando… -echó mano de la bolsa de aseo olvidada y eligió algunos productos-, estoy pensando que sólo te falta un poquito de ayuda de estos potingues para convertirte en una tía buena.

Blandió una barra de labios en el aire.

–¿Qué dices? – se quejó Fernando-, por favor…

–No tengas miedo, tonta. Ven aquí. En esta vida hay que probarlo todo. – Puso una mano en el pecho de Fernando, que se pegó a la pared y trató de desasirse, aunque el contacto con aquella mano le apetecía más de lo que había sospechado-. Ven aquí, anda…

Era más fuerte que Fabio, eso estaba claro; los dos sabían que bastaría un empujón por su parte para lanzarlo contra la pared de enfrente igual que una pelota. A pesar de su cara de nenita, sentía que los músculos le latigueaban bajo la piel, y estaba seguro de ellos. Pese a todo, y pese a que Fabio estaba forzando su voluntad, se dejó hacer.

Cuando terminó de maquillarlo, Fabio se alejó un poco y contempló su obra. Fernando presentaba un aspecto ridículo y entristecido. Fabio dejó escapar un largo silbido de admiración.

–¡Qué belleza! – exclamó-. La novia elefante.

Fernando cerró los ojos, pensando que así borraría su grotesca imagen del mundo.

–No digas tonterías… -Hizo ademán de levantarse-. Voy a lavarme la cara ahora mismo.

Fabio lo detuvo con firmeza. Sabía que estaba al mando de la situación.

–¿Conoces la poesía de Alberto Lista y Aragón? No, evidentemente, qué vas a conocer tú… Bien, pues era un imitador muy fino. En arte, querida, todo o casi todo es imitación, no hay muchas novedades bajo el sol. Decía Lope: «¿Que cómo escribo?, leyendo, de lo que leo, imitando, de lo que imito, tachando, de lo que tacho, escogiendo, de lo que escojo, escribiendo…» No ha habido un solo gran artista que no fuese excelente imitando. Lista era buen imitador, pero un artista mediocre. Qué se le va a hacer. A veces no se puede tener todo en esta vida, ¿verdad? A menudo no podemos tener ni siquiera una parte. Y de todas formas, el arte es un asunto corrupto y burgués; habría que acabar con la sacralización del mismo, con su elitismo capitalista, y entregárselo al pueblo para que se solace con sus restos mortales. – Contempló a Fernando con dulzura. Él estaba temblando igual que un ratón recién nacido, ciego todavía-. Con esa carita, te mereces unos versos de Lista a la manera de san Juan de la Cruz. – Se echó encima del cuerpo medio tendido de Fernando; sus cabezas estaban la una frente a la otra; se rozaban la nariz-. «Y luego en despertando, aroma pedirás, pedirás flores, y con gemido blando, te quejarás de amores, y exhalarás la vida en mis loores.»

Y entonces Fabio lo besó. De verdad. En la boca. Lengua contra lengua, mezclando los alientos y las salivas. Y, de forma rápida, ansiosa y torpe, ocurrieron otras cosas más.

Media hora después, cuando había pasado todo, llegaron los demás, un grupo de siete chicos y chicas de la facultad. A Fernando no le dio tiempo de ocultarse en el baño y lavarse la cara. De hecho, Fabio lo agarró por una manga y lo detuvo cuando intentaba escabullirse.

–Aquí la tenéis: la novia elefante. ¿A que está guapa, el maricón…? – les dijo sujetando la cara embadurnada de carmín y colorete de Fernando para que todos pudieran verla.

Los recién llegados se echaron a reír a coro. El estruendo de la risa por poco le rompió los tímpanos a Fernando. Se quedó sin fuerzas y, cuando logró soltarse del abrazo, corrió escaleras abajo tropezando a cada zancada contra la vetusta barandilla.

Ésa fue la primera de una larga serie de degradaciones, mortificaciones y desprecios con los que Fabio obsequió a Fernando por toda respuesta a su amor, y que únicamente terminaron cuando Fernando hizo las maletas, después de concluir la carrera con mucho esfuerzo, y se marchó a Estados Unidos con idea de no volver.

Una vez en la calle, Fernando se escupió en las manos y las frotó contra su cara, tratando de eliminar el maquillaje que le había borroneado Fabio por todos lados, de arrancarse la piel.

Se dio cuenta de que la barba incipiente le raspaba las yemas de los dedos. No hacía ni cuatro horas que se había afeitado y ya le estaba volviendo a crecer.

LA CENA DE LOS TRECE.

TOLEDO. ABRIL DE 2007

Cuando Fernando dio por finalizada su narración, Nacho tenía un ligero, pero persistente, dolor de cabeza, y se excusó con el hombre alegando que en la habitación había poca cobertura y debía hacer unas llamadas con su teléfono móvil.

–Saldré un momento al jardín -dijo, y se puso en pie. Estaba entumecido, y notaba las articulaciones de los brazos tiesas y solidificadas como nudos en la madera de su cuerpo.

Fernando sacó su propio teléfono y lo contempló con mirada inquisitiva.

–Pues yo tengo una, dos, tres rayitas. Puedes llamar desde el mío, si quieres -alegó. Aquel hombre era un charlatán laborioso.

–Si no te importa, prefiero hacerlas desde el mío. – Nacho se mantuvo firme. Normalmente le costaba llevarle la contraria a la gente. No le gustaba discutir, y resultaba más cómodo dejarse llevar por los demás, permitir que el resto del mundo amenizara su agenda. Pero había veces…

–Está bien, nos vemos dentro de un rato -concedió Fernando, poniéndose de pie lentamente y sacando un cigarrillo-. Otra cosa que no le perdonaré jamás al difunto es que me incitara a la bebida y al tabaco. Yo no fumaba hasta que lo conocí. Siempre fui un deportista. El tabaco es un vicio asqueroso, no por lo del cáncer, sino porque amarillea los dientes. – Se colocó el cigarro entre los labios al estilo de un viejo cowboy-. Creo que nos llevarán a todos en un minibús hasta el restaurante. O lo más cerca posible del mismo, porque en Toledo hay callejuelas por las que no cabe ni el viento, y menos un cacharro de la Mercedes atestado de versículos libres, como el nuestro. Viene un chofer del ministerio con cara de anunciar que la fiesta se acabó. No sé qué pasa, pero en este país todo el mundo parece cabreado la mayor parte del tiempo. En Estados Unidos, país de grandes defectos pero también de enormes bondades, en cambio…

Nacho lo interrumpió abriendo la puerta e indicándole con un gesto que saliera al pasillo.

–Vale, luego te veo, meteorólogo.

Bajó hasta la cocina y salió al jardín. Observó los colores del cielo, la floricultura de las nubes, y contuvo la respiración un instante en señal de reconocimiento ante el espectáculo. Soltó el aire lentamente y se dio cuenta de que anochecía, el viejo formulismo del sol, la prueba irremediable de su existencia.

No se divisaba a nadie por el jardín, y se dirigió andando con pasos cortos hacia el escenario del crimen.

Por lo que Fernando le había referido, había mucha gente a la que no le habría importado empuñar el arma homicida para acabar con la vida de Fabio Arjona, incluido el propio Fernando. Se preguntó por qué el hombre era tan sincero confesándolo con claridad, con esa alegre sinceridad, ante un desconocido, pues Nacho no dejaba de ser un extraño recién llegado para todos los habitantes del cigarral, que parecían conocerse desde hacía tiempo, la mayoría; tenían historias en común, secretos compartidos, laceraciones correspondidas entre unos y otros. ¿Sería que, como había confesado, pretendía contribuir al esclarecimiento del delito? ¿O se trataba de que su pecho ardía de rabia y necesitaba vaciarla sobre el mundo para aliviar su carga? Tenía que tomar nota de todo lo que le había contado, en cualquier caso, y enviárselo a la tía Pau y a Rodrigo para que fueran haciéndose una composición aproximada de la figura del difunto Fabio y de quienes lo habían conocido.

Miró la zona acordonada por la policía. Estaba rodeada por unos arbustos variegados, de diferentes colores, que empezaban a perder su bella propiedad cromática y amenazaban con volverse completamente verdes. Nacho especuló para sí que el jardinero no era muy fino, pues no se había ocupado de cortar las ramas malas antes de que echaran a perder el resto de las plantas. En la tierra, bajo una miniatura de banco de hierro, recargado de volutas torneadas, se veían un par de zonas oscuras que hollaban tenazmente el suelo. Manchas de sangre del muerto, imaginó. Había marcas de pisadas alrededor, pero eran tantas que costaba distinguirlas. Supuso que la policía ya habría hecho el trabajo de investigación correspondiente, si es que había logrado sacar algo en claro de aquel revoltijo de señales. Unos rosales que rodeaban el lugar daban muestras más que evidentes de amparar entre sus hojas una pequeña colonia de moscas blancas. Se dijo que aquel panorama horrorizaría a su tía Pau, más que por el crimen, por el descuido del jardinero.

Suspiró y sacó el teléfono del bolsillo de sus vaqueros. Aprovecharía para llamar a la tía Pau. Así, si Fernando lo estaba espiando desde alguna ventana, vería que cumplía su promesa de hacer unas llamadas. Mientras abría el teléfono se reprendió a sí mismo por ser tan complaciente, por hacer invariablemente lo que los demás esperaban de él, por esforzarse tanto en no defraudar a gente que bien podría importarle un pimiento. Supuso que aquella flaqueza de su carácter se debía a la tía Pau, que le había insistido durante su infancia en que tenía que actuar siempre como si alguien lo estuviera mirando. Pensó que su tía había sido una influencia escandalosamente importante en su vida, y supuso que ello se debía a su padecimiento del «síndrome del huérfano», como él mismo lo llamaba. Una vez, en uno de los pocos recitales de poesía a los que había sido invitado, conoció a un escritor, que además se llamaba como él, Ignacio, Ignacio Gómez de Pisón, con el que congenió inmediatamente porque intuyó que también padecía el dichoso síndrome. Pisón era huérfano de padre (Nacho, de padre y madre), y había acudido al acto acompañando a una amiga poeta que también recitaba. Ya no recordaba el nombre de la chica, sólo que era rubia, joven y desaliñada, y que todos sus movimientos tenían un atractivo poder sinuoso, quizás de tipo sexual. Su aspecto era un regalo en un mundo desolado donde generalmente prima la fealdad, y se veía a la legua que con Pisón no tenía planes. Debería haber prestado más atención a la chica, pero se concentró en su empatía con Pisón porque caló enseguida esa orfandad desnuda y valiente en sus ojos, como dos fuentes claras en las que se podrían arrojar monedas.

Marcó el número de la tía Pau y ella respondió al tercer timbrazo.

–¿Qué hay de nuevo, viejo? – preguntó la mujer.

–El jardín de la casa tiene un rincón que está hecho un desastre. Te horrorizaría -respondió él-. Y eso que tiene muchas posibilidades. Es una belleza desperdiciada. Sólo un par de arbustos de Potentilla fruticosa se salvan de la dejadez generalizada. También algún que otro ciprés, ahora que lo pienso. Volvió la cabeza hacia el contorno de los árboles que se recortaban frente al río que entonces emprendía la tarea de arrastrar las sombras del anochecer mezclándolas con el agua-. Y no encuentro a nadie por aquí que apreciara al difunto Fabio Arjona.

Bordeó la zona acordonada hasta un parterre hecho con traviesas de ferrocarril que alojaba una mustia Aucuba japonica que compartía espacio con varios acebos que salían de la gravilla esparcida por el suelo. Eran como dos personas mal emparejadas, a pesar de que sus físicos contrastaban tanto que, de alguna manera, hacían juego.

–El foro del club está que berrea, Nacho. Hablan de conspiraciones, de venganzas, de sicarios… No veas qué panorama. Me gustaría estar ahí contigo.

«Sí, la que faltaba», pensó él.

–Nadie lo apreciaba demasiado, por lo que voy entendiendo. ¿Has leído lo que te he enviado? Quiero mandarte otras notas más tarde. He mantenido una larga charla con uno de sus colegas. Lo conocía desde los años sesenta, y lo detestaba a muerte.

–¿Te das cuenta de que podrías estar compartiendo techo con un asesino? – Nacho notó la excitación de su tía al otro lado de la línea, que seguramente iba recta hasta el cielo, atravesaba un satélite de telecomunicaciones y luego volvía a caer en picado, unos kilómetros más allá de donde él estaba ahora. En telefonía, la distancia más corta no siempre era la línea recta.

–Es posible -conjeturó el sobrino-. Ahora tengo que colgar, me gustaría asearme un poco antes de salir a cenar. Nos llevan a un restaurante dentro de un rato.

Se encaminó hacia la puerta de la cocina, pero lo pensó mejor y fue a echarle un vistazo a su coche. Estaba aparcado entre otros cuatro, y a simple vista continuaba tal y como él lo había dejado al llegar. Se asomó a los cristales y oteó el interior. Estaba concentrado observando unos periódicos atrasados que se acumulaban bajo el asiento trasero cuando oyó un carraspeo a su espalda. Se volvió de inmediato, con la necia sensación de haber sido sorprendido espiando a unos novios que se abrazaran en el interior del utilitario.

–Ah, hola, Nacho. – Era Cecilia Fábregas, que lo observaba con una pizca de divertido interés. Él se preguntó si llevaría mucho rato observándolo. Probablemente, si era así, habría llegado a la estrafalaria pero lógica conclusión de que era imbécil.

–Buenas, Cecilia, esto… Vaya, hola.

–Te he visto paseando por el jardín. A mí también me encantan los jardines. Como vivo en Madrid, llevaba tiempo echando de menos un poco de verdor, de modo que hace un año me compré una casa en Annecy, en la ribera este, con vistas al lago. No sé si conoces Annecy. – Nacho negó lentamente con la cabeza, como si le costara reconocer algo así-. En Francia, en la Alta Saboya. Me dije: qué caramba, tienes el dinero, ¿por qué no empiezas a gastarlo en algo que te produzca placer?

Se rió de una manera que a Nacho se le antojó extravagante aunque cálida, soltando una especie de grititos delicados semejantes a tosecillas.

–Eso está bien -fue todo lo que se le ocurrió comentar.

–No tardé en darme cuenta de que la casa es demasiado grande para mí sola y mi suegro, que somos los habitantes más asiduos. Mi hija ya hace su vida y… En fin. También está la muchacha de servicio, claro. Pero es que tiene once habitaciones, la casa. ¡Once! ¿Te imaginas? Es preciosa, aunque enorme. – Echaron a andar juntos hacia la terraza bordeada de cipreses desde la que podía verse el río, ajustando sus pasos en la misma dirección sin haberse puesto previamente de acuerdo, alejándose del improvisado aparcamiento, y también de la escena del asesinato-. Quizás debería decir mi ex suegro, pero… bueno, en realidad es como mi padre, a estas alturas.

–Ah, bien…

–Es un lugar perfecto, desde el que puede avistarse el lago en toda su extensión, plateado por la luna en las largas noches de primavera, como esta que ya se anuncia. – Cecilia se recogió el chal de seda sobre el pecho; quizás sintió un escalofrío al mirar el agua del río, tendida y calma-. Te gustaría, estoy segura. Estás invitado cuando quieras. Sobra sitio -añadió, y volvió a reír alegremente.

–Muchas gracias, es un honor que me haces.

–He leído tus poemas -confesó Cecilia-. Al principio me sorprendieron. Quiero decir… que utilizas el lenguaje casi de la misma manera que yo.

–¿De qué manera?

–Bueno, los dos somos científicos.

–¿Ah, sí? No lo sabía. Pensaba que esta casa estaba plagada de sesudos filólogos que conjugaban hasta las vocales, a palo seco. – Aunque, pensándolo bien, Nacho recordaba haber leído algo al respecto en Internet.

–Ya ves que no. Ja, ja…

–Me alegra mucho saberlo. Yo no he leído todos tus libros, aunque sí algunos poemas aquí y allí…

–Quieres decir que has encontrado textos míos en Internet. Confiesa… -Sus labios estaban un poco amoratados; no llevaba carmín. Nacho se cuestionó si la mujer habría pasado mucho frío últimamente. Tal vez había estado expuesta a la intemperie allí, en su casa de Francia-. Los jóvenes os enteráis de todo por Internet, se empieza a perder esa bella costumbre de la bibliofilia.

–Oh, no, no es por eso. – Nacho se justificó como pudo-. Y no soy tan joven, ¿eh? Es que no puedo comprar todos los libros que me gustaría. Mi sueldo no da para mucho. Aún vivo con mi tía. Podríamos decir que ni siquiera me he independizado, a los cuarenta años cumplidos. De modo que… estoy ahorrando para comprarme una casa algún día. – Sentía un arrebato confesional, del que más tarde se arrepentiría, como le ocurría siempre que hablaba más de la cuenta. Pero qué carajo…-. Lo que ocurre es que tampoco me gusta la idea de dejar a mi tía sola. Su casa es grande. Estamos bien juntos. Es la mejor compañía que he podido conseguir sin tener que pagar. – Esta vez fue él quien rió su propia gracia.

–A mí me pasa lo mismo con mi suegro: estamos bien juntos.

–Pues entonces ya me entiendes.

Se hizo un silencio entre ellos mientras miraban el discurrir suave del río y las luces que comenzaban a brillar en la ciudad, que se encendía poco a poco con las frágiles estrellas amarillentas y artificiales del alumbrado público.

Cecilia interrumpió la calma del momento murmurando algo. Pensando en voz alta, especuló Nacho.

–Los ríos le han dado tanto al mundo… -dijo ella. La frase sonaba algo afectada, pero Nacho supuso que ése, precisamente, era el tipo de enunciado que uno esperaba oírle decir a un poeta.

–Sí, así es.

–Tenemos que volver, creo que salimos a cenar dentro de pocos minutos.

–Cierto. – Nacho miró hacia las ventanas de la cocina, tras las que se apreciaba actividad.

–Me gustaría hablar contigo después de la cena -dijo Cecilia, e hizo una pausa, «escénica», pensó Nacho-… sobre Fabio Arjona. Supongo que su asesinato te interesa, de modo que querrás saber cosas sobre él. Yo puedo contarte mi experiencia. Quizás te sirva para dibujar su figura; así podrás ir haciéndote una idea de los motivos por los que lo han matado. Porque el asesinato siempre tiene un motivo, y en este caso… -lo agarró del brazo con dulzura; Nacho sintió sus dedos fríos al tacto-, te aseguro que yo no carezco de ellos, si tengo que ser sincera.

–¿Cómo?

–De motivos para haber matado a Fabio Arjona.

El meteorólogo se sorprendió. ¿Es que nadie tenía que decir nada cordial sobre la víctima? ¿Se contarían también entre ellos sus traumas con Fabio Arjona, sus lamentos, sus viejas tirrias y animosidades? ¿Hablarían entre sí como lo hacían con él, o lo habían elegido porque era nuevo, aficionado a atrapar delincuentes, porque a sus oídos todo era una novedad, porque no conocía a la víctima, porque no le debía nada, porque quizás todos pensaban que le resultaría interesante escuchar lo que para ellos ya eran gastadas anécdotas vividas al abrigo de la desgracia que Arjona, al parecer, había derrochado generosamente sobre sus vidas? ¿A qué venía esa necesidad que casi todo el mundo evidenciaba en el cigarral de expresarle sus motivos para odiar a Fabio? ¿Se estaban justificando? ¿Se estarían acusando, inconscientemente, porque tenían mala conciencia? Y, si tenían mala conciencia, ¿a qué era debido?

–Cuando tú quieras. Por supuesto -no le quedó más remedio que contestar así, resignado. La hipocresía, o sea, la buena educación que la tía Pau defendía a capa y espada porque creía que era el pilar de la civilización, un día le habría de salir cara. Por lo pronto, le robaría horas de sueño.

–Cuando volvamos a la casa, después de cenar. No lo olvides -repitió Cecilia.

De repente dio media vuelta y echó a correr hacia la mansión, sin despedirse.

Cuando salieron en el minibús, había varios periodistas apostados en la puerta, que se lanzaron hacia el vehículo disparando flashes y preguntas que nadie alcanzaba a oír a través de los gruesos cristales tintados del Mercedes. Doña Agustina estaba sentada, muy tiesa, frotándose las manos sin parar, al lado del conductor, que, tal y como Fernando había dicho, parecía un impasible replicante. «Una extensión del GPS -se dijo Nacho-, tecnología punta; el menda es tan expresivo como un circuito integrado.»

Se habían acomodado igual que escolares que emprenden una excursión al zoo. Nacho se regocijó pensando que quizás también habría canciones y alboroto («para ser conductor de primera, acelera, aceleraaa…»), y movimientos nerviosos del cuello del chofer en dirección al espejo retrovisor. Pero se temía que no era probable.

Tenía la sensación de que, de haber habido plazas suficientes en el ómnibus, la mayoría se habrían sentado solos. Bueno, quizás Richard Vico y Rocío habrían compartido dos asientos juntos. Y Fernando Sierra se hubiera pegado a sus muslos como un calzoncillo de licra, dándole la murga con su vida universitaria norteamericana y lo malo que era Fabio Arjona ya en el año 68. Pero los demás… Pascual Coloma se sentaría muy erguido en la primera fila, mirando fijamente el cogote del cochero («sólo habla con los siervos -le había comentado Fernando respecto a Pascual-, subalternos, vasallos y feudatarios, la canalla en general, que le hacen sentirse más alto; y más estirado de lo que es, que se dice pronto. Y sólo se digna hacerlo para repartir instrucciones»).

Pero Fernando se había descuidado a la hora de subir al autobús, y cuando miró en derredor se dio cuenta de que Nacho ya tenía compañía: compartía asiento con Cristina Oller.

Sí: la ex.

Cris-ti-na O-ller.

Intercambiaron unas frases de cortesía (ay, la maldita gentileza; algún día Nacho moriría de un ataque de amabilidad). Le empachó el perfume de la mujer, que se le antojó más propio del ambientador de un lavabo de caballeros. Pero, en conjunto, Cristina le resultó agradable y propicia a la confidencia. «Si le tiro un poco de la lengua, seguro que ésta también se explaya sobre el difunto», anotó mentalmente Nacho. Aunque poco tardaría en comprobar que ni siquiera iba a ser necesario convencerla, porque ella ya estaba mas que decidida a contar su parte.

A Fernando no le quedó más remedio que sentarse junto a Miño Castelo, que examinaba el techo aburrido, con cara de no haber contemplado nada más insulso en su vida.

–Siéntate a mi lado, buen hombre -oyó Nacho que decía Miño, dirigiéndose a Fernando-. Sí, aquí, a mi vera, rapaciño. Pero si ya nos hemos saludado; el otro día, ¿te acuerdas?, así que no me des la mano, que soy un hombre muy ardiente…

Fernando le dirigió una mirada torva y se acomodó a su lado con cara de estreñimiento.

–Dentro de quince minutos llegaremos al restaurante. Esta ciudad es pequeña, como bien sabéis todos los que la conocéis, que imagino sois la mayoría -resolló doña Agustina por la megafonía. Porque aquella miniatura de medio de transporte tenía megafonía. Alguien había previsto que los pasajeros no siempre guardarían un respetuoso silencio ante el guía, cuya plaza ocupaba ahora la anfitriona del encuentro. Pero ése no era el caso, porque, excepto por las salutaciones de Miño, no se oía mas que el sonsonete del motor y el zumbido insistente del aire acondicionado, demasiado caliente-. Nos colaremos en el restaurante por una entrada que conoce poca gente, para despistar a los plumillas que había en la puerta del cigarral y que a lo mejor tienen ganas de seguirnos. – Un suspiro de inquietud cascabeleó en estéreo-. Comeremos bien, espero que todos disfrutemos de la cena. Y… nada más por el momento, queridos amigos.

Se oyó un chasquido que sonó como un portazo cuando doña Agustina apagó el micro.

Pascual Coloma, codo con codo con Mauricio Blanc, recordaba a la estatua de un viejo patricio romano. Su pelo blanco, a la luz tibia del coche, parecía formado con montoncitos de migas apelotonadas cuidadosamente.

Cecilia Fábregas iba al lado de Rilke Sánchez. Y Jacinta Picón y Torres Sagarra se habían sentado juntas.

Llegaron pronto al restaurante, a pesar de las calles de trazado endiablado y de las dificultades para el tráfico rodado que ofrecía una ciudad imperial, eclesiástica, administrativa y antigua como Toledo.

Afortunadamente, en el restaurante habían colocado unas tarjetas con el nombre de cada comensal, que indicaban con explícita perspicuidad dónde debía sentarse cada uno. Eso le ahorraba a Nacho la engorrosa tarea de buscar asiento por su cuenta. Siempre tenía la impresión de que no iba a ser bien recibido en compañía de extraños.

El establecimiento se llamaba El Cardenal, nombre de lo más apropiado para un lugar que debía haber tenido, en tiempos, más curia rondando las esquinas de sus calles que el propio Vaticano. Estaba encajonado en la muralla, cerca de la puerta de Alfonso VI, y el servicio recibió al grupo con grandes algazaras de bienvenida. Sobre todo a don Pascual Coloma, al que conocían incluso las camareras de veinte años (seguro que ocultaban piercings en el ombligo bajo el discreto uniforme, sonrió Nacho imaginándolas desnudas). Los emplazaron en el jardín, rodeados de flores y verdes setos, donde estarían solos en un «ambiente discreto, romántico y de buen gusto», como recalcó doña Agustina a la menor oportunidad. El comendador de la casa le agradeció el piropo inclinándose varias veces ante la señora, igual que un pajarillo que bebiera agua de un charco callejero.

–Tomarán asados en horno de leña, de caza o de carne tradicional. Ensaladas de hierbas aromáticas y reducción de vinagres de hinojo, de la casa -explicó un encorbatado señor con grandes entradas en el pelo-. Si hay algún vegetariano entre nuestros ilustres huéspedes, podemos darle satisfacción igualmente.

–A mí me encanta que me den satisfacción -ronroneó Miño, sentado al lado izquierdo de Nacho. A la derecha le había tocado, cómo no, Fernando-. Pienso venir a menudo por aquí…

Les sirvieron unos entrantes y todos se lanzaron sobre los platos con distintos grados de avidez.

Nacho atrapó un trozo de jamón de Jabugo, arrancó la veta de tocino y dejó el jamón en el borde de su plato, tal que si fuera un desecho.

–¿No te comes el jamón? – lo sondeó Fernando.

Nacho se encogió de hombros.

–Querido meteorólogo, coges las espinas y dejas las rosas…, así nunca llegarás a ser candidato al Premio Nobel…

–Ni siquiera me has dado tiempo a comérmelo -refunfuñó Nacho mientras reparaba en Fernando, que mascaba a dos carrillos el cacho de jamón que le había birlado del plato sin pedir permiso.

–No me gusta la gente tiquismiquis con la comida. Eso suele ser síntoma de problemas graves en su metabolismo espiritual. Yo he comido de todo en esta vida: arañas, alacranes, serpientes… No digo que me gustaran, pero no hice ascos. Mi karma está sano, mira lo que te digo. – Fernando se rebañó la barbilla con su servilleta hasta que casi le sacó brillo-. ¿Y bien?, ¿quién de vosotros ha asesinado al pobre, pobrecito Fabio Arjona? – exclamó con un alegre gorjeo, y se incorporó en la silla con ademán de ir a ponerse en pie.

Pascual Coloma le arrojó una mirada hosca, dura como la piedra de un tirachinas, pero se abstuvo de hacer comentario alguno.

Se oyeron unas risitas por la mesa. El camarero, que servía en ese momento el vino, levantó una ceja hasta el punto que estuvo a pique de salírsele de la cara.

–Mira que eres bruto, querido Fernando -lo reprendió Torres Sagarra.

–La sartén le dijo al cazo: «Retírate, que me tiznas»… -El aludido atipló la voz, volviendo la cara hacia el brazo de Nacho, que creyó percibir un ligero aroma a whisky mezclado con su colonia. Seguro que había empinado un poquito el codo antes de salir.

–Bueno, está claro que alguien ha sido -se atrevió a comentar Pedro Charrón.

Pedro era un hombre alto y carniseco, pasada ya la mediana edad, con ojos de aspecto enfermizo, oscuros y marchitos, de esos que dan la sensación de ser incapaces de producir lágrimas ni siquiera para lubricar el globo ocular. Tenía un humor intempestivo, que estallaba igual que un balón relleno de aceite hirviendo cuando nadie lo esperaba, recargándolo todo de risotadas cavernosas y roncas sin motivo aparente. Vestía de manera improvisa (casi siempre llevaba los calcetines desparejados, y algunos aseguraban que lo habían visto acudir a una recepción con el Rey luciendo un zapato de cada color). Vivía en un pueblo de cuarenta habitantes, solo, donde cuidaba de su huerto y sus gallinas. Gastaba menos que un mechero, según Fernando, aunque estaba podrido de dinero. Unos años atrás había publicado su único libro de ensayos, titulado El universo para un poeta, que se había convertido inmediatamente en un bestseller. Nadie pudo explicarse nunca el éxito de aquel libro, tan desviado del aegrum vulgus, un libro que era cualquier cosa menos asequible a las mentes simples, cuando parecía que todos estaban de acuerdo en que lo masivo carece de excelencia, de areté (ésta estaba reservada, claro, para quienes se permitían opinar así), que la exquisitez de las cosas se pierde al convertirse en productos al alcance de una mayoría, a la que se le atribuye siempre una necesidad ramplona de alimentar su ingenuidad y su candidez embrutecida.

–Ya lo creo que ha sido alguien. Alguno de nosotros. Me incluyo a mí mismo, y a don Pascual Coloma; con perdón, reverencia -volvió a hablar Fernando, esta vez sin la boca llena, y haciendo una burlona genuflexión con la intención de que pasara por un sombrerazo de pleitesía al futuro Premio Nobel.

–No, no, no… -refunfuñó Mauricio Blanc-. No digas tonterías, querido amigo. Nosotros somos gente leída, ilustrada. No somos asesinos.

–¿Acaso no existen los criminales refinados? ¿Es que la cultura es un obstáculo para la violencia, una vacuna contra la maldad?

–Lo que está claro es que la incultura no lo es -apostilló Rocío Conrado, sentada al lado de Richard Vico-. Es más fácil que alguien que no está civilizado se dedique a matar que el hecho de que lo haga una persona que tiene conocimientos y un espíritu distinguido.

–¡Ya estamos con eso! – Miño Castelo sacudió la cabeza-. Creemos que por haber leído muchos libros, y haber escrito otros pocos, nos hemos elevado por encima de la media, que estamos muy por arriba de los necios, de la gente vulgar. ¡Esto apesta a elitismo! ¿Qué hay del buen salvaje? ¿Es que ya no nos acordamos de la inocencia de los bárbaros? Tú no eres mejor que Carlos, el inmigrante que nos hace las camas todos los días. Y Ulises no era mejor que su porquero.

–Lo que he querido decir… -trató de corregirse Rocío.

Nacho pensó que estaba bellísima, con aquellos ojos que parecían dos trozos de cielo embotellado tras sus iris, y el vestido negro, ligero y suave, que dejaba a la vista un escote blanquísimo y tentador.

–Eres muy reaccionaria, niña, para ser tan jovencita -añadió Miño.

–No soy una niña.

–Comparada conmigo, sí.

Vete p'al carajo, como dicen en Cuba, Miño. Con todos tus afluentes -respondió airada Rocío, aludiendo mordazmente al nombre de su compañero.

–En la Bodeguita del Medio, ah, en La Habana… -explicó Rilke Sánchez con tono circunspecto y doctoral-, hay un cartelito colgado que dice que cada uno «cargue con su pesao». – Abrió la boca y enseñó unos dientes blanquísimos, como un perro tratando de atrapar una pelota-. Todos tenemos uno. Un pesao, quiero decir. Y no estoy hablando de nadie en concreto, óiganme. Digo, me explico. Por si acaso, ah. Es sólo que me pareció que venía a cuento.

Nacho vio cómo Richard le ponía la mano en el codo a Rocío, tratando de calmarla.

–Sin insultar, guapa -se mosqueó Miño.

–Eres tú quien ha empezado a insultarme a mí. Me has llamado elitista, e infantil. Como sigas hablando así, atraerás a las moscas.

–Tranquilidad, por favor, no discutamos… -Doña Agustina levantó la mano desde una de las cabeceras de la mesa (la otra la ocupaba Pascual Coloma)-. Bastantes problemas tenemos para andar contendiendo entre nosotros.

–Lee a san Agustín, a Schelling, a Kant, a Rousseau y al marqués de Sade antes de hablar -continuó Miño. Sus ojos empezaban a enrojecer, y tenía un rastro de saliva mezclado con vino tinto bordeándole el labio superior.

–¿Me estás llamando inculta, acaso? – Rocío se revolvió en dirección a Miño.

–Sí, ya que sacas el tema. Que yo sepa, ni siquiera acabaste el bachillerato. No sé a qué viene ahora dártelas de culta y de espíritu distinguido. ¡Por favor…!

–¡Qué acusica! – Rocío hizo un aspaviento socarrón-. Sal de escena, querido. Ahora me toca a mí soltar mi soliloquio de obviedades…

–Venerada Rocío, joven genio del mercantilismo editorial, ¿has consultado a tu exorcista de cabecera últimamente? – la provocó Miño-. No te vendría mal visitarlo cuanto antes.

–¡Qué gracioso! Me alegra ver que has llegado a tu edad con todas tus facultades intactas: la mala leche y el astigmatismo.

–Perdona, pero no puedo seguir hablando contigo porque no me he traído mi desfibrilador personal. Veo que lo de tus facultades era sólo una impresión errónea. ¡Eso me pasa por juzgar a la gente por su mal aspecto, sin fijarme en que la belleza está en el interior, como suele decirse! – Rocío torció el gesto-. Por tu bien, espero que sea cierto eso de que la belleza está en el interior porque, lo que es por fuera, no se te ve por ninguna parte.

–Rocío, cómo te va la marcha… -sonrió Torres Sagarra, con los mofletes hinchados de comida.

–¡Vale, ya está bien! – Richard Vico asomó desde detrás de su flequillo. Se lo veía incómodo y embarazado-. Dejadlo ya.

–Sí, vamos a dejarlo -concedió Rocío con las mejillas ruborosas-. Tratar de hablar con este tío es como intentar curar el sida con aromaterapia. – Se volvió hacia Richard y le sujetó el brazo con ternura-. Perdona, no he querido…

–Da igual -respondió Richard, sacudiendo la cabeza-. Déjalo, ¿quieres?

–Todos estamos muy nerviosos -concedió Mauricio Blanc-. Sería mejor que siguiésemos comiendo, sin hablar.

–Esta mocosa se cree que tiene unas lettres de cachet del mismísimo Dios que la facultan para disponer a su antojo de la voluntad de los demás -cuchicheó Miño en dirección a Nacho, que se hizo el sordo-. Si vende muchos libros de esas tonterías que escribe sobre niñas brujas y vampiros con problemas hormonales, en Alemania o en China, a mí me importa un bledo. Eso no la convierte en alguien tan notable como ella cree.

–El mal… El mal pertenece a la libertad moral del ser humano -dijo Pascual Coloma, sorprendentemente. Eran las primeras palabras que Nacho le oía pronunciar, además de las cuatro frases de cortesía que intercambiaba como saludo, o para dirigirse al servicio, y a punto estuvo de sufrir una conmoción al oírlo.

–Desde luego, desde luego -asintieron Rilke Sánchez y Pedro Charrón. Les faltó añadir «amén», pero se contuvieron.

Fernando había enmudecido de repente, concentrado en su plato de comida, y bien podría haber pasado por un deprimido personaje de Gérard Lauzier.

Nacho hinchó el pecho y se dijo que había llegado la hora de cambiar de tema. Pero no se le ocurría ninguno apropiado.

Rocío mantenía la cabeza gacha y los dientes apretados, a la manera de un soldado preparado para morir, o para matar. A Nacho le gustaba. Era pendenciera como un perro chico, lo que también significaba que carecía de autocontrol, pero es que no se puede tener todo en esta vida.

Richard había encendido un cigarrillo y ahuyentaba el humo, que se espesaba a su alrededor como un halo, con una mano descarnada. Cristina Oller no probaba bocado. Miraba a hurtadillas a sus compañeros de mesa y parecía estar pensando.

–Nacho, ¿tienes una dirección de correo electrónico? – le preguntó al fin la mujer-. Quiero pedirte unos poemas para una revista con la que colaboro.

Nacho, impresionado por su consideración, se la anotó diligentemente en una hoja que Cristina le tendió por encima de la mesa junto con una pluma Montblanc de color vino tinto, y le devolvió el papelito cuando hubo acabado.

–Todos estaremos de acuerdo en que la muerte de Fabio ha sido una desgraciada pérdida -dijo Mauricio, sacudiendo la cabeza. Nacho creyó ver una nubecilla de caspa volando hasta sus hombros protegidos por una sobria chaqueta azul marino.

–Sí, una gran pérdida. Sobre todo para él -asintió Jacinta Picón.

Jacinta Picón tenía treinta y siete años y una belleza peculiar. Nacho había leído en un periódico una entrevista que le habían hecho hacía algunos años y en la que hablaba sin pudor de su vida privada. Decía: «Cuando abandoné a mi marido, el pobre se quedó arruinado, enfermo, psicótico y deprimido. Me gusta hacer con los hombres lo mismo que con los pisos de alquiler: dejarlos como estaban antes de que yo llegara.» Se confesaba poeta pero, en su vida privada, manifestaba sin ambages que era más realista que un registrador de la propiedad. De hecho, puesto que casi nadie puede vivir de la poesía, ella se había ganado la vida durante mucho tiempo como ayudante de un notario en Benidorm. Hacía unos años, ante la sorpresa de muchos, se convirtió en una estrella mediática. Tenía un programa de libros en la tele que era bastante divertido, para lo que solían ser esos espacios, y que no iba nada mal de audiencia, a pesar de la inconveniente hora de emisión (en plena madrugada). Era una «modesta celebridad», como ella misma se había definido en alguna ocasión riendo a mandíbula batiente.

Nacho la miró, hechizado por su aplomo y su bonita figura, sobre todo de cintura para arriba. Creyó que Jacinta le guiñaba un ojo y sonrió tan satisfecho como apabullado.

Cuando terminaron de cenar, la mayoría de ellos estaba de un humor luctuoso. De vuelta en el cigarral, no quedaban periodistas en la puerta, ya era demasiado tarde incluso para ellos, de modo que pudieron entrar sin problemas. Cada uno se dirigió a su habitación, poniéndose previamente de acuerdo con sus compañeros de planta para usar por turnos el baño.

Nacho recordó que Cecilia Fábregas quería hablar con él y contuvo un bostezo. Se dio cuenta de que empezaba a disfrutar con las intrigas de sus compañeros. No eran tan divinos como él había supuesto, sino humanos. Demasiado humanos. Igual que él.

Se despidió con un atento «buenas noches» de quienes lo rodeaban y se dirigió a su dormitorio con el pulso excitado, como quien se encamina al corazón secreto de una mansión embrujada.

LO QUE CECILIA FÁBREGAS LE

CONTÓ A NACHO

CIGARRAL DE LA CAVA,

TOLEDO. 2007

Nacho escuchó a Cecilia Fábregas sin apenas abrir la boca, mientras ella se desahogaba con él. Previamente, le preguntó si podía grabar sus palabras, y la mujer no tuvo ningún inconveniente. El meteorólogo sacó una minúscula grabadora y la puso en marcha. El aparato ni siquiera precisaba de cinta porque tenía una especie de chip de memoria; le había costado trabajo aprender a usarla, no era tan sencilla como las viejas grabadoras de casete, con las que uno podía limitarse a contemplar cómo daban vueltas. El artilugio apenas ronroneó cuando pulsó la tecla de grabación. «Así me ahorraré tomar notas», pensó, y se retrepó en su asiento, dispuesto a prestar oídos amablemente a la mujer:

La primera vez que sorprendí a mi marido leyendo una novela rosa fue una tarde apacible de mayo, hace ya muchos, muchos años. Las nubes se agolpaban en el cielo y, vistas desde mi ventana, parecían a punto de caer sobre el asfalto. Hubiera sido una extraña forma de lluvia, pero no ocurrió nada semejante. Yo pensaba a veces que la vida transcurría al otro lado de las ventanas de la casa de la misma manera en que lo hace detrás de las ventanillas de un coche, malgastando en cierto modo sus fuerzas, quedándose atrás, rompiendo los débiles vínculos que la unían con mi pequeña realidad, la única que contaba para mí, al fin y al cabo.

Sixto estaba sentado, en mangas de camisa y con las piernas estiradas sobre la madera del suelo. Leía con una concentración infantil, casi temerosa. No se lo veía relajado. En sus ojos se adivinaba cierta preocupación difícil de disimular, algo que bullía y humeaba como agua hirviendo.

Fue entonces cuando me dijo que me abandonaba. Aún recuerdo el título del libro que estaba leyendo: Bella en la niebla, de May McGoldrick. Ignoro si es muy popular. En la cubierta habían dibujado un barco que parecía surgir de una penumbra sucia y azulada. Dos figuras -creo que una de ellas femenina y la otra masculina- se disponían a enfrentarse cuerpo a cuerpo sobre esa especie de fondo de abismo que era la cubierta del velero.

Sixto levantó la vista de la página que estaba leyendo y me miró a la cara. Sus ojos parecían tan grandes como la palma de mi mano.

–Me voy de casa -me dijo, y metió los dedos entre las hojas de la novela para evitar que se cerrara y le hiciera perder el hilo de la lectura.

–¿Tienes que salir ahora? – pregunté yo, sonriendo. Me acerqué lentamente a él con la intención de besarle la cabeza, rapada como el fondo de una cacerola. Su pelo había cortado las ligaduras que lo ataban a la vida hacía tiempo. Su calva relucía bajo el resplandor de la luz, la reflejaba igual que haría una luna de porcelana rosa. – Quiero decir para siempre.

Lo miré sin pestañear.

–¿Qué?

Sixto respiró con la dificultad de un hombre que está a punto de ahogarse. Pensé que el aire tenía el espesor del agua en ese momento, y que por eso le costaba respirar a él, lo mismo que a mí.

–Me voy, Cecilia. Te dejo. Nuestro matrimonio se ha terminado. – Agarraba el libro con determinación, como si sospechara que yo podría quitárselo.

–¿A qué viene esto? ¿Es una broma?

–No, no bromeo. Por desgracia.

–¿Desde cuándo lees esas cosas? – Traté de desviar la conversación hacia otro lugar más apacible, tenía la estúpida impresión de que una charla puede ser como un mueble, que a veces no se encuentra en el sitio adecuado y basta con desplazarlo unos centímetros para que todo vuelva a parecer armonioso y proporcionado, bello, en su sitio.

–Desde que era adolescente -respondió. Su mirada era retadora y mostraba una clara sensación de alivio.

–¿Lees novelas… rosas? ¡Nunca lo hubiera imaginado! – Supongo que mi voz sonó como un reproche. Con una mezcla de censura, burla e impertinente incumbencia-. No lo sabía.

–Sí, hay muchas cosas que no sabes. Pero, ahora, no importa.

Se puso en pie. Es casi treinta centímetros más alto que yo. Me cubrió su sombra. Uno y uno suelen ser dos, pero a menudo falla la conjunción «y». Me sentí terriblemente sola de repente.

Intenté no perder los nervios, traté de dejarme llevar por la higiénica conducta de la sobriedad y el miramiento. Lo observé con curiosidad, pero sus ojos no albergaban ninguna indulgencia. Me devolvieron el mismo sereno desapego que el clima a la Tierra.

En aquel momento recordé un cartel que había en la consulta de mi marido. Sixto era, y sigue siendo, veterinario. En la sala de espera había colgado varios pósters con motivos caninos, sobre todo. Los animales funcionan en la decoración contemporánea como naturalezas muertas en la pintura del siglo XIX. Manjares analgésicos de la precaria sentimentalidad humana. Los dueños de los perros creen que los perros los aman. Sin embargo, los perros desean fundamentalmente comida y protección, y cualquier dueño les sirve para eso. El cartel era una foto de las vísceras ensangrentadas de un perro enfermo. La acompañaba una leyenda que decía algo así: «Prevenga a su perro de una enfermedad fatal. Sepa que el mosquito común puede transmitirle el "gusano del corazón" (dirofilaria), una enfermedad que puede causarle la muerte.» Me agradó la metáfora: el gusano del corazón. Pero sentí escalofríos de miedo. Le dije a Sixto que debería quitarlo, pero él se encogió de hombros y el cartel aún sigue en su sitio.

Mientras escudriñaba la cara y los gestos de mi marido, me pregunté si también él habría cogido la enfermedad, si el trato con los perros le habría contagiado el gusano del corazón, si el gusano estaba ahora mismo enroscado en su corazón, acariciándolo como los dedos que se posan con determinación sobre las teclas de un piano.

–Hay otra mujer, ¿verdad? Es eso… -Empecé a notar que mi voz no encajaba en mi garganta. Las palabras me salieron con dificultad, manchadas de óxido, cargadas de argumentos contra el mundo.

–No, no hay ninguna mujer. Sólo tú -me dijo, y yo no supe si mentía. Por primera vez no era capaz de intuir su pensamiento. O a lo mejor nunca había podido intuirlo, al contrario de lo que siempre creí.

Eran poco más de las cuatro de la tarde, aunque yo tenía la impresión de que, más allá de la ventana, el cielo había empezado a organizar un pequeño crepúsculo en mi honor y me lo ofrecía con la mano tendida. Los tejados de la ciudad se apilaban en el horizonte formando montoncitos de tonos ocres, eran un juego de construcción gigantesco que algún dios impertinente había ordenado al azar para mantener ocupados a los seres humanos en afanes arbitrarios, inestables y ceremoniales. Y fundamentalmente vanos.

Me dejé caer en el sofá, frente a él.

–¿A qué viene esto, entonces? – pregunté después de reunir algo de fuerzas para continuar hablando.

–Ya me has oído.

–¿Y qué pasa con nuestro matrimonio? Diecisiete años juntos…, ¿vas a tirarlo todo por la borda? – Me fijé en la cubierta del libro que mi marido sostenía amorosamente entre las manos. El barco de la ilustración era quizás una metáfora de nuestra relación, y ahora estábamos los dos frente a frente, sobre una embarcación que se tambaleaba en medio de la tormenta, amenazándonos el uno al otro como las dos figuras del dibujo, apenas dos sombras hostiles tratando de guardar el equilibrio. Ya sé que la metáfora puede resultar trillada, pero se ajusta a la verdad.

¿Es que todo en la vida ocurría así, tan de repente?

Sentí que las piernas me temblaban. Me llevé los dedos a la boca y comencé a arrancarme la piel de los labios. Solía hacer esas cosas cuando estaba nerviosa. Tengo los labios delicados, tanto que siempre aparentan estar enfermos. Muertos de frío.

–¿Y qué hay de tu hija, de nuestra hija? – Tragué saliva-. Tiene dieciséis años, y te necesita.

–Sabrás arreglártelas, no te preocupes -dijo él.

Yo me pregunté si aquella escena de interior que estábamos viviendo en ese momento era el precio del amor. Tomé nota mentalmente de que había que lavar las cortinas.

–¿Y qué pasa con tu padre? – Empecé a sacudir la cabeza, o a tratar de encajarla en mi cuerpo de la misma manera en que se atornilla la de una muñeca-. Está viviendo con nosotros, con nosotros… No puedes irte y dejarlo aquí conmigo. No podré salir adelante si tengo que cuidar de una adolescente medio pirada y de un anciano completamente chalado yo sola, sin tu ayuda.

Sixto se dirigió hacia la puerta del salón.

Miré su espalda y recordé que yo nunca había sido optimista, que jamás había creído en el progreso.

–Tal vez mande a alguien a recoger mis cosas -murmuró Sixto entre dientes.

Lo vi encaminarse hacia el pasillo, y unos instantes después oí la puerta de la entrada cerrarse con un golpe seco. Mi marido acababa de marcharse, y por todo equipaje se había llevado la novela Bella en la niebla, de May McGoldrick, que seguramente estaría llena de pasiones desenfrenadas, amantes taciturnos y viriles, heroínas indómitas pero virginales, y grandes propiedades con vistas a algún acantilado. Quizás ese título era un presagio de algo. Aunque lo más terrible de todo fue que a mí no se me habría ocurrido en la vida pensar que a Sixto pudieran gustarle esa clase de historias.

Comencé a entender mejor el mundo el día en que me di cuenta, sin necesidad de que nadie me lo dijera, de que la belleza de las flores no tiene como objeto alegrar la vista de los seres humanos con su encanto, sino atraer a los insectos y permitirles así reproducirse, logrando que esos seres extraños y alados lleven el polen desde el estambre de una flor al estigma de otra. El polen, un polvo amarillento o rojizo que consuma la fecundación del reino vegetal.

De la misma manera que un insecto acarrea la simiente de la vida sin saberlo, así la realidad empezó a abrirse paso en mi cabeza, llenándola de semillas de inquietud. Sixto se había ido, y yo me sentía como un ginkgo, o un bambú, recorrida por los grillos, las avispas y las tijeretas de mis presagios. La realidad -medité, y el corazón se me aceleró un poco- necesita ser transportada de un sitio a otro para poder hacerse un hueco en el mundo. La realidad, como el polen, puede recorrer largas distancias a merced del viento. La yuca se sirve de la mariposa para multiplicarse. Yo me había servido de Sixto, mi marido, para darme de bruces contra mis circunstancias. Mi marido… ¿O acaso ya no era mi esposo? ¿Bastaba expresar en voz alta el deseo de no ser mi marido, tal como Sixto había hecho, para que dejara de serlo?

Pasé la tarde sentada en la penumbra del salón, mirando cómo el sol se ponía, atrincherado detrás de algunas nubes. Por un instante, cuando la luz empezó a rendirse tras los ventanales, sentí que el mundo me había aprisionado en su interior. Estuve varias horas petrificada. No moví las manos ni las piernas. No veía demasiados motivos para desplegar tanta actividad.

Poco antes de la hora de la cena oí cómo se abría la puerta de casa. Siguió un ruido de metal chocando contra porcelana al caer unas llaves en el plato de loza que descansaba sobre el mueble de la entrada -una vieja consola de cerezo, llena de arañazos-, donde toda la familia solía dejar las suyas nada más entrar.

Poco después, Samuel, mi suegro, asomó la cabeza en la estancia. La siguió todo su cuerpo cansado, de andares vacilantes.

–¡Ser viejo es una mierda! – dijo, y se acercó hasta mí renqueando.

Casi pude ver cómo una onda esférica de choque salía de su boca a la vez que sus palabras, a la velocidad de Mach 1, y crecía con total desfachatez hasta golpear los muebles y las paredes. La energía restante retrocedió y se introdujo en mis oídos haciendo que me rebullera por fin en el sillón, un poco molesta. La voz de Samuel seguramente había elevado la temperatura de las cortinas.

No le contesté, y él se quedó mirándome un par de segundos con interés, igual que haría un abejorro con un crisantemo. Luego se acercó hasta el equipo de música y trató de sintonizar en la radio un programa de noticias. Hacía tiempo que había desactivado la función de sintonizado automático. Le gustaba darle vueltas al botón con sus propios dedos, decía que le recordaba a su juventud.

El aparato dejó escapar un alegre chisporroteo mientras el dial recorría el espacio asignado a las distintas emisoras. Durante una fracción de segundo oí un silbido seguido de un ronroneo chirriante y agudo. «Son galaxias. Estamos oyendo el ruido que hacen las galaxias moribundas… -pensé, pero no dije nada-; antiguas galaxias que desaparecen y que están explotando allá lejos, que han agotado su combustible, que se abren como flores en una fabulosa explosión final, y que están enviando su poderosa radiación de partículas a lo largo y ancho del espacio y del tiempo mientras se mueren, porque también ellas son mortales. Estamos oyendo el ruido que hacen las galaxias que se mueren a través de la radio…»

–No consigo sintonizar nada bueno -dijo Samuel. Se encogió de hombros y se sentó en el sofá, lejos de la ventana-. No me extraña, ya no me queda pulso ni para cambiar de canal con el mando a distancia.

Yo seguía incapaz de hablar. «Alguno de esos murmullos que salen de la radio vendrán de un rayo que ha caído en Australia, en medio de un campo de cereales. Su sonido ha recorrido el mundo hasta llegar a nuestros oídos, pero Samuel apenas le presta atención. No es justo -pensé-, no es justo.»

–Paula me ha dicho hoy que soy un viejo -rezongó mi suegro-, lo que, por otra parte, yo ya sospechaba. Me ha dicho que no estoy al día. Le he preguntado para qué quiere uno estar al día. ¿Quién puede tener tanto interés en estar al día? A no ser que uno sea un calendario, por supuesto…

–Sixto se ha ido. Me ha dicho que me abandona -repliqué yo, sacudiendo ligeramente los hombros. Me hubiera gustado utilizar alguna palabra concerniente al amor, al fruto de nuestro antiguo vínculo, para explicarle a Samuel lo que pasaba, pero no supe.

Mi suegro se removió con dificultad sobre el sillón hasta encararse conmigo. Yo miré hacia el suelo. Me observé los zapatos y luego le dirigí al hombre una ojeada rápida. Samuel se ajustó las gafas y sus ojos me parecieron zurcidos con descuido bajo los cristales.

–¿De qué estás hablando? – preguntó. Su voz tenía pliegues de seda entre los acerados pinchos de su tono habitual. Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo-. Déjate de zarandajas. Es la hora de la cena, por si no te habías dado cuenta.

–No he preparado la cena esta noche.

–¿No habrá cena? ¿Quieres matarme de inanición? ¿Así es como paga la sociedad a sus viejos, a los que han levantado este país con su esfuerzo y su sudor? Yo he sudado mucho a lo largo de mi vida, ¿sabes, hija? Creo que al menos me merezco una cena de vez en cuando. Considero que una cena por noche es bastante razonable.

Se desabotonó la camisa y se colocó el cuello estirándolo como quien abre una servilleta.

–Te estoy diciendo que tu hijo se ha marchado. – Me puse de pie lentamente-. Que nos ha abandonado. No sólo a mí, sino también a ti, y a tu nieta.

–¿Lo dices en serio?

–Sí, creo que sí.

–Será canalla. ¿Qué te ha dicho?

–No mucho, la verdad. Sólo que se iba, y que tal vez mande a alguien a recoger sus cosas.

–¿Y adónde ha ido?

–No lo sé. A un hotel. O a lo mejor ya tiene una nueva casa esperándolo.

–¿Una casa…? ¿Te refieres a…? ¡No habrá sido capaz! – Tomó impulso y se levantó del sofá a la tercera intentona-. No te preocupes. Lo buscaré y lo mataré con mis propias manos. Un padre tiene derecho a hacer algo así con su hijo cuando su hijo es esa clase de hijo.

–No hables así, Samuel, por favor.

–He sido demasiado blando con él, ése es el problema. No lo he tratado con suficiente dureza. Nunca debería haber consentido que estudiara para veterinario. ¿Qué tipo de profesión es ésa para un hombre, veterinario…? – Se dio un golpe sordo en el pecho-. Por lo que yo sé, los animales sirven para comérselos, no para andar curándolos cuando se hacen pupita.

–Prepararé algo de cenar. No empieces, anda.

–Debería haberle obligado a entrar en el ejército, igual que hice yo en su momento. A estas alturas podría ser capitán, por lo menos. Estaría al lado de los valientes. Si fuese capitán nunca te habría abandonado. Abandonar a una mujer es el tipo de cosas que haría un veterinario.

–Lee novelas rosas; me lo ha confesado antes de irse. – Inicié la marcha hacia la cocina.

–¿Novelas rosas? – Samuel me detuvo asiéndome del brazo; arrugó tanto el ceño que me causó el mismo efecto que uno de esos anuncios de películas de terror-. ¿Novelas de, de…? ¿Quieres decir…? – Se pasó la lengua por los labios, respiró hondo y dejó transcurrir uno de esos silencios metafísicos que sólo se entenderían en un mundo más evolucionado-. ¿Te refieres a novelas de… besitos? – Cerró los ojos y sentí que era como si se apagasen los pilotos de una caldera-. Lo encontraré. Tendrá que oírme. Me va a oír, el niñato. Dios mío, cuánto echo de menos el cuartel… Desde Alejandro Magno, siempre hemos tenido algunos sarasas en el ejército pero, así y todo, hasta nuestros invertidos son más machos que mi propio hijo.

–¡Samuel…!

–Vamos a cenar lo que sea. Tengo hambre.

Dio media vuelta y se encaminó a la cocina, renqueando.

A la mañana siguiente me formé una imagen de mí misma un poco resumida, igual que hago a veces cuando pienso en algo que no logro comprender, como el universo. Me consideré como una partícula, una partícula humana sin más propiedades que la posición y el instante. De igual modo que se hace con el universo -porque es más fácil considerar el estado de una partícula y luego de dos antes de intentar abarcar el universo entero-, consideré mi estado. Claro que en la física clásica no está mal visto discurrir a la vez sobre la posición y el momento de una partícula, pero en mecánica cuántica está prohibido debido al «principio de incertidumbre», y yo me consideraba una mujer de la era cuántica, no de la clásica. Mi estado cuántico era como un libro de brillantes respuestas a cualquier pregunta que se me pudiera ocurrir. Sin embargo, no se me ocurrió ninguna pregunta.

Pensé en las historias alternativas del universo, en la narración de una secuencia temporal de sucesos, y por fin di con una cuestión que ni siquiera era original: ¿cuál sería la posibilidad de que sucediera mi historia, la pasada, la presente y la futura, en vez de otras que también podrían haber sido ciertas? Mi marido me había abandonado. Quizás volvería conmigo, o quizás no. Esas dos posibilidades eran mutuamente excluyentes porque sólo una de ellas podía ocurrir, y eran a la vez exhaustivas porque una de ellas sin duda ocurriría.

Antes de levantarme, y mientras reflexionaba en esos términos, abrí los ojos y dejé que la oscuridad del dormitorio me llenara por dentro. Miré la luz parpadeante del despertador y me di cuenta de que era muy temprano. Nunca me había gustado madrugar, aunque adoraba ver amanecer. Las pocas veces que había logrado presenciar el espectáculo del amanecer había sido con ocasión de algún viaje o alguna pequeña enfermedad. Amaba el amanecer porque, entre otras razones, para mí era la manera que tenían los cielos de decirme: «Tranquila, aún no estamos hartos.»

De cualquier forma, me las había ido arreglando en la vida para no tener que levantarme temprano. Desde que dejé el instituto puede decirse que no me había visto obligada a madrugar. Cuando fui a la universidad pedí el horario de tarde y, salvo una temporada de prácticas de laboratorio, nadie consiguió hacerme salir de la cama antes de las diez. Luego me casé con Sixto y todo siguió en los mismos términos si exceptuamos los cinco primeros meses de vida de mi hija Paula: los pasó en un continuo estado de excitación. Dormía de día y berreaba de noche, como si no acabara de habituarse a estar en el mundo, como si pensara que nacer había sido un error que empezaba a lamentar profundamente. El mismo día en que cumplió cinco meses, su sueño se regularizó y comenzó a dormir diez horas seguidas todas las noches.

Poco después empecé a dar clases en la universidad (me había doctorado durante el embarazo), pero pronto descubrí que la vida universitaria no estaba hecha para mí. Me apasionaba la investigación; no obstante, no creo ser capaz de enseñar nada a nadie. Tampoco encontré en las aulas a muchos que desearan realmente aprender. La ignorancia me irritaba, y me dio por sospechar, como George Bernard Shaw, que la educación es una tontería, que nadie puede convertir a una liebre en un caballo de carreras mediante la educación.

Mientras Paula crecía un poco más me convertí en ama de casa. Seguía estudiando, acabé una licenciatura en Biología que me valió al menos para entender que mi embarazo me había convertido en alguien útil en términos evolutivos, y leyendo, pero no tenía un trabajo fijo. Sixto mantenía nuestro hogar. Nunca se quejó de hacerlo.

Soy buena para las cosas técnicas (me doctoré en Ingeniería Eléctrica antes de ser madre), y un buen día diseñé un pequeño tapón que patenté porque así me habían enseñado a hacerlo en la facultad, aunque no le di la más mínima importancia al hallazgo. Mi tapón era, y sigue siendo, de una elegante sencillez. Me dije a mí misma que así debía ser una probable teoría unificada del universo: como mi tapón, como un obturador simple y bello que al abrirse todo lo explica y lo resuelve. Por aquel entonces, yo inventaba cosas para tener la sensación de que mi mente seguía activa, de que la maternidad no había acabado con cualquier vestigio de inteligencia que hubiera habido en mí antes de que mi vientre se dedicara a la tarea animal de la reproducción.

Un año después de registrar mi tapón, lo vendí a una empresa que envasaba y distribuía agua mineral por medio mundo, y después, cuando caducó la licencia de exclusividad de esa empresa, a otras que se apiñaban esperando a mi puerta. Dos años más tarde me di cuenta de que era rica, y de que nunca había trabajado realmente para serlo, que solamente había necesitado aplicar un poco de ingenio para dar forma a un trozo de materia y, luego, dejarme arrastrar dulcemente por la marea de una economía de mercado que excluye a muchos, pero que a mí siempre me ha deseado con locura.

Sixto y yo decidimos que lo mejor era poner los asuntos económicos en manos de profesionales que atendieran mis negocios y se ocuparan de hacer inversiones sensatas con el dinero que seguía llegando a la cuenta corriente. Fue extraño, porque durante mucho tiempo tuve la sensación de vivir de prestado, como si estuviera dilapidando una vida que no me correspondía. A veces me sentía como una intrusa, me paraba en mitad del pasillo de casa y escuchaba atentamente: temía que tarde o temprano llamarían al timbre y me obligarían a devolver todos mis privilegios, acusándome de habérmelos apropiado sin derecho.

Supongo que no tener que madrugar nunca me hacía sentirme culpable, una estafadora. La sucesión de datos sobre mi vida formaba un esquema de afortunada complejidad, y yo no dejaba de asombrarme por ello. La mía era una riqueza misteriosa, sin los peajes de la fama y la notoriedad, aunque Sixto y yo decidimos seguir llevando una apacible vida de clase media. Eso sí, compramos una casa en el campo, y un enorme piso de techos altos en el centro de Madrid, el mismo en el que vivíamos juntos cuando él decidió abandonarme.

Hacía pocas horas de eso -de su abandono-, pero yo tenía la impresión de que habían transcurrido más de mil años. A mi lado, la cama estaba vacía, una fuente de arbitrariedad del mismo tipo que la disposición y el entendimiento que, mil años atrás, Sixto y yo habíamos compartido.

Resolví levantarme, a pesar de la hora que era y de que no había conseguido dormir mucho. Puse el pie en el suelo y percibí claramente cómo las vibraciones que provocaba mi peso se desplazaban como ondas en un pequeño aljibe hasta comprimir las paredes, y luego toda la casa, el edificio entero con sus pilares decimonónicos y sus largos pasillos. Fui consciente de que mi peso añadido al suelo lograba que todo a mi alrededor se constriñera, elevase, cayese, rebotase y se estrellara de nuevo contra el entarimado. Mi presencia era importante, al menos para las vibraciones que recorrían la habitación.

Descorrí las cortinas del ventanal y casi pude ver con mis propios ojos la lluvia eléctrica habitual de las primeras horas de la mañana, sus partículas de aire con carga eléctrica, los detritos invisibles de la radiactividad que desprendían los muros del inmueble y, allá abajo, en la calle, el hormigón de las aceras. Tuve ganas de abrir las ventanas, sacar la cara y sumergirme de lleno en los doscientos voltios de esa suavidad incorpórea, pero la perspectiva de enfrentarme a la contaminación matutina me hizo desistir de mi propósito. Pronto la luz lo inundaría todo.

Pasé al baño, me puse una bata encima del pijama y me dirigí a la cocina a preparar el desayuno. Sin embargo, algo me hizo detenerme. Por primera vez en mi vida sentí la necesidad de escribir algo. Versos. Poesía. Nunca he sabido muy bien de dónde vino ese impulso, aunque luego he sabido que provenía del abandono que acababa de sufrir, y del que jamás me repuse. Fabio Arjona me ayudó a entenderlo de una manera muy poco agradable.

Me explico.

Escribí mi primer poema esa mañana, y continué escribiendo versos durante los siguientes dos meses. Cada día un poema, dos, a veces tres. Me dejé poseer por una especie de euforia. Yo no tengo una educación humanista, he sido una mujer de ciencias toda mi vida. Si pensabas que tú eras el único poeta de los aquí reunidos, o de los poetas en general, procedente del mundo de la ciencia, ya ves que estabas equivocado. Yo era de ciencias puras, como se decía antes. De ciencias experimentales, como decimos nosotros, los científicos, mucho más modestos con el lenguaje que los filólogos y los humanistas. Me gustaba leer, y supongo que aprendí algunos versos de memoria en el colegio, porque cuando yo era niña aún se estudiaban esas cosas, no sé ahora. Leía sobre todo novelas, no rosas, por supuesto, pero jamás me había interesado por la poesía. Aquel impulso me desconcertó, pero también me purificó. Puedo decir que la poesía me salvó la vida. De verdad. Sin ella, probablemente habría terminado suicidándome. No es una broma. Sixto me dejó deshecha. Y así sigo, en cierto modo.

Un buen día me di cuenta de que las libretas con mis poemas habían crecido como una familia de rollizos ratoncitos. Allí, pensé con un atisbo imperdonable de vanidad, había un libro. Lo que nos lleva a los poetas a publicar es la vanidad, querido amigo, no lo dudes nunca. De modo que me puse manos a la obra y contacté con un editor que tenía, y sigue teniendo, fama de raro y de exquisito. Aún sigue siendo mi editor, y ha pasado mucho tiempo, como te he dicho. Para mi sorpresa, aceptó publicar mis poemitas en una pequeña edición de quinientos ejemplares. Me sentí tan ufana que me miraba al espejo todas las mañanas desde que aceptó mi libro hasta que vio la luz, y me encontraba incluso guapa. Y puedes ver que no lo soy en absoluto. No, no pongas muecas de desacuerdo ni quieras hacer amables objeciones. Yo sé lo que soy. Siempre lo he sabido. Mi cabeza me ha compensado toda la vida de las deficiencias de mi cuerpo. No tengo nada que reprocharle a mi ADN. Estoy conforme. Además, sería estúpido no estarlo a estas alturas. Una mujer de mi edad…

Bien, el caso es que mi libro fue publicado. Yo creía que era un milagro, e imagino que así fue. Se titulaba, ahora te vas a reír, supongo, Bella en la niebla. Ni siquiera le puse ese título como venganza, ni como broma triste. Sencillamente, sentía que tenía que titularse así. Me informé al respecto, y descubrí que no existe copyright sobre los títulos. Tú podrías perfectamente publicar mañana un poemario titulado Cancionero gitano, o La destrucción o el amor, o La realidad y el deseo, y nadie podría replicar. Ni siquiera los quisquillosos herederos de algún viejo poeta difunto al frente de una meticulosa, influyente y riquísima fundación. Es decir, que mucho menos esperaba yo que May McGoldrick viniera a reclamarme nada. Entre otras cosas porque creo que no es una sola persona, sino dos, que escriben novelas románticas a cuatro manos, y que están casados. Bueno, por su bien espero que pongan en su vida matrimonial tanto o más empeño que en la escritura de sus novelas, a las que mi ex marido, Sixto, era tan aficionado. (No sé si lo sigue siendo.) Es curioso pero, antes de que mi marido me dejara, yo pensaba que la novela romántica era la que se escribía en el Romanticismo. En fin, qué más da.

¿Quién recuerda al crítico René Dumic (¿se llamaba así?) y la conferencia que arrojó como una piedra con el tirachinas de su lengua sobre un pequeño auditorio el 16 de abril de 1898 escarneciendo a parnasianos y simbolistas, mofándose de Baudelaire y Verlaine, haciendo chufla del «Soneto de las vocales» de Rimbaud…? Nadie. Bueno, sí, yo acabo de recordarlo, como supongo que harán tantos autores víctimas del cruel escalpelo de algún censor literario de su época. Pero nadie sabe quién es el tal Dumic hoy día, mientras Baudelaire, Rimbaud y Verlaine… En fin, quiero decir que aún permanecen con nosotros. Su silencio atravesado de ángeles y de mundos sigue siendo el nuestro.

Yo no aspiro a conseguir tanta gracia. Ni siquiera la necesito. No me estoy comparando con ellos; puedes creerme si te aseguro que lo de la posteridad me trae al fresco. Conozco muy poco, pero sí lo suficiente del mundo físico, del mundo material, para no hacerme vanas ilusiones al respecto. Preocuparse por la posteridad se me antoja cosa de ignorantes, algo propio de mentes baladíes. O quizás una cuestión de fe, como la religión. Y yo soy atea.

Lo cierto es que, por aquel entonces, Fabio Arjona escribía críticas de libros de poesía en el suplemento cultural un periódico nacional. A su faceta de autor, pues él estaba convencido de que lo era, sumaba la de crítico, porque las publicaciones en el periódico le contaban para su currículum académico, como supondrás. Concretamente publicaba en el ABC, donde según supe más tarde entró ansiosamente recomendado por alguien que quizás le debía algún favor. Mucha gente debía favores a Fabio Arjona, y él solía cobrárselos. No perdonaba ni uno. Tenía una página impar semanal, que por lo general utilizaba para hacer política: glorificaba a quienes pretendía utilizar en su provecho y calumniaba y humillaba a los que, para él, carecían de enjundia o de relevancia. Yo, por supuesto, era de los últimos. Una semana antes de que saliera mi reseña, editó una recensión vergonzosa sobre un libro de alguien que fue nombrado ministro muy poco después. Escribió sobre él floreos tan lisonjeros que las palabras, sobre el papel, olían tanto a incienso que mi editor llegó a decirme por teléfono: «Eso no era una crítica, era una fellatio, querida Cecilia, no te compares, por favor. Lo tuyo es la poesía, no el comercio carnal…»

La reseña de mi libro salió el sábado siguiente, en términos tan ofensivos que me cuesta trabajo recordarla. Empezaba ironizando sobre mi aspecto físico. Habíamos puesto una foto mía en la solapa, donde se me veía, me temo, tal como soy, o como era entonces. Decía que, en vez de Bella en la niebla, mi libro debería haberse titulado Bestia en la niebla, a tenor del aspecto que presentaba mi cara. Luego continuaba con un engrudo teórico que hacía alusión a la «remoción onírica de la extensión del yo» (como lo oyes), «la mística supranatural del caduco y dañino cristianismo», «la carencia total de un compuesto metafórico», «la utilización de un lenguaje científico para expresar emociones deja al lector tan frío como si leyera un poema en el que se explicara el funcionamiento del motor de un tractor»…, entre otras perlas del estilo, para acabar apelando a Breton y al gobierno de Vichy (sí, sí, no pongas esa cara, estoy siendo textual, dentro de lo que recuerdo) para justificar su opinión de que mi poesía se reducía, dijo, «a las sandeces premenopáusicas de una sensiblera de mediana edad, nada agraciada ni física ni poéticamente, recientemente abandonada por su cónyuge, a quien todos comprendemos. Al cónyuge, no a ella, se entiende…» (de alguna manera supo cuál era mi situación personal, probablemente porque mi editor lo comentó con alguien que se lo dijo a un tercero, y… Ya sabes). He citado literalmente, y no al completo, porque ya no me acuerdo bien de todo. Procuré olvidarlo, aunque es evidente que no he podido. Y te aseguro que he hecho muchos, muchos esfuerzos.

Finalizaba su artículo reconviniendo al editor, a mi editor -de quien me hice socia al cabo de dos años, por cierto, inyectando dinero a su empresa, que ahora está saneada-, aleccionándolo para que se abstuviera en lo sucesivo de editar mis «detritos» o cualesquiera parecidos que le presentara en el futuro alguien como yo.

Cuando le pregunté a Víctor, mi editor, si se le ocurría alguna explicación para tanto ensañamiento con mi libro, y con mi persona, no supo qué contestar. Aunque, pasada una temporada, me comentó que quizás a Fabio le había irritado la originalidad de mi lenguaje científico aplicado a la poesía, teniendo en cuenta que él, Fabio Arjona, era un poeta no demasiado personal, por decirlo con un eufemismo.

Te aseguro que, de haber podido echármelo a la cara por entonces, al tal Fabio Arjona, lo habría estrangulado con mis propias manos. Ni te imaginas el ridículo, y la depresión, que llegué a padecer. Duró meses. Nada lograba borrar la afrenta que acababa de recibir. Ni siquiera las, al menos, dos docenas de críticas más que salieron en otros periódicos y revistas, muchas de ellas entusiastas, sobre mi librito. Yo no conseguía olvidar las repugnantes palabras de Arjona, puestas negro sobre blanco en aquella hoja de periódico amarillenta como pequeñas heces de perro sarnoso.

Claro que el tiempo todo lo puede. Y a mí me hizo olvidar aquel episodio oneroso, porque el tiempo es también olvido. Ruinas. Translatio temporum. Vacuidad. Fugacidad. Evidentia.

Decía Niels Bohr que hay dos clases de verdad: las triviales, donde lo opuesto a ellas es obviamente absurdo, y las profundas, que se reconocen porque su contraria es también una intensa verdad. Este asunto, para mí, fue en el fondo una trivialidad. No obstante, también fue una verdad profunda que me hizo obsesionarme con la poesía.

Si bien lo borré de mi memoria hasta que, años después, me topé cara a cara con el señor Fabio Arjona. Y entonces ocurrió algo que…

Pero ésa es otra historia, si quieres te la contaré mañana. O pasado.

No, no insistas. Ahora no podría continuar. Y tampoco tiene demasiada importancia, aunque resulta ilustrativa del carácter de Fabio. Pero… es demasiado tarde, no quiero entretenerte, querrás descansar, y además me duele la cabeza terriblemente.

SEGUNDO DÍA EN EL CIGARRAL

EXPOSITIO

CRISTINA OLLER. CIGARRAL DE

LA CAVA,

TOLEDO. 2007

En su segundo día de estancia en el Cigarral de la Cava, Nacho abrió los ojos poco después de las siete de la mañana, como era su costumbre. Ni siquiera precisaba del despertador. Se despertaba impulsado por una suerte de fenómeno físico apremiante.

Así y todo, esperó a que sonara la campanilla del reloj de viaje, y sólo entonces se decidió a salir de la cama y asomarse a la ventana. La habitación estaba fresca, pero el día parecía despejado. Los cirros se desplazaban de oeste a este, impulsados por la corriente de chorro de la región, aunque había también nubes bajas que podrían dejar alguna llovizna a lo largo del día.

Abrió las ventanas y estiró los brazos dejando escapar un largo suspiro sostenido, mientras sentía cómo todavía flotaban en su cabeza, mezclados con los restos de un sueño que no podía recordar, los ecos de la voz -a veces firme, otras carcomida y truncada- de Cecilia Fábregas, y su historia de humillación pública de la mano de Fabio Arjona.

Oteó el cielo y tembló al pensar en las distancias que albergaba. Se repasó la barba con los dedos y notó que se le quedaban pegados a las yemas jirones de sueño.

Posteriormente destapó el ordenador y se conectó a su servidor para comprobar el correo electrónico. En la bandeja de entrada había tres mensajes, uno de su tía Pau, otro de «coller@hotmail.com» (supuso que se trataba de Cristina Oller) que llevaba un documento adjunto, y un tercero de Dominique Kane, que probablemente insistía de nuevo en venderle Viagra barata. Ninguno de Rodrigo. Esperaba, por su bien, que el chico no estuviese perdiendo el tiempo. O lo iba a oír.

Borró el e-mail de Dominique, quienquiera que fuese aquel pájaro que abusaba de los traductores automáticos de la red, con una sonrisa cruel, sin abrirlo siquiera. Pinchó sobre el de su tía y lo leyó mientras se rascaba el pecho.

De: paulinadepra@telefonica.net

Asunto: ¿Encuentras al asesino, o qué?

Fecha: 18 de abril de 2007 05.56.17 GMT + 02.00

Para: Ignacio aran@telefonica.net

Querido mío:

Veo que tus dotes detectivescas son pésimas, a estas alturas tu pobre y decrépita tía había supuesto que ya tendrías al malhechor@ localizado, maniatado y puesto a buen recaudo. Tu falta de noticias al respecto me descorazona una barbaridad. A ver si dejas de mariposear y te luces de una vez. Dame noticias y deja de hacer el vago con tus versitos y todo el resto. En el club, todos los baskerville esperamos ardientemente que nos sorprendas.

TKM, tía Pau.

Nacho respondió al correo escribiendo precipitadamente unas frases irónicas y luego pulsó la tecla de enviar. Al momento, abrió el mensaje de Cristina Oller.

De: coller@hotmail.com

Asunto: Como te dije…

Fecha: 18 de abril de 2007 01.23.37 GMT + 02.00

Para: Ignacio.aran@telefonica.net

Nacho, aquí tienes unas palabras que escribí hace pocos meses, desde luego mucho antes de que Fabio muriera. Comprobarás al abrir el documento adjunto que esto no tiene nada que ver con versos, sino con rencor. Te di esa excusa porque no quería que los demás se enteraran de que deseaba contactar contigo para menesteres no precisamente poéticos. Te habrás dado cuenta de que la mayoría de nosotros somos cotillas y algo maledicientes. No seré yo quien alimente esas aficiones. Te mando estas letras para que te sirvas de ellas en tus pesquisas (todos sabemos que las estás haciendo, tu tía lo cuenta en vuestra revista, aunque no está siendo demasiado explícita). Confío en que te ayuden a entender la clase de bicho que era Fabio. Por una vez en su vida, víctima. ¡Quién se lo hubiera dicho!

Escribí el texto hace un tiempo, como te digo, poco después de mi cuarenta aniversario; de haber escrito estas líneas ahora, acaso serían muy diferentes. La muerte siempre espolea el nacimiento de cierto confuso sentimiento de compasión incluso hacia nuestros peores enemigos. Nos pasamos la vida odiando -sí, qué horror, odiando, algunos somos capaces de sacar fuerzas para eso-, y cuando el objeto de nuestra repulsión desaparece de la faz de la Tierra, descubrimos que en realidad en nuestro corazón hay espacio para un panteón dinástico a las víctimas de nuestro rencor. Un Westminster, un Escorial, un Saint-Denis, o hasta los Capuchinos de Viena nos caben en el pecho, cargado con los mausoleos de nuestra aversión.

Al haber sido escrito mientras Fabio estaba vivo, mi rabia es más notoria. Vine a este congreso espoleada por el resentimiento y la animosidad hacia él, porque sabía que él estaría aquí y quería verle bajar la mirada hasta el suelo, avergonzado por todo lo que me hizo. La esperanza, como pude comprobar, era vana, porque los dos días, antes de que tú llegaras, que compartimos aquí, se paseó por el cigarral con la altanera y soberbia actitud de una víctima. Y así lo comentó por lo bajo a alguno de los presentes: «Soy la víctima de esa mujer mala -les dijo-, no podéis ni imaginar el dolor…»

Pues bien, finalmente ha sido víctima de verdad. Y yo me alegro, aunque suene fatal. Ahora, desde que sé que ha muerto, me siento menos beligerante, no únicamente con él, sino con el mundo entero. Ahora sólo espero que mis enemigos no me odien más y mis amigos no me quieran menos. Mi corazón está tranquilo como un cementerio. Y me importa un bledo que atrapen o no al culpable de su muerte: le agradezco mucho lo que ha hecho. Al culpable. Al asesino. Siento gratitud por un asesino, mira tú qué barbaridad…

Perdona que me tome estas confianzas contigo. No sé si te lo habrán dicho alguna vez, pero hay algo en ti que invita a la confidencia. Tienes cara de hombre bueno, hermoso y bueno, y además eres un buen poeta. Si las mías fueran otras circunstancias, intentaría seducirte (¡ay!).

Gracias por leer estas páginas, Nacho, te dejo también aquí un beso y unos versos de Garcilaso:

Cerca del Tajo, en soledad amena,

de verdes sauces hay una espesura,

toda de hiedra revestida y llena…

Cristina O. (en amena soledad)

Nacho echó un vistazo a su reloj y, luego, a las páginas del documento. Aún disponía de casi una hora antes de bajar a desayunar. Si era rápido aseándose primero, le daría tiempo a leerlo. Una ducha lo despejaría y podría enfrentarse más lúcidamente con la lectura.

Pero aún no le tocaba el turno del baño, recordó. Miró de nuevo el reloj: las 7.10. Que él recordara, a esa hora no estaba previsto que los invitados lo aprovecharan. Quizás si se acercaba hasta el servicio tendría suerte y podría usarlo sin tener que esperar a que empezara la hora de los turnos. Y si alguien oía el ruido de los grifos y se molestaba, seguramente lo diría, se quejaría, y él ya no volvería a hacerlo. Los siguientes días, esperaría a que llegara su hora.

Cerró el ordenador y lo dejó cuidadosamente sobre un enorme escabel de terciopelo que había detrás del biombo. Cogió su toalla de baño y la bolsa de aseo y salió al pasillo. Todo estaba en silencio, aunque el sol comenzaba a entrar por las balconadas, abriéndose paso trabajosamente tras los cristales y las cortinas, caldeando las baldosas cercanas hasta que el paso de una nube convertía sus rayos en sombra frígida que se derramaba sobre el pasillo como gigantescos brochazos de niebla seca.

Anduvo de puntillas, para no despertar a nadie, hasta la puerta del baño, con cuarterones de cristal transparente en la parte superior, y una vez delante se dispuso a asir la manilla para intentar abrirla cuando se dio cuenta de que había luz dentro. Seguramente provenía de una lamparita diminuta de vidrios opalescentes de Tiffany -diseñada por la propia Clara Driscoll, según les había hecho saber doña Agustina, con el objeto de que tuvieran cuidado de no romperla por torpeza o dejadez- que descansaba sobre un tocador antiguo que enriquecía con su presencia el enorme cuarto de aseo.

Nacho pensó que alguien se había dejado la luz encendida, y cuando iba a abrir la puerta por fin, los oyó. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral, y apretó la toalla contra su estómago.

Eran sollozos, de mujer, en un tono bajo y apagado, pero estremecedor. La mujer que lloraba, no había duda, estaba rota por el dolor y la pena. La voz se mitigaba cada pocos segundos, Nacho pensó que quienquiera que fuese que estaba llorando enterraba la cara en una gruesa toalla, como él mismo acababa de hacer al apretar la suya contra el vientre, y apagaba contra ella sus gemidos. Sintió una profunda sensación de malestar e incomodidad, y se dio media vuelta, procurando no respirar, en dirección a su habitación. Esperaría a que llegara su turno para volver.

Una vez en sus aposentos, como los llamaría su tía Pau, se dejó caer de nuevo en la cama, con el ordenador bajo el brazo. Repasó mentalmente las mujeres que había en su planta. Eran cinco habitaciones y, de ellas, contó una, dos, tres… ¡Cielo santo!, tragó saliva. Acababa de darse cuenta de que todos los ocupantes de un dormitorio en esa planta eran mujeres, menos él, por supuesto. Ya le extrañaba que el baño estuviera por lo general tan limpio, cuando no había visto a nadie pasar a fregarlo. Ni siquiera había reparado en los nombres escritos en la puerta, con las horas de uso adjudicadas a cada uno. Se reprendió por su descuido, impropio de un buen sabueso siempre atento a los detalles.

Nacho no había reconocido la voz que sollozaba oculta tras la puerta. Fuese quien fuese, hacía esfuerzos por no llamar la atención ni ser reconocida.

Repasó los nombres de sus vecinas de planta: Cristina Oller, Rocío Conrado, Jacinta Picón y Torres Sagarra (quien, por su rudo aspecto, nadie diría que era muy propicia al llanto, aunque Nacho hacía tiempo que había aprendido a desconfiar de las apariencias).

Abrió el ordenador y pinchó el documento de texto RTF que le había enviado Cristina. Leyó concentrado de principio a fin, hasta el punto de que se olvidó durante el resto de la mañana del incidente del baño:

Fui una niña precoz, en todos los sentidos. No sólo en la poesía. Ser una niña prodigio en poesía, o en lo que sea, es un peso duro de acarrear de por vida. Cuando una deja de ser niña parece que tenga que pasársele también la fiebre de lo prodigioso. Porque ser un prodigio es algo así como una calentura que no puede mantenerse por mucho tiempo y al final desaparece, dejando el cuerpo aliviado o exánime. Cuando una niña prodigio crece, se va desgastando la lista de los adjetivos que la adornaban. Publiqué mi primer libro de poemas a los diecisiete años, cuando recibí el Premio Adonais.

Nací como Cristina Sánchez Oller en 1966, anno mundi, en Barcelona, y crecí en el barrio del Raval, en la calle Joaquín Costa. Hija de una catalana y de un obrero extremeño que mantuvo embarazada a mi madre durante dos décadas, hasta que la naturaleza, mucho más juiciosa que mi progenitor, decidió que ya era hora de convertir a mi madre en una apacible matrona inútil para la reproducción. En mi casa, mis hermanos y yo celebramos la menopausia de mi madre como si fuera una juerga. Éramos diez hermanos. Dos de ellos murieron poco después de nacer, en los primeros años cincuenta. Los ocho supervivientes salimos adelante con relativa fortuna. Tengo un hermano ingeniero de caminos (el mayor de todos, nació en el año 49); una hermana con una empresa de catering; otro que trabaja en el puerto, en Aduanas; uno más es funcionario de la Generalitat; mi hermana Claudia es propietaria de una agencia de viajes especializada en trayectos de aventura; Joan se licenció en Derecho y anda metido en política; Albert es maestro y trabaja en Andorra; yo soy la pequeña, y me gano la vida en una universidad privada, en Madrid. Mi madre está contenta con sus hijos. Todavía vive, a veces viene a verme y pasa conmigo una temporada. A pesar de sus continuos embarazos, ella sobrevivió a mi padre, que murió hace quince años. Con el sueldo de un obrero, fueron capaces de darnos estudios universitarios a casi todos (excepto a mi hermana Dolors, pero porque ella nunca tuvo mucha cabeza para los libros). Es verdad que la mayoría de nosotros estudiamos con beca y que somos hijos de aquello que se decía antes de la «igualdad de oportunidades». No obstante, a mí me sigue pareciendo un milagro que mis padres consiguieran hacer de nosotros lo que esperaban que fuésemos. No ha salido ningún yonqui entre mis hermanos, ningún bala perdida, ningún malvado… Todos tienen una vida familiar convencional y gratificante; creo que son felices. Todos menos yo, claro. Y ésa es una espinita que mi madre tiene clavada en el pecho. Pero todo se andará… Espero.

Fui, y sigo siendo, madre soltera (qué triste etiqueta ésa; sigue tañendo tenebrosamente, igual de atroz que en el siglo XIX). Me quedé embarazada sin quererlo. Ni siquiera puedo explicarme cómo sucedió. Bien, sí me lo puedo explicar, pero no atino a elucidar la cadena de acontecimientos que me condujo, sin yo preverlo, a concebir a mi hija. Bueno, ya está, la tuve. No me gustaba especialmente su padre, un norteamericano alto y despistado, un cajún de Nueva Orleans que hablaba inglés con un delicioso acento afrancesado, con la cabeza llena de rizos y de pájaros con sus correspondientes nidos; aunque, bien mirado, no estaba mal como simple macho fecundador. Tenía buenos genes, que ha heredado mi niña (no tenía sobrepeso, ni tendencia a las adicciones). Le agradezco el detalle, y espero que nunca sepa que es el padre de mi hija y venga a molestarnos.

La poesía, ganar aquel premio siendo tan joven, me abrió muchas puertas en mi vida personal y profesional. Me becaron con generosidad. Me sacaron en la tele. Me invitaron a universidades extranjeras. Di conferencias que me pagaban espléndidamente cuando todavía era un arrapiezo y no tenía ni idea de lo que era dar una conferencia. ¡Ni siquiera había asistido a ninguna como oyente!

Recuerdo aquellos años. Tengo cientos de fotos, entrevistas en la prensa, cintas de vídeo con las grabaciones de televisión… No suelo mirarlos, pero si alguna vez caigo en la tentación de la nostalgia y echo mano de mis trofeos, como yo los llamo, lo revivo todo con la misma vivacidad que si hubiera ocurrido ayer.

Siento la arrogancia de mi juventud plantándole cara al mundo, la fuerza que sentía corriendo por mis venas, el giovenile errore, que diría Petrarca, de mis versos, que sin embargo los dotaba de gracia, de nervio y de frescor. Fueron años bellos y montaraces. Viajé mucho, mi madre no conseguía meterme en cintura, como decía ella. No había cumplido aún los dieciocho años y ya era independiente económicamente, y si pasaba cualquier apuro, siempre podía volver a casa, a Barcelona, porque todavía era una niña, como quien dice, sabía que mis padres esperaban ansiosos que volviera, que querían que volviera siempre. A pesar de mis idas y venidas, logré terminar la carrera de Filología Hispánica, sospecho que gracias a la amable complicidad de mis profesores, a los que dejaba boquiabiertos con mis versos, y sobre todo con mi aspecto físico (no quiero ser jactanciosa, pero no me queda más remedio; lo hago con cierta amargura inevitable, resentida, sí, visto lo que después de mi vida con Fabio sucedió con ese cuerpo y ese rostro, antaño tan bellos). Sí, puedo decir que viví años que no estuvieron nada mal. Y seguí haciéndolo hasta no hace tanto. Creo que hasta que conocí a Fabio. A partir de entonces todo cambió para mí. Mi vida enloquecida, hermosa y libre, la sensación de inmortalidad de mi juventud, en palabras de William Hazlitt (él sí que era un crítico, y no Fabio, pero ése es otro tema), que duraba en mí incluso habiendo sobrepasado la mitad de la treintena, y siendo madre; la certeza de que mi vida se abría a un inmenso jardín de frutos inagotables; la seguridad que me conferían mi cuerpo y mi rostro, deseados por tantos… Todo eso, y la alegría, quizás incluso la poesía, todo eso murió lentamente, se fue pudriendo sin remedio en mi interior durante los años que viví al lado de Fabio.

Yo nunca había creído en serio en la existencia del mal. Nunca antes. Me habían enseñado, supongo, que las cosas de ningún modo son blancas o negras, que todos estamos teñidos por dentro de distintos tonos de gris. Pensaba que incluso los criminales tendrían algo bueno, algo humano, algo que los redimiría de ser lo que eran. Cuando veía una película en la que el malo, al final, se salva por un gesto de honor, de generosidad, porque lo empuja a ello un débil rescoldo de su humanidad, me emocionaba hasta la lágrima. No, yo jamás había dado crédito a la maldad. Razonaba que eso era típico de gente conservadora, santurrona, desconfiada («piensa el ladrón…»), y con vocación, esta vez sí, de malas personas.

Los que me conocían desde hacía años se quedaron sorprendidos al ver el acelerado e irrecusable deterioro físico que padecí mientras conviví con Fabio. Me fui volviendo fea, ¿no es curioso? Quizás, más allá de las traiciones, los engaños, la paranoia y la angustia, lo que nunca le he perdonado a Fabio es eso: que me convirtiera en un ser físicamente penoso, casi asimétrico. Yo, que había protagonizado portadas en los suplementos dominicales de varios periódicos (les encantaban la jactancia de mis gestos de enfant terrible, mi aspecto de joven y moderna rebeldía, mis pecas sobre la nariz y los hombros, mis labios carnosos y el brillo de mi pelo), de repente me miré un día al espejo y descubrí a una mujer que se encaminaba de manera categórica a una dolorosa y poco elegante mediana edad, con las caderas creciendo de manera insolente, inclinándose al suelo, el pecho caído y mustio, las arrugas cercando la comisura de una boca que antaño fue cautivadora y ahora lucía el gesto agrio de una condenada a muerte, y los ojos esquivos y turbios asomando bajo el pelo descolorido y canoso como los de un animal que abre las fauces entre la maleza. Junto a Fabio viví el tránsito de una mariposa que se convierte en oruga, y que es consciente de que su camino debería ser el contrario. Dejé de ser la Friné ante el areópago, de Jean-Léon Gérôme, y me transfiguré en La duquesa fea, de Quentin Massys.

No se lo perdonaré nunca, y por ello lo maldigo allí donde esté.

Mi hija, María, era aún un bebé. Yo vivía con ella en Barcelona, donde había conseguido una beca de investigación en la Universidad Pompeu Fabra, cuando me sorprendió la maternidad y tuve que hacer frente a sus exigencias, que tiene muchas. Afortunadamente, mi madre estaba siempre a mano para ayudarme. Tiene bastantes nietos, pero se dedicaba a mi hija cuando se lo pedía sin poner excusas jamás. Mi madre es una de esas madres de antes, gracias a cuyo sacrificio el mundo gira a diario, y a las que las mujeres como yo deberíamos reconocer que debemos nuestra libertad. Una abuela esclava, pero de buen grado. Ha criado ocho hijos, y a varios nietos. Todos la adoramos, no podría ser de otra manera.

Estaba dedicada a mi trabajo y a mi hija, concentrada en mi preocupación más acuciante: cómo solucionaría una situación laboral poco estable, cuando me invitaron a aquel congreso sobre «Literatura y piratería» en las islas Seychelles, una extravagante y deliciosa ocurrencia del British Council en la que participó, de una manera tangencial y casi simbólica, el Instituto Cervantes, mi anfitrión. He viajado por medio mundo gracias al Instituto Cervantes (Líbano, Grecia, el Magreb, Estados Unidos, Latinoamérica, Turquía, China…). Tengo un amigo que denomina a esta modalidad, con bastante acierto, «turismo ministerial». Debo reconocer que suele ser muy gratificante. Sólo hay un secreto para poder hacerlo: el escritor no debe significarse políticamente, porque si lo hace y luego hay un cambio de gobierno se le acaban los puntos y nunca lo vuelven a llamar. Claro que en España también son raros los cambios de gobierno. En fin, pero más vale prevenir. Un poeta es mejor que esté «en su mundo», y no haciendo política por ahí, y en caso de que sea inevitable que la haga, porque el sujeto en cuestión sea un tremendo bocazas, yo le recomendaría, si quiere viajar bajo cualquier viento político con el Cervantes, que se declare comunista; trotskista, a ser posible. Algo que esté bien visto por todo el mundo, o que por lo menos no moleste a nadie.

Allí conocí a Fabio, en Victoria, en la isla de Mahé.

Mi primer libro de poemas, titulado Portulanos, fue un recorrido fascinado y adolescente, de un posromanticismo punki, a través de las figuras del mundo clásico de la piratería. Supongo que mis lecturas de Borges, Defoe, Oexmelin, Julio Verne, Robert Louis Stevenson, J. M. Barrie e incluso Rafael Sabatini lograron que me obsesionara con un tema feroz, extravagante y hermoso, plagado de islas, mares lejanos, bellacas utopías, malos chicos, tesoros enterrados y aventuras sin fin. Un orden salvaje fuera del orden establecido, tan acorde con mi pubertad subversiva y turbulenta. El tema fue creciendo conmigo, y me especialicé en él. Aún me sigue entusiasmando. Gracias a que continúo estudiándolo siento que no ha muerto todavía, o al menos no del todo, la jovencita que fui.

Inmediatamente me apasionó la idea de viajar a las Seychelles, donde nunca había estado. Aunque nada atestigua que las islas fueran refugio de piratas en su momento, como sí lo fue la costa de Madagascar, aquellos pequeños trozos de paraíso, de coral, de arena y de granito, desgajados de la India o de África hace millones de años, excitaron enseguida mi imaginación. ¡El Índico, por Dios santo! Las noches sutiles del Índico, cuando la oscuridad trepa por las playas como un rufián con la testa envuelta en un bonete de estopa dispuesto a asaltar el lecho de una amante confiada. No lo dudé. Dije que sí, inmediatamente, cuando me llamaron desde Madrid. Y luego lo consulté con mi madre.

–¿Cuidarás de María? – le pregunté, esperanzada; tenía a una babysitter en casa, pero no podía irme dejando sola a mi hija, únicamente al cuidado de aquella jovencita-. Serán solamente diez días, y supone una gran oportunidad para mi carrera. Mi currículum, en estas circunstancias, necesita…

Mi madre sacudió la cabeza con resignación, como hace habitualmente.

–Circunstancias. Coyuntura. Siempre dices cosas así. Ya lo has decidido, ¿verdad? – me dijo, por toda respuesta-. Déu meu, nena. Haces conmigo lo que te da la real gana.

De modo que hice el equipaje (soy experta en hacer maletas), y un anochecer de octubre aterricé en el Seychelles International Airport, en Victoria, en un vuelo de Air Seychelles. Había embarcado en Madrid. Recibí la humedad del ambiente como un bautizo, como una iniciación que celebraron en torno a mí los ruidos de la noche.

Pasé los trámites de aduanas. Tuve que declarar mi perfume Insolence, de Guerlain, que había comprado en una tienda del duty-free de Barajas. Y cuando recogí la maleta y salí al hall central descubrí con agradable sorpresa que, tal y como me habían indicado (no siempre ocurre así), había un hombre esperándome para llevarme al hotel Le Méridien Barbarons, donde tendría lugar el encuentro. Lo saludé, le entregué mi equipaje, cambié algo de dinero en rupias, y me subí al Mini Moke descapotable que me trasladó confortablemente a mi destino. El viento me agitaba el pelo. Por aquel entonces me lo había cortado un poco, después de dar a luz a mi hija. Aun así, lo sentía rozarme la cara, acariciándome como hilos de seda, como finos rayos de luz de las constelaciones que me enrejaban dulcemente el rostro, que me daban la bienvenida.

Por supuesto, mi habitación era estándar, nada de superior sea view, ni deluxe beachfront, y mucho menos una ocean suite. Pero teniendo en cuenta que los gastos de alojamiento los pagaba el Instituto Cervantes, me pareció el jardín del Edén, aunque no tuviera vistas al árbol del bien y del mal. Al océano Índico, por el que había suspirado desde niña.

El congreso fue parecido a todos los congresos internacionales. Un batiburrillo de gente de distintas nacionalidades, todos hablando en un inglés tortuoso con acentos que a veces lo hacían indescifrable. La mayoría de los asistentes se escaqueaba cuando no les tocaba presentar una ponencia (la playa era tentadora; el jardín botánico y sus tortugas gigantes, un señuelo). Sólo había tres conferenciantes españoles, aunque varios latinoamericanos se ocupaban de que la lengua de Cervantes repicara claramente desde la piscina al spa, pasando por La Cocoteraie, el restaurante donde se servía el lunch.

Nunca supe muy bien qué hacía Fabio allí, ni cuál fue el título de su ponencia siquiera. Conociéndolo como lo conozco ahora, seguramente se apuntó porque el destino exótico le gustaba, no porque supiera un rábano sobre piratería.

Por entonces, yo era libre sentimentalmente hablando. Había tenido una hija, sola, y aunque me había recuperado relativamente bien del embarazo y el parto (excepto porque se me caía mucho el pelo, y por las dos caries que el dentista me había saneado tras dar a luz), sentía la necesidad imperiosa de saberme deseada. Quería experimentar con el deseo, igual que quien hace bricolaje con ínfulas de chinoiserie con un quiosco en su jardín.

El clima era excitante e invitaba al amor, a dejarse llevar por el placer de ser sólo carne humana palpitante sin más pretensiones ni significado. Precisamente en aquel ambiente, no me sentía una intelectual, sino una mujer sencilla, hambrienta de caricias. Supongo que Fabio supo leer esa necesidad en mis ojos, en mi piel, que se lo iba gritando a quien quisiera oírlo. Tampoco hacía falta ser muy perspicaz para darse cuenta.

Una noche, después de una tarde de visita a la supuesta cueva del tesoro del pirata Olivier Le Vasseur, la representante del Instituto Cervantes, una mujer bajita, rubia y eficiente como pocas que haya conocido, que se encargaba de acompañarnos durante nuestra estancia auxiliada por un chofer local, nos reunió para una cena de comida criolla a los españoles y a los latinoamericanos en el restaurante Le Corsaire, un agradable chamizo de cañas frente al rompiente del océano. Era mi tercer día en la isla, y ya me habían presentado a Fabio, aunque no le encontré nada llamativo salvo su ceño perennemente fruncido, tan típico de ciertos mentirosos compulsivos, y sus ojos rutilantes de rata afanosa. En las Seychelles no son muy propensos a servir alcohol, pero alguien había llevado consigo unas botellas de ron («¡ho, ho, ho, la botella de ron!», cantamos en algún momento), y creo que me pasé con la bebida. Con el embarazo y la lactancia, había dejado de beber -tampoco es que haya sido nunca demasiado propensa a ello-, y aquellos tragos fueron demasiado para mí. Pero, vaya, no quiero echarle la culpa a la bebida. A pesar de la flojera y el aturdimiento que me provocó el ron, sabía muy bien lo que me estaba haciendo. Y recuerdo que deseaba ser tocada, por encima de todo. Que me urgía ser amada. Y que Fabio estaba allí, muy cerca de mí, dispuesto a complacerme. Y que el resto de los hombres de la mesa tampoco es que me gustaran demasiado, a pesar de las miradas ensoñadoras que me lanzaba de reojo un guatemalteco tristón e hipermétrope, con la deprimente voz de un calafate marino resfriado.

Cuando volvimos al hotel, se empeñó en acompañarme a mi habitación, y al llegar a la puerta lo invité a entrar. Flotaba en una nube etílica, mi mente estaba cargada de tesoros fabulosos, de aguas paleoorientales, de profundidades marinas. De alcohol. De objetivos sensuales.

Fue un amante insólitamente atento y caballeroso, por eso me enamoré de él. No es fácil encontrar a un hombre que deje conforme a una mujer en la cama. Según mi experiencia -y he tenido más amantes de los que me gusta recordar-, los hombres no saben qué es el placer femenino, y por lo general no se preocupan demasiado de averiguarlo.

Fabio sí lo sabía. Y yo me volví loca junto a él. Además, me recitaba poemas mientras me hacía el amor. Y me escribía poemas después de haber hecho el amor conmigo.

Me dije que sería fácil amarlo, a pesar de los más de veinte años de diferencia que había entre nosotros.

Mi última experiencia sentimental después de quedarme embarazada (aunque yo no era consciente entonces de mi estado) había sido de lo más amarga y decepcionante; me lié brevemente con un indígena latinoamericano que vivía en Texas. Tenía el mismo aspecto que yo imagino que poseería el indio Joe de Tom Sawyer, un tipo fiero y siniestro. Aunque, en realidad, apenas poseía musculatura, como comprobé luego decepcionada, pues era enclenque y fláccido, y se quejaba tanto de su hernia que fui yo quien tuvo que cargar con sus maletas cuando lo recogí en el aeropuerto. Exhibía una melena de comanche de película, de esas que parece que las han cortado con un hacha, y una voz profunda y cavernosa que me fascinaba. Lo invité a visitarme a Barcelona. Me derretía y me resultaba enternecedora su costumbre de afeitarse todas las mañanas hasta que se hacía sangre, sobre todo teniendo en cuenta que era imberbe (genéticamente, los indios mesoamericanos lo son). Durante el segundo día de su estancia en mi casa, salimos con unos amigos y el tipo se emborrachó y esnifó una cantidad considerable de cocaína. Al volver a casa me echó «a patadas», literalmente, de mi propio dormitorio; no quería que durmiera con él en la cama, y ésa fue su manera de decírmelo. Pasé la noche en el suelo, en un saco de dormir en el pasillo. El tío se disculpó al día siguiente y pretendió que con eso «no había pasado nada», que todo quedaba olvidado y perdonado por el arte de un formulismo de urbanidad. Me puso los pelos de punta, y jadeé de alivio, entre escalofríos de horror, en cuanto lo perdí de vista para siempre.

Así que yo ya sabía que por ahí no siempre corre buen material, en cuestión de hombres.

Sí, Fabio se me antojó una maravilla, comparado con algunos que había conocido. No le importó que tuviera una hija. Ya lo sabía: la gente me conoce en los círculos poéticos y académicos, por algo soy una «vieja niña prodigio» que vivió pública y ruidosamente, no hace tanto, su pequeña gloria precoz, de modo que supongo que comentan cosas de mí, como hacemos todos, yo también, con las personas que tratamos de forma habitual o que pertenecen a nuestro entorno profesional.

No sé si fue idea suya o mía, pero el caso es que decidimos que yo iría a Madrid a vivir con él. Que lo dejaría todo para estar a su lado. Me prometió que se encargaría de mí y de mi hija, y aunque suene blando y demasiado sentimental, confieso que lo abracé llorando. Excepto mis padres, nadie me había hablado nunca así.

Cuando regresamos a Madrid, juntos, esta vez en el mismo avión y con asientos correlativos (tuvimos que cambiar los billetes, pero él se encargó de todo), estaba convencida de que había encontrado el amor de mi vida. Amor del bueno, de ese que tuvieron mis padres: para toda la vida.

No sabía que lo que comenzaba entonces era un odio eterno.

Mi jefe en la universidad me miró con ojos lánguidos cuando le comuniqué que me iba.

–¿Estás segura? – me interrogó-. Estás renunciando a la oportunidad de una carrera prometedora. Has dado muchos bandazos, si me permites que te hable así. Ahora empezabas a encauzar bien tu vida profesional.

Yo le devolví la mirada con un chispeo retador en los ojos.

–Claro que estoy segura.

–Te pondré en contacto con un colega de la Universidad Carlos III, y con otra de una privada americana de Madrid, por si acaso. – Contempló absorto unos papeles que tenía en las manos-. Sería una lástima que echaras a perder tu carrera, quizás puedas hacer algo en Madrid.

–Gracias -respondí.

No quería decepcionarlo, pero no tenía intención alguna de ponerme en contacto con nadie en Madrid de su parte.

Ya tenía de mi parte a Fabio. Lo demás no me importaba.

Nos instalamos, María y yo, en casa de Fabio.

–Ahora eres mi mujer -me dijo mientras me besaba con fiereza.

Invariablemente me besaba con una fuerza extraña; cuando me acariciaba era como si se restregara contra mí. Yo lo encontraba divertido, incluso enternecedor. Pero, andando el tiempo, llegó un día en que su manera de manosearme me intimidó.

Fabio había comprado hacía muchos años un chalet adosado en Las Rozas, al norte de Madrid. La casa era grande. Estaba llena de libros, de las manzanas que él comía sin cesar, muchas podridas, de telarañas y de las flores artificiales (¡glups!) con que la mujer de la limpieza la había adornado, en un espeluznante intento por dotarla de algo semejante al calor de hogar, que desde luego no tenía. A Fabio lo asistía una mujer española, mayor (bueno, de la edad de Fabio aproximadamente), de piernas hinchadas recorridas por varices que se dibujaban en su piel con la renuencia de caudalosos ríos amazónicos con todos sus afluentes en un mapa del ejército, que se desplazaba por la casa con un halo de terquedad y un plumero en la mano que jamás llegaba a utilizar, al menos en los sitios correctos. Cuando me conoció me miró cansinamente y me dijo:

–Encantada, señorita Marta.

Marta era el nombre de la ex de Fabio. Él me había dicho que lo suyo había terminado hacía más de un año, pero la mujer de la limpieza me informó puntualmente de que la tal Marta acudía a menudo a la casa para dejar o llevarse libros, y para que ella le planchara.

–Me trae algunos vestidos para que se los planche. No muy limpios, he de decir -me explicó mientras agitaba sus carnes marchitas a lo largo del salón-. Es natural, ¡tantos años junta con el señor Fabio! Pero no se casaron, ¿ustedes se casarán, o tampoco?

Me volví, muerta de vergüenza por su desfachatez, y agarré a mi hija entre mis brazos con tanta fuerza que la cría se quejó y me tiró del pelo. Me turbó elucubrar que aquella mujer quizás estaba pensando en cuánto tiempo faltaría para que yo también me presentara en la puerta de la casa de Fabio, sosteniendo una camisa escotada, arrugada y llena de lamparones de café, tendiéndosela con el ruego de que le diera una pasadita con la plancha, que, a ser posible, hiciese desaparecer también las pringues del tejido.

Fue una imagen de mí misma intolerable, y sentí que el pecho se me inflaba de rabia. La identifiqué enseguida como el comienzo de un mundo interior. El mundo interior del celoso. «No hay criatura sin amor, ni amor sin celos perfecto, ni celos libres de engaños, ni engaños sin fundamento», decía Tirso de Molina. Noté que acababa de abrir la puerta a una dimensión desconocida. Un lugar que yo nunca había frecuentado, alimentado por la duda, esa carroña del corazón.

Yo nunca había sido celosa. Estaba acostumbrada a ser objeto de deseo. Hacía casi veinte años que la tónica de mi vida era encontrar hombres que dejaban a otras mujeres por mí. De ningún modo había habitado en mí el afán del propietario, que vigila y acecha para que no le roben lo que es suyo. En ese momento, lo sentí. Y eso era sólo el principio.

La convivencia no fue fácil, ya desde el comienzo, pero reconozco que Fabio tenía paciencia, conmigo y con la niña, y que durante más de un año se preocupó por nuestro bienestar. Se desvivía por complacerme. Tanto que despidió a la mujer de la limpieza, que llevaba con él más de veinte años.

–No la soporto -le dije-. O se va ella o me voy yo. Le he dicho mil veces que me llamo Cristina, pero ella insiste en llamarme Marta. Lo hace a mala leche.

–Por favor, cariño, no le hagas caso. ¡Ya la ves! La pobrecilla no puede tirar con su cuerpo, no sabe ni cómo se llama ella misma, ¿y quieres que se acuerde de tu nombre…? – me respondía Fabio, acariciándome el muslo, hozando en mi cuello.

–Sí, quiero que se aprenda mi nombre. Que se le olvide el suyo antes que el mío.

–No digas tonterías, mi amor.

Pero terminó haciéndome caso, le dijo a la mujer que, en adelante, como yo no trabajaba fuera de casa, yo misma me haría cargo de las tareas domésticas.

No le mentía. Yo tenía un bebé al que proteger, y quería que la casa estuviese limpia. Como la señora no hacía nada -se limitaba a revolotear de un sitio a otro con aquel odioso plumero, resollando y quejándose como si estuviera muy enferma y yo hubiese decidido obligarla a trabajar hasta que reventara-, como ni siquiera planchaba, era yo quien se hacía cargo de barrer, fregar, almidonar y baldear. No la necesitaba para nada. Así ahorraríamos, pensé.

Fabio aprovechó un día en que salí de casa con la niña durante varias horas, a visitar dos guarderías, para plantarla en la calle. No sé lo que le diría, pero la mujer nunca volvió.

Durante un año, salimos adelante. Fabio adoraba a María, que llegó incluso a llamarlo papá, para mi bochorno, pero también para mi más entrañable satisfacción.

No busqué trabajo. Fabio y yo estábamos de acuerdo en que debía concentrarme en mi poesía, y en mi hija. Claro que no era nada fácil compatibilizar ambas tareas. Yo no vivía en una torre de marfil, sino en el vaso de una batidora.

Habitualmente me encontraba tan cansada -no estaba nada acostumbrada a ejercer de madre las veinticuatro horas seguidas, ni de cocinera, ni de criada- que, cuando podía disponer de un par de horas para mí, sólo tenía fuerzas para plantarme delante del televisor y tragarme alguna de aquellas espantosas series importadas del Cono Sur en las que los personajes sufrían muchísimo, lloraban muchísimo, se amaban muchísimo, se odiaban muchísimo y, sobre todo, gritaban muchísimo.

El fantasma de los celos seguía engordando en mi interior, alimentándose de mi soledad y colmándose de mi envidia: desde que llegué a Madrid, entre la niña, la casa y Fabio, apenas tenía tiempo de ver a mis amigos; además, vivíamos en las afueras, y yo no conduzco; la tal Marta trabajaba con Fabio en la universidad, se veían todos los días, mientras yo estaba mano sobre mano, o mejor: mano sobre escoba, recluida en una casa que ni siquiera sentía como propia y en la que encontraba a diario pruebas de la existencia de otra mujer que la había ocupado antes que yo (unas bragas desteñidas en el fondo de un cajón; un vestido pasado de moda detrás de una cómoda; incluso ¡un diafragma! en un altillo de los armarios). Una tarde me di cuenta de que la casa de Fabio, en realidad, no solamente tenía restos del paso de Marta por allí, sino de muchas otras mujeres, anteriores a ella, que habían ido dejando su impronta a lo largo de los años. Unas huellas que nadie se había ocupado de limpiar, hasta mi llegada. La casa de Fabio era un yacimiento arqueológico de su vida sentimental, lleno de estratos de diferentes épocas, rebosante de los restos materiales de lazos sentimentales ya desaparecidos. Yo podría, si así lo deseaba, dedicar el resto de mi vida a hacer prospección, excavación, trabajo de laboratorio, dendrocronología y estudios osteológicos de las cambiantes etapas por las que había atravesado el amor de Fabio, de sus muy diferentes períodos. Por ejemplo, el sostén mustio, sin aros e incoloro, y las esposas oxidadas que saqué, tapándome la nariz, aquella tarde de una caja que permanecía misteriosamente cerrada con cuerdas y celofán en el cuarto de la lavadora, se podían clasificar como pertenecientes al período Marta, o bien del VI a. de M. (del año 6 antes de Marta), si es que no eran de ella y aún no había sido catalogada la ocupante de dicha era.

Ahora me doy cuenta de que todo eso era lógico: Fabio era un hombre que pronto cumpliría sesenta años, había vivido lo suyo, y siempre en la misma casa. Yo, que tenía apenas treinta y siete, también llevaba a mis espaldas un abultado equipaje sentimental (muchas parejas, más o menos inestables, de diversos colores y nacionalidades), pero a diferencia de él, nunca había tenido un hogar que hubiese sido testigo de mis expediciones amorosas porque me había pasado la vida haciendo maletas, habitando pisos compartidos, residencias estudiantiles en el extranjero, apartamentos para profesores invitados… Había carecido de un centro de operaciones, y las huellas de mis amantes las habían borrado las empresas de mudanzas y los equipajes perdidos en los aeropuertos.

Pero entonces no vi nada de eso. Sólo podía pensar en los fantasmas que rondaban la casa, la cama en que dormía, y mis sueños.

Conforme aumentaba mi paranoia, también mi relación con Fabio fue cambiando. A peor. Nuestra vida sexual, que tan gratificante me pareció al principio, fue disminuyendo en intensidad y en satisfacción. Yo estaba engordando, y afeándome por momentos. Vivía allí encerrada, en una vivienda repleta de espectros, y mi piel y mis nervios eran cada día más finos y propensos a estropearse. Como un ave del paraíso que va perdiendo su plumaje, enjaulada, mientras añora terriblemente los bosques de Nueva Guinea.

Noté que Fabio bebía más de la cuenta, y que su carácter se agriaba. Ya no era tierno conmigo, y se había vuelto impaciente con la niña, a la que gritaba muchas veces sin motivo, porque su presencia le molestaba simplemente.

Fue por aquella época cuando llegaron los primeros anónimos. Me los mandaban por correo postal, y por correo electrónico. Me insultaban («perra, puta barata, cara de sapo asquerosa», y calificativos por el estilo eran los más finos que recuerdo), me amenazaban con enfermedades atroces y con una muerte inminente, para mí y para mi hija.

Me asusté mucho.

Vivía pendiente de mi hija, que iba a una guardería cercana, y tenía pesadillas todas las noches. Fabio, lejos de tranquilizarme, alimentó mi desconsuelo con varias teorías conspirativas en las que convirtió en protagonistas al padre de mi hija (yo le había contado quién era, pero daba igual, porque ni yo misma sabía por dónde andaba a aquellas alturas, en qué parte del mundo, ni me importaba), a un profesor de mi antiguo departamento (pobrecillo, cuando pienso que lo creí, y que hasta lo llamé para increparlo, dejándolo tan estupefacto y confundido que oí cómo dejaba escapar unos sollozos por teléfono…), y a uno de mis hermanos (el que se dedica a la política, que no era santo de la devoción de Fabio).

Durante meses me hospedé en una pesadilla que podría haber firmado, y filmado, David Lynch.

Pronto vinieron las sospechas de engaño. Los celos, abastecidos por la paranoia que me creaban los anónimos, prosperaron igual que cerdos en una fértil dehesa. Fabio se ofendía mucho con mis sospechas.

–¡Estás loca! – me gritaba. Cada día levantaba más la voz-. ¡Completamente loca! Esto tiene que parar o me volverás loco a mí también.

Sin embargo, y quizás porque todos mis sueños se han ido haciendo realidad, incluidas las pesadillas, una noche sonó el teléfono en la casa. Yo estaba sola porque Fabio andaba en uno de sus viajes, en Suecia, creo. La niña dormía en su cuarto, la oía respirar tranquila por el intercomunicador infantil que había en el salón, conectado cerca de la cabecera de su camita.

–Dígame -respiré apática. No esperaba ninguna llamada a esas horas, ni siquiera de Fabio.

–¿Eres Cristina? – dijo una voz de mujer. Sonaba tensa, frívola y arrogante.

–Sí, dígame.

–¿Eres la… m-u j-e-r de Fabio Arjona?

Pensé que era su amante, su querida, que no había llegado a sentirme nunca su mujer. Que aún tenía visiones de mí misma llegando a la puerta de su casa con una prenda de vestir manchada y arrugada, buscando desesperada a alguien allí dentro que pudiese planchármela.

Me callé.

–¿Cristina Oller? – insistió la voz.

–La misma.

–Bueno, oye, mira… Verás. Te llamo -respiró entrecortadamente-. Mira, esto no es fácil, pero te llamo porque quiero decirte, porque tengo que decirte, que he sido la amante de Fabio en los últimos nueve meses.

Se me cortó la respiración también a mí. Creo que liberé un quejido largo tiempo ahogado en mi pecho. No sé si ella me oyó. Aparentemente no, porque siguió hablando como si le hubiesen dado cuerda.

–Mira, verás. He estado con él y me ha dejado, ¿sabes? Me ha hecho mucho, mucho daño, y quiero devolvérselo, aunque sea a través de ti. Perdona, ¿vale? No es nada personal contra ti, pero es que, además, ayer estuve en el médico, y… O sea, que tengo sífilis. Estas cosas -lanzó una risita tan estúpida que me dio la sensación de que me había salpicado de babas la oreja a través del teléfono-, bueno, parece que han vuelto, ¿no es raro? Sólo quería decirte que te cuides, que vayas al ginecólogo…

Yo estaba muda de horror, ni siquiera podía mover la mano con que sujetaba el auricular. Mi mano se había transformado en una garra de piedra, o en un garfio.

–… No sé si sabrás que hoy día ya no se muere nadie de sífilis, estate tranquila. Lo único malo es el dolor de huesos, y que se te cae mucho el pelo, pero…

A mí se me había caído mucho el pelo después de mi embarazo. Ahora a lo mejor se me seguía cayendo. Y Fabio… A Fabio más. Se le iba a caer todo, pensé, abatida como una liebre en el campo de caza.

–Pero se cura, ¿sabes? Con penicilina y todo eso. El médico me ha dicho que hay mucha. Sífilis. No es tan raro, según parece, y… Oye, ¿estás ahí?

Tardé unos segundos en contestar.

–Sí.

–Si quieres pruebas de que he estado con Fabio, puedo mandártelas -me dijo; su voz se había aplacado y ahora era más seria y concentrada-. Tengo e-mails, y fotos, y vídeos con la fecha, recibos de hotel, no sé…

Pero no necesité ninguna prueba, porque al día siguiente fui al médico, y pocas horas después me llamaron del hospital para confirmarme que, efectivamente, estaba enferma de sífilis.

Quise abandonar a Fabio después de aquello, pero él no lo consintió. Se arrodilló y se arrastró ante mis pies, literalmente. Me prometió y juró, me imploró perdón. Puso su vida en mis manos, como me dijo con los ojos devastados por las lágrimas. Durante dos meses vivimos un drama diario en el que él se humillaba, y yo lo insultaba y lo despreciaba.

Supongo que, por agotamiento, acabé cediendo y decidí darle otra oportunidad. Me dije a mí misma que hacía lo correcto, sobre todo por mi hija, que le había cobrado tanto afecto a aquel hombre, porque la niña necesitaba estabilidad, un hogar sólido, un padre que se ganara bien la vida, y una madre atenta a sus cuidados. Al mismo tiempo, yo estaba cansada, y la enfermedad me había dejado más débil de lo que quería reconocer; no tenía fuerzas para volver a casa, al lado de mi madre -que no diría nada, y eso me haría más daño todavía-, para empezar de nuevo. No tenía dinero, ni empleo. No estaba casada con Fabio. No tenía derechos. No habría sabido qué hacer ni adónde ir.

Tratamos de empezar de nuevo, pero fue como romper uno de esos delicados jarrones de gres vidriado de la dinastía Song y luego tratar de pegar los pedazos. Siempre se ven las fracturas dejadas por el destrozo. El jarrón nunca queda igual.

Pasó el tiempo, a duras penas. El día de mi cuarenta aniversario, Fabio llegó a casa, de vuelta de la facultad. Dejó las llaves en la entrada y me miró a los ojos de una manera que casi me hizo daño.

–Haz las maletas y vete de esta casa -me dijo.

–¿Qué?

–Recoge tus cosas y las de tu hija y vete. No quiero volver a verte nunca más.

Me temblaron las piernas y tuve que sentarme.

Hacía una semana, en una revisión ginecológica, me habían dado la inesperada noticia de que estaba embarazada de nuevo, de dos meses. De Fabio. Estaba esperando al día de mi cumpleaños para darle la noticia. Tengo la mala costumbre de quedarme en estado sin pretenderlo. Había vuelto a ocurrir, pero pensé que aquello podría unirnos, a Fabio y a mí, que podríamos volver a ser los que fuimos en las Seychelles, hacía ya tres años. Quería ver su cara de sorpresa cuando le diera la noticia. Quería ver la alegría brotar de sus ojos como algo material y palpable. Quería que fuese feliz, y que volviera a encargarse de mi felicidad.

–Estoy embarazada -respondí, y me eché a llorar.

–Si crees que con eso vas a atraparme, te equivocas. Si estás embarazada, tú sabrás quién es el padre. Yo, desde luego, no lo soy. – Tenía el ceño fruncido, y su boca se curvaba como la de un censor, como la de santo Domingo el Mugriento esclarecido por el Espíritu Santo dándole órdenes a un verdugo.

Me dio miedo y me tapé la cara con las manos.

–Saldré de esta casa ahora mismo -continuó él, impasible-, y volveré mañana. Cuando regrese no quiero que queden huellas tuyas por aquí. Deja las llaves en el buzón. De todas formas, cambiaré la cerradura, por si tienes tentaciones de reaparecer. Si mañana a mi regreso no te has ido, llamaré a la policía.

Se dio media vuelta y se fue.

María apareció en el quicio del pasillo que conducía al salón. Se chupaba un dedo acuciosamente, y me sonreía con la cara llena de babas.

Me sequé las mejillas y, como pude, le devolví la sonrisa. Era mediodía. Le di de comer a la niña, y la acosté en el sofá del salón para que echara una siesta. Empecé a llorar de forma torrencial cuando subía la escalera. Las lágrimas me impedían ver, y todo el cuerpo se me estremecía sin que yo pudiese controlarlo. Hipaba, me dolía la tripa y sentía arcadas. Fui al dormitorio y rebusqué la maleta en el armario empotrado. Metí dentro todo lo que pude. El resto lo embutí en bolsas de basura y lo bajé al patio, con intención de llevarlo antes de irme a los contenedores de la calle. No quería que mis cosas pasaran a formar parte del cúmulo de estratos sentimentales de la casa de aquel hombre. Hice lo mismo con los libros que había ido comprando durante aquellos años. Pensaba vaciarlos en el contenedor del papel. En un maletín de ruedas que le robé a Fabio, pude incrustar algunos papeles, mi ordenador portátil y unos cuantos libros que me resistí a arrojar junto a los desperdicios. En el cuarto de la niña, hice una selección de su ropita y sus juguetes. Entonces se me ocurrió que podría llamar a los Traperos de Emaús, para que al menos nuestras cosas no terminaran en un vertedero. Podrían servirle a alguien, y así también quitaría de en medio nuestros muebles.

Hice la llamada, les dije que tenía ropa, libros, cedés, juguetes y muebles de los que quería deshacerme. Me contestaron que pasarían al día siguiente. Respondí que era demasiado tarde, que ese mismo día, aunque fuese de noche, o nunca. Les describí todo lo que había y aceptaron ir, aunque un poco renuentes.

–Veré qué puedo hacer -me dijo la chica que atendió mi llamada.

Al cabo de algo más de tres horas, todas nuestras posesiones, las de María y las mías, habían desaparecido de aquella casa llena de fantasmas. Incluidos los muebles que había comprado durante mi vida con Fabio, por ejemplo, el dormitorio completo de la cría, un sofá de piel y los muebles de teca del jardín trasero.

Comprendí lo fácil que es desprenderse de las cosas, que lo importante es siempre aquello que a una no le pueden robar. No echaba de menos nada, nada en absoluto.

Cogí a mi hija. Tenía dos maletas y un maletín, además de la niña, cuando el taxi que pedí por teléfono llamó a la puerta. No pensaba quedarme a pasar allí la noche.

Se me cayeron las llaves, pero no me agaché a recogerlas. Tenía a la niña en brazos, las dejé tiradas en el pasillo, y la puerta de la calle abierta.

–¿No cierra usted la puerta? – me preguntó el taxista mientras me ayudaba a llevar las maletas hasta el coche.

Pensé en la infelicidad y los fantasmas que dejaba atrás.

–No se preocupe, ya hay alguien dentro -contesté, y continué andando hasta la calle con pasos firmes.

Pasamos la noche en un hotel en Madrid, cerca de Atocha. Un NH de tres estrellas, económico pero agradable. Tenía la tarjeta de crédito de la cuenta corriente de Fabio, pero sabía que él no tardaría en anularla. Pagué una semana de hotel por adelantado. Saqué dos billetes de ida y vuelta en avión, en el puente aéreo para Barcelona, a través de Internet. Hice varias llamadas telefónicas desde el móvil (que esperaba que Fabio no cancelase tampoco hasta el día siguiente), pidiendo trabajo. Aún conservaba en mi agenda los contactos de mi antiguo director de departamento en Barcelona. Y, sí, seguían trabajando ahí, no se molestaron porque los llamase cerca de las once de la noche, y me dieron cita para los próximos días.

Cuando María se durmió, bajé un momento a la calle y saqué dinero de tres cajeros automáticos. El máximo que me permitieron. A primera hora de la mañana siguiente pensaba repetir la operación. En una cuenta corriente a mi nombre también tenía algo de dinero, no mucho, pero imaginé que lo suficiente para ir tirando unas semanas.

Comí a medias una hamburguesa en un local abierto toda la noche, cerca del hotel. No tenía mucha hambre porque me dolía el vientre, pero me obligué a tragar unos bocados. Subí a la habitación preocupada por María. La niña estaba durmiendo tranquila. Suspiré aliviada.

Fui al baño a darme una ducha. Me desnudé. Tenía las bragas empapadas de sangre. Me sentí tan conmocionada que mi primer impulso fue llamar por teléfono a Fabio. Y eso hice.

–¡Fabio, Dios mío, estoy sangrando! – procuraba llorar por lo bajo, no quería despertar a mi hija.

–No me vuelvas a llamar, jamás en tu vida. Te he dicho que no me voy a creer ninguna de tus mentiras. Endósale la tripa a otro. ¡Y déjame en paz! – gruñó él, y colgó el teléfono, colérico e indignado.

Por debajo de sus gritos, creí oír los de otra voz. Femenina.

Semanas después, alguien me informó de que llevaba viéndose con una mujer desde hacía meses. Que la compatibilizó con la portadora de la sífilis. Y conmigo. Pero ella estaba comprometida, y Fabio esperó a que se deshiciera de su marido para abandonarme a mí. El que me contó todo eso -siempre hay un alma caritativa dispuesta a ser portavoz de malas nuevas- me dijo que la idea de dejarme el día de mi cumpleaños probablemente no había sido de Fabio, sino de su nueva pareja, una aspirante a poeta que aún no ha deslumbrado al mundo con su talento. «Él no es tan retorcido, créeme -me dijo-, pero ella… Perdona que te lo diga, pero cuando las mujeres os ponéis a ser malas, sois mucho peor que los hombres. No te ofendas, ni me saques la vena feminista, por favor, anda, sonríe…» Yo le sonreí, y me callé porque no tenía nada que decir. Aquella historia ya me importaba un bledo.

Al día siguiente busqué a una chica en las páginas amarillas para que cuidara de María unas horas. En una clínica cerca de Callao me examinaron. Estaba cerca de la calle Ballesta, haciendo esquina con la calle del Desengaño (¡qué ironía!), y en la puerta rondaban prostitutas, mendigos, inmigrantes desocupados y yonquis. También policías. Cuando la traspasé, tenía el pulso acelerado y un desasosiego incontrolable me cortaba la respiración. No paraba de sangrar, y el vientre me dolía como si alguien estuviera empeñado en arrancármelo desde dentro empujando sin parar hacia afuera. Era un aborto espontáneo. Me dijeron que las causas más frecuentes son deficiencias genéticas del feto, del organismo materno o enfermedades sistémicas o infecciosas (diabetes, traumatismos graves, toxoplasmosis, sífilis, hepatitis B, sida…). Me hicieron un legrado. Una enfermera trató de consolarme diciéndome que quizás el embarazo no habría salido adelante de todos modos. Y que aún tenía tiempo de volver a intentarlo.

–Sí… -respondí, dolorida y extenuada, pero sobre todo triste, tan triste como no recuerdo haberlo estado en mi vida-. Creo que volveré a intentarlo.

Pagué con la tarjeta de crédito de la cuenta de Fabio, que funcionó, a Dios gracias.

No tardé mucho en levantarme de la camilla y volver al hotel en taxi. Sabía que mi niña estaría impaciente, esperándome en nuestra habitación, haciendo tiempo al lado de una desconocida.

RECUERDO DE LA MUERTE

«Vaya, otra mujer abandonada -pensó Nacho cuando terminó de leer-. Cualquiera diría que invariablemente son los hombres quienes abandonan a sus amantes», se dijo. No tardaría en darse cuenta de que no siempre es así.

Decidió pasar rápidamente por el baño y luego bajar a desayunar. Tenía la cabeza cargada de presentimientos, envuelta en un espeso nubarrón de dolor incipiente. Creía sentir la presión atmosférica de la Tierra entera comprimiendo sobre un punto entre sus cejas. Un observador atento probablemente le vería salir isobaras de las orejas en lugar de pelos.

Se tomó un ibuprofeno, y supo que no le iba a sentar bien con el estómago vacío.

El comedor ya tenía el desayuno dispuesto, a la manera de los hoteles de ambiente familiar que se recomiendan en las revistas femeninas. Zumos más o menos naturales, café a discreción, té, bollos, huevos, tostadas y variedad de mermeladas y cereales.

Carlos y su mujer, Alina, revoloteaban alrededor de la mesa con mantel donde se desplegaban las viandas, muy serios y formales, preguntando a cada momento si los invitados deseaban más. «Todos queremos más, siempre», rumió para sí Nacho, y dijo «¡Buenos días!» en voz alta. Sólo algunos de los presentes le respondieron.

Rocío estaba sentada sola, apartada del resto, entre dos sillas vacías. Llevaba puestas unas gafas de sol y tenía aspecto de adolescente malhumorada que no perdona el madrugón. No se acercó a ella porque supuso que no sería muy bien recibido.

Richard Vico no estaba a la vista.

Cristina Oller se aproximó a Nacho con un mohín de complicidad en los labios. Mientras se servía un café, largo de leche esta vez, la mujer se arrimó tanto a él que pudo sentir la forma de su pecho rozándole contra el codo. Lo retiró con delicadeza, pero con premura.

–Buenos días. Te escribí un e-mail -dijo ella-. ¿Lo has visto?

–¿Eh? Ah, sí. Gracias.

Lo miró mientras se servía la leche y un vaso grande de zumo.

–Bueno, ¿y…?

–Te agradezco la confianza, Cristina. No debe ser fácil desahogarse así con un extraño.

–Tú no eres un extraño para mí -negó con la cabeza, y Nacho supuso que lo que acababa de hacer enviándole su particular confesión era, sobre todo, un ejercicio terapéutico-. Te conozco. He leído todos tus poemas. Incluso dos inéditos que aparecieron hace unos meses en la revista de la FNAC.

–Ah, vaya. Es todo un detalle por tu parte. Pero… No sé cómo decirte esto, pero me gustaría mandarle tu texto a mi tía y a un amigo. Son de toda confianza; así y todo, quiero pedirte permiso.

Cristina sonrió. La sonrisa acudió a sus labios como quien se precipita a abrir una puerta, aunque en sus ojos casi podía leerse un cartel de «Prohibido el paso». Su cuello de mangosta prematuramente envejecida se movió de un lado a otro.

–Puedes enseñárselo a quien quieras. Ya lo he publicado.

–¿Cómo dices?

–Que lo he publicado. Sólo tuve que cambiar los nombres, y lo publiqué. Me pidieron un texto para un libro colectivo, de varias autoras. El tema era la mujer hoy día. Menuda chorrada, pero pagaban bien. Últimamente me piden muchas colaboraciones en prosa, y trato de aprovechar todo lo que tengo escrito. Estoy pensando incluso que no sería mala idea componer un libro de cuentos. Sobre piratas, o sobre poetas. Total… No descarto dar el salto a la narrativa. Algún día me gustaría dejar de ser una asalariada. Poder vivir de la escritura es el sueño de mi vida. – Soltó un pequeño bufido y encogió los ojos tratando de enfocar la vista-. Estoy harta. Cansada de dar clases y conferencias. Yo quiero ser como Matilde Asensi, y enseñar mi cara únicamente en la contracubierta de mis bestsellers.

–Ah, pues entonces, no hay problema, supongo. Si ya has hecho público el documento…

–Además, confío en tus dotes detectivescas, de modo que úsalo como quieras. – Asió un pastel del crema y apuntó con él a Nacho-. Sólo quiero asegurarme de que sepas de quién estamos hablando, de la clase de persona que era… el muerto.

–Bueno, pero nadie merece morir de esa manera, creo yo. Apuñalado y… Hay otras formas de hacer justicia.

A Nacho le pareció que la Cristina que ahora le hablaba era otra distinta de la que había escrito el documento que acababa de leer. Más prosaica, más ruda y directa si cabía, y eso a pesar de que confesaba que sentía en su corazón la paz de un cementerio, que el asesinato la había dejado tranquila. No daba esa impresión. El odio que sentía por Arjona aún no se había diluido entre el resto de sus emociones, afilándolas con su dosis de acíbar pero también logrando que desapareciese esa pasión infructuosa y dañina igual que un azucarillo que se deshace en el agua. Nacho podía ver ese odio aún atorado en los ojos de la mujer, atrancando la paz de su espíritu.

No le gustó el pensamiento y desvió la mirada.

–Sí, claro. No… ¿Merecía Hitler morir en el búnker donde estaba pasando su luna de miel con Eva Braun, tan ricamente? ¿Y Lenin, merece que no se haya dado cristiana sepultura a sus restos mortales a los ochenta y tres años de su muerte, merece que cada quince meses le den un baño de acetato potásico y cloro de quinina con la naturalidad del que va a ponerse a tono a un spa? ¿Y Benito Mussolini, merecía colgar patas abajo, ya cadáver, en una gasolinera de piazzale Loreto, en Milán? ¿Y el asesino de esa niña de siete años, ¡siete años!, cuyo cuerpo apareció violado y desmembrado en un vertedero hace unos meses, mereció morir con el ano desangrado en los lavabos de una prisión? No, no, no me mires así, Nacho. Ya lo sé: po-bre-ci-tos…

–En cualquier caso, Cristina, la comparación me resulta un poco exagerada. Fabio Arjona no era…

Cristina lo sujetó con fuerza por la manga. Nacho estuvo a punto de tirar un vaso al suelo.

–Tú no sabes quién era ese hombre. ¡No lo sabes!

Se dio media vuelta y se largó a la otra punta de la inmensa mesa. Nacho se encogió de hombros y siguió proveyéndose de algo para desayunar.

Fernando acudió enseguida a su lado en cuanto se hubo sentado, igual que un perrito faldero que se tumba a los pies de su amo. Nacho se preparó para escuchar una larga diatriba censora contra el mundo y sus demonios nada más empezar la jornada pero, para su extrañeza, el hombre se limitó a murmurar un «buenos días» sofocado y a comer de manera indiferente, con aire aburrido.

Doña Agustina no tardó en hacer aparición.

–¡Buenos días a todo el mundo! – Trató de darle un toque de alegría a su voz, pero hasta los criados se dieron cuenta de que le costaba un gran esfuerzo sobreponerse a la desmoralización y al agobio que se había adueñado del ambiente del cigarral.

–Me gustaría irme a casa -dijo por fin Fernando-, a Nueva York. Allí está mi hogar. Vivo en un apartamento en Coney Island, en Brooklyn, cerca de la playa. Lo compré por cuatro perras cuando por fin murió mi padre, y luego la doble viuda, que al menos no tenía hijos, de modo que no sólo recuperé la herencia de mi madre, sino también la de mi padre y la de aquella señora desconocida que lo entretuvo en sus últimos años. Lo adquirí cuando aún podían hacerse esas cosas. Hoy no podría permitírmelo. Hay tres habitaciones luminosas y un salón con chimenea. Tienes que venir a visitarme algún día. – Cerró la boca y masticó un poco-. Ni siquiera sé qué hago aquí. Esto es el pasado, joder.

Nacho le palmeó la espalda y sintió que el hombre lo agradecía, que reconocía el gesto, el contacto físico, la corriente de empatía. Luego se concentraron cada uno en su desayuno.

Fernando tenía ojeras y el pelo algo grasiento. Por lo poco que lo conocía, Nacho se dijo que el descuido no era habitual en él. No obstante, cuando terminó de sorber su café solo, sintió que revivía a su lado, y el meteorólogo lo celebró; no le gustaba verlo tan lacio y marchito, se convertía en una compañía aún más insoportable que de habitual. Allí callado, mas reconcomido que un hueso de jamón de la posguerra.

–¿Te has fijado en Pascual Coloma? Catalina la Grande, como todo el mundo sabe, es de origen inorgánico, pero te advierto que como siga zampando así va a echar más culo que una tele antigua. – Fue bajando el tono de voz hasta hacerlo casi inaudible-: Las teles de plasma de hoy día son culiplanas, han dejado de ser sexys, no sé si te has fijado.

Nacho no pudo evitar reírse a carcajadas, llamando la atención. Todos en la mesa lo miraron fijamente. Se sintió avergonzado, como si acabara de reír un chiste en un funeral, y levantó las manos en señal de disculpa.

–Es culpa mía -dijo Fernando en voz alta-. Acabo de hacerle, a nuestro querido detective poeta, una observación, más que elegante, yo diría que chabacana. Debido a mi obsesión fálica, no siempre digo lo que debo, aunque debo bastante por todo lo que digo y he dicho a lo largo de mi vida. Y en cuanto a mi pensamiento…, ya se lo pueden imaginar ustedes, que seguro que están a la altura. Pido perdón a la mesa y a nuestra ilustre anfitriona, junto a nuestro… soberbio y excelso feligrés en la scala naturae de nuestra condición de rapsodas.

Se refería a Pascual, pero se levantó a medias e hizo una inclinación afectada en dirección a ninguna parte en concreto. A Nacho le recordó el calambur de Quevedo restregándole por la regia cara a Mariana de Austria que «su majestad es coja».

–¿Soberbio, eh…? – le dijo entre dientes a Fernando-. Vaya, vaya…

Pascual Coloma agitó la gloriosa testa en un aspaviento de negación y continuó masticando a la vez que observaba atentamente su plato.

–Sí, hijo, sí -respondió Fernando cuando por fin pudo resollar entre el apacible murmullo ambiente de la concurrencia sin temer ser oído-. Lo mío es el vituperio. También, y quizás para compensar, la modestia enfermiza. Esta última no la tengo conmigo porque me la he olvidado en NY, en el frigidaire, para que se conserve bien hasta mi vuelta. Pensé que, en este escenario, no la necesitaría. El mundo ya se encarga de ponerte en tu sitio y darte guantazos de sobra, no hace falta que uno se flagele en exceso para hacerles una parte de su trabajo a esos cabrones.

–Ya te veo.

–Qué bien, empezaba a pensar que me huías porque no querías ni verme.

–Te noto algo demacrado. – Nacho mordisqueó una tostada-. ¿No has dormido bien?

–Psé. En mi habitación hay una lamparita con forma de pavo real de René Lalique. Los señoritos de la época de Baroja decían que los modernistas eran todos unos pederastas, y yo estoy de acuerdo. A lo mejor es el puñetero pavo real el que no me deja descansar. Me afila los nervios. Un pajarraco, por Dios… Y se le enciende la cola. Impunemente.

–No lo mires, si tanto te molesta. Y, por supuesto, no lo enciendas.

–Sí, pero es que, en cierto modo, me recuerda a mí mismo, el bicho: sólo una mano caritativa y necesitada puede conseguir que se ilumine su interior, aun en salva sea la parte. Se trata de mi estructural carencia de amor. Ése es el problema de mi aspecto cadavérico, si no tenemos en cuenta que, además, tiendo a confundirme con el medio ambiente por mis proverbiales dotes para el camuflaje. – Fernando bostezó-. La falta de amor es la historia de mi vida. Una vida triste, como fácilmente podrás deducir. Ahora que te estoy mirando, pienso que yo a ti podría amarte. Por ejemplo, si tú te dejaras y yo me atreviera… Pero yo no me atreveré porque sospecho que tú no te dejarías. De modo que vamos a hacer una pausa y pasemos a publicidad. Y límpiate la boca, que tienes azúcar en tus bellos morritos de efebo entrado en años.

Doña Agustina se puso entonces de pie y estiró la tela de su vestido sacudiéndose vigorosamente el halda. Carraspeó con fuerza, y luego alcanzó un vaso vacío y le dio unos golpecitos con un cuchillo para despertar el interés de la concurrencia.

–Ejem. Por favor, señoras y señores…

–Silencio, ah, que doña Agustina tiene algo que decirnos, oigan y escuchen -reclamó Rilke Sánchez, que hizo muy bien en matizar lo de oír y escuchar. Rilke actuó de pregonero, se notaba que con gusto.

–Bueno, queridos amigos… -la mujer se frotó las manos muy despacio-, mi secretario, Teodorico, que no nos acompaña porque una enfermedad se lo ha impedido… La verdad es que no sé cómo me las estoy arreglando sin él, y más en estas circunstancias…

–Lo comprendemos -asintió Rilke, de nuevo a la vanguardia de la opinión pública allí reunida.

–Gracias, querido Rilke, tú siempre tan atento y caballeroso. Como iba diciendo, mi secretario y yo hemos decidido que… Bueno, porque aunque él no está aquí, mantenemos contacto telefónico permanentemente, como podéis imaginar. Hemos decidido que en las actuales condiciones no merece la pena que sigamos el programa al pie de la letra, de modo que hemos pensado que para todos sería un alivio si suspendiésemos la lectura colectiva de las ponencias. – Carraspeó y echó una mirada en redondo, en torno a la mesa, tratando de calibrar la reacción a su propuesta-. Hemos convenido que ya tenemos bastante con… con lo que tenemos, así que, dado que contamos con todas las conferencias en archivos de Word, preparadas para hacer el libro, creemos que será suficiente con que repartamos copias, a cada uno de los presentes, de los trabajos del resto de sus compañeros. Nos ahorraremos así tener que perder un tiempo inapreciable en sus lecturas, ya que cada uno puede leerlas tranquilamente en su cuarto, o en la biblioteca, y aprovechar esos ratos para ello, o para trabajar, dado que la casa favorece el recogimiento, como todos habréis podido comprobar.

Se oyó un murmullo de incomodidad y de ligera protesta.

–¡El recogimiento, dice! – se apresuró a apuntar Fernando-. Eso de que esta casa favorece el recogimiento… Sí, si te descuidas, te recogen con pala y te meten en un ataúd, claro. Pero qué montón de pelotas, por Dios, parece que les acaben de anunciar unas irrigaciones colónicas a base de amoníaco y jabón Lagarto. No sé de qué se quejan, ¿de no tener que oír a Pascual leyendo por adelantado el discurso que tiene preparado desde hace veinte años para el ayuntamiento de Estocolmo? Anda ya.

–A nosotros…, vaya, hablo por mí, pero creo que es el sentir general de mis colegas aquí presentes, e incluso de los que no están presentes, como Richard Vico, que toda vía no ha bajado… -habló con autoridad Torres Sagarra. La mujer vestía una blusa con volantes que la hacía parecer más robusta de lo que ya de por sí era-. Decía que hablo en nombre propio, pero que creo que a ninguno nos importa seguir el programa tal y como estaba previsto. No te preocupes por eso, Agustina, por favor.

–Sí, sí. No, no. Desde luego -corearon algunos.

–Para nada, ah, no nos importa para nada. Para eso hemos venido -aseveró Rilke Sánchez-. Para leer nuestra conferencia y comentarla con los demás. Y, ah, sacarle sus conclusiones y todo, si tal fuera posible.

–Sois muy amables, se nota que tenéis en vuestro poder los instrumentos de Shakespeare -dijo doña Agustina.

–Sí, la mismísima caja de herramientas de Shakespeare… Pero también se nota que algunos de los aquí presentes todavía ni la han abierto -susurró Fernando, sin poder contenerse, en dirección a Nacho.

–No os sintáis incómodos, por favor -continuó doña Agustina-. El objetivo de este congreso es que todos estéis lo más a gusto posible. De modo que queda decidido. He hecho unas copias impresas con las ponencias reunidas, y tenéis un ejemplar para cada uno en la biblioteca. Lamento que no esté encuadernado, pero al faltar Teodorico… Me ha parecido, no obstante, que sería una pena que renunciásemos a las visitas previstas a la ciudad, de modo que esta tarde, si os parece bien, visitaremos la catedral, tal como estaba anunciado en el programa. Eso será después del almuerzo y del café, que podemos aderezar con una tertulia, si ello os complace y lo preferís a una siesta.

A la mujer sólo le faltaba un miriñaque para completar su aire de dama del séquito del rey Jorge I. Puso cara de asombro. Nacho se dijo que era como si acabara de enterarse de que alguien había incendiado Troya.

Todos guardaron silencio unos instantes. Rilke asintió, con los ojos cerrados, como si estuviera rezando.

–Bueno, pues no tengo nada más que añadir -concluyó, un poco mohína-. Nos vemos a la hora de comer, aquí de nuevo. Buenos días a todos.

Cuando se disponía a salir por la puerta, el gato apareció bajo el dintel, restregándose contra una jamba, y al pasar por su lado la señora, la siguió al trote.

Después de que Nacho hubo subido a su cuarto a enviar unos e-mails, Fernando y él decidieron que no estaría mal dar un paseo por los alrededores del cigarral, rodeado por los jardines de otras casonas similares (el Cigarral del Pilar, el del Carmen, el de Consuelo, el de Santa Elena…). El día estaba despejado, y la temperatura era agradable, aunque Nacho creía que, superado el mediodía, el panorama podía oscurecerse, incluso caer algunas gotas. Además, dado que los periodistas habían acudido anteriormente en masa hasta la puerta del Cigarral de la Cava, perturbando a sus moradores, doña Agustina logró que se controlara el acceso principal que llevaba a todos los cigarrales de la zona, en el mismo carril de entrada, y desde entonces los plumillas habían desaparecido de la vista, impotentes para saltarse aquella barrera con dos guardias jurados. La policía también había colocado a uno de sus hombres para que custodiara la puerta y tomara nota de las entradas y salidas de personas y vehículos. Si los vecinos de los cigarrales circundantes estaban molestos, no les había quedado más remedio que aceptar la situación resignadamente.

Desde pequeño, Nacho había soñado con inventar una máquina para controlar el tiempo meteorológico y manejarlo a su antojo. Por entonces no sabía que el suyo era un viejo sueño de la humanidad. Cuando tenía catorce años estaba obsesionado con la idea, y empeñado en que algo así era posible, hasta que un día su tía Pau lo sentó delante de la tele para ver juntos una película en un ciclo de cineclub de la segunda cadena. Los protagonistas eran Burt Lancaster y Katharine Hepburn, y contaba la historia, basada en hechos reales, de Charles Hatfield, un buscavidas que en 1915, durante una temible sequía en San Diego, anunció que sería capaz de hacer llover a cambio de diez mil dólares. Dio la casualidad de que a los intentos chamánicos por atraer la lluvia de aquel charlatán siguieron unas furiosas inundaciones. Y al tipo le llovieron las demandas.

Después de ver la película, Nacho empezó a pensar que quizás sería mejor tratar de estudiar el tiempo, antes que lanzarse a la tarea de aspirar a dominarlo.

–No parece que hoy vaya a llover -intuyó Fernando.

–Nunca se sabe -dijo Nacho.

Cuando se disponían a salir por el portón del jardín, oyeron unas voces a sus espaldas.

–¡Eh!, ¡vosotros! ¡Esperadme, joder!

Se volvieron y observaron a Miño Castelo, que los seguía haciendo gesticulaciones estrafalarias con las manos.

–Como un guardia de tráfico que ha perdido la chaveta. – Fernando encendió un pitillo y expulsó el humo con extrema lentitud-. Ya tenemos compañía, querido meteorólogo. Y yo que pensaba abrirte mi corazón en la soledad del bosque.

–Tengo la impresión de que tu corazón suele estar más abierto que una farmacia de guardia. Pero sospecho que ni siquiera tienes la precaución de poner una reja antiatraco por si las moscas…

–Veo que ya me vas conociendo, ladrón. – Volvió la cabeza hacia el camino de la entrada-. Que sepas que ese Miño es un coñazo, dicho ahora que no me oye. Y un faltón.

–Habló quien pudo.

–Yo soy un aficionado comparado con algunos de los figuras que nos rodean. Por el contrario, soy un experto en otras disciplinas. Verbigracia: sé mucho sobre sexo. Únicamente tengo algunas lagunas en sexualidad humana. Empero…

Miño Castelo llegó al lado de los dos hombres resoplando.

–Casi os escapáis.

–Tranquilo, no íbamos muy lejos. No teníamos pensado salir del país. Yo, porque no puedo -dijo Fernando, que, de pronto, parecía cansado-. Y éste porque no tiene dinero.

Nacho se rió. Echaron a andar los tres juntos hacia la entrada. Fernando apagó la colilla de su cigarro junto a un macizo de aspidistras y Nacho lo fulminó con la mirada.

–¿Qué quieres, que me coma la colilla?

–No fumes, y así acabas con el problema.

–Joder, entonces tendría otro: no fumar!

–¿Adónde vais? – preguntó Miño.

–Nada, a ningún sitio en especial, a andar por aquí. De algún modo tendremos que hacer ejercicio para merecernos la comida -explicó Nacho-. Tengo la sensación de que no movemos las carnes todo lo que deberíamos.

–Si tú no las mueves será porque no quieres. Tus carnes, digo -gruñó Fernando.

Miño Castelo tenía cincuenta años y el rictus de perenne molestia del viejo capataz, con úlcera de estómago, de una fábrica de tornillos. Un bigote que crecía a trompicones le dejaba al descubierto la mayor parte de la cara. Una cara en ciertos aspectos restrictiva, que podría haber sido algo más redondeada, pero no lo era; que podría no haber tenido los pómulos abollados, pero no le había dado la gana; que podría haber disfrutado de una nariz patricia y recta, pero ni siquiera lo había intentado; que podría haberse enorgullecido de unas cejas armónicas, pero ni se le ocurrió; que podría haber lucido unos ojos seductores, pero le dio pereza ponerse a ello. En resumen: su cara tenía el aspecto, más o menos impreciso, de ciertos alimentos que se pueden adquirir en la sección de comidas preparadas de algunos supermercados de barrio.

Miño Castelo era feo, y todo el mundo se daba cuenta de que él se daba cuenta.

Era profesor de instituto, de Filosofía (pero ésa era una asignatura que estaban retirando definitivamente de los planes de estudio, una vez demostrada su inutilidad tras varios milenios de uso inane de la disciplina, así que…), y había conseguido especializarse en subvenciones: becas, premios a la creación, premios a secas, retiros pagados para estimular la «creación de obras artísticas», más becas, protección y difusión de obras artísticas escritas en lenguas minoritarias, más becas, etcétera. Con ello lograba proveerse, de una manera más o menos regular, de un suplemento en metálico que no le venía mal para pagar las facturas de una mujer eternamente insatisfecha, profesora también, ésta de gimnasia, de quien se rumoreaba que tenía tendencia a vivir por encima de sus posibilidades, hasta cuando carecía de posibilidades, y tres hijos ya mayores que -si lo pensaba bien- no le habían resultado una gran inversión, después de todo.

A Miño la vida le parecía triste, y por eso escribía poemas, muy buenos según algunos críticos.

–La vida es una puta mierda -dijo, y le pidió un pitillo a Fernando, que lo miró receloso temiéndose que le fuera a sablear el tabaco.

–No sabía que fumaras. – Fernando sacó la cajetilla y le pasó un cigarro.

–Sólo de vez en cuando.

–Pues mira lo que dice aquí en el paquete: que fumar acorta la vida.

–Bah, yo tampoco quiero vivir eternamente. Total, no hago más que pagar facturas… La vida es la prueba irrefutable de que el Homo sapiens está condenado al capitalismo desde el Neolítico.

Merodearon alrededor del cigarral hablando de banalidades hasta que, sin poder evitarlo, llegaron al tema. Allí no había otro.

–Cuando pienso en Arjona… -Miño hizo un alto en mitad del camino y le dio una patada a una piedra-. Menuda diferencia conmigo, os digo.

–Sí, tú estás vivo, y él está haciendo oposiciones para momia del Parnaso.

–No, no me refiero a eso. Quiero decir que menuda diferencia entre los catedráticos de universidad y los de instituto. Es verdad lo que decía Frank McCourt: los profesores de instituto no tenemos tiempo para escribir melindres ni para el adulterio, al contrario que los de universidad.

Miño hacía al menos diez años que no aparecía por un instituto. De una manera u otra, se había ido librando, acogiéndose a excedencias y salvedades literarias y sindicales, que lo habían liberado de la enseñanza. Pero todavía se acordaba de lo que era entrar en un aula llena de cafres adolescentes a las nueve de la mañana, y continuar así el resto del día, toda la semana, y ese recuerdo le dolía profundamente.

–Pero ¿tú todavía das clase? – quiso saber Fernando-. Yo tenía entendido…

–Bueno, no todo el tiempo… -Miño cambió de tema-. Ahora, también os digo que no lamento la muerte de ese… Se lo dije incluso a la policía. No seré yo quien le llore.

–¡Ja! Pues ya somos dos -se pronunció Fernando.

–¿Y por qué? – quiso saber Nacho.

–¿Por qué? Querrás decir «por qué no». Era un mal bicho.

–Casi todas las personas con las que hablo insisten en ello, sí.

–Acostumbraba a hacer camarilla, y si no eras de los suyos, no comías del grano que él repartía. Un tipo de lo más injusto, que además repartía mucho grano.

–Cuando dices grano… -Nacho levantó la vista hacia el cielo. No hay un pigmento para el color del cielo. Su color depende del resultado de la difracción, refracción o dispersión de la luz en manos de la atmósfera. Se dijo que, para muchos de los presentes en el cigarral, en etapas cruciales de sus vidas, su atmósfera había sido Fabio Arjona. Y que había manipulado a su antojo la luz de cada uno de ellos. Preguntó, como si no lo imaginara-: Cuando hablas de grano, ¿a qué te refieres?

–¿A qué va a ser?

–¿Al dinero, verdad, Miño? ¡A los cuartos! – Fernando le dio un amistoso achuchón en el costado y el otro lo miró un poco mosqueado, como si no hubiese previsto tanta confianza física y le estuviera fastidiando. Fernando notó enseguida su mudo noli me tangere, y agilizó el paso hasta llegar a la vera de Nacho.

–A mí me la jugó una vez, bien jugada -comentó Miño con desabrida resignación.

–A muchos se la jugó. No fuiste tú solo.

–Sí, pero lo mío…

–¿Qué te hizo?

–Yo estaba pasando una mala época. Con mi sueldo, y tres chicos que sacar adelante… Mi mujer enfermó de cáncer.

–Vaya, joder, lo siento. – Fernando se sacudió una brizna de hierba de la pechera. Le había aterrizado volando en la chaqueta, como una condecoración que cayera de las nubes. El hombre la rechazó con displicencia de un capirotazo.

–Ya no importa. Lo superó, ¿sabes?, de modo que ya no importa. Pero entonces sí importaba, y mucho. Adela, mi mujer, quería ir a Houston, a un hospital adonde van muchos famosos, para que la tratasen. No se fiaba de los médicos de aquí. Yo le decía que aquí tenemos médicos mucho mejores que los hospitales yanquis, pero Adela siente una profunda aversión por todo lo público.

«A pesar de que tanto ella como tú vivís de lo público», pensó Fernando, pero no dijo nada.

–A mí me daba cien patadas tener que ir a los States a buscar medicamentos y cura, porque no me gusta nada el imperialismo, y mucho menos contribuir a él con mis dineros. – Nacho meditó, mientras lo oía hablar, en lo extendido que estaba, en Europa, ese prejuicio contra Estados Unidos; él creía que sin fundamento-. Pero Adela… Yo creía que iba a morirse. Ella también lo pensaba, y de alguna forma llegué a asumir que ese viaje a un hospital extranjero era su última posibilidad de ser feliz, como quien pide un viaje al Caribe antes de despedirse del mundo. Bueno, ella no deseaba ir a la isla Margarita, su objetivo era el Anderson Cancer Center, en Houston, Texas. Hay que joderse. Seguramente sacaría la idea de una revista del corazón. Lee ese tipo de cosas, aunque luego siempre está presumiendo de que tiene los versos de Antonio Colinas en la mesita de noche.

–Yo conozco a un eximio crítico literario al que le ocurre lo mismo que a tu mujer -sonrió Fernando.

–El caso es que yo necesitaba dinero. Quería darle el capricho a mi compañera. La quiero, ¿sabéis? Todavía.

–Qué suerte tienes, muchacho.

–Pedí una beca de creación de dos años. Era un dinerito. Poco, si tenemos en cuenta que debía servir para cubrir los gastos del poeta durante dos años, en los cuales no podía hacer nada más que dedicarse a escribir un libro, pero lo suficiente porque, sumado a mi sueldo de un año, nos daba para ir a Houston a intentarlo, a procurar destruir la mierdosa enfermedad que amenazaba con comérsela por dentro, a mi mujer.

–No me digas más. Ya lo veo venir.

–Sí, le pedí la beca a la junta. Hice todo el papeleo en tiempo y forma. Y hablé con algunos responsables del asunto; gente que estaba en el comité que decidía quién se llevaba la pasta y quién no, y que me conocían de sobra. No es que fuesen amigos míos, pero sí nos habíamos tratado en alguna ocasión, y nos respetábamos lo suficiente. Pensé que, con hablar con un par de personas, el tema se solucionaría sin más. Confiaba en que ellos comentaran mi situación con el resto de los miembros de la comisión, y me dije que cualquier ser humano normal se compadecería de mi situación y estaría de mi parte.

–Pero te equivocaste…

–Sí, de cabo a rabo. Llegan momentos en que uno se da cuenta de que su vida pende de un hilo, y de que ese hilo lo puede cortar cualquier gilipollas.

–¿Era mucho dinero?

–En realidad, una miseria. Pero para mí suponía una fortuna cobrada por adelantado. Me bastaba para un viaje. Un solo viaje, para contentar a Adela. Para que Adela pudiese visitar el parque de atracciones del cáncer americano, y luego morir tranquila.

–¿Quién se llevó la beca, finalmente?

–Te diré. Dame otro cigarro, anda. – Miño se paró a la sombra de un grupo de álamos negros, alrededor de los cuales revoloteaban los vencejos-. Le dieron el peculio oficial a una joven promesa de las letras.

–¿Él o ella?

–Ella. No diré su nombre porque, desde entonces, que yo sepa, no se ha vuelto a hablar de la chica. Debo reconocer que era mona, y que quizás lo sigue siendo. Tenía una mata de pelo increíble. Quiero decir que yo no me la creía, su mata de pelo. Y llevaba lentillas de colores, lo que le daba un aspecto inquietante de aprendiz de Mata Hari de vacaciones en Matrix. Y, sí, tenía también algo de espía y de bailarina exótica, algo en torno a ella que le afilaba los dientes cuando abría la boca. La vi un par de veces en la tele. En esos programas de cultura que ponen de madrugada, cuando se han asegurado de que no queda nadie despierto a quien puedan ilustrar y culturizar.

–Hay que ver.

–La tía estaba buena, para qué negarlo.

–Sí, pero si le faltaba el talento, que, por otra parte, a ti parece sobrarte…

Miño levantó los hombros con indiferencia.

–¿Y qué? Mira, la Victoria alada de Samotracia es una de las esculturas más bellas de la Antigüedad, y no tiene cabeza. Muchas mujeres son así, y eso no les resta mérito.

Nacho arrugó el ceño. No hubiera imaginado que Miño era de los que hacían comentarios misóginos en público. Lo suponía más cuidadoso en ese sentido.

–Me parece adivinar quién te impidió conseguir la ayuda, Miño.

–Efectivamente. Él. No podía ser otro. Fabio Arjona, que estaba en todas las salsas, y siguió estándolo hasta que, hace unas horas, lo mandaron para ese sitio donde la gente come poco, y por tanto no necesita aliños.

–¿Te enteraste de lo que pasó?

–Sí, mis contactos en el tribunal, porque yo veía aquello como un tribunal de oposición, al que me presentaba con enchufe, me dijeron que Arjona se opuso rotundamente a que me concedieran la beca. Y los demás tragaron.

–¿Por qué? ¿No le contaron lo del cáncer de tu mujer?

–Claro, un funcionario del ministerio, uno de los que habló conmigo, y que presidía el comité, le dijo que mi mujer estaba muy enferma, y que en realidad yo quería el dinero para llevarla a Houston, a un hospital. Arjona respondió: «La gente muere todos los días, es ley de vida; mirad por la tele a los niños africanos, no paran de caer como moscas, y de morir entre moscas… ¿Por qué la mujer de ese fulano tendría que ser más importante que ellos? Venga, vamos a lo que importa, ¡poesía, poesía en movimiento! A ver, qué tenemos…»

Joer, qué capullo.

–Su candidata era la chica. Y fue ella quien ganó.

–¿No reclamaste ni nada?

–¿A quién iba a reclamar? ¿Cómo se hacen estas cosas en las que no hay una vara de medir? Cuando la vara de medir es lo humano, no hay medidas exactas, amigo Nacho.

–Está despuntando un fresquito que… -dijo Fernando, tiritando-. Creo que deberíamos volver al cigarral antes de que nos caiga encima un chaparrón.

Regresaron sobre sus pasos en dirección al cigarral, pero en el camino de vuelta apenas hablaron. Empezaba a correr un molesto viento del norte.

LA ENVIDIA Y LA MENTIRA

Aquí la envidia y mentira

me tuvieron encerrado.

FRAY LUIS DE LEÓN