2. Los Ocho más Uno
—Muchos —susurró Jench.
—Demasiados —añadió Cimorr.
—Ni tu propia madre sabe quién es tu padre, Jench. —gruñó Néitav—. Y el bigote te brota bajo la nariz, Cimorr.
Jench rio el comentario y se llevó la mano a las cejas tratando de distinguir los todavía lejanos estandartes. Cimorr, por su parte, se rascó la cabeza y miró confuso a sus dos compañeros.
—Es ahí donde debe estar, ¿no, Néitav? —inquirió. La expresión de completa idiotez que lucía dejaba claro que la pregunta iba en serio.
—Jáhengort ya sabe que son muchos, maldita sea —respondió el interpelado—; es por eso precisamente por lo que estamos aquí.
Tras constatar que era más probable sacar leche de una piedra que hacer que Cimorr comprendiese el sarcasmo, Néitav el Torvo suspiró con resignación y apartó de un manotazo un brote a rebosar de hojas jóvenes.
No le sirvió de mucho; seguía sin distinguir nada más que una nube de polvo que avanzaba hacia el bosque emitiendo ocasionales destellos metálicos. Maldijo para sus adentros al pensar que hubo un tiempo en el que era capaz de contar los remaches de una armadura a mil pasos de distancia. Un tiempo que, para su pesar, ya hacía mucho que se había ido. Y que, además, se llevó consigo la mayor parte de su cabello y de su paciencia.
—¿Alguno de vosotros puede ver desde aquí esos malditos pendones? —les espetó a sus dos compinches. Ignoraba la agudeza visual de la que disponía el cretino pero, según decían, la vista y la puntería de la chica eran excelentes. No tardó en constatarlo.
—Veo la enseña del pastor y el lobo ondeando en cabeza —dijo Jench–. Los jinetes son de la guardia del Consulado y el estandarte del centro parece el del Grande.
El Torvo sintió cómo los testículos se le encogían y trató de disimularlo con una pose flemática que se le daba bastante bien interpretar.
—Ahora veremos si Jáhengort va en serio o todo esto no es más que otra baladronada —comentó indiferente—. Quizás haya llegado la hora de hacer el petate.
—¿Huir? —Jench lo miró de arriba abajo y sonrió con desprecio—. Habla por ti y por los cobardes como tú, Torvo. Jáhengort no huirá jamás.
Néitav se disponía a responder cuando reparó en que se le había trabado la lengua. La sonrisa de aquella zorra lo ponía muy nervioso. El respeto que le mostraba era nulo, la ira le impedía articular palabra y la idea de abofetearla cruzó por su mente, aunque sabía de antemano que no lo iba a hacer.
Jench tendría poco más de veinte años y apenas pesaría ochenta libras pero era pura fibra. Se movía con la agilidad de un gato montés y sus brazos largos parecían apéndices de las ramas sobre las que estaban apostados. Sin duda esquivaría el golpe. De hecho era muy probable que se lo devolviese y que una mujer le diera una paliza era lo que le faltaba. Además, la moza era la favorita de Jáhengort.
Finalmente optó por pasar por alto la insolencia. A sus más de sesenta años, Néitav el Torvo ya no estaba seguro de nada.
—Nosotros también somos muchos —dijo Cimorr—. Podemos luchar.
—Algunos se escabullirán pero nunca Jáhengort; ni el Padre Guía —añadió Jench—. Ni tampoco yo.
—Lo veremos —apostilló Néitav—. La cosa ha ido bien contra campesinos flacos y milicianos torpes. Esto es un poco distinto.
El viejo salteador alzó el brazo de modo distraído y señaló al frente. A través del ramaje de la enorme encina sobre la que se encaramaban ya podía verse con bastante claridad el pequeño ejército que avanzaba hacia el linde del bosque.
Abrían la formación seis jinetes con armadura completa montados en caballos de guerra. Tras ellos marchaban dos pelotones de infantería con al menos cien hombres cada uno, todos enarbolando medias picas y equipados con corazas, yelmos y escudos de acero. Sendos sargentos marcaban el paso a los flancos, daban voces y golpeaban ocasionalmente con su espada el escudo de algún soldado despistado.
Porque esta vez sí eran soldados. Militares profesionales, no cabía duda. Bastaba con observar la firmeza con la que sujetaban las lanzas, la uniformidad de su equipamiento y la disciplina con la que formaban.
—Esos no son milicianos —masculló Cimorr mientras se rascaba la bala de heno que tenía por cabellera.
—¿Tu bigote sigue estando en el mismo sitio?
Mientras Cimorr se toqueteaba el mostacho para cerciorarse, Néitav el Torvo mantenía la vista fija en el estandarte triangular que ondeaba en el centro de la formación; sobre la tela color azul mustio se veían dos ojos coronando el mapa del Continente. Lo blandía un hombre corpulento, redondo como una hogaza de pan, que vestía una especie de sayo anaranjado.
Néitav tragó saliva. Tanto la enseña como su portador representaban al Grande que Todo lo Ve. El mismísimo Culto legitimaba las órdenes que tuviese el comandante de aquella hueste.
«Mil veces mierda… Nunca debí permitir que ahorcasen a los sacerdotes.»
En realidad aplaudió como el que más aquel linchamiento pero tenía por costumbre modificar los hechos cuando analizaba sus malas decisiones. En cualquier caso, el lunático de Cara de Niño Phells fue quien les puso la soga al cuello. Y era el condenado Jáhengort quien estaba al mando. Néitav simplemente se había dejado llevar por el entusiasmo, como todos los que se reían cuando los dos santurrones empezaron a mearse encima.
Por el contrario, el grosor del cuello de éste daba a entender que ahorcarlo no era tarea sencilla. Llevaba la túnica arremangada y de ella surgían dos antebrazos inmensos recubiertos por una cota de malla. Calzaba botas de cuero en vez de las habituales sandalias y un mandoble de considerable tamaño se balanceaba junto a su no menos considerable barriga.
Aunque lo más alarmante, con diferencia, era el destacamento a caballo que ejercía de vanguardia. Ni Néitav ni sus compañeros habían visto nunca bestias de un tamaño semejante. Las cruces se alzaban más de seis pies sobre el suelo y duplicaban en anchura a casi cualquier hombre. Llevaban la cabeza oculta tras testeras y capizanas repletas de remaches puntiagudos y las bardas parecían fundirse con las armaduras de los jinetes. Cada uno de éstos parecía formar un todo con el animal que montaba. Seis bloques de acero frío y afilado que, de algún modo inexplicable, se movían por voluntad propia.
Todos portaban en la diestra lanzas de caballería con astas de más de diez pies de longitud y grandes tarjas decoradas con blasones diversos sujetas al brazo izquierdo. Se cubrían el rostro con yelmos variopintos de formas muy curiosas; uno de los más llamativos simulaba precisamente la testa de un caballo, con las quijadas entreabiertas y rodeada de crines de acero forjado. Néitav pudo distinguir la faz de una serpiente y la de una suerte de lagarto demoníaco; también una barbuta con una enorme cresta de cerdas encarnadas y un bacinete de cuya cimera brotaba un cuerno arqueado de casi un palmo de largo.
Determinar cuál de aquellas estatuas vivientes tenía una estampa más aterradora hubiese sido difícil, de no ser por el jinete que cabalgaba un poco más adelantado enarbolando el estandarte. Su arnés estaba a rebosar de relieves y grabados de una factura exquisita y se cubría con un casco cilíndrico, con dos rendijas a la altura de los ojos por toda decoración. La sencillez del yelmo se veía compensada por la figurilla de acero que lo coronaba. Néitav y los suyos no podían apreciarla a esa distancia pero representaba a un guerrero a caballo vestido con un arnés idéntico al de su portador. De cualquier modo, incluso desde tan lejos, quedaba patente la firma de un forjador erk en cada una de las piezas de aquella formidable armadura.
El estandarte negro lo conocían de sobra. En él podía verse bordada con hilo de plata la silueta de un hombre desnudo, que luchaba contra un lobo armado únicamente con un cayado de pastor. Aquel era el blasón del Consulado de Rex-Drebanin y su portador no podía ser otro que Róthgert Dashtalian, Gran Mariscal de los ejércitos de la provincia.
—Mierda —dijo Néitav, esta vez de viva voz—. Los Ocho más Uno.
—Esto es un árbol y lo de arriba es el cielo. —Jench sonreía con malicia—. Y según dicen lo de abajo es el suelo.
El Torvo ni tan siquiera reparó en la pulla. Empezaba a temer seriamente que el inconsciente de Jáhengort persistiría en su locura y los arrastraría a todos a un final nefasto. Y lo peor era que muchos lo seguirían encantados; derrotar al Gran Mariscal de Rex-Drebanin podía consagrarlos en la mitología popular, que parecía ser en lo único que pensaban los pocos de aquellos imbéciles que eran capaces de pensar.
«Los malditos Ocho más Uno… Estamos jodidos; bien jodidos.»
—El cónsul Dashtalian envía al regimiento de su hermano para hacernos frente. —Jench se reía, como si aquello tuviera algo de gracioso—. Creo que nos subestimas, Torvo. Por lo visto somos toda una amenaza.
Néitav hizo honor a su mote, frunció el ceño y se mantuvo en silencio.
—Para mí no hay más cónsul que el Cónsul de la Espesura —zanjó Cimorr, que parecía muy satisfecho de lo que acababa de decir.
«El Cónsul de la Espesura. ¡Ja!»
—Todo está sucediendo tal como apuntó el Padre Guía. —Jench se encorvó hacia delante y arrancó con suavidad dos ramitas que les restaban visibilidad.
«El Padre Guía… El viejo cuervo desplumado es el Padre Guía, nada menos». Néitav suspiró mientras recolocaba las posaderas sobre su propia rama. «Me preguntó qué será lo próximo. ¿El Emperador de la Bellota? ¿El Grande que Todo lo Caga, quizás?»
***
Róthgert Dashtalian tiró de la brida de su caballo y alzó el estandarte.
Al instante, las tropas del Consulado se desplegaron formando un semicírculo alrededor de los jinetes, del capellán y de las tres carretas de suministros. Dos grupos de veinte soldados se separaron de los pelotones y cerraron la formación por la retaguardia, con las lanzas dispuestas y los escudos a media altura. La maniobra se había llevado a cabo en apenas unos segundos, sin que fuera necesario que nadie diese ninguna orden.
El jinete del casco con forma de cabeza equina hizo trotar a su montura hasta situarla junto a la del mariscal. Tras saludar al modo marcial, retiró los belfos de acero de la celada para dejar a la vista su rostro.
—¿Vamos a hacer noche aquí, Roth? —Como siempre que la soldadesca no podía escucharle, el capitán Luccard Valtier hablaba con la confianza que daban años de sincera amistad—. Los que se esconden ahí dentro no tardarán en saber que hemos llegado y les estamos dando la ocasión de huir.
Antes de responder, Róthgert se despojó de su propio yelmo y lo puso en el borrén delantero de la silla de montar.
—Lo prefiero a adentrarme en el bosque y darles la ocasión de atacarnos en cuanto anochezca, Luc. Esa inmensa trampa de ramas, hojas y raíces, es su única ventaja.
El mariscal señalaba con la barbilla hacia el frente, donde el Bosque de Houm cubría por completo el horizonte. Limitaba con los grandes acantilados de las Aguas del Este y se extendía hacia el oeste para invadir los territorios de Iggstin, Arthinie y Shortshanire. La línea de árboles sólo se veía truncada en la zona por la que el cauce del río Yinstul se internaba en la espesura.
—Me parece bien, tengo el culo que no sé dónde ponerlo y creo que no soy el único —respondió Valtier con una sonrisa dolorida—. ¿Quieres foso y empalizada?
—Que claven algunos postes y delimiten la zona, pero nada de cavar —respondió el mariscal—. Es improbable que nos ataquen a campo abierto y llevan toda la jornada caminando; se merecen un descanso.
El capitán Valtier levantó el brazo e hizo las señas que los dos sargentos habían estado esperando desde que se dio el alto. Estos saludaron al unísono y, voz en grito, empezaron a dar instrucciones a la tropa. De inmediato un centenar de hombres se separaron de la formación para disponerse alrededor del campamento que otros tantos habían empezado a improvisar.
—¡Más brío, panda de vagos! —rugía el sargento Aéric Theim, el más veterano de la compañía; su extrema delgadez contrastaba con una voz estruendosa forjada durante los años que pasó como instructor en los cuarteles—. ¡El Grande me ha maldecido! ¡Por mis ojos que jamás he visto tanta inutilidad junta!
—¡Esos postes! —repetía un hombre grande con el cabello rubio cortado a cepillo; era Férrell Guresian, el otro sargento, y salvo por el tono de voz parecía la antítesis de su compañero—. ¡Quiero ver clavado hasta el último de esos condenados postes!
Mientras la tropa se ocupaba de dar forma al asentamiento, Róthgert Dashtalian reunía al cuerpo de mando en una zona un poco más adelantada. A una seña suya los oficiales desmontaron y cedieron las bridas a los soldados para que condujeran a los sedientos animales a la orilla del río.
—Que beban hasta saciarse —ordenó el mariscal—. Aflojadles las cinchas pero no les quitéis la armadura por el momento.
—¿Lo de no quitarse la armadura nos incluye? —inquirió un teniente enjuto y muy alto. Llevaba el cráneo afeitado y trataba de limpiar con un paño la cagada de pájaro que manchaba su yelmo. Éste simulaba la faz de una especie de demonio o dragón, de colmillos afilados y mirada amenazadora.
—Hasta que una patrulla reconozca las inmediaciones hemos de estar preparados para lo que sea, Kurt —respondió Róthgert.
—Por el Grande, pensaba darme ahora mismo un buen baño —se quejó el oficial—. Al contrario que algunos de vosotros yo no consigo acostumbrarme a oler tan mal.
—Déjate de baños y cúbrete la calva, Bláydering. A lo que ninguno de nosotros se acostumbra es a ver esa cara de buitre estreñido tuya.
El comentario provocó algunas carcajadas pero ninguna del aludido, que señalaba con un dedo furioso al capitán Éigar Súller, el hombre que lo había pronunciado.
—Un día puede que me harte de tus bufonadas, Éigar. Yo que tu rezaría porque ese día no llegue nunca.
—Amigo mío, sí un día se me ocurre rezar, no dudes que será por eso. —El capitán le dio una amistosa palmada en el espaldar al tiempo que les guiñaba un ojo al resto.
Éigar Súller no parecía conocer el mal humor y siempre lucía una sonrisa entre sus pobladas patillas, tan rojas y encrespadas como la cresta que coronaba su yelmo. No tardó en encontrar a su siguiente víctima.
—Y hablando de rezar… —El capitán señalaba al sacerdote que, tras incrustar su estandarte en el suelo, se había repanchingado junto a él y devoraba una pieza de embutido—. Salud y buen provecho, eminencia. Veo que no perdéis el tiempo.
—Muestra más respeto, Súller —respondió el clérigo masticando pausadamente—. Sabes bien que es el Grande mi verdadero sustento, no este trozo de carne reseca. A él he consagrado mi alma y mi existencia.
—Ignoraba que os habíais consagrado al cerdo en salazón, reverendo Bénbow —comentó en tono burlón un joven de cabello negro con una barbita de pera aún a medio brotar.
Se llamaba Fiédric Nells y tenía el rango de teniente. Pese a llevar menos de un año en la compañía ya estaba más que integrado y conocía de sobra el talante de cada uno de sus compañeros.
Cuando las risas empezaron a remitir, el sacerdote dio otro mordisco al embutido y le lanzó a Nells una mirada condescendiente.
—Tales comentarios te hubiesen conducido a la hoguera en otro tiempo, jovencito —prosiguió, sin inmutarse—. Con el cuerno que decora tu casco clavado en el culo, probablemente. Has de saber que el Grande que Todo lo Ve, aunque no ha tenido a bien dotarme de la oratoria y el buen juicio de un ministro, ha bendecido mi brazo con la fuerza de varios hombres. Y he de alimentarme en consecuencia. Si me desplomase en combate por inanición estaría perpetrando la más punible de las blasfemias.
—¿Y si te desplomas por ebriedad, Bénbow? —El capitán Súller se agachó para coger el arrugado odre de piel de cabra que asomaba por el macuto del clérigo—. Desde que partimos de Vardanire lo primero que has hecho en cada parada es correr a la carreta de provisiones para rellenar de vino este pellejo.
—Y diría que durante el trayecto lo ha rellenado al menos otras tres veces —añadió el teniente Nells.
—Se equivoca, teniente —apostilló el viejo sargento Theim, que acababa de sumarse a la conversación—. Han sido cinco, las he contado.
El sacerdote introdujo la mano en uno de sus enormes bolsillos, saco de él un puñado de almendras peladas y empezó a engullirlas sin dejar de parlotear.
—Sin duda, esos yelmos grotescos que lucís dificultan seriamente vuestras capacidades auditivas. Como ya he dicho, ha sido el Grande en su infinita sapiencia quien ha dado a mi carcasa mortal la fuerza de un pelotón completo. Por tanto, alfeñiques incrédulos, el líquido que pueda contener un recipiente tan insignificante es para mí un simple sorbo. Y el estado superior en el que se halla mi espíritu, ése que en vuestra ignorancia llamáis ebriedad, yo lo llamo trance místico. Me distancia de vuestras banalidades y me acerca más a la divinidad.
—Al paso que vas en los templos se erigirán estatuas con tu cara, viejo borracho. —El capitán Súller sacó un odre de su propio zurrón y se lo lanzó.
—Brindo por eso, capitán —respondió Bénbow mientras lo cazaba al vuelo haciendo gala de unos reflejos sorprendentes.
El reverendo alzó el pellejo a modo de saludo y se puso a beber de él con avidez. De repente abrió los ojos de par en par y empezó a escupir el líquido entre gestos airados y muecas de repulsión.
—¡Por el Grande, por la Creación y por todo aquello que vive y respira! ¿Agua? ¿Dais agua a un hombre como yo, malditos infieles?
Bénbow trató de incorporarse de un respingo, con el rostro congestionado por la ira. Después de trastabillar varias veces y constatar que no podía mantener el equilibrio, resopló como un caballo y se dejó caer en el suelo con resignación. Los oficiales estallaron en un nuevo torrente de carcajadas a las que no tardaron en sumarse las del propio clérigo.
Desde su posición algo más apartada, Róthgert Dashtalian sólo sonreía.
Nadie podría decir que fuesen los mejores, ni los más disciplinados, pero no había en todo el imperio una unidad de combate como la que él comandaba. Los había seleccionado personalmente, uno por uno, desde el más joven de los lanceros hasta el más curtido de los oficiales. El único hombre bajo su mando que le había sido impuesto era precisamente el reverendo Bénbow. El Culto designaba a los capellanes castrenses y aunque el ejército podía licenciarlos, no tenía potestad para elegir a sus sustitutos. Por fortuna, aquel gordinflón arrogante se había revelado desde el principio como un elemento muy valioso. Además de ser fuerte como un buey, su carácter socarrón y pendenciero insuflaba mucho más valor a sus compañeros que cualquier plegaria.
El capitán Luc Valtier contemplaba la escena sentado junto al mariscal. Estaba derramando agua sobre su cabeza y la larga melena castaña le caía a mechones empapados sobre las hombreras del arnés.
—Parece que el viejo tonel no tiene intención de batirse esta vez —comentó.
—Está demasiado borracho y lo sabe; se conforma con ser de nuevo el centro de atención —Róthgert miró a derecha e izquierda sin dar con la persona que estaba buscando—. ¿Dónde se ha metido Zurkugue?
—En cuanto desmontamos murmuró algo sobre el viento y se subió ahí arriba. No sé qué diablos está mirando pero no le quita ojo.
Valtier señalaba una pequeña elevación rocosa a poco más de cincuenta pasos de su posición. En ese instante, la figura que se recortaba en lo alto se dio la vuelta, descendió por la pendiente a saltos y se encaminó hacia sus compañeros. Vestía una armadura esmaltada en verde y el yelmo que llevaba bajo el brazo tenía la misma tonalidad. Representaba la cabeza de una serpiente; una cobra real con la capucha desplegada y las fauces abiertas, idéntica a la que decoraba el pomo de la cimitarra que pendía de su cinto. La expresión de su rostro de piel oscura denotaba preocupación.
—¿Qué te inquieta, viejo amigo? —preguntó Róthgert.
Zurkugue echó un vistazo atrás y tardó unos segundos en responder. Ostentaba el rango de primera espada de la compañía y podía jactarse (aunque jamás lo hiciera) de ser uno de los escasos maestros de armas auténticos que quedaban en el Continente.
—El bosque —dijo al fin—. Los árboles son viejos ahí. Muy viejos. Han visto muchas cosas, durante muchos siglos; y sin embargo ahora tienen miedo. Algo no está bien.
—Vamos, Zurk… ¿Que los árboles tienen miedo? —Luc Valtier iba a responder a su propia pregunta con algún comentario jocoso cuando un rápido gesto de Róthgert lo instó a que no lo hiciese.
—¿Y a qué temen? —insistió el mariscal—. ¿A esos bandidos? ¿A nosotros?
El callantiano aspiró por la nariz, entornó los párpados y finalmente se encogió de hombros.
—No lo sé, Roth, pero se avecina tormenta y el viento huele a sangre.
Róthgert y Luc Valtier intercambiaron una mirada de desconcierto pero no preguntaron más. Zurkugue también era un experto en primeros auxilios, lo más similar a un médico que tenían y en su aldea, en la lejana Rex-Callantia, mucho más que eso. Allí lo llamaban Papá y, aunque algunos lo tomasen a broma, a todos les constaba que podía ver, oír y sentir cosas que nadie más podía.
Los tres se sumaron al corro que los oficiales habían formado alrededor de una pequeña hoguera en la que el reverendo estaba asando trozos de panceta y algunas salchichas.
—Bien, ¿qué hacemos, mariscal? —inquirió el capitán Súller—. ¿Damos un buen susto a las ardillas?
Róthgert negó con la cabeza, cogió un pedazo de pan y se sentó sobre una piedra.
—No nos moveremos hasta que una patrulla inspeccione los alrededores. ¿Crees que Guresian está listo, Theim? Pensaba enviarlo a él.
—No lo dudes ni por un segundo, mariscal —respondió el viejo sargento—. Es de por aquí, conoce la zona y está ansioso por demostrar que merece el puesto.
—Y sus hombres te agradecerán que se lo quites de encima por unas horas —añadió Súller—. El cabrón les está amargando la existencia; por lo visto piensa que además de sargento lo has nombrado padre, madre y quién sabe cuántas cosas más.
—Quizás deberíamos irrumpir ahora mismo —terció el joven teniente Nells—. El humo de esta hoguera nos garantiza que ya saben que hemos llegado. Si nos desplegamos podemos cubrir la mayor parte del territorio y cazarlos como a conejos.
—Pienso igual —apostilló Kurt Bláydering mientras se daba friegas de aceite en su cráneo rasurado—. Creo que estás sobrevalorando a esa chusma, Roth.
—Esa chusma pasó a cuchillo a la mitad de la guarnición de Shoala —dijo Luc Valtier.
—Milicianos —recalcó Bláydering con desprecio—. Inútiles que no sirven más que para pavonearse luciendo los blasones a los que representan.
—¿Crees que mi hermano nos enviaría a nosotros a cazar ladrones, Kurt? —le espetó Róthgert—. ¿O es que ya se te ha olvidado lo que vimos en esa aldea?
Un silencio repentino se adueñó del corrillo. En realidad ninguno de ellos sabía realmente a qué iban a enfrentarse. Lo único que se les dijo fue que la situación era apremiante y habían marchado durante días sin apenas descanso. Por lo visto aquellos territorios estaban sufriendo los ataques continuados de una banda de malhechores sobre cuyo número nadie se ponía de acuerdo.
El intendente de Shoala calificaba los hechos de «contratiempos con unas decenas de salteadores», pese a que habían acabado con cincuenta milicianos de su guarnición y puesto en fuga a otros treinta. Sin embargo, los campesinos con los que se cruzaron durante el trayecto hablaron de espadas, lanzas, yelmos y corazas; de hombres blandiendo fuego y acero. Del Cónsul de la Espesura y de algo llamado el Ejército de los Libres.
«Demonios, mi señor», había dicho entre lágrimas una anciana. «Mi hijo trató de interponerse cuando se llevaban a su esposa. Le dieron una paliza, mi señor; le… le sacaron los ojos a golpes y luego lo quemaron. Él gritaba y ellos se reían, mi señor ¡Criaturas de los Abismos! ¡El Grande nos guarde!».
Róthgert no tomó en demasiada consideración aquellas palabras hasta que, dos días después, atravesaron una de las aldeas atacadas. No encontraron más que muertos rodeados de cuervos, escombros y ceniza. Habían prendido fuego a todas las casas, a las cosechas y al ganado. En la alberca principal flotaban los cadáveres ennegrecidos de dos vacas, varios perros y decenas de cabras. Frente a las ruinas de la casa consistorial encontraron al alcaide, el alguacil y otros tres ciudadanos empalados en estacas cuyos extremos emergían por sus bocas. Lo último que vieron al abandonar aquel paraje infernal fueron los cuerpos de dos sacerdotes del Culto que se balanceaban colgados de una rama. Los habían desollado desde la entrepierna hasta la garganta.
—Actos tan aberrantes denotan una inconsciencia peligrosa —prosiguió el mariscal—. Internarnos en el bosque sin reconocer antes el terreno puede suponer un número de bajas que de ningún modo pienso asumir.
—Temo más a un salteador loco que a un Glorioso Devastador cuerdo —dijo Zurkugue.
—Puede que se trate de sherekag —comentó el teniente Nells sin mucha convicción.
—Los sherekag rebanan cabezas, saquean y se marchan —replicó el capitán Valtier.
—Cierto —apostilló el capitán Súller—. Y no recuerdo ningún decapitado entre esa colección de cadáveres.
De nuevo se quedaron callados, con los ojos fijos en la carne ensartada en el espolón que reposaba sobre la hoguera. Al ver que nadie decía palabra, el sargento Theim carraspeó y empezó a contar una historia que todos conocían y a ninguno le apetecía escuchar.
—La verdad es que no había visto una carnicería así desde hace más de cuarenta años, cuando servía en el Molino de…
—¿Otra vez esa monserga, Theim? —protestó Kurt Bláydering.
—No, sargento, por las pelotas del Grande —Éigar Súller levantó ambas manos demandando piedad—; lo del gottren otra vez no.
—No blasfemes en mi presencia, Súller —dijo el reverendo Bénbow mientras daba vueltas a la carne—. O por el Grande que te arrancaré tus propias pelotas y te las meteré por algún sitio doloroso.
—Como decía —prosiguió el sargento—, mis compañeros y yo estábamos destinados en…
—Todos conocemos la historia, Theim —le interrumpió Róthgert.
—La hemos escuchado innumerables veces —añadió Luc Valtier—; desde los tiempos en que eras nuestro instructor en el cuartel.
—Hum… Bueno, pero el joven teniente…
—El joven teniente también la conoce —dijo Fiédric Nells—. Me la contaste en mi segundo día de servicio, sargento. Y no hace mucho fui testigo de cómo se la contabas a tus hombres; por sus caras deduje que tampoco era la primera vez que la escuchaban.
Las risas hicieron desistir al viejo soldado que frunció el ceño y se cruzó de brazos.
—Ve a buscar a Guresian —concluyó Róthgert—. No sé qué demonios está haciendo allí. La tropa sabe de sobra cómo y dónde montar las tiendas.
—Como ordenes, mariscal.
Theim se incorporó, saludó con desgana y fue en busca de su colega murmurando entre dientes cosas sobre la juventud, la instrucción y traseros pateados a su debido tiempo.
—Bien, es evidente que nos enfrentamos a hombres —comentó el capitán Valtier.
—Ningún otro ser de la Creación se ensaña de ese modo con otros más débiles —zanjó Zurkugue.
Róthgert se incorporó y echó un nuevo vistazo a la masa arbórea que se alzaba frente a ellos. Por lo que sabía, buena parte de aquella horda asesina estaba compuesta por campesinos que se habían unido voluntariamente. Muchas de las víctimas habían caído a manos de sus propios vecinos; de sus propios hijos, en algunos casos. La inhumanidad que contemplaron días atrás no tenía razón de ser, ni siquiera en tiempos de guerra. ¿Qué clase de hombres actuaban así? ¿Por qué razón? No tenía respuesta para nada de eso.
Sin embargo, a pesar de sus dudas, se sentía afortunado. Era su hermano quien había heredado el cargo de cónsul. A Húguet competía entender, juzgar y sentenciar. Él no era más que un soldado con una tarea infinitamente más simple: atravesar con su espada a todo aquel que no depusiese la suya de inmediato. Así lo había querido y no se arrepentía en absoluto de su decisión.
—A vuestras ordenes, señor.
Róthgert se dio la vuelta y vio frente a él la recia figura del sargento Férrell Guresian. Estaba erguido, con la barbilla apuntando al cielo; su pecho henchido tensaba las anillas de la cota de malla, que parecía que fuese a estallar.
—¡Por el Grande, Guresian! —exclamó Éigar Súller entre risas—. ¿Desde cuándo cercar el campamento incluye tragarse uno de los postes?
—Descansa, sargento —ordenó el mariscal—. Tengo entendido que creciste cerca de aquí. Theim dice que conoces bien la zona.
—Así es, señor —respondió Férrell Guresian sin variar un ápice su postura—. Me crie en una aldea al otro lado del río, cerca de la frontera con Iggstin. Conozco el bosque tan bien como pueda conocerse ese pequeño país silvestre.
—Vas a adentrarte en él con cuatro hombres de tu pelotón. Antes del anochecer quiero un reconocimiento exhaustivo de lo que hay en tres mil pasos a la redonda.
—Señor, si me permitís, quisiera hacer una sugerencia.
—Adelante.
—Si os complace puedo conducir una avanzada de veinte hombres siguiendo el curso del río. Es un camino bastante despejado; las orillas son de barro y pura roca, sin apenas vegetación. Cualquier rastro de esos canallas no me pasará desapercibido, os lo aseguro. Su campamento no debe estar a mucha distancia de allí y una incursión por sorpresa podría…
—He dicho cuatro hombres y tres mil pasos. Ni uno más. Y volverás a informarme de inmediato.
—Pero, mariscal…
—Tienes órdenes, sargento. ¿Qué es lo que hacemos con las órdenes?
—Cumplirlas y ocuparnos de se cumplan, señor.
Guresian inclinó la cabeza al modo marcial, giró sobre sus talones y se encaminó a paso ligero hacia donde se apostaba la tropa.
—Róthgert, páralo, por el Grande —comentó el capitán Valtier.
—Detenlo o pronto se nos conocerá como «El Uno más Ocho» —añadió el capitán Súller.
—Es un buen soldado —dijo el sargento Theim—. Pero no esperaba el ascenso y creo que no ha pegado ojo desde entonces.
Férrell Guresian era en verdad un soldado ejemplar, ducho con las armas, disciplinado y valiente. Cuando el sargento Báldrech se licenció, ni el mariscal ni ninguno de los oficiales tuvieron dudas al respecto del hombre más adecuado para ocupar su puesto. Con lo que no contaban era con el empeño casi obsesivo que iba a poner en sus nuevas responsabilidades. Siempre parecía dispuesto a arriesgarlo todo para demostrar su eficiencia.
—¡Toca el cuerno si os topáis con dificultades, sargento! —gritó Róthgert—. ¡No quiero héroes en mi compañía!
—¡Son aburridos! —apostilló Éigar Súller—. ¡Y mueren pronto!
Todos rieron el comentario mientras miraban cómo el decepcionado sargento, tres lanceros y un joven arquero se disponían a internarse en el Bosque de Houm.
***
—¡Vienen!
—¿Qué sería de nosotros sin tu perspicacia, Cimorr? —se burló Jench.
—No perdamos más tiempo —zanjó Néitav el Torvo—. Hemos de dar el aviso antes de que a algún idiota le dé por asaetar a esos exploradores.
El viejo bandido indicó a sus secuaces que lo imitasen y empezó a descender con torpeza por las ramas del árbol. Ya no estaba en edad de andar trepando y maldecía en silencio el día en que decidió seguir a Jáhengort en aquella locura.