La justificación de que cualquiera puede emanciparse del trabajo, se apoya en la ciencia experital positiva. He aquí lo que dice la teoría científica: «No existe más que un método seguro para estudiar las leyes que rigen la vida de las sociedades humanas, y ese método es la ciencia positiva crítica.

»No existe más que la sociología, basada en la biología, como ésta lo está en todas las ciencias positivas, que pueden formular las leyes de la vida del género humano. El género humano, o las sociedades humanas, son organismos ya formados, u organismos en formación, sometidos a todas las leyes de la evolución de los organismos.

»Una de estas leyes esenciales es la distribución de las funciones entre las diferentes partículas de los órganos. Si los unos mandan y los otros obedecen; si los unos viven en la abundancia y los otros en la estrechez, ello consiste, no en que Dios lo haya dispuesto así, ni porque el gobierno sea expresión de las necesidades sociales, sino en que, en las sociedades como en los organismos, la vida del ser entero tiene, por condición necesaria, la división del trabajo: los unos ejecutan, en las sociedades, el trabajo muscular; los otros, el trabajo intelectual».

En esta doctrina se apoya la justificación favorita de nuestro tiempo.

No hace aún mucho que dominaba en la esfera de los sabios la filosofía del espíritu, la filosofía de Hégel, cuyas conclusiones eran que todo lo que existe es racional; que no hay ni bien ni mal; que el -hombre no tiene que luchar contra el mal, puesto que no existe, y que debe concretarse a demostrar su inteligencia: éste, en el servicio militar; aquél, en la magistratura, y el otro, en el arte de tocar el violín, etc.

Existían, sin embargo, numerosas y distintas expresiones de la sabiduría humana, conocidas todas en el siglo XIX. Eran conocidos Rousseau y Léssing, Spinoza y Bruno: era conocida también la sabiduría antigua; pero nada quería saber de ella la multitud.

No se puede decir que el éxito de Hégel estuviese en relación con lo armonioso de su teoría: existían teorías no menos armónicas, como las de Descartes, Leibnitz, Fichte y Schopenháuer. La única causa de que fuese por mucho tiempo esta teoría filosófica la doctrina de todo el mundo, fue la de que se ajustaba, por sus consecuencias, a los vicios de los hombres. Trataba 96

de establecer que todo era natural, que todo era bueno, y que nadie era culpable de nada. .

El hegelianismo era la base de todo cuando yo empecé a vivir: se respiraba en el aire; se leía en los artículos y en las revistas de los periódicos; en los cursos de historia y de derecho; en las novelas, en los tratados, en las artes, en los sermones, y en la conversación particular. El hombre que no conocía a Hégel no tenía derecho para hablar: el que deseaba conocer la verdad, necesitaba estudiar a Hégel. Todo descansaba en él, en su filosofía, y no han transcurrido aún cuarenta años y ya nadie se acuerda de él, como si Hégel no hubiera existido nunca. Y lo más sorprendente es que el hegelianismo ha dejado de existir sin que nadie lo haya refutado ni destruido, no: tal como era es; pero careció repentinamente de finalidad y de objeto a los ojos de los sabios.

Hubo un tiempo en que los doctores hegelianos instruían solemnemente a la multitud, y en que ésta, sin comprender nada, creía en todo ciegamente, encontrando en aquella filosofía la confirmación de lo que juzgaba beneficioso para sí misma, y persuadida de que lo que consideraba obscuro y contradictorio era, en la alta cima de aquella filosofía, claro como la luz del sol Pero llegó el momento en que la teoría aquella resultó gastada y en que apareció en su lugar otra; un tiempo en que la multitud, desdeñando la teoría antigua y dirigiendo la mirada a los santuarios misteriosos de los sacrifica-dores, se convenció de que en aquélla no había más que palabras obscuras y conceptos absurdos. Todo eso ha pasado en los tiempos que yo recuerdo.

Pero los poseedores de la ciencia actual dirán que todo eso ocurrió porque aquella teoría era un conjunto de absurdos del periodo teológico y metafísico; que ahora existe una ciencia positiva y crítica que no puede engañar, porque se apoya en la instrucción y en la experiencia; que ahora nuestros conocimientos no son ya inseguros como lo fueron antes, y que únicamente marchando por ese camino es como podrán resolverse todos los problemas humanos.

Verdad es que eso mismo decían los antiguos; que nuestros antepasados no eran imbéciles, y que entre ellos florecieron grandes talentos: eso mismo decían los hégelianos, según recuerdo, con no menos seguridad ni con menos aplauso de la multitud que se decía ilustrada y entre la que figuraban nombres que no desdecían de nuestros Hertzen, Stankevitch y Belinski.

Pero entonces ¿cómo explicar el fenómeno de que los sabios hayan profesado con tanta seguridad doctrinas tan falsas como absurdas, y que la multitud las acogiera con tanto entusiasmo? La única razón, la causa única era la de que aquellas doctrinas justificaban a los hombres de los errores de su vida.

Un adocenado publicista inglés, cuyas obras, perfectamente nulas, ha olvidado todo el mundo, escribió un tratado sobre la población, en cuyo tratado consignó la imaginaria ley de que las substancias alimenticias no guardaban la relación debida con el incremento de la población, y estableciendo la ley al amparo de fórmulas matemáticas desprovistas de fundamento, la dio a luz. Dada la ligereza y la nulidad del libro, se debió suponer que no llamase la atención de nadie y que cayese en profundo olvido como todas las obras sucesivas del mismo autor; pero sucedió precisamente lo contrario, y aquel publicista llegó a adquirir gran reputación, que conservó cerca de medio siglo.

¡Malthus! ¡La teoría de Malthus! El incremento de la población siguiendo una progresión geométrica, en tanto que las substancias alimenticias seguían una progresión aritmética. ¡El remedio natural y racional significado por el decaimiento de la procreación! Toda una serie de verdades científicas, indudables, que no se demostraban y que servían, como axiomas, para demostraciones ulteriores. Esto, en cuanto a las personas ilustradas y de ciencia; pues en cuanto a la multitud, a la generalidad de las gentes ociosas, esos se limitaban a admirar humildemente las grandes leyes de Malthus. ¿Y cómo sucedió eso?

Debiera creerse que se trataba una teoría científica que nada de común tenía con los instintos de la multitud; pero sólo puede juzgarlo así quien se imagine que dicha ciencia tiene algo de independiente y de infalible como la Iglesia, y no quiera ver que no es otra cosa, en realidad, que una invención de gentes superficiales y descarriadas que no conceden importancia al fondo de las ideas, sino a la etiqueta de la ciencia.

Basta deducir las consecuencias prácticas de la teoría de Malthus, para ver que dicha teoría era la más aplicable al hombre con fines determinados.

Las consecuencias que de ella se derivan directamente, son éstas: La situación desgraciada de los obreros lo es en virtud de una ley inmutable, independiente de los hombres, y si hay algún culpable de ello, son los mismos obreros hambrientos. ¿Por qué los tontos vienen al mundo sabiendo que no tendrán que comer en él?

En favor de tan precioso resultado para la gente ociosa, todos los sabios cerrarán los ojos en lo que concierne a la irregularidad y a la arbitrariedad absolutas de semejantes conclusiones desprovistas de pruebas, en tanto que la multitud de las gentes de letras, es decir, de los ociosos, comprendiendo por instinto a donde conducen aquellas conclusiones, 98

adopta la teoría con entusiasmo, le imprime el sello de la verdad, o lo que es lo mismo, el de la ciencia, y la sigue durante medio siglo.

¿No es ésta la causa que explica la seguridad de los heraldos del positivismo y la humilde sumisión de la multitud a lo que ellos predican?

Parece extraño, a primera vista, que la teoría científica de la evolución pueda justificar a las gentes de su falsedad, y natural parece que no se ocupara sino en observar los fenómenos; pero todo eso no es más que pura apariencia.

Lo mismo acontecía con la doctrina de Hégel en proporciones más vastas que en particular con la doctrina de Malthus. El hegelianismo parecía no ocuparse más que en las construcciones lógicas sin relación alguna con la vida de los hombres, de igual modo que la teoría de Malthus parecía no tener otro objeto que los hechos estadísticos; pero repito que todo eso no era más que pura apariencia.

La ciencia contemporánea trata también de hechos únicamente, y los observa; pero ¿de qué hechos? ¿Por qué se ocupa en unos y no en otros?

Los secuaces de la ciencia contemporánea repiten a cada paso, solemnemente y con seguridad de expresión: «No estudiamos más que los hechos», y se imaginan que sus palabras tienen algún sentido. Estudiar únicamente los hechos resulta imposible, porque son innumerables, en el sentido propio de la palabra, los hechos dignos de estudio. Antes de estudiar los hechos, es preciso establecer una teoría según la cual se les estudie, es decir, que se eligen entre la masa innumerable de hechos, estos o aquellos. Y tal teoría existe y está clara y explícitamente formulada, siquiera los secuaces de la ciencia contemporánea a veces lo ignoren, o a veces finjan ignorarlo. Siempre sucedió lo mismo con todas las doctrinas reinantes y directoras. La teoría suministra siempre los elementos constitutivos de cada doctrina, y los llamados sabios no hacen más que descubrir las consecuencias ulteriores de aquellos elementos, una vez suministrados. De igual modo, la ciencia contemporánea eligió los hechos en conformidad con los elementos de una teoría que conocía a veces, que a veces no quiere conocer y que en ocasiones desconoce en absoluto. Y sin embargo, esa teoría existe.

Vedla aquí: El género humano en su totalidad constituye un organismo vivo: los hombres son las diferentes partículas de órganos, cada uno de los cuales tiene su misión especial que sirve al organismo entero. Del mismo modo que las células, constituidas en organismo, se distribuyen el trabajo en la lucha por la existencia, desarrollando tal facultad, restringiendo tal otra y 99

formando órganos especiales para satisfacer mejor las necesidades de todo el organismo, y de igual manera que los animales sociables, como las hormigas y las abejas, dividen el trabajo, dedicándose la hembra a poner los huevos, los zánganos a fecundarlos y las abejas jóvenes a trabajar por la vida del enjambre, así también sucede con el género humano y con las sociedades humanas.

Para hallar la ley de la vida del hombre, es preciso estudiar las leyes de la vida y de la evolución de los organismos, y en esa vida y en esa evolución de los organismos, tropezamos con la ley de diferenciación y de integración; con la ley que determina que todo fenómeno soporte otras consecuencias además de la consecuencia inmediata; con la ley de la instabilidad, con la de la homogeneidad, etc., etc. Todo eso parece muy pueril; pero basta con deducir las consecuencias de todas esas leyes para comprender en seguida que esas leyes tienden al mismo fin que tendían las de Malthus.

Todas ellas tienen por objeto único hacer ver esa distribución de la actividad que existe en las sociedades humanas como organismo, es decir, con carácter necesario, y por consecuencia, para considerar la falsa situación en que nos encontramos los que nos hemos emancipado del trabajo, no a la luz de la razón y de la justicia, sino como un hecho inevitable que confirma la ley general.

La filosofía del espíritu justificaba la crueldad y la abominación; pero sólo de una manera filosófica y, por lo tanto, falsa, mientras que la ciencia demuestra todo eso de una manera científica, é indubitable por consiguiente.

¿Y cómo no acoger tan bella teoría? Basta considerar la sociedad humana como un campo de observación, para que yo pueda estar convencido de que mi actividad, cualquiera que sea la forma que adopte, es una actividad funcional del organismo del género humano, sin que necesite preocuparme de si es o no justo que, al aprovecharme del trabajo de otro, haga yo únicamente lo que me plazca, ni si la división del trabajo entre la célula del cerebro y la de los músculos, es o no equitativa. ¿Cómo no admitir, pues, una teoría tan seductora que permite guardarnos la conciencia en el bolsillo de una vez para siempre, y vivir una vida animal sin freno alguno, al amparo de un apoyo científico firmísimo, según nuestro tiempo?

Y ved de qué modo se fundamenta hoy, en esa doctrina nueva, la justificación de la ociosidad y de la crueldad de los hombres.

Esta doctrina se abrió paso no hace aún mucho tiempo; hará unos cincuenta años, y fue su principal fundador el sabio francés Augusto Comte.

Augusto Comte, hombre a la vez sistemático y religioso, se apoderó, bajo la influencia de los descubrimientos fisiológicos de Bichat, completamente nuevos entonces, de la antigua idea, emitida ya por Menenio Agrippa, de que las sociedades humanas, y hasta la humanidad entera, pueden ser consideradas como un todo orgánico, y los hombres como partículas de órganos diferentes, cada uno de los cuales órganos tiene funciones determinadas y especiales cooperativas del organismo entero.

Agradó de tal modo esta idea a Augusto Comte, que se dedicó a edificar sobre ella un sistema filosófico, y tan lejos le llevó este sistema, que olvidó en absoluto que el punto de partida de su teoría no era otra cosa que un bello símil muy a propósito en un apólogo; pero que en manera alguna podía servir de base a una ciencia. Como sucede a menudo, Comte tomó por axioma una hipótesis que le sedujo, é imaginó luego que toda su teoría estaba edificada sobre cimientos sólidos.

Su teoría tiende a establecer que, siendo el género humano un organismo, no se puede saber lo que es el hombre ni cuales deben de ser sus relaciones con el mundo, si no se conocen las propiedades de aquel organismo. Para conocer estas propiedades, puede el hombre hacer observaciones sobre los demás organismos inferiores y sobre su vida, y obtener de ellos inducciones.

Así, pues, en primer lugar, el método verdadero y único de la ciencia, según Augusto Comte, es el método inductivo y toda la ciencia reconoce como base única la experimentación; y en segundo lugar, el objeto y la jerarquía de las ciencias constituyen una ciencia nueva: la del organismo imaginario del género humano, o sea la sociología.

De este modo de considerar la ciencia en general, se derivaba que todas las ciencias anteriores eran falsas, y que toda la historia del género humano, desde el punto de vista de la evolución intelectual, se dividía, hablando propiamente, en dos periodos: el periodo teológico y metafísico que comprendió desde el principio del mundo hasta Augusto Comte, y el periodo actual, el de la ciencia única y verdadera, el positivismo que comenzó con Augusto Comte.

Todo eso era de una gran perfección y no reconocía más que un solo defecto, a saber: que todo el edificio estaba construido sobre arena, esto es, sobre la afirmación arbitraria e inexacta de que el género humano es un organismo. Dicha afirmación es arbitraria, en cuanto que no tenemos más derecho para admitir la existencia del organismo humano, no susceptible de observación, que para afirmar la existencia de cualquiera otro ser quimérico e invisible; y es inexacta en cuanto a que a la noción del género humano, o sea a la noción de los hombres, vaya unida la idea de organismo, toda vez 101

que el género humano carece del carácter esencial de los organismos; esto es: de la sensibilidad o de la concienci

Pero no obstante lo arbitrario y falso de la tesis fundamental de la filosofía positivista, los llamados sabios no han dejado de acogerla con entusiasmo.

Es de notar, a este propósito, que de las dos partes de la obra entera de Augusto Comte: filosofía positiva y filosofía político positiva, los sabios no acogieron más que la primera, la que justificaba, con nuevas razones deducidas de la experiencia, el mal existente en las sociedades humanas.

En cuanto a la segunda parte, la que trata de los deberes morales del altruismo, deberes derivados de la asimilación del género humano a un organismo, tan poca importancia le concedieron, que la declararon nula y anticientífica.

Sucedió en esto lo mismo que con las dos partes de la obra de Kant. La crítica de la razón pura fue bien acogida por el mundo de los sabios; pero la crítica de la razón práctica, la que contiene la esencia de su moral, la rechazaron.

En la obra de Kant proclamaron, como científico, únicamente lo que justificaba el mal reinante.

Pero la filosofía positiva aceptada por el público, filosofía fundada en una teoría arbitraria y falsa, era inconsistente por sí misma y, por lo tanto, instable, y no hubiera podido subsistir por sí sola. Y he aquí que en el número de todos aquellos ociosos del pensamiento, entre los secuaces de aquella filosofía, surgió esta otra afirmación, también arbitraria y falsa, a saber: Que los seres vivientes, es decir, los organismos, se formaban los unos de los otros y no sólo uno de otro, sino uno de varios; esto es, que en un periodo de tiempo muy largo, al cabo de millones de años, por ejemplo, no solamente pueden descender de un común antecesor nuestro un ganso y un pez, sino que de un enjambre de abejas se puede formar un buey u otro animal cualquiera. Y el mundo sabio acogió con favor todavía más grande tan arbitraria y falsa afirmación; arbitraria, en cuanto que nadie ha visto jamás cómo unos organismos engendran a los otros, razón por la cual la hipótesis del origen de las especies será siempre una hipótesis y nunca un hecho experimental; y falsa, por cuanto la solución del problema del origen de las especies, por los principios de la sucesión y de la adaptación al medio en un período de tiempo infinitamente largo, no es en modo alguno una solución, sino una manera nueva de plantear el problema en otra forma.

En la teoría de Moisés, quedó establecida por la voluntad de Dios y por su poder infinito la variedad de las especies vivas; pero, en la teoría de la evolución, aquella variedad de seres vivientes es el resultado de la casualidad y de las diversas influencias de la sucesión y del medio en un periodo de tiempo infinitamente largo. La teoría de la evolución, hablando en términos muy claros, no afirma más que esto: que, en un periodo de tiempo infinitamente largo, de lo que queráis puede salir todo lo que queráis. El problema no ha sido, pues, resuelto: subsiste lo mismo aunque planteado de diferente modo: la voluntad ha sido sustituida por la casualidad, y el coeficiente de lo infinito ha sido llevado de la potencia al tiempo.

Pero esta nueva afirmación corrobora la de Augusto Comte, y, por otra parte, teniendo en cuenta la ingenua confesión del propio autor de la teoría darvinista, éste inspiró la idea de su sistema en la ley de Malthus y edificó sobre ella su teoría de la lucha de los hombres y de los demás seres vivientes por la existencia, como ley fundamental de todo ser animado. Pero no necesitaba más la turba de ociosos para su justificación.

Dos teorías instables, incapaces de tenerse en pie, se apuntalaban la una a la otra y adquirían las apariencias de la estabilidad. Ambas entrañaban esta conclusión, preciosa para la multitud: Los hombres no tienen la culpa del mal que existe en las sociedades humanas: el orden existente es precisamente el que debe existir. Y la nueva teoría fue aclamada por la multitud con una confianza y un transporte nunca vistos ni conocidos.

Y sobre estas dos tesis arbitrarias y falsas, aceptadas como dogmas, se elevó la nueva doctrina científica.

Spéncer, en una de sus primeras obras, la formulaba así: «Las sociedades y los organismos se parecen: En que, formados por pequeñas agrupaciones, acrecen insensiblemente su masa hasta alcanzar a veces un desarrollo seis mil veces mayor que el de su masa primitiva. »2.o Que en tanto que, en su origen, es tal su estructura,-que se les puede considerar como desprovistos de ella, al desarrollarse toman una estructura que cada vez va siendo más complicada.

»3.º Que aun cuando en su periodo rudimentario primitivo apenas existe entre las partes dependencia alguna, ésta va estableciéndose gradualmente y de un modo recíproco, y acaba por ser tan sólida, que la actividad y la vida de cada parte no pueden existir sin la actividad y la vida de las demás.

«4.o Que la vida y el desarrollo de la sociedad son independientes de la vida y del desarrollo de cada una de las unidades que la forman, y duran mucho más tiempo: estas unidades nacen, se desarrollan, obran, se reproducen y mueren, en tanto que el cuerpo político, compuesto por esas unidades, continua viviendo una generación tras otra, desenvolviendo su masa, su actividad funcional y sus progresos».

Más adelante indica las diferencias de los organismos y de las sociedades; demuestra que esas diferencias son tan sólo aparentes, y añade que los organismos y las sociedades son semejantes en absoluto.

Todo hombre de buen sentido no puede menos de preguntarse: —Pero ¿de qué habláis? ¿Cómo puede ser el género humano un organismo o semejante a un organismo? Decís que las sociedades se asemejan a los organismos por esos cuatro caracteres; pero no es así. Os limitáis a tomar algunos caracteres del organismo, y en ellos embutís a las sociedades humanas.

Citáis cuatro caracteres de similitud, y luego tomáis los puntos diferenciales, los reducís a meras apariencias y deducís, en conclusión, que las sociedades humanas pueden ser consideradas como organismos.

Pero eso no es más que un juego de dialéctica perfectamente ocioso. Con igual razón puede introducirse lo que se quiera en los caracteres del organismo. Yo tomo lo primero que se me ocurre: una selva, por ejemplo, que se la siembra en la planicie y crece cada día más.

«1. º Formada en su origen por pequeñas agregaciones, acrece imperceptiblemente su masa, etcétera». Lo mismo sucede con los campos cuando se hacen en ellos plantaciones, que poco a poco se convierten en alto bosque.

«2. º Su estructura, sencilla en un principio, se complica cada vez más, etc.» Lo mismo le sucede a la selva: en un principio los abedules; después los sauces y los nogales que crecen derechos y que entrelazan luego sus ramas.

»3. º La dependencia de las partes se hace tan sólida, que la vida de cada una de ellas depende de la vida activa de las demás, etc.» Lo mismo le ocurre a la selva: el peral da abrigo a los troncos de los arbustos: si lo cortáis, se helarán éstos. Las mojoneras abrigan del viento; los semilleros continúan las especies; los grandes árboles copudos prestan sombra, y la vida de un árbol depende de la de otro.

«4. º Los individuos pueden morir, pero el todo sobrevive». Igual le ocurre a la selva: ésta no llora por la pérdida de ningún árbol.

Al demostrar que podéis, con idéntica razón, y en virtud de esa teoría, considerar la selva como un organismo, os figuráis haber demostrado a los partidarios de la doctrina orgánica la falsedad de su definición; pero no hay nada de eso. La definición que dan del organismo es de tal modo inexacta, de tal manera amplia, que pueden hacer entrar en ella lo que quieran.

—Sí, —dirán, —hasta la selva puede ser considerada como un organismo.

La selva es la acción recíproca de individuos que se conservan el uno por el otro; un agregado cuyas partes pueden confundirse en una dependencia cada vez más estrecha, y que, como el enjambre de abejas, puede llegar a ser un organismo.

—Pero entonces —diréis —los pájaros, los insectos, las hierbas de esa selva que obran los unos en los otros y que se conservan los unos por los otros, ¿podrán ser considerados también como partes componentes, con los árboles, de un organismo único?

Y también lo admitirán. Todas las colecciones de seres animados obran las unas sobre las otras y se conservan las unas por las otras; luego pueden, según sus teorías, ser consideradas como organismos. Podéis afirmar la dependencia y la acción recíproca entre todo cuanto queráis, y afirmar, en virtud de la evolución, que, en un periodo de tiempo infinitamente largo, de aquello que queráis puede salir cuanto queráis.

Y lo más sorprendente es que esa misma filosofía positiva preconiza, como el único medio de llegar a la verdadera ciencia, el método científico determinado por ella, entendiendo por tal el sentido común.

Y ese sentido común la condena a cada paso. Desde que los papas comprendieron que nada de santos quedaba ya en ellos, empezaron a llamarse Padres santos.

Desde que la filosofía comprendió que nada de sensato quedaba ya en ella, empezó a llamarse lo que juzga que hay de más sensato, esto es, filosofía científica.

La división del trabajo es la ley de todo lo existente, y así, debe regir a las sociedades humanas.

Posible es que así sea; pero surge esta pregunta: ¿Esa distribución del trabajo que ahora veo en la sociedad humana, es verdaderamente la que debe ser? Y si encuentro fuera de razón e injusta cualquiera distribución del trabajo, no habrá ciencia alguna en el mundo que pueda demostrarme y convencerme de que debe existir lo que yo considero injusto y falto de razón. La distribución del trabajo es una condición de la vida de los organismos y de las sociedades humanas; pero ¿qué es lo que en éstas se 105

debe considerar como distribución orgánica del trabajo? Por más que la ciencia estudie la distribución del trabajo en las células de los gusanos, sus observaciones no obligarán al hombre a reconocer como legítima una distribución del trabajo que rechacen su razón y su conciencia.

Por convenientes que sean los argumentos que suministra la división del trabajo en las células de los organismos observados, el que aún no haya perdido la razón dirá que un hombre no ha nacido para tejer indiana toda su vida, y que eso no es la división del trabajo, sino la opresión del hombre.

Spéncer y otros aseguran que existen pueblos de tejedores y que, por consiguiente, el tejido resulta de una distribución orgánica del trabajo: los tejedores son, pues, un efecto de esa distribución. Pudiera decirse eso, si los pueblos de tejedores se hicieran por sí mismos; pero todos sabemos que no se hacen ellos, sino que los hacemos.

Trátase ahora de saber si hemos hecho a los tejedores siguiendo la ley orgánica o cómo.

He aquí un grupo de gentes que viven y se sostienen como es costumbre en el campo. Un hombre instala una fragua y compone su carreta: llega un vecino suyo y le ruega que componga también la suya, ofreciéndole en cambio su trabajo o dinero. Llegan luego un tercero, y un cuarto, y en aquella sociedad se establece una distribución del trabajo con motivo de la fragua. Otro hombre ha instruido bien a sus hijos: su vecino le lleva los suyos y le ruega que se los eduque lo mismo, y ahí tenéis un maestro.

Pero el herrero y el maestro han llegado a serlo y continúan siéndolo, únicamente porque les han rogado que lo sean, y continuarán en su oficio en tanto que se les ruegue que lo ejerzan. Si sucede que hay muchos herreros y muchos maestros o que resultan innecesarios sus servicios, dejan al punto su oficio, como dicta el buen sentido, y como Ocurre siempre allí donde nada turba la regular distribución del trabajo, al dejar el oficio vuelven a la agricultura. Al hacer esto, obedecen a su razón y a su conciencia, y por eso nosotros, dotados de conciencia y de razón, convenimos en que es justa esa distribución del trabajo.

Pero si ocurre que los herreros tienen poder para obligar a otros a que trabajen para ellos y continúan forjando herraduras cuando no hay necesidad de ellas, y que los maestros siguen enseñando cuando no tienen discípulos a quienes enseñar, es evidente para todo ser dotado de razón y de conciencia como lo es el hombre, que aquello no es ya la división del trabajo, sino la usurpación del trabajo de otro. Y a eso es a lo que llama particularmente la filosofía la división del trabajo.

La causa de la miseria económica de nuestro tiempo está en lo que los ingleses llaman overproduction, o sea exceso de producción, cuando 106

fabrican en cantidad excesiva objetos que no se sabe dónde colocar o que nadie necesita.

Sería insólito que un zapatero, por ejemplo, creyese que las gentes estaban en el deber de alimentarlo porque él siguiera fabricando, sin darse punto de reposo, zapatos que aquéllas no necesitaran en mucho tiempo; pero ¿qué decir de esas gentes que no cosen, que no producen nada que sea útil para nadie, cuya mercancía no encuentra comprador, y que no piden con menos afán ni menos resueltamente, arguyendo sobre la división del trabajo, que se las mantenga bien y que se las vista mejor? Puede haber y hay hechiceros cuyos oficios son solicitados y de quienes se adquieren polvos y frascos; pero es difícil imaginar lo que sería de los brujos cuyos sortilegios a nadie aprovechasen y que pidieran atrevídamente que los mantuviesen. Esto es lo que pasa en el mundo y todo ello ocurre en virtud de esa falsa noción de la división del trabajo, que se apoya, no en la razón y en la conciencia, sino en la observación, división que los llamados sabios proclaman con tanta unanimidad. La división del trabajo ha existido siempre, y existe en efecto; pero no es justa más que cuando está basada en la razón y en la conciencia, y no en la observación. Y la conciencia y la razón de todos los hombres resuelven esa cuestión de una manera sencilla, segura y unánime de este modo: La división del trabajo es justa únicamente, cuando la actividad especial de un hombre es de tal modo necesaria a las gentes, que estas mismas, al reclamar sus servicios, le ofrecen espontáneamente alimentarlo en pago del servicio que les presta; pero cuando un hombre puede vivir, desde su infancia hasta los treinta años de edad, a expensas de los demás, prometiendo hacer algo útil, que nadie necesita, cuando haya aprendido a hacerlo, y cuando, desde los treinta años hasta que muere, puede vivir del mismo modo, prometiendo siempre hacer algo de lo que nadie necesita, eso no será la división del trabajo, sino la usurpación del trabajo de otro por el más fuerte, usurpación que tuvo en otro tiempo diferentes nombres; que los filósofos llamaron «las formas necesarias de la vida», y que hoy la filosofía científica llama «la división orgánica del trabajo».

La filosofía científica no tiene otra significación. Esa filosofía ha llegado a ser hoy la dispensadora de las patentes de ociosidad, por ser la que analiza y determina en sus templos lo que son la actividad parásita y la actividad orgánica del hombre en el organismo social. ¡Como si cada hombre no estuviera en estado de conocerlo por sí mismo de un modo más justo y más natural con sólo consultar a su razón y a su conciencia! Se les figura a los partidarios de la filosofía científica que no debieran existir dudas en este punto, puesto que la única actividad orgánica es la suya: ellos son los agentes de la ciencia y del arte, las células más preciosas del organismo: las del cerebro.

Los seres racionales han distinguido siempre el bien del mal, desde que el mundo existe; aprovechándose de los esfuerzos de sus predecesores; luchando contra el mal; buscando el camino más recto y mejor, y avanzando por dicho camino. Y siempre encontraron ante sí, cerrándoles el paso, a los factores de la mentira con la pretensión de demostrarles que es preciso tomar la vida tal como ella es. Los seres racionales, a costa de esfuerzos y de luchas, se han ido emancipando de la mentira poco a poco, cuando he aquí que un nuevo personaje, el peor de todos, les intercepta el camino: ese personaje es la mentira científica.

Esa nueva mentira es, en el fondo, lo mismo que las antiguas: su objeto esencial es reemplazar la actividad de la razón y de la conciencia, que es la nuestra y la de nuestros antepasados, por otra cosa externa denominada observación, en la mentira científica.

El lazo de esta ciencia consiste en que, después de haber mostrado a los hombres las alteraciones más groseras de la actividad de la razón y de la conciencia, tiende a destruir en ellos la creencia en la razón y en la conciencia misma y a persuadirles que todo lo que se dicen a sí mismos, como todo lo que decían a los espíritus más privilegiados, la razón y la conciencia desde que el mundo existe, todo ello es condicional y subjetivo.

—Es preciso desechar todo eso, —dicen. —Por medio de la razón no se puede llegar al conocimiento de la verdad sin correr el riesgo de engañarse: hay otro camino más seguro de llegar a él, medio casi mecánico, y es el de estudiar los hechos.

Mas para estudiar los hechos es necesario tomar por base la filosofía científica; es decir, una doble hipótesis sin fundamento: el positivismo y la evolución que se dan por verdades indubitables. Y la ciencia reinante declara, con solemnidad engañosa, que no es posible la solución de los problemas de la vida sino por medio del estudio de la naturaleza, y especialmente del de los organismos. Y la juventud crédula, seducida por la novedad de este dogma, que la crítica no ha destruido ni siquiera tocado aún, se apresura a estudiar esos fenómenos en las ciencias naturales por ese único camino que según la ciencia reinante, puede conducir al esclarecimiento de los problemas de la vida. Pero cuanto más avanzan los jóvenes en ese estudio, más y más lejos de ellos retrocede la posibilidad y hasta el deseo de resolver aquellos problemas; y cuanto más se acostumbran, no tanto a observar como a creer bajo la fe de su palabra en las observaciones de otro, en las células, en los protoplasmas, en la cuarta existencia de los cuerpos, etc., más oculto queda el fondo tras de la forma, y tanto más pierden la conciencia del bien y del mal y la facultad de comprender esas expresiones y determinaciones del 108

bien y del mal que el género humano ha elaborado en el curso de su vida entera. Cuanto más se asimilan esa jerga especial científica y esos términos condicionales que no tienen sentido alguno general y humano; cuanto más se enredan en el laberinto de observaciones que nada esclarecen, tanto más pierden la facultad de pensar independientemente y la de comprender el pensamiento de otro, humano y espontáneo, que se encuentra fuera de su talmud. Pero lo peor es que pasan sus mejores años en desacostumbrarse de la vida, es decir, del trabajo; en habituarse a considerar como legítima su situación; en convertirse en parásitos incapaces de un esfuerzo físico cualquiera; en dislocarse el cerebro, y en acabar por ser los eunucos del pensamiento. Y a medida que acrece su estupidez, adquieren tal confianza en sí mismos que los aleja de toda posibilidad de reintegrarse a la simple vida del trabajo, al pensamiento sencillo, claro y humano. La división del trabajo existe, y existirá siempre, sin duda alguna, en la sociedad humana; pero la cuestión, para nosotros, no es el saber si existe y existirá, sino el saber cómo hacer que sea justa.

Tomar por criterio la observación es, por ese mismo hecho, rechazar todo criterio: cualquier distribución de trabajo que veamos y que nos parezca justa, la encontraremos justa, en efecto; que es a lo que conduce la filosofía científica preponderante. ¡La división del trabajo!

Los unos están dedicados al trabajo intelectual y espiritual; los otros, al trabajo físico muscular... ¡Con qué seguridad afirman esto!... Ellos prefieren pensar y creen que con ello realizan un cambio de servicios absolutamente justo.

Pero tanto hemos perdido de vista el deber por efecto de nuestra ceguera, que hasta hemos olvidado a nombre de qué realizamos nuestro trabajo, y que hemos hecho de ese mismo pueblo, a quien quisiéramos servir, el objeto de nuestra actividad científica y artística. Lo estudiamos y lo describimos por gusto y para distracción nuestra y nos hemos olvidado de que no lo debemos estudiar y describir, sino servir. Todos hemos perdido de vista el deber que nos incumbe: tampoco hemos observado que lo que intentábamos hacer en el dominio de las ciencias y de las artes, lo han hecho ya otros, y que nuestro lugar estaba ocupado. Sí: mientras que disputábamos, bien sobre la generación espontánea de los organismos, bien sobre el espiritismo; ahora sobre la forma de los átomos, luego sobre la pangénesis, después sobre el protoplasma, etc., el pueblo reclamaba su alimento espiritual, y los frutos secos de la ciencia y del arte, bajo la dirección de especuladores a quienes no guiaba más que el incentivo de la ganancia, suministraron y suministran al pueblo ese alimento espiritual.

Ved ahí que, desde hace cuarenta años en Europa y unos diez en Rusia, se deslizan por millones los libros, los cuadros y las canciones; que se abren librerías y que el pueblo mira, canta y recibe un alimento espiritual que no 109

procede de nosotros a quienes correspondía dárselo; y nosotros que de tal modo justificamos nuestra ociosidad, lo presenciamos cruzados de brazos.

Pero no debemos seguir con los brazos cruzados, porque va a faltarnos la última justificación. Somos especialistas: cada uno de nosotros tiene su función particular: somos el cerebro del pueblo: él nos sostiene y nosotros le enseñamos; pero ¿qué le hemos enseñado y qué seguimos enseñándole? Él ha estado esperando años y décadas y siglos, y nosotros discutíamos, nos instruíamos el uno al otro, y nos divertíamos olvidando completamente al pueblo; y tanto lo habíamos olvidado, que otros han debido enseñarle y distraerle sin que ni siquiera en esto fijáramos la atención. Hemos hablado tan inconsideradamente de la distribución del trabajo, que hemos dado, sin reparo alguno, como única excusa, los pretendidos servicios que hemos prestado a nuestro pueblo.

La ciencia y el arte se han reservado el derecho a la ociosidad y al goce de los trabajos de otro, y han fracasado en su misión. Y el fracaso proviene tan sólo de que sus adeptos, apoyándose en el principio falsamente extendido de la división del trabajo, se han arrogado el derecho de usurpar el trabajo de otro: han perdido el sentimiento de su misión al proponerse como objetivo, no el interés del pueblo, sino el interés de la ciencia y del arte, y se han dejado arrastrar a la ociosidad y a una depravación menos sensual que intelectual.

Dicen: —La ciencia y las artes han prestado grandes servicios al género humano.

Es cierto; pero no porque los adeptos a la ciencia y al arte vivan a costa del pueblo trabajador amparados por la división del trabajo, sino a pesar de eso.

La república romana no fue poderosa porque sus ciudadanos tuviesen la facultad de no hacer nada, sino porque había en ella muchos valientes, y lo mismo pasa con la ciencia y con las artes. Si la ciencia y las artes han prestado grandes servicios al género humano, no es porque sus adeptos antes y ahora hayan tenido la posibilidad de emanciparse del trabajo, sino porque ha habido genios que, sin usar de esa facultad, han hecho progresar al género humano.

La clase de sabios y de artistas que, apoyándose en una falsa distribución del trabajo, reclama el derecho de usurpar el trabajo de otro, no puede asegurar la expansión de la verdadera ciencia ni del arte verdadero, porque la mentira no puede producir la verdad.

Tal es la idea que tenemos formada de nuestros representantes favoritos, debilitados en el trabajo intelectual, que nos admira y extraña la idea de ver a un sabio o a un artista labrando las tierras o acarreando estiércol. Nos parece que todo se habría perdido; que toda su ciencia quedaría sepultada en el terruño; que las grandes imágenes artísticas que en el cerebro lleva concebidas, olerían a estercolero, y tan acostumbrados estamos a eso, que no nos parece extraño ver al servidor de la ciencia, es decir, al servidor y maestro de la verdad, obligar a que los demás hagan para él lo que él pudiera hacer por sí mismo y pasarse él la mitad de su tiempo en comer bien, en fumar, en hablar, en murmurar del liberalismo, en leer periódicos y novelas, y en frecuentar los teatros: no nos parece extraño ver a nuestro filósofo en el café, en la comedia, en el baile, ni encontrarlo en compañía de esos artistas que dulcifican y ennoblecen nuestras almas, y que pasan su vida en beber, en jugar a las cartas, en frecuentar las casas de trato, o en otras cosas peores.

Las ciencias y las artes son cosas muy bellas; pero, justamente porque son bellas, es preciso no afearlas aliándolas de un modo forzado a la depravación, es decir, emancipándolas del deber que tiene todo hombre de subvenir con el trabajo de su vida a la vida de otro.

—La ciencia y las artes hacen progresar al género humano.

Sí; pero no porque los adeptos a la ciencia y a las artes se libren, al amparo de la división del trabajo, del deber humano más necesario y más indubitable: el de trabajar con sus propias manos en la lucha común del género humano con la naturaleza.

—Pues precisamente esa división del trabajo que libra a los sabios y a los artistas del cuidado de preparar sus alimentos, es lo que ha hecho posible ese maravilloso progreso de las ciencias, que vemos en nuestro tiempo,—objetarán algunos.—Si todos hubiéramos de arar la tierra, no hubiéramos obtenido esos grandiosos resultados que obtiene nuestra época; esos progresos milagrosos que han aumentado de tal modo el poder del hombre sobre la naturaleza; esos descubrimientos que cautivan de tal modo el espíritu humano y aseguran la navegación: no habría ni vapores, ni caminos de hierro, ni puentes admirables, ni túneles, ni motores de vapor, ni telégrafo, ni fotografía, ni teléfono, ni máquinas de coser, ni fonógrafos, ni electricidad, ni teléfonos, ni telescopios, ni espectroscopios, ni microscopios, ni cloroformo, ni cura de Lissner ni ácido fénico.

No enumero todo aquello de que se enorgullece nuestro siglo. Esa enumeración y esos transportes de entusiasmo ante sí mismo y ante las propias proezas se los encuentra en casi todos los periódicos y en todos los libros populares. Esos transportes se reproducen con tanta frecuencia, que estamos todos convencidos de que la ciencia y las artes no han florecido 111

nunca tanto como hoy; y todas esas maravillas se las debemos a la división del trabajo; ¿a qué negarlo?

Supongamos que el progreso de nuestro siglo sea en verdad grandioso, admirable, milagroso: supongamos que somos unos mortales tan felices, que vivimos en época extraordinaria; pero tratemos de evaluar esos progresos, no según el entusiasmo que nos producen, sino según el principio que busca su justificación en dichos progresos: el de la división del trabajo.

Confesamos que todos esos progresos son admirables; pero, por una casualidad desgraciada, que los mismos sabios hacen constar, esos progresos no han mejorado hasta hoy, antes bien han empeorado, la situación del mayor número, esto es, la del pueblo trabajador.

Si el trabajador puede ir en camino de hierro en vez de ir a pie, ese camino de hierro le incendió su monte, le quitó su trigo en sus barbas y lo sumió en un estado parecido a la esclavitud, supeditándolo al capitalista.

Si, gracias a los motores de vapor y a las máquinas, puede adquirir el trabajador por módico precio una indiana algo fuerte, esos motores y esas máquinas le han quitado el dinero ganado con su trabajo, y lo han reducido a la esclavitud absoluta, supeditándolo al fabricante.

Si tiene teléfonos, telescopios, versos, novelas, teatros, bailes, sinfonías, óperas, galerías de cuadros, etc., no ha mejorado por eso la vida del trabajador, porque todo lo enunciado resulta inasequible para él, por efecto de esa misma desgraciada casualidad.

Así es que, hasta el presente, y los hombres de ciencia convienen en ello, todos esos progresos extraordinarios, todas esas maravillas de la ciencia y del arte, en nada han mejorado la vida del trabajador y tal vez la hayan empeorado., Ahora bien: si medimos la realidad de los progresos obtenidos por las ciencias y las artes, no por el entusiasmo que nos inspiran, sino por el principio en que se apoya la división del trabajo, o sea el interés del pueblo trabajador, veremos que carece de fundamento sólido ese entusiasmo que sentimos y a que voluntariamente nos entregamos.

El mujik tomará el camino de hierro; la mujer comprará la indiana; se tendrá en la isba una lámpara en vez de una tea y el mujik encenderá la pipa con una cerilla, todo lo cual es más cómodo, pero ¿con qué derecho he de decir que el ferrocarril y las fábricas han prestado un servicio al pueblo?

Si el mujik toma la vía férrea, compra la lámpara, la indiana y los fósforos, es únicamente porque nadie se lo impide; pero todos sabemos que la construcción de los caminos de hierro y de las fábricas no ha tenido nunca por objeto el interés del pueblo. ¿Por qué, pues, aducir como pruebas de 112

servicios hechos al pueblo por esos establecimientos las comodidades accidentales de que puede hacer uso el trabajador?

No hay mal que no produzca algún bien. Tras un incendio, puede uno calentarse y encender la pipa con un tizón; pero ¿se deberá decir por eso que el incendio es útil?

Los amigos de la ciencia y del arte podrían decir que su actividad es útil al pueblo, si se propusieran servir a éste en vez de servir, como lo hacen, al gobierno y a los capitalistas. También podríamos decirlo nosotros, si tuviesen por objetivo el interés del pueblo; pero no sucede así. Todos los sabios están abstraídos ejerciendo de sacrificadores: descubren los protoplasmas, las análisis espectrales de los astros, etc.; pero ¿qué hacha es la mejor hacha? ¿Qué hoz es la más cómoda? ¿Cómo se amasa mejor el pan? ¿Con qué clase de harina? ¿Dónde encontrarla? ¿Cómo calentar el horno? ¿Cómo construir las cocinas? ¿Qué alimentos, qué bebidas tomar?

¿Qué vajilla es la más cómoda y la más económica en condiciones determinadas? ¿Qué setas se pueden comer y cómo cultivarlas? ¿Cómo prepararlas más fácilmente? De nada de eso se cuida la ciencia, y sin embargo, ése es su objeto.

Sé que, por esencia, la ciencia debe ser inútil, es decir, sólo la ciencia para la ciencia; pero ese es un efugio evidente. El objeto de la ciencia es servir a los hombres. Hemos inventado el telégrafo, el teléfono y el fonógrafo; pero ¿qué hemos mejorado en la vida, en el trabajo del pueblo?

Hemos contado dos millones de pequeños escarabajos. ¿Hemos domesticado un solo animal desde los tiempos bíblicos en que nuestras especies estaban domesticadas hacía ya mucho tiempo? El alce, el ciervo, la perdiz, el estornino y la ortega de los bosques aún siguen en estado salvaje.

Los botánicos han encontrado la célula, y en las células el protoplasma, y en el protoplasma algo, y en este algo otra cosa todavía. Estos descubrimientos es evidente que no terminarán pronto porque no tienen fin, y por eso carecen de tiempo los sabios para ocuparse en cosas de utilidad para el pueblo. De ahí que, desde los tiempos del antiguo Egipto y de la Judea, en que se cultivaban el trigo y las lentejas, hasta nuestros días, no se haya descubierto ninguna planta nueva, excepto la patata, que haya venido a aumentar la alimentación del pueblo, y la patata no la debemos a la ciencia.

Se han inventado los torpedos, los aparatos do-simétricos, etc.; pero la rueca, el bastidor para tejer, el torno para hilar, la carreta, el hacha, el trillo, el rastrillo, la aportadera, la garrucha del pozo, siguen lo mismo que en los tiempos de Rurik, y si algo ha sufrido ligera modificación, no se la debe a los hombres de ciencia.

Lo mismo ocurre con el arte.

Hemos elevado una multitud de personas al rango de grandes escritores, y los hemos pasado por el tamiz, y hemos amontonado las críticas sobre sus trabajos, y los críticos sobre las críticas, y las críticas sobre las críticas de críticas: hemos reunido galerías de cuadros, y hemos estudiado minuciosamente las diversas escuelas del arte, y tantas y tales son las sinfonías y las óperas, que nos es difícil ya recordarlas; pero ¿qué hemos añadido a nuestras leyendas populares, a nuestros cuentos y a nuestras canciones? ¿Qué cuadros le hemos dado al pueblo? ¿Qué música? En Nikolskoya se publican libros y se hacen cuadros para el pueblo y en Tula harmónicas; pero ni aquí ni allá hemos contribuido a nada.

Lo más chocante y más evidente es la falsedad de la tendencia de nuestra ciencia y de nuestras artes, especialmente en esos dominios en que, por su objeto mismo, ciencia y artes parece que deberían ser de utilidad al pueblo, y en que, por efecto de su falsa tendencia, se muestran más bien perjudiciales que útiles. El ingeniero, el médico, el profesor, el pintor, el escritor, por su misma especialidad, parece que deberían servir al pueblo; pero ¿en qué? Gracias a la tendencia actual, únicamente pueden causarle perjuicios.

El ingeniero y el mecánico necesitan del capital para trabajar. Sin capital nada pueden hacer. Sus conocimientos son de tal índole que, para aplicarlos, les es necesario capital, en grandes cantidades, y la explotación del trabajador, y esto sin contar con que ellos están acostumbrados a gastar de mil quinientos a dos mil rublos al año, por lo menos, y que no pueden ir, por consiguiente, a un pueblo donde nadie tiene medios para remunerarlos de ese modo: la naturaleza misma de su ciencia los hace imposibles para servir al pueblo. El ingeniero puede determinar por cálculos matemáticos el arco de un puente; calcular la potencia de un motor, etc.; pero, ante las simples necesidades del trabajador, se halla a obscuras. ¿Cómo mejorar las condiciones del arado y de la carreta? ¿Cómo atravesar un arroyo? Todo eso corresponde a las condiciones de existencia del trabajador, y de todo eso el ingeniero no entiende una palabra, ni lo comprende siquiera: el último mujik sabe más que él de semejantes cosas. Dadle talleres con muchos operarios, haced venid máquinas del extranjero, y entonces él dará instrucciones; pero, dadas las condiciones de un trabajo común a millones de personas, encontrar los medios de facilitar el trabajo, eso ni lo sabe ni puede saberlo, porque sus estudios, sus costumbres y sus necesidades lo separan de tal misión.

Peor aun es la situación del médico. Toda su ciencia está combinada de modo que no pueda tratar sino a las personas que no hagan nada. Necesita un número considerable de cosas caras, de instrumentos, de medicinas, de condiciones higiénicas. Ha estudiado con los profesores eminentes de la capital, cuyos clientes pueden cuidarse en la clínica o adquirir las máquinas 114

necesarias para servirse de ellas en su casa: pueden dejar en cualquier momento el norte por el mediodía, o ir a tal o cual establecimiento balneario. Su ciencia es tal, que cualquier médico de distrito se queja de la carencia de recursos para atender al pueblo trabajador, demasiado pobre para asegurar al enfermo condiciones higiénicas; y ese mismo médico declara con sentimiento que carece de hospitales y que no puede obtener buenos resultados, falto como está de practicantes. ¿Y qué prueba todo esto? Prueba que la mayor desgracia del pueblo, en el que se engendran, propagan y perpetúan las enfermedades, es la falta de recursos necesarios a la vida. Y he ahí como la ciencia, bajo la bandera de la división del trabajo, llama a sus combatientes en socorro del pueblo.

La ciencia médica ha concentrado todos sus esfuerzos en las clases ricas: se ha impuesto por tarea asistir a las personas que pueden procurárselo todo, y pretende cuidar, por los mismos medios, alas que carecen de todo; pero faltan los recursos y ¿de dónde tomarlos? Del pueblo que está enfermizo, contaminado y exhausto. Y los defensores de la medicina popular van diciendo que el desarrollo del mal es menor ahora. Es evidente que se desarrolla menos porque si, lo que no quiera Dios, hubiese veinte médicos, comadronas y practicantes por distrito, como ellos quieren, en vez de dos, la mitad del distrito sucumbiría bajo el peso del cuerpo médico que habría que sostener, y pronto no quedaría nadie a quien asistir.

La adaptación de la ciencia al pueblo, de que hablan los defensores de aquélla, ha de verificarse de una manera muy distinta, y esa adaptación, tal como debe ser, no ha empezado todavía: empezará cuando el hombre de ciencia, ingeniero o médico, cese de considerar legítimo exigir por sus honorarios, no ya cientos de miles de rublos, sino mil o quinientos rublos; cuando viva en medio de los trabajadores, en las mismas condiciones de existencia que éstos y aplique su saber a las cuestiones de mecánica, higiene y medicina populares.

Pero hoy la ciencia, que se nutre a expensas del pueblo trabajador, ha olvidado por completo las condiciones de existencia de ese pueblo o las ignora, y se irrita al ver que sus conocimientos especulativos no tienen aplicación en el pueblo.

El dominio de la medicina, como el de la higiene, se halla aún inexplorado.

Las cuestiones relativas a la mejor manera de vestir, de calzar, de resistir la humedad, el frío, de lavarse, de alimentar a los niños y de fajarlos o envolverlos, etc., conforme a las condiciones de existencia del pueblo trabajador, aún no han sido planteadas ni resueltas.

Lo mismo sucede con la pedagogía. Hoy, como antes, la ciencia ha arreglado las cosas de manera que no pueden adquirir instrucción más que 115

los ricos, y que el profesor, como el ingeniero y como el médico, se fija involuntariamente en el dinero.

Y no puede ser de otro modo, porque una escuela modelo (por regla general, cuanto mejor organizada para enseñar está una escuela, más cara resulta), con bancos atornillados, esferas amulares, mapas, biblioteca, métodos para los discípulos, profesores y pasantes, exige tal gasto, que para hacer frente a él sería necesario duplicar los impuestos. Eso es lo que la ciencia pide.

El pueblo tiene necesidad de dinero para atender a sus trabajos, y tanto más lo necesita cuanto más pobre es.

Dicen los defensores de la ciencia: —La pedagogía presta ya grandes servicios al pueblo y con el tiempo se desarrollará y los prestará mejores.

Sí; y cuando se desarrolle y en vez de veinte escuelas por distrito haya ciento, todas ellas científicas, y el pueblo tenga que pagarlas, se empobrecerá más aún, y necesitará todavía más del trabajo de sus hijos.

—¿Qué hacer entonces?—preguntan.

El gobierno fundará escuelas; decretará la enseñanza obligatoria como en Europa; pero los recursos los tendrá que facilitar el pueblo, como en todas partes; y el pueblo sufrirá cada vez más, y descansará menos, y la instrucción forzosa no será verdadera instrucción. Hay un verdadero camino de salvación: que el profesor viva en las mismas condiciones que el trabajador y enseñe en cambio de la retribución que se le dé libre y espontáneamente.

Tal es la tendencia falsa de la ciencia que la desvía de su misión, que consiste en servir al pueblo.

Pero esa falsa tendencia no se evidencia en nada tan visiblemente como en la actividad del arte que, por su índole, debiera ser accesible para el pueblo. La ciencia puede invocar aún la excusa estúpida de que trabaja para sí misma y que, cuando los sabios la hayan desarrollado, se hará accesible al pueblo; pero el arte debe ser accesible para todos, y más aun para aquellos en cuyo nombre se ejerce. Y nuestro arte, tal como es, acusa gravemente a sus adeptos de que no saben, ni pueden, ni quieren servir al pueblo.

El pintor, para la ejecución de sus grandes obras, tiene necesidad de un estudio o taller en que cabrían cuarenta zapateros o carpinteros, cómodamente, en tanto que hoy lo hacen en malas cuevas, helados de frío 116

o ahogados de calor. Pero no es eso todo: necesita el auxilio de la naturaleza, de la indumentaria y de los viajes. Se derrochan millones para dar impulso a las artes, y los productos de esas artes no son asequibles ni necesarios al pueblo.

Los músicos, para expresar sus grandes ideas, necesitan reunir doscientos hombres esmeradamente vestidos y luciendo corbatas blancas, y el vestuario y atrezzo de una ópera cuentan centenares de miles de rublos. Y las producciones de este arte no pueden provocar en el pueblo, suponiendo que alguna vez alcance a gozar de ellas, más que inquietud y fastidio.

Los escritores y los autores parece que no debieran necesitar ni talleres ni naturaleza, ni orquesta ni cantores; pero el escritor, el autor, aparte de una habitación confortable y de las delicias de la vida, necesita para la ejecución de sus grandes obras hacer viajes, ver palacios, estudiar gabinetes, frecuentar bibliotecas, gozar del arte, hacer visitas, concurrir a teatros y a conciertos, tomar baños, etc., etc, Si no ganan por si mismos el dinero necesario para atender a sus gastos, se les pensiona para que escriban mejor. Y luego, esas obras que tan caras resultan, siembran el hambre entre el pueblo y no le sirven de nada.

Pero ¿qué sucedería si, como dicen los amigos de las ciencias y de las artes, se multiplicasen los productores del alimento espiritual y fuese necesario crear en cada pueblo talleres, organizar orquestas, mantener a los escritores en las condiciones de existencia que los adeptos del arte juzgan precisas? Creo que los trabajadores prescindirían pronto y para siempre de las sinfonías, de los versos y de las novelas, con tal de no tener que mantener a tanto ocioso.

Y después de todo, ¿qué necesidad tienen los pueblos de semejantes artistas? No hay isba que no tenga sus esculturas y sus imágenes: no hay mujik ni mujer que no cante: muchos poseen una harmónica: todos cuentan historias y recitan versos, y la mayor parte leen.

¿Cómo, pues, se ha establecido tal desacuerdo entre dos cosas hechas la una para la otra, tan complementarias como la cerraja para la llave, y que no se vea la posibilidad de unirlas?

Decid a un pintor que pinte cuadros de cinco kopeks, prescindiendo de tener estudio, ni indumentaria, ni contemplar la naturaleza, y os contestará que prefiere renunciar al arte, tal como él lo comprende. Decidles al poeta y al escritor que prescindan de componer poemas y de escribir novelas y que se concreten a coleccionar cantos populares, leyendas y cuentos accesibles a la gente indocta, y os contestarán que estáis loco.

El pueblo se utilizará de las ciencias y de las artes cuando los hombres de ciencia y los artistas, viviendo entre el pueblo y como el pueblo, sin 117

reivindicar derecho alguno, ofrezcan a ese pueblo sus servicios, y cuando dependa de la voluntad del pueblo remunerarles o no.

Dícese que la actividad de las ciencias y de las artes ha contribuido al progreso del género humano, entendiendo por actividad lo que hoy así se denomina, lo cual es como decir que la agitación desordenada que impide la marcha de un buque en dirección determinada, contribuye al movimiento de ese buque; cuando no hace otra cosa que perjudicarle. La división del trabajo, que ha llegado a ser en la época actual la condición de la actividad de la ciencia y del arte, ha sido y sigue siendo la causa principal de la lentitud con que progresa el género humano.

La prueba de ello es que todos los partidarios de la ciencia reconocen que los beneficios que ésta y las artes producen no son accesibles a las masas trabajadoras por efecto de la mala distribución de las riquezas. La irregularidad de esta distribución, lejos de atenuarse a medida que las ciencias y las artes adquieren mayor vuelo, se va agravando más. Dichos partidarios afectan sentir y lamentar vivamente esa desgraciada circunstancia, independiente de su voluntad; pero esa circunstancia desgraciada ha sido provocada por ellos, por cuanto la irregularidad en la distribución de las riquezas no reconoce otro origen que la teoría de la distribución del trabajo, preconizada por los partidarios de la ciencia y del arte.

La ciencia proclama la división del trabajo como ley inmutable: ve que la distribución de las riquezas, que descansa en la distribución del trabajo, es injusta y hasta funesta, y afirma que su actividad, que proclama la susodicha división, conducirá a los hombres a la felicidad.

Síguese de esto que los unos usurpan el trabajo de los otros; pero que, si lo usurpan por mucho más tiempo y en proporciones más considerables, cesará esa injusta distribución de riquezas, o lo que es lo mismo, la usurpación del trabajo ajeno.

Figurémonos ver a unos hombres colocados junto a un manantial cuya fluidez acrece sin cesar, dedicados a impedir que se acerquen a él los que padecen sed, diciéndoles que son ellos los que producen aquella agua y que pronto quedará estancada en cantidad suficiente para que todo el mundo beba, y figurémonos que el agua corre y corre incesantemente sin detenerse ni estancarse saciando la sed de todo el género humano. Lo que ocurre es que el agua no se produce por la actividad de los hombres que rodean el manantial, como ellos aseguran, sino que corre y se esparce a lo lejos, a pesar del esfuerzo de aquellos hombres por detener su curso.

Siempre existieron una ciencia y un arte verdaderos, y fueron verdaderos no porque así se titularan. A los que pretenden ser representantes de la ciencia y del arte en una época determinada, les parece que han realizado, 118

realizan y, sobre todo, que realizarán pronto, en el acto mismo, cosas admirables, milagrosas, y que antes que ellos no existían ni la ciencia ni el arte. Así ha ocurrido con los sofistas, con los escolásticos, con los alquimistas, con los cabalistas, con los talmudistas, y así ocurre hoy con los partidarios de la ciencia para la ciencia y del arte para el arte.

—Pero ¡la ciencia! ¡El arte!... ¿Negáis la ciencia y el arte? ¿Es decir que negáis aquello por lo cual vive el género humano?

Tal es siempre, no la réplica, sino el subterfugio de que se valen para rechazar mis argumentos sin examinarlos.

—¡Niega la ciencia! ¡Niega el arte! ¡Quiere retrotraer a los hombres al estado salvaje! ¿A qué, pues, discutir con él?

Eso es injusto. No tan sólo no niego la ciencia ni niego el arte, sino que en nombre de la verdadera ciencia y del verdadero arte digo lo que digo. Y lo que digo, lo digo únicamente para hacer posible al género humano su salida de ese estado salvaje en que le precipita la falsa ciencia de nuestros tiempos.

La ciencia y el arte son tan necesarios a los hombres, y quizá más necesarios aún, que el comer, el beber y el vestir; y tan necesarios son, no porque hayamos decidido que lo sean, sino porque lo son realmente.

Si a los hombres les presentaran heno para" saciar su apetito animal, lo rechazarían, por más que se les dijera que aquel era el alimento que necesitaban, e inútil fuera que se les dijese: —¿Por qué no comes heno, siendo así que éste es el alimento que te hace falta?

El alimento es necesario, pero puede ocurrir que lo que al hombre se le ofrezca no sea tal alimento.

Y eso es precisamente lo que ocurre con nuestra ciencia y con nuestro arte. Nos parece que si a una palabra griega le añadimos las terminaciones logia o grafía, y a eso le llamamos ciencia, será ciencia, en efecto, y que si a cualquier cosa obscena, como a una danza de mujeres desnudas, le damos por denominación una palabra griega coreografía, y decimos que eso es el arte, arte ha de ser precisamente; pero, por más que digamos que el contar los insectos, el analizar la composición química de las estrellas de la vía láctea, el pintar las ninfas de las aguas y los cuadros de historia y el escribir novelas y sinfonías constituye la ciencia y el arte, no lo será en tanto que como tal ciencia y tal arte no lo juzguen y acojan aquellos para quienes lo hemos hecho, y hasta hoy no lo han acogido en manera alguna, 119

Si solamente a unos les estuviera permitido producir los alimentos y prohibido a todos los demás, o éstos se vieran en la absoluta imposibilidad de producirlos, imagino que se rebajaría la clase y condición de los alimentos, y que si el monopolio de ellos residiera en los aldeanos rusos, no habría para el consumo del género humano más que el pan negro, la sopa de coles y el kvas, que es lo que más frecuentemente comen y lo que más les gusta.

Y lo mismo sucedería con la actividad superior humana de las ciencias y de las artes, si el monopolio le estuviese reservado a una sola clase; pero con una diferencia: el alimento corporal no puede ser muy desnaturalizado: el pan y la sopa, aunque no son alimento delicado, se comen sin dificultad; en tanto que el alimento espiritual puede ser desnaturalizado en grande escala. Hay quienes pueden digerir durante mucho tiempo alimentos espirituales inútiles, indigestos y hasta ponzoñosos; hay hasta quienes pueden intoxicarse con el opio y con el alcohol intelectuales, y ése es el alimento que le ofrecen a las masas.

Sí, eso es lo que ha sucedido entre nosotros; y ha sucedido porque la situación de los partidarios de la ciencia y del arte en nuestro tiempo y en nuestro mundo es privilegiada, y porque la ciencia y el arte representan, no la total actividad intelectual de todo el género humano consagrando sus mejores fuerzas a la ciencia y al arte, sino la actividad de un pequeño grupo de personas que han hecho de ello un monopolio y que se llaman los iniciados en la ciencia y en el arte, cuya noción desnaturalizan y que, habiendo perdido el sentimiento de su misión, se ocupan únicamente en arrancar de su penoso fastidio al pequeño círculo de ociosos en cuyo centro viven.

Los hombres habían comprendido siempre la ciencia en su sentido más sencillo y más amplio. La ciencia, es decir, el conjunto de todos los conocimientos adquiridos por el género humano, ha existido y existe siempre, y sin ella es imposible la vida. A esa ciencia no es ya posible atacarla ni defenderla. Pero es tan variado el dominio de la ciencia general del linaje humano, desde el arte de explotar una mina de hierro hasta el conocimiento de cómo se mueven los astros, que el hombre se pierde, como en un laberinto, en esa multiplicidad de conocimientos actuales y en su infinidad, si no tiene un hilo conductor que le permita coordinarlos y clasificarlos, según el grado de su importancia y significación. Antes de empezar a estudiar cualquier cosa, debe decidir si el objeto de su estudio es de importancia para él, más importante y más necesario que los otros objetos de estudio innumerables de que está rodeado. Antes de estudiar un objeto, debe, pues, decidir el hombre por qué estudiará aquél y no otros; 120

pero estudiarlos todos, como los partidarios de la filosofía científica proclaman en nuestro tiempo, sin considerar lo que resultará de aquel estudio, es cosa absolutamente imposible, porque el número de - objetos para estudiar es infinito, y algunos de los objetos que estudiásemos no tendrían ninguna importancia ni significación alguna.

Por eso en los antiguos tiempos, y aun en los modernos hasta la aparición de la filosofía científica, la sabiduría superior de la humanidad consistía en encontrar el hilo conductor que permitiese coordinar las ciencias y determinar las que eran de primera importancia y las que no© tenían sino una importancia secundaria. Y esta ciencia, reguladora de todas las otras, fue llamada por todos la ciencia por excelencia, Tal ciencia existió siempre, antes de nuestra época, en las sociedades humanas desprendidas de la barbarie primitiva. Desde que el mundo existe han aparecido sabios en todos los pueblos que elaboraban la ciencia por excelencia, la ciencia de saber lo que más le importa al hombre conocer. Esta ciencia tenía siempre por objeto determinar el destino, y por lo tanto, el verdadero bien de cada uno en particular y de todos en general. Esta era la ciencia que servía de hilo conductor para establecer la importancia respectiva de todas las demás; era la ciencia de Confucio, de Budha, de Sócrates, de Mahoma y de otros; la ciencia como la comprendía y la comprende todo el mundo, excepto nuestro circulo de los llamados sabios. No sólo había ocupado siempre esta ciencia el primer lugar, sino que era la única que determinaba la importancia de todas las otras, y lo ocupaba, no porque los sacrificadores falaces, maestros en dicha ciencia, le atribuyesen tal significación, como creen los pretendidos sabios de nuestro tiempo, sino porque efectivamente, como pueden todos reconocerlo por la experiencia interior y por el razonamiento, sin la ciencia del destino y del verdadero bien del hombre, no puede existir ninguna otra, por ser infinito el número de los objetos susceptibles de estudio (Subrayo la palabra infinito tomándola en su sentido propio). Sin esta ciencia es imposible hacer una elección acertada, y todas las demás ciencias y todas las artes se convierten, como se han convertido entre nosotros, en una diversión perjudicial y ociosa.

El género humano, desde su origen, ha vivido con la ciencia del destino y del verdadero bien de los hombres. Verdad es que, para un observador superficial, esta ciencia del verdadero bien parece diferente entre los budhistas, brahmines, judíos, cristianos, confucianos y musulmanes; pero donde quiera que veamos a los hombres sacudir su estado salvaje, allí encontraremos esa ciencia, Pero he aquí que de repente surgen en nuestros días hombres que aseguran y establecen que aquella ciencia, reguladora hasta aquí de todas las ciencias humanas, lo obstruye todo.

Trátase de construir un edificio: un arquitecto presenta el primer plano, otro arquitecto un segundo plano y otro, además, un tercero. Los tres planos coinciden en lo esencial y sólo se diferencian en algún detalle; así es que, en opinión de todos, el edificio quedará sólidamente edificado, observando en su ejecución cualquiera de los tres planos presendos. Pero he aquí que llegan personas que aseguran que lo esencial para la construcción es prescindir de planos y que se edifique así, a simple vista; y a este así le llaman filosofía científica, la más exacta. Niegan toda la ciencia al negar la averiguación del destino y del verdadero bien de los hombres; y a esta negación de la ciencia le dan el nombre de ciencia.

La humanidad ha producido, desde que existe, grandes talentos, quienes, a vueltas con las exigencias de la razón y de la conciencia, se han preguntado: —¿En qué consiste el bien, el destino y el bien, no únicamente el mío, sino el de cada hombre? ¿Qué quiere de mí la fuerza que me ha engendrado y que me impulsa, y qué quiere de cada uno de los demás? ¿Qué debo hacer para llenar los deberes que me imponen el interés particular y el interés general?... Yo soy un todo—se han dicho—y una partícula de algo inmenso, infinito. ¿Cuáles son mis concomitancias con las partículas semejantes a mí, que son los demás hombres, y con el todo, que es el mundo?

' Y atentos a la voz de su conciencia y de su razón como a los descubrimientos hechos por sus antecesores y sus contemporáneos, que se habían formulado las mismas preguntas, dedujeron aquellos grandes talento3 doctrinas sencillas, claras, accesibles para todos y eminentemente prácticas.

A esos hombres se les encuentra en todas las filas, desde la primera hasta la última; de tales hombres está lleno el mundo. Todo el que vive se pregunta cómo podrá conciliar su aspiración hacia la vida individual con la conciencia y la razón: y por medio de ese trabajo común se elaboran con lentitud, pero sin interrupción, nuevas formas de la vida más en armonía con las exigencias de la razón y de la conciencia.

Surge de pronto una nueva casta de hombres que dicen: —Todo eso son bagatelas. Hay que dar de lado a todo eso. Eso es el método deductivo del entendimiento (Nadie ha podido comprender aun en qué consiste la diferencia entre la deducción y la inducción). Esas son las fórmulas del periodo teológico y metafísico.

Todo lo que los hombres han descubierto por el camino de la experiencia interior; lo que se han transmitido los unos a los otros respecto a la ley de su vida (de su actividad funcional, como dicen en su jerga), todo lo que desde el comienzo del mundo han hecho por ese camino los grandes espíritus del género humano, todo son bagatelas sin importancia alguna.

De esta nueva doctrina resulta lo siguiente: Sois una célula, pero, como veis, al propio tiempo que célula, sois una actividad funcional rigurosamente determinada que no solamente observáis, sino que sentís en vuestro interior: sois una célula pensante e inteligente y, por lo tanto, le podéis preguntar a otra célula parlante si siente también lo mismo que sentís y confirmar de ese modo, una vez más, vuestra experiencia; podéis aprovecharos o utilizaros de lo que las células parlantes que antes que vos han existido, han elaborado sobre el mismo punto, y tenéis millones de células cuya conformidad con las células que han consignado por escrito sus pensamientos confirma vuestras observaciones; pero todo eso no tiene importancia alguna; todo eso procede de un método falso y malísimo.

Y he aquí, ahora, cuál es el método científico, el único verdadero: Si queréis conocer vuestro destino y vuestro verdadero bien, el destino y el verdadero bien del género humano en general y de cada hombre en particular, debéis, ante todo, dejar de escuchar la voz y las exigencias de la conciencia y de la razón que se manifiestan en vos y en cada uno de vuestros semejantes: debéis dejar de creer en todo lo que dicen los grandes maestros del género humano acerca de la razón y de la conciencia, considerar todo eso como bagatelas y comenzar de nuevo. Y, para comprenderlo todo, debéis examinar con el microscopio los movimientos de los microbios y de las células en los gusanos, o lo que es más sencillo, creer lo que os digan acerca de ello los adeptos, provistos de una patente de infalibilidad. Y observando los movimientos de esos microbios y de esas células, o leyendo lo que otros hayan observado, atribuiréis a esas células sentimientos humanos; determinaréis luego lo que desean; hacia dónde corren; cuáles son sus costumbres, y de esas observaciones (de las que cada palabra contiene un error de expresión o de pensamiento) deduciréis, por analogía, lo que sois y cuál es vuestro destino y en qué consiste vuestro verdadero bien, y lo mismo respecto a las células semejantes a la vuestra.

Para conoceros, debéis estudiar, no solamente el gusano que veáis, sino las substancias microscópicas que distinguís apenas, y las transformaciones sucesivas de los seres que nadie ha visto nunca y que vos no veréis ciertamente jamás. Lo mismo ocurre con el arte. ¡El arte!... En donde está la verdadera ciencia, está siempre su expresión.

Los hombres veían, desde que existen, en la expresión de las diferentes ciencias la principal expresión del destino y del verdadero bien del hombre, y la expresión de esta ciencia era el arte en el sentido estricto de la palabra.

Desde que el mundo existe, hubo siempre naturalezas vibrantes, apasionadas por el problema de la dicha y del destino del hombre, que expresaron en el salterio o en la lira, por la palabra o por la imagen, su lucha y la lucha humana contra las mentiras que los desviaban de su verdadera misión, y expresaron sus sufrimientos en esa lucha y sus esperanzas en el triunfo del bien, y sus desesperaciones cuando el mal triunfaba, y sus éxtasis al sentir inminente la victoria definitiva del bien.

Desde que los hombres existen, el verdadero arte, altamente apreciado por ellos, no era otra cosa que la expresión de la ciencia del destino y del verdadero bien del hombre.

Siempre, hasta estos últimos tiempos, el arte se consagraba al estudio de la vida y entonces era apreciado por los hombres, sobre todo lo demás.

Pero al mismo tiempo que a la ciencia verdadera del destino y del verdadero bien substituía la ciencia de todo lo que uno quiere, el arte desaparecía con aquélla, por cuanto es una parte de la actividad humana.

El arte ha existido en todos los pueblos y existirá mientras que lo que llamamos religión sea mirado como la ciencia única. En nuestro mundo europeo, el arte se refugió en la iglesia, y fue el arte verdadero en tanto que ésta representó la ciencia del destino y del verdadero bien y que su doctrina fue considerada como la ciencia verdadera; pero, desde que el arte salió de la Iglesia para dedicarse a la ciencia y que la ciencia se dedicó a cualquier cosa, el arte perdió toda su importancia, y a pesar de sus derechos testimoniados por su antigua gloria y de la absurda afirmación del arte para el arte, que únicamente prueba que hemos perdido el sentimiento de su misión, el arte se ha convertido en un oficio que proporciona a las personas sensaciones agradables, y que se confunde fatalmente con las artes coreográfica, culinaria, capilar y otras, cuyos adeptos se llaman artistas, con el mismo título que los poetas, los pintores y los músicos de nuestro tiempo.

Si miras detrás de ti, verás en un periodo de millares de años y en la masa de millares de millones de personas que han vivido, emergir algunas decenas escasas de Confucios, de Budhas, de Solones, de Sócrates, de Salomones, de Sénecas y de Horneros. Verdad es que hubo pocos de ellos entre los hombres, siquiera entonces el género humano entero, y no una sola casta, contribuyese a formar a aquellos verdaderos sabios y verdaderos artistas, productores del pasto espiritual. No en vano los estimó tanto la humanidad, y los sigue estimando todavía.

Pero hoy se dice, por los que lo dicen, que todos aquellos grandes maestros antiguos de la ciencia y del arte no son ya necesarios. Hoy, los maestros de la ciencia y del arte cabe fabricarlos en virtud de la ley de la división del trabajo, y hemos fabricado en diez años más que los que han nacido entre los hombres desde el principio del mundo. Hoy tenemos la 124

corporación de los sabios y de los artistas, que nos prepara, siguiendo un procedimiento perfeccionado, todo el pasto espiritual que el género humano necesita, y esa corporación lo prepara en tan gran cantidad, que ya no tenemos precisión de invocar a los predecesores antiguos ni modernos. Hay que barrer de nuestra inteligencia y de nuestra memoria la actividad del periodo teológico y metafísico: la verdadera y razonable actividad vio la luz hará unos cincuenta años, y durante esos cincuenta años hemos fabricado tantos hombres grandes, que se cuentan lo menos diez por cada ciencia, y hemos creado tantas ciencias (verdad es que se las ha creado, como dijimos, con gran facilidad, añadiendo a una palabra griega las terminaciones logia o grafía y dando a la palabra compuesta el título de ciencia), hemos creado tantas ciencias, que no bolo le es imposible a un hombre conocerlas ya, sino que hasta le es imposible retener en la memoria la nomenclatura de las existentes, pues bastaría a formar, por sí sola, un gran diccionario, no obstante lo cual, siguen creándose todos los días ciencias nuevas.

Han hecho nuestros llamados sabios lo que aquel profesor finlandés que enseñaba a los niños la lengua de Finlandia en vez de la francesa. La enseñaba perfectamente; pero, por desgracia, excepto yo, nadie la comprendía y tocios dijeron que aquello eran inútiles bagatelas.

Eso, por otra parte, puede explicarse también de este modo: Si los hombres no comprenden toda la utilidad de la filosofía científica, es porque aún se hallan bajo la influencia del periodo teológico, de aquel periodo pretérito en que el pueblo entero, y lo mismo entre los judíos que entre los chinos, lo mismo entre los indios que entre los griegos, comprendían todo cuanto les decían sus grandes maestros.

Pero, cualesquiera que fuesen las causas, el hecho es que las ciencias y las artes existieron siempre, y que mientras verdaderamente existieron, fueron necesarias y accesibles a todos los hombres. Nosotros producimos algo a que damos el nombre de ciencias y de artes, pero resulta que ese algo que producimos no es necesario ni accesible a los hombres, y de ahí que, por lindas que sean las cosas que producimos, no tenemos el derecho de darles el nombre de ciencias y de artes.

—Pero eso que hacéis—me dirán—no es más que dar otra definición más restringida de la ciencia y del arte, definición en desacuerdo con la ciencia: la actividad científica y artística fue siempre la misma y sigue siendo la misma que tuvieron los Galileo, los Homero, los Bruno, los Miguel Ángel, los Beethoven y todos los sabios y artistas de igual o de menor cultura que sacrificaron su vida a la ciencia y al arte y que fueron y siguen siendo los bienhechores del género humano.

He ahí lo que se dice y se redice, tratando de olvidar el nuevo principio en que se apoyan la ciencia y el arte para reivindicar hoy una situación privilegiada, y lo que nos permite decidir, con pruebas y en escala cierta, si la actividad que toma el nombre de ciencia y de arte tiene o no el derecho de enorgullecerse así.

Cuando los sacrificadores de Egipto o de Grecia elaboraban sus misterios, ignorados de la multitud, y decían que aquellos misterios contenían en sí toda la ciencia y todo el arte, yo no hubiera podido comprobar, por sus servicios prestados al pueblo, la verdad de su ciencia, de aquella ciencia que se apoyaba, según ellos decían, en lo sobrenatural; pero hoy tenemos una definición muy precisa y muy clara de la actividad de la ciencia y del arte, definición que excluye todo lo sobrenatural: la ciencia y el arte se enderezan a consagrar la actividad del cerebro del género humano al servicio de la sociedad o del género humano en su totalidad.

Esta definición de la ciencia y del arte por la doctrina nueva, es absolutamente justa; pero, desgraciadamente, la actividad de las ciencias y de las artes actuales no se compagina con ella. Los unos producen cosas nocivos; los otros, cosas inútiles, y los demás cosas indiferentes que no convienen más que a los ricos. No abrigan los propósitos consignados en su definición, y tienen, por lo tanto, tan poco derecho a considerarse los representantes de la ciencia y del arte, como un clérigo pervertido, que no llenase los deberes por él contraídos, tendría en considerarse como el depositario de la verdad divina.

Y es evidente la causa por la cual los actuales partidarios de la ciencia y del arte no han realizado ni pueden realizar su misión: no la realizan, porque han convertido en derechos sus deberes.

La actividad científica y artística, en el verdadero sentido de la palabra, es únicamente fecunda, cuando se reconoce tan sólo deberes y no derechos.

Solamente por ser así y porque tal es su naturaleza, estima en tan alto precio su actividad el género humano. Los seres que estén llamados a servir a los demás por medio de un trabajo espiritual, no verán en ese trabajo más que un deber, y lo cumplirán a pesar de las dificultades, las privaciones y los sacrificios.

El pensador y el pintor no deben cernerse en la serenidad de las alturas olímpicas, como hemos dado en creer: el pensador y el pintor deben sufrir con los hombres para salvarlos y para consolarlos, y sufren más porque viven en una inquietud, en una agitación perpetuas: podrían descubrir y expresar lo que diese a los hombres la felicidad; lo que los librase de sus sufrimientos; lo que los consolase; pero aún no han descubierto nada; no han expresado nada en tal sentido, y mañana quizá sea demasiado, tarde, 126

porque habrán muerto. Por eso serán siempre el sufrimiento y el sacrificio el premio del pensador y del artista.

El pensador y el pintor no serán los que, educados en un establecimiento en que se tiene el encargo de formar el sabio o el pintor (y en el que, hablando con propiedad, forman un destructor de la ciencia o del arte), reciban el diploma o título de garantía, sino los que, sin haber querido pensar en ello ni expresar lo que sienten en sus almas, no puedan dejar de hacerlo obligados por la presión de dos fuerzas insuperables: el impulso interior y la necesidad de los hombres.

No hay pensadores ni artistas bien alimentados, gordos, ni satisfechos de sí mismos: la actividad espiritual y su expresión realmente necesaria a los demás, es la misión más penosa del hombre, la cruz, como se dice en el Evangelio, y el síntoma único, inevitable de la vocación real es la abnegación, el sacrificio de sí mismo para manifestar la fuerza puesta en el hombre que tiene la misión de ser útil a otros. No se forma sin un gran esfuerzo el fruto espiritual.

Dar a conocer el número de cochinillas que hay en el mundo, examinar las manchas del sol, escribir novelas y óperas, puede hacerse sin sufrir; pero enseñar a los hombres su verdadero bien, renunciando por completo a sí mismo y sacrificándose por el prójimo, no se puede hacer sin gran abnegación.

Cristo no murió en vano en la cruz, ni los mártires sufren en vano por el triunfo de su causa.

Pero nuestra ciencia y nuestro arte están garantidos, galardonados con diplomas y títulos y todos tienen, además, el cuidado de garantirlos mejor haciéndolos cada vez menos adaptables al servicio de los hombres.

Existen dos caracteres indubitables de la verdadera ciencia y del verdadero arte: el primero, interior, es que el servidor de la ciencia y el del arte cumplen sus deberes con abnegación y no por interés; y el segundo, exterior, es que la obra del servidor de la ciencia o del arte sea accesible a todos los hombres cuyo bien tiene presente.

Allí donde los hombres coloquen su destino y su verdadero bien, allí será la ciencia el estudio de ese destino y de ese bien verdadero, y SI arte la expresión de dicho estudio. Lo que entre nosotros se llama la ciencia y el arte es el producto de espíritus y de sentimientos ociosos que tienen por objeto halagar espíritus y sentimientos no menos ociosos; son ciencia y arte incomprensibles que nada dicen al pueblo, porque no han tenido en consideración para nada el bien del pueblo.

Por mucho que se remonten nuestros conocimientos acerca de la vida de la humanidad, encontramos siempre, y por todas partes, una doctrina dominante que toma el falso nombre de ciencia y que vela á, los hombres el sentido de la vida, en vez de descubrírselo. Así sucedió entre los griegos con los sofistas; luego a los cristianos con los místicos; a los gnósticos con los escolásticos; a los judíos con los cabalistas y los talmudistas, y así por todas partes hasta nuestros días. ¡Qué dicha más especial la de vivir en una época privilegiada en la que esta actividad intelectual que se llama ciencia no incurre en el error, y se halla, según aseguran, en camino de verdadero progreso! ¿Provendrá, acaso, esa dicha especial de que el hombre no puede ni quiere ver su fragilidad? Pero ¿por qué no han quedado más que palabras de todas aquellas ciencias sofistas, cabalísticas y talmudistas, y nosotros somos tan especialmente dichosos? Los síntomas son los mismos; igual contento de sí propio, la misma ciega seguridad que nosotros; pero nosotros, nosotros estamos en el camino cierto, y es para nosotros, únicamente para nosotros, para quienes empieza el presente. Pero esta expectación en que estamos de algo extraordinario que descubriremos pronto, muy pronto, rasga el velo de nuestros errores no menos que ese mismo síntoma principal: la sabiduría reside en nosotros; la masa del pueblo no la comprende, no la aprovecha, ni tiene necesidad de comprenderla ni de aprovecharla.

Nuestra situación es muy grave; pero ¿por qué no mirarla de frente?

Ya es tiempo de que nos corrijamos y nos juzguemos. No somos más que eruditos y fariseos que nos hemos sentado en el solio de Moisés; que hemos arrebatado las llaves del reino de los cielos, y que no queremos entrar en ellos ni dejar que los demás entren. Nosotros, los sacrificadores de la ciencia y del arte, somos los peores embusteros y tenemos menos derecho a nuestra situación privilegiada que los sacrificadores más trapaceros y más malvados, puesto que nada la justifica.

Los sacrificadores podían aspirar a su situación; decían que le enseñaban a la gente el camino de la vida y de la salvación; pero nosotros los hemos substituido y no enseñamos a los hombres ni aun el camino de la vida: es más, reconocemos que no es necesario enseñarles nada: lo único que enseñamos a nuestros hijos es nuestro propio talmud o sea la gramática grecolatina, para que puedan continuar a su vez esta misma vida de parásitos que nosotros llevamos.

Decimos ahora: —Había castas y ya no las hay.

Pero ¿qué significación tiene ese aserto siendo así que los unos trabajan y los otros no?

Haced venir a un indio ignorante de nuestra lengua y hacedle ver la vida europea y la nuestra, y reconocerá las dos castas principales que existen en su país, perfectamente distintas: la de los trabajadores y la de los que no trabajan; y en este país como en el suyo, el derecho de no trabajar, consagrado por un privilegio particular que denominamos la ciencia y el arte, y, en general, la instrucción.

Y he ahí como esa instrucción, con la atrofia de la razón que es consecuencia de ella, nos ha conducido a esta singular demencia de espíritu que hace que no echemos de ver lo que es tan claro y tan indudable.

Pero ¿qué hacer? ¿Qué es lo que debemos hacer?

Esta pregunta, que implica la confesión de que nuestra vida es mala e ilegítima, y además la excusa de no poderla enmendar nunca, esta pregunta la he oído y la oigo por todas partes.

He consignado mis sufrimientos, mis investigaciones, las respuestas que me he dado a esta pregunta. Soy un hombre como los demás, y si por algo me distingo de otro hombre ordinario de nuestro círculo, es, en primer lugar, porque he contribuí-do más que él a formar la falsa doctrina di nuestro mundo: he recibido más elogios de los adeptos a la doctrina imperante y por eso me he pervertido más que los otros y he seguido el camino errado.

Y por esa razón espero que la solución del problema que he encontrado para mí, satisfaga a todos los hombres sinceros que se hayan hecho o se hagan la misma pregunta.

Ante todo, a la pregunta «¿Qué hacer?» me he contestado: No mentir a los demás ni a mí mismo, y no temer la verdad condúzcame adonde quiera.

Todos sabemos lo que es mentir a los demás y no tememos mentirnos a nosotros mismos, siendo así que la peor mentira, la mentira más cínica echada a otro no es nada, en sus consecuencias, comparada con la mentira que se echa uno a sí mismo, puesto que amoldamos a ella nuestra vida.

De esta mentira hay que guardarse mucho para contestar a la pregunta « ¿Qué hacer?» Y, en efecto, ¿cómo responder a esta pregunta «¿Qué hacer?» cuando todo lo que hago, cuando mi vida entera reconoce por base la mentira, cuando yo presento esa mentira, como si fuera la verdad, a los demás y a mí mismo? No mentir en ese sentido es no temer la verdad; es no imaginar 129

ni acoger los efugios imaginados por los hombres para ocultarse uno a sí mismo las obligaciones de la razón y de la conciencia; es no tener miedo a romper con los que nos rodean, para permanecer fiel a esa conciencia y a esa razón; es no temer el estado a donde la verdad pueda conducir, en la convicción de que, por horroroso que ese estado sea, no puede serlo tanto como el que reconoce por base la mentira. No mentir, en nosotros, personas privilegiadas, trabajadores del pensamiento, es no temer la comprobación.

Quizá sea tan grande tu deuda que no puedas pagarla; pero, por grande que sea, todo es preferible a seguir siendo insolvente. Por mucho que hayas avanzado por el mal camino, todo es preferible a avanzar por él un paso más. La mentira echada a los demás no pasa de ser incómoda. Todo se resuelve mejor y más pronto por la verdad que por la mentira. La mentira echada a los demás embrolla las cosas y retrasa su solución; pero la mentira que uno se echa, erigida en verdad, pierde nuestra vida entera.

Si el hombre, metido en mal camino, lo considera como el verdadero, cada paso que da por él lo aleja de su objetivo; si ese hombre, después de haber avanzado mucho por tan falsa vía, se percata u oye decir que va descaminado, y se asusta de verse ya tan lejos y trata de convencerse de que continuando por ella es posible que llegue a dar con el buen camino, jamás llegará a dar con éste.

Si el hombre se desanima ante la verdad; si al ver ésta no la reconoce; si considera la mentira como la verdad, entonces jamás sabrá lo que debe hacer. Nosotros, los hombres ricos, privilegiados y, según dicen, instruidos, tan internados nos hallamos en la falsa ruta, que necesitamos, o mucha audacia o sufrir muchos contratiempos y disgustos en esa falsa ruta para volver sobre nosotros mismos y reconocer la mentira en que vivimos.

Yo, gracias a los sufrimientos que pasé en el falso camino que seguía, reconocí la mentira de nuestra vida, y al reconocer que iba equivocado, concebí la audacia de ir, al principio solamente con el pensamiento, por donde me llevaran la razón y la conciencia, sin considerar por dónde me llevarían; y he obtenido la recompensa de mi audacia.

Todos los fenómenos de la vida, que me rodeaban, complicados, discordantes y confusos, se esclarecieron súbitamente, y mi situación, antes extraña y penosa, hízose de pronto natural y cómoda.

Y ya en esta nueva situación, surgió mi actividad bajo su verdadera forma, no la de antaño, sino una actividad nueva, mucho más tranquila, mucho más grata y alegre. Lo que antes me espantaba, empezó a atraerme. Por eso creo que el que se pregunte sinceramente: «¿Qué hacer?» y al contestarse no se engañe a sí mismo y vaya a donde la razón le lleve, tendrá decidida la cuestión.

Con tal de que no se mienta a sí mismo, sabrá cómo, dónde y qué hacer.

Una cosa que puede entorpecer la investigación es el falso orgullo y la alta opinión de sí mismo y de su situación, y eso me pasó a mí, y por eso la segunda respuesta, derivada de la primera, a la pregunta «¿Qué hacer?» consiste para mí en humillarme en toda la acepción de la palabra, o sea en apreciar de otra manera distinta mi situación y mi actividad; en reconocer, en vez de la utilidad y de la importancia de mi actividad, su peligro y su flaqueza; en vez de mi instrucción, mi ignorancia; en lugar de mi bondad y de mi moralidad, mi inmoralidad y mi dureza, y en vez de mi grandeza, mi pequeñez.

Digo que, además de la obligación de no mentirme necesitaba humillarme, porque aunque la una cosa es derivación de la otra, estaba tan arraigada en mí la falsa idea de mi grandeza, que hasta que no me humillé sinceramente, hasta que no rechacé tan falsa opinión de mí mismo, no podía ver bien toda la extensión de la mentira en que vivía. Únicamente cuando me humillé, cuando dejé de considerarme como un hombre aparte y me vi igual a todos los hombres, fue cuando vi claro el camino.

Hasta entonces no había podido contestar a la pregunta: «¿Qué haré?» pregunta que, a la verdad, no estaba hecha en debida forma.

Antes de humillarme, me la había formulado de este modo: «¿Qué actividad elegir para mí, para un hombre que ha recibido la instrucción y la enseñanza que yo he recibido? ¿Cómo compensar, por medio de esa instrucción y esa enseñanza, lo que he tomado y tomo del pueblo?» La pregunta estaba mal hecha, por cuanto entrañaba la falsa idea de que yo no era un hombre como los demás, sino un ser aparte, llamado a servir a las gentes con mi instrucción y mi talento, fruto de una práctica de cuarenta años. Yo me hacía la pregunta, pero, en el fondo, la tenía contestada previamente porque ya tenía determinado el género de actividad que más me agradaba y más me impelía a servir a los hombres. Hablando con propiedad, me preguntaba: —¿Cómo yo, tan buen escritor, que he adquirido tantos conocimientos científicos, he de emplearlos en interés del pueblo?

Y ved aquí cómo debe hacerse la pregunta, cómo se le podría hacer a un rabino sabio que hubiese estudiado el Talmud y hubiese aprendido el nombre de las letras de todos los libros santos y todas las filigranas de su ciencia: ved aquí cómo debí formularla, tanto para mí como para el rabino.

—¿Qué haré yo que, por mi condición desgraciada, he pasado los mejores años escolares estudiando gramática, geografía, ciencias jurídicas, retórica 131

y práctica, historia, lengua francesa, sistemas filosóficos, el piano y ejercicios militares, en vez de endurecerme en la fatiga; yo, que he empleado los mejores años de mi vida en ocupaciones ociosas y estragadas? ¿Qué debo hacer, a pesar de esas desgraciadas condiciones de mi pasado, para liquidar mi deuda con esas gentes que durante todo ese tiempo me han alimentado y vestido y que aún siguen alimentándome y vistiéndome?

Si, después de humillado, se me hiciera la pregunta: «¿Qué debe hacer un hombre tan pervertido?» la respuesta sería fácil.

—Esforzarse, ante todo, en sostenerse honradamente; es decir: aprender a no vivir a costa ajena, y una vez aprendido, servir a los demás en toda ocasión con manos, pies, cerebro y corazón en todo y por todo lo que los hombres necesiten.

Por eso digo que además de la obligación de no mentirse a sí mismo ni mentir a los otros, el hombre de nuestro círculo necesita humillarse, despojarse del orgullo que despiertan en nosotros la instrucción, la educación y el talento; reconocerse, no como un bienhechor del pueblo, o como el que se digna compartir con el pueblo el tesoro de sus conocimientos adquiridos, sino como un culpable, como un hombre pervertido e inútil que desea corregirse y, sin hacerle bien, dejar únicamente de ultrajarle y de injuriarle.

Oigo decir con frecuencia a jóvenes que están en desacuerdo con mi teoría: —¿Y qué debo yo hacer para ser útil, ahora que he terminado mis estudios en la Universidad o en otro establecimiento?

Esos jóvenes preguntan, pero en el fondo de sus almas sienten el orgullo que les causa la instrucción que han recibido y que desean servir al pueblo con ella. Por eso se guardarán mucho de examinar sincera, honrada y escrupulosamente lo que ellos llaman su instrucción, y de preguntarse si es buena o si es mala; pero, si lo hacen, renegarán de ella y volverán a estudiar de nuevo, que es lo que necesitan.

Esos jóvenes no pueden contestar a la pregunta «¿Qué hacer?» porque, para ellos, la pregunta debe hacerse de este otro modo: —¿Cómo yo, abandonado e inútil, que por mi desgraciada condición he perdido los mejores años de mi vida en el estudio del talmud científico, estudio que pervierte el alma y el cuerpo, cómo puedo corregirme de mi error y hacerme útil a los hombres?

Pero he aquí cómo se la hacen ellos:

—¿Cómo yo, que he adquirido tantas ciencias hermosas, me haré útil a los hombres por medio de ellas?

De ahí que ninguno de esos hombres responderá jamás a la pregunta « ¿Qué hacer?» en tanto que no se haya humillado. Y la penitencia no es terrible como no lo es la verdad, sino alegre y provechosa. Basta acoger sinceramente la verdad y humillarse con toda franqueza, para comprender que no hay nadie que tenga ni pueda tener en el mundo y en la vida derechos, ventajas ni caracteres distintos; que por el contrario los deberes no tienen ni fin ni límites, y que el primero, el más indubitable deber del hombre, es el de su participación en la lucha con la naturaleza en pro de su vida y de la vida de los demás.

Y este conocimiento del deber del hombre es lo que constituye el fondo de la tercera respuesta a la pregunta: «¿Qué hacer?» Yo me esforzaba en decirme la verdad y en arrancar de mi corazón los últimos vestigios de la falsa idea que tenía de la importancia de mi instrucción y de mi talento, humillándome francamente; pero una nueva dificultad me impidió aún satisfacer la pregunta: «¿Qué hacer?» Debía hacer tantas cosas diferentes, que necesitaba una indicación sobre lo que debería hacer con preferencia a lo demás, y esa indicación la encontré en el sincero arrepentimiento del mal en que vivía.

«¿Qué hacer, qué hacer más especialmente?» Esto es lo que todos preguntan y lo que yo me pregunté también, hasta que me di cuenta de que, no obstante la alta idea que había formado de mi misión, el primero y más ineludible de mis deberes era el de alimentarme, vestirme, calentarme y abrigarme por mí mismo, y luego servir a mi prójimo, porque desde la creación del mundo ése ha sido el primero y el más ineludible deber de todo hombre.

En efecto, cualquiera que sea la misión que el hombre se asigne: gobernar un pueblo; defender a sus compatriotas; celebrar el culto; enseñar a los demás; inventar medios para hacer más agradable la vida; descubrir las leyes del universo; encarnar las virtudes eternas en las formas del arte, etc., el deber que se impone a un hombre razonable de tomar parte en la lucha contra la naturaleza para asegurar su vida y la de otros, será siempre el primero y el más ineludible de sus deberes.

Este deber es el primero de todos porque nada le es más necesario al hombre que su vida, y le es preciso conservarla para defender a los demás hombres, enseñarles y hacerles más dulce la existencia, en tanto que mi 133

alejamiento de la lucha y mi usurpación del trabajo de otro constituían un atentado mortal contra la vida ajena. Por eso resulta insensata la pretensión de querer servir la vida de los hombres; y no es posible decir que yo presto servicio a la humanidad si con mi género de vida la perjudico ostensiblemente.

La lucha contra la naturaleza para conquistar los medios de existencia, será siempre el primero y el más ineludible de los deberes del hombre, porque ese deber es la misma ley de la vida cuya violación arrastra detrás de sí, como castigo inevitable, la destrucción de la vida, sea corporal, sea razonable, del hombre. Cuando éste se emancipa del deber de luchar, viviendo solo, en seguida es castigado con la destrucción de su cuerpo: cuando se emancipa de él obligando a los otros a que ocupen su puesto, es castigado en seguida con la destrucción de su vida razonable, es decir, de la vida que tiene un sentido razonable.

Por el contrario, el hombre encuentra en el mero cumplimiento de ese deber una satisfacción completa de las necesidades de su naturaleza, tanto corporales como espirituales: se alimenta, se viste, se cuida de sí y de los suyos, y eso labra la satisfacción de sus necesidades corporales: alimentar, vestir y cuidar al prójimo es lo que labra la satisfacción de sus necesidades espirituales. No es legítima ninguna otra forma de actividad, como no concurra a la satisfacción de esas necesidades, porque en la satisfacción de ellas reside toda la vida del hombre.

Tan desnaturalizado estaba por mi pasada vida y tan oculta anda por el mundo esta primera é indubitable ley de Dios o de la naturaleza, que la ejecución de ella me pareció extraña, monstruosa, hasta vergonzosa inclusive, como si la ejecución de una ley eterna e indubitable pudiera ser extraña, inconcebible y vergonzosa, y no lo fuera su violación.

Desde luego supuse que para realizar el propósito, era preciso un arreglo: cierta organización; la asociación de personas unánimemente penetradas de las mismas ideas; el consentimiento de la familia, y la vida del campo: luego pensé que era vergonzoso exhibirse ante el mundo haciendo una cosa tan insólita en nuestra sociedad como el trabajo físico, y no sabía cómo arreglármelas.

Pero me bastó comprender que no era yo quien debía dar a mi actividad una forma determinada, sino que esta actividad era la llamada a sacarme de la falsa situación en que me encontraba y llevarme a la situación natural que debiera ocupar, y la llamada también a corregir la mentira dentro de la cual vivía yo, y me bastó, repito, conocer todo eso, para que todas las dificultades se allanaran.

No había que pensar en arreglo alguno, ni en prepararme, ni en obtener el consentimiento de los demás, porque, cualquiera que fuese mi situación, 134

habría siempre personas obligadas a alimentarse, a vestirse y a calentarse, y yo con ellas, y porque en todas partes y en todos los casos, podría yo hacerlo por mí mismo para mí y para ellas, contando con tiempo y fuerzas para realizarlo. En cuanto a sentir vergüenza por la realización de un trabajo tan insólito como singular a los ojos del mundo, no lo temía, porque de lo que la tenía ya era de no haberlo emprendido aún.

Al llegar a tener esta convicción y al empezar a obtener el resultado práctico de la misma, me vi plenamente recompensado de no haber retrocedido ante las consecuencias de la razón y de haberme dejado llevar a donde ellas me empujaban. Al llegar a dicho resultado práctico, me admiró la facilidad y sencillez con que se iban resolviendo todas esas cuestiones que tan difíciles y complicadas me parecieron antes.

A la pregunta «¿Qué debo hacer?» surgía la respuesta más natural y apropiada: que, ante todo, debía preparar mis utensilios de cocina, mi hornilla, el agua que necesitara, mis vestidos, todo aquello que hubiera menester y pudiera yo preparar por mí mismo.

A la pregunta: «¿No encontrarán los demás extraño que yo haga eso?» me respondí que aquella extrañeza les duraría una semana, al cabo de la cual lo que les parecería ya extraño sería que yo volviera a mis antiguas costumbres.

Respecto a la pregunta: «¿Será preciso organizar algún trabajo físico o fundar alguna sociedad en un pueblo para el cultivo de la tierra?» me contesté que no había necesidad de nada de eso, porque si el trabajo tiene por objeto satisfacer necesidades y no el adquirir por virtud de él los medios de vivir ocioso y de usurpar el trabajo de otro (que es a lo que tiende el de las gentes que apilan el dinero), ese trabajo atrae naturalmente de la ciudad al pueblo y del pueblo al campo, en donde es más fructuoso y alegre. No era necesario organizar sociedad alguna, porque el trabajador va espontáneamente a sumarse con la sociedad de trabajadores ya formada.

Respecto a la pregunta: «¿Absorberá ese trabajo todo mi tiempo y entorpecerá el ejercicio de esta actividad intelectual a la que tengo cariño y estoy acostumbrado y que, en mis momentos de presunción, juzgo que no es inútil para los demás?» la respuesta que me di fue la más inesperada. La energía de mi actividad intelectual, una vez emancipada de todo lo superfluo, aumentó y seguía acreciendo en relación con mi energía corporal.

Resultó que, consagrando al trabajo corporal ocho horas, aquella mitad del día que antes empleaba en luchar penosamente contra el fastidio, me quedaban aun otras ocho, de las que sólo necesitaba cinco para el trabajo intelectual. Deduje que si yo, escritor fecundo que no había hecho otra cosa 135

que escribir en cuarenta años y que llevo escritos trescientos pliegos de impresión, me hubiese atenido al trabajo físico como un obrero y, exceptuando las noches de invierno y los días feriados, hubiese consagrado diariamente cinco horas a leer y a estudiar sin escribir más que dos páginas por día (yo escribía a veces un pliego entero de impresión), aquellos trescientos pliegos los hubiese escrito en catorce años. Y deduje, por último, algo que me admiró: el cálculo aritmético más sencillo que puede hacer un niño de siete años y que jamás había hecho yo hasta entonces. Un día completo tiene veinticuatro horas; damos ocho horas al descanso, y quedan diez y seis. Si un trabajador del pensamiento consagra cinco a su tarea intelectual, y es mucho hacer ¿en qué empleará las once horas restantes?

Y resultó que el trabajo físico no excluía el ejercicio de la actividad intelectual, sino que aumentaba su dignidad y la estimulaba.

En cuanto a la pregunta: «¿Me priva este trabajo físico de los placeres inocentes que son naturales al hombre, como los goces artísticos, las adquisiciones de la ciencia, la sociedad del mundo, y en general, las dulzuras de la vida?» Y obtuve todo lo contrario: cuanto más intenso era el trabajo, cuanto más se acercaba a los trabajos de la tierra que por groseros se juzgan, más sensible era a los goces del arte y de las ciencias; más estrechas y cordiales se hacían mis relaciones con los hombres, y más gustaba de las dulzuras de la vida.

A la pregunta (que con tanta frecuencia he oído hacer a personas no del todo sinceras): «¿Qué resultado esperar de mi gota infinitesimal de trabajo físico personal, en el mar del trabajo común a que concurro?» obtuve la misma respuesta satisfactoria e inesperada. Resulta que bastó con hacer del trabajo físico la costumbre de mi vida para que se desprendiesen de mí, sin esfuerzo alguno de mi parte, mis queridas costumbres mentirosas y mis gustos de ociosidad y molicie.

Sin hablar de la costumbre que hace del día noche y de la noche día, ni de la comida, el vestido y la pulcritud meticulosa, imposibles en realidad y que estorban al trabajo físico, la calidad de los alimentos y la necesidad de una buena mesa se modificaron por completo.

En vez de los manjares escogidos, raros, complicados, cargados de especias, que antes tomaba, me aficioné a los platos más sencillos: potaje de coles, kacha (polenta), pan moreno, y té con un terrón de azúcar en la boca.

De este modo se fueron transformando poco a poco mis necesidades, como consecuencia de mi vida obrera, sin hablar de la influencia que en mí ejercieron los trabajadores ordinarios, gente que se contentaba con poco y con la cual contraje relaciones durante mi trabajo físico: de suerte que mi gota de agua personal en el mar del trabajo común, se hacía cada vez más 136

grande a medida que me acostumbraba y me asimilaba los conocimientos técnicos: de igual modo iba disminuyendo la necesidad que sentía del trabajo de los demás a medida que mi propio trabajo se hacía más fecundo; y mi vida se fue encaminando sin esfuerzos y sin privaciones hacia una sencillez tal, como no la hubiera podido imaginar antes de cumplir con la ley del trabajo.

Resultó que las necesidades más imperiosas de mi vida, especialmente las de vanidad y distracción, las creaba y sostenía la ociosidad: con el trabajo físico desapareció la vanidad y no necesité distracciones, puesto que tenía el tiempo agradablemente ocupado y resultó que, después de la fatiga, el simple reposo que disfrutaba tomando té, leyendo un libro o hablando con los míos, era incomparablemente más agradable para mí que el teatro, los naipes, el concierto y la sociedad del mundo; más agradable que todas esas cosas necesarias al que está ocioso, y que tan caras cuestan.

A la pregunta: «¿No altera ese trabajo insólito la salud que se necesita para servir a los hombres?-» resultó que, cuanto más intenso era el trabajo, más vigoroso, bueno, alegre y ocurrente me sentía, contra las afirmaciones rotundas que hicieran los médicos eminentes de que el trabajo físico intenso, sobre todo a mi edad, puede acarrear las más graves consecuencias y que eran preferibles la gimnasia sueca, el masaje y otros procedimientos destinados a reemplazar las condiciones naturales de la vida del hombre.

Resultó probado indudablemente que, como todos esos artificios del espíritu humano denominados: periódicos, teatros, conciertos, visitas, bailes, tarjetas, novelas, etc., que no son más que medios para sostener la vida espiritual del hombre fuera de las condiciones naturales del trabajo para otro que son las propias, los artificios higiénicos y médicos imaginados por el espíritu humano para la alimentación, la bebida, el cubierto, la ventilación, la calefacción, el vestido, los baños, el masaje, la gimnasia, el tratamiento por la electricidad y todo lo demás, no son otra cosa que medios para sostener la vida corporal del hombre fuera de sus condiciones naturales de trabajo.

Resultó que todos aquellos artificios del espíritu humano para hacer agradable la vida de los ociosos son idénticos a los que los hombres pudieran inventar para fabricar, en un local cerrado herméticamente, por medio de aparatos mecánicos, de vaporizadores y de plantas, un aire mejor para la respiración, cuando bastaría para ello abrir la ventana.

Todas las invenciones de la medicina y de la higiene se asemejan, en conjunto, a un maquinista que, después de haber calentado bien una caldera de vapor, que no funciona, y de haberle cerrado todas las válvulas, 137

inventara un medio para impedir que reventara. En vez de dedicarse tanto y tan mal a organizar placeres, confort y procedimientos médicos e higiénicos para curar a los hombres de sus enfermedades espirituales y corporales, sólo hace falta una cosa: cumplir con la ley de la vida y hacer lo que es propio, no solamente del hombre, sino del animal, esto es: devolver en forma de trabajo muscular la energía recibida en forma de alimentos, o hablando en lenguaje vulgar: Gana el pan que comes; no comas sin trabajar, ó, según comes, así trabaja,

Y cuando hube comprendido todo eso, me pareció singular. A través de una serie continua de dudas, de investigaciones, por una laboriosa rectificación del pensamiento, había llegado a esta verdad extraordinaria: que si el hombre tiene ojos, es para (pie mire con ellos: que si tiene oídos, es para que oiga: que si tiene piernas es para que ande: que si tiene brazos y espina dorsal articulada, es para que los ejercite trabajando; y por último, que si el hombre no emplea sus miembros en el uso a que están destinados, tanto peor será para él.

Yo llegué a la conclusión de que nos ha sucedido a todos los privilegiados lo que les pasó a los caballos de un amigo mío. Uno de sus servidores, poco inteligente en caballos, recibió orden de su amo de llevarle a las cuadras los mejores caballos que encontrase en la feria: los eligió entre muchos: los metió en un buen establo; les echó avena y les dio agua; pero temiendo que alguien estropeara a tan preciosos animales, no se decidió a confiar su cuidado a nadie, ni se atrevió a montarlos ni a dejar que los sacaran a paseo. Todos los caballos se recargaron, se llenaron de vejigas y otros alifafes y no sirvieron luego para nada.

Lo mismo ocurre con nosotros; pero con la diferencia de que a los caballos no se les puede engañar y que para impedir que salgan, hay que atarlos, en tanto que a nosotros es la mentira la que nos encadena con sus funestos lazos y la que nos retiene en una situación de todo punto contraria a nuestra naturaleza.

Nos hemos forjado una vida contraria a la naturaleza moral y física del hombre y empleamos todas las fuerzas de nuestro ingenio en persuadir al hombre de que aquella es la verdadera vida. Todo eso que llamamos cultura, o sean ciencias, artes y el perfeccionamiento de las cosas agradables a la vida, son otras tantas tentativas para engañar las necesidades morales del hombre: todo eso que llamamos higiene y medicina, son otras tantas tentativas para engañar las necesidades físicas naturales de la naturaleza humana.

Pero esos engaños tienen sus límites y ya vamos acercándonos a ellos.

—Si así es la verdadera vida, vale más no vivir, — dice la filosofía reinante, a ejemplo de Schopenháuer y de Hartmann.

—Si así es la vida, vale más no vivir, —dice el número creciente de suicidas en la clase privilegiada.

—Si la vida es así, vale más no nacer, - dicen los • artificios inventados por la medicina para la destrucción de la fecundidad en la mujer.

Léese en la Biblia como ley para la humanidad: —Tú ganarás el pan con el sudor de tu rostro, y tú parirás con dolor.

—Pero nosotros lo hemos cambiado todo»—como dice el extravagante personaje de Moliere, proclamando que el hígado está a la izquierda.

Nosotros lo hemos cambiado todo: las gentes no necesitan trabajar para alimentarse: todo se hará por medio de máquinas, y las mujeres no deben parir. La medicina enseñará los medios para ello, y aún habrá sobra de gente en el mundo.

Vaga por el distrito de Krapivenski un mujik andrajoso. Durante la guerra era comprador de trigo, dependiente del contratista de víveres. En contacto con éste, viendo fácil y risueña la vida, se volvió loco: se figuró que podía vivir sin trabajar y que tenía entre sus manos una cédula del emperador.

Ese mujik se titula ahora el príncipe militar serenísimo Blochine, proveedor de los víveres de guerra de todos los cuerpos, y dice de sí «que ha pasado por todos los grados», y que, después de servir en los cuerpos militares, debe recibir del emperador un banco abierto, vestidos, uniformes, equipos, caballos, criados, té, guisantes y toda clase de víveres. Parece un verdadero cómico; pero, para mí, es horrible la significación de su locura. Cuando se le pregunta si quiere trabajar algo, contesta siempre con arrogancia: —Gracias: los aldeanos arreglarán eso.

Cuando se le replica que los aldeanos no querrán hacerlo, replica: —El arreglo no es difícil para los aldeanos (Por regla general, habla con afectación).

—Hoy se inventan máquinas, —dice, —para facilitar el trabajo de los aldeanos. Ya no tropezarán con dificultades.

Cuando se le pregunta para qué vive, contesta: —Para callejear.

Miro siempre a este hombre como quien mira un espejo: en él me veo yo mismo y veo a toda nuestra clase. Pasar por todos los grados para vivir callejeando y recibir letra abierta en un Banco, mientras que los aldeanos, a quienes la invención de las máquinas allana todas las dificultades, arreglan 139

todos los negocios: tal es la fórmula de la religión insensata de las gentes de nuestro mundo.

Cuando preguntamos lo que debemos hacer, no preguntamos nada: afirmamos únicamente (sin tener los escrúpulos del serenísimo príncipe Blochine, que ha pasado por todos los grados y ha perdido por completo la razón) que no queremos hacer nada. El que tenga sentido común no puede decir eso, porque, por una parte, todo cuanto consume ha sido producido por la mano de los hombres, y por otra parte, todo hombre sensato, tan luego como se ha levantado de la cama y ha tomado el desayuno, siente la necesidad de trabajar con las piernas, con los brazos y con el cerebro. Para encontrar trabajo basta quererlo: el que considera vergonzosa toda ocupación, como la barinia que ruega a su huésped que no se moleste en abrir la puerta y que espere a que ella llame a un criado para que lo haga, ése es el único que puede preguntarse: «¿Qué hacer en particular?» No es lo esencial inventar un trabajo, porque los hay de sobra para uno mismo y para los demás, sino desprenderse de esta opinión criminal, referente a la vida, de «que uno come y duerme por propio placer» y asimilarse esta otra con la cual ha crecido y vive el trabajador: «Que el hombre es, ante todo, una máquina que se conserva por medio del alimento; que es imposible y vergonzoso comer sin trabajar en el estado más impío y más contrario a la naturaleza, y por lo tanto, el más peligroso, el más análogo a la sodomía».

Téngase conciencia de esto, y el trabajo no faltará, y será siempre regocijado y responderá a las necesidades del cuerpo y del espíritu.

Mi nueva vida me ofreció el siguiente aspecto: El día está dividido por las comidas en cuatro partes, para cada hombre, o en cuatro tirones, como dicen los mujiks: El primero, hasta el desayuno: el segundo, desde el desayuno hasta la comida; el tercero, desde ésta hasta merienda, y el cuarto, desde la merienda hasta la cena.

La actividad del hombre, que es para él una necesidad, por impulso de la naturaleza, se divide en cuatro géneros: Primero, la actividad de la fuerza muscular, o sea el trabajo de las manos, las piernas y las espaldas, trabajo penoso que hace sudar; segundo, la actividad de los dedos y de los puños, que constituye la habilidad del oficio; tercera, la actividad del espíritu y de la imaginación; y cuarta, la tendencia a asociarse con los demás hombres, o sea la sociabilidad.

También se dividen en cuatro partes los bienes de que el hombre hace uso: En primer lugar, los productos de un trabajo penoso, como son el pan, 140

el ganado, las casas, los pozos, los estanques, etc.; en segundo lugar, los productos de los diferentes oficios, como son los vestidos, las botas, los utensilios, etc.; en tercer lugar, los productos de la actividad intelectual, como son las ciencias, las artes, etc.; y en cuarto lugar, las relaciones establecidas entre los hombres.

Deduje que lo mejor sería desarrollar diariamente las cuatro formas de la actividad y disfrutar de las cuatro clases de bienes de que el hombre hace uso, de modo que una parte del día, el primer tirón, estuviese dedicado al trabajo penoso; el segundo, al trabajo intelectual; el tercero, al de un oficio, y el cuarto, a las relaciones sociales.

Creí que sólo de esa manera se aboliría la falsa división del trabajo que reina en nuestra sociedad y que en su lugar se establecería una justa distribución, que no turbara la felicidad del hombre.

Yo, por ejemplo, me he ocupado toda la vida en el trabajo intelectual. Yo me decía que dividía mi trabajo de tal suerte que los originales, es decir, mi trabajo del espíritu era mi ocupación esencial, y que las demás ocupaciones necesarias las encargaba (u obligaba a hacer) a otros. Pero este arreglo, que parecía muy cómodo para el trabajo intelectual, era, por el contrario, perfectamente incómodo, aun prescindiendo de mi injusticia.

Toda mi vida había subordinado mis comidas, el sueño y mis distracciones a las horas que dedicaba a aquella tarea esencial, y fuera de ella nada hacía.

De esto resultaba, en primer término, que restringía mi campo de observación: con frecuencia carecía de medios de estudio; a menudo me proponía describir la vida de las gentes (objetivo acostumbrado de toda la actividad intelectual) y reconocía la insuficiencia de mi saber, viéndome obligado a instruirme y a interrogar, sobre cosas familiares, a cualquiera menos absorto que yo en una tarea especial.

En segundo término, que me sentaba a escribir sin sentir interiormente la menor necesidad de hacerlo, y nadie me pedía originales por el mérito que pudieran tener mis pensamientos, sino por mi firma, para el reclamo: trataba de exprimir la imaginación, y a veces producía algo malo, y otras nada, y esto me desconsolaba y entristecía.

Pero desde que reconocí la necesidad del trabajo físico y grosero y el trabajo de un oficio, variaron las cosas. Mis ocupaciones eran, sin duda, modestas, pero ciertamente útiles, regocijadas é instructivas para mí, y no las dejaba para coger la pluma, sino cuando sentía la necesidad de hacerlo o cuando me pedían verdaderamente originales.

De tales demandas dependía entonces la índole de mi obra especial, y por lo tanto, su utilidad. Así, resultaba que aquellos trabajos físicos, necesarios 141

para mí como para todo hombre, no solamente no impedían mi actividad especial, sino que eran la condición necesaria de la utilidad, bondad y regocijo de aquella actividad.

La organización del pájaro obedece a la necesidad que tiene de volar, de andar, de picotear, de mirar, y cuando hace todo eso, se le ve satisfecho y alegre, y entonces es un pájaro. Lo mismo ocurre con el hombre: cuando anda, vuelve, se levanta, se sienta y trabaja con los ojos, los dedos, los oídos, la lengua y el cerebro, se siente satisfecho, y únicamente entonces es un hombre.

El que haya reconocido la misión que tiene de trabajar, se sentirá impulsado naturalmente hacia esa alternativa del trabajo que conduce a la satisfacción de sus necesidades exteriores e interiores, y no cambiará ese orden alternado más que cuando sienta en sí un impulso irresistible hacia una tarea exclusiva, exigida por sus demás ocupaciones.

Es tal la esencia natural del trabajo, que la satisfacción de todas las necesidades del hombre reclama esa misma alternativa de las diversas formas del trabajo que hace de éste, no una carga, sino un placer. La falsa creencia de que el trabajo es una maldición, es la única que ha podido persuadir a los hombres a eximirse de él en sus diferentes formas, es decir, a usurpar el trabajo de otros, porque el trabajo especial de los unos impone a los otros una ocupación forzada, y esto es lo que han dado en llamar la división del trabajo.

Estamos tan acostumbrados a nuestro falso punto de vista respecto a la organización del trabajo, que nos parece que sería mejor para el zapatero, el mecánico, el escritor o el músico, verse libres del trabajo propio del hombre; pero en donde no se ejerza violencia sobre el trabajo de otro, en donde se borre la falsa creencia en las delicias de la ociosidad, ni uno siquiera huirá el hombro al trabajo físico necesario a la satisfacción de sus necesidades, porque esa tarea especial no es un placer, sino un sacrificio que el hombre se impone en pro de su vocación y de sus semejantes.

El zapatero de pueblo, si abandona el acostumbrado y alegre trabajo de la tierra por el de fabricar o remendar el calzado de sus vecinos, es únicamente porque le gusta coser: sabe que nadie puede hacerlo mejor que él y que sus convecinos se lo agradecen; pero, no obstante esto, no puede sentir el deseo de renunciar para toda su vida a la alegre alternativa del trabajo.

Lo mismo les sucede al starosta, al mecánico, al escritor y al sabio.

Nosotros somos los que, con nuestras ideas desnaturalizadas, nos imaginamos que, si al tenedor de libros se le envía a ser mujik y que si a un ministro se le deporta a Siberia, se les causa un perjuicio, cuando en realidad lo que se hace es colmarlos de beneficios, por cuanto se les hace dejar un trabajo penoso, especial, y tomar la alegre alternativa del trabajo.

En una sociedad natural, ocurren las cosas de otro modo. Conozco un mir7 en donde los aldeanos no necesitan de nadie. A uno de los habitantes del mir, más instruido, que los otros, le pedían que leyese por las noches, para lo cual se preparaban durante el día. Él condescendía voluntariamente, pero se fatigó con aquel trabajo exclusivamente intelectual y se puso enfermo: los habitantes del mir se compadecieron de él y le rogaron que se fuera a trabajar al campo.

Aunque se considere el trabajo como la médula y la alegría de la vida, el fondo, la base de la vida será siempre la lucha contra la naturaleza, es decir, el trabajo de los campos, el trabajo de los oficios, el trabajo intelectual y las relaciones sociales. Ya no se verá la derogación de una o de varias formas de este trabajo, ni de trabajo especial, más que en el caso de que el hombre de un trabajo especial, encariñado con él y sabiendo que lo hace mejor que los demás, se sacrifique por la satisfacción inmediata de necesidades que le sean expuestas debidamente.

Únicamente esa o parecida noción del trabajo y la natural distribución del mismo que de ella se deriva, destruyen el anatema que nuestra imaginación hace pesar sobre él; y todo trabajo se convierte en júbilo, porque el hombre, o realizará una faena indudablemente útil y alegre y de ningún modo fatigosa, o tendrá la conciencia de que se sacrifica en una tarea exclusiva y más difícil, pero útil para la dicha de los demás.

—Pero la división del trabajo es más ventajosa. — ¿Por qué es más ventajosa?—Tiene más cuenta hacer zapatos y tejer indianas, tan de prisa y tanto como sea posible. —Pero ¿quién hará esos zapatos y tejerá esas indianas? Los que de generación en generación no hacen más que alfileres.

¿Cómo puede reportar esto ventajas a los hombres? Si se trata de fabricar alfileres é indianas, pase; pero de lo que se trata es de los hombres, de su felicidad, y la felicidad de los hombres está en la vida, y la vida es el trabajo.

¿Y cómo puede reportarles ventaja a los hombres la necesidad de un trabajo doloroso y fuerte? Una sola cosa hay que tenga para ellos más ventaja, la misma que deseo para mí: alguna dicha y la satisfacción de todas estas necesidades físicas y espirituales, de estas aspiraciones de la conciencia y de la razón que son innatas en mí.

Y he aquí que he llegado a convencerme de que, para la satisfacción de mis necesidades, no tenía que hacer más que curarme de la locura en que

vivía antes con el loco de Krapivenski, de esa locura que consiste en creer que algunos escapan a la necesidad del trabajo y que «otros lo arreglarán todo»; y que para curarme, no tenía que hacer más que lo que e3 propio del hombre, es decir, trabajar satisfaciendo las necesidades de la propia naturaleza.

Y al convencerme de ello, me convencí también de que el trabajo, así comprendido, se divide por sí mismo en diferentes partes, de las que cada una tiene su encanto, y que, lejos de agobiarnos, nos descansan la una de la otra. Yo he dividido al tun tun, y sin ánimo de defender la propiedad y la justicia de esa división, el trabajo según las necesidades que tengo en la vida, en cuatro partes, correspondientes a los cuatro tirones de que se compone la jornada, procurando satisfacer dichas necesidades, y he aquí las respuestas que me he dado a la pregunta «¿Qué hacer?» l. º—No mentirme a mí mismo, por descarriada y separada que esté mi vida del verdadero camino que la razón abre a mis ojos.

2. º—Dejar de creer en la legitimidad de mi vida, en mi superioridad y en que soy diferente de los demás hombres, y reconocer y confesar que soy culpable.

3. °—Cumplir la ley eterna e indubitable del hombre por el trabajo de todo mi ser, sin avergonzarme jamás por ninguna clase de trabajo, y luchar contra la naturaleza para asegurar mi vida y la de los demás.