—¿Es pariente suyo, señorita Gerald? —dijo el sheriff, perentoriamente.

—Gerard —corrigió la mujer. Tenía los ojos grisáceos, y una boca rara—. Es mi primo.

—Todos los hijos de Adán somos primos, de una u otra forma. Tendrá que darme más datos.

—Hace siete años estuvo en la Fuerza Aérea —dijo ella—. Tuvo ciertas… dificultades y fue dado de baja por razones de salud.

El sheriff recorrió con el pulgar la ficha que tenía sobre el escritorio.

—¿Recuerda el nombre del médico?

—Thompson, primero; luego Bromfield. El doctor Bromfield fue quien lo dio de baja.

—Parece que realmente sabe algo de él. ¿Qué era antes de entrar en la Fuerza Aérea?

—Ingeniero. Bueno, lo hubiera sido de haber terminado sus estudios.

—¿Por qué no lo hizo?

La señorita Gerard se encogió de hombros.

—Desapareció, simplemente.

—Entonces, ¿cómo sabe que está aquí?

—Lo reconocería en cualquier parte —dijo la mujer—. Vi… vi lo que ocurrió…

El sheriff refunfuñó, levantó la ficha, y la dejó caer.

—Vea, señorita Gerald, no me gusta dar consejos. Parece usted una muchacha decente. ¿Por qué no lo olvida?

—Me gustaría verlo, si fuera posible —dijo la mujer con voz muy suave.

—Está loco. ¿Lo sabía usted?

—No lo creo.

—Rompió a golpes de puño el cristal de un escaparate. Sin motivo.

La mujer esperó. El sheriff volvió a insistir:

—Está sucio. Ni siquiera sabe su nombre.

—¿Puedo verlo?

El sheriff lanzó un gruñido y se puso de pie.

—Si los psicólogos de la Fuerza Aérea tuviesen un poco de sentido común, este muchacho estaría encerrado, y nunca hubiese caído en una cárcel. Por aquí.

Las paredes, de planchas de acero, como los mamparos de un barco, eran de un amarillo descolorido en la parte superior y de color mostaza en la inferior. Los pasos resonaron en los pasillos tachonados de remaches. El sheriff hizo girar la llave en una puerta metálica que tenía un pequeño enrejado a la altura de la cabeza. La puerta se deslizó sobre un riel. Atravesaron el umbral y el sheriff volvió a cerrar con llave y le dijo a la mujer que se adelantara. Entraron en algo parecido a un granero, con paredes y cielo raso de cemento. Todo alrededor corría un balcón; encima y debajo de él estaban las celdas, de paredes de acero, y protegidas por unos barrotes muy apretados. Había unas veinte celdas. Sólo unas seis estaban ocupadas. Era un lugar frío y miserable.

—Y bien, ¿qué esperaba usted? —preguntó el sheriff, observando a la muchacha—. ¿El Waldorf Plaza, o algo parecido?

—¿Dónde está?

Caminaron hasta una celda de la parte baja.

—Anímese, Barrows. Una dama quiere verlo.

—¡Hip! ¡Oh, Hip!

El prisionero no se movió. Estaba acostado en una litera de acero, con un pie en el colchón y otro en el piso. El brazo izquierdo le colgaba en un cabestrillo bastante sucio.

—¿Ve? Ni una palabra. ¿Satisfecha, señorita?

—Permítame entrar —murmuró ella—. Permítame hablarle.

El sheriff se encogió de hombros y abrió la puerta de mala gana. La muchacha entró y se volvió hacia el sheriff.

—¿Puedo hablarle a solas?

—Se expone a que la lastime —advirtió el sheriff.

La muchacha lo miró fijamente. Su boca lo decía todo.

—Bien —dijo el sheriff al fin—, estaré cerca. Si necesita ayuda, grite. Le juro, Barrows, que si intenta algo le meto un balazo.

Salió y cerró con llave la puerta de barrotes.

La muchacha esperó a que el sheriff se fuera, y luego se acercó al prisionero.

—Hip —murmuró—, Hip Barrows.

Los apagados ojos del hombre se movieron apuntando aproximadamente hacia la muchacha y se le cerraron y se le abrieron en un parpadeo lento, entumecido.

La muchacha se arrodilló a su lado.

—Señor Barrows —susurró—, usted no me conoce. Les dije que era su prima. Quiero ayudarlo.

Silencio.

—Lo sacaré de aquí —dijo ella—. ¿No quiere salir?

El hombre la observó. Después de un rato, se volvió lentamente hacia la puerta, y luego miró otra vez a la muchacha.

Ella le tocó la frente y la mejilla, y señaló el cabestrillo:

—¿Duele mucho?

Él dejó de mirarla y sus ojos se encontraron con el vendaje. Luego, trabajosamente, volvió a alzar la vista.

—¿No piensa decir nada? ¿No quiere que lo ayude? —preguntó ella.

El silencio se hizo tan largo que la muchacha se levantó. Se volvió hacia la puerta y dijo:

—Será mejor que me vaya. No me olvide. Lo ayudaré.

—¿Por qué? —dijo él.

La mujer estaba otra vez a su lado.

—Porque está usted sucio y vencido, e indiferente porque nada puede ocultar lo que usted es.

—Está loca —murmuró él con cansancio.

La muchacha sonrió.

—Eso es lo que dicen de usted, de modo que tenemos algo en común.

El hombre juró obscenamente. Imperturbable, la muchacha continuó:

—Tampoco así puede ocultarse. Ahora, escúcheme. Esta tarde vendrán a verlo dos hombres. Uno es médico. El otro abogado. Lo sacaremos de aquí al anochecer.

Él levantó la cabeza y por primera vez algo le animó la cara aletargada. Algo, pero nada agradable. La voz surgió de lo más hondo del pecho.

—¿Qué clase de médico? —gruñó.

—Para el brazo —dijo ella suavemente—. No un psiquiatra. No pasará otra vez por eso.

El hombre echó la cabeza hacia atrás. Lentamente sus facciones fueron perdiendo toda expresión. La muchacha esperó y como él no volviera a moverse, se dio vuelta y llamó al sheriff.

No fue difícil. La sentencia era sesenta días de prisión por daño intencionado. No le habían ofrecido la alternativa de una multa. El abogado demostró rápidamente que había habido un error y pagó la multa. Con un vendaje nuevo y limpio, y las ropas mugrientas, Barrows pasó indiferente junto al sheriff, ignorándolo e ignorando la amenaza de que más le valdría a ese sucio vagabundo no volver, a aparecerse por la ciudad.

La muchacha esperaba afuera. Barrows se paró estúpidamente en lo alto de la escalinata de la cárcel, mientras ella hablaba con el abogado. Luego el abogado se marchó y la muchacha le tocó el codo.

—Vamos, Hip.

Barrows la siguió como un juguete de cuerda, caminando hacia donde le habían apuntado los pies. Doblaron dos esquinas, caminaron cinco cuadras, y luego subieron por los escalones de piedra de una casa limpia y seca como una solterona, con un mirador y una puerta de vidrios de colores. La muchacha abrió la puerta principal con una llave y una segunda puerta, en el vestíbulo, con otra. Se encontraban ahora en el cuarto del mirador. Un cuarto aireado, limpio, y de elevadas paredes.

Barrows se movió espontáneamente por primera vez. Giró con lentitud sobre sí mismo, y estudió las paredes, una tras otra. Extendió una mano, levantó una punta de la carpeta que cubría la cómoda, y la dejó caer.

—¿Su habitación? —preguntó.

—La suya —dijo ella. Se acercó a Hip y puso dos llaves sobre la cómoda—, sus llaves. —Abrió el cajón superior—. Sus medias y pañuelos. —Golpeó sucesivamente con los nudillos cada uno de los cajones—. Camisas. Ropa interior. —Señaló una puerta—. Ahí hay dos trajes, espero que le queden bien. Una bata. Zapatillas, zapatos. —Señaló otra puerta—. El cuarto de baño, muchas toallas, mucho jabón. Una navaja.

—¿Navaja?

—Quien puede tener llaves, puede tener también una navaja —dijo ella suavemente—. Póngase presentable, por favor. Volveré dentro de quince minutos. ¿Cuánto lleva sin comer?

Barrows sacudió la cabeza.

—Cuatro días. Hasta luego.

La muchacha se escabulló por la puerta y desapareció, y Hip se quedó pensando qué podía decirle, con los ojos clavados en la puerta. Al fin lanzó un juramento y se echó pesadamente sobre la cama.

Se rascó la nariz y luego deslizó la mano bajo la mandíbula. Tenía la barba áspera y dura. Se levantó a medias.

—Maldita sea si lo haré —murmuró, y volvió a acostarse.

Y luego, sin saber cómo, se encontró en el cuarto de baño, observando su imagen en el espejo. Se mojó las manos, se echó agua en la cara, se secó con una toalla y se volvió a mirar. Gruñó, y extendió la mano hacia el jabón.

Encontró la navaja, encontró la ropa interior, los pantalones, las medias, las zapatillas, la camisa, la chaqueta. Se miró otra vez en el espejo y lamentó no tener un peine. La muchacha regresó abriendo la puerta con el codo, depositó unos paquetes sobre la cómoda, y le sonrió mostrándole un peine. Hip lo tomó sin hacer ningún comentario, se metió en el baño, se mojó el cabello y se peinó.

—Venga. Todo está listo —llamó la muchacha.

Hip salió del baño. La lámpara ya no estaba en la mesa de luz, y en su lugar había una fuente ovalada, con un jugoso trozo de carne, y una botella de cerveza, y una papa partida en dos, y unas porciones de manteca ya casi derretida, y unos panecillos calientes envueltos en una servilleta y un pequeño cuenco de madera con ensalada.

—No quiero —dijo Hip, y comenzó a comer abruptamente. No había nada en el mundo más que la comida que le llenaba la boca y la garganta, el hormigueo de la cerveza y la magia indescriptible del sabor de la carne asada.

Cuando terminó de comer, la mesa y la fuente quisieron volar de pronto hacia su cabeza. Se echó hacia adelante, puso las manos sobre la mesa y le dio un empujón. Temblaba violentamente.

—Está bien. Está bien —dijo la muchacha detrás de él, y le puso las manos sobre los hombros, obligándolo a sentarse.

Hip trató, inútilmente, de levantar una mano. La muchacha le secó los labios y la frente con una servilleta.

Después de un rato, Hip abrió los ojos. Miró a su alrededor. La muchacha estaba sentada al borde de la cama, mirándolo en silencio. Hip sonrió tímidamente.

—¡Uf! —exclamó.

La muchacha se puso de pie.

—Pronto se sentirá bien. Es mejor que se acueste. ¡Buenas noches!

Ella había estado en la habitación, y ya no estaba. Había estado con él, y ahora él estaba solo. Era un cambio demasiado grande para entenderlo y tolerarlo. Hip miró primero la puerta y luego la cama, y dijo: —Buenas noches—, sólo porque ésas habían sido las últimas palabras de la muchacha y allí se habían quedado, temblando en el silencio.

Apoyó las manos en los brazos del sillón y trató de que las piernas lo ayudaran. Logró ponerse de pie, pero sólo un momento. Cayó enseguida hacia adelante y hacia un costado, y tuvo que doblarse para evitar que lo golpeara la mesa. Allí se quedó, tendido sobre la colcha, y la oscuridad se abatió sobre él.

—Buenos días.

No se movió. Tenía las rodillas recogidas y las manos apoyadas en los pómulos. Cerró los párpados, todavía más, para que la luz no le entrara en los ojos. Trató de que sus músculos no sintieran la ligera inclinación del colchón, que indicaba el lugar donde ella estaba sentada. Desconectó sus oídos, temiendo que ella volviera a hablar. Su olfato lo traicionó; no había esperado que hubiese café en la habitación, y antes que pudiera ignorarlo ya lo estaba deseando, intensamente.

Inquieto, siguió acostado, pensando, pensando en ella. Si esta muchacha volviera a hablar, pensó, ya le enseñaría.

Se quedaría allí, acostado, hasta que volviera a hablar, y entonces no le haría ningún caso y seguiría acostado.

Esperó.

Bueno, si no hablaba, no podía no hacerle caso, ¿no?

Abrió los ojos. Unos ojos brillantes, redondos y coléricos. Ella estaba sentada a los pies de la cama, con el cuerpo y el rostro inmóviles, la boca y los ojos animados.

Hip tosió, violentamente. La tos le hizo cerrar los ojos, y al volver a abrirlos ya no miraba a la muchacha. Se pasó la mano por el pecho; luego se miró.

—Dormí vestido toda la noche —dijo.

—Tome su café.

La miró. La muchacha no se había movido. Vestía una chaqueta roja y llevaba en el cuello un pañuelo verde grisáceo. Tenía ojos del mismo color, grandes, serenos, como esos ojos que vistos de perfil parecen un triángulo perfecto. Hip desvió la mirada, más y más, hasta encontrarse con el café. Una gran cafetera y un grueso tazón humeante. Negro, fuerte, bueno.

—Oh —exclamó tomando el tazón entre sus manos y oliendo el café.

Bebió.

Miró la luz del sol en la ventana. Era buena. El movimiento de la cortina, hacia arriba y hacia abajo, dejaba entrar de cuando en cuando un rayo de sol. Era bueno. Un óvalo luminoso, una sombra del mismo sol, se reflejaba en un espejo redondo y en la pintura clara de la pared vecina. Era bueno. Tomó más café.

Dejó el tazón, y se pasó los dedos por los botones de la camisa. Estaba arrugada y húmeda.

—Ducha —dijo.

—Vaya —dijo la muchacha levantándose y yendo hacia la cómoda donde había una caja de cartón y unas bolsas de papel. Abrió la caja y sacó un hornillo eléctrico. Hip se desprendió tres botones de la camisa. El cuarto y el quinto saltaron con un leve sonido explosivo de desgarramiento. Se desembarazó de cualquier modo del resto de las ropas. La muchacha no le prestaba ninguna atención. No lo miraba ni evitaba mirarlo: seguía serenamente atareada en el hornillo. Hip entró en el baño y manejó largo rato los grifos de la ducha, tratando de graduar la temperatura del agua. Luego dejó que el líquido le corriera por la nuca. Se mojó la cabeza y se la frotó furiosamente con jabón hasta que una espuma tibia y suave le cubrió el cuerpo.

Dios mío, pensó de pronto. Estoy delgado como un xilófono. Debo recuperar mis carnes; sino me enfermaré.

El mismo pensamiento retrocedió en una espiral, interrumpiéndose a sí mismo. No debo mejorarme. Debo enfermarme y seguir enfermo. Debo enfermarme más aún. Hip preguntó colérico: —¿Quién dice que debo enfermarme?—, pero la única respuesta fue el eco leve de los azulejos.

Cerró los grifos y salió de la bañera. Tomó una enorme toalla, y después de frotarse cuidadosamente el cuero cabelludo, la arrojó a un rincón. Se pasó por el cuerpo una nueva toalla, hasta que la piel se le puso roja, y la tiró junto a la otra. Luego salió del baño. La bata estaba sobre el brazo del sillón, al lado de la puerta. Se vistió.

La muchacha estaba echando unas cucharadas de fragante grasa de tocino en una sartén con tres huevos. Hip se sentó al borde de la cama y ella dejó caer hábilmente los huevos en un plato, dejando toda la grasa en la sartén. Los huevos eran perfectos: las claras bien firmes, las yemas enteras y líquidas, cubiertas por una tenue película. Las aromáticas lonjas de tocino, cuatro breves segundos menos que quebradizas, crujían como papeles secos. En las tostadas, doradas por fuera y suaves y blandas por dentro, la manteca se derretía rápidamente, tratando de llenar las acogedoras cavernas y hendiduras. Y en otra tostada brillaba el dulce. Y la luz del sol, el dulce y los vitrales lanzaban sus incomparables reflejos.

Hip comió y bebió café, comió más y bebió café y café. Y mientras tanto, la muchacha, sentada en el sillón, con la camisa de Hip sobre la falda, movía las manos como bailarinas, y los botones volvían a la tela bajo los pasos delicados y rápidos.

Hip la observaba. Cuando la muchacha terminó de coser, extendió la mano para tomar la camisa.

—Una limpia —indicó ella.

La muchacha lavó los platos y la sartén, y arregló la cama. Hip se puso una camisa de sport y se echó en el sillón, y ella se arrodilló a su lado y le deshizo el vendaje de la mano izquierda y examinó las heridas, y volvió a vendarlas. El nuevo vendaje era firme y cómodo.

—Ya no necesita el cabestrillo —dijo, satisfecha. Se levantó y volvió a sentarse al borde de la cama, inmóvil otra vez, salvo los ojos y la boca.

Afuera, una oropéndola lanzó una nota prolongada y fina. De pronto la nota se quebró y los fragmentos cayeron en el aire brillante. Un carro cargado de postes pasó perezosamente, sacudiendo unos cencerros, mientras un hombre de voz ronca y otro de voz de viola lo seguían cantando. En una ventana apareció un sonido esférico con una mosca en su centro, y en la otra un gatito blanco. La mosca voló hacia el gatito, y éste retrocedió, saltó hacia ella, se retorció en el aire, y desapareció orgullosamente, como si todos sus movimientos no hubiesen tenido otro fin. Sólo un tonto hubiese podido pensar que había perdido el equilibrio.

En el cuarto tranquilo había una atención desinteresada, una atención que quizá no era más que un deseo de observarlo todo. La muchacha estaba sentada, con las manos dormidas y los ojos despiertos, mientras un destapador de cañerías, llamado Curación, ocupaba el alma y la médula del hombre, adoptando la postura de su cuerpo, descansando y creciendo y creciendo un poco, y descansando otra vez y creciendo.

Al fin, la muchacha se levantó. Sin consultarlo, sólo porque parecía que había llegado el momento, tomó una cartera de mano, se acercó a la puerta, y se detuvo. Hip se movió, se puso de pie y fue hacia ella. Salieron.

Caminaron lentamente hasta un lugar donde había un prado suave, ondulado y terso. Allá abajo, unos muchachos jugaban al softball. Se quedaron allí un rato, observando. Cuando ella vio que la cara de Hip reflejaba sólo las figuras en movimiento y ningún interés en el juego, le tocó el codo y siguieron su camino. Encontraron un estanque con patos, y unos rectos senderos de grava bordeados de canteros. La muchacha arrancó una flor y la puso en el ojal de Hip. Encontraron un banco. Un hombre empujó hacia ellos un carrito brillante y limpio. Compraron una salchicha y una botella de agua gaseosa y Hip comió y bebió en silencio.

Pasaron la tarde juntos, tranquilos.

Comenzó a oscurecer, y la muchacha lo llevó de vuelta a la habitación. Lo dejó a solas una media hora, y cuando regresó lo encontró sentado en el mismo lugar. Abrió los paquetes, cocinó unas chuletas, preparó una ensalada y, mientras Hip comía, hizo un poco de café. Terminada la cena, Hip bostezó. La muchacha se puso de pie.

—Buenas noches —dijo, y salió del cuarto.

Hip se volvió lentamente hacia la puerta que acababa de cerrarse.

—Buenas noches —dijo al fin.

Se desvistió, se acostó y apagó la luz.

Al día siguiente, viajaron en ómnibus y almorzaron en un restaurante.

Al otro día, se retrasaron un poco y escucharon un concierto de banda.

Una tarde llovió y fueron al cine, a ver una película que Hip miró sin decir una palabra, sin sonreír, sin fruncir el ceño, sin mover el cuerpo en las partes musicales.

«Su café». «Mandemos esto al lavadero». «Venga». «Buenas noches». Éstas eran las cosas que ella decía. Nada más. Observaba el rostro de Hip y esperaba, serenamente.

Despertó. La oscuridad era muy grande. No sabía dónde estaba. Sólo veía el rostro de frente ancha, pálido, con anteojos de gruesos cristales y mentón puntiagudo. Hip rugió sin palabras y el rostro le sonrió. Comprendió entonces que ese rostro estaba en su mente y no en el cuarto, y la imagen desapareció… No, supo, simplemente, que no estaba allí. Entonces la cólera le fundió casi el cerebro. Sí, pero ¿quién es?, se preguntó a sí mismo. No lo sé, no lo sé… y su voz se transformó en un quejido, cada vez más suave. Silencio. Respiró profundamente y algo, en su interior, cayó y se deshizo. Gritó. Alguien le tomó una mano, y luego la otra, y luego las dos, juntas. Era la muchacha; lo había oído, había venido a verlo. No estaba solo.

No estaba solo… Gritó con más fuerza, amargamente. Tomó una mano de la muchacha, inclinada hacia él, y miró, en la oscuridad, su rostro, su cabello. Se echó a llorar.

La muchacha esperó pacientemente a que se calmara y le soltara la mano. Luego lo cubrió con una manta y salió de puntillas.

A la mañana siguiente, Hip, sentado en la cama, observaba cómo el humo del café se extendía y desvanecía a la luz del sol. Miró luego cómo la muchacha ponía unos huevos sobre la mesa de luz. Le temblaron los labios. La muchacha se quedó de pie, esperando. Hip dijo entonces:

—¿Ya ha desayunado?

Algo se iluminó en los ojos de la muchacha. Meneó la cabeza.

Hip miró su plato, como si tratara de resolver un problema. Finalmente, lo alejó unos centímetros y se puso de pie.

—Coma esto —dijo—. Yo prepararé más.

La había visto sonreír alguna vez, pero no se había fijado. Ahora era como si todas aquellas cálidas sonrisas se hubieran concentrado en ésta. La muchacha se sentó y comió. Hip frió otro par de huevos, aunque no tan bien como ella. Los huevos estuvieron listos antes que las tostadas, y las tostadas se quemaron mientras comía los huevos. La muchacha no trató de ayudarlo, ni siquiera cuando Hip, con la frente arrugada y el mentón hacia adelante, examinó turbado la mesa de luz. Al fin, encontró lo que buscaba… otra taza. Estaba sobre la cómoda. Le sirvió a la muchacha un poco de café, y tomó para él la otra taza, la que ella no había tocado. La muchacha volvió a sonreír.

—¿Cómo se llama? —preguntó Hip, por primera vez.

—Janie Gerard.

—Ah.

Janie lo observó atentamente. Se estiró hasta los pies de la cama, donde había colgado su bolso, lo abrió y sacó una pieza de metal. Parecía, a simple vista, un corto tubo de aluminio, de unos veinte centímetros de largo y de sección ovalada. Pero era flexible, un tejido de delgados alambres más que un caño obtenido por extrusión. Janie tomó la mano derecha de Hip, la apoyó sobre la taza, con la palma hacia arriba, y puso en ella el trozo de metal.

Hip debió haberlo visto, pues miraba la taza. Sin embargo, no cerró el puño, ni cambió de expresión. Después de un rato, tomó una tostada. El trozo de metal se le cayó de la mano, rodó sobre la mesa y fue a parar al suelo. Hip cubrió la tostada con una porción de manteca.

Después de esa primera comida, hubo algunas otras diferencias. Muchas diferencias. Hip nunca volvió a desvestirse delante de Janie, ni volvió a dejarla sin comer. Comenzó a pagar algunas cosas: los viajes en ómnibus, los almuerzos. Más tarde comenzó a pararse cortésmente junto a las puertas, para que ella saliera primero, y cuando cruzaban la calle, la tomaba del brazo. La acompañaba al mercado y cargaba con todos los paquetes.

Recordó su nombre. Recordó incluso que Hip era abreviatura de Hipócrates. Sin embargo, no podía recordar por qué tenía ese nombre, ni de dónde venía, ni ninguna otra cosa de sí mismo. Janie no lo apuraba, no le hacía preguntas. Se limitaba a acompañarlo, y esperaba. Y trataba de que el trozo de malla estuviera siempre a la vista de Hip.

Hip lo veía casi todas las mañanas, al lado de su desayuno. O lo encontraba en el baño, metido en el mango del cepillo de dientes. Una vez lo encontró en el bolsillo donde aparecía regularmente el pequeño rollo de billetes; en esta ocasión, los billetes estaban dentro del cable. Retiró los billetes y dejó caer descuidadamente el trozo de metal. Janie tuvo que recogerlo. Lo puso una vez en un zapato de Hip: al tratar inútilmente de calzarse, él dio vuelta el zapato y dejó la pieza de metal en el suelo. Parecía como si el cable metálico fuese transparente para Hip, o incluso invisible. Cuando debía tenerlo en la mano, como al encontrar el dinero adentro, no le prestaba ninguna atención; se desprendía rápidamente de él y, al parecer, no volvía a recordarlo. Janie nunca lo mencionaba; calladamente, volvía a ponérselo en el camino, una y otra vez, con la paciencia de un péndulo.

Las tardes de Hip comenzaron a tener una mañana, y los días, un ayer. Se acordó de un banco donde se habían sentado, de un teatro al que habían ido, y también del camino de vuelta. Janie dejó de guiarlo y pronto él mismo planeó los paseos.

Como no tenía recuerdos, salvo del tiempo pasado con Janie, se pasaba los días descubriendo cosas. Hacían excursiones e instructivos viajes en ómnibus.

Descubrieron un nuevo teatro, y una laguna con cisnes además de patos.

Había también otro tipo de descubrimientos. Un día, Hip, de pie en medio de la habitación, se volvió y miró las paredes, una tras otra, y luego las ventanas y la cama.

—Estuve enfermo, ¿no es cierto? —preguntó.

Y un día se detuvo en la calle, y clavó los ojos en el sombrío edificio de la acera opuesta.

—Yo estuve allí.

Varios días después, disminuyó el paso, frunció el ceño, se detuvo, y miró fijamente el interior de una tienda de artículos para hombre. No, no el interior. El escaparate.

Junto a él, Janie esperaba, mirándolo.

Hip levantó lentamente el brazo izquierdo, cerró el puño, se miró la sinuosa cicatriz de la mano, y las dos cicatrices rectas, una larga y la otra corta, de la muñeca.

—Tome —dijo Janie, y le puso en la mano el trozo de metal.

Hip cerró rápidamente el puño. En su rostro hubo primero sorpresa, y luego un relámpago de temor, y luego algo semejante a la cólera. Se tambaleó.

—Está bien —dijo Janie suavemente.

Hip lanzó un gruñido que era una pregunta. Miró a Janie como si fuese una extraña, y luego, poco a poco, pareció reconocerla. Abrió la mano y observó atentamente la pieza de metal. La arrojó al aire, y la volvió a tomar.

—Es mío —dijo.

Janie asintió con un movimiento de cabeza.

—Yo rompí esa vidriera —dijo Hip. La miró, volvió a arrojar al aire el trozo de metal, lo guardó en el bolsillo y se puso nuevamente en marcha. Guardó silencio un largo rato, y luego dijo mientras subían por la escalinata de la casa—: Yo rompí esa vidriera y me metieron en la cárcel. Usted me sacó. Yo estaba enfermo y usted me trajo aquí, y esperó a que me repusiera.

Sacó sus llaves, abrió la puerta y se hizo a un lado para permitirle pasar.

—¿Por qué lo hizo?

—Sencillamente porque quise hacerlo —respondió Janie.

Hip estaba nervioso. Fue hasta el guardarropa y dio vuelta los bolsillos de sus dos trajes y de la chaqueta de sport. Atravesó la habitación, y sus manos inseguras palparon la carpeta de la cómoda. Luego abrió y cerró los cajones.

—¿Qué sucede?

—Esa cosa —dijo Hip vagamente.

Entró en el cuarto de baño y salió otra vez.

—Usted sabe, ese trozo de malla.

—Oh —dijo Janie.

—Lo tenía —murmuró Hip con tristeza.

Volvió a recorrer la habitación. Luego, se inclinó y rozó con el hombro a Janie, que estaba sentada en la cama, y examinó la mesita de luz.

—¡Aquí está!

Lo miró, lo dobló y se sentó en el sillón.

—Odio perderlo —dijo con alivio—. Lo he tenido mucho tiempo.

—Estaba en el sobre donde guardaron sus cosas en la cárcel —dijo Janie.

—Ajá —Hip apretó la pieza entre las manos, luego la levantó y la sacudió apuntando a Janie, como si fuera un índice admonitorio, brillante, grueso—. Esto.

Janie esperaba. Hip sacudió la cabeza.

—Lo he tenido mucho tiempo —continuó.

Se levantó, caminó, volvió a sentarse.

—Buscaba a un individuo que… ¡oh! —gruñó—. No puedo recordar.

—Está bien —dijo Janie suavemente.

Hip apoyó la cabeza entre las manos.

—Estuve a punto de encontrarlo —dijo con voz ahogada—. Lo busqué mucho tiempo. Lo busqué siempre.

—¿Siempre?

—Bueno, siempre desde que… Janie, no puedo recordar.

—Está bien.

—¡Está bien, está bien! ¡No está bien! —Se enderezó, mirándola—. Lo siento, Janie, no quise gritarle.

Janie sonrió.

—¿Dónde estaba esa cueva? —preguntó Hip.

—¿Cueva? —repitió Janie, como un eco.

Hip movió las manos.

—Una especie de cueva. Mitad cueva, mitad casa de troncos. En el bosque. ¿Dónde era?

—¿Estaba yo allí?

—No —respondió Hip inmediatamente—. Supongo que eso fue antes. No recuerdo.

—No se preocupe.

—¡Me preocupa! —gritó Hip, excitado—. Puedo preocuparme por eso, ¿no es así?

Y enseguida la miró buscando su perdón. Lo encontró.

—Debe usted comprender —dijo, más tranquilo—, es algo que yo… debo… Oiga —dijo volviendo a exasperarse—, ¿es posible que uno no recuerde lo más importante del mundo?

—Es posible.

—Sí —dijo Hip, malhumorado—, y no me gusta.

—Está excitándose —dijo Janie.

—¡Ya lo sé! —estalló Hip. Miró a su alrededor, y sacudió la cabeza con violencia—. ¿Qué es esto? ¿Qué hago aquí? ¿Quién es usted? ¿Qué gana con este asunto?

—Me agrada verlo mejor.

—Sí, mejor —gruñó Hip—. ¡Mejor! Debiera enfermarme. Enfermarme cada vez más.

—¿Quién le dijo eso? —preguntó Janie vivamente.

—Thompson —rugió Hip, y retrocedió, mirándola, con asombro y sorpresa. Y con una voz aguda, quebrada, como la voz de un adolescente, sollozó—: ¿Thompson? ¿Quién es Thompson?

Janie se encogió de hombros y respondió con naturalidad:

—El que le dijo que debiera estar enfermo, supongo.

—Sí —murmuró Hip, y repitió suavemente como si ya estuviera seguro—: Sí… —Sacudió ante Janie el trozo de malla—. Lo vi. A Thompson. —El tubo atrajo entonces su atención y se quedó mirándolo, fijamente. Sacudió la cabeza, cerró los ojos—. Yo buscaba… —Su voz se arrastró hasta que casi dejó de oírse.

—¿A Thompson?

—¡No! —gruñó Hip—. ¡Nunca quise verlo! Sí —se corrigió—, quería saltarle la tapa de los sesos.

—¿Realmente?

—Sí. Verá usted; él… él era… ¿qué le pasa a mi cabeza?

Janie trató de tranquilizarlo:

—Calma, Hip.

—No puedo recordar, no puedo —dijo Hip entrecortadamente—. Es como… Usted ve algo que se levanta. Quiere alcanzarlo y salta, con tanta fuerza que le crujen las rodillas. Y consigue tocarlo con los dedos, pero sólo con la punta de los dedos… —Respiró profundamente—. Y así se queda, durante toda la vida, tocándolo con los dedos, sólo con la punta de los dedos, sabiendo que nunca lo alcanzará, que nunca logrará alcanzarlo. Y luego usted cae, y eso se eleva y se aleja, haciéndose cada vez más pequeño, y usted sabe que nunca… —Se echó hacia atrás y cerró los ojos. Jadeaba. Murmuró, quedamente—: Y usted sabe que nunca…

Cerró los puños. Uno de ellos sostenía aún el trozo de malla y Hip sintió, otra vez, sorpresa, asombro y duda.

—Lo he conservado tanto tiempo —dijo, mirándolo—. Es una locura. Debe parecerle una locura, Janie.

—Oh, no.

—¿No cree que estoy loco?

No.

—Estoy enfermo —sollozó.

Janie se rió. Se acercó a Hip e hizo que se pusiera de pie. Lo empujó hacia el cuarto de baño y encendió la luz. Lo empujó contra el lavabo y golpeó el espejo con los nudillos.

—¿Quién está enfermo? —preguntó.

Hip vio la cara de carnes firmes y huesos grandes que lo miraba fijamente. Se vio el cabello lustroso y los ojos claros. Se volvió sorprendido hacia Janie.

—¡Qué buena cara! No tengo esa cara desde… desde que estuve… Janie, ¿estuve en el ejército?

—Estuvo…

Hip miró otra vez el espejo…

—No parezco enfermo —dijo, como si se hablara a sí mismo. Se tocó la mejilla—. ¿Quién insiste en decirme que estoy enfermo?

Oyó los pasos de Janie. Se alejaba. Apagó la luz y salió del baño.

—Me gustaría romperle la cabeza a ese Thompson —dijo—. Arrojarlo contra…

—¿Qué sucede?

—Algo curioso —dijo— estaba a punto de decir: contra una pared de ladrillos. Lo pensaba con tanta intensidad que casi veía la escena.

—Quizá lo hizo alguna vez.

Hip sacudió la cabeza.

—No era una pared. Era el cristal de un escaparate. ¡Ya sé! —exclamó—. Lo vi, y me dispuse a golpearlo. Lo vi parado allí, en la calle, mirándome. Grité y me abalancé contra él y… y… —Se miró la cicatriz de la mano. Asombrado, dijo—: Me volví, y en cambio golpeé el escaparate. Dios mío.

Se dejó caer en el sofá. Se sentía débil.

—A eso se debió la cárcel, y así terminó todo. Quédate en esa cárcel podrida, enférmate. No comas, no te muevas, enferma, empeora. Y así terminó todo.

—¿Y terminó todo, acaso?

Hip la miró.

—No, no; no terminó. Gracias a usted. —La miró en los ojos, miró su boca—. ¿Quién es usted, Janie? ¿Qué persigue con todo esto?

Janie bajó la vista.

—Oh, lo siento, lo siento. Era como si… —Extendió una mano hacia Janie y la dejó caer, sin tocarla—. No sé qué me pasa. Es que… no me lo explico, Janie. ¿Qué he hecho por usted?

Janie sonrió levemente.

—Curarse.

—No es bastante —dijo Hip con devoción—. ¿Dónde vive?

—Del otro lado del vestíbulo —señaló Janie.

—Oh —Hip recordó la noche que había gritado y apartó con vergüenza esa imagen. Se volvió de espaldas, buscando otro tema, cualquier otro tema—. Salgamos.

—Bien.

¿Era alivio lo que creyó oír en la voz de Janie?

Subieron a la montaña rusa, comieron caramelos y bailaron en un pabellón al aire libre. Hip se preguntó en voz alta dónde había aprendido a bailar, pero hasta bien entrada la noche no volvió a mencionar las cosas que tanto le preocupaban. Gozaba por primera vez conscientemente de la compañía de Janie. Este paseo era en verdad un acontecimiento, y no una costumbre como todos los otros. Nunca la había visto reír de esa manera, tan fácilmente, ni con tanto entusiasmo por subir aquí, probar esto otro, o ver qué había más allá. Al anochecer se apoyaron en la baranda, a orillas del lago, y miraron a los bañistas. Había parejas de enamorados en la playa, aquí y allí. Hip sonrió ante la escena, se volvió hacia Janie para hacerle un comentario, y vio sorprendido que una extraña melancolía suavizaba el rostro de la muchacha. Sintió una rara emoción, casi indefinible; y desvió rápidamente los ojos, en parte porque no deseaba sacar a Janie de esa actitud meditativa, tan rara en ella; pero, además, porque entendía de pronto que la dedicación que Janie le mostraba no era todo lo que ella deseaba de la vida. La vida había comenzado para él, literalmente, el día que Janie llegara a su celda. Y nunca había pensado que todo ese cuarto de siglo en el que Janie había vivido sin él, no fuera, también, como un papel en blanco.

¿Por qué lo había sacado de la cárcel? ¿Por qué lo había salvado? ¿Por qué —en el caso de que ella hubiera sentido la necesidad de salvar a alguien— lo había elegido a él?

Y entonces, ¿qué buscaba ella? ¿Algo que estaba ahí en esa su vida perdida? Juró en silencio que se lo entregaría a Janie. Aunque era inconcebible pensar que algo nacido de su vida pudiera ser de más valor que el descubrimiento de esa misma vida.

Pero Janie, ¿qué podía buscar?

Despertó de sus pensamientos y se encontró mirando la playa y la pequeña galaxia de los enamorados. Cada pareja era en sí misma un mundo independiente (pero en armonía con todos los otros) que flotaba a la ventura en el luminoso atardecer. Enamorados… Él también había sentido los tirones del amor… en algún lugar perdido… en medio de la niebla… no podía recordar dónde… ni con quién… aunque el amor estaba allí, en alguna parte, junto a aquella obsesión… No hasta que lo hayas encontrado…

Y sus pensamientos volvieron a extraviarse. Pero era indiscutible que la raíz de esa obsesión había sido para él más importante que el amor, el matrimonio o el deseo de ser coronel. (¿El deseo de ser coronel? ¿Pero había deseado ser alguna vez un coronel?)

Bueno, quizá Janie fuera una conquista. Ella lo quería, quizá. Lo vio y se enamoró, y ahora lo quería para ella y trataba, a su modo, de conquistarlo. Bueno, si ella buscaba eso…

Cerró los ojos y vio en su interior la cara de Janie; la cabeza inclinada, en una actitud paciente y atenta; los brazos delgados y fuertes; el cuerpo flexible, la boca mágica y anhelante. Vio una rápida sucesión de imágenes, tomadas por la cámara de su sana mente masculina, pero archivadas bajo el rótulo de «inactivo» en su mente trastornada y parcial: las piernas de Janie recortadas contra la ventana, vistas a través de la nube policromática de una falda de seda.

Janie con una blusa de campesina: un rayo recto del sol de la mañana se le doblaba en el hombro desnudo y en la suave curva del nacimiento del pecho; Janie, en el baile: se echaba hacia atrás y se apretaba contra él como si ambos fuesen las hojas doradas de un electroscopio. (¿Dónde había visto… dónde había trabajado con un electroscopio? ¡Oh, por supuesto! En el… El recuerdo se desvaneció). Janie, apenas visible en la profunda y agitada oscuridad de la habitación; resplandecía pálidamente detrás de una niebla de nylon y el ácido vacilante de las lágrimas, y le sostenía con fuerza las manos.

Pero todo esto no podía llamarse seducción; sólo era una estrecha intimidad de comidas y caminatas y largos silencios compartidos, sin un roce, sin una palabra de cariño. El amor, aun silencioso y reprimido, exige siempre, tiene hambre y sed. Janie nada exigía. Sólo… esperaba. Si estaba interesada en la oscura historia de Hip, su actitud era completamente pasiva; se limitaba a esperar a que él desterrara algo. Si andaba detrás de lo que él había sido y había hecho, ¿por qué no preguntaba y azuzaba, por qué no escudriñaba y espiaba como Thompson y Bromfield? (¿Bromfield? ¿Quién es Bromfield?). Nunca lo hacía, nunca.

No. Otra cosa la impulsaba hacia él; y por eso miraba a los enamorados con una tristeza tan contenida, con una expresión similar a la de un manco hechizado por la música de un violín.

Imagen de la boca de Janie, brillante, inmóvil, sedienta. Imagen de las hábiles manos de Janie. Imagen del cuerpo de Janie, seguramente tan suave como su hombro, tan firme como su brazo, cálido y dócil y salvaje.

Se volvieron el uno hacia el otro; él, la rueda impulsora; ella, la impulsada. Quedaron sin aliento, y el aire fue entre ellos como un símbolo y una única y viviente promesa. Sus corazones latieron con fuerza, dos veces, y durante ese instante fueron, también ellos, como un solitario planeta en el cosmos estrellado de los amantes; enseguida el rostro de Janie se contrajo en un espasmo de concentración, pero no como dominándose, sino en una exquisita operación de ajuste.

Hip sintió que en lo más profundo de su ser se formaba de pronto una pequeña esfera de vacío. Respiró otra vez y aquella magia se recogió en sí misma y se unió al aliento, y llenó rápidamente el vacío. Y el vacío la devoró y la aniquiló, totalmente, en sólo un instante. Un breve cambio espasmódico en el rostro de Janie: ningún otro movimiento. Todavía estaban juntos y de pie, en el crepúsculo; el rostro de ella vuelto aún hacia él; un rostro alegre y coloreado, y luminoso, que brillaba con luz propia y en su propia sombra. Pero la magia y la unión se habían desvanecido; eran dos, no uno, y Janie era ahora la Janie silenciosa, la Janie paciente, la Janie sin abatimiento, pero también sin entusiasmo. Pero no… la verdadera diferencia estaba en él: sus manos en el aire ya no iban a abrazarla, y se le cerraron los labios, y ese beso que aún no había nacido se perdió para siempre. Hip dio un pasó atrás.

—¿Seguimos?

Una ola de tristeza pasó rápidamente sobre el rostro de la muchacha. Hip sintió que lo ocurrido se parecía a sus obsesiones. Era como esas cosas suaves y sólidas que tenía siempre en la punta de los dedos, y que nunca podía alcanzar. Y comprendió, casi, la tristeza de Janie; había estado allí para él, había estado allí… y había desaparecido, totalmente subiendo y alejándose de él.

Volvieron en silencio a la calle y las luces, con sus lastimosos millares de bujías, y a las diversiones, con su frustrada pretensión de movimiento. Detrás de ellos, en la creciente oscuridad, quedaban las luces reales, los movimientos verdaderos. Todo, o casi todo. Y con los fusiles de aire comprimido, que disparaban pelotas de tenis contra acorazados de madera, y con las manivelas que hicieron girar para que unos galgos de juguete subieran rápidamente por una cuesta, y con los dardos que arrojaron contra unos globos… con todo eso, se desvaneció lo poco que quedaba, algo tan insignificante que no dejó ni rastros.

En un quiosco muy adornado había un par de servomecanismos, sobrantes de guerra, preparados para que pareciesen armas gobernadas por radar. Había un cañón antiaéreo en miniatura; uno apuntaba, y el más ligero movimiento era rápidamente reproducido por el gran cañón de la parte trasera, el de los servomecanismos. Las siluetas de unos aviones cruzaban el cielo raso abovedado. En fin, una agradable confusión de luces y aparatos, una verdadera y presuntuosa baratija.

Hip entró en el quiosco, divertido al principio… luego intrigado y al fin subyugado al ver que la más leve presión de sus dedos era fielmente reproducida por los movimientos bruscos y ondulantes del cañón, a diez metros de distancia. Erró al primer «avión», y al segundo. Esto le bastó para compensar el error del cañón y derribar luego, uno a uno, todos los blancos. Janie aplaudió como una criatura y el encargado del quiosco les obsequió la estatua de arcilla, deforme y reluciente, de un perro de policía; valía una quinta parte del precio de la entrada. Hip la recibió con orgullo y le dijo a Janie que se acercara al aparato. Janie movió tímidamente el arma en miniatura y se rió con los balanceos y sacudidas del cañón. Con las mejillas enrojecidas, y ojos que anticipaban con pericia dónde aparecería cada blanco, Hip dijo, ladeando la boca:

—Elevación, cuarenta o más en su cuadrante derecho, cabo, o los fantasmas degaussarán las espoletas de proximidad.

Janie entrecerró los ojos, quizá para poder apuntar mejor. No respondió a las palabras de Hip. Derribó el primer blanco antes que comenzara a recorrer el horizonte artificial, y el segundo, y el tercero. Hip aplaudía y gritaba alegremente el nombre de Janie. Por un instante, Janie pareció dominarse con un gesto raro y brusco, como una persona distraída que vuelve a una conversación. Luego, dejó pasar un blanco y perdió cuatro más. Derribó otros dos —uno bajo, otro alto—, y le falló al último por un kilómetro.

—No muy bien —dijo, con voz temblorosa.

—Bastante bien —respondió Hip galantemente—. En estos días no es necesario dar directamente en el blanco.

—¿No?

—No. Basta acercársele. Las espoletas se encargan del resto. Éste es el perro más diabético del mundo.

Janie miró la estatua y rió entrecortadamente.

—Lo guardaré siempre —dijo—. Oh, Hip, ese horrible dorado de la pintura le está ensuciando la chaqueta. ¿Por qué no se lo regalamos a alguien?

Caminaron hacia arriba y hacia abajo, hacia la derecha y hacia la izquierda, recorriendo todos los quioscos, en busca de un beneficiario adecuado, hasta que al fin encontraron un solemne granuja, de unos siete años, que chupaba metódicamente los últimos restos de una espiga de maíz.

—Toma, para ti —gorjeó Janie.

El niño ignoró la estatua y clavó unos ojos espantosamente adultos en el rostro de Janie. Hip se rió.

—¡No hay cliente! —dijo agachándose junto al niño—. Haré un arreglo contigo. ¿Te lo llevarías por un dólar?

No hubo respuesta. El niño siguió chupando, sin despegar los ojos de Janie.

—Cliente difícil —sonrió Hip.

De pronto, Janie se estremeció.

—Oh, dejémoslo —dijo, ya sin alegría.

—No puede ganarme como comerciante —replicó Hip animadamente. Puso la estatua en el suelo, junto a los toscos y menudos zapatos, y metió un billete de un dólar en el agujero que más se parecía a un bolsillo—. Es un placer hacer negocios con usted, señor —dijo, y siguió a Janie, que ya había empezado a alejarse—. El típico conversador —rió Hip mientras la alcanzaba. Miró hacia atrás. A media cuadra de distancia, el niño seguía mirando fijamente a Janie—. Parece que le ha causado una verdadera impresión. ¡Janie!

Janie se había detenido bruscamente, con los ojos desorbitados y fijos, y la boca abierta en un triángulo de asombro.

—¡El pequeño demonio! —murmuró—. ¡A su edad! —Se volvió y miró hacia atrás.

Hip no vio bien, evidentemente, pues le pareció que el maíz dejaba las sucias manitas, se elevaba, giraba noventa grados en el aire, golpeaba al niño en la mejilla y caía al suelo. El niño retrocedió cuatro pasos, les dirigió una conjetura poco caballeresca y una sugerencia impublicable, y desapareció en una callejuela.

—¡Uf! —exclamó Hip escandalizado—. ¡Tenía razón, verdaderamente! —La miró con admiración—. Qué oídos tan finos tienes, abuelita —dijo, sin que su burla consiguiese ocultar totalmente su casi puritano aturdimiento—. Yo no oí nada hasta el segundo insulto.

—¿No oyó? —dijo Janie.

Hip notó, por primera vez, cierto fastidio en su voz, y le pareció, al mismo tiempo, que él no tenía la culpa. La tomó del brazo.

—No se preocupe. Vamos a comer algo.

Janie sonrió y todo volvió a la normalidad.

Pizza suculenta y cerveza fría en un compartimiento privado de un verde demasiado brillante y de bordes descoloridos. Una caminata feliz y cansadora a lo largo de los tristes quioscos, hasta el ómnibus tardío que esperaba jadeando. Una sensación de comunidad, por la forma en que se adaptaba la columna vertebral a la bien calculada curvatura de los asientos del ómnibus. Un dormitar compartido, una noche centelleante, y la estación familiar en la calle familiar, resonante y vacía; pero mi calle, y mi ciudad.

Despertaron a un chofer de taxi y le dieron la dirección de la casa.

—¿Puedo sentirme con más vida, acaso? —murmuró Hip desde su rincón. Advirtió enseguida que Janie lo había oído—. Quiero decir —se corrigió—, que es como si todo mi mundo, todos los lugares en que he vivido, hubiesen ocupado alguna vez sólo un rinconcito de mi cabeza, y tan dentro de ella que yo no los podía ver. Y usted hizo de ese rinconcito algo tan grande como una habitación, y luego tan grande como un pueblo, y esta noche tan grande como… bueno, mucho más grande —terminó débilmente.

Un farol solitario le transmitió la respuesta de Janie: una sonrisa. Hip continuó:

—Me pregunto, ahora, si puede ser todavía más grande.

—Mucho más —respondió ella.

Hip se reclinó contra el respaldo, somnoliento.

—Me siento muy bien —murmuró—. Me siento… Janie —dijo, con una voz extraña—, me siento enfermo.

—Ya sabe por qué —dijo Janie con calma.

Hip sintió una tensión en su interior, una tensión que vino y se fue. Se rió suavemente.

—Otra vez él. Se equivoca. Jamás volverá a hacerme enfermar. ¡Chofer!

Su voz fue como el estallido de una madera. El conductor frenó sorprendido. Hip, casi fuera de su asiento, se echó hacia adelante y tomó al conductor por debajo de los brazos.

—Regrese —dijo, excitado.

—Dios Todopoderoso —murmuró el chofer.

El automóvil comenzó a girar. Hip se volvió hacia Janie con una respuesta en los labios; algo así como una respuesta. Pero Janie, inmóvil, callaba y esperaba. Hip le dijo al conductor:

—En la manzana próxima. Sí, aquí. A la izquierda. Doble a la izquierda.

Volvió a recostarse en el asiento, apretando la cara contra el vidrio de la ventanilla, escudriñando las casas en sombra y los jardines oscuros. Al cabo de un rato exclamó:

—¡Ahí! En esa casa con entrada para autos. Ahí, donde hay un cerco.

—¿Quiere que entre?

—No —respondió Hip—, acérquese a la acera. Un poco más… que pueda ver el interior.

Al detenerse el coche, el chofer se volvió y miró hacia atrás.

—¿Descienden aquí? Es un dólar y…

¡Chist!

El sonido fue tan explosivo que el chofer se quedó sin habla. Luego, sacudiendo pacientemente la cabeza, se volvió hacia adelante. Se encogió de hombros y esperó.

A través de la entrada para coches, que abría un claro en el cerco, Hip observó fijamente la casa blanca, débilmente iluminada, la majestuosa galería, el portón del garaje, las claras persianas, y la puerta, con un tragaluz en forma de abanico.

—Llévenos a casa —dijo, al cabo de un tiempo.

No hablaron en el coche. Hip se apretaba las sienes con una mano, cubriéndose los ojos. Janie, silenciosa, se hundía en un rincón.

El automóvil se detuvo. Hip salió y con aire ausente extendió una mano hacia Janie. Le dio un billete al chofer, recibió el cambio, separó unas monedas y se las devolvió como propina. El coche desapareció.

Hip se quedó mirando el dinero que tenía en la mano, moviéndolo lentamente entre los dedos.

—¿Janie?

—Sí, Hip.

Hip la miró. Apenas podía verla en la oscuridad.

—Entremos.

Entraron, Hip encendió las luces. Janie se quitó el sombrero, colgó su bolso del pilar de la cama y se sentó con las manos apoyadas sobre la falda. Esperando.

Hip estaba hundido en sí mismo, ausente como un ciego. Despertó poco a poco, con la mirada fija en el dinero que aún tenía en la mano. Durante un instante, fue como si ese dinero no tuviera sentido para él; luego, lentamente, visiblemente, comprendió de qué se trataba y lo introdujo en sus pensamientos, en su expresión. Cerró la mano, sacudió el dinero, y lo desparramó sobre la mesa de luz, delante de Janie. Eran tres billetes arrugados y algunas monedas.

—No es mío —dijo.

—¡Sí que es suyo!

Hip sacudió la cabeza, negando, cansadamente.

—No, no es mío. Nada de lo que he gastado era mío. Ni el dinero de la montaña rusa, ni el de las compras, ni el del café del desayuno, ni… Supongo que aquí se paga alquiler.

Janie no respondió.

—Esa casa —dijo Hip, impersonalmente—. Alguna vez estuve en ella, lo supe en cuanto la vi. Fue poco antes que me arrestaran. No tenía dinero entonces. Lo recuerdo muy bien. Llamé a la puerta; estaba sucio y excitado, y me dijeron que si quería un poco de comida llamara a la puerta de atrás. No tenía dinero; lo recuerdo tan bien. Todo lo que tenía era…

Sacó de su bolsillo el cable de malla. Lo puso bajo la lámpara, lo recogió, lo apretó entre sus dedos. Luego apuntó con él hacia la mesa de luz.

—Desde que vivo en esta casa, siempre tengo dinero. Está en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta, todos los días. Nunca pensé en eso; pero es su dinero, Janie, ¿no es cierto?

—Es suyo. No se preocupe, Hip. No tiene importancia.

—¿Qué quiere decir con eso de mío? —gritó Hip—. ¿Mío porque usted me lo da? —Escudriñó el silencio de Janie con una brillante mirada de furia y meneó la cabeza—. Lo suponía.

—¡Hip!

Hip sacudió otra vez la cabeza, repentina y violentamente: la única expresión que pudo encontrar, en ese instante, para el huracán que le atravesaba y desgarraba el cerebro. Era furia y era humillación; era una sensación de impotencia y un colérico ataque a esos velos que le impedían conocerse a sí mismo. Se dejó caer en el sillón, cubriéndose la cara con las manos.

Sintió la cercanía de Janie. La muchacha le puso una mano en el brazo.

—Hip… —murmuró.

Hip se encogió de hombros, y la mano volvió a su sitio. Se oyó el crujido de los resortes; Janie se sentaba otra vez en la cama. Hip bajó lentamente las manos y mostró un rostro desfigurado y triste.

—Entiéndame, Janie. No estoy enojado con usted, no he olvidado lo que ha hecho. No se trata de eso —dijo abruptamente—. Me siento confundido otra vez —añadió con voz ronca—. Hago cosas y no sé por qué. Son cosas que debo hacer, cosas como… —Se detuvo tratando de clasificar esos papelitos que giraban y bailaban en el viento, dentro de su mente—… como saber que esto está mal, que no debiera estar aquí, gastando su dinero. No sé quién me dijo alguna vez que esto está mal. Y además… ya se lo he dicho: este asunto de tener que buscar y encontrar a alguien y no saber por qué, y no saber tampoco de quién se trata. Esta noche dije… —Hizo una pausa y durante un momento el siseo del aire entre sus dientes y sus labios crispados llenó la habitación—. Esta noche dije que mi mundo… el lugar en que vivo, es cada vez más grande. Es ya bastante grande como para abarcar la casa que vimos hace un rato. Cruzamos esa esquina y recordé la casa y sentí que tenía que mirarla. Recordé que yo había estado allí, sucio y excitado… Llamé… Me dijeron que llamara a la puerta trasera… Les grité… Acudió alguien más. Les pregunté… Yo quería saber algo sobre… —Silencio y otra vez la respiración sibilante—… algunos niños que vivían en la casa. Y allí no vivían niños. Y volví a gritar. Se asustaron, y traté de dominarme. Les pedí que me contestaran, les dije que me marcharía enseguida. No quería asustarlos. Dije: bien, no hay niños, díganme entonces dónde está Alicia Kew, permítanme hablar con Alicia Kew.

Hip se irguió con los ojos iluminados, y apuntó hacia Janie con el trozo de metal.

—¿Ve? Recuerdo, recuerdo el nombre. ¡Alicia Kew! —Volvió a reclinarse en el sillón—. Y ellos dijeron: «Alicia Kew ha muerto». Luego dijeron: «¡Oh, los chicos de Alicia!». Y me indicaron dónde podría encontrarlos. Lo escribieron en alguna parte; lo tengo aquí, en algún lugar…

Empezó a registrarse los bolsillos. Se detuvo de pronto, y miró fijamente a Janie.

—Estaba en las ropas viejas. ¡Usted lo tiene, usted lo ha escondido!

Si Janie le diese una explicación, una respuesta, todo estaría bien, se dijo. Pero ella lo miraba en silencio.

—Bueno —dijo Hip con firmeza—. Recordé una cosa, puedo recordar otra, o puedo volver a la casa y preguntar otra vez. No la necesito.

El rostro de Janie no se alteró, aunque era evidente que estaba dominándose. Hip dijo entonces, suavemente:

—La necesité, en efecto. Hubiera muerto sin usted. Ha sido… —No encontró las palabras que expresaran lo que Janie había sido para él y continuó así—: Pero ahora ya no la necesito. Tengo que descubrir algunas cosas, pero debo hacerlo sin su ayuda.

Finalmente, Janie habló:

—Todo lo ha hecho sin mi ayuda, Hip. Todo. Yo sólo lo puse en camino. Desearía… seguir haciéndolo.

—No hay necesidad —aseguró Hip—. He crecido. He andado mucho y estoy mejor que antes. Queda poco por descubrir.

—No es poco —dijo Janie, con tristeza.

Hip sacudió la cabeza, afirmativamente.

—Lo sé, se lo aseguro. Tengo que descubrir algo acerca de esos niños, acerca de esta Alicia Kew, y luego el lugar donde viven ahora. Eso estaba al final. En el lugar donde pude tocar con la punta de los dedos eso… eso que yo buscaba. Sólo eso, la dirección de los niños; no necesito más. Allí estará él.

—¿Él?

—Usted sabe, el que he estado buscando. Se llama… —Hip se puso de pie de un salto—. Se llama…

Descargó el puño sobre la palma de la mano, con todas sus fuerzas.

—Lo he olvidado —murmuró.

Se llevó la mano enrojecida a la nuca; cerró los ojos, concentrándose. Luego dijo, más tranquilo:

—Está bien. Pronto lo descubriré.

—Siéntese —dijo Janie—. Siéntese, Hip, y escúcheme.

Hip se sentó de mala gana. La miraba con resentimiento. Tenía en la cabeza imágenes y frases que no alcanzaba a comprender. Pensaba: ¿No puede dejarme en paz? ¿No puede dejarme pensar un momento? Pero porque se trataba de Janie, esperó.

—Tiene razón, puede hacerlo —dijo Janie. Hablaba lentamente, con mucho cuidado—. Puede ir mañana a esa casa, si quiere, y conseguir la dirección y encontrar lo que ha estado buscando. Y no significará nada, absolutamente nada para usted. ¡Lo , Hip!

Hip cruzó la habitación, tomó a Janie de las muñecas, la obligó a levantarse y acercó su cara a la de ella.

—¡Usted sabe! —gritó—. Claro que sabe. Lo sabe todo, todo; ¿no es así? Lo ha sabido siempre; ¡yo loco por saber algo más, y usted ahí sentada, mirándome!

—¡Hip! Hip, mis brazos.

Hip apretó con más fuerza y la sacudió.

—Usted sabe, ¿no es cierto? Lo sabe todo de mí.

—Suélteme. Por favor, suélteme. Oh, Hip, ¡no sabe lo que hace!

Hip la arrojó sobre la cama. Janie encogió las piernas, se volvió apoyándose en un codo, lo miró a través de las lágrimas —lágrimas increíbles que no pertenecían a ninguna de las Janie que él había conocido— y alzó un brazo magullado, abriendo y cerrando los dedos.

—Usted no sabe —dijo Janie, entrecortadamente— lo que…

Y luego calló, jadeante, y lanzó a través de esas lágrimas algún largo mensaje, torturado y confuso, que Hip era incapaz de leer.

Hip se arrodilló lentamente junto a la cama.

—Ah, Janie, Janie.

Los labios de la muchacha temblaron. No era indudablemente una sonrisa, pero quería serlo.

—Está bien —susurró Janie. Dejó caer la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Hip se sentó sobre la alfombra con las piernas recogidas, apoyando los brazos en la cama y la mejilla en los brazos. Janie continuó, con los ojos cerrados—: Comprendo, Hip; realmente comprendo. Y quiero ayudarlo, quiero seguir ayudándolo.

—No, no quiere —dijo él, sin amargura, pero desde las honduras de una emoción que era de algún modo una pena.

Advirtió, quizá a causa de la respiración de la muchacha, que había vuelto a hacerla llorar.

—Usted conoce todas mis cosas. Usted sabe qué busco —dijo. Parecía que estaba acusándola, y lo lamentó. Sólo deseaba expresar un razonamiento. Pero no había otra forma—. ¿No es así?

Con los ojos todavía cerrados, Janie movió afirmativamente la cabeza.

—¿Entonces? —dijo Hip.

Se levantó pesadamente y volvió a su silla. Cuando quiere algo de mí, pensó con malicia, se sienta y espera. Se dejó caer en la silla y miró a la muchacha. Janie seguía inmóvil. Hip trató de arrancar de su pensamiento la amargura y dejar sólo el contenido, la información. Esperó.

Janie lanzó un suspiro y se sentó en la cama. Hip vio el cabello en desorden y las mejillas enrojecidas, y sintió que lo inundaba una ola de ternura. Se contuvo.

—Tiene que creer en mi palabra, Hip —dijo Janie—. Tiene que confiar en mí.

Lentamente, Hip inclinó la cabeza. Janie bajó la vista, juntó las manos, las separó, y se pasó el dorso de una muñeca por los ojos. Luego dijo:

—Ese trozo de cable.

El trozo de malla estaba aún en el suelo, donde Hip lo dejara caer.

—¿Qué pasa con esto? —dijo Hip, recogiéndolo.

—¿Cuándo recordó por primera vez que lo tenía?… ¿Cuándo recordó que era suyo?

Hip reflexionó.

—En la casa. Cuando fui a la casa, a preguntar.

—No —dijo Janie—, no me refiero a esa vez. Después de su enfermedad.

—Oh —Hip frunció el ceño, con los ojos cerrados.

—Cuando recordé el escaparate. Recordé eso y entonces. Oh —exclamó bruscamente—. Usted me lo puso en la mano.

—Así fue. Durante ocho días. Lo puse en sus zapatos. Sobre su mesa. En la jabonera. Una vez metí dentro su cepillo de dientes. Todos los días, media docena de veces al día… ¡durante ocho días, Hip!

—No…

—No comprende. Oh, no puedo culparlo.

—No iba a decir eso. Estaba a punto de decir que no lo creo.

Janie abrió los ojos, y Hip comprendió entonces qué raro era vivir sin la mirada de Janie.

—Es verdad —dijo Janie, con vehemencia—. Es verdad, Hip. Así sucedió.

Hip asintió de mala gana.

—Está bien. De modo que así sucedió. ¿Qué tiene que ver eso con…?

—Espere —pidió Janie—. Verá… Ahora bien usted tocaba el trozo de cable, y se negaba a admitir su existencia. Lo tenía en la mano y lo soltaba sin verlo. Lo pisaba al levantarse y ni siquiera lo sentía. Una vez estaba en su plato, Hip. Se lo llevó a la boca con algunos guisantes y luego lo dejó caer. El cable no existía para usted.

—Re… —dijo Hip, haciendo un esfuerzo—… represión. Así lo llamó Bromfield.

¿Quién era Bromfield? Pero el pensamiento se desvaneció; Janie hablaba otra vez:

—Escuche ahora, atentamente. La represión desapareció cuando tenía que desaparecer. Usted encontró entonces el trozo de cable en su mano y admitió su existencia como algo real. Pero antes que llegara el momento ¡todo fue inútil!

Hip reflexionó.

—De modo que… ¿Y cómo llegó ese momento?

—Usted volvió atrás.

—¿A la tienda, al escaparate?

—Sí —dijo Janie, y añadió inmediatamente—: No. Lo que quiero decir es esto: usted revivió en esta habitación y… bien, usted mismo lo ha dicho: su mundo se ensanchó, se agrandó hasta abarcar una habitación, luego una calle, luego una ciudad. Pero lo mismo sucedió con su memoria. Su memoria se amplió hasta incluir el ayer, y la semana pasada, y luego la cárcel, y luego lo que lo llevó a la cárcel. En ese momento, el cable fue algo, algo terriblemente importante. Pero hasta ese entonces no había sido nada. No existió hasta el momento en que su memoria pudo retroceder hasta él. Entonces fue otra vez algo verdaderamente real.

—Oh —dijo Hip.

Janie bajó la vista.

—Yo sabía lo del cable. Podía habérselo explicado. Traté muchas veces de que se fijara en él, pero usted no pudo verlo. Bien, sé muchas cosas acerca de usted. ¿Pero no comprende que si se las dijera usted no me oiría?

Hip sacudió asombrado la cabeza.

—¡Pero ya no estoy… enfermo! —El rostro de Janie era toda una respuesta—. ¿Estoy enfermo? —preguntó Hip débilmente y la cólera se encogió y se agitó en su interior—. No querrá hacerme creer —gruñó— que me he vuelto sordo de repente y que no la oiré si me dice dónde cursé el bachillerato.

—Claro que no —dijo Janie con impaciencia—. Sólo que nada significaría para usted. No podría relacionarlo con las otras cosas. —Se mordió los labios, concentrándose—. Por ejemplo: ha nombrado a Bromfield una media docena de veces.

—¿A quién? ¿Bromfield? No es cierto.

Janie lo miró con los ojos entornados.

—Sí, Hip. No hace más de diez minutos.

—¿Yo? —Hip reflexionó. Trató de pensar y enseguida abrió desmesuradamente los ojos—. ¡Dios mío, es cierto!

—Está bien. ¿Quién es Bromfield? ¿Qué significa ese nombre para usted?

—¿Qué nombre?

—¡Hip! —dijo Janie, secamente.

—Lo siento —dijo Hip—. Me parece que estoy un poco aturdido —y se hundió en sí mismo, tratando de reproducir toda la frase, todas las palabras—. Br… Bromfield —dijo al fin con dificultad.

—No recordará ese nombre mucho tiempo, Hip. Pues bien, se trata de algo muy viejo, y no tendrá ningún sentido para usted mientras no retroceda un poco más.

—¿Retroceder? ¿Retroceder? ¿Cómo?

—¿No ha estado usted retrocediendo, incesantemente? De la enfermedad a la prisión y luego al escaparate, y más aún, hasta que recordó su visita a aquella casa. Piense en eso, Hip. Piense por qué fue a esa casa.

Hip hizo un ademán de impaciencia.

—No necesito. ¿No comprende? Fui a esa casa porque buscaba algo… ¿qué era? Oh, sí, niños; algunos niños que podrían decirme dónde estaba el idiota —se levantó de un salto, riéndose—. ¿Ve? El idiota… lo recordé. Lo recordaré todo, ya verá. Estuve buscando al idiota… durante años, muchos años. Yo… he olvidado por qué, pero —dijo con voz más fuerte— ahora ya no tiene importancia. Sólo quiero decirle que no necesito recorrer nuevamente todo el camino; ya no puedo equivocarme. Mañana iré a esa casa, obtendré esa dirección y luego iré allí, adonde sea, y terminaré lo que comencé… cuando perdí el… —balbuceó, miró a su alrededor con aire pensativo, encontró el trozo de cable sobre el sillón, y lo tomó bruscamente—. Esto —dijo con aire de triunfo—. Es parte del… del… ¡oh, maldita sea!

Janie esperó a que Hip recobrase la calma.

—¿Ve? —dijo entonces.

—¿Veo qué? —preguntó Hip, desconsolado, miserable y débil.

—Si va mañana a esa casa se embarcará en algo que no comprende, por motivos que no recuerda, detrás de alguien a quien no conoce y de algo que no sabe qué es. Pero —reconoció Janie— tiene razón, Hip, puede hacerlo.

—Si lo hiciera, lo recordaría todo.

Janie sacudió tristemente la cabeza. Hip preguntó con brusquedad:

—Usted lo sabe todo, ¿no es así?

—Sí, Hip.

—Bien, no me importa. Lo haré, de todas maneras.

Janie respiró hondamente.

—Lo matarán.

—¿Qué?

—Si va a esa casa, lo matarán —dijo Janie con voz clara—. Oh, Hip. ¿No he tenido razón hasta ahora? ¿No la he tenido? ¿No ha recuperado ya una gran parte… de sí mismo? ¿No la ha recuperado de veras, de modo tal que ya no la perderá más?

Hip respondió con una voz atormentada:

—Me dice que mañana puedo salir de aquí y encontrar lo que he estado buscando… ¿Buscando? Lo que ha sido mi vida… Y me dice al mismo tiempo que si lo hago me matarán. ¿Qué quiere de mí? ¿Qué quiere que haga?

—Simplemente que siga así —suspiró Janie—. Que siga como hasta ahora.

—¿Para qué? —estalló Hip—. ¿Retroceder alejándome cada vez más de lo que quiero? ¿De qué me servirá…?

—¡Basta! —dijo Janie, severamente. Hip, sorprendido, se calló—. Sólo le falta echarse al suelo y empezar a morder la alfombra —continuó Janie suavemente y con una mirada divertida—, y no le servirá de nada.

Hip luchó contra esa burla; pero era irresistible. Había permitido que lo tocara, y ya no podía librarse de ella.

—¿Quiere usted decir que debo renunciar para siempre a encontrar al idiota… y al… lo que sea? —preguntó casi con calma.

—¡Oh! —dijo Janie, apasionadamente—. ¡Oh, no! Lo encontrará, Hip lo encontrará, sin duda alguna. Pero debe saber de qué se trata; debe saber por qué.

—¿Cuánto tiempo llevará eso?

Janie sacudió la cabeza, muy seria.

—No lo sé.

—No puedo esperar. Mañana… —Señaló hacia los vidrios. El sol se acercaba borrando la oscuridad ya casi de plata—. Hoy, ¿ve usted? Podría ir hoy mismo… Debo hacerlo; usted comprende lo que eso significa para mí, cuánto tiempo he pasado… —Su voz se debilitó. De pronto volvió el rostro hacia Janie—. Dice que me matarán; prefiero que me maten allí, y con eso en mis manos. De todos modos, he vivido para eso.

Janie lo miró trágicamente.

—Hip…

—¡No! —replicó Hip—. No podrá disuadirme.

Janie comenzó a hablar y se interrumpió. Inclinó la cabeza. Dobló el cuerpo y apoyó el rostro en la cama. Hip caminó furiosamente por la habitación, y al fin se detuvo junto a Janie.

—Janie —dijo con voz suave—, ayúdeme… —La muchacha no se movió, pero Hip sintió que ella estaba escuchándolo—. Si existe algún peligro… si algo tratara de matarme… dígame de qué se trata. Que sepa por lo menos qué puedo esperar.

Janie se volvió hacia la pared, para que Hip no pudiera verle la cara, y habló trabajosamente:

—No dije que algo tratará de matarlo. Dije que lo matarán.

Hip se quedó un rato junto a ella. Luego gruñó:

—Está bien. Lo haré. Gracias por todo, Janie. Será mejor que se vaya a dormir.

Janie se deslizó fuera de la cama, lentamente, débilmente, como si la hubieran azotado. Lo miró y había en esa mirada tanta lástima y tanta pena que Hip sintió como si se le estrujase el corazón. Pero apretó los dientes, se volvió hacia la puerta, y la señaló con la cabeza.

Janie se marchó, sin mirar hacia atrás, arrastrando los pies. Era más de lo que Hip podía soportar, pero dejó que ella se fuera.

La colcha estaba un poco arrugada. Hip cruzó lentamente el cuarto y la miró. Extendió la mano, se echó hacia adelante y hundió el rostro en la colcha. La cama conservaba aún el calor del cuerpo de Janie, y durante un instante muy breve, casi indefinible, sintió algo así como la unión de dos alientos, de dos almas hechizadas, vueltas la una hacia la otra a punto de confundirse en una sola. Pero luego, todo desapareció, y Hip se encontró solo y tendido sobre la cama.

Anda, enférmate. Acurrúcate y muere.

—Está bien —musitó.

Podía hacerlo. ¿Qué diferencia habría? ¿A quién podía importarle si se moría de este o de otro modo?

No a Janie.

Cerró los ojos y vio una boca. La de Janie, pensó; pero el mentón era demasiado puntiagudo. Dijo la boca: «Acuéstate y muere, eso es todo», y sonrió. La sonrisa hizo brillar los gruesos anteojos. Hip veía, pues, toda la cara. Sintió un dolor, tan agudo y penetrante, que levantó bruscamente la cabeza y lanzó un gruñido. La mano, se había cortado la mano. La miró y vio las cicatrices.

—Thompson. Tengo que matar a ese Thompson.

Quién era Thompson, quién era Bromfield, quién era el idiota de la cueva… cueva, dónde estaba la cueva con los niños… niños… no, sino algo que pertenecía a los niños… dónde estaba… la ropa de los niños, ¡eso es! Ropa vieja, desgarrada, harapos; pero así es como él…

Janie… Morirá. Acuéstate y muere.

Puso los ojos en blanco, se le aflojaron los músculos y sintió que la fatiga lo invadía lentamente. No era agradable; pero por lo menos dejaba de sentir. Alguien dijo:

—Elevación, cuarenta o más en el cuadrante derecho, cabo.

¿Quién había dicho eso?

Él, Hip Barrows. Él lo había dicho.

¿A quién?

A Janie, con sus hábiles manos sobre el prototipo de cañón antiaéreo.

Resopló débilmente. Janie no era un cabo.

—La realidad no es el más agradable de los ambientes. Pero estamos en ella como una obra de ingeniería. Una buena obra, algo que merece la atención de un ingeniero; y la realidad no puede tolerar las obsesiones. Algo tiene que ceder. Si es la realidad, la obra de ingeniería queda sin aplicación. Es decir, no puede aplicarse a nada, se aplica mal. Deseche la obsesión, comience a funcionar según su diseño.

¿Quién dijo eso? Oh… Bromfield. ¡Farsante! Si tuviera más sentido común no le hablaría de ingeniería a un ingeniero.

—Capitán Bromfield —dijo en tono fatigado (cuántas veces se lo había dicho)—, si no fuese un ingeniero, no lo habría descubierto. No lo habría reconocido, no tendría por qué preocuparme.

Bah, no importa.

No importa. Acurrúcate y… mientras Thompson no muestre su cara. Acurrúcate y

—¡No, por Dios! —rugió Hip. Saltó de la cama y se quedó de pie, temblando, en el centro de la habitación se llevó las manos a los ojos y se tambaleó como un arbusto en medio de una tormenta. Quizá lo había confundido todo: la voz de Bromfield, la cara de Thompson, una cueva llena de ropas de niños, Janie que deseaba que lo mataran. Pero de algo estaba seguro, había algo que sabía: Thompson no le obligaría a acurrucarse y a morir. Janie lo había librado de eso.

Sollozó mientras se tambaleaba:

¿Janie?

Janie no quería que muriera.

Janie no quería que lo mataran. ¿Qué pasaba entonces?

Janie quería simplemente… que retrocediera. Y eso llevaba tiempo.

Miró la ventana iluminada.

¿Llevaba tiempo? Quizá pudiera conseguir hoy mismo esa dirección, ver a esos niños, y encontrar al idiota… Bueno, encontrarlo de algún modo. Eso es lo que quería, ¿no es así? Hoy. ¡Entonces, por Dios, ya vería Bromfield quién tenía una obsesión!

Pero no. Janie deseaba que tomara otro camino, que retrocediera. ¿Durante cuánto tiempo? Más años hambrientos; nadie te cree, nadie te ayuda, buscas y buscas, te mueres de hambre y de frío; encuentras una pista y empiezas a buscar otra que continúe la anterior: la dirección que te dieron en aquella casa de la puerta cochera, a la que llegaste gracias al papel que estaba en las ropas de los niños que estaban… en la…

—Cueva —dijo. Dejó de tambalearse; se enderezó.

La cueva. Y en la cueva había ropas de niños; y entre esas ropas estaba el sucio pedacito de papel escrito muy deprisa, que lo había traído a la casa de la puerta cochera, en esta misma ciudad.

Otro paso hacia atrás, un gran paso. Estaba seguro de que era un gran paso. Porque el descubrimiento que había hecho en la cueva demostraba definitivamente que había visto lo que según Bromfield no había visto. ¡Y aquí estaba! Lo tomó, lo dobló y lo apretó: plateado, liviano, curiosamente trenzado… el trozo de malla. Por supuesto, ¡por supuesto! También el trozo de malla venía de la cueva. Sintió que la excitación crecía en él. Janie le había dicho «retroceda» y él había dicho no, eso lleva demasiado tiempo. Pero ¿cuánto tiempo había necesitado para dar este paso, para descubrir otra vez la cueva y sus tesoros?

Lanzó una mirada a la ventana. No más de treinta minutos, cuarenta como máximo. Sí, y mientras se sentía aturdido, exhausto, irritado, ofendido y culpable. Si intentara retroceder descansado, satisfecho, sereno, y con la ayuda de Janie…

Corrió hacia la puerta, la abrió violentamente, cruzó de un salto el vestíbulo y empujó la otra puerta.

—Janie, escuche —dijo casi a gritos—. Oh, Janie… —la voz se le quebró.

No pudo detenerse, ya estaba dentro del cuarto. Los pies le resbalaron sobre el piso, mientras trataba de retroceder, de volver al vestíbulo, a la puerta.

—Per… perdón —dijo lastimosamente en medio de su asombro.

Se volvió histéricamente. Chocó de espaldas contra la puerta y la cerró. La abrió de un manotón y se precipitó fuera del cuarto.

Dios mío, pensó, ¡cómo no me avisó! Cruzó el vestíbulo tropezando con los muebles. Se sentía como un gong que acaban de golpear. Se metió en su habitación, cerró con llave y se apoyó de espaldas contra la puerta. De algún lugar de su ser surgió un chirriante estallido de risa embarazada. Aliviado, y casi involuntariamente, volvió la cabeza hacia la puerta. Trató de impedir que su imaginación volviera a cruzar el vestíbulo y entrara en el otro cuarto. No pudo hacerlo; volvió a ver aquella imagen y se rió otra vez, incómodo, con la cara roja.

—Tenía que haberme avisado.

El trozo de cable atrajo su mirada. Lo recogió, se sentó en el sillón, y olvidó aquel momento. Recordó, otra vez, lo más importante. Tenía que ver a Janie, tenía que hablarle. Quizá fuese un desatino: pero ella lo sabía todo. Juntos retrocederían, quizá, con verdadera rapidez, tan rápidamente que él podría encontrar al idiota antes que pasara otro día. Ah… quizá no fuera posible; pero Janie, sólo Janie lo sabía. Espera entonces. Enseguida estará de vuelta; tiene que volver.

Se reclinó en el sillón, estiró las piernas y echó atrás la cabeza apoyando cómodamente la nuca en el respaldo. La fatiga flotaba y creía en su interior como un humo fragante, nublándole los ojos y llenándole la nariz.

Dejó caer flojamente las manos; cerró los ojos. En un momento se rió con una risa tonta; pero la imagen no llegó a formarse en su mente, o no se quedó allí bastante tiempo, y no llegó a impedir aquella agradable y profunda inmersión en el sueño.

(Cincuenta milímetros, pensó, allá lejos, en las colinas. La ambición de todo muchacho de agallas; tomar una ametralladora y usarla como si fuera una manguera de jardín).

¡Bam. Bam. Bam. Bam!

(¡Oerlikons! ¿De dónde habrán desenterrado esas reliquias? ¿Qué es esto: una estación antiaérea o un museo?)

—¡Hip! ¡Hip Barrows!

(Por el amor del cielo, ¿cuándo aprenderá ese cabo a llamarme «teniente»? No es que me importe, pero uno de estos días hará lo mismo delante de algún coronel adolescente e iremos a parar a la cárcel).

¡Bam! ¡Bam!

—¡Oh… Hip!

Se sentó, llevándose las manos a los ojos y los cañones eran nudillos que golpeaban la puerta y el cabo era Janie, que lo llamaba desde alguna parte. La base antiaérea se deshizo y volvió a la fábrica de los sueños.

—¡Hip!

—Adelante —gruñó—… Adelante.

—Está cerrado con llave.

Refunfuñó y se puso de pie. Tenía el cuerpo entumecido. La luz atravesaba las cortinas. Fue tambaleándose hacia la puerta y la abrió. No veía bien, y sentía los dientes como una apretada hilera de colillas.

—¡Oh, Hip!

Por encima del hombro de Janie, vio la otra puerta y recordó. Atrajo a Janie al interior del cuarto y cerró la puerta.

—Escuche, lamento lo que pasó. Me siento muy tonto.

—Oh, Hip —dijo Janie suavemente—. No tiene importancia. ¿Se encuentra bien?

—Algo aturdido —admitió. Volvió a reírse, un poco molesto—. Espere. Voy a lavarme la cara, eso me va a despejar.

Desde el baño, preguntó.

—¿Dónde estuvo?

—Caminando. Tenía que pensar. Luego… Esperé afuera. Temía que usted… ya sabe. Quería seguirlo, acompañarlo. Pensé que podría… ¿Se siente bien realmente?

—Oh, muy bien. Y no se preocupe, no voy a salir. Antes tengo que decirle algo. Pero ¿y esa muchacha? ¿No está enojada conmigo? Supongo que ella se sintió peor que yo. Si usted me hubiera dicho que vivía en la casa, no hubiese entrado.

—Pero Hip, ¿qué está diciendo? ¿Qué sucedió?

—Oh —dijo Hip—. Usted viene directamente de la calle. Aún no ha estado en su cuarto.

—No. ¿Qué diablos está…? Hip —dijo, con el rostro encendido.

—Hubiera preferido que se lo contara ella. Bueno, sentí de pronto que tenía que verla a usted, urgentemente. Corrí a través del vestíbulo, abrí la puerta, entré en la habitación y… allí estaba esa amiga suya.

—¿Quién? Hip, por favor.

—La mujer. Usted tiene que conocerla, Janie. Los ladrones no andan desnudos.

Janie se llevó lentamente una mano a la boca.

—Una mujer de color. Una muchacha. Joven.

—¿Qué… qué hacía…?

—No sé. Apenas pude verla. Fue sólo un relámpago, si eso le sirve a ella de consuelo. Salí corriendo. Oh, Janie, lo siento mucho. Es una situación embarazosa, pero no muy grave. ¡Janie! —exclamó Hip, alarmado.

—Nos ha descubierto… Tenemos que irnos —susurró Janie, con los labios pálidos y el cuerpo tembloroso—. ¡Venga, oh, venga!

—¡Espere! Janie, debo hablar con usted. Yo.

Janie se volvió, como un animal dispuesto a la lucha. Habló con tanta vehemencia que se le confundieron las palabras.

—¡No hable! ¡No me pregunte! No puedo decírselo, no lo entendería. Salgamos de aquí, ¡vamos!

La mano de Janie se cerró sobre el brazo de él con una fuerza asombrosa. Hip dio dos pasos, hacia adelante, tratando de no caer. Janie abrió la puerta con una mano y con la otra lo tomó de la camisa, arrastrándolo fuera del cuarto y empujándolo ante ella por el pasillo, hacia la puerta de calle. Hip se tomó del marco de la puerta. La sorpresa y la cólera se transformaron en obstinación y terquedad. Ni las palabras de Janie ni su fuerza inesperada hubieran podido moverlo. Pero Janie no habló ni lo tocó. Pasó corriendo a su lado, pálida, llorosa y asustada y bajó deprisa los escalones que llevaban a la calle.

Hip se dejó arrastrar ciegamente por los impulsos de su propio cuerpo y se encontró fuera de la casa, corriendo detrás de Janie.

—Janie.

—¡Taxi! —gritó la muchacha.

El coche no se había detenido y ya Janie estaba dentro. Hip subió detrás de ella.

—Siga adelante —le dijo Janie al conductor, y arrodillada sobre el asiento se puso a mirar por la ventanilla de atrás.

—¿Adónde? —preguntó el conductor.

—Siga adelante, eso es todo. Rápido.

Hip miró junto con Janie. No vio más que el frente de la casa, que desaparecía a lo lejos, y uno o dos asombrados peatones.

—¿Qué fue? ¿Qué pasó?

Janie se limitó a sacudir la cabeza.

—¿Qué pasó? —insistió Hip—. ¿Iba a estallar la casa, o algo parecido?

Janie meneó otra vez la cabeza. Se apartó de la ventanilla y se acurrucó en un rincón, pasándose los dientes por el dorso de la mano. Hip le quitó suavemente la mano de la boca, y le habló dos veces. La muchacha volvió ligeramente la cara, y ésa fue su única respuesta. Hip no insistió; se reclinó en el asiento y se quedó mirándola.

Al salir de la ciudad, donde se bifurcaba la carretera, el conductor preguntó tímidamente:

—¿Hacia qué lado?

—Hacia la izquierda —contestó Hip.

Janie le dirigió una breve mirada agradecida y volvió a esconderse detrás de su propio rostro.

Por fin, y aunque Janie seguía inmóvil y con los ojos clavados en el vacío, Hip advirtió que algo había cambiado.

—¿Se siente mejor? —preguntó suavemente:

Los ojos de Janie se volvieron hacia Hip, y luego, bastante más tarde, llegó su mirada. Una sonrisa melancólica le tironeaba de las comisuras de los labios.

—Por lo menos, no peor.

—Asustada —dijo Hip.

Janie asintió con un movimiento de cabeza.

—Yo también —dijo Hip inexpresivamente.

Janie apoyó una mano en el brazo de Hip.

—Oh, Hip, lo siento, no puedo decirle cómo. No esperaba esto… tan de repente. Y temo que ahora no haya nada que hacer.

—¿Por qué?

—No puedo decírselo.

—¿No puede decírmelo? ¿O no puede decírmelo todavía?

Janie eligió cuidadosamente sus palabras:

—Ya le dije lo que tenía que hacer: retroceder cada vez más; descubrir los lugares donde estuvo y todo lo que pasó, y así hasta el principio. Podría hacerlo, si tuviese tiempo. —El miedo volvió a su rostro, y se transformó en tristeza—. Pero ya no hay tiempo.

Hip se echó a reír, casi con alegría.

—Hay tiempo —le tomó una mano—. Esta mañana encontré la cueva. ¡Y de eso hace dos años, Janie! Sé dónde está, y lo que encontré: ropas viejas, ropas de niños. Una dirección: la casa de la puerta cochera. Y mi pedazo de cable; la prueba de que no me equivocaba al buscar… Bueno —se rió—, ésa será la próxima etapa. Lo principal es haber encontrado la cueva. Hasta ahora es lo más importante. Y lo hice en treinta minutos, más o menos, y sin siquiera proponérmelo. Ahora, usted dice que no tenemos tiempo. Bueno, quizá no tenemos semanas, ni días; pero ¿tenemos un día, Janie? ¿Medio día?

El rostro de Janie se iluminó débilmente.

—Quizá lo tengamos —dijo—. Quizá… ¡Chofer! Aquí está bien.

Pagó el viaje; Hip no se opuso. Estaban en las afueras de la ciudad. Era un lugar de campos abiertos, donde apenas se veían las huellas del animal urbano. Un puesto de frutas, una estación de gasolina y, del otro lado del camino, algunas casas demasiado nuevas, de madera barnizada y estuco brillante. Janie señaló las lomas verdes.

—Nos encontrarán —dijo desanimada—, pero estaremos solos… y si… algo viene, podremos verlo venir.

En la falda de una loma, en un prado donde el césped no alcanzaba a cubrir los restos amarillentos de la última siega, se sentaron, frente a frente. Cada uno de ellos dominaba una mitad del horizonte.

El sol se levantó y calentó la tierra, y sopló el viento, y una nube vino y se fue.

Hip Barrows trabajaba, trabajaba, retrocediendo. Y Janie oía y esperaba, y sus ojos claros y profundos recorrían los campos.

Atrás, más atrás… Hip, sucio y loco, había tardado dos años en encontrar la casa de la puerta cochera. Pues la dirección era sólo un número y una calle; no indicaba el pueblo, o la ciudad. Tardó tres años en ir del hospicio a la cueva; un año en descubrir el hospicio luego de ver al funcionario del condado; pasaron seis meses desde el día en que lo dieron de baja hasta encontrar la oficina del funcionario. Y otros seis meses desde el día en que nació su obsesión hasta que lo expulsaron de la Fuerza Aérea.

Siete años desde los almidones y el orden, la esperanza y las risas, hasta la sucia y débil luz de un calabozo. Siete años perdidos, siete años de caída en un abismo.

Remontó siete años, y llegó al primer día.

En el campo de tiro de la base antiaérea encontró una respuesta, un sueño, y un desastre.

Joven, capaz, pero inexplicablemente dejado de lado, el teniente Barrows se encontró con demasiado tiempo libre. Y eso no le gustaba.

El campo de tiro era pequeño. En cierto sentido era sólo una curiosidad, un museo. El equipo era anticuado. La misma instalación era anticuada, y los sistemas de defensa habían sido superados muchos años atrás. Pero servía para adiestrar a los artilleros y oficiales, a los hombres del radar y a los técnicos.

El teniente, en uno de esos odiados momentos de ocio, se puso a revolver algunos archivos y a reunir algunos viejos datos sobre la eficiencia de las espoletas de proximidad y la altura mínima a la que esos ingeniosos proyectiles (con sus mecanismos de tiempo y su aparato de radar, todo del tamaño de un puño) debían ser disparados. Se suponía que aquellos eficientes oficiales trataban de derribar un avión a baja altura y no que sus sensibles granadas estallasen prematuramente en las proximidades de un árbol o de algún poste eléctrico.

El ojo del teniente Barrows descubría las discrepancias matemáticas más pequeñas con la misma exactitud con que el oído de Toscanini descubría una nota desafinada. En determinado sector del campo había un cuadrante donde las granadas fallaban más de lo respetablemente permitido por la ley de los promedios. La falla de una salva de granadas, o de dos o tres en un año, podía atribuirse a la mala calidad de los proyectiles; pero cuando todas las salvas lanzadas a baja altura sobre ese determinado cuadrante no estallaban en el momento adecuado, o simplemente no estallaban, algo, indudablemente, estaba quebrantando la respetada ley.

La mente científica del teniente Barrows puso el grito en el cielo ante tales imperfecciones y decidió perseguir implacablemente el fenómeno culpable, con la misma perseverancia con que la sociedad persigue a sus delincuentes.

Lo que más le gustaba al teniente era la exclusividad del asunto. No había motivo, en apariencia, para que se hubiesen arrojado tantas granadas a baja altura; menos aún sobre un determinado cuadrante. El teniente se dedicó entonces a estudiar los informes de los últimos doce años. Los resultados justificaban una investigación.

Pero sería su investigación. Si no sacaba nada en limpio, no diría una palabra. Si descubría en cambio alguna cosa importante, se la presentaría con inmensa modestia e impresionante claridad al propio coronel. Y el concepto que éste tenía de los oficiales de reserva cambiaría fundamentalmente. Examinó el campo con todo cuidado y descubrió que su voltímetro de bolsillo no funcionaba en forma correcta. Quizá había algo que reducía el magnetismo. Cuando el proyectil pasaba sobre esta loma, de unos cuarenta metros de altura, los relevadores, y las gruesas (pero sensibles) bobinas parecían completamente inútiles. Los imanes permanentes y los electroimanes eran afectados por igual.

Barrows nunca había visto, en su breve, pero brillante carrera, nada que se pareciese a este inexplicable fenómeno magnético. Su mente, exacta e imaginativa a la vez, se emborrachó de tal modo con su descubrimiento que empezó a delirar: la identificación y el análisis del fenómeno (¿efecto Barrows, quizá?), y luego un invento, y más tarde sus aplicaciones. Un generador que levantaría una invisible barrera. Los aeroplanos y sus sistemas de comunicación e incluso sus sistemas internos, quedarían inmovilizados al dejar de funcionar los imanes. Dispositivos que pararían en el aire a los proyectiles guiados por radio, dispositivos detonadores y, por supuesto, la supresión de las espoletas de proximidad. La perfecta arma defensiva de la edad electromagnética… ¿Y cuántas otras cosas? Era difícil imaginar un límite. Habría, por supuesto, demostraciones prácticas. El coronel lo presentaría a renombrados hombres de ciencia y a militares famosos:

¡Y he aquí, caballeros, vuestro oficial de reserva!

Pero antes debía descubrir la causa del fenómeno. Construyó un detector, simple, ingenioso, cuidadosamente calibrado. Mientras trabajaba en el detector, su cerebro, de una irreprimible actividad, imaginaba admirativamente todas las consecuencias del «contramagnetismo».

Concibió, como pasatiempo matemático, la posible aplicación de una serie de leyes a estos nuevos fenómenos y envió los resultados al Instituto de Ingenieros de Radio. Allí sabrían apreciarlo. En efecto, fueron publicados en la revista del instituto.

Hasta se divirtió durante las prácticas de tiro advirtiendo: cuidado, o los fantasmas degaussarán (desmagnetizarán) las espoletas de proximidad. Y se reía imaginando el momento en que les asegurase a sus hombres que había dicho enteramente la verdad y que si hubiesen tenido por lo menos la inteligencia de un chorlito hasta ellos hubieran podido darse cuenta.

Finalmente terminó su detector. Consistía esencialmente en un conmutador de mercurio, un generador y un solenoide, y era capaz de registrar hasta las alteraciones más pequeñas de su propio imán. Pesaba casi veinte kilos, pero eso no tenía importancia, pues no pensaba llevarlo personalmente. Consiguió los mejores mapas militares de la región, designó como voluntario al recluta más tonto que pudo encontrar, y se pasó todo un día de licencia en el campo de tiro, recorriendo cuidadosamente en zigzag las faldas de la loma, comparando las observaciones de su aparato con las indicaciones del mapa, hasta que descubrió al fin el centro del efecto desmagnetizante.

Era una granja abandonada. En el centro del campo se veía un viejo y herrumbrado camión. La tierra, los vientos, la lluvia y el deshielo ya casi habían sepultado la máquina. Barrows y el paciente soldado se pusieron a excavar frenéticamente. Al cabo de algunas horas de cavar, raspar y cepillar, dejaron los restos del camión completamente limpios y a la vista. Debajo del camión estaba la fuente del increíble campo magnético.

De cada uno de los ángulos del chasis salía un cable, plateado y reluciente. Los cables se unían en el árbol de dirección, y llegaban a una caja pequeña. En la caja asomaba una palanca. No había, en apariencia, una fuente de energía, pero el dispositivo estaba funcionando.

Barrows empujó la palanca hacia adelante y los restos del desgastado camión gruñeron hundiéndose en la tierra removida. Tiró de la palanca y el camión se levantó rechinando y crujiendo, hasta que los viejos elásticos empezaron a ceder, y quiso levantarse aún más.

El teniente Barrows colocó la palanca en punto muerto y retrocedió unos pasos.

Era, verdaderamente, lo que había deseado encontrar: sus sueños más fantásticos llevados a la práctica. El generador desmagnetizante; allí estaba, esperando la disección y el análisis. Pero este generador era, en realidad, un subproducto.

Con la palanca hacia adelante, el camión era más pesado; con la palanca hacia atrás, más liviano.

¡La antigravitación!

Antigravitación: sueño, fantasía. Antigravitación: un mundo nuevo. El vapor, la electricidad, incluso la energía atómica, reducidos a brotes tecnológicos en el huerto creado por el extraño dispositivo. Los edificios se elevaban hacia el cielo, edificios que ningún artista se había atrevido a pintar; los cohetes surcaban el espacio huyendo hacia los planetas, quizá hacia las estrellas; comenzaba una nueva era: para los transportes, la logística, incluso la danza, e incluso la medicina. Y, oh, la investigación… Y todo esto era suyo.

El soldado, el recluta idiota, dio un paso adelante y tiró con todas sus fuerzas de la palanca. Sonrió, y se arrojó contra las piernas de Barrows. Barrows pateó, saltó, se estiró, y tocó con las puntas de los dedos el borde inferior, brillante y frío, de uno de los cables. Fue sólo un décimo de segundo, pero durante años, durante toda su vida, Barrows sintió que algo de su ser había quedado en aquel petrificado momento: las puntas de los dedos tocaron el milagro y el cuerpo se elevó en el aire, desprendido de la Tierra.

Cayó.

Una pesadilla.

Los latidos y la olvidada respiración le desgarraban el pecho. La máquina, vieja y ruinosa, huía rápidamente de la Tierra, hacia el cielo del atardecer: una mancha, un borrón, un punto. Una luz cuando cayeron sobre ella los rayos horizontales del sol. Y luego el entumecimiento y el dolor, y la respiración otra vez.

Por un lado, un irreprimible deseo de reír, y por otro, un odio y una furia que luchaban contra esa risa.

Frases desesperadas, palabras desgarradas por los gritos, el cuarto creciente de unos ojos muy vivaces, y una forma escurridiza que huye y se ríe… Fue él… y además me echó una zancadilla.

El deseo de matar.

Y nada que matar. Correr, hundirse en las sombras, cada vez más espesas, y no encontrar nada. El ruido de los pasos, el cuerpo devorado por el fuego, y la mente envuelta en llamas. Caídas, golpes, como martillazos sobre la hierba indiferente.

La vuelta solitaria al hoyo vacío, tan vacío, tan enormemente vacío. Métete dentro y alza los ojos hacia los cables plateados que ya nunca volverás a ver.

Un ojo rojo y amarillo que mira atentamente. Un grito y un puntapié. El detector se eleva también, pero muy poco, y rueda por el suelo con el ojo apagado.

El largo camino de regreso a los cuarteles. Arrastras a un hombre invisible, llamado Agonía, cuyas pesadas manos se cierran sobre el pie fracturado.

Cae, descansa, levántate. Cruza ese arroyo; cae, levántate, descansa. Y luego el campamento.

El cuartel general. Los escalones de madera. La puerta oscura. Golpes. Barro y sangre. Golpes. Pasos. Gritos: asombro, preocupación, fastidio, cólera.

Los cascos blancos y los brazaletes: MP. Diles que traigan al coronel. A nadie más. Sólo al coronel.

Cállese, va a despertar al coronel.

¡El coronel! ¡El antimagnetrón, el viaje a la Luna, el transporte moderno! ¡No más turborreactores!

Cállese, reservista.

Lucha. Y alguien que lanza un grito cuando alguien pisa aquel pie fracturado.

La pesadilla se desvaneció. Estaba en un catre blanco en una habitación de paredes blancas, con ventanas de barrotes negros, y un enorme policía militar en la puerta.

—¿Dónde estoy?

—En el hospital, sala de encausados, mi teniente.

—Dios mío, ¿qué sucedió?

—No lo sé, señor. Según parece usted quería matar a algún soldado. Se lo describía a todo el mundo.

Hip Barrows se llevó un brazo a los ojos.

—El recluta. ¿Lo encontraron?

—No, mi teniente. Ese hombre no existe; se han examinado todos los archivos. Tranquilícese, mi teniente. Será mejor.

Un golpe. El policía abrió la puerta. Voces.

—Mi teniente, el mayor Thompson desea hablarle. ¿Cómo se encuentra?

—Muy mal, sargento… Hablaré con él, si quiere.

—Está tranquilo ahora, señor.

Otra voz… ¡Esa voz! Barrows apretó el brazo contra los ojos hasta ver las estrellas. No mires; pues si es quien crees, lo matarás.

La puerta. Pasos.

—Buenas noches, teniente. ¿Ha conversado alguna vez con un psiquiatra?

Lentamente, aterrorizado por la próxima e inevitable explosión de su propia furia, Hip Barrows bajó el brazo y abrió los ojos. La chaqueta, correcta y limpia, las insignias de mayor y el distintivo del cuerpo médico carecían totalmente de importancia. Los modales profesionalmente solícitos del hombre y sus frases amables no tenían en verdad ningún significado. Lo único realmente válido era que ese rostro había sido alguna vez el rostro de un recluta, un recluta que, pacientemente, desinteresadamente, había cargado su detector durante toda una tórrida jornada, un recluta que había compartido su descubrimiento y que, de pronto, le había sonreído, y moviendo una palanca había enviado al espacio los últimos restos de un viejo camión, y junto con ellos el sueño de toda una vida.

Hip Barrows rugió y dio un salto.

La pesadilla comenzó otra vez.

Lo ayudaron todo lo posible. Le permitieron examinar personalmente los archivos y comprobar que el tal recluta no existía. ¿El efecto desmagnetizante? No se había observado. El teniente confesó que todos los informes estaban en su habitación, pero no, no estaban allí. Sí, había un hoyo en el suelo, y encontraron lo que él llamaba su «detector»; algo disparatado; registraba solamente su propio campo magnético. En cuanto al mayor Thompson… Varios testigos lo habían visto, a esa hora, en un avión que volaba hacia la base. Si el teniente no acusara al mayor Thompson, todo sería más fácil. El mayor no es el recluta, no puede serlo. Pero bueno, teniente, quizá pueda entenderse con el capitán Bromfield.

Sé lo que hice, sé lo que he visto, encontraré ese dispositivo y a su inventor, quienquiera que sea. ¡Y mataré a ese Thompson!

Bromfield era un buen hombre, y Dios sabe que trató de ayudarlo. Pero el hecho de que el paciente tuviera una gran capacidad de observación, unida a largos años de práctica, no bastaba para destruir la validez del diagnóstico. Cuando se cansaron de pedirle pruebas, y pasó el periodo histérico, y llegó la melancolía, y por fin un aparente equilibrio, trataron de enfrentarlo con el mayor. Hip Barrows volvió a enfurecerse y tuvieron que sujetarlo entre cinco hombres.

Estos muchachos brillantes, usted sabe, se derrumban de pronto.

Lo retuvieron un poco más, contentos de que el único blanco de sus iras fuera el mayor Thompson. Le escribieron a éste unas líneas de advertencia y luego expulsaron a Barrows. Una verdadera lástima.

Los primeros seis meses fueron un mal sueño. Recordaba aún los paternales consejos del capitán Bromfield y obtuvo un empleo y trató de conservarlo mientras esperaba que se produjera ese «ajuste» del que había hablado el capitán. No se produjo.

Como tenía algún dinero ahorrado y contaba aún con la paga de la baja, decidió tomarse algunos meses y terminar de una vez por todas con ese asunto.

Primero, la granja. El dispositivo estaba en el camión, y el camión, evidentemente, pertenecía al granjero. Encuéntralo, y tendrás lo que buscas.

Necesitó seis meses para descubrir los archivos (pues la aldea había sido expropiada cuando el campo de tiro antiaéreo se agregó a la base) y encontrar los nombres de las dos únicas personas que podían hablarle del camión.

A. Prodd, granjero. Un peón idiota; nombre, desconocido; domicilio, desconocido.

Pero encontró a Prodd, casi un año más tarde. Los rumores lo llevaron a Pensilvania y una corazonada lo llevó al hospicio. Prodd, casi sin habla, y ya en los últimos jadeos de la chochez, le dijo que estaba esperando a su mujer, que su hijo Jack no había nacido nunca, que Lone podía ser un idiota, pero nadie era mejor que él para sacar un camión atascado, y que además era un buen muchacho, que vivía en el bosque con los animales, y que él, Prodd, nunca se había olvidado de ordeñar.

Hip nunca había visto a nadie tan feliz.

Se fue a vivir al bosque con los animales. Y allí pasó tres años y medio. Comió nueces y moras, y lo que caía en las trampas; cobró los cheques de su pensión, hasta que se olvidó de retirarlos. Se olvidó de la ingeniería y hasta casi de su nombre. Pero todo lo que tenía que recordar era que sólo un idiota podía haber instalado semejante dispositivo en semejante camión y que este Lone era un idiota.

Encontró la cueva, algunas ropas de niños y un trozo de cable plateado. Una dirección.

Encontró la casa. Supo dónde podía encontrar a los niños. Pero entonces tropezó con Thompson. Y Janie lo encontró a él.

Siete años.

Estaba acostado sobre algo muy fresco, con la cabeza apoyada en un cálido almohadón. Algo suave le rozaba el cabello. Dormía, o había dormido. Se sentía tan cansado, tan agotado, que entre dormir y despertar casi no había ninguna diferencia. No importaba. Nada importaba. Sabía quién era él y lo que él había sido. Sabía lo que quería y dónde podía encontrarlo. Lo encontraría después de dormir.

Se movió; se sentía feliz. Eso tan suave que le rozaba el cuello le golpeó levemente la mejilla. Por la mañana, pensó, buscaré al idiota. Pero creo que antes dedicaré una hora al placer de los recuerdos. Gané una carrera de embolsados en el picnic de una escuela dominical, y me dieron como premio un pañuelo de color caqui. En el campamento de boy-scouts pesqué tres sollos antes del desayuno; sosteniendo la pala de la canoa con las manos y la línea con los dientes. El más grande de los peces se resistió demasiado y el cordel me cortó los labios. No me gusta el budín de arroz. Me gustan Bach y el salchichón de hígado, y las dos últimas semanas de mayo, y los ojos claros y profundos como los de…

—Janie.

—Aquí estoy.

Hip sonrió, acomodó la cabeza en la almohada y notó el regazo de Janie. Abrió los ojos. La cabeza de la muchacha era una nube negra en una nube de estrellas, una noche más oscura en la oscuridad de la noche.

—¿Es de noche?

—Sí —susurró Janie—. ¿Durmió bien?

Hip se quedó quieto, sonriendo, pensando en lo bien que había dormido.

—No tuve ningún sueño, porque sabía que podía tenerlo.

—Mejor así.

Hip se sentó. Janie se movió cautelosamente.

—Debe de tener las articulaciones doloridas —dijo Hip.

—No importa —dijo Janie—. Me gustó verlo dormir.

—Volvamos a la ciudad.

—No todavía. Ahora me toca a mí. Tengo mucho que contarle.

Hip la tomó de un brazo.

—Está helada. ¿No podemos dejarlo por ahora?

—No… Oh, no. Tiene que saberlo todo antes que él… antes que nos encuentren.

¿Él? ¿Quién es él?

Janie guardó silencio. Hip iba a insistir, pero se contuvo. Después de un rato, la muchacha comenzó a hablar, como si no hubiese oído la pregunta, y Hip tuvo ganas de interrumpirla, pero volvió a contenerse y dejó que Janie contara las cosas a su modo.

—Encontró algo en un campo —dijo Janie—. Llegó a comprender qué era eso y todo lo que podía significar, tanto para usted como para el mundo. Y entonces, ese hombre, el soldado, lo despojó de su aparato. ¿Por qué?

—Era un pobre retardado.

Janie no hizo ningún comentario. Continuó:

—El médico que fue a verlo, ese mayor. Tenía la cara del recluta.

—Ellos probaron otra cosa.

Hip vio en la oscuridad cómo Janie asentía moviendo levemente la cabeza.

Pruebas: los hombres que habían estado con él, esa misma tarde, a bordo de un avión.

—Bueno, pero usted tenía unos informes y ellos mostraban que algo les ocurría a las espoletas en una cierta zona. ¿Qué pasó con esos informes?

—Lo ignoro. Dejé mi habitación cerrada con llave, y así estuvo, creo, hasta que fueron a revisarla.

—¿Nunca pensó que su descrédito nació de esas tres cosas: la desaparición del recluta, la desaparición de los informes, y el parecido del recluta y el mayor?

—Naturalmente. Si yo hubiese resuelto cualquiera de esos problemas, no me habría vuelto loco.

—Está bien. Piense ahora: durante siete años fue de un lado a otro acercándose cada vez más a lo que creía perdido. Estaba ya a punto de descubrir al hombre que había construido el aparato, cuando algo ocurrió.

—Culpa mía. Tropecé con Thompson y me enfurecí.

Janie le puso una mano en el hombro.

—Supongamos que el recluta no movió accidentalmente la palanca, que lo hizo a propósito.

Hip echó la cabeza hacia atrás como si Janie hubiera lanzado sobre él el rayo de una linterna. La luz lo encegueció, aturdiéndolo. Al fin se recuperó y dijo:

—¿Cómo no lo pensé nunca?

—No lo dejaban —dijo Janie amargamente.

—¿Qué significa no me dejaban?

—Por favor, todavía no —dijo Janie—. Bueno, supongamos que todos sus males hayan sido obra de alguien. ¿Puede imaginar quién fue, por qué lo hizo, cómo lo hizo?

—No —respondió Hip inmediatamente—. Eliminar un generador de antigravedad, el primero y el único, no tiene ningún sentido. Perseguirme continuamente, y mediante métodos tan complicados, menos aún. Y además, ¡tendría que entrar en las habitaciones cerradas, hipnotizar testigos y adivinar el pensamiento!

—Él hizo todo eso —dijo Janie—. Puede hacerlo.

—¿Quién, Janie?

—¿Quién construyó el generador?

Hip se incorporó de un salto. Su grito bajó rodando por los campos oscuros.

—No se preocupe —dijo Hip—. Acabo de comprender que sólo una persona sería capaz de destruir ese aparato: la que podría, si quisiera, construir uno nuevo. Lo que significa que… ¡Oh, Dios mío!… el soldado y quizá Thompson… sí, Thompson; Thompson me mandó a la cárcel cuando volví a encontrarlo… ¡Son los dos la misma persona! ¡Cómo no se me ocurrió antes!

—Ya se lo he dicho. No lo dejaban.

Hip se sentó otra vez. Hacia el este, la aurora asomaba sobre las lomas como las luces nocturnas de una ciudad. Hip miró y le pareció ver el día, elegido por él mismo, en el que esa búsqueda paciente y obsesiva debía concluir. Y recordó entonces el terror de Janie cuando él quería enfrentar a este… este monstruo… cuando quería enfrentarlo loco, enfermo, sin memoria, ignorante y sin armas.

—Debe contármelo todo, Janie, todo.

Janie se lo contó, todo. Le contó de Lone, de Bonnie y Beanie, y de sí misma; de la señorita Kew y Miriam, muertas las dos, y de Gerry. Le contó cómo después de la muerte de la señorita Kew habían vuelto al bosque, y cómo durante un tiempo vivieron muy juntos. Y luego…

—De pronto Gerry se hizo ambicioso y quiso cursar en alguna universidad. Fue fácil. Todo era fácil. Cuando escondía esos ojos detrás de unos lentes, nadie se fijaba en él. Estudió medicina y psicología.

—¿Entonces es realmente un psiquiatra?

—No. Sólo sabe lo que está en los libros. Hay una gran diferencia. Se ocultaba entre los otros alumnos; falsificaba documentos. Nunca lo sorprendían, pues cuando alguien empezaba a sospechar, Gerry le lanzaba una de esas miradas y el otro se olvidaba de todo. No fallaba nunca en un examen, mientras hubiera un «caballeros» por ahí cerca.

—¿Qué? ¿Un «caballeros»?

—Así es —Janie se rió—. En una ocasión hubo un gran escándalo. Gerry tenía la costumbre de encerrarse en los baños y de llamar a Bonnie o a Beanie. Les decía lo que pasaba y ellas volvían a casa y me transmitían el mensaje, y yo le preguntaba al bebé y ellas le llevaban la información. Todo en unos pocos segundos. Pero un día, un estudiante oyó hablar a Gerry en el excusado próximo y asomó la cabeza por encima del tabique. Imagínese la escena. Cuando Bonnie y Beanie se teleportan no pueden llevar consigo ni un alfiler. Y, naturalmente, nada de ropa.

Hip se dio una palmada en la frente.

—¿Y qué pasó?

—Oh, Gerry se encargó del muchacho. Éste salió del baño gritando que había visto una mujer desnuda. Los estudiantes acudieron como moscas; pero, por supuesto, Bonnie había desaparecido. Y cuando el muchacho se encontró con Gerry, se olvidó totalmente del asunto y empezó a preguntar qué eran esos gritos. Pasó un momento bastante desagradable.

»Ésos eran buenos tiempos —suspiró Janie—. Todo interesaba a Gerry. Leía sin descanso y acosaba incesantemente al bebé haciéndole preguntas sobre gente, libros, máquinas, historia, arte… todas las cosas. Aprendí mucho en esa época. Todas las respuestas pasaban por mí.

»Pero luego Gerry comenzó a… Iba a decir “enfermar”, pero no es ésa la palabra. —Janie se mordió pensativamente el labio inferior—. Yo diría que entre los que van adelante, y aprenden y aprovechan lo que aprenden, hay sólo dos clases de personas. Unos pocos tienen un auténtico interés por las cosas mismas. La mayoría trata siempre de demostrar algo. Quieren ser mejores y más ricos, o famosos y respetados. Este segundo modo de vivir atrajo naturalmente a Gerry. Nunca había tenido una verdadera educación, y no se había atrevido a competir con los otros. Su infancia fue verdaderamente triste. A los siete años se escapó de un asilo y vivió desde entonces como un perro vagabundo.

»Hasta que Lone lo recogió. Era natural que le gustase obtener las clasificaciones más altas, o ganar cualquier suma de dinero en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, durante un tiempo al menos, tuvo un verdadero interés por ciertos temas: la música y la biología… Y una o dos cosas más.

»Pero pronto comprendió que no había nada que demostrar. Era el más hábil, el más fuerte, y el más poderoso de todos. Demostrarlo era aburrido. Nada ni nadie podía resistírsele.

»Dejó de estudiar. Dejó de tocar el oboe. Lo fue dejando todo. Al fin, no hacía nada, y así vivió durante un año.

»Quién sabe qué pensamientos le cruzaban por la cabeza.

»Pasaba semanas enteras acostado, sin hablar.

»Nuestra Gestalt —así la llamamos— fue una vez un idiota. Lone era entonces la “cabeza”. Pero cuando Gerry sustituyó a Lone, la Gestalt fue algo joven, fuerte, en constante crecimiento. Y cuando Gerry se encerró en sí mismo, la Gestalt, que había sido un idiota, se transformó en un maniaco depresivo.

—Sí —gruñó Hip—. Un maniaco depresivo con poder suficiente como para dominar el mundo.

—Gerry no quería dominar el mundo. Sabía que si quería podía hacerlo. Pero no le interesaba.

»Bueno, como en sus textos de psiquiatría, Gerry se encerró en sí mismo, y regresó a la infancia. Su infantilismo era particularmente malvado.

»Comencé a salir; no aguantaba quedarme en casa. Buscaba cosas que pudieran interesar a Gerry. Una noche, en New York, salí de paseo con un conocido, un dirigente del I. I. R.

—Instituto de Ingenieros de Radio —dijo Hip—. Magnífica institución. Yo fui miembro de ella.

—Lo sé. Ese hombre me habló de usted.

—¿De mí?

—De lo que usted llamaba una «recreación matemática», por lo menos. Una extrapolación de las leyes que gobiernan el flujo magnético de un generador de gravedad, y de los fenómenos producidos por el mismo.

—¡Dios mío!

Janie se rió, con una risa breve y dolorosa.

—Sí, Hip. Yo fui la culpable. Entonces no lo sabía, por supuesto. Sólo deseaba interesar a Gerry. Se interesó, efectivamente. Le preguntó al bebé qué podía ser eso e inmediatamente obtuvo la respuesta. Lone había construido el dispositivo antes que Gerry viniese a vivir con nosotros. Lo habíamos olvidado.

—¡Olvidar! ¿Olvidar algo así?

—Recuerde que no pensamos como los demás.

—No —reflexionó Hip—. ¿Por qué habrían de hacerlo?

—Lone construyó el aparato para Prodd, el viejo granjero. Así era Lone. Un generador de gravedad, para aumentar o disminuir el peso del vehículo, y para que Prodd pudiera usarlo como si fuese un tractor. Y todo porque Prodd había perdido el caballo y no tenía dinero para comprarse otro.

—¡No!

—Sí. Era de veras un idiota. Bien, Gerry le preguntó al bebé qué pasaría si se divulgaba este invento y el bebé contestó que muchas cosas. Dijo que trastornaría el mundo, más aún que la revolución industrial. Más que todo hasta ahora. Dijo que si las cosas marchaban en un sentido, tendríamos una guerra que no podíamos imaginar. Y que si marchaban en sentido opuesto, la ciencia iría demasiado lejos, demasiado aprisa. Parece que la gravitación es la clave de todas las cosas. Agregaría un ítem más al campo unificado… lo que llamamos ahora energía psíquica o «psiónica».

—Materia, energía, espacio, tiempo y psique —murmuró Hip, aterrado.

—Sí —dijo Janie con naturalidad—, todo es lo mismo, como lo demostraría el aparato. Ya no habría secretos.

—Pero esto es… esto es lo más extraordinario… De modo que… ¿Gerry decidió que nosotros, pobres monos mal desarrollados, no éramos dignos de todo eso?

—No. Gerry no está interesado en ustedes, los monos. Pero el bebé dijo que el dispositivo nos denunciaría, indefectiblemente. Usted mismo logró descubrir una pista. Y el servicio secreto del ejército no hubiese tardado siete años, sino siete semanas.

»Y Gerry entonces se sintió molesto. Vivía encerrado en sí mismo. Quería cocerse en su propio jugo, en su escondite de los bosques. No quería que las Naciones Unidas insistieran en que abandonase su escondite y demostrase su patriotismo. Oh, claro que llegado el momento podría desembarazarse de todos, pero sólo dedicándose por entero al asunto. Y dedicarse a algo por entero, trabajar intensamente, no estaba en sus planes. Se enfureció. Se enfureció con Lone, ya muerto, y se enfureció especialmente con usted.

—Podría haberme matado, ¿por qué no lo hizo?

—Tampoco se llevó el dispositivo antes que usted lo viera. Lo repito, era algo perverso, vengativo… infantil. Usted lo había molestado. Y se las iba a pagar.

»Bueno, debo confesar que eso no me importaba mucho. Me hacía bien ver a Gerry ocupado otra vez. Fui con él a su base.

»Ahora bien, hay algo que usted no recuerda. Gerry entró en el laboratorio mientras usted calibraba el detector. Lo miró a los ojos y volvió a salir, enterado de todo, incluso de que ese detector estaba destinado a ubicar el dispositivo, y de que usted tenía la intención de —¿cómo dijo?— “nombrar un voluntario”.

—Yo me creía un personaje en esos días —dijo Hip con pesar.

Janie se rió.

—No sabe hasta qué punto. Bien, usted salió con ese instrumento pesado y grande atado a una correa. Todavía puedo verlo, Hip, con su vistoso uniforme, el sol en el pelo… Yo tenía diecisiete años. Gerry me pidió que le consiguiera una camisa de recluta. Se la traje de los cuarteles.

—No sabía que una muchacha de diecisiete años pudiera entrar en los cuarteles, y menos que pudiera salir con el pellejo sano.

—No entré.

Hip lanzó un grito de sorpresa; la camisa se le retorcía sobre el cuerpo. Los faldones se alzaron y se agitaron furiosamente en el aire tranquilo del alba.

—¡No haga eso! —jadeó Hip.

—Me limito a demostrar lo que pasó —dijo Janie, guiñando los ojos—. Gerry se puso la camisa, se apoyó en una pared, y usted fue hacia él y le dio el detector. «Vamos, soldado», le dijo, «acaba de ofrecerse como voluntario para un picnic. Cargue con el almuerzo».

—¡Qué antipático era!

—No sé. Yo espiaba desde detrás del cobertizo de la policía y usted me pareció maravilloso.

Hip se rió entre dientes.

—Continúe. Cuénteme el resto.

—Ya lo conoce. Gerry le dijo a Bonnie que buscara los informes. Bonnie los encontró y me los trajo. Los quemé. Lo siento, Hip. Ignoraba los planes de Gerry.

—Continúe.

—Bueno. Gerry trató de desacreditarlo. Mentalmente; tenía que ser así. Usted alegaba la existencia de un recluta a quien nadie conocía. Y afirmaba que el recluta era el psiquiatra. Síntoma peligroso, como lo sabe cualquier médico. Afirmaba poseer unos informes, con hechos y números que probaban sus palabras, pero nadie encontraba esos informes. Podía mostrar que había desenterrado algo, pero no lo que había desenterrado. Y usted tenía una mente clara y científica, y por otra parte cualquiera podía demostrar la falsedad de esos hechos. Algo tenía que ceder.

—Ingenioso —susurró Hip.

—Y para que no hubiese posibilidad de error —dijo Janie con cierta dificultad—, Gerry impidió, mediante una orden hipnótica, que usted lo relacionara, como mayor Thompson, psiquiatra o recluta, con el generador de antigravedad.

»Cuando descubrí lo que Gerry había hecho, traté de que lo ayudara. Sólo un poco. Gerry… se rió de mí. Le pregunté al bebé qué podía hacer. Nada, me dijo. La orden sólo podía anularse mediante una abreacción invertida.

—¿Qué diablos es eso?

—Remontarse mentalmente hasta el incidente mismo. Mediante la abreacción se revive enteramente cualquier episodio. Usted no podía hacerlo porque ahí, en el nacimiento del episodio, estaba esa orden. Sólo había un camino: ir descubriendo, inversamente, todos los hechos, uno por uno, hasta llegar a la orden misma. Esa orden, como todas las de su tipo, decía «de ahora en adelante». Pero no podía detenerlo si usted retrocedía. Lo difícil era encaminarlo a usted, sin decirle nada.

—Cielo santo —exclamó Hip—. Me siento verdaderamente importante. Un hombre como él tomarse todo ese trabajo.

—Por favor, no se enorgullezca —dijo Janie con frialdad—. Lo siento, Hip —añadió enseguida—. No quería lastimarlo. Pero para Gerry todo fue muy fácil. Lo aplastó como a un insecto. Lo hizo a un lado, y lo olvidó.

Hip gruñó.

—Gracias.

—¡Y volvió a hacerlo! —dijo Janie con furia—. Allí estaba usted otra vez, con siete años perdidos, el cerebro anulado, un cuerpo hambriento y sucio y una paralizada obsesión que usted no era capaz de comprender. Y sin embargo, algo… algo que de algún modo lo sostiene, bastó para que se arrastrara, durante siete años, detrás de nuestras huellas. Y llegó hasta el umbral. Cuando Gerry lo vio venir —estaba casualmente en la ciudad— supo enseguida quién era usted y qué buscaba. Y cuando usted se echó sobre él, lo desvió hacia ese escaparate con sólo una mirada de esos malditos… venenosos ojos.

—Eh —dijo Hip suavemente—, tómeselo con calma.

—No puedo —susurró Janie—. Me enfurece. —Se pasó una mano por los ojos y se echó hacia atrás el cabello—. Lo lanzó contra ese escaparate y al mismo tiempo le dio esa orden: «Acuéstate y muere». Yo lo vi, vi cómo lo hacía… esa maldad… —Se dominó y siguió, más tranquila—: Quizá si usted hubiese sido la única víctima, yo me habría olvidado. No quiero decir que aprobaría su conducta, pero una vez tuve fe en él… Tiene que comprenderme, Hip. Gerry, yo y las muchachas formamos algo real y vivo. Odiarlo sería como odiar parte de uno mismo.

—Se lee en las Escrituras: «Si tu ojo te ofende arráncatelo y arrójalo lejos de ti. Si tu mano derecha…»

—¡Sí, su ojo, su mano! —exclamó Janie—. ¡No su cabeza! Pero —continuó— el suyo no fue el único caso. ¿Oyó hablar de la fusión del elemento 83?

—Un cuento de hadas. El bismuto no gasta esas bromas.

—Recuerdo vagamente… un chiflado que se llamaba Klackenhorst.

—Un chiflado que se llamaba Klackenheimer —corrigió Janie—. Fue una fanfarronada de Gerry. Dejó escapar una ecuación diferencial que no debía haber mencionado. Klack la pescó al vuelo. Consiguió fundir el bismuto. Y Gerry empezó a preocuparse. Un hecho así daría mucho que hablar, y no quería ser perseguido por toda una multitud. De modo que se desembarazó del pobre Klack.

—¡Pero Klackenheimer murió de cáncer! —refunfuñó Hip.

Janie le dirigió una mirada rara.

—Ya lo sé.

Hip se golpeó las sienes con los puños, suavemente.

—Hubo otros casos —continuó Janie—. No todos tan importantes. Una vez lo desafié a que conquistara una muchacha completamente solo, y sin usar sus poderes. Se la llevó otro, un muchacho extraordinariamente suave que vendía máquinas de lavar de puerta en puerta, y que se desempeñaba muy bien. El muchacho terminó sufriendo de acné rosácea.

—La nariz como una remolacha; conozco la enfermedad.

—La nariz como una remolacha bien hervida, muy hinchada —corrigió Janie—. Perdió el empleo.

—Perdió a la muchacha —aventuró Hip.

Janie sonrió y dijo:

—Ella siguió a su lado. Tienen un pequeño negocio de cerámicas. Él no deja la trastienda.

Hip sospechó vagamente de dónde había salido el negocio.

—Janie. Aceptaré su palabra. Hubo muchos casos. Pero, entonces, ¿por qué me eligió a mí?

—Por dos buenos motivos. Ante todo, porque vi aquella escena. Vi cómo usted se abalanzaba sobre el cristal creyendo que era Gerry. Y no quería que eso se repitiera. Luego, bueno… porque era usted.

—No comprendo.

—Escuche —dijo Janie apasionadamente—. No somos un grupo de monstruos. Somos el Homo Gestalt, ¿me entiende? Somos una entidad única, una nueva especie de ser humano. No fuimos inventados. Somos producto de la evolución.

»Somos una nueva etapa. Estamos solos. No hay seres como nosotros. No vivimos en el mundo en que ustedes viven, no tenemos códigos de moral ni sistemas de ética. ¡Vivimos en una isla desierta, en compañía de cabras!

—Y yo soy una cabra.

—Sí, sí, lo es, ¿no se da cuenta? Y nadie en esta isla en que hemos nacido puede orientar nuestra conducta. Podemos aprender de las cabras todo lo que hace que las cabras sean buenas cabras, pero eso no cambia el hecho que no somos cabras. No se nos pueden aplicar las reglas que a los seres humanos; no somos como ellos.

Hip iba a hablar, pero Janie lo detuvo levantando la mano.

—Escúcheme un momento. ¿Ha visto alguna vez en los museos esas colecciones de esqueletos, de caballos, por ejemplo, que comienzan con el pequeño Eohippus y siguiendo una línea ascendente, de diecinueve o veinte piezas, llegan al percherón? Hay una enorme diferencia entre el número uno y el diecinueve, pero ¿hay verdaderamente una diferencia entre el quince y el dieciséis? ¡Endiabladamente pequeña!

—Comprendo. Pero ¿qué tiene que ver eso con…?

—¿Con usted? ¿No entiende? El Homo Gestalt es algo nuevo, algo diferente, algo superior. Pero las partes que forman ese ser —los brazos, las entrañas, la memoria, como los huesos de aquellos esqueletos— son las mismas que en un escalón inferior, o poco diferentes. Yo soy yo, soy Janie.

»Vi cómo Gerry lo golpeaba. Usted era un conejo aplastado, sucio, envejecido. Pero yo lo reconocí. Lo vi y vi otra vez aquella escena, siete años atrás: usted en el patio con el detector y el sol que le bañaba la cabeza. Usted era alto, ancho, y caminaba como un padrillo grande y reluciente. Usted era la razón de los colores del gallo; usted era parte de lo que sacude la floresta cuando el alce en celo embiste su rival; usted era la armadura y el penacho; usted era… era… yo era una niña de diecisiete años, Barrows, además de todo lo otro. Yo era una niña de diecisiete años, en plena primavera, e impulsada por sueños que no alcanzaba a comprender.

Profundamente conmovido, Hip susurró:

—Janie… Janie…

—¡Apártese de mí! —le gritó Janie—. No me ha entendido. No fue amor a primera vista. Eso es infantil. El amor es algo distinto. Algo que nos funde y nos enfría y nos templa, de tal modo que la aleación es al fin más fuerte que al principio. No hablo de amor. Hablo de tener diecisiete años y sentirse… completamente… —Se llevó las manos a los ojos. Hip esperó. Janie puso al fin las manos sobre su falda. Tenía los ojos cerrados, y el cuerpo inmóvil—… completamente… humana

Hip se levantó y dio unos pasos por la fresca mañana, brillante ahora, intensa como el terror en los sueños de una niña. Y recordó el rostro aterrorizado de Janie al enterarse de que Bonnie había estado en su cuarto, y vio —a través de los ojos de Janie— lo que habría ocurrido si se hubiese lanzado como un ciego, enfermo, indefenso, contra aquellas garras despiadadas.

Y se vio a sí mismo, saliendo del laboratorio, en busca de un esclavo. Arrogante, orgulloso, superficial, en busca de un recluta completamente tonto.

Volvió a pensar en aquel día; no en sus encuentros con Gerry (asunto ya concluido), sino en sí mismo, y cuanto más pensaba en sí mismo, más sentía una sofocante y profunda humildad.

Se acercó a Janie. La muchacha seguía sentada, con los ojos clavados en las manos y las manos dormidas sobre la falda, en donde él mismo había dormido. Y pensó que esas manos estaban colmadas de dolores y secretos, y también de felices sorpresas.

Hip se arrodilló junto a ella.

—Janie —dijo con voz temblorosa—. Quiero decirle qué pensaba yo aquel día que usted me vio salir del laboratorio. No deseo estropearle su recuerdo de los diecisiete años.

»Pero quiero que sepa qué clase de ser era yo… no precisamente lo que usted cree. —Respiró profundamente—. Puedo recordarlo mejor que usted, porque para usted son siete años y para mí, en cambio, es sólo algo anterior a un sueño, en que buscaba a un idiota. Acabo de despertar y aún recuerdo claramente todo lo que ocurrió antes… Janie, en mi infancia tuve algunas dificultades. Me enseñaron ante todo que yo era algo bastante inútil, y que las cosas que gustaban carecían invariablemente de significado. Viví sin discutir esas ideas, hasta que descubrí de pronto un mundo nuevo y de valores nuevos. Y en ese mundo se me aceptaba y se me respetaba.

»Y luego ingresé en el ejército, y ya no volví a ser un héroe de fútbol, ni jefe de ninguna sociedad. Fui entonces como un pez fuera del agua, y las gentes que viven en el barro hicieron de mí lo que quisieron. Sentí que allí me moría.

»Sí. Encontré el campo desmagnetizante completamente solo. Pero cuando usted me vio salir del laboratorio yo no era ese gallo, ese alce y todo lo demás. Iba a descubrir algo, y a ofrecérselo al mundo, pero no por amor a la humanidad, sino para que… —Hip tragó saliva— me invitaran a tocar el piano en el club de oficiales, y me palmearan la espalda y… me miraran al entrar. Ésos eran mis verdaderos deseos. Cuando descubrí que no se trataba solamente de un fenómeno magnético (lo que me haría famoso) sino de antigravitación (lo que cambiaría la faz de la Tierra) pensé que sería el propio Presidente el que me invitaría a tocar el piano, y los grandes generales los que me palmearían la espalda. Pero en el fondo era lo mismo.

Volvió a sentarse. Durante un rato se quedaron callados. Al fin Janie dijo:

—Y ahora, ¿qué piensa hacer?

—No lo de antes —murmuró Hip tomándole las manos—. No lo de antes. Algo distinto. —De pronto se echó a reír—. ¿Y sabe, Janie? ¡No sé qué es!

Janie le apretó las manos y luego se las soltó.

—Quizá lo descubra, Hip —dijo, y añadió incorporándose—: Será mejor que nos vayamos.

—Bueno, ¿a dónde?

—A casa. A mi casa.

—¿A lo de Thompson?

Janie asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Por qué, Janie?

—Quisiera que Gerry aprendiese algo. Algo que una máquina de calcular no puede enseñarle. Quisiera que aprendiese a sentir vergüenza.

—¿Vergüenza?

—No sé —dijo Janie apartando la vista— qué es una moral. No sé ni siquiera cómo se la obtiene. Sólo sé que a veces uno se siente avergonzado. Quiero que Gerry comience por ahí.

—¿Y yo qué puedo hacer?

—Venir conmigo, nada más —dijo Janie rápidamente—. Quiero que Gerry lo vea. Quiero que recuerde lo que usted era antes, aquel ser inteligente y lleno de esperanzas, y que vea su propia obra.

—¿Y cree usted que eso servirá de algo?

Janie sonrió. Y su sonrisa fue una amenaza.

—Servirá —dijo con un tono áspero—. Gerry comprenderá al fin que no es todopoderoso y que no puede matar a cualquiera sólo porque es más fuerte.

—¿Quiere que trate de matarme?

—No lo hará —Janie se rió y se volvió rápidamente hacia Hip—. No se preocupe, Hip. Yo soy el lazo que une a Gerry con el bebé. ¿Cree que Gerry se practicará a sí mismo una lobotomía prefrontal? ¿Cree que se atreverá a perder su memoria? Esa memoria no es la del hombre común, Hip. Es la memoria del Homo Gestalt… Es toda la información ya recogida, más la comparación de todos los hechos entre sí, con todas las combinaciones posibles. Gerry puede prescindir de Beanie y de Bonnie, puede descubrir otros modos de actuar a distancia; pero no puede prescindir del bebé. Y así ha vivido desde que me fui de la casa. Debe de estar como loco. Puede tocar al bebé, levantarlo y hablarle; pero sin mí no puede sacarle nada.

—Iré —dijo Hip serenamente, y añadió—: Janie, usted no morirá.

Fueron primero a la casa que habían ocupado los dos. Janie abrió, desde lejos y riéndose, las dos cerraduras.

—Tenía tantas ganas de hacerlo; pero no me atrevía. —Se rió y entró bailando en la habitación de Hip—. ¡Mire! —anunció. La lámpara se levantó de la mesa de luz, flotó súbitamente en el aire y se posó en el piso del cuarto de baño, el cordón se enroscó como una serpiente y se metió en un enchufe del zócalo. Se oyó el sonido de una llave. La lámpara se encendió—. ¡Mire! —exclamó la muchacha—. ¡Mire! ¡Mire! —y en el centro de la alfombra apareció un pliegue que corrió de un lado a otro por la habitación. Los cuchillos y tenedores, la navaja de afeitar y el cepillo de dientes, dos corbatas y un cinturón vinieron volando y formaron en el suelo la figura de un corazón atravesado por una flecha. Hip gritaba y se reía. Abrazó a Janie y la hizo girar por el cuarto.

—¿Por qué nunca la he besado, Janie?

La cara y el cuerpo de la muchacha se endurecieron de pronto y en sus ojos apareció una expresión indescriptible. Ternura, diversión, y algo más.

—No pienso decírselo. Es usted encantador, valiente, inteligente y fuerte, pero también bastante puritano.

Janie se apartó, y el aire se llenó de cuchillos, tenedores, corbatas, una lámpara y una cafetera, que volvían a sus lugares de siempre.

—Apresúrese —dijo Janie desde la puerta y salió del cuarto.

Hip se lanzó detrás de ella y la alcanzó en el vestíbulo. La muchacha se reía.

—Ya sé por qué no la he besado —dijo Hip.

—¿Lo sabe?

—Usted puede echar agua en un recipiente cerrado. O sacarla.

No era una pregunta.

—¿Puedo hacerlo?

—Cuando nosotros, los pobres machos, pateamos el suelo y embestimos las ramas bajas de los árboles, puede ser primavera o idealismo o amor. Pero en todos los casos ciertas presiones hidrostáticas modifican una serie de diminutos depósitos, más pequeños que la uña de mi dedo meñique.

—¿De veras?

—De modo que cuando el contenido de estos depósitos disminuye de pronto, yo… nosotros… este… bueno, la respiración se hace más fácil y la luna pierde sentido.

—¿Sí?

—Y usted ha estado haciéndome eso.

—¿Eso? —Janie se alejó lanzándole una mirada y un breve y rico arpegio de risa—. No me dirá que ha sido algo inmoral.

—Nada propio, por lo menos, de una muchacha decente —dijo Hip, riéndose también.

Janie lo miró, arrugó la nariz y entró en su habitación. Hip se quedó contemplando la puerta cerrada. Luego volvió a su cuarto.

Sonrió y sacudió la cabeza, con deleite y admiración a la vez, sintiendo que una nueva especie de calma envolvía el nudo de terror, pequeño y frío, que aún llevaba adentro. Perplejo, encantado, aterrorizado y pensativo, abrió la ducha y empezó a desvestirse.

Se quedaron en el camino hasta que el taxi se perdió de vista. Luego Janie inició la marcha a través del bosque. No se podía saber ahora si alguien había talado alguna vez aquellos árboles. El sendero corría borrosamente, pero era fácil seguirlo. El follaje alto era muy espeso y había pocas malezas.

Caminaron hacia una roca escarpada, y musgosa, y luego Hip vio que no era una roca, sino una pared de doscientos metros de largo, con una maciza puerta de hierro en el medio. Cuando estaban llegando, se oyó el ruido de una barra de metal. Hip se volvió hacia Janie y comprendió que la muchacha estaba abriendo el portón.

El portón se abrió. Entraron y se volvió a cerrar. El bosque seguía como del otro lado del muro, con árboles tan grandes y tan apretados, pero el sendero era ahora de ladrillos, y sólo describía dos curvas. La primera ocultaba el muro, y la segunda, unos cuatrocientos metros más adelante, permitía ver la casa.

Era demasiado baja y demasiado ancha. El techo sin picos parecía la cresta redonda de una duna. Hip volvió a ver, a los lados de la casa, el muro exterior, gris y verde, y comprendió que el terreno estaba enteramente cercado.

—A mí tampoco me gusta —dijo Janie.

Hip se alegró de que ella estuviera mirándolo.

Se oyó un leve zumbido.

Alguien los espiaba desde detrás de un roble grande y frondoso, que crecía no muy lejos de la casa.

—Espere, Hip —Janie se acercó rápidamente al árbol.

Oyó que decía:

—Tienes que hacerlo. ¿Acaso quieres verme muerta?

La discusión terminó. Janie volvió junto a Hip, y Hip miró hacia el árbol, pero no vio a nadie.

—Era Beanie —dijo Janie—. Luego la conocerá. Vamos.

La puerta de la casa era de pesadas planchas de roble, con marcos de hierro. Mediante unos curiosos goznes totalmente ocultos, se ajustaba en un arco macizo. No había ventanas, salvo unas hendiduras con barrotes, en lo alto del tejado.

La puerta se abrió sola, sin que nadie la tocara, y sin hacer el menor ruido. Se movió en silencio, como una nube, y al cerrarse detrás de ellos emitió algo así como una onda subsónica. Hip la sintió en el vientre.

Los mosaicos del piso, de un color amarillo muy oscuro de un castaño grisáceo, y de hipnóticas formas romboidales, se repetían en el artesonado y en el tapizado de los muebles, empotrados o tan pesados que nunca los movían. El aire era fresco, pero demasiado húmedo, y el cielo raso demasiado bajo. Estoy entrando, pensó Hip, en una enorme boca enferma.

El vestíbulo terminaba en un corredor que parecía inmensamente largo. Las paredes se juntaban, el cielo raso descendía y el piso se elevaba ligeramente. La perspectiva era inquietante y falsa.

—Todo está bien —dijo Janie con una voz muy suave. Hip hizo una mueca, como si quisiera sonreír, y se enjugó el sudor frío que le mojaba el labio superior.

Janie se detuvo, ya casi al final del corredor, y tocó la pared. La pared se abrió revelando una antecámara con otra puerta.

—Espere ahí, Hip, ¿quiere?

Janie parecía muy tranquila. Hip deseó que hubiera un poco más de luz.

—Sí.

La muchacha le tocó un hombro. Era en parte un saludo, en parte una invitación a que pasara a la antecámara.

—Quiero verlo a solas —dijo Janie—. Confíe en mí, Hip.

—Confío en usted, pero ¿estará… está él…?

—No me hará nada. Vaya, Hip.

Hip entró en la antecámara. No llegó a mirar hacia atrás, pues la puerta se cerró enseguida. De este lado de la pared era tan invisible como del otro. Tocó, empujó. Era sólo una pared. No había picaporte, ni cerradura, ni goznes, ni pestillos. La unión de los paneles disimulaba los bordes. La puerta ya no existía como puerta.

Durante un momento se sintió ciego de terror. Luego, más tranquilo, se paró ante la otra puerta, la que llevaba, aparentemente, a la misma habitación en que terminaba el pasillo.

El silencio era total.

Tomó una otomana y la colocó contra la pared. Se sentó rígidamente, con la espalda apoyada en un panel, y con los ojos clavados en la puerta.

Prueba esa puerta, mira si está cerrada.

Pero no se atrevía. Todavía no. Sospechaba vagamente lo que sentiría si la encontraba cerrada. Le bastaba, por ahora, esa terrible suposición.

—Oye —se dijo furiosamente a sí mismo—, será mejor que hagas algo. Imagina algún plan. O piensa, por lo menos. Pero no te quedes así.

Piensa. Piensa en este misterio. En ese rostro de mentón puntiagudo que sonreía diciendo: «Vamos, muere».

¡Piensa en otra cosa! ¡Rápido!

Janie, sola. Ante el rostro de mentón puntiagudo y…

Homo Gestalt: una muchacha, dos negras mudas, un idiota mongoloide y un hombre de mentón puntiagudo y…

¡Prueba otra vez ese pensamiento! Homo Gestalt, la etapa siguiente de la evolución del hombre. Bueno, ¿y por qué no una evolución psíquica y no física? El Homo sapiens surgió de pronto, desnudo, sin otra arma que esa jalea arrugada que llevaba en su cráneo de rey. Era bastante distinto (todo lo posible) de las bestias de donde había nacido.

Y sin embargo era igual a esas bestias. Sentía deseos de engendrar, de poseer; mataba sin escrúpulos; si era fuerte, tomaba; si era débil, huía; si era débil y no podía huir, moría.

El Homo sapiens iba a morir.

Su temor estaba ya justificado. El temor es instinto de supervivencia. El temor es un consuelo, pues sólo se teme cuando aún hay alguna esperanza.

Pensó en la supervivencia.

Janie quiere que el Homo Gestalt tenga una moral, para que los Hip Barrows no mueran aplastados. Pero quiere ante todo que la Gestalt se desarrolle, pues ella es parte de esa Gestalt. Mis manos quieren que yo sobreviva; mi lengua, mi vientre, quieren que yo sobreviva.

Moral, ¡el instinto de supervivencia codificado!

¿No es así? Pero ¿y las sociedades en que es inmoral no comer carne humana? ¿Qué clase de supervivencia es ésa?

Bueno, pero quienes se adhieren a esa moral sobreviven dentro del grupo. Si el grupo come carne humana, tú también la comes.

Debe de haber un nombre para ese código (ese conjunto de reglas) que guía al hombre cuya vida contribuye a la vida de la especie: algo superior a la moral, y por encima de ella.

Llamémosle etos.

Eso necesita el Homo Gestalt: no una moral, sino un etos. ¿Y me quedaré aquí sentado, con el cerebro excitado por el terror, tratando de concebir una ética para uso del superhombre?

Trataré. No puedo hacer otra cosa.

Definamos:

Moral: código de la sociedad para la supervivencia del individuo (es decir, el caníbal virtuoso y la corrección de un hombre desnudo en un campo nudista).

Ética: código del individuo para la supervivencia de la sociedad (o sea el reformador ético: la liberación de los esclavos, la prohibición de comer carne humana, la persecución de los delincuentes).

Definiciones excesivamente cómodas, excesivamente pulidas, pero sigamos por ahora.

Como grupo, el Homo Gestalt puede resolver, dentro de sí mismo, todos sus problemas. Pero como individuo no puede tener una moral, pues está solo.

Una ética entonces. «Código del individuo para la supervivencia de la sociedad». El Homo Gestalt no tiene piedad, y sin embargo la tiene. No tiene especie; es su propia especie.

El Homo Gestalt podría… ¿debería elegir un código para toda la humanidad?

Junto con este pensamiento, Hip Barrows tuvo una intuición repentina, ajena, casi totalmente, a lo que estaba pensando. Sin embargo, gracias a esa intuición logró sentirse libre de odios y furias, y se sintió liviano y confiado:

¿Quién soy yo para establecer conclusiones positivas sobre moral, y sobre códigos para uso de toda la humanidad?

Vaya, soy el hijo de un médico, de un hombre que eligió servir a la humanidad, convencido que eso estaba bien. Y él trató que yo hiciera lo mismo, pues era el único bien del que se sentía seguro, y por eso lo odié toda mi vida. ¡Ahora comprendo, papá, ahora comprendo!

Se echó a reír y el peso de la antigua culpa lo dejó para siempre. Se echó a reír con la más pura alegría. Y fue como si la luz brillara con más intensidad en todo el mundo, y como si al volver a considerar el problema, los dedos de su pensamiento pudieran subir fácilmente a lo largo de una superficie inclinada, deslizándose en busca de un punto de apoyo.

La puerta se abrió:

—Hip —dijo Janie.

Hip se incorporó, lentamente. Su pensamiento subía con temor hacia algo: si encontrara por lo menos un punto de apoyo, si sus dedos pudieran aferrarse a ese borde.

—Voy.

Cruzó la puerta y se quedó sin aliento. Era como un gigantesco invernadero de cincuenta metros de ancho y cuarenta de profundidad. Los grandes cristales curvos de la cúpula descendían hasta apoyarse en un prado, en verdad un parque ya lejos de la casa. Hip, después de tanta pequeñez y oscuridad, se sintió sorprendido y alborozado a la vez.

Se elevaba más y más, y el pensamiento se elevaba él, apoyando las puntas de los dedos un poco más a… venir al hombre. Hip se adelantó rápidamente, no para encontrarse con el hombre, sino para alejarse de Janie, algo terrible iba a pasar. Estaba seguro.

—Bueno, teniente. Me han avisado, pero no por eso deja ser una sorpresa.

—No para mí —dijo Hip—. Supe durante siete años que iba a encontrarlo —añadió ocultando una sorpresa muy distinta. Siempre había creído que en este momento le fallaría la voz.

—Dios mío —dijo Thompson con asombro y deleite. Deleite no muy bienintencionado. Y por encima del hombro de Hip añadió—: Te presento mis excusas, Janie. Realmente no te había creído. —Y dijo luego, dirigiéndose a Hip—: Se ha restablecido usted de un modo verdaderamente notable.

—El Homo sap es duro de pelar.

Thompson se quitó los lentes. Sus ojos eran grandes y redondos, con el color y el brillo de las pantallas de televisión en blanco y negro. Los iris eran unos círculos pequeños y parecían a punto de girar.

Una vez, alguien había dicho: Manténgase alejado de esos ojos y todo andará bien.

—¡Gerry! —dijo Janie con voz dura.

Hip se volvió. Janie se llevó una mano a la boca y se puso entre los labios un pequeño cilindro de vidrio, no más grande que un cigarrillo.

—Te lo he advertido, Gerry —dijo—. Sabes qué es esto. Hazle algo y morderé, y podrás pasarte el resto de tus días con el bebé y las mellizas como un mono en una jaula de ardillas.

Hip pensó, pensó y dijo:

—Me gustaría conocer al bebé.

Thompson, que tenía los ojos clavados en Janie, y el cuerpo inmóvil y rígido, se volvió hacia Hip y describió con el brazo que sostenía los lentes un círculo amplio y brillante.

—No le gustaría.

—Quiero hacerle una pregunta.

—Nadie le hace preguntas. Sólo yo. Supongo que quiere también una respuesta.

—Sí.

Thompson se rió.

—No hay respuestas en estos días.

—Por aquí, Hip —dijo Janie con calma.

Hip se volvió hacia ella. Sintió que algo duro flotaba detrás de su cabeza, en el aire, cerca de su carne. Pensó si los ojos de la Gorgona habrían afectado a los hombres de ese mismo modo, aun a aquellos que no la miraban.

Siguió a Janie hasta un nicho que había en la pared, adonde no llegaban los vidrios. En el nicho se veía una cuna del tamaño de una bañera.

No había imaginado que el bebé fuera tan gordo.

—Adelante —dijo Janie.

El cilindro de cristal se movía hacia arriba y hacia abajo con cada una de las sílabas.

—Sí, adelante.

La voz de Thompson sonó tan cerca que Hip se sobresaltó. No lo había oído venir. Se sintió infantil y tonto. Tragó saliva y le dijo a Janie:

—¿Qué hago?

—Piense su pregunta. Él la recibirá. Creo que recibe todo.

Hip se inclinó sobre la cuna. Unos ojos que brillaban opacamente como la capellada de unos zapatos negros y polvorientos se clavaron en Hip. Hip pensó: Una vez esta Gestalt tuvo otra cabeza, y podría tener otros seres telekinéticos, teleportadores. Bebé, ¿puedes ser reemplazado?

—Dice que sí —dijo Janie—. Aquel sucio telépata de la espiga de maíz. ¿Recuerda?

Thompson dijo amargamente:

—No creí que te atrevieras a eso, Janie. Podría matarte.

—Ya sabes cómo —dijo Janie casi sonriendo.

Hip se volvió lentamente hacia ella. El pensamiento se le acercó, o él, Hip, subió con mayor rapidez que el pensamiento.

Era como si sus dedos se hubiesen aferrado, al fin, a una saliente curva, desnuda.

Si el bebé, el corazón y el núcleo, el yo, el depósito de todo lo que este nuevo ser había sido o hecho o pensado, podía reemplazarse, entonces, ¡el Homo Gestalt era inmortal!

Y de pronto comprendió, lo comprendió todo.

—Le pregunté al bebé —dijo con tranquilidad— si puede ser reemplazado. Si sus depósitos de recuerdos y su capacidad de cálculo pueden transferirse.

—¡No le cuente eso! —gritó Janie.

Thompson volvió a adoptar aquella inmovilidad total y forzada.

—Y el bebé respondió que sí —dijo—. Ya lo sé, Janie. Y tú lo sabías desde hace mucho tiempo, ¿no es cierto?

Janie emitió un sonido que parecía un estertor o una tos. Thompson dijo:

—Y nunca me lo dijiste, claro. El bebé no puede hablarme. Pero quizá otro lo haga. El teniente va a decírmelo todo. Sigue representando tu drama, Janie. Ya no te necesito.

—Hip. ¡Corra! ¡Corra!

Los ojos de Thompson se fijaron en los de Hip.

—No —dijo suavemente—. No corra.

Iban a girar; iban a girar como ruedas, como ventiladores, como… como…

Hip oyó los gritos de Janie, y luego un débil crujido. Los ojos desaparecieron.

Se tambaleó, con una mano delante de los ojos. Había una voz chillona en la habitación que hablaba y hablaba, y se quebraba y giraba sobre sí misma. Hip espió entre los dedos.

Thompson retrocedía con la cabeza muy echada hacia atrás, lanzando puntapiés a un lado y a otro y agitando los codos. Bonnie (la responsable de los chillidos) trataba de retener a Thompson poniéndole las manos sobre los ojos y una rodilla en la espalda.

Hip dio tres saltos —sus pies apenas tocaron el suelo— y corrió hacia Thompson. Cerró el puño, hasta que el dolor le subió por el antebrazo y la furia acumulada en siete años obsesivos le inundó el brazo y el hombro, y lo hundió en aquel rígido plexo solar.

Thompson cayó silenciosamente, arrastrando consigo a la negra. Bonnie rodó unos instantes por el piso y enseguida se puso ágilmente de pie. Corrió hacia Hip, con su cara de luna sonriente, le acarició los brazos, le palmeó las mejillas y emitió unos gorjeos.

—Gracias —dijo Hip, y se volvió. Otra muchacha de color, tan musculosa y tan desnuda como la primera, sostenía el cuerpo flojo y débil de Janie—. ¡Janie! —rugió Hip—. Bonnie, Beanie, cualquiera de las dos, ha tomado ella…

La muchacha que atendía a Janie gorjeó confusamente. Janie abrió los ojos y miró asombrada a Hip. Luego se volvió hacia la figura inmóvil de Gerry. Sonrió.

La negra que estaba junto a ella le tironeó a Hip una manga y señaló el suelo. Alguien había pisado el cilindro. Hip alcanzó a ver una ligera mancha de humedad.

—¿Lo he tomado? —repitió Janie—. Creo que perdí la oportunidad cuando esta mariposa se me vino encima. —Se tranquilizó; se puso de pie y se acercó a Hip—. Gerry… está…

—Me parece que no lo he matado —dijo Hip, y agregó—: Todavía.

—No puedo pedirle que lo mate —susurró Janie.

—Sí —dijo Hip—. Sí, ya lo sé.

—Las mellizas no lo habían tocado nunca. Fueron muy valientes. Gerry podía haberles quemado el cerebro en un segundo.

—Son maravillosas. ¡Bonnie!

—Jo.

—Consígueme un cuchillo. Afilado, y con una hoja de este largo, por lo menos. Y una tira de tela negra, ancha…

Bonnie miró a Janie.

—¿Qué…? —preguntó Janie.

Hip le puso una mano sobre la boca, una boca muy suave:

—Cállese.

—Bonnie, no… —comenzó a decir Janie, asustada.

Bonnie desapareció.

—Déjeme un rato a solas con él —dijo Hip.

Janie abrió la boca, como si fuese a decir algo, y salió corriendo de la habitación. Beanie se desvaneció en el aire.

Hip se acercó al cuerpo tendido en el piso y lo observó lentamente. No pensaba. Ya lo había pensado todo. Pero no tenía que olvidarse.

Bonnie regresó con una tira de terciopelo negro y una daga de más de treinta centímetros de largo. Tenía los ojos muy grandes y la boca muy pequeña.

—Gracias, Bonnie —dijo Hip. La daga era finlandesa, afilada como una navaja y de punta casi invisible—. Vete, Bonnie.

Bonnie se fue —zzz— como una semilla de manzana que se escurre entre los dedos apretados. Hip puso sobre una mesa el terciopelo, y la daga, y arrastró a Thompson a un sofá. Miró alrededor, vio una cuerda de campanilla y la arrancó de un tirón. Quizá, en alguna parte, había sonado una campanilla, pero no importaba. Nadie vendría a molestarlo. Ató los tobillos y los codos de Thompson a las patas y el respaldo del sofá, le echó hacia atrás la cabeza y le vendó los ojos.

Acercó luego una silla y se sentó. Movió suavemente la palma de la mano que sostenía el cuchillo. El equilibrio entre la hoja y el mango era perfecto.

Esperó, y mientras esperaba, tomó su pensamiento, todo su pensamiento, y lo extendió como un cortinado a la entrada de su mente. Lo colgó con cuidado, ordenando los pliegues, tratando de que llegara hasta bien abajo, desde bien arriba, sin ninguna abertura a la derecha o a la izquierda.

El dibujo estampado en el cortinado decía:

Escúchame, pequeño huérfano. También a mí me odiaron. Te persiguieron. También a mí.

Escúchame, niño de la cueva. Encontraste un lugar donde vivir, aprendiste a ser feliz en él. Yo también.

Escúchame, niño de Alicia. Te extraviaste durante años. Y luego regresaste y aprendiste de nuevo. Yo también.

Escúchame, muchacho Gestalt. Descubriste en ti un poder que no habías soñado, lo utilizaste y te gustó. Yo también.

Escúchame, Gerry. Descubriste que aunque tu poder era inmenso, nadie lo quería. Yo también. Quieres que te quieran. Quieres que te necesiten. Yo también.

Janie dice que necesitas una moral. ¿Sabes qué es una moral? Obedecer las reglas establecidas por ciertos hombres para ayudarte a vivir entre ellos.

No necesitas una moral. No puedes seguir una moral. No puedes obedecer las leyes de tu especie, pues no hay otros de tu especie. Y no eres un hombre común, y la moral de los hombres comunes te serviría de tan poco como a mí la moral de las hormigas.

Nadie te quiere y eres un monstruo.

Nadie me quería cuando yo era un monstruo.

Sin embargo, Gerry, existe para ti otro tipo de código. Un código basado en la sabiduría antes que en la obediencia. Se llama etos.

Con el etos podrás también sobrevivir. Pero será una supervivencia superior a cualquier supervivencia individual, o a la de cualquier especie: la tuya o la mía. Será como reconocer tu origen y tu posteridad. Será como remontar esa corriente madre en la que fuiste creado y en la que crearás algo todavía mejor cuando llegue el momento.

Ayuda a la humanidad, Gerry. La humanidad es ahora, y a la vez, tu padre y tu madre. Y la humanidad te ayudará produciendo más seres como tú. Y ya nunca estarás solo. Ayuda a esos seres mientras crecen; ayúdalos a ayudar a la humanidad y a unirte a otros seres como tú. Pues eres inmortal, Gerry. Eres inmortal ahora.

Y cuando haya muchos seres como tú, tu ética será una moral. Y cuando esa moral no convenga a la especie, tú, u otro ser ético crearéis una nueva moral que ascendiendo todavía más, por esa antigua corriente, honrará a tus padres, y a quienes engendraron a tus padres, y así hasta llegar a aquella criatura que se distinguió de sus antecesores porque una vez lo emocionó la luz de una estrella.

Yo fui un monstruo y encontré esta ética. Tú eres un monstruo. Decide.

Gerry se movió.

Hip Barrows paró el movimiento del cuchillo.

Gerry gimió y tosió débilmente. Hip le empujó hacia atrás la floja cabeza, sosteniéndola con la palma de una mano. Luego apoyó la punta del cuchillo en el centro de la laringe de Gerry.

Gerry refunfuñó entre dientes. Hip dijo:

—No te muevas. —Apretó muy suavemente el cuchillo y la punta se hundió, quizá demasiado, en la piel de Gerry. Era un magnífico cuchillo—. Tengo un cuchillo aplicado a tu garganta —añadió—. Soy Hip Barrows. No te muevas y piénsalo un rato.

Los labios de Gerry se abrieron en una débil sonrisa, pero sólo a causa de la tensión que soportaba su cuello. El aire pasaba silbando a través de esa falsa sonrisa.

—¿Qué va a hacer?

—¿Y tú, qué harías?

—Quíteme esta venda. No veo nada.

—Ves lo necesario.

—Suélteme, Barrows. No le haré nada, se lo prometo. Y puedo ayudarlo. Puedo hacer mucho por usted.

—La moral ordena matar a los monstruos —dijo Hip—. Dime, Gerry, ¿es cierto que puedes apoderarte de todos los pensamientos de un hombre, y con sólo mirarlo a los ojos?

—Suélteme, Barrows. Suélteme —murmuró Gerry.

Con el cuchillo aplicado a la garganta del monstruo, en este caserón que podía ser suyo, y donde, en alguna parte, esperaba una muchacha cuya angustia flotaba en la habitación como ozono en el aire, Hip Barrows preparó su acto ético.

Cayó la venda, y en aquellos ojos, redondos y raros, una enorme sorpresa reemplazó enteramente al odio. Hip, balanceando el cuchillo en la palma de la mano, extendió cuidadosamente sus pensamientos, de arriba abajo, de la izquierda a la derecha. Luego arrojó el cuchillo, lejos. El cuchillo tintineó sobre los mosaicos. Los asombrados ojos redondos siguieron el cuchillo y se volvieron luego hacia Hip.

Los iris estaban a punto de girar.

Hip se inclinó acercándose a Gerry.

—Adelante —dijo con voz muy suave.

Pasó mucho tiempo. Al fin Gerry levantó la cabeza y volvió a encontrarse con los ojos de Hip.

—Hola —dijo Hip.

Gerry lo miró débilmente.

—Vete de aquí —graznó—. Podría haberte matado. Puedo hacerlo todavía.

—Pero no lo harás.

Hip se levantó y fue a buscar el cuchillo. Cortó los nudos que sujetaban a Gerry, y volvió a sentarse.

—Nadie… Yo nunca… —dijo Gerry. Se sacudió y respiró profundamente—. Me siento avergonzado —murmuró—, y nadie, hasta ahora, me había hecho sentir avergonzado. —Miró a Hip y en sus ojos volvió a verse aquel asombro—. Sé mucho.

—De pronto —dijo Hip—. Una ética no se busca. Es un modo de pensar.

—Dios mío —dijo Gerry, mirándose las manos—. Lo que hice… lo que podría…

—Lo que puedes hacer —le recordó Hip suavemente—. Ya has pagado, y muy bien, lo que hiciste.

Los ojos de Gerry recorrieron lentamente la enorme habitación de cristal y todos aquellos objetos, macizos, costosos.

—¿He pagado?

—Los que te rodean, tú mismo —dijo Hip, desde los cicatrizados abismos de la memoria. Luego añadió con una torcida sonrisa—: ¿Un superhombre siente superhambre, Gerry? ¿Siente supersoledad?

Gerry asintió con un movimiento de cabeza lentamente.

—Me sentía mejor cuando era chico. —Se estremeció—. Frío…

Hip ignoraba qué frío era ése, pero no trató de averiguarlo. Se puso de pie.

—Será mejor que vea a Janie. Puede creer que te he matado.

Gerry guardó silencio hasta que Hip llegó a la puerta. Y entonces dijo:

—Quizá lo hiciste.

Hip se marchó.

Janie estaba en la pequeña antecámara, con las dos mellizas. Cuando vio entrar a Hip, movió ligeramente la cabeza y las mellizas desaparecieron.

—Podría contárselo también a ellas —dijo Hip.

—Cuéntemelo a mí, y ellas lo sabrán —dijo Janie, y añadió—: No lo mató.

—No, no lo maté.

Janie movió la cabeza, afirmativamente, lentamente:

—No sé qué pasaría si Gerry muriera. No… no quiero ni pensarlo.

—Gerry estará bien —dijo Hip, y se encontró con los ojos de Janie—. Está avergonzado —añadió.

Janie se acurrucó, ocultándose, ocultando sus pensamientos, como si esperara algo. Pero esta vez se vigilaba a sí misma.

—Mi trabajo ha terminado —continuó Hip—. Me voy. —Tomó aliento—. Tengo tantas cosas que hacer. Recuperar los cheques de mi pensión. Conseguir un empleo.

Hip oyó la voz de Janie sólo porque la habitación era tan pequeña, y el silencio tan grande.

—Sí, Janie.

—No se vaya.

—No puedo quedarme aquí.

—¿Por qué?

Hip pensó en silencio un rato, y al fin dijo:

—Usted es parte de algo. Yo no querría ser parte de alguien que fue… parte de algo.

Janie levantó la cabeza y sonrió. Hip la vio sonreír. No podía creerlo, y se quedó mirándola un rato hasta que tuvo que creerlo.

—La Gestalt tiene, como otros seres, manos, cabeza, órganos, mente —dijo Janie—. Pero lo más humano es en ella, como en cualquier otro ser, lo que ha aprendido… y merecido. Lo que nadie posee mientras es joven, lo que obtiene (y sólo a veces) tras una larga búsqueda y gracias a una profunda convicción. Y lo que es, desde entonces, parte definitiva de uno mismo.

—No sé a qué se refiere. Yo… quiero decir, no podría ser… parte de la… No, Janie, no. —Pero Janie seguía sonriendo—. ¿Qué parte? —preguntó.

—La parte puritana que no olvida las reglas. La parte dotada de esa intuición llamada ética que puede transformarse a sí misma en el hábito llamado moral.

—¡La voz de la conciencia! —gruñó Hip—. ¡Que el diablo me lleve!

Janie lo tocó.

—No será tan grave.

Hip miró la puerta cerrada que daba al gran salón de cristal. Luego se sentó junto a ella. Esperaron.

Todo estaba tranquilo en el salón de cristal.

Durante un tiempo sólo se oyó la dificultosa respiración de Gerry. De pronto, hasta este sonido se interrumpió. Y algo distinto comenzó a oírse, algo que… hablaba.

Una y otra vez.

Bienvenido.

Era una voz silenciosa. Y luego otra: también silenciosa, pero otra. Es el nuevo. Bienvenido, hijo.

Y otra: Bien, bien, bien. Ya pensábamos que no vendrías.

Tenía que venir. No ha habido uno nuevo durante tanto tiempo

Gerry se llevó las manos a la boca. Los ojos se le salían de las órbitas. Una suave música de bienvenida le atravesó la mente. Alegría, sabiduría, entusiasmo. Y presentaciones: cada voz insinuaba una personalidad, algo que se aparecía como dimensión o tamaño, en un determinado lugar; algo físico y preciso. Sin embargo, y en conjunto, no había diferencia entre las voces. Todas estaban aquí. O por lo menos, todas estaban igualmente cerca.

Era una comunión feliz y despreocupada, una comunión despreocupadamente compartida con Gerry. El humor, el placer, el pensamiento y los actos se entrecruzaban como corrientes. Y continuamente, en todas partes, bienvenido, bienvenido.

Todos esos seres eran jóvenes, todos eran nuevos, aunque no tan jóvenes, ni tan nuevos como Gerry. Un pensamiento imperativo y móvil animaba la juventud de esos seres. Y aunque algunos tenían recuerdos ya viejos para el hombre, todos habían vivido todavía muy poco, pues todos eran inmortales.

Uno de ellos le había silbado una frase a Papá Haydn, y este otro había presentado los Rosetti a William Morris. Casi como si fueran sus propios recuerdos, Gerry vio a Fermi mientras observaba los trazos de la fisión en una placa sensible, a la niña Landowska que escuchaba un clavicordio, a la mente amodorrada de Ford que se iluminaba de pronto con la imagen de una hilera de hombres ante una hilera de máquinas.

Plantear una pregunta era recibir una respuesta. ¿Quién eres?

Homo Gestalt.

Yo soy uno; parte de algo; pertenezco a…

Bienvenido.

¿Por qué no me lo dijisteis?

No estabas preparado. No estabas preparado. ¿Qué era Gerry antes de conocer a Lone?

¿Y ahora? ¿La ética ha completado mi ser?

Ética es un concepto demasiado sencillo. Pero sí, la multiplicación es nuestra primera característica; y la unidad, la segunda. Así como tus partes saben que son partes tuyas, así tú debes saber que somos partes de la humanidad.

Gerry comprendió entonces que se sentía avergonzado sólo por acciones humanas, pero no de la humanidad.

—He sido castigado —dijo.

Estuviste en cuarentena.

¿Y sois vosotros… somos nosotros… los autores de todas las conquistas de la humanidad?

¡No! Las compartimos. ¡Somos la humanidad!

La humanidad está tratando de suicidarse.

(Un movimiento de diversión, una confianza que era casi alegría). Quizá así lo parezca, hoy, esta semana. Pero si se piensa en la historia de una raza… ¡oh, la guerra atómica es una ondita en la amplia superficie del Amazonas!

Los recuerdos, los proyectos y los cálculos de éstos inundaron a Gerry. Y Gerry conoció al fin la naturaleza y las funciones de todos ellos, y supo por qué su etos era un concepto excesivamente simple. Pues éste era, al fin, el poder que no podía corromperse, ya que un conocimiento semejante, una intuición semejante, no podían utilizarse en beneficio propio, ni contra sí mismos. Éste era él mismo y el por qué de la existencia de la humanidad, perturbada y dinámica, santificada por el contacto de su propio y excelso destino. Era la muerte de miles de hombres (para que vivieran millones de hombres). Y era, también, la guía, el faro, cuando la humanidad se encontraba en peligro. Éste era el Guardián a quien conocían todos los seres humanos; no como fuerza ajena a los hombres, ni un formidable Vigía en el cielo, sino como algo sonriente; con un corazón humano y el reconocimiento de su origen humano; con olor a sudor y a tierra recién removida, y no iluminado por un pálido olor de santidad.

Se vio a sí mismo como un átomo y vio a su Gestalt como una molécula. Vio a esos otros como una célula, y vio en su conjunto el diseño del ser en que, con alegría, llegaría a transformarse en la humanidad.

Sintió que un raro sentimiento de adoración crecía dentro de él. Era ese sentimiento que la humanidad llamaba respetuosa de sí mismo.

Extendió los brazos y de sus extraños ojos brotaron lágrimas. Gracias, respondió. Gracias; gracias.

Y humildemente, se unió a ellos.

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