III
Pajom estaba muy satisfecho con su vida. Todo podría haber ido bien, pero los campesinos vecinos empezaron a hollar sus sembrados y sus prados. Les pidió por favor que no lo hicieran, pero no hubo manera: tan pronto los pastores dejaban pasar las vacas a los prados como los caballos que pastaban de noche entraban en sus sembrados. Al principio Pajom los echaba y perdonaba a los propietarios, pero luego perdió la paciencia y fue a quejarse al tribunal del distrito. Sabía que el comportamiento de los campesinos obedecía a su pobreza, que no lo hacían con mala intención, pero pensó: «No puedo dejar así las cosas; si no, acabarán con todo. Hay que darles una lección».
Así pues, con la ayuda del tribunal, les dio una lección y luego otra; uno o dos campesinos fueron condenados a pagar una multa. Sus vecinos empezaron a cogerle ojeriza; volvieron a causar estragos en sus campos, esta vez a propósito. Una vez uno de ellos entró en su bosquecillo y taló diez jóvenes tilos para aprovechar la corteza. Al pasar un día por el bosque, Pajom creyó ver algo blanco. Se acercó y vio los troncos por el suelo, al lado de los tocones. Si al menos hubiera cortado los de los bordes y hubiese dejado uno aquí y allá, pero el muy canalla había cortado uno detrás de otro. Pajom se enfureció. «Ah, si pudiera saber quién ha sido —pensó— se lo haría pagar». Tras darle muchas vueltas, llegó a la conclusión de que solo podía haber sido Siomka. Fue al patio de Siomka a echar un vistazo, pero no descubrió nada y acabó discutiendo con él. No obstante, plenamente convencido de su culpabilidad, puso una denuncia. Juzgaron a Siomka, pero el tribunal lo absolvió por falta de pruebas. Pajom se ofendió aún más y riñó con los jueces y con el jefe de la aldea.
—Estáis confabulados con los ladrones —dijo—. Si respetarais la justicia, no soltaríais a esos maleantes.
Pajom discutió con los jueces y con los vecinos, que le amenazaron con prender fuego a su casa. En definitiva, aunque Pajom tenía muchas más tierras, su posición era peor que antes.
Por esa época corrió el rumor de que la gente emigraba a lugares nuevos. «No tengo ninguna razón para marcharme de mis tierras —pensó Pajom—, pero si algunos de nuestros vecinos se fueran, viviríamos con más holgura. Me quedaría con sus tierras y ampliaría mis propiedades. Entonces viviríamos mejor. Ahora padecemos demasiadas estrecheces».
Un día en que se hallaba en casa llamó a la puerta un mujik que pasaba por la aldea. Pajom le ofreció un lecho donde dormir, le dio de comer y charló con él. Entre otras cosas Pajom le preguntó de dónde venía. El mujik le dijo que venía de más allá del Volga, donde había estado trabajando. Poco a poco el mujik le contó que mucha gente se estaba estableciendo en aquellos lugares.
—Han venido campesinos de fuera, se han inscrito en el Registro y han recibido diez desiatinas por cabeza —dijo—. Es una tierra tan buena que si siembras centeno crece paja, hasta alcanzar la altura de un caballo, y tan grueso que cinco puñados forman un haz. Un mujik pobre de solemnidad —añadió—, que llegó sin un céntimo en el bolsillo, ahora tiene seis caballos y dos vacas.
Muy excitado, Pajom, pensó: «¿Por qué pasar apuros y estrecheces aquí cuando se puede vivir mejor en otro lugar? Venderé mis tierras y mi casa y con ese dinero me estableceré y llevaré mi propia hacienda. Aquí, con tantas apreturas, no hay quien viva. Pero antes es preciso que vaya a enterarme de todo en persona».
Ese mismo verano preparó lo necesario y partió. Descendió por el Volga en un vapor hasta Samara y a partir de allí cubrió a pie unas cuatrocientas verstas. Llegó al lugar y comprobó que todo lo que había oído era cierto. Los campesinos vivían con holgura; cada hombre recibía diez desiatinas y en el Registro inscribían de buena gana a los recién llegados. Si alguien llegaba con dinero, además de la parcela que se le asignaba, podía comprar, con derecho a perpetuidad, toda la tierra que quisiera. La tierra de mejor calidad se vendía a un precio de tres rublos la desiatina. ¡Podía uno comprar cuanto se le antojara!
Una vez enterado de todo, Pajom regresó a su casa en otoño y empezó a vender cuanto tenía. Vendió la tierra con beneficio, vendió la casa, vendió todo el ganado, se dio de baja en el Registro y, cuando llegó la primavera, partió con su familia a esos nuevos lugares.