SEGUNDA PARTE
... He recordado a Grover y aquella mañana en que atravesábamos Indiana para ir a la Exposición Universal...
Mientras atravesábamos Indiana —erais demasiado jóvenes, demasiado niños, no podéis recordarlo— todos los manzanos estaban retoñando, era abril. Todos los árboles estaban retoñando. Era el comienzo de la primavera en Indiana y todo se volvía verde. Desde luego, nosotros no tenemos granjas como las que tienen en Indiana. En las montañas no podemos tener granjas como aquéllas. Grover, claro, nunca había visto unas granjas como aquéllas, así que supongo que debía de estar tomando conciencia de ello.
Se sentó allí, con la nariz pegada a la ventanilla, mirando el paisaje. Nunca lo olvidaré así: sentado, pegado a la ventanilla, inmóvil. Parecía tan serio... Nunca había visto unas granjas como aquéllas e intentaba asimilarlo. Toda la mañana viajamos junto al río Wabash. El río Wabash atraviesa Indiana, es el río sobre el que escribieron esa canción. Así que nos pasamos toda la mañana viajando junto al río. Y yo me quedé allí, sentada y con todos vosotros a mi alrededor, mientras atravesábamos Indiana en dirección a Saint Louis, para visitar la Exposición Universal.
Vosotros no dejabais de correr por el pasillo del tren. Bueno, no, qué digo, tú eras muy pequeño; apenas tenías tres años, así que te llevé conmigo todo el tiempo. Pero el resto de los críos no dejaba de correr por el pasillo, de arriba abajo, de una ventanilla a otra. No dejaban de cruzar de un lado a otro. Cada vez que descubrían algo nuevo se llamaban a gritos. Intentaban mirar hacia todas partes al mismo tiempo, como si pudieran tener ojos en la nuca. Verás, hijo, era la primera vez que estaban en Indiana, y supongo que a los ojos de un niño todo debía de parecer extraño y nuevo.
Y también parecía que no les bastaba con nada. Parecía que no se podían quedar quietos. No dejaban de correr de arriba abajo y de un lado a otro, chillando y gritándose, hasta que: «¡Os lo juro, niños! ¡Nunca he visto nada igual!», dije. «¡Esa forma de correr sin parar de un lado a otro, de arriba abajo, sin quedarse quietos ni un minuto supera cualquier cosa que haya visto!», dije. «¡No entiendo cómo podéis hacerlo!», dije.
Verás, supongo que estaban emocionados por ir a Saint Louis, y tenían tanta curiosidad por todo lo que estaban viendo... Eran tan jóvenes y todo les parecía tan extraño y nuevo... No podían evitarlo y querían verlo todo. Pero «os lo juro», dije, «¡si no os sentáis y os quedáis quietos vais a estar molidos antes de ver siquiera Saint Louis y la Exposición!».
Todos menos Grover. El, no; no, señor, él no. Ahora, chico, quiero contarte. Yo he criado a muchos de vosotros. Os he visto crecer y partir, y todos erais bastante listos, si me lo permites; no había entre vosotros una sola cabeza hueca. ¡Y que lo digas! Siempre supe que erais muy inteligentes. A veces vienen a presumir aquí conmigo de lo inteligentes que sois, y me doy cuenta de cómo os habéis abierto camino en el mundo y, como recuerda el dicho, tenéis vuestra reputación. Yo no les doy pie, ya sabes. Simplemente me siento aquí y los dejo hablar. No presumo de vosotros. Si ellos quieren presumir de vosotros, es problema de ellos. Nunca he presumido de ninguno de mis niños en toda mi vida. Cuando nuestro padre nos educó, aprendimos que no se tiene descendencia para presumir de ella. «Si los demás quieren hacerlo», decía papá, «allá ellos; nunca deis a entender, con una palabra o con un gesto, que entendéis de lo que hablan. Dejadlos que hablen y no digáis nada».
Así que cuando vienen aquí a contarme todas las cosas que habéis hecho, yo no les doy pie, nunca digo una sola palabra. ¡Y que lo digas! Porque, bueno, ya sabes... Oh, hace cosa de un mes o así vino un tipo, un hombre bien vestido, ya sabes, parecía inteligente, de los que tienen aplomo. Dijo que venía de Nueva Jersey, o de algún sitio de esa parte del país, y empezó a hacerme toda clase de preguntas, que cómo eras cuando eras niño y cosas así.
Yo únicamente fingí que estudiaba a fondo la cuestión y luego dije: «Bueno, pues sí», muy seria, ya sabes. «Pues sí... Supongo que debería saber algo sobre él... Era mi hijo, como todos los demás...», dije yo con toda la solemnidad del caso, ya sabes. «No era un chico malo», dije, «cuando tenía doce años era prácticamente igual que el resto de los chicos... un buen chico, normal, como cualquier otro».
«Oh», dijo él, «¿pero no notó algo? ¿No había nada extraño en él?», dijo. «¿Algo diferente que no hubiera visto en otros chicos?» Yo no le di pie, ya sabes. Me lo guardé todo para mí y lo miré, solemne como una lechuza. Simplemente fingí que estudiaba a fondo la cuestión, seria hasta decir basta.
«Pues no», dije lentamente, como si hubiera estudiado a fondo la cuestión, «tenía un buen par de ojos y una nariz y una boca, dos brazos y piernas y una buena cabeza llena de pelo y el número normal de dedos en manos y pies, como el resto de los chicos... Supongo que si hubiera sido diferente a los demás en cualquiera de estos aspectos lo habría notado de inmediato... Pero si mal no recuerdo era un chico normal, común y corriente, como todos los demás». «Claro», dijo él, todo emocionado, ya sabes, «claro, pero, ¿acaso no era brillante? ¿Nunca se dio cuenta de cuán brillante era? ¡Debía de ser mucho más brillante que los demás!». «Bueno», dije yo, fingiendo que estudiaba a fondo la cuestión. «Déjeme ver... Ah, sí», dije, y lo miré a los ojos con toda la solemnidad que parecía demandar aquella situación. «Le iba muy bien en los estudios... Siempre aprobaba. Nunca oí decir que el profesor le hubiera puesto el capirote de los tontos. Pero claro...», dije, «eso tampoco le ocurrió a ninguno de mis otros chicos. No es que quiera presumir de ellos. No me parece bien presumir de los hijos... Si otros quieren hacerlo, ése es asunto suyo. Nosotros somos gente normal y corriente, nunca hemos pretendido otra cosa... Pero sí le voy a decir una cosa: todos tenían su buena parte de inteligencia y juicio. Ninguno sería un genio, pero todos tenían la cabeza en su sitio, y nunca nadie me sugirió llevar a ninguno de ellos a uno de esos hogares para los que padecen debilidad mental...», dije, y lo miré a los ojos, ya sabes. «No será mucho, pero es más de lo que puedo decir sobre algunas personas que conozco», dije. «Bueno, sí, supongo que era un chico inteligente. Nunca tuve que reprocharle nada en ese aspecto. Era lo bastante inteligente», dije. «El único problema, y se lo solté a él cientos de veces, así que no le estoy diciendo nada que él no hubiera escuchado antes, el único problema», dije, «es que era perezoso».
«¡Perezoso!», dijo.
Oh, tendrías que haberle visto la cara, ya sabes. Dio un respingo, como si le hubieran clavado una chincheta. «¡Perezoso!», volvió a exclamar. «¿No querrá decir que...?»
«Sí», dije. Oh, en ningún momento se me escapó una sonrisa. «La última vez que lo vi se lo solté... Le dije que era una suerte increíble para él que tuviera el don de la labia... Por supuesto, el chico fue a la universidad y leyó un montón de libros, y me imagino que fue allí donde adquirió ese torrente de lenguaje que dicen que tiene... Pero, como le solté la última vez que lo vi: Si puedes ganarte la vida haciendo ese trabajo tan liviano de dar clases, tienes mucha suerte, porque ninguno de los tuyos ha tenido semejante suerte. Todos han tenido que trabajar muy, muy duro para ganarse la vida.»
Oh, eso le dije, ya sabes. Se lo dije sin rodeos. No le doré la píldora. Y te diré una cosa: tendrías que haberle visto la cara. Era un poema.
«Bien», dijo por fin, «entonces tendrá que admitirlo. El fue el más brillante de todos sus hijos, ¿no es así?».
Me quedé mirándolo un instante. Tuve que decirle la verdad. Ya no podía seguir engañándolo. «No», le dije, «era un chico brillante, muy bueno. No tengo quejas sobre él en ese aspecto. Pero el chico más brillante que tuve, el que superaba a todos los demás en sensatez, comprensión y juicio, el mejor chico que he tenido, el más inteligente que he visto en mi vida, fue uno que usted no conoce, uno que usted nunca vio. Fue el niño que perdí».
Me miró por un momento y dijo: «¿Y quién era ese chico?».
Y yo intenté contárselo. Pero cuando intenté pronunciar la palabra Saint Louis no pude. Hijo, hijo mío, el nombre de ese maldito lugar volvió a mí y todo fue como había sido siempre. No pude pronunciar la palabra. No podía soportar que alguien la mencionara. Durante treinta años o más, dondequiera que alguien me dijera ese nombre, o cuando lo escuchaba en cualquier parte, volvía a pensar en eso. Y era como si una antigua herida volviera a abrirse de nuevo. No podía evitarlo. Siempre será así. Hijo, hijo mío. Y cuando pensé en ello otra vez, y cuando intenté decírselo a aquel hombre, todo volvió a ser como era. No podía decirlo. Tuve que apartar la mirada. Y reconozco que lloré.
Porque dondequiera que escuchara ese viejo nombre, siempre, siempre lo volvía a ver ahí sentado, tan serio, con su nariz aplastada contra la ventanilla mientras atravesábamos Indiana aquella mañana, camino de la Exposición. Los manzanos estaban retoñando, también los melocotoneros. Todos los árboles. Y todo, todo esperaba abril mientras viajábamos junto al río, de camino a la Exposición.
Y Grover estaba allí sentado, tan tranquilo y serio. Los otros chicos estaban muy emocionados, corriendo de arriba abajo, llamándose a gritos, de un lado al otro del vagón. Sin embargo, Grover estaba allí sentado, mirando por la ventana sin moverse. Sentado allí como un hombre. Sólo tenía once años y medio. Hijo, hijo mío. Era un chico listo. Como dijo el periódico cuando murió, mi chico tenía el juicio de alguien dos veces mayor. Tenía más sensatez, más juicio, más comprensión que cualquier niño que haya conocido jamás.
Así que allí estaba Grover, ya sabes, aquella mañana, mirando por la ventana en dirección al río y a las granjas. Porque imagino que nunca había visto unas granjas como aquéllas. Y todavía recuerdo cómo lo contemplaba todo pegado a la ventana, con su pelo negro, sus ojos del color de la brea y la marca de nacimiento en el cuello. Tu hermano y tú fuisteis los únicos morenos de piel que tuve. Los otros me salieron muy blancos y con el pelo gris como el padre. Pero tu hermano y tú os parecíais a los de Pentland, la piel más oscura, la tez oscura de Alexander... y el aspecto de los de Pentland. Tú eres la viva imagen de tu tío Lee, pero Grover era el más oscuro de los dos.
Y entonces se sentó al lado de aquel caballero y se puso a mirar por la ventana. Y luego se volvió para hacerle al caballero toda clase de preguntas: qué árboles eran aquéllos, qué crecía allí, de qué tamaño eran las granjas. Toda clase de preguntas que el caballero iba contestando, hasta que yo dije: «¡Basta, Grover! No deberías hacer tantas preguntas. Deja de molestar». Me preocupaba, ya sabes, que el chico estuviera importunándolo con tantas preguntas.
El caballero echó la cabeza hacia atrás y soltó una gran carcajada. No sabía quién era, nunca supe su nombre, pero era un hombre apuesto y le había tomado mucha simpatía a Grover. Así que echó la cabeza hacia atrás y se rió y dijo: «No se preocupe por el chico, no pasa nada... No me molesta ni una pizca, y si puedo responder a sus preguntas lo haré. Y si no puedo, se lo haré saber». Y puso su brazo sobre los hombros de Grover. «No se preocupe por el chico. No me molesta ni una pizca.»
Y todavía puedo recordar su aspecto, con sus ojos negros, su pelo negro y la marca de nacimiento en el cuello. Tan grave, tan serio, tan pensativo, como si estuviera mirando por la ventana todos aquellos manzanos, las granjas, los establos, las casas y los huertos, asimilándolo todo porque le parecía, me imagino, tan extraño y nuevo.
Hijo, hijo mío, fue hace tanto tiempo, pero cuando vuelvo a escuchar ese nombre todo regresa como si hubiera ocurrido ayer. Y la vieja herida se abre. Lo puedo ver tal como era, tal como resplandecía aquella mañana en que viajamos por Indiana, al lado del río, de camino a la Exposición Universal.