Capítulo 9

Los que sueñan que están bebiendo en un banquete, al amanecer lloran de pena.

Chuang—tzu, II

Era la tercera semana de abril. Orr había hecho una cita la semana pasada para encontrarse con Heather Lelache en Dave's para almorzar el miércoles, pero en cuanto salió de su oficina, supo que no resultaría.

Había ya tantas memorias diferentes, tantas madejas de experiencia de vida se rozaban en su cabeza, que casi ni trataba de recordar nada. Tomaba todo tal como se presentaba. Estaba viviendo casi como un niño, solo entre cosas presentes. No se sorprendía de nada y se sorprendía de todo.

Su oficina estaba en el tercer piso del Departamento de Planeamiento Civil; su puesto era más importante que todo lo que hubiera tenido antes: estaba a cargo de la Sección de Parques Suburbanos del Sudeste, de la Comisión de Planeamiento de la Ciudad. No le gustaba su trabajo, nunca le había gustado.

Siempre se las había ingeniado para seguir siendo una especie de dibujante; hasta el sueño del lunes pasado que, al modificar el gobierno Federal y Estatal para que se adecuara a algunos planes de Haber, había reordenado tan cabalmente todo el sistema social que él había terminado como burócrata de la Ciudad. Nunca había tenido un empleo, en ninguna de sus vidas, que le gustara del todo; sabía que su especialidad era el diseño, la realización del tamaño y la forma adecuados para las cosas, y ese talento no había estado en demanda en ninguna de sus varias existencias. Pero este trabajo, el que tenía ahora y que no le gustaba desde hacía cinco años, se apartaba de la línea; eso le preocupaba.

Hasta esa semana había habido una continuidad esencial, una coherencia, entre todas las existencias resultantes de sus sueños. Siempre había sido una especie de dibujante, y siempre había vivido en Corbett Avenue. Aun en la vida que había terminado en los escalones de concreto de una casa incendiada en la ciudad moribunda de un mundo arruinado, aun en esa vida, hasta que no hubo más trabajos ni casa, aquellas continuidades se habían mantenido. Y a través de todos los sueños o vidas subsiguientes, también habían permanecido constantes muchas cosas más importantes. Él había mejorado el clima local un poco, no mucho, y el Efecto Invernadero siguió, un legado permanente de la mitad del siglo pasado. La geografía se mantenía firme, los continentes estaban donde siempre habían estado. Lo mismo ocurría con los límites nacionales, y la naturaleza humana, y todo lo demás. Si Haber le había sugerido que soñara con una raza más noble de hombre, él había fracasado.

Pero Haber estaba aprendiendo a dirigir mejor sus sueños. Las dos últimas sesiones habían cambiado las cosas de manera radical. Orr seguía teniendo su departamento en Corbett Avenue, las mismas tres habitaciones, ligeramente perfumadas por la marihuana del encargado; pero él trabajaba como burócrata en un gran edificio del centro, un centro de la ciudad que había cambiado al punto de tornarse irreconocible. Tenía edificios tan altos e impresionantes como antes de la crisis de la población, y era más sólido y hermoso que antes. Las cosas se manejaban de manera muy diferente ahora.

Albert M. Merdle seguía siendo presidente de los Estados Unidos, cosa sumamente curiosa. Él, como las formas de los continentes, parecía ser incambiable. Pero los Estados Unidos no eran la potencia que había sido, como tampoco lo era ningún país de forma individual.

Portland era ahora el asiento del Centro de Planeamiento Mundial, la agencia principal de la Federación de Pueblos supranacional. Portland era, como decían las tarjetas postales, la Capital del Planeta. Tenía una población de dos millones de habitantes. Toda la zona céntrica estaba poblada de enormes edificios estatales, ninguno de ellos de más de doce años de antigüedad, muy bien planeados y rodeados por parques verdes y paseos arbolados. Miles de personas, en su mayoría agentes federales o empleados nacionales, llenaban esos paseos; grupos de turistas de Ulan Bator y Santiago de Chile recorrían la zona con las cabezas echadas hacia atrás, escuchando sus audífonos—guías. Era un espectáculo animado y grandioso: los edificios altos y hermosos, los cuidados parques y la gente bien vestida. A George Orr todo eso le parecía muy futurista.

No pudo encontrar Dave's, por supuesto. Ni siquiera pudo encontrar Ankeny Street. La recordaba tan claramente de tantas otras existencias que se negaba a aceptar, hasta que llegó al lugar, la exactitud de su memoria actual, que simplemente carecía de toda Calle Ankeny. En el lugar donde debió haber estado, el edificio de Coordinación de Investigación y Desarrollo se elevaba hacia el cielo entre parques y árboles. Ni siquiera se molestó en buscar el Edificio Pendleton; Morrison Street seguía estando, un paseo amplio en cuyo centro hacía poco habían plantado naranjos, pero no había ningún edificio en estilo neo Inca, y nunca había habido. No podía recordar con exactitud el nombre de la firma en que trabajaba Heather. ¿Era Forman, Esserbeck y Rutti o Forman, Esserbeck, Goodhue y Rutti? Entró en una cabina telefónica y buscó en la guía. No aparecía nada por el estilo, pero había un tal P. Esserbeck, abogado. Llamó a ese número y preguntó, pero allí no trabajaba ninguna señorita Lelache. Por último reunió todo su coraje y buscó el nombre de ella en la guía. No había ningún Lelache en la guía.

Podía ser que existiera, pero con un nombre diferente, pensó. Su madre pudo haber vuelto a su nombre de soltera cuando el esposo se marchó a África. O Heather pudo conservar su nombre de casada después de enviudar; pero Orr no tenía ni idea de cuál podía ser el nombre de su marido. Tal vez ella nunca lo usó; ya muchas mujeres no cambiaban su nombre al casarse, porque esa costumbre tenia vestigios de esclavitud femenina. ¿Pero de qué servían esas especulaciones? Muy bien podía ser que no hubiera ninguna Heather Lelache, que ahora ella nunca hubiera existido.

Después de reconocer esto. Orr enfrentó otra posibilidad. Si ella pasara a mi lado buscándome, pensó, ¿me reconocería?

Ella era morena, de un color ámbar obscuro y transparente, como el ámbar báltico o una taza de fuerte té de Ceylán. Pero no se veían personas morenas. Ni negros, ni blancos, ni amarillos, ni rojos. Venían de todas partes de la Tierra a trabajar en el Centro de Planeamiento Mundial o a observarlo, desde Thailandia, Argentina, Ghana, China, Irlanda, Tasmania, Líbano, Etiopía, Vietnam, Honduras, Lichtenstein. Pero todos lucían las mismas ropas: pantalones, chaquetas, impermeables; y bajo las ropas todos tenían el mismo color. Eran grises.

 

El doctor Haber se sintió encantado cuando ocurrió eso. Había sido el sábado anterior, la primera sesión después de una semana. Se había estado mirando en el espejo del lavatorio durante cinco minutos, en regocijada actitud admirativa: lo había mirado a Orr de la misma manera.

— ¡Por fin lo ha hecho de manera económica, George! ¡Dios, creo que su cerebro está empezando a cooperar conmigo! ¿Sabe qué le sugería que soñara?

En esos días Haber conversaba libremente con Orr sobre lo que estaba haciendo y esperaba hacer con los sueños de éste. No es que eso sirviera demasiado.

Orr había mirado sus propias manos de un color gris claro, con uñas cortas y grises.

—Supongo que sugirió que no hubiera más problemas por el color. Ninguna cuestión racial.

—Precisamente. Y por supuesto, yo planeaba una solución política y ética. En lugar de lo cual, sus procesos de pensamientos primario tomaron el atajo habitual, que suele resultar un corto circuito, pero esta vez fueron hasta la raíz. Hicieron un cambio biológico y absoluto. ¡Nunca ha habido un problema racial! Usted y yo somos los únicos hombres de la tierra, George, que saben que alguna vez existieron problemas raciales. ¿Puede concebir eso? ¡Nadie fue nunca un intocable en la India... nunca nadie fue linchado en Alabama... nadie fue masacrado en Johannesburgo! ¡La guerra es un problema que hemos superado, y la raza un problema que nunca tuvimos! Nadie, en toda la historia de la raza humana, ha sufrido por el color de su piel. ¡Está aprendiendo, George! Usted será el más grande benefactor que ha tenido el mundo, a pesar de usted mismo. Todo el tiempo y la energía que los humanos emplearon para tratar de hallar soluciones religiosas al sufrimiento, y luego viene usted y hace que Buda, Jesús y todos ellos parezcan faquires. Ellos trataron de huir del mal, ¡pero nosotros lo estamos eliminando de cuajo, lo eliminamos trozo por trozo! Los himnos de triunfo de Haber lo ponían incómodo a Orr, quien no los escuchaba; en cambio, él buscaba en su memoria y no encontró en ella ningún discurso pronunciado en un campo de batalla en Gettysburg, ni ningún hombre conocido en la historia llamado Martin Luther King. Pero esas cosas parecían un precio ínfimo a pagar por la abolición completa y retroactiva del prejuicio racial, y no dijo nada.

Pero ahora, no haber conocido nunca a una mujer de piel marrón, piel marrón y tieso pelo negro, cortado muy corto para que la elegante línea del cráneo se transparentara como la curva de un vaso de bronce, no, eso estaba mal. Eso era intolerable. ¡Que todo el mundo tuviera un cuerpo del color de una nave de guerra, no!

Es por eso que ella no está acá, pensó. Ella nunca pudo haber nacido gris. Su color, su tono ambarino obscuro, era una parte esencial de ella, no un accidente. Su ira, su timidez, su osadía, su suavidad, todos eran elementos de su ser mixto, de su naturaleza mixta, obscura y transparente como el ámbar báltico. Ella no podía existir en el mundo de las personas grises. Ella no había nacido.

Él sí, en cambio. El podía nacer en cualquier mundo. No tenía carácter; era un terrón de arcilla, un trozo de madera sin tallar.

Y el doctor Haber: él había nacido; nada podía impedirlo. Aparecía más grande en cada reencarnación.

Aquél día tremendo, cuando viajaban de la cabaña a la ciudad asolada por la guerra, zangoloteándose por un camino de pueblo en el resbaladizo Hertz de vapor, Heather le había dicho que había tratado de sugerirle que soñara con un Haber mejor, como habían convenido antes. Desde entonces Haber había sido por lo menos franco con Orr en cuanto a sus manipulaciones. Aunque franco no era la palabra adecuada; Haber era una persona demasiado compleja para la riqueza. Capa tras capa podía caer de la cebolla, y sin embargo no se revelaba más que la cebolla.

La caída de una capa fue el único cambio real en él, y podía no deberse a un sueño efectivo sino a las circunstancias distintas. Estaba tan seguro de sí mismo ahora que no tenía necesidad de tratar de ocultar sus propósitos o de engañar a Orr; simplemente, podía obligarlo. Orr tenía menos posibilidades que nunca de escaparle. El Tratamiento Terapéutico Voluntario se conocía ahora como Control de Bienestar Personal, pero tenía la misma fuerza legal y ningún abogado se atrevería a presentar la queja de un paciente contra el doctor William Haber. Era un hombre importante, sumamente importante. Era el Director de IHID, el núcleo vital del Centro de Planteamiento Mundial, el lugar donde se tomaban las grandes decisiones. Siempre había ambicionado el poder para hacer el bien, y ahora lo tenía.

En ese sentido, había permanecido exactamente igual al hombre que Orr conociera, jovial y distante, en el modesto consultorio de Willamette East Tower, bajo la fotografía mural del monte Hood. No había cambiado; simplemente, había crecido.

La calidad de la ambición de poder es el crecimiento, precisamente. El logro es su anulación. Para ser, la ambición de poder debe aumentar con cada logro, colocando a éste a un paso del logro siguiente. Cuanto mayor es el poder obtenido, mayor el ansia de más poder. Así como no había límites visibles en el poder que Haber manejaba a través de los sueños de Orr, tampoco tenía fin su decisión de mejorar el mundo.

Un Extraño que pasaba rozó ligeramente a Orr entre la multitud de Morrison Mall, y se disculpó con voz monótona desde su codo izquierdo elevado. Los Extraños pronto habían aprendido a no señalar a la gente, ya que eso causaba consternación. Orr levantó la vista, sorprendido; casi se había olvidado de los Extraños desde la crisis del primero de abril.

En el estado de cosas presente —o continuo, como Haber insistía en llamarlo—, ahora recordaba, el aterrizaje de los Extraños no había sido tan tremendo para Oregón; la NASA y la Fuerza Aérea. En lugar de inventar sus computadoras—traductoras rápidamente bajo una lluvia de bombas y napalm, ellos las habían traído consigo desde la Luna y habían volado por todas partes antes de aterrizar, transmitiendo su intención de paz, disculpándose por la Guerra del Espacio, que había sido un error, y pidiendo instrucciones. Hubo alarma, por supuesto, pero no pánico. Había resultado casi conmovedor oír las voces monótonas en todas las estaciones de radio y todos los canales de televisión, repitiendo que la destrucción del domo de la Luna y de la estación orbital rusa habían sido resultados involuntarios de sus esfuerzos ignorantes por tomar contacto, que habían entendido que los misiles de la Flota Espacial de la Tierra eran nuestros propios esfuerzos ignorantes por tomar contacto, que ellos lo lamentaban mucho y que, ahora, cuando finalmente habían conseguido manejar los canales de comunicación humana, ellos deseaban poder compensar sus errores.

El CPM, establecido en Portland desde el fin de los Años de la Plaga, se había comunicado con ellos y conseguía mantener al pueblo y a los generales en calma. Orr ahora se daba cuenta de que esto no había ocurrido el primero de abril, hacía dos semanas, sino el año anterior en febrero, hacia catorce meses. Se les había permitido aterrizar a los Extraños; se establecieron satisfactorias relaciones con ellos; y por último se les había permitido abandonar su sitio de aterrizaje, cuidadosamente vigilado, cerca de la montaña Steens, en el desierto de Oregón, y mezclarse con los hombres. Unos pocos de ellos compartían pacíficamente ahora el reconstituido domo de la Luna con científicos estatales, y unos dos mil de ellos estaban en la Tierra. Esa era toda la cantidad de Extraños que existía o, por lo menos, todos los que habían venido; muy pocos de esos detalles se daban a conocer al público general. Nativos del planeta de atmósfera de metano de la estrella Aldeharán, debían usar sus extraterrestres trajes, similares a carapachos, en la Tierra o en la Luna, pero no parecía molestarles. Cómo eran exactamente, dentro de sus trajes de tortuga, no resultaba claro para la mente de Orr. No podían salir, y no dibujaban cuadros. En verdad era limitada su comunicación con los seres vivos, reducida a la emisión del habla desde el codo izquierdo y alguna especie de receptor auditor; ni siquiera estaba seguro de que pudieran ver, que tuvieran algún órgano sensorial para el aspecto visible. Había vastas áreas sobre las que no había comunicación posible: el problema del delfín, sólo que mucho más difícil. Sin embargo, una vez aceptada su no agresividad por el CPM, y considerados su modesto número y sus objetivos, habían sido recibidos con cierta ansiedad en la sociedad terrenal. Era agradable tener alguien diferente para mirar. Parecían dispuestos a quedarse, si se lo permitían; algunos de ellos ya habían establecido pequeños negocios, porque parecían hábiles para el comercio y la organización, así como para el vuelo espacial, cuyos conocimientos superiores pronto habían compartido con los científicos terrestres. Aún no habían manifestado con claridad qué esperaban como recompensa, por qué habían venido a la Tierra. Simplemente, parecía gustarles. Como siguieron comportándose como ciudadanos industriosos, pacíficos y respetuosos de las leyes, los rumores de "Extraños invasores" e "infiltración no humana" habían pasado a ser propiedad de políticos paranoicos de facciones nacionalistas a ultranza y de aquellas personas que tenían conversaciones con personas de Platos Voladores reales.

Lo único que quedaba de aquel terrible primero de abril parecía ser el retorno del monte Hood a la categoría de volcán activo. Ninguna bomba lo había golpeado, porque no habían caído bombas, esta vez. Simplemente, había despertado. Un largo penacho de humo gris obscuro salía de él hacia el norte, Zigzag y Rhododendron habían tenido la suerte de Pompeya y de Herculano. Hacía poco se había abierto una grieta cerca del pequeño y antiguo cráter del monte Tabor, dentro de los límites de la ciudad. La gente de la zona del monte Tabor se mudaba a los progresistas suburbios de West Eastmont, Chestnut Hills Estates y Sunny Slopes Subdivision. Podían vivir con el monte Hood que humeaba suavemente en el horizonte, pero una erupción en la puerta de casa era demasiado.

Orr pidió un desabrido plato de pescado con papas fritas y salsa de maní africano en un atestado restaurante; mientras lo comía pensó con pena, bien, una vez la dejé esperándome en Dave's, y ahora ella me deja esperando a mí.

No podía soportar su pena, su dolor. Dolor de sueño. La pérdida de una mujer que nunca había existido. Trató de saborear su comida, de mirar a la gente; pero la comida era desabrida y las personas todas grises.

Fuera de las puertas de cristal del restaurante la multitud de personas que pasaban se tornaba más densa: marchaban hacia el Palacio de Deportes de Portland, un enorme y suntuoso coliseo cercano al río, para el espectáculo de la tarde. Ya la gente no tenía la costumbre de sentarse a ver televisión en el hogar por mucho rato; las transmisiones estatales diarias sólo cubrían dos horas. El modo de vida moderno era estar todos juntos. Era jueves; eran los "mano a mano", la mayor atracción de la semana, excepto el fútbol nocturno de los sábados. En realidad, morían más atletas en los "mano a mano", pero éstos carecían de los aspectos catárticos y espectaculares del fútbol, la verdadera matanza en la que actuaban 144 hombres, y se ensangrentaban hasta las tribunas cercanas a la cancha. La habilidad de los luchadores individuales era muy buena, pero carecía de la sensación liberadora de la matanza masiva.

No más guerra, se dijo Orr a sí mismo, dejando las últimas papas. Salió y se unió a la multitud.

—No voy a... más la guerra... Había habido una canción, una vez, una antigua canción. No voy a... ¿Cuál era el verbo? No luchar, porque no encajaba. No voy a... más la guerra.

Se acercaba caminando a un Arresto de Ciudadano. Un hombre alto con un rostro gris, largo y arrugado, había prendido a un hombre bajo con un rostro gris redondo y brillante aferrándolo por la pechera de su casaca. La multitud chocó contra la pareja: algunos se detenían a curiosear, otros empujaban para poder seguir su camino hacia el Palacio del Deporte.

— ¡Este es un Arresto de Ciudadano, tomen nota los transeúntes! —decía el hombre alto con una penetrante y nerviosa voz de tenor—. Este hombre, Harvey T. Gonno, está enfermo de un incurable cáncer abdominal pero ha ocultado su paradero a las autoridades y sigue viviendo con su esposa. Mi nombre es Ernest Ringo Marin, de 2624287 South West Eastwood Drive, Sunny Slopes Subdivisión, Great Portland. ¿Hay diez testigos?

Uno de los testigos ayudó a dominar al criminal que se debatía débilmente, mientras Ernest Ringo Marin contaba las cabezas. Orr escapó, forzando su camino entre la multitud, antes de que Marin administrara la eutanasia con el arma hipodérmica que lucían todos los ciudadanos adultos que se habían ganado su Certificado de Responsabilidad Cívica. Orr mismo era uno de ellos. Era una obligación legal. Su arma no estaba cargada por el momento; la carga había sido retirada cuando él pasó a ser un paciente psiquiátrico bajo CBU, pero le habían dejado el arma para que su temporaria carencia de status no le resultara una humillación pública. Como ellos le habían explicado, una enfermedad mental como aquella por la cual lo estaban tratando no debía confundirse con un crimen punible, tal como una grave enfermedad contagiosa o hereditaria. No debía sentirse de ninguna manera un peligro para la Raza o un ciudadano de segunda clase, y su arma volvería a ser cargada tan pronto como el doctor Haber le diera el alta.

Un tumor, un tumor... ¿No era que la Plaga carcinómica, al matar a todos aquellos propensos al cáncer, sea durante la crisis o en la infancia, dejó libre del flagelo a los sobrevivientes? Sí, pero en otro sueño, no en éste. Evidentemente el cáncer había vuelto a estallar, como el monte Tabor y el monte Hood.

Estudiar. Eso es... No voy a estudiar más la guerra...

Subió al funicular en Cuarta y Alder y voló sobre la ciudad verde grisácea hacia la torre del IHID que coronaba las colinas del oeste, en el lugar de la antigua mansión Pittock, en Washington Park.

Ésta dominaba todo: la ciudad, los ríos, los brumosos valles del oeste, las obscuras y enormes colinas de Forest Park que se extendían hacia el norte. Sobre el pórtico de pilares, grabada en concreto blanco en letras mayúsculas, cuyas proporciones le dan nobleza a cualquier frase, se leía la leyenda:

 

EL MAYOR BIENESTAR PARA EL MAYOR NÚMERO

 

Adentro, el hall de mármol negro, modelado según el Panteón romano, tenía una inscripción más pequeña grabada en oro alrededor de la campana del domo central:

 

EL ESTUDIO CORRECTO DE LA HUMANIDAD ES EL HOMBRE

A. POPE, 1688—1744

 

El edificio ocupaba un área que, según le habían dicho a Orr, superaba la del Museo Británico, y era cinco pisos más alto; además, su construcción era antisísmica. No era a prueba de bombas, porque no había bombas. Las reservas nucleares que habían quedado después de la Guerra Cislunar habían sido retiradas y se las hizo explotar en una serle de experimentos interesantes en el cinturón del asteroide. Este edificio estaba en condiciones de soportar todo lo que quedaba en la Tierra, salvo tal vez el monte Hood; o un mal sueño.

Orr tomó la cinta transportadora hacia el Ala Izquierda, y la ancha escalera helicoidal hacia el piso superior. El doctor Haber aún conservaba el diván de analista en su oficina, una especie de recordatorio ostentosamente humilde en sus comienzos como profesional privado, cuando trataba a las personas de a una y no de a millones. Pero llevaba un rato llegar al diván, porque su despacho ocupaba casi media hectárea e incluía siete cuartos diferentes. Orr se anunció al autorrecepcionista en la puerta de la sala de espera, y luego pasó frente a la señorita Crouch, que trabajaba con su computadora, llegó a la oficina oficial, un salón majestuoso al que sólo le faltaba un trono, donde el Director recibía embajadores, delegaciones, y ganadores del Premio Nobel, y siguió hasta que por fin llegó a la oficina más pequeña con la ventana hasta el cielo raso y el diván. Allí los paneles de pino antiguo de toda una pared estaban corridos, exponiendo a la vista un magnifico arreglo de maquinaria para la investigación: Haber estaba a la mitad de camino dentro de las entrañas expuestas de la Ampliadora.

— ¡Hola George! —exclamó desde adentro, sin darse vuelta—. Estoy conectando una nueva pieza en Baby. Creo que tendremos una sesión sin hipnosis hoy. Siéntese, esto me llevará un rato, he vuelto a hacer algunos arreglos... Escuche, ¿recuerda aquella batería de tests que le dieron, cuando fue por primera vez a la Escuela de Medicina? Datos personales, CI, Rorschach, etcétera, etcétera. Luego yo le di el TAT y algunas situaciones de choque simuladas, en su tercera sesión aquí. ¿Recuerda? ¿Nunca se preguntó cuál fue el resultado?

El rostro de Haber, gris, enmarcado por el cabello negro y ondulado, apareció de pronto sobre el chasis retirado de la Ampliadora. Sus ojos, cuando los fijó en Orr, reflejaban la luz de la gran ventana.

—Creo que no —replicó Orr—; en realidad, ni siquiera había pensado en ello.

—Pienso que es hora de que sepa que dentro del marco de referencia de esos tests estandarizados pero sumamente sutiles y eficaces, usted es tan sano que resulta una anomalía. Por supuesto, estoy usando la palabra no científica "sano", que no tiene un significado objetivo preciso; en términos cuantificables, usted es mediano. Su promedio de extraversión/introversión, por ejemplo, fue de 49,1. Es decir, usted es más introvertido que extravertido por 0,9 de un grado. Eso no es inusual; en cambio sí lo es la emergencia del mismo modelo maldito en todas partes, siempre en el centro. Si los coloca todos en el mismo gráfico, usted está justo en el medio, en 50. Dominio, por ejemplo; creo que usted estaba en 48,8 en eso. Ni dominante ni sometido. Independencia/ dependencia, lo mismo. Creativo/destructivo, en la escala Ramírez, lo mismo. Ambas cosas, o ninguna. Donde hay un par de opuestos, una polaridad, usted está en el medio; donde hay una escala, usted está en el punto de equilibrio. Usted neutraliza en forma tan cabal que, en cierto sentido, no queda nada. Ahora bien, Walters, de la Escuela de Medicina, interpreta los resultados de manera un poco diferente; él dice que su falta de realización social es el resultado de su adaptación holística, sea eso lo que fuere, y que lo que yo veo como autoanulación es un peculiar estado de equilibrio, de armonía. De lo que usted puede deducir, digámoslo desembozadamente, que el viejo Walters es un farsante piadoso, que nunca superó el misticismo de la década de 1970; pero es un hombre bien intencionado. Entonces, ahí lo tiene: usted es el hombre del centro del gráfico. Ahora sí, conectamos esto aquí, y ya está... ¡Demonios! —había golpeado su cabeza contra un panel al incorporarse; dejó abierta la Ampliadora—. Bien, usted es un extraño pez, George, y lo más extraño en usted es que no tiene nada de extraño —lanzó su risa fuerte, sonora—. De modo que hoy intentemos un cambio. Nada de hipnosis, nada de dormir. Ningún estado y ningún sueño. Hoy quiero conectarle la Ampliadora así, despierto.

El corazón de Orr se encogió, aunque no sabía por qué.

— ¿Para qué? —preguntó.

—Principalmente, para obtener un registro de los ritmos normales de su cerebro, cuando usted está despierto, pero ampliados. Tengo un análisis completo de su primera sesión, pero eso fue antes de que la Ampliadora pudiera hacer otra cosa que adoptar el ritmo que usted emitía. Ahora podré usarla para estimular y rastrear ciertas características individuales de la actividad de su cerebro con mayor claridad, en especial ese efecto que tiene en el hipocampo. Luego los comparo con sus modelos de estado d y con los modelos de otros cerebros, normales y anormales. Estoy buscando el problema, George, para poder descubrir luego qué es lo que pone en funcionamiento sus sueños.

— ¿Para qué? —repitió Orr.

— ¿Para qué? Bien, ¿no es para eso que usted está acá?

—Vine aquí para que me curaran. A aprender cómo no soñar efectivamente.

—De haber sido usted un paciente que se cura con una a tres sesiones, ¿lo habrían enviado acá al Instituto, a IHID... a mí.

Orr se tomó la cabeza con las manos y no dijo nada.

—No puedo enseñarle cómo no soñar, George, hasta que pueda descubrir qué es lo que usted hace.

— ¿Pero si lo descubre, me dirá cómo no soñar?

Haber se balanceó apoyado sobre sus talones.

— ¿Por qué se tiene tanto miedo, George?

—No es eso —respondió Orr; sus manos estaban transpiradas—. Tengo miedo de... —pero tenía mucho miedo, en realidad, de mencionar el pronombre.

—De cambiar las cosas, como usted lo llama. Muy bien, lo sé. Hemos pasado por eso muchas veces. ¿Por qué, George? Tiene que hacerse esa pregunta. ¿Qué hay de malo en cambiar las cosas? Ahora bien, me pregunto si esa personalidad suya, autonegadora, equilibrada, lo lleva a considerar las cosas defensivamente. Deseo tratar de separarlo a usted de usted mismo, e intentar ver su punto de vista desde el exterior, objetivamente. Usted tiene miedo de perder su equilibrio; pero el cambio no tiene por qué desequilibrarlo necesariamente. La vida no es un objeto estático, después de todo; es un proceso. No hay forma de aferrarla. Intelectualmente usted sabe eso, pero emocionalmente lo rechaza. Nada sigue siendo lo mismo de un momento al otro, no se puede entrar en el mismo río dos veces. La vida, la evolución, todo el Universo de tiempo/espacio, energía/materia, la existencia misma, es esencialmente cambio.

—Ese es un aspecto —dijo Orr—. El otro es la quietud.

—Cuando las cosas no cambian más, ese es el resultado final de la entropía, la muerte térmica del Universo. Cuantas más cosas siguen moviéndose, interrelacionándose, creando conflicto, cambiando, menos balance existe, y más vida. Estoy en favor de la vida, George. La vida misma es un gran juego contra los inconvenientes, ¡contra todos los inconvenientes! No se puede tratar de vivir con seguridad, no existe una cosa tal como la seguridad. ¡Saque la cabeza del caparazón, entonces, y viva plenamente! No importa cómo se llega; eso es lo que cuenta. Lo que usted teme aceptar, aquí, es que estamos ocupados en un experimento realmente importante, usted y yo. Estamos a punto de descubrir y controlar, por el bien de toda la humanidad, toda una nueva fuerza, un campo totalmente nuevo de la energía antientrópica, de la fuerza de la vida, la voluntad de actuar, de cambiar.

—Todo eso es cierto. Pero hay...

— ¿Qué George? —Haber se mostraba paternal y paciente, ahora; Orr se obligó a sí mismo a continuar, sabiendo que no convenía.

—Estamos en el mundo, no contra él. No sirve tratar de estar fuera de las cosas y dirigirlas de esa manera. No sirve, va contra la vida. Hay un camino y hay que seguirlo. El mundo es, no importa cómo pensemos que debería ser. Hay que estar con él; hay que dejarlo ser.

Haber se paseó hacia uno y otro lado del cuarto, deteniéndose ante la gran ventana que enmarcaba una vista de la zona, al norte del sereno e inactivo cono del monte St. Helen. Asintió varias veces con la cabeza.

—Entiendo —dijo de espaldas—. Lo entiendo muy bien. Pero permítame decirlo de esta manera, George, y tal vez usted entienda qué es lo que me propongo. Usted está sólo en la jungla, en el Mato Grosso, y encuentra a una nativa echada en el camino, a punto de morir por una mordedura de víbora. Usted tiene suero entre sus cosas, mucho suero, suficiente para curar miles de mordeduras de víboras. ¿Usted lo retiene, "porque así son las cosas"? ¿Usted la "deja ser"?

—Según —dijo Orr.

— ¿Según qué?

—Bien... no sé. Si la reencarnación es un hecho, uno podría impedirle tener una vida mejor, y condenarla a seguir viviendo mal. Tal vez uno la cura y ella vuelva a su hogar y asesina a seis personas del villorrio. Sé que usted le daría el suero, porque lo tiene y porque siente pena por ella. Pero no sabe si lo que está haciendo es bueno o malo, o ambas cosas...

— ¡Bien! ¡Aceptado! Sé lo que hace el suero antiofídico, pero no sé lo que estoy haciendo... Perfecto, lo acepto en esos términos. ¿Y cuál es la diferencia? Admito que no sé, el 85 por ciento del tiempo, qué demonios estoy haciendo con su excéntrico cerebro, y usted tampoco lo sabe, pero lo estamos haciendo... ¿entonces, podemos continuar? —su empuje cordial y viril era abrumador; rió, y Orr descubrió una débil sonrisa en sus propios labios.

Mientras le colocaba los electrodos, Orr hizo un último esfuerzo por comunicarse con Haber:

—Mientras venia hacia acá vi un Arresto de Ciudadano para eutanasia —dijo—.

— ¿Por qué?

—Eugenesia. Cáncer.

Heber asintió con la cabeza, alerta.

—Con razón está deprimido. Aún no ha aceptado del todo el uso de la violencia controlada por el bien de la comunidad; es probable que nunca pueda aceptarlo. Es un mundo duro este en que vivimos, George; un mundo realista. Pero como le dije, la vida no puede ser segura. Esta sociedad es dura y se torna más dura cada vez: el futuro lo justificará. Necesitamos salud; no tenemos lugar para los incurables, los de genes enfermos que degradan la especie, no tenemos tiempo para el sufrimiento inútil —hablaba con un entusiasmo que sonaba más hueco que de costumbre; Orr se preguntaba hasta qué punto le gustaba a Haber el mundo que, indudablemente, él había hecho—. Ahora, siéntese así, no quiero que se duerma por la fuerza de la costumbre. Perfecto, muy bien. Tal vez se aburra; quiero que se quede sentado, nada más, por un rato, mantenga los ojos abiertos, piense en lo que quiera. Yo estaré acá, manipulando las tripas de Baby. Bien, empezamos: ya —Haber oprimió el botón blanco que decía SI del panel de la pared, a la derecha de la Ampliadora, cerca de la cabecera del diván.

 

Un Extraño que pasaba rozó ligeramente a Orr en la multitud del paseo; levantó el codo izquierdo para disculparse, y Orr murmuró:

—Perdón.

El Extraño se detuvo, bloqueando en parte su camino, y también él se detuvo, sobrecogido e impresionado por su verdosa y acorazada impasibilidad de dos metros setenta de altura. Era grotesco al punto de ser divertido; como una tortuga marina, y sin embargo como una tortuga marina poseía una belleza extraña, inmensa, una belleza más serena que la de cualquier habitante de la luz del Sol, de cualquier caminante de la Tierra. Desde el codo izquierdo levantado y rígido, la voz surgió monótona:

—Jor Jor —dijo.

Después de un momento Orr reconoció su propio nombre en esas dos silabas, y dijo con cierta turbación:

—Sí, soy Orr.

—Por favor, perdone la interrupción. Usted es un humano capaz de iahklu, como se observara anteriormente. Esto perturba el yo.

—Yo no... Creo...

—Nosotros también hemos tenido diferentes perturbaciones. Los conceptos se pierden en la bruma. La percepción es difícil. Los volcanes emiten fuego. Se ofrece ayuda: rechazable. El suero antiofídico no está prescripto para todos. Antes de seguir directivas que llevan a direcciones equivocadas, se pueden convocar fuerzas auxiliares, de la manera Inmediatamente siguiente: ¡Er' perrehnne!

Er’ perrehnne —repitió Orr automáticamente, con toda su mente en el esfuerzo de entender lo que el Extraño le estaba diciendo.

—Si se desea. El habla es plata, el silencio es oro. El yo es el Universo. Por favor, perdone interrupción —el Extraño, si bien carecía de cuello y de cintura, dio la impresión de inclinarse, y siguió caminando, inmenso y verdoso sobre la multitud de rostros grises. Orr siguió mirándolo hasta que Haber dijo:

— ¡George!

— ¿Qué? —miró estúpidamente a su alrededor: la habitación, el escritorio, la ventana.

— ¿Qué demonios hizo?

—Nada —replicó Orr, Aún estaba sentado en el diván, su cabello poblado de electrodos. Haber había oprimido el botón NO de la Ampliadora y se había acercado frente al diván, mirando primero a Orr y luego a la pantalla del electroencefalógrafo.

Abrió la máquina y controló el registro permanente que estaba adentro, registrado mediante marcadores sobre una cinta de papel.

—Pensé que había leído mal la pantalla —dijo, y se rió de manera peculiar, una versión muy reducida de su habitual risotada—. Extraño material hay en su corteza, y ni siquiera le estaba transmitiendo a la Ampliadora, apenas había comenzado un leve estimulo en la protuberancia, nada específico... ¡Qué es esto!... Cristo, ahí eso debe ser de 150 mv —se volvió de pronto a Orr—. ¿En qué estaba pensando? Reconstrúyalo.

Una renuencia extrema se apoderó de Orr; era una sensación de amenaza, de peligro.

—Pensé... estaba pensando en los Extraños.

— ¿Los Aldebaranianos? ¿Qué cosa?

—Sólo pensé en uno que vi en la calle mientras venía hacia acá.

—Y eso le recordó, consciente o inconscientemente, la eutanasia que vio realizar. ¿Correcto? Muy bien. Eso podría explicar este raro asunto aquí en los centros emotivos; la Ampliadora lo recogió y lo aumentó. Usted debe haber sentido que... en su mente ocurría algo especial, inusual.

—No —dijo Orr, sin mentir; no lo había sentido como algo inusual.

—Perfecto. Ahora escuche, en el caso de que mis reacciones le hayan preocupado en ese punto, usted debe saber que he tenido esta Ampliadora conectada a mi propio cerebro varios cientos de veces, y en individuos del laboratorio, unos cuarenta y cinco sujetos diferentes. No le va a hacer daño, como tampoco se lo hizo a ellos. Pero esa lectura fue muy extraña para un sujeto adulto; yo simplemente quería controlar con usted para ver si usted lo sentía subjetivamente. Haber se estaba tranquilizando a sí mismo, no a Orr; pero no importaba. Orr estaba más allá de la seguridad.

—Muy bien. Empezamos otra vez —Haber prendió el electroencefalógrafo y se acercó al botón SI de la Ampliadora. Orr apretó los dientes y enfrentó el Caos y la Noche Antigua. Pero ellos estaban allí. Tampoco estaba él hablando en el centro con una tortuga de más de dos metros. Permaneció sentado en el cómodo diván mirando el brumoso cono gris azulado de St. Helen por la ventana. Y lentamente, como un ladrón nocturno, llegó a él una sensación de bienestar, la certeza de que las cosas estaban bien, que él estaba en el centro de todas las cosas. El yo es el Universo. No se le permitiría sentirse aislado, desamparado. Volvía a estar donde debía. Tuvo la perfecta certeza en cuál era su lugar y el lugar de todo lo demás. Esta sensación no le llegaba como algo celestial o místico, sino simplemente normal. Era el modo en que generalmente se había sentido, salvo en tiempos de crisis, de angustia; era el modo de su niñez y de todas las horas mejores y más profundas de la adolescencia y la madurez; era su natural modo de ser. Esos últimos años los había perdido, gradualmente pero casi por completo, casi sin darse cuenta de que los había perdido. Hacía cuatro años ese mes, cuatro años en abril, algo había ocurrido que le había hecho perder el equilibrio por un tiempo; y en tiempos más recientes, las drogas que había tomado, los saltos constantes de una memoria de vida a otra, el empeoramiento de la textura de la vida, cuanto más la mejoraba Haber, todo esto lo había sacado de sus carriles. Ahora, de pronto, volvía a estar donde debía. Orr sabía que esto no era algo que él hubiera conseguido solo.

Dijo en voz alta:

— ¿Hizo eso la Ampliadora?

— ¿Hizo qué? —preguntó Haber, inclinándose de nuevo para mirar la pantalla del electroencefalógrafo.

—Oh... no sé.

—No está haciendo nada, por lo menos en el sentido al que usted se refiere —replicó Haber con un toque de irritación. Haber era agradable en momentos como ese, en los que no representaba ningún papel y no simulaba ninguna respuesta, totalmente absorbido en lo que estaba tratando de aprender de las rápidas y sutiles reacciones de sus máquinas—. No hace más que amplificar lo que su propio cerebro está haciendo en el momento, reforzando selectivamente la actividad, y su cerebro no hace absolutamente nada interesante ahora... Eso —tomó rápida nota de algo, volvió a la Ampliadora, luego se hizo atrás para observar las inquietas líneas de la pequeña pantalla; separó tres que habían parecido una, girando los diales, y luego volvió a unirlas; Orr no volvió a interrumpirlo. De pronto Haber dijo, secamente—: Cierre los ojos. Haga girar los ojos hacia arriba Correcto. Manténgalos cerrados, trate de visualizar algo... un cubo rojo. Correcto...

Cuando por fin apagó las máquinas y empezó a retirar los electrodos, la serenidad que había sentido Orr no desapareció, como el ánimo inducido por una droga o el alcohol. Continuaba. Sin premeditación y sin timidez, Orr dijo:

—Doctor Haber, no puedo permitirle que siga usando mis sueños efectivos.

— ¿Eh? —replicó Haber, con su mente aún en el cerebro de Orr, sin escucharlo.

—No puedo permitirle que siga usando mis sueños.

— ¿"Usando"?

—Usándolos.

—Llámelo como quiera —replicó Haber. Se había enderezado y parecía una torre sobre Orr, que seguía sentado en el diván. Se lo veía gris, grande, ancho, de barba ondulada, de entrecejo fruncido. Su Dios no es un Dios celoso—. Lo siento, George, pero usted no está en situación de decir eso.

Los dioses de Orr no tenían nombre ni eran envidiosos, y no pedían veneración ni obediencia.

—Sin embargo lo digo —replicó con suavidad.

Haber lo miró, realmente lo miró por un momento, y lo vio. Pareció retroceder, como puede hacerlo un hombre que cree correr una cortina de gasa y se encuentra con una puerta de granito. Cruzó la habitación y es sentó a su escritorio. Ahora Orr se incorporó y se estiró un poco.

Haber acariciaba su barba con una mano grande y gris.

—Estoy al borde... no, estoy en el centro... de un hallazgo —dijo, su voz profunda sin la jovialidad habitual, obscura, potente—. Utilizando los modelos de su cerebro en una rutina de realimentación, eliminación, replicación y aumento, estoy programando la Ampliadora para que reproduzca los ritmos del electroencefalógrafo que se producen durante el sueño efectivo. Los llamo ritmos de estado e. Cuando los haya generalizado en modo suficiente, podré superponerlos a los ritmos del estado a de otro cerebro, y después de un período de sincronización inducirán, espero, los sueños efectivos en ese cerebro. ¿Entiende lo que esto significa? Podré inducir el estado en un cerebro correctamente seleccionado y entrenado, con tanta facilidad como un psicólogo que usa ESB puede inducir rabia en un gato, o tranquilidad en un humano psicótico... más fácilmente, porque puedo estimular sin implantar contactos o substancias químicas. Estoy a unos pocos días, quizás horas, de alcanzar esa meta. Una vez que lo consiga, usted estará libre; ya no será necesario. No me gusta trabajar con un sujeto que no está dispuesto, y el progreso será mucho más rápido con un sujeto adecuadamente equipado y orientado. Pero hasta que esté listo, lo necesito a usted. Esta Investigación debe terminarse. Es probablemente la investigación científica más importante que se haya hecho nunca. Lo necesito a usted hasta el extremo de que... si su sentido de la obligación hacia mí como amigo, y por el bienestar de toda la humanidad, no es suficiente para retenerlo aquí, entonces estoy dispuesto a obligarlo a servir a una causa superior. De ser necesario, obtendré una orden de Terapia Oblig... de Constreñimiento de Bienestar Personal. Si es necesario, usaré drogas, como si usted fuera un psicótico violento. Por supuesto, su renuncia a colaborar en un asunto de esta importancia es psicótica. Sin embargo no es necesario decir que preferiría infinitamente tener su colaboración libre, voluntaria, sin coerción legal o psíquica. Tendría mucha importancia para mí.

—En verdad, no tendría ninguna importancia para usted —dijo Orr, sin beligerancia.

— ¿Por qué me combate... ahora? ¿Por qué ahora, George, cuando ya ha contribuido tanto y estamos tan cerca de la meta? Su Dios es un Dios increpante. Pero la culpa no era el modo de llegar a George Orr; de haber sido un hombre dado a los sentimientos de culpa, no habría llegado a los treinta años.

—Porque cuanto más adelanta, peor es. Y ahora, en lugar de evitar que yo tenga sueños efectivos, va a empezar a tenerlos usted mismo. No me gusta que el resto del mundo viva en mis sueños, pero por cierto no quiero vivir en los suyos.

— ¿Qué quiere decir con eso de "peor es"? Escuche George. De hombre a hombre; la razón se impondrá. Si sólo pudiéramos sentarnos y conversar... En las pocas semanas que hemos trabajado juntos, esto es lo que hemos hecho. Eliminado el exceso de población; restablecida la calidad de la vida urbana y el equilibrio ecológico del planeta. Eliminado el cáncer como causa principal de muerte —Haber empezó a doblar hacia abajo sus fuertes dedos grises, enumerando—. Eliminado el problema del color, el odio racial. Eliminada la guerra. Eliminado el riesgo del deterioro de la especie y la conservación de genes perniciosos. Eliminada... no, digamos en proceso de eliminar, la pobreza, la desigualdad económica, la guerra de clase, en todo el mundo. ¿Qué más? La enfermedad mental, la desadaptación a la realidad: eso llevará más tiempo, pero ya hemos dado los primeros pasos. Bajo la dirección de IHID, ya esta en marcha, en progreso constante, la reducción del dolor humano, psíquico, y físico, y el constante incremento de la expresión del yo individual. Hemos hecho más progreso en seis semanas que la humanidad en seiscientos mil años.

Orr sintió que debía contestar a esas argumentaciones. Empezó:

— ¿Pero adonde ha ido a parar el gobierno democrático? La gente ya no puede elegir nada en absoluto por si misma. ¿Por qué es todo tan falso, por qué nadie es feliz? Ni siquiera se puede diferenciar del Estado Mundial encargado de criar a todos los niños en esos Centros...

Pero Haber lo interrumpió, realmente enojado.

—Los Centros Infantiles fueron su propia invención, no la mía. Yo no hice más que describirle los ideales entre las sugerencias para un sueño, como siempre hago; traté de sugerir cómo implementar algunos, pero esas sugerencias nunca parecen tener demasiado peso, porque su maldito pensamiento de proceso primario las modifica tanto que no se las reconoce. No es necesario que me diga que se resiste y lamenta, todo lo que estoy tratando de lograr para la humanidad, usted lo sabe... eso ha sido obvio desde el comienzo. Cada paso adelante que le obligo a dar, usted lo anula, lo estropea con la desviación o la estupidez de los medios que usa su sueño para realizarlo. Usted intenta, cada vez, dar un paso hacia atrás. Sus propios impulsos son totalmente negativos. De no estar bajo fuerte compulsión hipnótica cuando sueña, habría reducido el mundo a cenizas, hace tiempo. Recuerde lo que casi hizo, aquella noche cuando se escapó con aquella mujer abogada...

—Ella ha muerto —dijo Orr.

—Bien. Ella era una influencia negativa sobre usted. Irresponsable. Usted no tiene conciencia social, ningún altruismo. Usted es una medusa moral. Tengo que instigarle responsabilidad social hipnóticamente cada vez, y cada vez se desbarata, se estropea. Eso es lo que ocurrió con los Centros Infantiles. Sugerí que, al ser el núcleo familiar el primer modelador de estructuras de personalidad neuróticas, había ciertas formas en que se lo podía modificar en una sociedad ideal. Su sueño se atuvo simplemente a la interpretación más burda, la mezcló con conceptos utópicos baratos, o tal vez cínicos conceptos antiutópicos, y produjo los Centros. Los que, de todos modos, son mejor que aquello que reemplazan. ¡Hay poca esquizofrenia en este mundo!... ¿lo sabía? ¡Es una enfermedad rara! —los obscuros ojos de Haber brillaron, sus labios sonrieron.

—Las cosas están mejor ahora que antes —dijo Orr, abandonando toda esperanza de discusión—. Pero a medida que usted avanza, empeoran. No estoy tratando de frustrarlo; lo que ocurre es que usted está tratando de hacer algo que no se puede hacer. Tengo eso, este don, lo sé, y conozco mi obligación hacia él. Usarlo sólo cuando se debe, cuando no hay otra alternativa. Hay alternativas ahora. Debo detenerme.

— ¡No podemos detenernos... acabamos de empezar! Estamos empezando a tener algún control sobre este poder que usted tiene. Estoy a punto de lograrlo, y lo haré. Ningún temor personal puede interponerse en el camino del bien que se les puede hacer a todos los hombres con esa nueva capacidad del cerebro humano.

Haber estaba pronunciando un discurso. Orr lo miró, pero los ojos opacos, que lo miraban directamente, devolvieron su mirada, no lo vieron. El discurso siguió.

—Lo que estoy intentando es que esta nueva capacidad sea replicable. Existe una analogía con la invención de la imprenta, con la aplicación de todo nuevo concepto tecnológico o científico. Si el experimento o la técnica no puede ser repetido con éxito por otros, no sirve. Del mismo modo, el estado e, en la medida en que estaba encerrado en el cerebro de un único hombre, no le servía a la humanidad en mayor grado que una llave encerrada en un cuarto, o una estéril mutación de genio individual. Pero tendré el medio para sacar la llave de ese cuarto; y esa "llave" será un hito tan importante en la evolución humana como el desarrollo de la mente racional. Todo cerebro capaz de usarla, que lo merezca, podrá hacerlo. Cuando un sujeto preparado, entrenado, adecuado, entre en el estado e bajo el estimulo de la Ampliadora, estará bajo completo control autohipnótico. Nada quedará librado al azar, a la casualidad, al capricho narcisista irracional. No existirá esta tensión entre su tendencia al nihilismo y mi tendencia al progreso, sus deseos de nirvana y mis cuidadosos, conscientes planes para el bien de todos. Cuando me haya asegurado mis técnicas, entonces usted tendrá libertad para irse. Absoluta libertad. Y pomo todo el tiempo usted afirmó que todo lo que desea es liberarse de la responsabilidad, ser incapaz de soñar efectivamente, entonces le prometo que mi primer sueño efectivo incluirá su "cura"... nunca volverá a tener un sueño efectivo.

Orr se había parado; estaba quieto, mirando a Haber. Su rostro se veía calmo pero muy alerta y concentrado.

—Usted controlará sus sueños —dijo—, solo, sin nadie que lo ayude o lo supervise...

—He controlado los suyos por semanas, ya. En mi propio caso, y por supuesto yo seré el primer sujeto de mi propio experimento, esa es una obligación absolutamente ética, en mi propio caso el control será completo.

—Yo intenté la autohipnosis, antes de usar las drogas supresoras de sueños…

—Sí, ya me lo dijo antes; fracasó, por supuesto. El asunto de un sujeto reacio que logra buena autosugerencia es interesante, pero no certifica nada; usted no es un psicólogo profesional, no es un hipnotista experimentado, y ya estaba emocionalmente perturbado con toda la cuestión; usted no llegó a nada, por supuesto. Pero yo soy un profesional, y sé exactamente qué es lo que estoy haciendo. Puedo autosugerirme todo un sueño y soñarlo con todos sus detalles, tal como lo pensó mi mente despierta. Lo he hecho todas las noches de la semana pasada, para entrenarme. Cuando la Ampliadora sincronice el modelo del estado e generalizado con mi propio estado d, esos sueños se efectivizarán. Entonces... entonces... —entre la barba ondulada, los labios se separaron en una tensa sonrisa, una especie de mueca de éxtasis que hizo que Orr girara sobre sí mismo como si hubiera visto algo que nunca debió verse, algo aterrador y patético al mismo tiempo—. Entonces este mundo será como el cielo, y los hombres serán como dioses.

—Lo somos, ya lo somos —dijo Orr, pero el otro no lo escuchó.

—No hay nada que temer. El tiempo peligroso —si lo hubiésemos sabido— era cuando sólo usted poseía la capacidad para los sueños e, y no sabía qué hacer con ella. De no haber venido hacia mí, si no lo hubieran enviado a manos científicas, experimentadas, quién sabe qué podría haber ocurrido. Pero usted vino acá, y acá estaba yo: como dicen, el genio consiste en estar en el lugar exacto en el momento oportuno —lanzó una risotada—. De modo que no hay nada que temer, y usted no tiene ninguna responsabilidad. Sé, científica y moralmente, lo que estoy haciendo y cómo hacerlo. Sé adónde voy.

—Los volcanes emiten fuego —murmuró Orr.

— ¿Qué?

— ¿Puedo irme ahora?

—Vuelva mañana a las cinco.

—Vendré —dijo Orr, y se marchó.