CAPÍTULO XII

El Pájaro Carpintero

El Desafío — Mover Montañas — Los Muchos Usos del Repollo — El Consejo Debate — El señor Mustachen de Rodillas — El Gnu Humeante — La Senda del Pájaro Carpintero

Era la mañana siguiente.

Algo dio unos golpecitos a Húmedo.

Él abrió los ojos y recorrió con la mirada un bastón negro y reluciente, a continuación la mano que sostenía la calavera plateada de la empuñadura y por fin la cara de lord Vetinari. Detrás de él, los ojos del gólem ardían plácidamente en el rincón.

—Por favor, no se levante —dijo el patricio—. Supongo que ha tenido una noche ajetreada.

—Lo siento, señor —dijo Húmedo, obligándose a incorporarse. Se había vuelto a quedar dormido sentado a su mesa; la boca le sabía como si Mimitos hubiera dormido en ella. Detrás de la cabeza de Vetinari pudo ver al señor Ardite y a Stanley, echando miradas nerviosas desde la puerta.

Lord Vetinari se sentó delante de él, después de sacudir la ceniza de una silla.

—¿Ha leído el Times de esta mañana? —preguntó.

—Estaba presente cuando lo imprimían, señor. —El cuello de Húmedo daba la impresión de haber desarrollado huesos de más. Intentó retorcerlo hasta enderezar la cabeza.

—Ag, sí. De Ankh-Morpork a Genua hay más de tres mil kilómetros, señor Mustachen. Y dice usted que puede llevar un mensaje allí más deprisa que los clacs. Lo ha presentado como un desafío. Muy intrigante.

—Sí, señor.

—Hasta el carruaje más rápido tarda casi dos meses, señor Mustachen, y tengo entendido que si alguien intentara llegar sin hacer paradas le saldrían disparados los riñones por las orejas.

—Sí, señor, ya lo sé —dijo Húmedo, bostezando.

—Ya sabe que sería trampa usar magia.

Húmedo volvió a bostezar.

—También lo sé, señor.

—¿Le ha preguntado al archicanciller de la Universidad Invisible antes de sugerir que es él quien debería facilitar el mensaje para esta curiosa carrera? —exigió saber lord Vetinari, desplegando el periódico.

Húmedo acertó a ver el titular:

¡ES UNA CARRERA!

«Cartero Volador» contra Gran Tronco

—No, milord. Lo que he dicho es que el mensaje lo tendría que preparar un ciudadano respetado y de gran probidad, como por ejemplo el archicanciller, señor.

—Bueno, ahora ya no es probable que se vaya a negar, ¿verdad? —dijo Vetinari.

—Eso me gustaría pensar, señor. Por lo menos a él D'Oropel no podrá sobornarlo.

—Hum. —Vetinari dio un par de golpecitos en el suelo con su bastón—. ¿Le sorprendería saber que esta mañana reina en la ciudad la sensación de que ganará usted? El Tronco nunca ha estado fuera de servicio más de una semana, un mensaje de clacs puede llegar a Genua en unas horas y, sin embargo, señor Mustachen, la gente cree que puede usted conseguirlo. ¿No le parece asombroso?

—Ejem…

—Pero por supuesto, es usted el hombre del momento, señor Mustachen —dijo Vetinari, repentinamente jovial—. ¡Es el mensajero dorado! —Su sonrisa era la de un reptil—. Confío en que sepa lo que está haciendo. Sabe lo que está haciendo, ¿verdad, señor Mustachen?

—La fe mueve montañas, milord —dijo Húmedo.

—Hay muchas de ellas entre nosotros y Genua, ciertamente —replicó lord Vetinari—. ¿Ha dicho en el periódico que partirá mañana por la noche?

—Eso mismo. Con la diligencia semanal. Pero en este trayecto no aceptaremos pasajeros, para aligerar peso. —Húmedo miró a Vetinari a los ojos.

—¿No querría darme una pequeña pista? —preguntó el patricio.

—Mejor para todos que no se la dé, señor —dijo Húmedo.

—Supongo que los dioses no habrán dejado un caballo mágico extremadamente rápido enterrado por aquí cerca, ¿verdad?

—No que yo sepa, señor —dijo Húmedo con gravedad—. Claro que nunca se sabe hasta que rezas.

—No… —dijo Vetinari.

Está intentando usar la mirada penetrante, pensó Húmedo. Pero sabemos cómo lidiar con eso, ¿verdad? Basta con dejar que pase de largo.

—D'Oropel tendrá que aceptar el desafío, claro —dijo Vetinari—. Pero es un hombre de… recursos ingeniosos.

A Húmedo le pareció que aquella era una forma muy cuidadosa de decir «cabrón asesino». Nuevamente lo dejó pasar.

Su señoría se puso de pie.

—Hasta mañana por la noche, entonces —dijo—. ¿Habrá alguna pequeña ceremonia para los periódicos, doy por hecho?

—La verdad es que no lo tengo planeado, señor —dijo Húmedo.

—No, por supuesto que no —dijo lord Vetinari, y le dedicó lo que solamente se podía llamar… una mirada.

* * *

Húmedo recibió más o menos la misma mirada de Jim Virtical, antes de que el cochero le dijera:

—Bueno, podemos hacer correr la voz y reclamar algunos favores que nos deben y así conseguiremos buenos caballos en las casas de postas, pero nosotros solo llegamos hasta Jdienda, no sé si lo sabe. Luego tendrá que cambiar. La Genua Exprés es bastante buena compañía, eso sí. Nosotros los conocemos.

—¿Está seguro de que quiere alquilar la diligencia entera? —dijo Harry mientras almohazaba a un caballo—. Va a salir caro, porque tendremos que sacar otra para los pasajeros. Es un trayecto popular.

—En ese coche solo va el correo —dijo Húmedo—. Y algunos guardias.

—¿Ah, cree usted que van a atacarlo? —preguntó Harry, escurriendo la toalla hasta dejarla más seca que una momia sin apenas esfuerzo.

—¿A ustedes qué les parece? —dijo Húmedo.

Los hermanos cruzaron una mirada.

—Conduciré yo, pues —dijo Jim—. No es por nada que me llaman Cañería.

—Además, he oído que hay bandidos en las montañas —dijo Húmedo.

—Los había —dijo Jim—. Pero ya no tantos.

—Algo menos de lo que preocuparse, pues —dijo Húmedo.

—No sé —dijo Jim—. Nunca descubrimos qué los había borrado del mapa.

* * *

Recuerda siempre que la multitud que aplaude tu coronación es la misma que aplaudirá tu decapitación. A la gente le gustan los espectáculos.

A la gente le gustan los espectáculos…

… y por eso estaba entrando correo para Genua, a dólar la carta. Mucho correo.

Fue Stanley quien se lo explicó. Se lo tuvo que explicar varias veces porque aquello era un punto ciego para Húmedo.

—La gente está mandando sobres sellados dentro de otros sobres a la oficina de diligencias de Genua, de forma que puedan enviarles de vuelta el primer sobre en el segundo sobre —fue la forma de explicación que por fin levantó algunas chispas en el cerebro de Húmedo.

—¿Quieren que les devuelvan los sobres? —dijo—. ¿Por qué?

—Porque entonces estarán usados, señor.

—¿Y eso los hace valiosos?

—No estoy seguro de cómo, señor. Es lo que le dije, señor. Creo que hay gente que piensa que no son sellos de verdad hasta que han hecho el trabajo para el que se inventaron, señor. ¿Se acuerda de aquella primera impresión de sellos de un penique que tuvimos que recortar con tijeras? Pues ahora los coleccionistas están pagando dos dólares por un sobre que lleve uno de aquellos.

—¿Doscientas veces más que el sello?

—Así es como está yendo, señor —dijo Stanley, con los ojos centelleantes—. La gente se manda cartas a sí misma solo para hacer que les, hum, maten el sello. Para que estén usados.

—Esto… Tengo un par de pañuelos más bien roñosos en el bolsillo —dijo Húmedo, perplejo—. ¿Crees que la gente querría comprármelos a doscientas veces lo que costaron?

—¡No, señor! —dijo Stanley.

—Entonces, ¿por qué iban…?

—Hay mucho interés, señor. He pensado que podemos hacer una remesa entera de sellos para los grandes gremios, señor. Todos los coleccionistas los querrían. ¿Qué le parece?

—Es una idea muy inteligente, Stanley —dijo Húmedo—. Vamos a hacerlo. El del Gremio de Costureras tendría que ir dentro de un discreto sobre marrón, ¿eh? ¡Jajá!

Esta vez fue Stanley quien pareció desconcertado.

—¿Perdone, señor?

Húmedo carraspeó.

—No, nada. Bueno, ya veo que estás aprendiendo deprisa, Stanley. —Por lo menos algunas cosas.

—Ejem… sí, señor. Ejem… no quiero resultar atrevido, señor…

—Atrévete, Stanley, atrévete —dijo Húmedo en tono jovial.

Stanley se sacó un papelito doblado del bolsillo, lo abrió y lo dejó con aire reverente delante de Húmedo.

—El señor Bobinas me ha ayudado un poco —dijo—. Pero yo he hecho mucho.

Era un sello. Era de color verde amarillento. Mostraba —al acercárselo a los ojos— un campo de repollos, con algunas casas en el horizonte.

Olisqueó. Olía a repollos. Oh, sí.

—Impreso con tinta de repollo y usando cola hecha con brécol, señor —dijo Stanley, lleno de orgullo—. Un Homenaje a la Industria del Repollo de las Llanuras de Sto, señor. Creo que pueden funcionar muy bien. Los repollos son muy populares, señor. ¡Se pueden usar para hacer muchas cosas!

—Bueno, ya veo que…

—Está la sopa de repollo, la cerveza de repollo, el caramelo de repollo, el pastel de repollo, la crema de repollo…

—Sí, Stanley, creo que ya…

—… el repollo en escabeche, la confitura de repollo, la ensalada de repollo, el repollo hervido, el repollo frito…

—Sí, pero ahora, ¿puedes…?

—… el fricasé de repollo, el chutney de repollo, la Sorpresa de Repollo, las salchichas…

—¿Salchichas?

—Rellenas de repollo, señor. Con el repollo se puede hacer prácticamente cualquier cosa, señor. También está…

—El sello de repollo —zanjó Húmedo—. A cincuenta peniques la unidad, por lo que veo. Tienes profundidades ocultas, Stanley.

—¡Se lo debo todo a usted, señor Mustachen! —estalló Stanley—. ¡He dejado de una vez por todas el pasatiempo infantil de los alfileres, señor! El mundo de los sellos, que tantas cosas sobre historia y geografía puede enseñar a un joven, además de ser una afición saludable, amena, cautivadora y completamente valiosa que le interesará durante toda la vida, se ha abierto ante mí y…

—¡Sí, sí, gracias! —exclamó Húmedo.

—… y voy a poner treinta dólares en el bote, señor. Todos mis ahorros. Solo para mostrar que lo apoyamos.

Húmedo oyó todas las palabras pero tuvo que esperar a que le transmitieran algún sentido.

—¿Bote? —dijo por fin—. ¿Quieres decir como en las apuestas?

—Sí, señor. Una apuesta de las grandes —dijo Stanley en tono feliz—. Sobre su carrera con los clacs hasta Genua. A la gente le hace gracia. ¡Muchos corredores están ofreciendo apuestas, señor, así que el señor Ardite está organizando nuestro bote, señor! Aunque ha dicho que tenemos las probabilidades en contra.

—No, ya me lo imagino —dijo Húmedo en tono débil—. Nadie en su sano juicio apostaría…

—Ha dicho que solo ganaremos un dólar por cada ocho que apostemos, señor, pero hemos pensado…

Húmedo se irguió de golpe.

—¿Las apuestas están ocho a uno a mi favor? —gritó—. ¿Los corredores creen que voy a ganar? ¿Cuánto dinero estáis apostando todos?

—Esto… unos mil doscientos dólares en el último recuento, señor. ¿Es…?

Las palomas se elevaron desde el tejado al oír el grito de Húmedo von Mustachen.

¡Haz venir al señor Ardite ahora mismo!

* * *

Resultaba terrible ver una mueca de astucia en la cara del señor Ardite. El anciano se dio unos golpecitos en el costado de la nariz.

—¡Usted es el hombre que les sacó el dinero a un puñado de dioses, señor! —dijo con una sonrisita feliz.

—Sí —dijo Húmedo, a la desesperada—. Pero supongamos que… que lo hiciera con truco…

—Un truco condenadamente bueno, señor —dijo el anciano con una risilla—. Condenadamente bueno. ¡Yo diría que alguien que puede sacar dinero a los dioses con un truco tendría que ser capaz de cualquier cosa!

—Señor Ardite, no hay forma de que un carruaje pueda llegar a Genua más deprisa que un mensaje de clacs. ¡Son tres mil kilómetros largos!

—Sí, ya entiendo que tiene que decir eso, señor. Las paredes oyen, señor. Chitón. Pero lo hemos hablado entre todos y nos parece que ha sido usted muy bueno con nosotros, señor, que de verdad cree en la Oficina de Correos, señor, así que hemos pensado: ¡menos rascarse y más hablar el bolsillo, señor! —dijo Ardite, y ahora hubo un matiz de desafío en su voz.

Húmedo abrió la boca una vez o dos.

—¿No será al revés?

—¡Usted sí que se las sabe todas, señor! ¡De qué manera ha entrado usted en las oficinas del periódico y ha dicho: «Os echamos una carrera»! ¡Asidor D'Oropel ha caído de lleno en su trampa, señor!

Convertir cristal en diamante, pensó Húmedo. Suspiró.

—Muy bien, señor Ardite. Gracias. Ocho a uno a mi favor, ¿eh?

—Hemos tenido suerte de la cifra. Subieron hasta diez a uno a su favor y entonces cerraron las apuestas. Ahora solo aceptan apuestas sobre cómo va a ganar usted, señor.

Húmedo se animó un poco.

—¿Alguna buena idea? —preguntó.

—Yo he hecho una pequeñita de un dólar por «haciendo caer fuego del cielo», señor. Ejem… ¿no querría tal vez darme una pequeña pista?

—Por favor, vuelva al trabajo, señor Ardite —dijo Húmedo en tono severo.

—Síseñor, claro, señor, perdón por preguntar, señor —dijo Ardite, y salió a trompicones del despacho.

Húmedo apoyó la cabeza en las manos.

Me pregunto si los alpinistas se sentirán así, pensó. Te dedicas a subir montañas cada vez más altas y eres consciente de que un día llegará una que será un pelín demasiado abrupta. Pero no dejas de escalar, porque no hay nada mejor que respirar el aire de la cima. Y sabes que un día morirás despeñado.

* * *

¿Cómo podía la gente ser tan idiota? Daba la sensación de que se aferraban a la ignorancia porque le encontraban un olor familiar. Asidor D'Oropel suspiró.

Tenía una oficina en la torre del Tump. No le gustaba mucho porque el lugar entero temblaba al moverse los mecanismos de las señales, pero era necesario para guardar las apariencias. Sin embargo, tenía unas vistas incomparables de la ciudad. Y solo tener un despacho allí ya valía lo que habían pagado por el Tronco.

—Hacen falta prácticamente dos meses para llegar a Genua en carruaje —dijo, mirando por encima de los tejados en dirección a palacio—. A lo mejor Mustachen puede rebajar un poco ese tiempo, supongo. Los clacs llegan en cuestión de horas. ¿Se puede saber qué les da miedo?

—Entonces, ¿a qué está jugando ese hombre? —dijo Verdejamón. El resto del consejo estaba sentado alrededor de la mesa, con expresiones preocupadas.

—No lo sé —dijo D'Oropel—. Ni me importa.

—Pero los dioses están del lado de él, Asidor —dijo Nuezmoscada.

—Hablemos de eso, ¿quieren? —dijo D'Oropel—. ¿Acaso soy el único a quien se le hace rara esa afirmación? Los dioses no suelen caracterizarse por hacer regalos prácticos y funcionales, ¿verdad? Y mucho menos regalos contantes y sonantes. No, últimamente se limitan a cosas como la gracia, la paciencia, la fortaleza y la fuerza interior. Cosas que no se ven. Cosas sin valor. A los dioses les suele interesar más profeta que provecho, jajá.

Hubo varias caras de palo entre sus compañeros del consejo.

—Esa no acabo de pillarla, amigo mío —dijo Stowley.

—Que les interesan más los profetas que los beneficios —dijo D'Oropel. Agitó una mano—. Tanto da. En pocas palabras, el don de los cielos que recibió el señor Mustachen fue un cofre enorme lleno de monedas, algunas de ellas metidas en algo que se parecía notablemente a sacas de banco y todas en divisas modernas. ¿Eso no les resulta extraño?

—Sí, pero hasta los sumos sacerdotes dicen que…

—Mustachen se dedica al espectáculo —interrumpió D'Oropel con brusquedad—. ¿Creen que los dioses le van a llevar la diligencia en volandas? ¿Lo creen? Esto es un truco publicitario, ¿entienden? Le ha servido para volver a salir en primera página, eso es todo. No es tan complicado de entender. No tiene ningún plan, más allá de fracasar heroicamente. Nadie espera realmente que gane, ¿verdad?

—Yo he oído que la gente está apostando fuerte por él.

—A la gente le gusta la experiencia de que les tomen el pelo, si a cambio pueden sacar cierta cantidad de entretenimiento —dijo D'Oropel—. ¿Conocen a un buen corredor de apuestas? Voy a jugarme la calderilla. ¿Cinco mil dólares, tal vez?

Aquello suscitó alguna que otra risa nerviosa, que él aprovechó para insistir.

—Caballeros, sean sensatos. Ningún dios va a acudir en ayuda de nuestro director de correos. Ni tampoco ningún mago. Los magos no son generosos con la magia, y si él usara alguna nos enteraríamos enseguida. No, ese hombre está buscando publicidad y nada más. Lo cual no quiere decir —guiñó el ojo— que no debamos, ¿cómo lo diría?, duplicar la seguridad de la certeza.

Los presentes se animaron todavía más. Aquello sonaba a la clase de cosa que ellos querían oír.

—Al fin y al cabo, en las montañas pueden ocurrir accidentes —repuso Verdejamón.

—Tengo entendido que es así —dijo D'Oropel—. De todas maneras, yo me refería al Gran Tronco. Por consiguiente, he pedido al señor Pony que diseñe nuestro procedimiento. ¿Señor Pony?

El ingeniero cambió de postura, incómodo. Había pasado mala noche.

—Quiero que conste en acta, señor, que he solicitado un cierre de seis horas antes del evento —dijo.

—Por supuesto, y las actas también mostrarán que yo he dicho que eso es imposible —dijo D'Oropel—. En primer lugar porque supondría una pérdida imperdonable de ingresos, y en segundo porque dejar de transmitir mensajes transmitiría un mensaje bastante poco favorecedor.

—Cerraremos una hora antes del acontecimiento, pues, y despejaremos la línea —dijo el señor Pony—. Todas las torres mandarán notificación de que están listas al Tump y luego cerrarán todas las puertas y esperarán. No se permitirá a nadie entrar ni salir de ellas. Configuraremos las torres para que funcionen en modo dúplex… es decir —tradujo para los directivos—, convertiremos la línea descendente en una segunda línea ascendente, para que el mensaje llegue a Genua el doble de deprisa. Y no habrá ningún otro mensaje en el Tronco durante la, ejem, carrera. Ni cabecera ni nada. Y a partir de ahora, señores, a partir del momento en que yo salga de esta habitación, ya no aceptamos mensajes de las torres de entrada. Ni siquiera de la de palacio, ni siquiera de la que hay en la universidad. —Se sorbió la nariz y dijo con cierta satisfacción—: Sobre todo nada de los estudiantes. Alguien ha estado yendo a por nosotros, señor.

—¿No le parece un poco drástico, señor Pony? —dijo Verdejamón.

—Confío en que lo sea, señor. Creo que alguien ha encontrado una manera de mandar mensajes que puede dañar las torres, señor.

—Eso es imposi…

El señor Pony dio una palmada en la mesa.

—¿Cómo es que sabe usted tanto, señor? ¿Es que se ha pasado la mitad de la noche despierto intentando llegar al fondo de la cuestión? ¿Ha desmontado un tambor diferencial con un abrelatas? ¿Se ha fijado en que se puede conseguir que el rotor de estampado se salga del cojinete elíptico cuando le da uno a la letra K, y luego mandarlo a una torre con una dirección más alta que la tuya, pero solo si le das primero a la letra Q y el resorte del tambor está bobinado del todo? ¿Ha visto usted que las palancas de las teclas se encallan entre ellas y que el resorte fuerza el brazo hacia arriba y que entonces te quedas con una caja de engranajes llena de dientes sueltos? ¡Pues mire, yo sí!

—¿Está usted hablando de sabotaje? —preguntó D'Oropel.

—Llámelo como quiera —dijo Pony, borracho de nerviosismo—. He ido esta mañana al almacén y he desenterrado el viejo tambor que sacamos el mes pasado de la Torre 14. Estoy seguro de que allí pasó lo mismo. Pero principalmente las averías son en la parte alta de la torre, en las cajas de postigos. Ahí es donde…

—O sea que el señor Mustachen ha estado detrás de una campaña para sabotearnos… —murmuró D'Oropel.

—¡Yo no he dicho eso! —exclamó Pony.

—No hace falta mencionar nombres —dijo D'Oropel sin perder comba.

—Solo es un fallo de diseño —dijo Pony—. Yo diría que uno de los muchachos lo encontró por casualidad y lo volvió a probar para ver qué pasaba. Son así, los chavales de las torres. Les enseñas cualquier máquina bien ideada y ellos se pasan todo el día intentando hacer que falle. El Tronco entero está cogido con alambres, en serio se lo digo.

—¿Por qué damos trabajo a gente así? —dijo Stowley, con cara perpleja.

—Porque son los únicos que están tan locos como para pasarse la vida encima de una torre a muchos kilómetros de cualquier lugar y pulsando teclas —dijo Pony—. Y les gusta.

—Pero debe de haber alguien en una torre que esté pulsando las teclas que causan todas estas… cosas terribles —dijo Stowley.

Pony suspiró. Jamás se tomaban ningún interés. Para ellos solo era dinero. No sabían cómo funcionaba nada. Pero de pronto les hacía falta saberlo y había que hablarles como a niños pequeños.

—Los muchachos siguen la señal, señor, tal como dicen ellos —explicó—. Miran la torre de al lado y repiten el mensaje tan deprisa como pueden. No hay tiempo de pensar. Todo lo que va a su torre sale en el tambor diferencial. Se limitan a aporrear teclas y pisar pedales y tirar de palancas a toda velocidad. Se enorgullecen de ello. Hasta hacen toda clase de trucos para acelerar las cosas. No quiero que nadie hable para nada de sabotaje, justamente ahora. Nosotros mandemos el mensaje tan rápido como sea posible. A los muchachos les gustará.

—La imagen es atractiva —dijo D'Oropel—. La oscuridad de la noche, las torres que esperan y luego, una por una, cobran vida mientras una serpiente de luz cruza el mundo a toda velocidad, suavemente y en silencio llevando su… lo que sea. Tenemos que encontrar a un poeta que escriba sobre esto. —Hizo una señal con la cabeza al señor Pony—. Estamos en sus manos, señor Pony. Usted es quien tiene el plan.

* * *

—No tengo ninguno —dijo Húmedo.

—¿No tiene ningún plan? —dijo la señorita Buencorazón—. ¿Me está diciendo que…?

—¡Baje la voz, baje la voz! —susurró Húmedo—. ¡No quiero que se entere todo el mundo!

Estaban en el pequeño café cerca de la Tienda de Alfileres, que, por lo que veía Húmedo, aquel día no estaba haciendo mucho negocio. Había tenido que salir de la Oficina de Correos para evitar que le explotara la cabeza.

—¡Ha desafiado al Gran Tronco! ¿Intenta decirme que lo que ha hecho ha sido soltarla bien gorda y confiar en que se presente algo? —dijo la señorita Buencorazón.

—¡Siempre había funcionado hasta ahora! ¿Qué sentido tiene prometer alcanzar lo alcanzable? ¿Qué clase de éxito sería ese? —preguntó Húmedo.

—¿Ha oído alguna vez que hay que aprender a andar antes de correr?

—Es una teoría, sí.

—A ver si me ha quedado claro del todo —dijo la señorita Buencorazón—. La noche de mañana (que es el día que viene después de hoy), va a mandar una diligencia (que es una cosa con ruedas y tirada por caballos que a lo mejor alcanza los veinte kilómetros por hora si el camino es bueno) a hacer una carrera contra el Gran Tronco (que son todas esas torres de señales capaces de enviar mensajes a cientos de kilómetros por hora) de aquí a Genua (que es esa ciudad que está muy pero que muy lejos). ¿Me dejo algo?

—Nada.

—¿Y no tiene ningún plan maravilloso?

—No.

—¿Y por qué me lo está contando?

—¡Porque ahora mismo, en esta ciudad, usted es la única persona capaz de creerse que no tengo ningún plan! —dijo—. Se lo he contado al señor Ardite y lo único que ha hecho es darse golpecitos en el lado de la nariz, que es algo espantoso de ver, por cierto, y decir: «Claaaro que no, señor. ¡Qué va a tenerlo usted! ¡Jojojó!».

—¿Y simplemente confiaba en que algo se presentara? ¿Qué le ha hecho pensar que sería así?

—Siempre ha sido así. La única manera de que algo se presente cuando lo necesitas es necesitar que se presente.

—¿Y cómo se supone que tengo que ayudarle?

—¡Su padre construyó el Tronco!

—Sí, pero yo no —dijo la mujer—. Yo nunca he subido a las torres. No conozco ningún gran secreto, salvo que siempre está al borde del colapso. Y eso lo sabe todo el mundo.

—¡Está apostando por mí una gente que no se puede permitir perder! ¡Y cuanto más les digo que no deberían hacerlo, más apuestan!

—¿No le parece que son un poquito tontos por hacer eso? —dijo la señorita Buencorazón con dulzura.

Húmedo tamborileó con los dedos en el borde de la mesa.

—Muy bien —dijo—. Se me ocurre otra buena razón por la que podría ayudarme. Es un poco complicada, así que solo se la puedo contar si me promete quedarse sentada y no hacer ningún movimiento brusco.

—¿Por qué? ¿Cree que los voy a hacer?

—Sí. Creo que dentro de unos segundos intentará matarme. Me gustaría que prometiera no hacerlo.

Ella se encogió de hombros.

—Esto debería ser interesante.

—¿Prometido? —insistió Húmedo.

—Muy bien. Espero que sea algo emocionante. —La señorita Buencorazón hizo caer un poco de ceniza de su cigarrillo—. Adelante.

Húmedo respiró con calma un par de veces. Había llegado el momento. El final. Si no parabas de cambiar la forma en que la gente veía el mundo, terminabas por cambiar también la forma en que te veías a ti mismo.

—Soy el hombre que le hizo perder ese trabajo en el banco. Yo falsifiqué aquellos pagarés.

La expresión de la señorita Buencorazón no cambió, a excepción quizá de un leve fruncimiento de los ojos. Por fin soltó una bocanada de humo.

—Lo he prometido, ¿verdad? —preguntó.

—Sí. Lo siento.

—¿Tenía los dedos cruzados?

—No. Estaba fijándome en eso.

—Hum. —Ella miró con cara pensativa el extremo incandescente de su cigarrillo—. Muy bien. Será mejor que me cuente el resto de la historia.

Le contó el resto de la historia. Toda entera. A ella le gustó bastante la parte en que lo ahorcaban y se la hizo repetir. Alrededor de ellos, la ciudad seguía su vida. Entre ellos, el cenicero se iba llenando.

Cuando terminó, ella se quedó mirándolo un rato a través del humo.

—No entiendo la parte en que regala todo su dinero robado a la Oficina de Correos. ¿Por qué lo hizo?

—Yo tampoco lo tengo demasiado claro.

—O sea, está claro que usted es un cabrón egoísta, con los mismos principios morales que… que…

—… una rata —sugirió Húmedo.

—… que una rata, gracias… pero de pronto se convierte en el niño mimado de las grandes religiones, el salvador de la Oficina de Correos, el que se burla de los ricos y poderosos, el jinete heroico, un ser humano completamente maravilloso en general y, por supuesto, el tipo que ha rescatado a un gato de un edificio en llamas. A dos humanos también, pero todo el mundo sabe que lo más importante es el gato. ¿A quién intenta engañar usted, señor Mustachen?

—A mí, creo. He caído en las buenas costumbres. No paro de pensar que puedo dejarlo cuando quiera, pero no puedo. Lo que sé es que si no pudiera dejarlo cuando quisiera, no seguiría haciéndolo. Ejem… y también hay otra razón.

—¿Y cuál es?

—Que no soy Asidor D'Oropel. Eso es bastante importante. Hay quien podría decir que no hay mucha diferencia entre él y yo, pero desde mi perspectiva la veo, está ahí. Es como la diferencia que hay entre los gólems y los martillos. Por favor… ¿Cómo puedo derrotar al Gran Tronco?

La señorita Buencorazón lo miró fijamente hasta que él se sintió muy incómodo. Entonces le dijo con voz distante:

—¿Cómo de bien conoce la Oficina de Correos, señor Mustachen? Me refiero al edificio.

—Vi la mayor parte antes de que se quemara.

—¿Pero nunca subió al tejado?

—No, no pude encontrar la forma de llegar. Los pisos superiores estaban bloqueados por las cartas cuando… lo… intenté… —La voz de Húmedo se apagó.

La señorita Buencorazón aplastó su cigarrillo.

—Suba esta noche, señor Mustachen. Acérquese un poquito más al cielo. Y cuando esté allí, arrodíllese y rece. Sabe rezar, ¿verdad? Solo hay que juntar las manos… y tener esperanza.

* * *

Húmedo pasó el resto del día como buenamente pudo. Tenía cosas de director de correos por hacer: hablar con el señor Bobinas, gritar a los albañiles, supervisar la limpieza infinita de los escombros y contratar empleados nuevos. En el caso de esta última tarea, más bien se trataba de ratificar las decisiones del señor Ardite y la señorita Maccalariat, pero daba la impresión de que estos sabían lo que hacían. Él solo tenía que estar presente para hacer algún que otro juicio, como por ejemplo:

—¿Aquí aplazamos la divertidad? —preguntó la señorita Maccalariat, apareciendo delante de su escritorio.

Hubo una pausa preñada. Dio a luz a otras muchas pausas más pequeñas, cada una más profundamente vergonzosa que su progenitora.

—No que yo sepa —fue lo único que se le ocurrió a Húmedo—. ¿Por qué lo pregunta?

—Lo quiere saber una joven. Dice que es lo que hacen en Gran Tronco.

—Ah. Sospecho que quiere decir si abrazamos la diversidad —dijo Húmedo, recordando el discurso que había dado D'Oropel en el Times—. Pero aquí no lo hacemos porque no sabemos qué significa. Damos trabajo a cualquiera que sepa leer y escribir y llegue a los buzones, señorita Maccalariat. Contrato a vampiros si son miembros de la Liga de la Templanza, a trolls si se limpian los pies, y si hubiera algún hombre lobo ahí fuera me encantaría contratar a un cartero capaz de devolver los mordiscos. A cualquiera que pueda hacer el trabajo, señorita Maccalariat. Nos dedicamos a mover el correo. Repartimos por la mañana, a mediodía y por la noche. ¿Desea usted algo más?

La mujer tenía un brillo en los ojos.

—No tengo ningún problema con nadie que defiende lo que es, señor Mustachen, pero debo protestar sobre los enanos. El señor Ardite está contratando enanos.

—Buenos trabajadores, señorita Maccalariat. Entusiastas de la palabra escrita. Y muy esforzados —dijo Húmedo con energía.

—Pero no te dicen cuál es su… lo que… cuál… si son enanos damas o caballeros, señor Mustachen.

—Ah. ¿El problema vuelven a ser los excusados? —preguntó Húmedo, con el corazón cayéndole a los pies.

—Me siento responsable del bienestar moral de los jóvenes que tengo a mi cargo —dijo la señorita Maccalariat en tono severo—. Está usted sonriendo, director general, pero no estoy para bromitas.

—Su preocupación la honra, señorita Maccalariat —dijo Húmedo—. Prestaremos una atención especial a esa cuestión en el diseño del nuevo edificio, y diré al arquitecto que debe consultarla a usted en cada etapa del proyecto. —El pecho bien cubierto de la señorita Maccalariat se infló visiblemente ante aquella repentina adquisición de poder—. Entretanto, por desgracia, tenemos que apañarnos con lo que el fuego nos ha dejado. Confío en que usted, en calidad de miembro del equipo directivo, tranquilice a la gente en este sentido.

Los fuegos del temible orgullo arrancaron destellos de las gafas de la señorita Maccalariat. ¡El equipo directivo!

—Por supuesto, director —dijo.

Pero en su mayor parte, el trabajo de Húmedo se limitaba a… estar. La mitad del edificio era una carcasa ennegrecida. La gente se apretujaba como podía en el resto; hasta en las escaleras se clasificaban cartas. Y parecía que las cosas funcionaban mejor cuando él estaba presente. No hacía falta que hiciera nada, solo tenía que estar allí.

No podía evitar pensar en el pedestal vacío del que se habían llevado al dios.

Cuando se puso el sol, Húmedo ya estaba listo. Había muchas escaleras de mano por todos lados, y los gólems se las habían apañado para apuntalar los suelos incluso en los pisos altos. Todo estaba cubierto de carbonilla y había habitaciones que daban a la negrura más absoluta, pero él continuó subiendo.

Avanzó con dificultad por lo que quedaba de los desvanes y se encaramó por una trampilla hasta la azotea.

No quedaba gran cosa de la misma. El hundimiento del depósito de agua de lluvia había arrastrado consigo gran parte del tejado en llamas, y por encima del vestíbulo apenas quedaba un tercio. Pero el fuego apenas había tocado uno de los brazos de la U, y en aquel lado el terrado parecía firme.

Allí había uno de los antiguos palomares del servicio de correos, y Húmedo vio que alguien había estado viviendo en él. Tampoco era tan sorprendente. Había mucha más gente queriendo vivir en Ankh-Morpork que Ankh-Morpork para que vivieran. Existía una subcivilización entera al nivel de los tejados, allí arriba entre las torres y las bóvedas decorativas y los cupulinos y las chimeneas y…

… las torres de clacs. Justamente. Él ya había visto la torre de clacs, y a alguien en ella, justo antes de que su vida empezara a volverse extraña. ¿Para qué necesitaba torre de señales una construcción destinada a palomas mensajeras? No la accionarían las palomas, ¿verdad?

Aquella torre la habían colonizado tres gárgolas. En general a las gárgolas les gustaban las torres de clacs, ya que estar en lo alto era en lo que consistía ser una gárgola, y no les había costado encajar en el sistema. Una criatura que se pasara todo el tiempo mirando y fuese lo bastante lista para apuntar un mensaje era un componente vital. Ni siquiera querían sueldo y no se aburrían nunca. ¿Qué iba a aburrir a una criatura que estaba dispuesta a pasarse años enteros mirando una misma cosa?

Por toda la ciudad se estaban iluminando las torres de clacs. Solo la universidad, el palacio, los gremios y la gente tremendamente rica o muy impaciente usaban sus torres de noche, pero la enorme torre terminal del Tump centelleaba como un árbol de la Vigilia de los Puercos. Por la torre principal circulaban arriba y abajo motivos hechos de cuadrados amarillos. Silenciosas a aquella distancia, mandando sus señales parpadeantes sobre la niebla que se alzaba, trazando sus constelaciones contra el fondo del cielo vespertino, las torres resultaban más mágicas que la magia, más embrujadoras que la brujería.

Húmedo las miró boquiabierto.

¿Qué era la magia, al fin y al cabo, más que algo que pasaba cuando chasqueabas los dedos? ¿Qué tenía eso de mágico? Eran palabras ininteligibles y dibujos extraños en libros antiguos, y si caía en malas manos resultaba puñeteramente peligrosa, pero ni la mitad de peligrosa de lo que podía ser en buenas manos. El universo estaba atiborrado de ella; era lo que hacía que las estrellas siguieran allí arriba y los pies aquí abajo.

Pero lo que estaba pasando ahora… esto sí que era mágico. Lo habían concebido y lo habían montado unos hombres normales y corrientes, levantando torres sobre travesaños en las ciénagas y desplegándolas por los espinazos helados de las montañas. Habían dicho palabrotas y, peor todavía, habían usado logaritmos. Habían vadeado ríos y habían tenido escarceos con la trigonometría. No habían soñado, en el sentido en que se solía usar aquella palabra, pero sí que habían imaginado un mundo distinto y lo habían usado de yunque para doblar piezas metálicas. Y de todo el sudor y las palabrotas y las matemáticas había surgido aquella… cosa, que dispersaba por el mundo las palabras con la suavidad de la luz de las estrellas.

Ahora la niebla estaba invadiendo las calles y convirtiendo los edificios en islas rodeadas de espuma.

Rece, le había dicho ella. Y, en cierta manera, los dioses le debían un favor. ¿O no? Se habían llevado una ofrenda bien generosa y un montón de prestigio celestial por no hacer nada, en realidad.

Arrodíllese, le había dicho ella. No lo había dicho en broma.

Se arrodilló, juntó las manos con fuerza y dijo:

—Dirijo esta oración al dios que…

En un silencio escalofriante, la torre de clacs que había al otro lado de la calle se encendió. Los enormes cuadrados cobraron vida iluminándose uno detrás de otro. Por un momento, Húmedo vio la silueta del encargado del encendido delante de uno de los postigos.

Mientras el hombre desaparecía en la oscuridad, la torre empezó a parpadear. Y estaba lo bastante cerca como para iluminar el tejado de la Oficina de Correos.

Había tres siluetas oscuras en la otra punta de la azotea, mirando a Húmedo. Sus sombras danzaban al cambiar los recuadros iluminados, dos veces por segundo. Eso reveló que las figuras eran humanas, o por lo menos humanoides. Y que estaban caminando hacia él.

Un momento, un momento, los dioses también podían ser humanoides. Y no les gustaba que les tocaran las narices.

Húmedo carraspeó.

—Me alegro mucho de verlos… —dijo con voz ronca.

—¿Eres Húmedo? —preguntó una de las siluetas.

—Escuchen, yo…

—Ella dijo que estarías de rodillas —dijo otro miembro del trío celestial—. ¿Hace una taza de té?

Húmedo se levantó despacio. Aquel comportamiento no era divino.

—¿Quiénes sois? —dijo. Envalentonado por la ausencia de relámpagos y truenos, añadió—: ¿Y qué estáis haciendo en mi edificio?

—Pagamos alquiler —dijo una de las siluetas—. Al señor Ardite.

—¡Él nunca me ha hablado de vosotros!

—Eso sí que ya no es cosa nuestra —dijo la silueta del centro—. En todo caso, solo hemos vuelto para terminar de recoger nuestras cosas. Sentimos lo del incendio. No fuimos nosotros.

—¿Y vosotros sois…?

—Yo soy Loco Al, este es Cuerdo Alex y ese de ahí es Adrián, que dice que no está loco pero no lo puede demostrar.

—¿Por qué tenéis alquilado el tejado?

Los tres hombres se miraron.

—¿Por las palomas? —sugirió Adrián.

—Eso mismo, somos aficionados a las palomas —dijo la figura sombría de Cuerdo Alex.

—Pero es de noche —dijo Húmedo. Aquella información fue objeto de reflexión.

—Murciélagos —dijo Loco Al—. Estamos intentando criar murciélagos mensajeros.

—No creo que los murciélagos tengan el mismo instinto de regreso a casa —objetó Húmedo.

—Sí, es toda una tragedia, ¿verdad? —dijo Alex.

—Subo aquí por las noches y veo esas pequeñas perchas vacías y apenas puedo contener las lágrimas —añadió Indeciso Adrián.

Húmedo levantó la vista hacia la pequeña torre. Era unas cinco veces más alta que un hombre y tenía las palancas de control en un panel bruñido situado cerca de la base. Tenía un aspecto… profesional, y de haber sido usada bien. Y de ser portátil.

—No me creo que estéis aquí arriba criando aves de ninguna clase —dijo.

—Los murciélagos son mamíferos —dijo Cuerdo Alex.

Húmedo negó con la cabeza.

—Merodeando en los tejados, con vuestros propios clacs… sois el Gnu Humeante, ¿verdad?

—Ah, con esa mente no me extraña que sea usted el jefe del señor Ardite —dijo Cuerdo Alex—. ¿Quiere una taza de té?

* * *

Loco Al sacó de su taza una pluma de paloma. El palomar estaba inundado del olor monótono y asfixiante del guano antiguo.

—Te tienen que gustar los pájaros para disfrutar de este sitio —dijo, lanzando la pluma y clavándola en la barba de Cuerdo Alex.

—Menos mal que a vosotros os gustan, ¿eh? —dijo Húmedo.

—Yo no he dicho que me gusten, ¿eh? Y nosotros no vivimos aquí arriba. Es solo que tienes un buen tejado.

Había muy poco espacio en el palomar, del que las palomas habían sido de hecho desterradas. Sin embargo, siempre hay una paloma capaz de romper la alambrada a picotazos. Ahora los estaba observando desde el rincón con ojillos enfurecidos, mientras sus genes recordaban los tiempos en que había sido un reptil gigante capaz de mandar a aquellos hijos de monos al otro barrio de una dentellada. Por todas partes había piezas de mecanismos desmantelados.

—La señorita Buencorazón os ha hablado de mí, ¿verdad? —preguntó Húmedo.

—Nos ha dicho que no eras un capullo integral —dijo Indeciso Adrián.

—Y eso viniendo de ella es un elogio —dijo Cuerdo Alex.

—Y también nos ha dicho que eres tan retorcido que podrías recorrer un sacacorchos andando de lado —dijo Indeciso Adrián—. Pero cuando lo dijo estaba sonriendo.

—Eso no es necesariamente bueno —dijo Húmedo—. ¿De que la conocéis?

—Antes trabajábamos con su hermano —dijo Loco Al—. En la Torre Modelo 2.

Húmedo prestó atención. Aquello era un mundo nuevo por descubrir.

Cuerdo Alex y Loco Al eran veteranos en el ramo de los clacs: habían pasado casi cuatro años en él. Luego el consorcio se había adueñado de la empresa y a ellos los habían expulsado de Gran Tronco el mismo día que Indeciso Adrián había salido expulsado por la chimenea del Gremio de Alquimistas, en el caso de ellos porque habían dicho lo que pensaban del nuevo equipo directivo y en el de él porque había tardado demasiado en apartarse cuando empezó a burbujear el vaso de precipitados.

Todos habían terminado trabajando en el Segundo Tronco. Hasta habían invertido dinero en él. Y no eran los únicos. El nuevo Tronco incluía toda clase de mejoras, tendría una gestión más barata, era agua de mayo, una bendición del cielo y otra media docena de cosas maravillosas que llueven sobre la tierra. Y entonces John Buencorazón, que siempre usaba el cordón de seguridad, aterrizó sobre los campos de repollos y ese fue el final del Segundo Tronco.

Desde entonces, el trío había desempeñado la clase de trabajos disponibles para las nuevas piezas cuadradas en un mundo de viejos agujeros redondos, pero todas las noches, allá en lo alto, los clacs hacían destellar sus mensajes. Era algo tan cercano, tan tentador, tan… accesible. Todo el mundo sabía, de alguna forma imprecisa y medio entendida, que el Gran Tronco era propiedad robada, y que lo único que conservaba de antes era el nombre, Ahora pertenecía al enemigo.

De manera que habían montado una pequeña e informal compañía propia, que usaba el Gran Tronco sin que Gran Tronco lo supiera.

Era un poco como robar. Era exactamente como robar. Era de hecho, robar. Pero no había ninguna ley que lo prohibiera porque nadie sabía que el crimen existía, ¿y acaso se podía llamar robo cuando nadie echaba de menos lo robado? ¿Y acaso era robar si se robaba a unos ladrones? En cualquier caso, toda propiedad es un robo, salvo la mía.

—Así que ahora sois, ¿cómo lo habéis llamado… reventadores? —preguntó Húmedo.

—Eso mismo —dijo Loco Al—. Porque podemos reventar el sistema.

—Suena un poco demasiado dramático cuando lo que hacéis es mover palancas, ¿no?

—Sí, pero «palanqueros» ya estaba cogido —dijo Cuerdo Alex.

—Muy bien, pero ¿por qué «El Ñu Humeante», lo escribáis como lo escribáis? —preguntó Húmedo.

—En jerga de reventadores significa mensaje muy rápido que recorre todo el sistema —dijo Cuerdo Alex con orgullo.

Húmedo pensó en aquello.

—Tiene lógica —dijo—. Si yo fuera un equipo de tres personas con nombres de pila que empezaran todos con la misma letra, es exactamente la clase de nombre que elegiría.

Habían encontrado una forma de infiltrarse en el sistema de señales, a saber: de noche, todas las torres de clacs eran invisibles. Solo se veían las luces. A menos que uno tuviera muy buen sentido de la orientación, la única forma de identificar quién estaba mandando un mensaje era por su código. Los ingenieros conocían muchos códigos. Pero muchos, muchos.

—¿Podéis mandar mensajes gratis? —quiso saber Húmedo—. ¿Y nadie se da cuenta?

Brotaron tres sonrisas petulantes.

—Es fácil —dijo Loco Al—, si sabes cómo hacerlo.

—¿Cómo sabíais que se iba a averiar esa torre?

—La averiamos nosotros —dijo Cuerdo Alex—. Rompimos el tambor diferencial. Tardan horas en arreglarlos porque los operadores tienen que…

Húmedo se perdió el resto de la frase. Las palabras inocentes se arremolinaron en ella como detritos arrastrados por una riada, saliendo de vez en cuando a flote y agitando los brazos a la desesperada antes de que la corriente las volviera a sumergir. Acertó a oír «la» varias veces antes de que se ahogara, e incluso «desconectar» y «transmisor de cadena», pero los rugientes polisílabos técnicos se alzaron para engullirlas a todas.

—… y eso les lleva como mínimo medio día —terminó de decir Cuerdo Alex.

Húmedo miró con gesto de impotencia a los otros dos.

—¿Y eso qué quiere decir exactamente? —preguntó.

—Que si envías el tipo adecuado de mensaje te puedes cargar la maquinaria —dijo Loco Al.

¿Del Tronco entero?

—En teoría —dijo Loco Al—. Porque el código de ejecutar y finalizar…

Húmedo se relajó mientras la marea regresaba. No le interesaba la maquinaria; él veía las llaves de tuerca como algo que sostenía otra gente. Era mejor limitarse a sonreír y esperar. Era lo que tenían los artífices con oficio: les encantaba explicarse. Solo había que esperar a que alcanzaran tu nivel de entendimiento, aunque para ello se vieran obligados a tumbarse.

—… y en todo caso ya no se puede hacer porque hemos oído que van a cambiar la…

Húmedo se quedó mirando un rato a la paloma, hasta que regresó el silencio. Ah. Loco Al había terminado, y tenía pinta de que el final no había sido muy optimista.

—O sea que no se puede hacer —dijo Húmedo, con el alma cayéndole a los pies.

—Ahora mismo no. Puede que el viejo señor Pony sea un poco gallina, pero cuando hace falta se sienta a rumiar los problemas. ¡Se ha pasado el día entero cambiando los códigos! Nos ha contado uno de nuestros compañeros que a partir de ahora cada operador de señales deberá tener un código personal. Están siendo muy cuidadosos. Sé que la señorita Adora Belle ha pensado que podríamos ayudarte, pero ese cabrón de D'Oropel se ha curado en salud. Está preocupado por si le ganas.

—¡Ja! —exclamó Húmedo.

—Se nos acabará ocurriendo otra manera dentro de una semana o dos —dijo Indeciso Adrián—. ¿No puede usted retrasarlo hasta entonces?

—No, creo que no.

—Lo siento —dijo Indeciso Adrián. Estaba jugando ociosamente con un tubito de cristal lleno de luz roja. Cuando le dio la vuelta se llenó de luz amarilla.

—¿Eso qué es? —preguntó Húmedo.

—Un prototipo —dijo Indeciso Adrián—. Podría haber triplicado prácticamente la velocidad del Tronco por las noches. Usa moléculas perpendiculares. Pero en la compañía simplemente no están abiertos a las ideas nuevas.

—Probablemente porque explotan cuando se te caen, ¿no? —dijo Cuerdo Alex.

—No siempre.

—Creo que me iría bien un poco de aire fresco —dijo Húmedo.

Salieron a la noche. En la media distancia la torre terminal seguía parpadeando, y dispersas por otras partes de la ciudad había otras torres encendidas.

—¿Esa cuál es? —preguntó, igual que uno señala una constelación.

—La del Gremio de Ladrones —dijo Indeciso Adrián—. Señales generales para sus miembros. No las sé leer.

—¿Y esa de ahí? ¿No es la primera torre de la carretera a Sto Lat?

—No, es la comisaría que tiene la Guardia en la Puerta del Eje. Señales generales para Pseudópolis Yard.

—Se ve muy lejos.

—Es solo porque usan postigos pequeños. Desde aquí no se puede ver la Torre 2 porque la universidad nos la tapa.

Húmedo contempló las luces, hipnotizado.

—Me preguntaba por qué no usaron esa vieja torre de piedra que hay de camino a Sto Lat cuando estaban construyendo el Tronco… Está en el sitio indicado.

—¿La vieja torre de los magos? Robert Buencorazón la usó para sus primeros experimentos, pero está un poco demasiado lejos y las paredes no son muy sólidas y si te quedas en ella más de un día seguido te vuelves loco. Es culpa de todos los viejos conjuros que se han metido en las piedras.

Se hizo el silencio y luego se oyó a Húmedo decir con voz un poco estrangulada:

—Si os pudierais meter mañana en el Gran Tronco, ¿podríais hacer alguna cosa para ralentizarlo?

—Sí, pero no podemos —dijo Indeciso Adrián.

—Ya, pero si pudierais…

—Bueno, hay algo que nos hemos estado planteando —dijo Loco Al—. Es muy tosco.

—¿Puede cargarse una torre? —preguntó Húmedo.

—¿Deberíamos contárselo? —consultó Cuerdo Alex a sus colegas.

—¿Has conocido a alguien más de quien Mortífera hable bien? —dijo Loco Al—. En teoría podría cargarse todas las torres, amigo.

—¿Es que además de loco estás chiflado? —dijo Cuerdo Alex—. ¡Este hombre es del gobierno!

—¿Todas las torres del Tronco? —dijo Húmedo.

—Sí. De una sola vez —dijo Loco Al—. Es bastante tosco.

—¿Todas las torres, de verdad? —repitió Húmedo.

—Tal vez todas no, si se espabilan —admitió Loco Al, como si no alcanzar la destrucción absoluta fuera motivo de ligera vergüenza—. Pero muchas sí. Aunque hagan trampas y lleven el mensaje a caballo hasta la torre siguiente. Lo llamamos… el Pájaro Carpintero.

—¿El pájaro carpintero?

—No, así no. Hay que hacer como una pausa más teatral, en plan… el Pájaro Carpintero.

—… el Pájaro Carpintero —repitió Húmedo, más despacio.

—Eso mismo. Pero no lo podemos meter en el Tronco. Nos andan detrás.

—Suponed que yo pudiera meterlo en el Tronco —dijo Húmedo, contemplando las luces. Las torres en sí ya se habían vuelto casi invisibles.

—¿Tú? ¿Y qué sabes tú de códigos de clacs? —dijo Indeciso Adrián.

—Doy gracias de no saber nada —dijo Húmedo—. Pero sí que conozco a la gente. Vosotros pensáis en usar los códigos con astucia. Yo me limito a pensar en lo que la gente ve…

Le escucharon. Discutieron. Recurrieron a las matemáticas, mientras las palabras surcaban la noche por encima de ellos.

Y por fin Cuerdo Alex dijo:

—Muy bien, muy bien. Técnicamente podría funcionar, pero la gente del Tronco tendría que ser idiota para permitir que pasara.

—Pero esa gente estará pensando en códigos —dijo Húmedo—. Y a mí se me da bien volver idiota a la gente. Es mi trabajo.

—Yo pensaba que su trabajo era ser director de correos —dijo Indeciso Adrián.

—Ah, sí. Entonces es mi vocación.

Los miembros del Gnu Humeante se miraron entre ellos.

—Es una idea totalmente loca —dijo Loco Al, sonriente.

—Me alegro de que os guste —dijo Húmedo.

* * *

Hay veces en que se tiene que pasar una noche en vela. Pero Ankh-Morpork no dormía nunca; la ciudad como mucho dormitaba, y se despertaba sobre las tres de la mañana para beber un vaso de agua.

Se podía comprar cualquier cosa a altas horas de la noche. ¿Madera? Ningún problema. Húmedo se preguntó si habría carpinteros vampiros fabricando sillas vampíricas con discreción. ¿Lona? Seguro que en la ciudad había alguien a quien hacía aguas el sueño en plena madrugada, se levantaba para hacer aguas él mismo y pensaba: «¡Lo que de verdad me iría bien ahora son mil metros cuadrados de lona de calidad mediana!», así que junto a los muelles había proveedores de suministros náuticos abiertos para satisfacer a las masas.

Cuando partieron hacia la torre no paraba de lloviznar. Húmedo conducía el carruaje mientras los demás iban sentados sobre la carga detrás de él y mantenían una encendida discusión sobre trigonometría. Húmedo intentó no escucharlos; se perdía cuando las matemáticas empezaban a hacer tonterías.

Matar al Gran Tronco… Sí, las torres quedarían en píe, pero se tardaría meses en repararlas todas. Aquello hundiría a la compañía. No saldría nadie herido, decían los miembros del Gnu. Se referían a los operarios de las torres.

El Tronco se había convertido en un monstruo que devoraba gente. Hundirlo era una idea seductora. El Gnu tenía muchísimas ideas sobre qué podía reemplazarlo: algo más rápido, más barato, más sencillo, funcional, que usara diablillos criados especialmente para el trabajo…

Pero algo irritaba a Húmedo. D'Oropel había tenido razón, maldita sea. Si querías mandar un mensaje a ochocientos kilómetros muy, muy deprisa, el Tronco era la mejor manera de hacerlo. Si querías envolverlo para regalo, lo que hacía falta era la Oficina de Correos.

Le caían bien los miembros del Gnu. Pensaban de una forma refrescantemente distinta; fuera cual fuese la maldición que pesaba sobre las rocas de la antigua torre, seguramente no podría afectar a unas mentes como las suyas, vacunadas contra la demencia por haber estado un poco locas desde el principio. Los operarios de clacs, a lo largo del Tronco entero, eran… un tipo distinto de persona. No se limitaban a hacer su trabajo, lo vivían.

Pero Húmedo no paraba de pensar en todas las cosas malas que podían pasar sin las torres de señales. Oh, ya pasaban antes de que llegaran las señales, claro, pero aquello no era lo mismo en absoluto.

Los dejó serrando y dando martillazos en la torre de piedra y emprendió el viaje de vuelta a la ciudad, enfrascado en sus pensamientos.