Fecha entrada en diario: 26 noviembre
El lunes recibí un e-mail de la secretaria del señor Schrub.
El señor Schrub apreció su compañía y también le desea un feliz día de Acción de Gracias.
Y nada más. Pensar que me invitaría a Connecticut fue una estupidez. Él ya tenía familia y amigos y conocidos de los negocios. Yo no constituía una parte fundamental de su vida. «Apreciar» es una palabra con muy poco peso. Y es posible que el señor Ray le dijera que yo ya no tenía más ideas. No merecía que me invitara. Estuve a punto de escribirle a la secretaria para decirle que se me había ocurrido otra idea para Kapitoil, pero el programa seguía siendo altamente confidencial y, además, todavía no había empezado a poner a prueba mi última idea.
El miércoles fui a mi antigua cápsula para despedirme de Rebecca y vi que todavía estaba trabajando. Que yo saliera antes que ella era algo excepcional. Debajo de los ojos se le veía una sombra oscura.
—Es posible que no debas trabajar tanto —le dije.
Cuando me deseó que pasara un buen día de Acción de Gracias, la boca se le curvó ligeramente hacia arriba. Le pregunté si lo celebraría con su compañera de piso, pero me dijo que Jessica estaba en su casa de California, que había partido la víspera.
Esa noche miré la televisión sin seleccionar un programa en especial, lo que no suelo hacer porque no me gusta. Me planteé la posibilidad de llamar a los Bashar, unos conocidos de unos amigos de la familia. Abrí el teléfono móvil y por la pantalla fueron avanzando los pocos números que tenía en la memoria, pero antes de llegar a los Bashar me detuve.
—¿Sí? —dijo Barron.
—Hola, señor Wright. Soy Karim Issar. El empleado de Schrub Equities al que llevó en su coche del aeropuerto JFK a su apartamento, de las oficinas de Schrub al cuarto partido de la Serie Mundial entre los Yankees y los Atlanta Braves, y de...
—Vale, vale, ya lo sé. ¿Dónde y cuándo?
—No necesito que me transporte —respondí—. Solo quería darle las gracias por haberme llevado en su coche.
Se quedó callado unos segundos y luego se echó a reír.
—De nada. Es mi trabajo.
—Y también quería desearles a usted y a su familia un feliz día de Acción de Gracias. —Él me deseó un feliz día de Acción de Gracias a mí—. ¿Va a celebrar una gran cena de Acción de Gracias?
—Vendrán unos amigos y algunos parientes, nada fuera de lo común.
—Tengo la impresión de que resultará muy agradable.
Se produjo otra pausa.
—¿Y usted?
—No tengo nada previsto actualmente.
Oí que Barron realizaba una inspiración antes de contestar.
—Bueno, qué demonios, ya le he dicho que no será nada fuera de lo común, pero si quiere venir será bien recibido.
—No me atrevería a violar su hospitalidad.
—Si fuera a violarla no lo habría invitado —contestó él.
—En ese caso, acepto su oferta. Llevaré comida. —Me dio sus datos de contacto—. Señor Wrigth, ¿podría violar su hospitalidad invitando a otra persona?
Se echó a reír otra vez. Cuando no hablaba, Barron creaba mucha presión en el ambiente, pero luego se ponía a reír y lo despresurizaba. Me dijo que qué demonios, por qué no, mientras dejara de llamarlo señor Wright y lo llamara Barron.
Llamé a Rebecca, que contestó al segundo tono.
—No hace falta que me invites porque te doy lástima —me dijo cuando le propuse que me acompañara a casa de Barron.
—No pasa nada. Yo le daba lástima a él, por eso me invitó.
Rebecca se echó a reír y aceptó, y yo conjeturé que se llevaría bien con Barron, porque eran las dos únicas personas en todos Estados Unidos que creían que yo tenía sentido del humor.
El día de Acción de Gracias preparé unos hareis. Es el plato que más me gusta cocinar, porque me recuerda al desarrollo de un programa complejo: elaborar una carne tan frágil lleva mucho tiempo, mediante el método de prueba y error puedes innovar incorporando distintas especias (yo uso más canela que la mayoría de los cocineros, p. ej.), y la extracción de los huesos recuerda a la depuración del programa para la erradicación de bichos. El resultado final es un plato realizado con ingredientes que, con la excepción del arroz y el cordero, no se consumen autónomamente. Con los programas sucede lo mismo: combinan diferentes funciones que, por separado, tendrían menos valor.
También preparé un zumo mixto de plátano, fresa, melocotón y kiwi, frutas que sí pueden consumirse con independencia una de la otra pero que son más buenas en colaboración.
Rebecca y yo acordamos que nos reuniríamos en la casa de Barron, en Jackson Heights, que era la zona más diversa del mundo, eso lo había leído yo. En Queens el metro circulaba por la superficie. Traté de contar los restaurantes españoles e indios que veía, pero no lo logré, y tampoco logré ver muchas tiendas cuyos nombres pudiera descifrar. Antes de llegar a Nueva York pensaba que los barrios de este tipo serían más frecuentes, pero en Manhattan no he descubierto ninguno.
Aunque el barrio despertaba mi curiosidad, al ver la basura de la calle pensé que me gustaría estar en Connecticut con el señor Schrub y su familia, rodeado de árboles y césped y casas amplias.
Localicé una casita de ladrillo que formaba parte de una hilera de casitas idénticas y llamé a la puerta. La abrió una mujer de pelo negro y corto. Era japonesa.
Volví a examinar el número que había encima de la puerta.
—Disculpe —dije—. Creo que me he equivocado de casa.
—¿A quién busca?
—¿Esta es la casa de Barron Wright?
—La casa de Barron Wright y Cynthia Oharu, sí. Barron es mi marido. —Me sonrió y yo me sentí ridículo por haber dicho lo que dije—. Karim, ¿verdad? Pasa, por favor. ¿Te importaría quitarte los zapatos?
Le dije que en mi país también teníamos esa costumbre y ella me preguntó de qué país se trataba y yo se lo dije y ella me obligó a prometerle que luego le contaría más cosas de Qatar. Y me dijo que mi amiga estaba esperándome.
De las paredes del salón colgaban fotografías de Barron y Cynthia y de su hija. Más de una docena de adultos y varios niños se sentaban en dos sofás e infinidad de sillas. Todos eran negros o latinoamericanos, todos excepto Cynthia, Rebecca, dos parejas blancas y yo.
Rebecca estaba comiendo mientras hablaba con otra mujer en uno de los sofás. Me dijo que me sentara con ellas y me presentó, y también me presentó a las personas de las inmediaciones. Establecer redes sociales en la oficina no se le daba muy bien, pero aquí parecía muy competente, tanto como en su fiesta, aunque en ese caso su destreza era lógica, porque los invitados eran amigos suyos.
Cerca de la cocina había una mesa con distintos platos, igual que en el partido de los Yankees. Ahí estaban mis hareis. Como los invitados se servían ellos mismos, yo los imité. La comida no era la típica de Acción de Gracias que describían los libros, circunstancia que me decepcionó, pero había pescado y tartas de verduras y platos latinoamericanos, creo.
Cynthia hacía reír a todo el mundo e iba prestando su atención a todos los invitados. Me recordaba un poco a mi madre, porque ella también era una anfitriona muy competente. Durante unos instantes, pensé en preguntarle a Jefferson si le gustaría conocerla, pero su interés por Japón no era positivo al cien por cien. Pensar que debía conocer a Cynthia solo porque era japonesa, además, presentaba analogías con mi error: creí que me había equivocado de casa solo porque era japonesa.
Barron se parecía más a mi padre. Hablaba con algunos invitados, pero solo se levantó una vez para hacerle cosquillas a su hija Michelle. Aunque el destinatario de las cosquillas no era yo, el gesto me hizo reír. Cuando lo saludé, me dio la mano y me dio las gracias por haber venido. En realidad, se parecía a mi padre cuando yo era pequeño, porque ya no me acuerdo de la última vez que celebramos una fiesta en nuestro apartamento.
—Me gustaría realizar una acción de gracias para ti y tu familia por invitarme.
—¿Realizar una acción de gracias? —preguntó el hermano de Barron, que estaba a su lado, y se echó a reír.
Barron lo miró y puso una cara que no le había visto nunca.
—Cállate la boca —le dijo a su hermano en voz baja—. El traje sigue quedándote de miedo —me dijo a mí.
Le di las gracias, pero se equivocaba. Ese no era el traje que llevaba en el coche, era otro distinto, aunque también estaba en lo correcto, porque con ese traje yo estaba muy sexy. Sus palabras ejercieron sobre mí un efecto positivo hasta que me di cuenta de que el jersey gris de Barron tenía un agujerito debajo del hombro.
Advertí que varias personas disfrutaban del hareis, y aunque los otros niños bebían refrescos, Michelle pidió mi zumo en varias ocasiones.
No tuve ocasión de hablar con Rebecca porque Cynthia me hacía muchas preguntas sobre Qatar y porque también empecé a departir con una trabajadora social que se llamaba Ana y procedía de la República Dominicana y a veces colaboraba con el despacho de abogados de Cynthia.
—¿Te ha costado integ... acostumbrarte a vivir aquí? —me preguntó Ana.
—Integrarme y aclimatarme me ha costado un poco, pero me las apaño bien.
—Lo siento, no quería dar a entender que no supieras esa palabra —se disculpó.
—Aquí no ha pasado nada —respondí—. Ya la conocía, pero me gusta aprender palabras nuevas.
Entonces Cynthia dijo que tendríamos que jugar a un juego que se llama Tabú. Explicó las reglas: una persona debe facilitar pistas a los miembros de su equipo para que puedan adivinar una palabra o una frase, pero debe evitar cinco palabras censuradas. Si la palabra es «béisbol», no podrá pronunciar «deporte», «partido», «pasatiempo», «bateador» o «lanzador».
Este juego se me daría muy mal, porque ni siquiera conocía la palabra «pasatiempo». Y si las palabras censuradas me costaban, las no censuradas también me costarían y terminaría pasando humillación delante de Rebecca y del resto de los invitados. Así que cuando Cynthia dijo que el número de adultos era impar, anuncié que no jugaría. Rebecca trató de que me incorporara a su equipo, pero le dije que prefería jugar con los niños.
—¿Quién quiere jugar a un juego? —les pregunté mientras los adultos preparaban el suyo.
Los siete niños vinieron conmigo. Les dije que conocía un juego muy divertido que se llamaba «la mano dormilona». Les expliqué las reglas.
—Todos los jugadores empiezan a dar vueltas por la habitación y a darse la mano entre ellos. Pero uno, el que tiene la mano dormilona, puede dar la mano de una forma especial, rascando con el dedo discretamente en secreto. Si te rascan con la mano dormilona, tienes que esperar unos segundos antes de quedarte dormido. Los otros deberán fijarse bien para descubrir qué jugador tiene la mano dormilona.
Era un juego al que jugaba con Zahira y sus amigos para fomentar sus habilidades de observación analítica.
—Este juego ya me lo sé —dijo uno de los niños mayores—. No se llama «la mano dormilona», se llama «el asesino». Y no te quedas dormido. Te mueres.
—No. Ese es un juego distinto. En este solo te quedas dormido. Ahora voy a escoger al jugador que tendrá la mano dormilona.
Les di la mano a todos los niños y rasqué la de Michelle.
Mientras jugábamos, oía a los adultos jugando al Tabú. Todos reían y gritaban en una saludable rivalidad. Como tengo mucha facilidad para la resolución simultánea de problemas sencillos, estudié las estrategias que adoptaban. Las pistas de los jugadores menos hábiles siempre eran muy extensas, mientras que los jugadores más diestros, como p. ej. Rebecca y Cynthia, recurrían a ideas fuera de lo común para inventar pistas diferentes y resultaban más eficientes.
Los niños también se lo pasaban bien, y en una ocasión advertí que Rebecca nos miraba. Al cabo de un rato, uno de los adultos dijo que tenía que irse.
—Necesitamos un sustituto, Karim —dijo Rebecca.
Michelle acababa de narcotizar a otro niño.
—Los niños necesitan que alguien los supervise —respondí.
—No les pasará nada —dijo Cynthia—. Barron, mueve el culo.
Estaba en el equipo de Rebecca, circunstancia que me tranquilizó. No quería que mis compañeros se enfadaran si fallaba, y sabía que Rebecca no era de las que se enfadan.
Me dediqué a observar a los demás jugadores mientras iban facilitando pistas, pero me abstuve de responder. Iba a tocarme a mí. Estaba muy nervioso. Recordé que debía tratar de romper el molde, y justo entonces me tranquilicé, porque tengo facilidad para las ideas fuera de lo común.
Mi primera expresión era «Holiday Inn». Las palabras censuradas eran «hotel», «motel», «vacaciones», «habitación» y «alojamiento».
—Un lugar en el que pasar la noche. Lo opuesto al calendario laboral. Lo opuesto a fuera.
—Holiday Inn —dijo Rebecca al instante.
Recurrí a una estrategia similar para la expresión «Serie Mundial» (dije «conjunto global», aunque casi se me escapó «asistí a esta celebración atlética con el señor Schrub»), y Rebecca volvió a acertar.
—¿Vosotros dos estáis casados o qué? —dijo Barron cuando Rebecca respondió correctamente a mi tercera pista.
Pasé un poco de humillación, pero seguí concentrado en el juego.
Mi equipo adivinó ocho de mis pistas, me anoté la puntuación más alta y Rebecca reivindicó cinco aciertos. La tenía enfrente, pero movió la boca sin emitir ningún sonido para que pudiera entender sus palabras: «Buen trabajo, Karim».
Recibir este cumplido fuera de la oficina resultaba muy extraño, pero surtió en mí un efecto tan positivo como el halago de un superior en el trabajo.
Y ya no prefería estar en casa del señor Schrub.
La única situación negativa se produjo unos minutos después de que hubiéramos terminado de jugar, cuando experimenté turbulencias en el estómago. Es probable que se debieran a las ingentes cantidades de platos distintos que había consumido. Estaba transpirando, y Rebecca me preguntó si me encontraba bien y yo le dije que sí y que tenía que realizar una llamada telefónica, pero lo que hice fue entrar en el servicio y abrir mucho el grifo para que nadie pudiera oírme. El papel de váter se terminó antes de que hubiera terminado yo. Estaba prisionero del pánico, hasta que reparé en que debajo del lavamanos había más.
Nos quedamos hasta que los demás invitados empezaron a marcharse, y entonces Rebecca volvió a mover la boca para preguntarme: «¿Nos vamos?». Yo moví la mía y contesté: «La coyuntura es ideal para una retirada», pero como no me entendió respondí que sí con la cabeza.
Como era un día festivo en la ciudad, no había casi nadie por la calle. Rebecca no paraba de hablar sobre lo bien que se lo había pasado y de agradecerme la invitación.
Llegamos al andén de Rebecca, el de la línea G, que estaba vacío. Volvió a darme las gracias.
—Ya es la sexta vez que me das las gracias.
—Supongo que me he quedado un poco descolocada, es el primer día de Acción de Gracias que no termina con un cruce de reproches alimentado por botellas de vino tinto barato.
Nos quedamos mudos durante unos segundos y oí que su tren se acercaba.
—Viajar sola esta noche es muy peligroso, casi no hay pasajeros. Te acompañaré hasta tu parada de metro.
—¿Es que te parezco pequeña? —preguntó—. Además, no te viene de camino.
Pensé que preguntaba por su tamaño, que no es ni grande ni pequeño. Y entonces comprendí.
—Es verdad, pero me gustaría acompañarte de todos modos.
Volvió a repetir que no me venía de camino, pero me mantuve inflexible y subimos al tren.
El vagón estaba casi vacío, solo vimos a un hombre y a una mujer en el otro extremo. Su aspecto físico y su vestimenta eran prácticamente idénticos. La mujer apoyó la cabeza en el hombro del hombre y él rodeó los hombros de la mujer con su brazo, y luego los dos cerraron los ojos. Rebecca y yo estábamos sentados el uno al lado de la otra, y durante el viaje hablamos de asuntos extralaborales, de Barron y Cynthia y del día de Acción de Gracias, p. ej., pero pasé todo el rato pensando en cuánto me gustaría adoptar la posición de la otra pareja.
Aunque nadie miraba, no me atrevía a hacer nada.
—Rebecca —dije cuando estábamos a punto de llegar a su parada.
—¿Qué?
—Debería consultar el mapa.
Y me dirigí al centro del vagón para investigar la ruta de regreso, aunque me acordaba de cómo había vuelto a Manhattan el día de la fiesta en el apartamento de Rebecca, y, además, antes de llegar a Estados Unidos ya me sabía de memoria casi todo el sistema de tren suburbano.
La siguiente parada era la de Rebecca, la de la calle Fulton, a mí me quedaba todavía una más para hacer transbordo. Permanecimos en silencio mientras el tren aminoraba la marcha y entraba en la estación. Acompañé a Rebecca a las puertas y volvió a darme las gracias.
—Ya van siete, lo siento —dijo.
Era la ocasión óptima. Se tocó el pelo con los dedos y miró por las ventanas de las puertas, se fijaba en las columnas de la estación que desfilaban a nuestro lado como diapositivas en un proyector.
Seguía pensando en que debía besarla. Me impuse esa tarea, pero sonó una campanilla y las puertas se abrieron y me dio las buenas noches y salió del vagón y las puertas se cerraron.
La miré, estaba al otro lado de la puerta, de espaldas, y también me vi a mí reflejado en el cristal. Parecía tonto, ahí parado. Y entonces, como sucede en algunas ocasiones, las campanillas volvieron a sonar y las puertas volvieron a abrirse. No era un accidente aleatorio, era mi oportunidad de oro.
—Rebecca —dije sin pensar, igual que antes.
Y ella se dio la vuelta, me incliné gracias a la pared vertical del vagón y la besé. Ella correspondió mi acción, y yo le tomé la mano y ambos permanecimos inmóviles durante varios segundos.
Podía detectar el sabor dulce y lácteo del pastel de tres leches que Rebecca había consumido repetidas veces, y el interior de su boca estaba caliente y la piel del exterior, fría, y yo mantuve los ojos abiertos pero ella los cerró. Quería mantener esa posición durante mucho más tiempo, pero las campanillas volvieron a sonar y las puertas empezaron a cerrarse y yo me aparté para evitar sufrir una compresión.
El tren se puso en marcha y observé a Rebecca por la ventana. Se miraba los zapatos. No podía ver si sonreía o estaba preocupada, y ya volvía a estar en el túnel. Dediqué todo el viaje de vuelta a mi apartamento a reflexionar si debía llamarla o no, y, en caso de que debiera, cuándo y con qué fin. No se trataba de un problema matemático con una solución definida. Descifrar la solución planteaba muchas dificultades. No podía acudir a mi padre en busca de consejo, y a Zahira todavía menos. Tal vez mi madre hubiera podido ayudarme, pero eso nunca lo sabré. Cuando ella se murió yo era demasiado pequeño para entender esas cosas.
cruce de reproches = intercambio de insultos
pasatiempo = actividad recreativa
sentar de miedo = conferir un aspecto sexy