ENCUENTRA CON SU RIVAL
Allí, el general se instaló como el poder auténtico del Tibet, proponiéndose gobernar el país por intermedio del Dalai Lama, aunque, en apariencia, se limitaba a aconsejarle.
Cuando el Dalai Lama se acercó a Lhasa, el pueblo salió en tropel a las calles a recibirlo. El éxtasis de su bienvenida tenía un sabor nuevo para él. A la usual adoración que le brindaban porque encarnaba al dios Chenrezi, se aliaba la súplica de que los protegiera de un enemigo muy terrenal.
La gente de Lhasa le oraba al Santo para que intercediera entre ellos y los chinos, ya que en él fincaba su última esperanza.
En la ciudad reinaba ya tensión porque el general Chang Chang-wu había hecho sentir su presencia emitiendo proclamas a la población y exhortándola a recibir a las tropas chinas como amigos y libertadores, invitándola a reclamar un "nuevo" Tibet… o sea un Tibet comunista. Cuando el Dalai Lama se dirigió al Potala, vio los carteles y los avisos fijados por Chang Chang-wu. Reconoció rostros chinos a lo largo de su itinerario. Cuando llegó al Potala, el legítimo soberano del Tibet comenzó a examinar todo el problema, buscando los mejores medios de habérselas con la ocupación comunista.
Y aquello resultó una "ocupación" en todo el sentido de la palabra. Desde la región de Kham, los chinos avanzaron por el sendero que siguiera el Dalai Lama en su larga travesía a Lhasa, sólo que lo recorrieron en mucho menos tiempo. Entraron a la ciudad al son de músicas marciales y pisando fuerte con sus botas: los precedía la vanguardia y luego iba el grueso del ejército, formado por diez mil hombres.
Los primeros días de la ocupación china fueron bastante llevaderos para los tibetanos, salvo la natural irritación que les causaba el tener entre ellos a un ejército extranjero. A las tropas de Mao Tse-tung, les habían dado órdenes rigurosas de portarse correctamente y no molestaban a la población civil. Con el tiempo, esos sentimientos, por ambas partes, se trocaron en hostilidad. Los tibetanos no tardaron en comprender que la "benevolencia" de Chang Chang-wu sólo era una simulación que subsistiría mientras ellos obedecieran sus órdenes y sería abandonada apenas hallara resistencia. Los chinos adivinaron una creciente animosidad en los tibetanos. Nacieron así desavenencias que, eventualmente, debían estallar bajo la forma de una guerra.
De una manera gradual, el administrador chino coloco bajo su fiscalización los diversos sectores de la vida tibetana. Comenzó a regular el comercio de la nación designando agentes para que dirigieran los mercados, inspeccionando a todas las caravanas que iba o venían, estableciendo, impuestos chinos sobre las mercaderías que llevaban. Les ordenó a los agricultores que vinieran a buscar semillas a sus depósitos cuando llegara la época de la siembra. Construyó una red de carreteras a través de gran parte del Tibet, contrariando los deseos de los tibetanos, para poder trasladar con rapidez a sus soldados de un punto a otro.
Un problema de verdadera magnitud que; debía abordar Chang Chin-wu, tardé ó temprano, era el problema político. Si no podía quitarle simplemente su autoridad al Dalai Lama, le era posible en cambio debilitarla en formas más subrepticias.
Así, a las provincias no se les concedía la libertad de consultar con el Dios-Rey. Les ordenaban actuar después de haber consultado solamente a la administración china de "liberación" y que abordaran al Dalai Lama por intermedio del general Chang Ghing-wu.
La manera como trataba las provincias el general era la primera razón que inducía a rebelarse a los tibetanos. Los funcionarios locales no podían comprender un sistema que les prohibía hablarle a su divino soberano del. Potala. No querían obedecer.
Se dirigían, en cambio, al Mimang, una saciedad cuyos miembros estaban juramentados para no ejecutar órdenes que no provinieran del Dalaí Lama y sus ayudantes. Las quejas y pedidos de las provincias eran entregados al MImang en vez de llegar a manos de los funcionarios chinos y el Mirnang los mandaba al Potala. En esa forma, el Dalai-Lama seguía conservando la verdadera autoridad, a pesar de los planes Chinos.
.El éxito del Mjmaug le. probó al geneial Chang Ching-wu que sólo podría dominar realmente el Tíbet si tomaba medidas más drásticas para hacer caso omiso de la autoridad del Dalai Lama. Lo decepcionaba el escaso número de colaboracionistas que había podido hallar en el Techo del Mundo.
Los monasterios se mostraban inexorables; negándose a tener que ver con el comunismo. Ahora, el Mimang funcionaba virtualmente como un segundo sistema de gobierno en las provincias tibetanas.
Por lo tanto, el administrador chino se metió la: mano en el bolsillo y sacó un segundo plan para el. Tíbet. Una vieja treta de Pekín era usar el Panchen Lama como contrapeso del Dalai Lama., El actual Panchen Lama es decir el candidato chino para el título, "el Panchen de Mao", nombre con que se lo conocía en el: Tibet había sido retenido en Pekín precisamente para una emergencia como ésta: que afrontaba ahora: el general Chang Ching-wu. El general les informó a sus superiores que había llegado la hora de traer de nuevo al Tíbet al rival del Dalai Lama.
Como el Panchen Lama vive en el monasterio de Tashi Lunpo, en Shigatse, al oeste de Lhasa, sobre el río Tsa-ngpo, las fuerzas de ocupación chinas se dispusieron a preparar una recepción adecuada para su títere.
Adornaron a Shigatse con banderas y luces. Colocaron carteles que saludaban la llegada del señor de Shigatse. Formaron un comité de recepción y trataron de inducir con engaños a los lamas de Tashi Lunpo a unirse al comité.
La negativa de los lamas a hacerlo inquietó a los chinos, quienes no podían dominar Shigatse tan fácilmente como dominaban Lhasa. El general Chang Ching-wu vivía en Lhasa. Las nuevas oficinas políticas del gobierno do "liberación" estaban alli, como también el grueso de las tropas chinas.
Shigatse, en cambio, era una ciudad provincial donde la población se aferraba con más tenacidad a sus viejas costumbres. No le interesaban siquiera las reformas moderadas que le parecían inofensivas a Lhasa. los métodos mejorados de agricultura, por ejemplo, o una medicina superior.
Con todo, Shigatse se habría mostrado dispuesta a recibir solemnemente al Panchen Lama si los chinos no hubiesen cometido el error de anunciar por adelantado que venía a asumir el poder político sobre el Tíbet Occidental. Ahora, ya no cabía duda, sobre las intenciones de Pekín. Era la política inmemorial de "dividir para gobernar". Si resultaba imposible dominar todo el Tibet por intermedio del Dalai Lama, los chinos dividirían al Tíbet y lo fiscalizarían mediante títeres locales, el más destacado de los cuales sería el Panchen Lama.
Cómo ocurre siempre en la historia del Tibet, la idea del poder político para el Panchen Lama era la única tabla de salvación final en cuanto se refería a los tibetanos, el único ataque contra sus tradiciones que no podían aceptar ni aceptarían. Al divulgarse la noticia en Shigatse, en el centro de la ciudad empezaron a congregarse multitudes. Hubo demostraciones de lealtad al Dalai Lama. Varios de los manifestantes comenzaron a desgarrar y arrancar los carteles pro-Panchen. Uno de los grupos fue al cuartel militar chino, solicitó una audiencia con el comandante y le comunicó que habría dificultades si le arrebataba la autoridad al Dalai Lama y se la otorgaba al Panchen Lama. Les contestaron que tendrían que aceptar el cambio y que no se podía dar marcha atrás con las órdenes de Pekín.
Entonces, la población de Shigatse pasó a las demostraciones violentas. Comenzó á atacar a las tropas chinas de la ciudad con palos y piedras. Los Chinos no podían permitir tumultos y menos a una rebelión armadausaron una política de conciliación invitando a banquetes a prominentes tibetanos y tratándolos como a huéspedes de honor. Mientras tornaban el té y la cerveza de cebada, oyeron palabras tranquilizadoras sobre lo que ganaría el Tibet uniéndose a la gran República del Pueblo.
Les aseguraron que la población no perdería nada de valioso si aceptaba al Panchen Lama y que el Dalai Lama deseaba en realidad el nuevo orden, "pero que los malos consejeros que lo rodeaban no le permitían confesarlo”.
Algunos de los tibetanos de Shigatse, quizás se hayan dejado engañar por estas palabras. Pero eran muy pocos para que su actitud contara. La tensión siguió creciendo en la ciudad. Hubo nuevos conflictos entré los soldados chinos y los civiles tibetanos. Los chirlos, cada vez más nerviosos y como nunca sabían si un tibetano, que se acercaba era un amigo o un enemigo, empezaron a disparar. Finalmente, sobrevino un tumulto de proporciones, toda una batalla campal en las calles de Shigatse. Entonces el comandante se quitó.la máscara. Trajo a un gran contingente de tropas acampadas en los alrededores de la ciudad, les hizo patrullar las calles con armas automáticas y automóviles blindados y estableció un severo toque de queda. La gente tenia que retirarse de las calles a la hora de la puesta del sol. Todas las noticias eran sometidas a una estricta censura, para que los Chinos pudieran seguir enviando informaciones sobre lo felices que eran los tibetanos, ahora que podían esperar el regreso del Panchen Lama. Los chinos estaban resueltos a que los tibetanos no los contradijesen.
El Dalai Lama, en Lhasa, estaba muy al tanto de los disturbios de Shigatse. Le habían enseñado el método tradicional chino de usar al Panchen Lama. Comprendía plenamente la naturaleza del ataque chino contra su propia condición y sus derechos: No podía hacer nada para impedir la propaganda en Shigatse, pero había algo que le era posible hacer cuando se enfrentara con su rival. Podía darles al Tíbet y a China y al mundo una exhibición de su superioridad sobre el Panchen Lama, superioridad en el porte y en la conducta, en la comprensión y en la sabiduría, y, sobre todo, en el conocimiento de la religión ya que al Panchen lo habían educado los Chinos para que supiera más sobre el comunismo que sobre el lamamismo.
El Panchen Lama, quien había estado viviendo en China, hizo el largo viaje a Lhasa acompañado por las tropas rojas que se suponía lo custodiaban pero que, en realidad, lo manejaban como a un títere:
Pekín ordenó que acudieran delegaciones de todas las ciudades para saludarlo cuando pasaba, pero no había forma de disimular el hecho que el pueblo tibetano no salía en tropel a rendirle homenaje cómo en el caso del Dalai Lama.
Cuando el séquito del Panchen Lama se acercó a Lhasa, el ritmo se aceleró. Allí, después de todo, estaba el centro del poderío chino. Allí, el administrador chino podía reunir a un grupo de tibetanos dispuestos a brindarle una bienvenida solemne al Panchen Lama y había suficientes tropas chinas para salir en batallones a rendirle honores militares al rival del Dalai Lama. Con el general Chang Ching-wu a su diestra, el Panchen Lama entró a Lhasa y lo llevaron a su sede provisoria, donde permanecería hasta que siguiera el viaje hacia su ciudad, Shigatse.
Por lo tanto, los dos grandes lamas del lamaísmo, tibetano estaban en Lhasa. Dadas las circunstancias, el Dalai Lama tenía que invitar al Panchen Lama a visitarlo en el Potala. El propio Panchen Lama se sentía ansioso de conocer a su hermano de encarnación y -desde luego, los chinos le harían aceptar la invitación en cualquier caso, ya que estaban resueltos a realzar el prestigio de su lama. Querían poder decirles a los tibetanos: "¿Ven? Hasta el Dalai Lama ha aceptado a nuestro Panchen Lama".
Así fue cómo, a los dos días de la llegada del Panchen Lama á Lhasa, lo llevaron en úna litera al Pótala Entró al palacio de invierno rodeado por funcionarios y oficiales chinos y lo hicieron pasar entre silenciosas filas de monjes tibetanos a la sala del trono. Allí lo esperaba el Dalai Lama.
Abrieron dé par en par las puertas de la sala del trono, el visitante entró y, en un instante dramáticoo, los dos lamas se enfrentaron. Ambos eran jóvenes: el Dalai Lama tenía dieciocho años, el Panchen Lama dieciséis. En ningún país del mundo, que no fuese el Tibet, habrían podido depender tan tremendos problemas de las personalidades y los actos de dos adolescentes.
El Dalai Lama interpretó el papel del perfecto anfitrión. Saludó al Panchen Lama, le dio la bienvenida en el Tibet y expresó la esperanza de que ambos pudieran trabajar por el bien de su país. El Dios-Rey hablaba muy despaciosamente. No impugnó las credenciales del "Panchen de Mao", pero tampoco habló de ningún poder político para el Señor de Tashi Lunpo. Aunque sabía muy bien qué afrontaba á un rival, a un títere de los chinos, el Dalai Lama fingió no reconocer el hecho. Simuló suponer que el Panchen Lama evitaría, en el futuro, toda pretensión de detentar la autoridad política en el Tibet. Esta parte de la conversación debió ser restringida porque la escuchaban tanto los chinos como los tibetanos: los chinos confiaban en una enérgica declaración en favor del poder del Panchen Lama, los tibetanos estaban igualmente esperanzados en que no se hiciera semejante declaración.
Más tarde, el Dalai Lama arrastró al Panchen Lama a una polémica sobre religión, Esa polémica fue un factor criticó al revelar los desatinos del Panchen Lama, quien había sido adoctrinado en el comunismo, pero apenas poseía una comprensión rudimentaria del lamaísmo. No cabe duda que el Dalai Lama tenía precisamente la intención de conseguir que el Panchen Lana se condenara por su propia boca y ante los más altos monjes y lamas del Tibet.
En cierto momento, el Dala Lama dijo:
–Hermano mío… ¿Como interpretas la relación entre el Señor Buda y el gran dios Chenrezi?.
El Panchen Lama pareció turbado. Miró a la concurrencia reunida en la sala del trono, confiando evidentemente en ver alguna señal que le revelara la respuesta adecuada.
La señal no apareció. Los chinos parecían contrariados, los tibetanos interesados.
Por fin, el Panchen Lama balbuceó:
–El Señor Buda es el hijo de Chenrezi.
Se trataba de una conjetura obvia, y además, mala; y por lo tanto, causó sonrisas incrédulas entre los monjes y los lamas.
EI.Dalai Lama fingió no advertir la humillación del Panchen Lama. Después de haber probado que el "Panchen de Mao " ignoraba por completo la religión del Tibet, cambió de tema, habló de trivialidades y luego le deseó al Panchen Lama un grato viaje a Shigatse y al monasterio de Tashi Lunpo.
El Panchen Lama no se quedó mucho tiempo en Lhasa. El y sus mentores chinos ansiaban huir de las risas y, los ceños fruncidos- de la gente de Lhasa, quien pronto supo lo sucedido en el Potala. Se formó una escolta y el Panchen Lama se dirigió presurosamente a la ciudad que le serviría de sede.
No pudieron, con todo, disipar el mal efecto de la entrevista del Potala. Los lamas y los monjes, enfurecidos por el hecho de que enviaran a semejante persona para ocupar un alto lugar en la jerarquía lamaísta, se negaron a obedecerle. Se resistieron a cumplir las instrucciones impartidas en nombre del Panchen Lama por los chinos. Comenzaron a darle consejos al pueblo tibetano y a prevenirle que había un impostor, entre ellos. "El Panchen de Mao" se convirtió, rápidamente, en una figura cómica en el Tibet, en una figura a la cual compadecían por su ignorancia. Ahora, los chinos parecían más tiranos que nunca, porque… ¿quiénes sino unos tiranos podían ultrajar así la religión y la cultura del Tibet?.
El Dalai Lama había conseguido su objetivo. No preveía la drástica reacción china. Estos se sintieron compelidos a obrar con rapidez contra los monasterios. Temían que la rebelión se propagara desde allí al resto de la población. El comando de ocupación dispuso en una proclama que todos los hombres pertenecientes a ellos debían estar de regreso al anochecer. Se prohibió toda reunión de monjes fuera de los monasterios y, muy especialmente, en casas particulares. Los chinos mandaron allí a espías, agentes que fingían ser lamaístas llegados del extranjero y quienes le informaban al general Chang sobre todo lo que veían u oían en esas instituciones.
De vez en cuando, llegaba un grupo de soldados chinos a registrar un monasterio sobre el cual le habían dado al general Chang un informe desfavorable. Encontraban armas y ello acrecentaba las sospechas del administrador chino. Las cantidades de oro y plata suscitaban su avidez, los monasterios. habían sido centros de riquezas durante siglos y contenían inestimables objetos de arte. Si los chinos se decidían a apoderarse de ellos, las recompensas serían grandes; y Pekín podría usar los tesoros que guardaran durante tanto tiempo.
Los chinos tenían, pues, motivo para atacar los monasterios. Por el momento, se contentaron con impedirles a los monjes que provocaran desórdenes entre los civiles. Mao Tse-tung tenía otro naipe bajo la manga en aquel juego de dominar el Tibet. Invitó al Dalai Lama a venir a Pekín para tomar parte en el Congreso Nacional del Pueblo, la asamblea comunista convocada para refrendar los decretos de Mao.
ROJA
Los funcionarios chinos de Lhasa, presuntamente de acuerdo con instrucciones de Mao Tse-tung, le dispensaban aún al Dalai Lama las cortesías propias de su cargo, mientras procuraban socavar su autoridad. El Dios-Rey podía confiar, por eso, en que lograría inducir a Mao a hacer menos intensa su campaña para encumbrar al Panchen Lama. Quizás Mao Tse-tung y Chou En-lai les pusieran término en el Tibet a los peores excesos cuando el Dalai Lama les hubiese descrito la situación en pláticas cara a cara… Tal era el pensamiento- decisivo que prevalecía en el Potala.
La decisión no fue tomada a la ligera. Varios altos lamas se opusieron a ella. Arguyeron que el Santo del Tibet estaría en manos de sus peores enemigos, quienes acaso nunca le permitirían volver.
A ellos, el Dalai Lama les replicó:
–Pero… ¿acaso no estoy ya en manos de los impíos? El Tibet sé parece cada vez más a una cárcel. Debo hacer lo que pueda para que la vida de mi pueblo en el cautiverio sea menos dura. Iré a la capital de los agresores. Les hablaré a sus jefes; entonces comprenderé mejor a los hombres con quienes tratamos: Quizás obtenga justicia de ellos. De lo contrario, estoy preparado para cualquier sacrificio que me impongan. Consolaos y consolad a mi pueblo con la idea de qué dondequiera esté mi cuerpo, mi espíritu, el espíritu de Chenrezi, queda aquí, en el Sagrado País del Tíbet.
Después de haber dicho esto, el Dalai Lama mandó un emisario al cuartel del general Chang Ching-wu, con el mensaje de que el soberano del Tibet aceptaba con sumo placer la invitación de la Gran República del Pueblo chino y partiría para Pekín apenas los chinos tuvieran una escolta pronta para él.
El general Chang se frotaba las enanos de satisfacción. Le habían dado instrucciones de llevar al Dalai Lama a la China voluntariamente de ser posible y ahora lo había conseguido tan bien que estaba seguro de complacer a todo el mundo en Pekín, desde Máo Tse-tung y Chou En-lai hasta los funcionarios de menor cuantía de la capital china. El administrador chino en Lhasa, sin pérdida de tiempo, formó, una escolta.
Sacar al Dalai Lama de Lhasa resultó más difícil de lo que lo suponían todos. El pueblo no estaba muy convencido de que se marchara por su propia voluntad. En las calles se reunían enormes multitudes, tratando de detener a la comitiva. Se arremolinaron en torno de la litera de oro, llorando y gritándole al Santo que no se fuera. Amenazaban a la escolta china, acusándola de secuestrar al Dalai Lama. Hubo una escena horrible en las calles de Lhasa y empujaron de acá para allá la litera.
El Dalai Lama hizo todo lo que pudo para calmar al pueblo. Lo bendijo, dijo palabras tranquilizadoras y mostró, con su tranquilo porte, que no se lo llevaban por la fuerza de Lhasa. Un par de veces, pareció conmovido por la demostración, cuyo significado captó perfectamente. Pero comprendió que debía dominar sus sentimientos y dejarle al pueblo la imagen de un caudillo divino que dominaba a los hombres y a los hechos, en vez de dejarse dominar por ellos. Debía dejar una imagen de majestad, no de cobardía, e infundirle esperanza a la gente en vez de desesperación. Consiguió todo esto. Permitieron que-su caravana emprendiera la marcha. Cuando desapareció en dirección a China, los tibetantos volvieron a sus tareas cotidianas, sintiendo un vacío porque el Dios-Rey ya no estaba entre ellos, pero esperando el día de su regreso.
La caravana se dirigió al este, rumbo a Anido. Así, el Dalai Lama invertía el camino que recorriera en su infancia, cuando los lamas lo acompañaran desde su hogar hasta Lhasa. Parecía haber transcurrido tanto tiempo… Descubrió que muchos de los viejos senderos habían desaparecido, sustituidos por las carreteras que construyeran los chinos; y las guarniciones militares dominaban aldeas que habían sido independientes de toda autoridad, salvo la tibetana. Pero el Dalai Lama se sentía feliz al ver cuantas de las viejas tradiciones del Tibet perduraban. La gente afluía aún a verlo y a pedirle humildemente su bendición. Seguía enarbolando banderas de oración y haciendo girar ruedas de oraciones. Seguía vistiendo y trabajando y jugando como en otros tiempos. Los recuerdos del Dalai Lama volvieron a sus primeros tiempos. Había sido simplemente Lhamo Tondrup, el hijo de un campesino. Ahora, era el Dios-Rey del Tíbet, la encarnación de Chenrezi. Y, con todo, ahora disfrutaba de menor libertad, ya qué su encumbrada posición lo convertía en el blanco principal de la opresión comunista. Les comunicó esos pensamientos, a sus consejeros. A los Chinos les exhibía una calma aparente bajo la peor de sus provocaciones.
A pesar de los nuevos caminos chinos, se trataba de un viaje largo y difícil. El Dalai Lama no se quejaba, porque le, habían enseñado a no quejarse nunca. Pero los miembros de su séquito se quejaban y muy amargamente. No querían ir a la China y mucho menos con el ritmo impuesto por el general Chan Ching-wu, quien se sentía ansioso de llegar a Pekín y de entregarles el soberano del Tibet a sus amos.
Siguieron avanzando con rapidez a través de Kham, donde los jinetes khambas miraron hoscamente a los soldados chinos que acompañaban al Dalai Lama del Tibet a China, desempeñando el papel que representaran los propios khambas quince años antes, cuando lo escoltaran desde la región fronteriza de Lhasa.
Haciendo caso omiso de la silenciosa hostilidad que lo rodeaban, el general Chang les ordenó a sus hombres que siguieran avanzando con toda la rapidez posible. Atravesaron Chando v vieron las ruinas dejadas por la batalla en que los chinos derrotaran a los tíbetanos. Cruzaron la frontera y entraron a China, donde se detuvieron durante el tiempo suficiente para que se les uniera el Pánchen Lama, que había partido de Shigatse con una escolta china en el momento en que el Dalai Lama abandonaba Lhasa.
Los dos lamas fueron llevados en gira triunfal, a través de China. En todas partes, los chinos realizaban recepciones magníficas. Cuando,el Dalai Lama y el Panchen Lama subieron al tren para ir a Pekín, se hicieron paradas en el itinerario para. que el Dalai Lama les pudiera dar las bendiciones usuales a los fieles budistas que se congregarán en las estaciones.
El hecho de que su rival fuese tratado como un Igual suyo no inquietaba al Dalai Lama. En circunstancias usuales, el Panchen Lama podía, reclamar ese honor, por ser él mismo una gran reencarnación. El único problema pendiente entre-ellos esa la cuestión de si aquél era el auténtico Panchen Lama, pero el Dalai Lama guardaba un diplomático silencio sobre ese punto. Estaba pronto a aceptar al joven que se hallaba a su lado si los chinos le garantizaban que no se le concedería ninguna autoridad política al "Panchen de Mao".
Cuando su tren entró estruendosamente a Pekín; los saludó una compacta multitud formada por altos funcionarios del gobierno. Los viajeros subieron a varios automóviles y los llevaron a las residencias dónde vivirían mientras pararan en la ciudad.
El Dalai Lama descubrió que su hogar provisorio era un palacio sobreviviente de los tiempos de antaño en que los emperadores manchúes gobernaban China. Era un edificio macizo, ornamentado, qué rodeaban altas murallas y un foso y contenía docenas de habitaciones que le permitieron al. Dalai Lama alojar a sus consejeros más allegados con él.
y establecer una capilla para su uso particular. Cuando se hubo instalado en el palacio, el Dalai Lama se dedicó a recorrer la ciudad.
Esta experiencia era significativa para toda su vida y su carrera. Por primera vez, conocía una cultura que no era la del Tibet y más antigua que la del Tibet. Pekín era la capital de China desde hacía siglos. En el sur de la Gran Muralla, se erguía en los límites de la China del Norte y la China del Sur.
La Gran Muralla era un símbolo de las numerosas conquistas que precedieran a la comunista, un baluarte macizo que se extendía a lo largo de las cimas de las colinas y había sido erigido para impedirles a los mongoles que invadieran China. Pero los mongoles franquearon la muralla trepando sobre ella.
Pekín había conocido a muchos visitantes antes del Dalai Lama. En la Edad Media, estuvo allí un viajero de Occidente, Marco Polo, el veneciano, quien llegó a ser funcionario del gobierno de Kublai Kan y describió sus aventuras en una obra maestra de la literatura mundial. Después de Marco Polo hubo una serie de visitantes e invasores, a todos los cuales asimiló China hasta que inició el siglo xii bajo la férula de la dinastía manchú, cuyo miembro más famoso fue la vieja y pintoresca Emperatriz Viuda. Cuando ésta murió, sobrevinieron la rebelión acaudillada por Sún Yat Sen, la fundación de la República China, la guerra civil, la aparición como jefe de Chiang Kai-shek, la guerra mundial y, finalmente, la victoria comunista.
Al Dalai Lama le narraron esta historia, aunque sólo en una versión comunista. Vio los palacios y las pagodas de Pekín. Le llamó la atención el histórico Campanario, como a tantos otros en su primera visita a la ciudad. Lo llevaron a través de jardines chinos, a lo largo de lagos y canales chinos, y vio los innumerables leones de bronce que se yerguen aún en Pekín, mudos testigos de glorias imperiales desvanecidas desde mucho antes.
Y lo que no era menos importante, el Dalai Lama conoció formas de religión distintas de la suya. Entró a templos chinos consagrados a divinidades no incluidas en el panteón tibetano. Se encontró con budistas que no eran lamaístas… esto era que aceptaban las enseñanzas de Buda pero no los agregados que les hacían los nativos tibetanos. Hasta vio vestigios de las misiones cristianas en Pekin, pero no misioneros, porque todos ellos estaban en la cárcel o se habían exilado de China o muerto.La religión más importante que conoció fue, con todo la del comunismo, en apoyo de su religión, los Chinos señalaban sus edificios; sus aviones, sus trenes, su productividad. Aquello era, decían, su '"Gran Salto Adelante".
Cualquier joven de veinte años, proveniente de un país tan remoto como el Tibet, tenía que encontrar muy emocionante a una ciudad como Pekín. El Dalai Lama no negaba que hubiese allí mejoras que a él le habría gustado ver en el Tibet: la construcción más sólida de los edificios, por ejemplo. Al propio tiempo, sabía demasiado para aceptar las afirmaciones Chinos sobre su ideología. Había oído decir que las naciones de Occidente alcanzaban un alto nivel de vida sin renunciar a su libertad y sabía que era estúpido afirmar que, para tener industrialización, uno necesitaba el comunismo. Sabía que su poderoso vecino de la India estaba construyendo un estado moderno y conservaba su libertad al propio tiempo. No lo engañaba la propaganda a la cual lo sometían los chinos.
Vio que allí había una degeneración artística. La graciosa belleza del antaño gran imperio chino lo deleitaba: su arquitectura, los tallados de jade y los jarrones de porcelana, las miniaturas pintadas, los pergaminos ornamentales. Lo deprimía la monotonía del comunismo,. su insistencia en usar repulsivos overoles azules, su despiadada destrucción de las diferencias individuales.
Mao Tse-tung tenía dos finalidades especiales en vista cuando invitó a Pekín al Dalai Lama. El amo de China quería impresionar al Dios-Rey tibetano con el esplendor de la civilización china y probarle así el atraso del Tibet. Se proponía también, así, hacerle sentir la superioridad del comunismo como "ola del futuro".
Para alcanzar esta última finalidad, el caudillo chino invitó a su huésped a varias conversaciones privadas. Chou En-Lai, el locuaz canciller rojo, hizo también lo indecible por agasajar al Dalai Lama en los almuerzos, en cuyo transcurso conseguía siempre llevar la plática al mundo maravilloso que estaba construyendo el comunismo y al lugar importante que tendría el Tibet en ese mundo.
¿Lograrían deslumbrar al Dalai Lama esos dos expertos políticos, cuya propaganda respaldaba una fuerza tan poderosamente armada? Así lo esperaban Mao y Chou. Algunos tibetanos de Pekín así lo temían. Con todo, el joven de veinte años de Lhasa, el "niño inexperto" del Potala, demostró que las esperanzas y temores que suscitaba estaban fuera de lugar.
Se decía, por ejemplo, que no sería un rival digno de Chou En-Lai cuando se tratara de discutir sobre filosofía. El Dalai Lama demostró que era capaz de defenderse con éxito frente a aquel astuto vocero del marxismo. Escuchemos una de las conversaciones de ambos tal como la narrò una persona cuya identidad debe mantenerse en secreto por temor a las represalias rojas.
Chou En-Lai: Su Santidad ha estudiado filosofía y comprenderá sin duda que no existe la verdad absoluta. Lo que es cierto hoy no puede ser falso mañana. Karl Marx ha basado su pensamiento en ese principio. Lenin aplicó el principio a la política práctica. De ahí que haya tenido tanto éxito el comunismo.
El DALAI LAMA: Su argumento es interesante, mi respetado anfitrión y confío que podrá inducirme a aceptarlo. Quizás usted logre explicarme un punto que me intriga. Si lo que es cierto hoy puede ser falso mañana… ¿no podría suceder que el comunismo, que, según usted, es verdad hoy, se convirtiera repentinamente en falso en algún día futuro?
Chou En-Lai: ¡Ohl Eso es tan sencillo… El comunismo es algo tan excepcional… ¿comprende? Será cierto siempre: sólo los demás sistemas llegan a ser falsos.
El DALAI LAMA: Pero… ¿no dice usted acaso que el principio básico del comunismo carece de solidez? A mi limitada inteligencia le parece que, si el comunismo es permanentemente cierto, la verdad no es relativa. En otros términos, debe de haber por lo menos una verdad absoluta y por lo tanto el sistema de Marx y Lenin se contradice.
La discusión había llegado a uno de los sofismas fundamentales del comunismo, y el Dalai Lama, quien había tratado puntos como éste con sus consejeros en muchas ocasiones, lo traía hábilmente a colación. Chou En-Lai se mostró irritado. Se enorgullece de su sagacidad en materia filosófica y le resultaba insoportable la idea de que aquel "niño inexperto" lo superase en una conversación sobre la filosofía básica que orientaba a la China Roja. El canciller chino se volvió hacia otro aspecto del comunismo, confiando en disimular así su derrota y llevar la confusión al punto discutido.
Chou En-Lai: Mírelo en la siguiente forma, Su Santidad. Marx nos ha enseñado que toda la filosofía y todos los sistemas políticos apenas son un reflejo de las condiciones económicas. Los Chinos vemos que toda creencia sólo es un resultado de las condiciones económicas en que se encuentra un pensador. Los pensadores no Chinos son simples prisioneros de sus sistemas económicos. Cámbiele su economía y se les cambiará las ideas. Así, haremos comunista al mundo entero.
El DÁLAI LAMA: Pero, señor… A juzgar por lo que usted dice… ¿no se deduce que el marxismo refleja simplemente las condiciones económicas en que se hallaba Marx? Marx vivió en el siglo xix. Al desaparecer la economía del siglo xix… ¿no se debe deducir que su filosofía política se ha vuelto atrasada y anticuada? ¿Con qué fundamento sé puede sostener que los pensadores no Chinos son prisioneros de lo económico y que Marx no lo es?.
Nuevamente, Chou En-lai se vio en apuros. Advirtió que afrontaba a un adversario formidable en aquel debate. Cambió rápidamente de tema por completo y habló de las realizaciones prácticas obtenidas en China bajo la dominación comunista.
El Dalai Lama no se lo discutió. El Dios-Rey sé quedó con su propia opinión, recordando que esas realizaciones son tan posibles en -los sistemas libres de gobierno como en los tiránicos.
Mientras estaba en Pekín, el Dalai Lama asistió a asambleas del Congreso Nacional del Pueblo. Escuchó debates sobre el estado de China y no se dejó engañar por el "poder" de aquel organismo, porque sabía que lo formaban títeres que nunca discutirían ninguna decisión de los gobernantes.
Cuando lo invitaron a hablarle al congreso, se limitó a observaciones sobré el mejoramiento del nivel de vidadel pueblo chino, del Tibet, de toda Asia. Evitó cuidadosamente atribuirle el mérito de ello al comunismo, pero llegó lo más lejos posible en el elogio a los Chinos porque seguían considerando un ideal al mejoramiento de la vida.
En realidad, el Dalai Lama tuvo poco que ver con la política mientras estaba en Pekín. Se ocupó, más que nada, de asuntos religiosos. Naturalmente, recibió a los adeptos de la religión lamaísta que venían a verle como a su líder religioso: los tibetanos residentes en China, los mongoles del Asia Central, los chinos de la zona limítrofe de Tsinghai dónde él naciera. Para: la mayoría de esos lamaístas, aquella era su única posibilidad de ver la reencarnación del dios Chenrezi: No podían confiar en que visitarían Lhasa, que estaba lejos, del otra lado de las montañas, y ahora allende la Cortina de Bambú. En cambio, había venido hasta ellos el Misericordioso y no perderían la oportunidad de recibir su consejo y sus bendiciones.
El Dalái Lama se interesó también por las demás religiones que prosperaban en Pekín a pesar de los comunistas. Visitó los templos budistas y les habló a las congregaciones de cómo había venido el budismo al Tibet y de cómo los dogmas de Buda seguían siendo sagrados en el Techó del Mundo aunque les hubiesen, añadido los dogmas tibetanos.
La gran filosofía china con la cual nunca había estado familiarizado el Dalai Lama era el confucionismo. Emprendió un estudio completo de la doctrina de Confucio. Descubrió que el gran filósofo mandarín había subestimado la teología y exaltado la ética enseñando que lo que cree un hombre no tiene importancia con tal de que sé porte como es debido.
El Dalai Lama no podía aceptar esta intrascendencia de la teología. Esto, habría significado que un dios se negaba a admitir que los dioses son importantes: Al propio tiempo, el Dalai Lama encontró en la ética de Confucio muchas cosas aceptables para él, como el mandamiento "Devuelve el bien por bien y la justicia a cambio del mal". Esto no es un ideal tan elevado como la Regla áurea del cristianismo, pero había contribuido mucho a la purificación de las costumbres chinas en el Antiguo Imperio. Desde entonces, el Dalai Lama se ha mostrado admirador de Confucio.
Mientras tanto, se acercaba el momento en que el Dalai Lama tendría que pensar en volver a su país, si se lo permitían los chinos. Descubrió, con el tiempo, que éstos desarrollaban contra él una sutil campaña. Aunque, en privado, Mao Tse-tung y Chou En-lai admitían que su posición.en el Tibet no tenía parangón, en público cuidaban de concederle al Panchen Lama urna posición igual.
Cuando el Dalai Lama habló ante el Congreso Nacional del Pueblo, recibió exactamente los mismos honores dispensados al Panchen Lama. Cuando recorría Pekín, lo acompañaban con ceremonias idénticas a las dispensadas al Panchen Lama. Cuando se supo que el Dalai Lama se proponía hablarles a los grupos religiosos en los templos de la ciudad, los Chinos cuidaron pronto de que también lo hiciera el Panchen Lama.
Cuanto más tiempo se quedaba el Dalai Lama en Pekín, más claro era que los chinos estaban resueltos a proporcionarle al mundo una imagen peculiar de los dos grandes lamas del Tibet: un cuadro de ambos, parados el uno junto al otro, como dos iguales. Evidentemente, no se podía permitir que esa situación persistiera. Además, de Lhasa llegaban emisaríos y delegaciones para pedirle al Dalai Lama que volviera. Decidió, complacer el pedido.
¿Permitiría Mao Tse-tung que partiera un "huésped" tan importante para su propaganda? Al principio, los chinos buscaron pretextos para retener al Dalai Lama en Pekín. Dieron a entender que podría hacer más por su pueblo aprendiendo a fondo el sistema comunista y ayudando luego a aplicarlo en el Tibet. Le advirtieron que sería un "cautivo" de los monjes reaccionarios si volvía a Lhasa. Pero él siguió insistiendo en que lo autorizaran a marcharse de Pekín y eventualmente a los Chinos se les acabaron los pretextos para retenerlo. Tendrían que convertirlo en prisionero o dejarlo marcharse. Temían a la opinión mundial en el caso de que lo retuviesen contra su voluntad. Por lo tanto, el propio Mao Tse-tung autorizó su regreso a Lhasa.
Los chinos iniciaron su propaganda a todo vapor para esa ocasión. Exhibieron resmas de ejemplares de periódicos y radiogramas para probar cómo había disfrutado de la vida el Dalai Lama en Pekín. Hablaron de su. admiración por el tipo de vida comunista. Vaticinaron que sería el primero de los que llevarían al Tibet a la órbita comunista y que el pueblo les estaría eternamente agradecidos a sus "hermanos" chinos.
En esos momentos, el Dalai Lama no estaba en condiciones de protestar. Pero les dijo a sus consejeros la verdad; y la verdad era que había comprendido la falsedad del marxismo como, filosofía y le resultaba insoportable la aterradora fealdad del estado comunista y conocía los horribles crímenes cometidos por los Chinos dondequiera lograban adueñarse del poder.
Cuando la caravana del Dalai Lama salió de China y se internó en el Tíbet, el Dios-Rey se entregaba a muchas serias meditaciones sobre el futuro. Cuando entró a Lama y vio a la inmensa multitud, gran parte de la cual lloraba de alegría al verlo de regreso, decidió defenderla de los Chinos con toda la capacidad de que disponía.
MUNDO
Como habían quitado de en medio al Dios-Rey y aún quizás éste fuese ya un prisionero permanente de Mao Tse-tung, los Chinos pronto dejaron de simular que respetaban los derechos, la religión y la cultura tibetanos. Se embarcaron en una política de comunizar el Techo del Mundo y adoptaron todas las medidas que consideraban necesarias para ello. Con el transcurso de los meses, acentuaron la presión hasta un punto crítico.
El regreso del Dalai Lama no modificó mucho las cosas, porque a esta altura, el administrador chino en Lhasa estaba habituado a salirse con la suya Además, cometió el error de suponer que al Dios-Rey le habían hecho un "lavado de cerebro" en Pekín y que aceptaría al "nuevo" Tíbet sin la menor protesta. El administrador rojo creía que la política de concentrar gradualmente todo el poder en sus manos tenía, mejores probabilidades de éxito, ya que al Dalai Lama, al parecer, lo impresionaban los progresos Chinos.
El general Chang visitó el Potala para discutir el mismo tema. Quería anunciar públicamente la totaladhesión del Dalai Lama a la transformación que se operaba en el País de los Lamas. Sólo así podría acallar la efervescencia popular. Después de las trivialidades usuales sobre esto y aquello, el general llevó la conversación al punto que se proponía.
–Confío en que Su Santidad habrá disfrutado en su visita a Pekín… ¿verdad? – insinuó, con el tono más zalamero de que disponía.
–Sí, general -replicó el Dalai Lama-. Disfruté al ver una gran ciudad que sobrevivía desde los tiempos en que China era un gran centro cultural.
–Pero, sin duda, Su Santidad habrá notado cómo estamos construyendo una gloriosa cultura comunista… ¿no es así?
–Noté muchas mejoras en la práctica. Los residentes de Pekín me dijeron que los trenes marchan ahora a horario.-
–¡Ah… síl -continuó con vehemencia el general Chang-. Su Santidad, según veo, aprueba nuestro sistema. ¿No sería de desear que aplicáramos ese maravilloso sistema en el Tibet?
Demás está decir que esta pregunta era el objetivo que se proponía el general. Ahí estaba sentado, en el Potala, sonriéndole con aire engreído al Dalai Lama y esperando que endosara plenamente su régimen. El Dalai Lama lo comprendió muy bien. Y no cayó en la celada.
–En el mundo hay muchos sistemas políticos y nuestro sagrado país se ha formado el que le conviene -respondió-. Mi deber es cuidar de que nuestra cultura y nuestra religión no corran peligro. Aparte de esto, estoy de acuerdo con usted en que los tibetanos deberíamos estar dispuestos a aceptar ciertas mejoras. Poco importa de donde vienen. ¿Me permite que le mencioné la medicina? Estoy pronto a aceptar la introducción de la ciencia médica en el Tíbet. Desde luego; comprendo que la crearon en Occidente, pero convengo en que China comunista está en buenas condiciones para entregárnosla.
Esto era una astuta estocada del Dalai Lama, quien insinuaba que la ciencia occidental era superior, pero al propio tiempo no se negaba a aprenderla de China. El curso de la conversación lee demostró al general Chang que había juzgado erróneamente: a aquel joven. El Dalai Lama no desafiaba a la ocupación roja. Pero había indicado que comprendía muy bien qué se proponían los chinos, en Tibet. Le sugería que la propaganda comunista no le había hecho un lavado de cerebro y que cuidaría de sus derechos y los de su pueblo. Su defensa de "nuestra cultura y religión" le creó un obstáculo al administrador chino. El Tibet sólo podía ser comunizado destruyendo "nuestra cultura y religión".
Cuando el general Chang volvió a su cuartel de Lhasa, llamó a sus edecanes y oficiales. Frunciendo el ceño, dijo que tenía nuevas, instrucciones para ellos. En el futuro, su política sería más enérgica y no necesitaban seguir respetando al Dalai Lama, cuya autoridad había que quebrantar de una vez por todas. Era necesario doblegar a los tibetanos, sean cuales fueren las consecuencias.
La población no tardó en sentir los resultados de esta orden. Sé le anunció el cambio con carteles y por radiotelefonía. No debía criticar a la administración china ni reunirse en grupos en las calles. Debían estar en sus casas al anochecer. Todos los pedidos tenían que hacerse al administrador chino y se castigaría. severamente a los que violaran esta orden. Los chinos no decían en forma expresa, pero los tibetanos lo comprendían muy bien, que esto se refería al Dalai Lama, a quien se le despojaba de su autoridad para escuchar solicitudes o impartir justicia.
Los miembros, del Mimang se sintieron ultraiados ante esta orden. Eran los representantes extraoficiales de las provincias en el Potala, los únicos que podían eludir el poder de los funcionarios nombrados por los chinos. Ahora, habían puesto al Mimang fuera de la ley y a sus miembros les dijeron que se dispersaran, regresasen a sus hogares y no se volvieran a reunir. Si lo hacían, el Tibet sentiría toda la fuerza de la crueldad comunista.
El Mimang no tenía intenciones de disolverse. En vez de hacerlo, comenzó a actuar clandestinamente: Sus agentes se ocultaron en las ciudades. Sus correos iban- y venían de manera furtiva por el campo. Recogían informaciones, que le trasmitían al pueblo verbalmente y mediante prensas clandestinas. La prensa principal se hallaba en la misma Lhasa, baio las propias barbas del administrador, chino. Desde allí, el Mimang lanzaba circulares y volantes por todo el Tibet, escritos que se filtraban en las cabañas y los hogares modestos y las mansiones de la ciudad, recordándoles el peligro a los campesinos y aristócratas. Una de las circulares decía lo siguiente:
La existencia del Tibet está en peligro. No les creáis a los ocupantes chinos de nuestra patria. Fingen ayudarnos, pero lo único que quieren es someternos a la terrible tiranía que gobierna China. Difunden mentiras por todas partes, diciendo lo que se les antoja sobre nosotros. Afirman que la mayoría de los tibetanos los apoya, pero no le permiten hablar al pueblo. La verdad es que, en su mayoría, los tibetanos son inconmovibles en su lealtad a las tradiciones históricas de nuestro país.
Ahora debemos mantenernos firmes, o el futuro será mucho peor que el presente. Pero tened cuidado. Los chinos poseen los cañones y los aviones necesarios para cometer una masacre y la harán sin vacilar. Resistidles con cautela,… pero resistidles.
Al principio, el Mimang confiaba en que la resistencia pasiva podía surtir cierto efecto. Recordaba al Mahatma Gandhi y su victoria sobre los ingleses en la india. Por desgracia, hay una gran diferencia entre una nación civilizada de Occidente y una bárbara dictadura comunista. La técnica de Gandhi no dio resultados en el Tibet. A los tibetanos no los encarcelaban simplemente por unos meses cuando desafiaban a los chinos; los condenaban a largas penas, eso si tenían suerte. Los cabecillas de la resistencia pasiva fueron fusilados. La población civil fue castigada con multas y toques de queda más severos. La población de varias aldeas fue trasladada en masa.
Los cabecillas del Mimang tuvieron que, llegar a la conclusión de que no les quedaba más alternativa que la violencia. El pueblo tibetano, se había vuelco rebelde y los ataques individuales a los soldados chinos se hacían cada vez más frecuentes. Las multitudes se agolpaban a pesar de la prohibición del administrador rojo y reclamaban a gritos libertad, sobre todo la libertad de ver, al Dalai Lama. Los: monasterios se habían convertido en viveros de rebelión. Los monjes que, presuntamente, no debían estar en las calles al anochecer, entraban a Lhasa y realizaban asambleas a medianoche con voceros dé la ciudad y de la provincia. Los que más pedían acción eran los jinetes de la caballería khamba, quienes prometían iniciar una verdadera guerra en su provincia del este cuando les dieran la señal.
La información sobre esas reuniones llegaba por conductos secretos al Potala. Allí, El Dalai Lama debía enfrentar otra difícil decisión. Sabía que los rebeldes tenían razón al afirmar que los Chinos estaban causando la ruina del Tibet. Pero también sabía que los chinos habían reunido compactas, fuerzas en el interior del país. El ejército invasor no sólo tenía poderosos baluartes en todo el Tibet, sino que había traído a miles de "colonos" chinos y éstos poseían grandes extensiones de suelo tibetano. Para todo conflicto directo entre los tibetanos y los chinos, sólo había un desenlace posible.
El Dalai Lama no podía aconsejarle a su pueblo que adoptara medidas que lo expusieran a una masacre. No lo exhortó a una rebelión armada. Al propio tiempo, hizo inevitable esa rebelión negándose a condenar la resistencia pasiva. Los dirigentes del movimiento clandestino interpretaron esto en el sentido de que El Dalai Lama quería ver más oposición a la ocupación comunista del Tibet. Con esto, les bastó.
Decidieron libertar al Tibet o morir. En una reunión secreta efectuada en Lhasa, trazaron la estrategia para su campaña contra los chinos. La reunión se efectuó en casa de un comerciante de Lhasa.
Acudieron monjes de los grandes monasterios de Drepung, Sera y Ganden, anunciando que sus abades aceptarían cualquier decisión que se tomara. Los agricultores del valle de Tsangpo habían enviado representantes y lo mismo habían hecho los mercaderes y pastores de la meseta de Chang Tang. El hombre más prominente de la asamblea era un vocero de los tribeños khamba de la región de Kham. Su identidad nunca se ha revelado. Se llamaba a sí mismo general Siva, un título amenazador, ya,que Siva es el dios de la destrucción en la religión india. En el equivalente más aproximado, podríamos llamarlo general Muerte.
En esa reunión de Lhasa, los monjes tomaron la iniciativa y aconsejaron la resistencia armada. Esto podrá parecer extraño, porque en Occidente consideramos a los monjes hombres santos que se limitan a orar en los monasterios. Pero los de Occidente fueron a las cruzadas y combatieron como cruzados durante la Edad Media. Los monjes del Tibet conservan aún esta tradición. Pacifistas por naturaleza, creen en la conveniencia de defender al derecho mediante la fuerza, si no hay otra solución. Sabían mejor que nadie, en aquella asamblea de medianoche de Lhasa, que el Tibet sería estrangulado si no se hacía nada.
Los comerciantes y los agricultores se mostraron; un poco más reacios. Tenían tierras e intereses comerciales que proteger: Los monjes se ganaron su adhesión al señalar que los chinos sólo esperaban el momento adecuado para apoderarse de. toda la economía tibetana. Eventualmente se decidió, por voto unánime, que se proyectaría y ejecutaría una rebelión en gran escala.
Cuando se hubo llegado a esta decisión de oponerse abiertamente, el general Muerte tomó la palabra. Era el militar profesional del grupo y por lo tanto, los demás esperaban qué les indicara su estrategia. Había venido con un plan concreto, que ahora bosquejó en detalle.
–Por lo pronto, debemos evitar una batalla grande y decisiva con los chinos -dijo, con tono enfático- Tienen demasiados hombres que oponer a los pocos de que disponemos. Poseen demasiadas armas nuevas de un poder de fuego muy superior al de las nuestras, Por lo tanto, nuestra estrategia debe consistir en asestar un golpe y huir. Cortaremos sus Comunicaciones. Mataremos a sus soldados cuando se alejen de sus campamentos. Aislaremos sus fortalezas. No podemos atacar a sus vanguardias; pero sí hostilizar a sus retaguardias; y eso es lo que haremos.
Todos los presentes en la reunión aceptaron este plan. Luego, se distribuyeron las distintas tareas. El general Muerte volvería para informarles sobre lo resuelto a la caballería khamba, que crearía un cuartel general móvil. Los monasterios de la zona de Lhasa mandarían entonces a sus correos para poner sobre alerta a los demás monasterios del Tibet. Esos correos eran los mejores posibles, ya que desde tiempos remotos los monjes se habían estado comunicando en toda la extensión del Tibet, elaborando un sistema rápido y eficaz.
A los demás conspiradores, les encargaron la tarea de acumular en secreto armas y de hacerlas llegar de contrabando, a través del sistema de inspección chino, a los puntos de ataque. Se les dijo que debían mantener a la población civil y al mundo exterior al tanto de lo que sucedía y del porqué y alentar a todos los hombres jóvenes que fuese posible a abandonar las ciudades y convertirse en guerrilleros, en luchadores por la libertad. Debían redactar una lista de habitantes de Lhasa leales que aceptaran correr el riesgo de ocultar. a los revolucionarios en sus casas cuando los chinos los persiguieran.
Tal era el plan, bien meditado, factible y apoyado por los sectores más numerosos de la población tibetana. Los soldados estaban dispuestos a pelear; el pueblo, a apoyarlos. Sólo faltaba que los militares dieran la señal para la sublevación armada.
Por una ironía del destino, los tiroteos empezaron antes que el general Muerte diera la señal. Comenzaron al norte de su propia provincia oriental de Kham, entre los tribeños golák de la zona fronteriza Tibet-China. Quizás no se hubiera informado suficiente a los goloks sobre la rebelión que se estaba planeando. Quizás la ocupación: china les pareciese simplemente muy brutal para seguirla soportando. Sea cual fuere la causa, la lucha armada estalló en febrero de 1956.
Aquella era la zona que dominaba más firmemente la ocupación china. Desbordaba chinos, quienes se habían adueñado de toda la tierra posible, levantando fortines para intimidar a los goloks; en las aldeas alojaban a las tropas rojas. Por ese territorio pasaban los convoyes de abastecimiento chinos que iban al interior del Tibet, un espectáculo que enfurecía a los tibetanos leales.
Los chinos, que tenían en acción a sus espías, pronto descubrieron el descontento que hervía entre los goloks. Al enterarse de que en una aldea existía un depósito de armas oculto, el comandante local envió un batallón para apoderarse de él. Los aldeanos decidieron luchar antes que someterse.
Cuando los Chinos entraban a la aldea, francotiradores ocultos abrieron el fuego desde los templos y las casas. En la primera descarga, cayeron varios chinos. El capitán chino reagrupó a sus hombres y éstos cargaron sobre la plaza, donde se libró una encarnizada batalla. Los goloks se mantuvieron firmes hasta que se les acabaron las municiones. Entonces, se retiraron; dejando a los chinos en posesión de la aldea y dejándoles asimismo a no pocos cadáveres de soldados como recuerdo y advertencia.
Como los khambas, los goloks son unos magníficos jinetes. Entonces, comenzaron a recorrer a caballo lodo el territorio, asaltando los puestos de comando Chinos, haciendo incursiones contra sus cuarteles, matando a sus correos. Cuando no venían municiones para sus fusiles, usaban sus espadas y puñales. Causaban tantos estragos que los comandantes chinos ordenaron que sus hombres no se aventurasen demasiado por los campos salvo en grupos armados.
Después, enviaron a columnas blindadas para patrullar toda la zona limítrofe. Hubo batallas en todas partes, porque si bien los jinetes tibetanos no podían desafiar a los contingentes blindados, podían atacar -y atacaban- cuando ésas columnas estaban desprevenidas, por ejemplo durante las horas de comer y de noche. Con todo, el peso del poderío militar debía hacerse sentir. Los chinos podían sustituir siempre a los hombres que perdían. Los tibetanos, no. Los chinos podían traer municiones en grandes convoyes de abastecimiento. Los tibetanos tenían que comprar lo, posible en el extranjero y hacerlo pasar de contrabando por las líneas chinas.
El resultado fue la anarquía. Los chinos eran incapaces de pacificar el territorio. Los jinetes golok nocturnos seguían hostigándolos. Al mismo tiempo, los chinos permanecían en sus bases, aunque temían abandonarlas, salvo en expediciones militares. Los goloks dominaban, el campo; los chinos, conservaban las ciudades y aldeas. El conflicto se trocó en una pesadilla de batallas, asesinatos, represalias.
La noticia de la rebelión golok obligó a obrar a los conspiradores acaudillados por el general Muerte. Los tibetanos que esperaban -.el momento de asestar el golpe, no podían cruzarse de brazos cuando sus compatriotas se habían sublevado y la rebelión se propagó por el Kham y al oeste por el Tibet hasta Lhasa y aún más allá. En todas partes, obedecieron a la orden de rebelarse. Los tibetanos abandonaron, su acción clandestina para desafiar abiertamente a sus opresores.
Esto no funcionó de acuerdo con el plan trazado porque era prematuro. En algunas ciudades los tibetanos cometieron el error de intentar vencer en una batalla decisiva y de mantenerse firmes contra fuerzas superiores durante varios días, pero los chinos siempre podían traer refuerzos.
Algunas ciudades, cómo Litang, fueron dominadas en breve tiempo. Primeramente, las columnas de tanques se amaron paso por las calles y la infantería los siguió, realizando operaciones de limpieza. Si los detenía un reducto inexpugnable, los chinos enviaban a sus aviones de bombardeo.
El estruendo de los bombarderos era un sonido terrorífico; para los tibetanos. Estos no tenían aviones de caza para defenderse: en realidad, no tenían aviones de ninguna clase. Y tampoco poseían cañones antiaéreos que les sirvieran para tender una cortina de fuego. Sólo podían ocultarse bajo tierra y confiar en que sobreviviría el número suficiente para proseguir la lucha. Litang fue reducido a escombros por una incursión aérea: sus edificios, inclusive su gran monasterio, fueron arrasados. Ese bombardeo se descargó sobre los defensores con tan abrumadora fuerza que los escasos sobrevivientes padecían un shock cuando atacaron los infantes chinos. El mismo procedimiento aplastó la resistencia en las demás ciudades. Las grandes batallas que el general Muerte aconsejara evitar terminaron, como él lo vaticinara, con la derrota. En realidad, los tibetanos les habían demostrado a los chinos y al mundo que estaban prontos a morir por la libertad; pero, salvo esto, la ocupación salió ganando. El general Chang había descubierto así los principales bolsones de la resistencia tibetana. Ahora, concentró sus esfuerzos en la tarea de eliminarlos. Trató con el máximo rigor a todas las ciudades y pueblos de cualquier dimensión en el Tibet. Hizo más rígido el toque de queda disponiendo que las calles quedaran desiertas de noche, pudiendo sólo recorrerlas sus patrullas. Ordenó que sus tropas registraran las casas en busca de armas y les dio instrucciones de que no omitieran ningún edificio que pudiera ser usado como escondite.
La consecuencia fue que los dueños de las casas tibetanas descubrieron que no tenían derechos que esgrimir frente a las fuerzas de ocupación. En cualquier momento del día o de la noche, podían ver a soldados chinos ante sus puertas. El capitán les diría: "Hemos venido a inspeccionar tu casa. Queremos asegurarnos de que todo está en ella como es debido". Con ese pretexto, el oficial mandaba a sus soldados a registrar la casa desde el sotano hasta el desván, y virtualmente lo destrozaban todo. Golpeaban las paredes para comprobar si no habían depósitos secretos de armas, trepaban bajo los aleros, sondeaban los cimientos, metían largas agujas en las mesas y las sillas para averiguar si no había patas huecas o almohadones falsos que pudieran contener un revólver o un cajón de municiones.
Si no encontraban nada, el capitán le decía al propietario:
–Todo está como es debido. Te felicito por poseer una casa tan hermosa.
Si en la búsqueda aparecía algo sospechoso, al dueño de casa lo arrestaban inmediatamente. Lo llevaban al cuartel general chino y allí lo sometían a un duro período de interrogatorios de acuerdo con los métodos Chinos usuales. Para los tibetanos realmente complicados en la rebelión, el resultado era la tortura, la cárcel y aun la muerte.
Pero aunque los chinos se, salían con la suya en Lhasa y en la mayoría de las ciudades del Tibet, no habían sofocado en modo alguno la rebelión. El plan trazado por el general Muerte y sus aliados funcionaba con éxito y ha subsistido desde entonces. Él látigo chino obligó a muchos jóvenes a huir de sus casas para plegarse a la rebelión. Los monasterios hicieron lo suyo ocupándose del contrabando de armas y del envío de informaciones a través de las líneas chinas. Los principales tibetanos, negándose a dejarse intimidar por la opresión facilitaron sus casas para las reuniones clandestinas. La prensa secreta siguió publicando mas folletos para decirle al pueblo que los chinos no habían vencido, por más afirmaciones que hiciera en contrario el comande de ocupación.
Sobre todo, los jinetes del Tibet proseguían la lucha de acuerdo con el plan básico. Los chambas, goloks y otros tribeños famosos por su caballería hostigaban las líneas de comunicación chinas. Sus blancos favoritos era los camiones de abastecimientos que venían de China. Los convoyes chinos tenían que recorrer centenares de kilómetros a través de las tierras de erosión del este de Tibet y allí los tibetános les tendían a menudo emboscadas.
Una de esas emboscadas les deparó a los khambas muchas satisfacciones. El general Muerte ejerció el comando de esa operación personalmente Escogió la carretera que llevaba desde Litang, a través de Batang, hasta Lhasa. Antes de partir exhortó a sus soldados a recordar la suerte que había corrido Litang bajo el bombardeo chino y les prometió venganza. Luego; los condujo en difícil cabalgata por las tierras de erosión, donde, en un angosto desfiladero, apostó a sus fusileros a ambos lados. Veinte camiones chinos y numerosos automóviles blindados cayeron en la emboscada. El general Muerte disparó su fusil como señal. Los únicos sobrevivientes fueron los que lograron es. capar por la entrada del desfiladero a la. llanura. Abandonaron un convoy de abastecimiento, que los tibetanos se llevaron rápidamente a su guarida. Durante muchos meses, después de esto, los rebeldes tibetanos se alimentaron de raciones chinas y mataron a soldados chinos con balas chinas.
Pronto, el Tibet presentó el mismo cuadro que el país de los goloks. Los chinos tenían en su poder todas las ciudades, mientras que los tibetanos fiscalizaban las zonas externas. Era simplemente imposible que la ocupación lograra éxito en todas partes en un país casi tan vasto como toda Europa. Los rebeldes tenían demasiados sitios donde ocultarse y había demasiados tibetanos (lispuestos a ocultarlos. Los aviones de bombardeo resultaban inútiles contra las poblaciones pequeñas y entre las cavernas de las montañas. En esos casos, sólo era eficaz la infantería y ésta podía obrar únicamente cuando se sabía que una banda de tibetanos estaba a distancia de ataque.
Los territorios khamba y golok del este eran bastante malos, pero las vastas cadenas de montañas resultaron mucho más difíciles. Allí los tibetanos, quienes conocían mucho mejor el terreno qúe los chinos, podían desplazarse sin ser descubiertos, bajar de sus refugios para asestarles rápidos golpes al enemigo y desaparecer luego en las soledades de las macizas cumbres. Pronto, los chinos descubrieron que sus vidas corrían peligro si se mostraban negligentes a la sombra de los Himalayas o los Karakorums.
Trajeron más tropas para proteger a la larga y viboreante línea de abastecimientos que afluía desde China, a través de las tierras de erosión y las montañas del Tibet, a Lhasa. Comenzaron. a operar en unidades móviles, imitando a los tibetanos en' sus repentinas incursiones, a territorio enemigo. Ofrecieron grandes recompensas por las informaciones que llevaran a la captura de caudillos rebeldes y le pusieron precio, un precio que era toda una pequeña fortuna, a la cabeza del general Muerte.
¿Cómo veía la rebelión el Dalai Lama desde su gabinete del Potala? Veía el círculo vicioso que llevaba al Tibet a la anarquía: el círculo de la opresión comunista que provocaba la resistencia tibetana, que, a su vez, provocaba más opresión comunista, y así sucesivamente. Se sentía desolado al contemplar el presente y al cavilar sobre el futuro.
Cuidó de no alentar la rebelión con palabras que pudieran ser mal interpretadas, porque la sola idea de que él, el Precioso Protector del Tibet, pudiera acrecentar la tortura de su pueblo, lo horrorizaba. De todos modos, no haría lo que deseaban los chinos. No condenaría la rebelión ni le ordenaría a su pueblo que cesara en su resistencia. Nunca provocó confusión en el asunto fingiendo que, para él, los chinos eran los amigos y aliados que pretendían ser.
El Dalai Lama se veía atrapado en un dilema. ¿Cómo se zafaría de él?.
INDIA
Expresaba que en 1956 se cumplían exactamente los dos mil quinientos años de la muerte de Buda y que la india se proponía celebrarlo. El budismo nunca prosperó en la India como en otros países del Oriente, pero, de todos modos, Gautama Buda había sido un príncipe indio y por razones de decoro su país natal debía recordar el hecho. La invitación enviada de Nueva Delhi a Lhasa preguntaba si el Dalai Lama, siendo como era uno de los represéntantes más importantes del budismo en el mundo, honraría a la India asistiendo a las ceremonias a efectuarse en homenaje al fundador, de la religión.
Al Dios-Rey del Tibet lo conmovió esa sugestión. Nadie veneraba más a Buda que él, ya que su propia:divinidad respetaba a la reencarnación que apareciera en la persona de un príncipe indio más de dos mil años antes.
En el Tibet, se habían hecho muchas conjeturas para explicar la teología de Buda por un lado y la del Dalai Lama por otro. A un occidéntal, le resultaría difícil captar la relación existente entre ambos. Pero hay algo indudable: para el lamaísmo tibetano, Buda es una de las figuras más sagradas que hayan aparecido entre los hombres. Esto bastaba para que el Dalai Lama quisiera conmemorar la memoria de Buda con ritos adecuados.
Con todo, la invitación llegaba en un momento difícil y peligroso. El Dalai Lama sabía que el administrador chino del Tibet, cada vez más receloso, lo vigilaba estrechamente. Al general Chang lo irritaba la insistente negativa del Dalai Lama a ordenarles a los tibetanos que obedecieran a las autoridades de ocupación. Creía que los monjes, los lamas y los funcionarios que rodeaban al Dalai Lama estaban en comunicación con los rebeldes, en lo cual no se equivocaba. Suponía que si tenían alguna probabilidad de obtener éxito, el Dalai Lama arrojaría el peso de su autoridad contra los invasores. Por ese motivo, el general oprimía con férrea mano cada vez más al Tibet, resuelto a aplastar a todo aquel que tratara de frustrar sus planes.
El terror iba en aumento. Las cárceles, ahora bajo la fiscalización china, empezaron a llenarse de tibetanos. Salían más a menudo pelotones de ejecución para fusilar rebeldes. Registraban las casas ante el menor indicio de que pudieran cantener armas, el toque de queda era impuesto rigidamente, no se permitía ninguna protesta en nombre del Dalai Lama o de cualquier otra autoridad tibetana. La orden del comando de ocupación en el País de los Lamas expresaba ahora: "El administrador chino debe ser obedecido sin murmurar y de inmediato. Se recibirán solicitudss si se redactan en términos respetuosos y van dirigidas a las autoridades que representan a la República del Pueblo chino, de la cual el Tíbet forma parte. Todo aquel que procure socavar o desafiar la posición del administrador es un traidor y será tratado como tal".
Dadas las circunstancias… ¿podía aceptar el Dalai Lama la invitación y visitar la India para los festejos budistas? Ya le eran familiares los árgumentos en pro y en contra. Aparte del aspecto religioso, podía aprovechar esa coyuntura para divulgar el martirio tibetano allende los Himalayas. Esto sería útil, ya que los chinos no dejaban salir del Tibet ninguna información sobre su régimen si lograban evitarlo. Por otra parte, si el Dalai Lama aceptaba la invitación, no se podía prever qué sucedería. Quizás su pueblo se desalentara al ver que volvía a abandonarlos. Y los chinos acrecentasen el rigor de la ocupación, al ver que nadie se interponía ahora entre ellos y el pueblo tibetano.
Un factor adicional intervino en el problema cuando llegó un mensaje de Pekín. Lo firmaba Chou En-lai y le daba instrucciones al Dalai Lama de rechazar la invitación india. Chou no quería que el Dalai Lama -el Dalai Lama menos que nadie- hablara y viajara libremente por un país democrático. Por eso el primer ministro chino, aunque se dirigía al Dios-Rey con su usual lenguaje diplomático amable, le dio a entender muy claramente que debía rechazar la invitación y de inmediato.
Sin demora, el Dalái Lama convocó a sus principales consejeros para conferenciar sobre el mensaje. Les planteó el problema de lo que le debía contestar al primer ministro Chou En-laí de Pekín y al primer ministro Nehru de Nueva Delhi. Sus consejeros se mostraron partidarios unánímes de decirle "no" a Chou y "si" a Nebru. Querían que el Dalai Lama fuese a la India, participara en los festejos budistas y divulgara lo más lejos posible la verdad sobre los chinos del Tibet.
El poderoso abad del monasterio de Drepung resumió la actitud de losconcurrentes al manifestar: “Su Santidad debe aceptar el honor que le ofrece la gran nación India. El Misericordioso del Tibet debe presentarle sus respetos al Piadoso de la India que hace dos mil quinientos años le trajo su mensaje de luz a un mundo qpe estaba en las tinieblas. Los chinos no pueden formular ninguna objeción admisible. Sabemos que temen ver a nuestro Dios-Rey en tierra libre. Con tanta mayor razón, debe ir Su Santidad. Si Su Santidad cediera ahora ante los invasores, cualquier protesta futura por nuestra parte sería más peligrosa. Nunca habrá una justificación mejor para salir del Tibet. Vaya ahora Su Santidad. Participe en las ceremonias en homenaje a nuestro Señor Buda. Y diga la verdad sobre nuestro Sagrado País, aunque deberá hacerlo con tono mesurado”.
La conferencia en el Potala indujo al Dalai Lama a decidirse. Aceptó la invitación y le envió a Chou-En-lai una explicación de las razones por las cuales había aceptado. Se reunió una caravana y, una vez más, el Dalai Lama se preparó a abandonar Lhasa.
Desde luego, los chinos habrían podido detenerlo y lo hubieran hecho si Chou En-lai se lo hubiese ordenado. Pero también a Choú se le planteaba un dilema. Los ojos del mundo budista, en realidad los de toda el Asia, estaban fijos en los inminentes festejos. Los fieles afluían a la India desde todas partes. Todos buscarían figuras máximas del budismo, de las cuales el Dalai Lama era la más destacada. Su ausencia provocaría conjeturas si se divulgaba la noticia de que los chinos lo habían detenido por la fuerza en su país, el resentimiento sería enorme y la propaganda de China Roja sufriría, un golpe devastador.
Chou En-lai y Mao Tse-tung conferenciaron largamente; desmenuzaron el problema y llegaron a la única conclusión posible. Luego, le comunicaron a su representante en Lhasa que el ocupante del Potala podía, con la amable aquiescencia de la magnánima República del Pueblo Chino, ir a Nueva Delhi.
Cuando el Dalai Lama partió, se efectuaron las demostraciones usuales. Él pueblo de la ciudad se agolpó en las calles llorando, lamentándose, gritándole al Dios-Rey que no los abandonara, suplicándole que volviera pronto. Como siempre, el Dalai Lama disipó sus temores lo mejor posible y prometió volver a ellos.
Esta vez había más temor y esperanzas que en cualquier otro tiempo a partir de la invasión del Tibet. Había temor porque la ocupación pesaba sobre el pueblo en forma más abrumadora que nunca. Había esperanzas porque se acababa de formar el movimiento clandestino del Mimang, que funcionaba como una sociedad secreta juramentada para mantener la autoridad del Dalai Lama. La gente del pueblo podía óbtener ayuda y consejo de los miembros del Mimang aunque se marchara el Dios-Rey.
El Dalai Lama se consoló con esta idea al viajar hacia el sur. Cruzó los Himalayas y penetró en Sikkim siguiendo el pedregoso sendero que mi padre y yo usáramos en 1949. Pasó por la capital de Sikkim, Gangtok. Entró a la India, donde lo esperaba un avión para llevarlo a Nueva Delhi. En todas partes, hallaba a multitudes de budistas que querían verlo y obtener su bendición. En muchas ocasiones, se detuvo durante el tiempo suficiente para pronunciar breves sermones, evocando la vida y las enseñanzas de Buda, exhortando a todos a seguir las prédicas del fundador de esa religión.
En Sikkim, al Dalai Lama se le unió el Panchen Lama. Los Chinos habían llegado a la conclusión de que, si bien no podían impedirle al Dalai Lama que fuese a la India, podían contrarrestar la fuerza de sus palabras y de sus hechos cuidando de que su rival estuviese siempre cerca. El Dalai Lama no hizo objeción alguna. Saludó con aire grave al Panchen Lama, tratándolo con la cortesía de un tibetano para con un subalterno y habló con él de religión en forma tal que todos los que los oyean, quedaran convencidos de la ignorancia del "Panchen de Mao".
Los dos grandes lamas del Tibet volaron juntos a Nueva Delhi. Los recibió el propio Jawahárlal Nehru. El primer ministro indio había figurado siempre entre los hombres más empeñados en pedir libertad de cultos y le alegró participar en los festejos budistas. Detrás del primer ministro se hallaba una gran multitud, formada en su mayor parte por monjes y monjas budistas. Todos ellos se agolparon en avalancha alrededor del Dalai Lama, quien sólo pudo pasar cuando la policía le despejó el camino.
El Dalai Lama encontró en Nueva Delhi un deslumbrante despliegue de fausto budista: santuarios ornamentados, banderas de oración, imágenes del Piadoso en todas partes. El sagrado huésped del Tibet partió para visitar todos los santuarios y templos posibles, como lo hiciera en Pekín; pero estaba ahora en un país que se había comprometido a conceder libertad de cultos. La capital india le hizo conocer tradiciones religiosas que ignoraba, sobre todo la del hinduismo. También conoció a los sikhs, los musulmanes y los cristianos. Les predicó misericordia y justicia a hombres de todos los credos, virtudes que contrastaban con los vicios de la crueldad e injusticia de los chinos.
Esta estrategia inquietó a los chinos. Trataron de mantener al Dalai Lama lo más aislado posible y dejarle hablar de religión y nada más que de religión en sus sermones. También les disgustaban-sus pláticas con Nehru. El primer ministro indio y el Dios-Rey conferenciaron largamente. Nunca se ha revelado con exactitud lo que se dijo en esa entrevista. Pero podemos estar seguros de que el Dalai Lama describió con ciertos detalles la suerte del Tibet. Probablemente, no pidió la intervención de la India, sabiendo que ello era, imposible, pero explicó la naturaleza del ataque chino contra la religión y la cultura del vecino que tenía al norte la India; Debió de subrayar los sufrimientos del pueblo tibetano bajo la ocupación.
¿Qué pudo decir en respuesta el primer ministro Nehru? ¿Aconsejó paciencia, con la esperanza de que los Chinos se reformaran? ¿Arguyó, que los sucesos internos de China podían provocar una disminución de las fuerzas de ocupación que estaban en el Tibet? ¿Predijo un despertar de la opinión mundial que obligaría a Mao Tse-tung a ser menos brutal? ¿Insinuó que la propia India adoptaría acaso otra conducta en el caso de que la política de amistad con China Roja resultara infructuosa?. Por ahora, no hay respuesta para esas preguntas.
Sabemos que pronto hubo tropas chinas apostadas en suelo indio y, que la política de amistad con la India había comenzado a menguar mucho. El Dalai Lama vio la lozana e histórica civilizacián de la India, su maciza arquitectura, fantaamagóricos templos, su brillante arte. Advirtió que la antigua India había vibrado de vida, contrastando con el gracioso formalismo de la antiguaChina. Pero mientras que el gobierno comunista de China destruía el pasado, el gobierno democrático dé la India edificaba sobre él.
Lo más importante que le sucedió al Dalai Lama en Nueva Delhi. fue esto: vio, por primera vez, un régimen auténticamente democrático. Pekín había sido, regimentado por la dictadura comunista. Ningún chino se atrevía a criticar abiertamente al gobierno. La prensa estaba amordazada. La radiotelefonía era monopolizada por los voceros de Mao Tse-tung, quienes lanzaban una avalancha incesante de noticias falsas y de desembozada propaganda. Los jefes chinos daban las órdenes y el púeblo obedecía.
Nueva Delhi, lo vio el Dalai Lama, era totalmente distinto. Allí, no le temían al gobierno. Los indios criticaban con toda libertad a Nehru y a los hombres que lo rodeaban. Había que inducirlos con la persuasión a votar por el gobierno, ya que no se les forzaba a hacerlo con las bayonetas. Y con todo, aquel sistema daba resultado. La India afrontaba graves problemas, pero los resolvía vigorosamente y sin tiranía. El Dalai Lama comprendió más que nunca que los chinos de Pekín desatinaban al elogiar a su régimen por sus realizaciones, prácticas. La India democrática era una réplica abrumadora a la esclavizada China.
Los hombres de Mao Tse-tung que estaban en Nueva Delhi tenían el deber de "proteger" al Dalai Lama de semejantes pensamientos. Lo seguían donde quiera iba. Lo “defendían" de los periodistas indios y occidentales, ansiosos de interrogarle sobre el Tibet. Lo incitaban a hablar,exclusivamente de religión, dejándoles la política a los politicos.
Les dio muchos ánimos la llegada de Chou En-laí. El primer ministro de la China había llegado en avión a Nueva Delhi como huésped oficial del gobierno indio. Lo recibieron con las cortesías diplomáticas usuales, dándole la bienvenida una delegación de dirigentes indios y siendo saludado por una guardia de honor de soldados indios.
En la delegación que le dio la bienvenida figuraban tanto el Dalai Lama cómo el Panchen Lama, Chou En-lai aceptó sus saludos y les agradeció el haber venido al aeropuerto. Parecía estar de muy buen humor. Había venido para causarle buena impresión a Nehru y al pueblo indio y sonreía cordialmente, estrechaba las manos con suma amabilidád, aceptaba ramos de flores con aire agradecido y desempeñaba el papel del buen vecino feliz dt estar entre amigos íntimos.
La llegada de Chou puso a Nehru en posición difícil, porque tenía que optar entre él y el Dalai Lama. Sabía que en el primer ministro chino había una falsa amabilidad, que disimulaba sus verdaderos sentimientos detrás de una máscara. Pero era un huésped al cual se le debía tratar en forma hospitalaria. Además, era el representante de la única gran potencia que podía ser una amenaza para la India y por lo tanto se requería obrar muy cautelosamente con él. En otros términos, Nehru no podía desafiar a Chou con respecto al Tíbet Por el momento, al menos, debía guardar silencio sobre lo que le dijera el Dalai Lama. Nehru adopte una actitud cautelosa, reservada, evasiva, como si esperase para ver qué sucedia.
Lo que sucedió inmediatamente fue que Chou En-lai empezó a remolcar al Dalái Lama, ádoptando el papel de "guía" y "consejero". En la primerá conversación privada de ambos en Nueva Delhi, Chou explicó que, desde entonces, el Dalai Lama no debía discutir nada sobre el Tibet, salvo la religión, mientras que, a las preguntas sobre la situación política, contestaría el propio primer ministro.
Esta vez, el Dios-Rey no se limitó simplemente a inclinar la cabeza y asentir.
¿Cómo es posible eso, si la religión y la política están unidas en el Tíbet? pregunto. ¿Acaso no ha hablado siempre allí un solo hombre tanto, por la Iglesia como por el Estado?
Chou En-lai, quien había experimentado ya la fuerza de la lógica del Dalai Lama en Pekín, no estaba de humor para hacer juegos de palabras. No había venido a Nueva Delhi para zalamerías sino para dictar condiciones. Y replicó brutalmente:
–Lo que sucedió siempre, ya no sé aplica. El nuevo Tibet ha sido elevado a una condición distinta en el mundo. A partir de ahora, Su Santidad puede decir lo que quiera en materia religiosa. Si pretende hablar de política, se tomarán las medidas necesarias para cuidar de que diga las cosas adecuadas.
La amenaza era evidente. Chou En-lai había comprendido que aquel joven no se inclinaría ante él como un discípulo ante un maestro. La única manera de dominarlo era mostrarle el significado de la fuerza y recordarle que los chinos podían asestarle un golpe paralizante al Tibet apenas se negara a obedecer las órdenes. El cinismo se había quitado la máscara. La tiranía comunista era un hecho, reconocido. Chou En-la¡ no se quedó mucho tiempo en la India. Volvió a Pekín repentinamente y sin, dar explicaciones. La razón, como pronto se supo, radicaba en el Tibet. Los tibetanos habían vuelto, a rebelarse y se luchaba de nuevo furiosamente en el Techo del Mundo. Chou debía afrontar esa nueva crisis. Antes de partir de Nueva Delhi, ordenó, que el Dalai Lama volviese inmediatamente a Lhasa.
¿Obedecería esta orden? Se ejerció una fuerte presión sobre el Dalai Lama para que se negara. Refugiados del Tibet llegaban a la capital india y narraban nuevos horrores ocurridos allende los Himalayas, donde los chinos, exasperados por la incesante resistencia tibetana, asestaban golpes cada vez mas salvajes.
Traían la noticia de que los tibetanos seguían luchando y lo harían hasta el final. Le aconsejaron al Dios-Rey que se quedara donde estaba, a salvo en el exilio, antes que exponerse de nuevo a la brutalidad de los chinos. Los consejeros del séquito del Dalai Lama le exhortaron a hacer lo mismo. Señalaron que ahora podía hablar libremente y hacerle notar al mundo libre los hechos.
Algunos miembros del Mimang, el movimiento clandestino del Tibet, llegaron trayendo el mismo consejo. No veían cómo podría ayudar en algo el Dalai Lama en Lhasa, ya que los chinos lo tendrían sin duda cautivo en el Potala y lo reducirían al silencio. El exilio y la libertad eran mejores que esto.
El Dalai Lama se decidió a no seguir estos consejos. Le resultaba insoportable la idea de verse separado de su pueblo en el momento en que más sufría éste. Seguía acariciando la esperanza de poder interceder por él ante las autoridades de ocupacián. Quería ser, por lo menos, un ejemplo para ellos. Volvió a Lhasa. Corría el año 1957.
Los Chinos dominaban la situación como nunca en las zonas del Tibet que poseían, pero sólo allí. Habían traído regimiento tras regimiento y libraban una ofensiva a fondo para poner término a lá resistencia tibetana. Esa campaña estaba fracasando ya. Más allá de las fortalezas rojas, ningún chino estaba a salvo. Los khambas galopaban a sus anchas por las tierras de erosión del este y a lo largo de los Himalayas. La lucha, era feroz. Las autoridades de ocupación tomaban siniestras represalías con los tibetanos a quienes se sospechaba cómplices de los rebeldes. Los khambas asesinaban a los funcionarios chinos y a los tibetanos traidores.
De Pekín llegó a Lhasa la orden de que el Dalai Lama fuese mantenido bajo arresto domiciliario y obligado a obedecer las órdenes. El administrador chino, quien tenía ahora las manos libres, envió una orden categórica ál Potala: el Dalai Lama debía firmar todos los decretos Chinos con el sello sagrado del Dios-Rey. Si vacilaba en hacerlo, su pueblo sería castigado. El administrador. creía que este tipo de extorsión daría resultado allí donde había fracasado la persuasión.
El verdadero efecto de esta estrategia fue convencer al Dalai Lama de que habla cometido un error al volver a Lhasa. La situación no tenía remedio, porque no podía hacer nada para ayudarle a su pueblo. Y el pueblo ardía de ira. Había disturbios en las calles de Lhasa. Los tibetanos usaban la resistencia pasiva, negándose a obedecer a los chinos; y se aferraban a esta política desafiando los arrestos, las torturas y las ejecuciones de los pelotones dé fusilamiento chinos. El Tíbet se estaba convirtiendo en una pesadilla de muerte y destrucción.
El espectáculo se volvía torturante para el Dalai Lama. ¿Qué podía hacer? Se le ocurrió una idea. El que había sido huésped de la India, le envió al ministro Nehru una invitación a visitar el Tibet, Nehru aceptó, dándoles así a los tibetanos la esperanza de que aquel dirigente democrático de un gran país vería personalmente su martirio.
La presencia de Nehru quizás obligara a los chinos a ser menos crueles. Era una última esperanza a la cual se aferraba el Dalai Lama.
Pero los Chinos no tenían intenciones de permitir que un extraño viera lo que hacían en el Tibet. Chou En-1ai canceló la visita de Nehru.
El Dalai Lama se sintió muy afligido al ver que lo agraviaban de tal modo en el país y en la ciudad donde el pueblo lo aceptara como soberano y pontífice. Lo apenaba verse tan impotente ante la opresión comunista. Les manifestó confidencialmente a sus consejeros más íntimos que tenían razón. Debía haberse quedado en su exilio en la India donde por lo menos, podía representar a su país ante los ojos del mundo.
En marzo de 1959, sucedió algo que hizo insoportable, una situación que ya era mala. El Dalai Lama recibió la orden de presentarse ante el administrador chino, y de ir solo, sin su escolta. La afrenta era algo nunca visto, ya que los Chinos sabían muy bien que al Dios-Rey lo acompañaba a todas partes un séquito completo cuando abandonaba su residencia. Era muy posible que los chinos se propusieran encarcelarlo o enviarlo a Pekín. Ya no había náda que esperar. Se puso en marcha un plan proyectado semanas antes. El Dalai Lama trataría de conseguir la libertad mientras estaba a tiempo, aún.
En Norbu Linga, los criados iban y venían. Se cerraban ruidosamente las puertas para la noche. La escolta de soldados y monjes del Dalai Lama estaba haciendo su ronda nocturna usual en los terrenos del palacio. Sus espadas rozaban con ruido sibilante los arbustos de los jardines y las culatas de sus fusiles golpeaban sordamente el muro. Los centinelas chinos de guardia afuera no prestaban mayor atención. Estaban habituados a que la escolta del Dalai Lama inspeccionara los terrenos del palacio antes de cerrar las puertas. Era una cuestión de rutina.
Así lo suponían los chinos. Pero, precisamente, esta vez no se trataba de una cuestión de rutina. En la guardia figuraba ún extraño. Uno de los "monjes", era un joven de unos veinticinco años que parecía un poco fuera de lugar allí. Su rostro era el de un estudiante y un asceta y cuando caminaba con torpeza, parecía preocupado por algo que no era esa inspección. Permaneció cuidadosamente en el centro del grupo al pasar junto á las murallas de Norbu Linga. Los guardias se detuvieron junto a una puerta de los fondos, al parecer para cerrarlas con llave cómo siempre. Luego, durante un momento brevísimo, un soldado la entreabrió. El joven se deslizó rápidamente afuera y las puertas se cerraron detrás de él. Pudo oír el pasador cuándo lo reponían en su lugar.
El joven era el Dalai Lama. Ya fuera de Norbu Linga, se internó de prisa en Lhása. Nunca había estado solo así en la ciudad, pero sus consejeros le habían indicado qué debía hacer y adonde debía ir. No usaba sus anteojos y vestía la indumentaria de un monje usual. Echó a andar con rapidez por una calle desierta que daba sobre los fondos del palacio, eludió a las patrullas chinas del distrito y se perdió entre la multitud de la calle principal.
Nadie lo miró. Todas las noches, en las calles de Lhasa se veía a muchos monjes dispersos y uno más pasaba inadvertido. Además, se estaba levantando la tormenta de arena, la cual concentraba la atención de todos. Cuando cruzaba la ciudad el Dalai Lama tuvo tiempo de pensar en el asombro que habrian sentido los que lo empujaban al cruzarse con el si hubiesen descubierto de improviso que el joven monje era en realidad su Dios-Rey. Casi le envidió a la gente del pueblo que podía ir y venir a diario, sin verse agobiada por los deberes de un caudillo religioso y político. Muchos monarcas han experimentado los mismos sentimientos. Pero en el caso del Dala¡ Lama sólo se trataba de una fantasía transitoria. Un Dios-Rey no le envidia a nadie.
No demoró. Caminando con rapidez, aparentemente hacia un monasterio de los alrededores; llegó a los campos vecinos. Un leve silbido lo guió hacia un macizo de árboles, donde encontró a una compañia de khambas designada para escoltarlo en la primera etapa de su largo viaje hacia la libertad. El Dalai Lama montó sobre un petiso y se alejaron al galope rumbo al Nethang, sobre el río Tsangpo, a unos cincuenta kilómetros al sur de Lhasá.
Allí, se encontró con su madre y otros miembros de su familia. Habían salido furtivamente de Lhasa, uno por uno, pocas horas antes. Cierto número de monjes y funcionarios informados secretamente de la evasión, vinieron para intervenir en ella. Y llegaron más khambas para proporcionar protección armada. Era un grupo difícil de manejar de unas doscientas personas, pero el Dios-Rey no quería dejar a nadie en Lhasa.
Junto a la ribera norte del Tsangpo habían reunido balsas de piel de yak. Los refugiados se dividieron en grupos y fueron transportados a través del gran río del Tíbet, el tramo tibetano del Bramaputra. Fue un viaje agitado, ya que el río estaba crecido a causa de las lluvias de primavera, y la madre del Dalai Lama por lo pronto se sintió muy satisfecha al llegar a la ribera opuesta. Después de háberse cerciorado de que ella y los demás miembros del grupo estaban sanos y salvos, el Dalai Lama dio la orden de proseguir el viajé.
Allí sé les reunieron más khambas, quienes los condujeron con rapidez al sur, hacia los Himalayas. La madre del Dalai Lama viajó a caballo todo lo pósible, pero durante un trecho tuvieron que llevarla en una litera. Para una mujer de su edad su vigor y resistencia eran sorprendentes y así se lo dijo el jefe de la escolta khamba. Ella le respondió: Soy la madre del Dios Encarnado y eso basta para fortalecerme para estas penurias y todas las demás,que nos esperan.
Les rogó que no se preocuparan por ella y avanzaran con toda la rapidez posible. Y así lo hicieron. Mientras tanto, en Lhasa, la segunda parte de la operación se desarrollaba de acuerdo con el plan trazado. El general Muerte había convocado a una cita a su regimiento escogido de caballería en las afueras de la ciudad.
Allí se quedaron, mientras limpiaban sus armas, contenían a sus caballos y tenían atraillados: a sus feroces sabuesos tibetanos, esperando la señal que les anunciaría la evasión del Dalai Lama. Al recibir la noticia de que el Dios-Rey. se había alejado sin dificultad y se dirigía hacia los Himalayas, el general Muerte ordenó inmediatamente que sus jinetes montaran a caballo. Cargaron en el acto sobre Lhasa y desafiaron a los chinos a una franca batalla. Su misión era cubrir la fuga del Dalai Lama.
Los Chinos fueron tomados de sorpresa. Los khambas dominaron a los centinelas. Mataron a las patrullas que les ofrecieron lucha y penetraron en la ciudad, donde se instalaron en posiciones ya preparadas en casas y edificios públicos. Sacaron de los escondites fusiles y municiones y los apilaron en los monasterios, los templos y los edificios administrativos. Hasta el Potala se convirtió en una fortaleza, porque los tibetanos sabían que los chinos no perdonarían su sagrado palacio de invierno.
El general Muerte estableció su cuartel general en la Escuela de Medicina, el sitio donde, los médicos tibetanos habían aprendido la magia -en el sentido literal de la palabra- de curar. Tenía unas pocas ametralladoras y ordenó que las emplazaran en forma tal que pudieran barrer las calles con su fuego. En sectores claves intermedios, fueron apostados tibetanos provistos de granadas de mano de Fabricación doméstica. Les quitaron las traíllas a los sabuesos y los dejaron correr a sus anchas, los habían adiestrado para atacar a los chinos.
El general Muerte no tenia tiempo que perder. Se avecinaba un contraataque comunista y tenia que prepararse para afrontarlo. Estaba preparado.
El administrador chino, desde luego; se enteró del ataque casi de inmediato. Oyó el tiroteo. Empezaron a llegar, sucesivamente emisarios con noticias sobre el éxito tibetano inicial. Y comprendió que aquello ya no era una simple revuelta callejera, sino una batalla fundamental por Lhasa; y envió la orden dé que avanzaran refuerzos desde su acantonamiento en las afueras de la ciudad.
La infantería china acudió velozmente en sus camiones y penetró en Lhasa. Cuando entró en las calles fortificadas por los tibetanos, los recibieron con un fuego devastador. Los francotiradores al acecho apuntaban contra ellos desde todos los ángulos y de todas las ventanas brotaban balas de fusil. Los Chinos se dispersaron bajo aquel granizo y se retiraron, hostigados por los perros y dejando á sus muertos. Los tibetanos salieron a las calles, se apoderaron de las armas y municiones de los chinos caídos y volvieron a la carrera a sus posiciones. Él general Muerte le había ganado la primera escaramuza al general Chang.
El administrador chino no quiso cometer por segunda vez el mismo error. Y trajo su artillería. Ordenó que sus tanques y sus automóviles blindados encabezaran la carga. Y éstos irrumpieron en Lhasa, seguidos porlos infantes, redujeron a escombroslos edificios de madera con sus cañones y demolieron las casas con el avance dé los tanques. Gradualmente, obligaron a los tibetanos a retroceder con la mera fuerza de los blindajes y el poder de fuego.
Los tibetanos no tenían armas adecuadas para enfrentar a los chinos, quienes estaban armados para el tipo de guerra del §Iglo xx. Pero el general Muerte no había venido a Lhasa para vencer, si no para distraer la atención de los chinos durante un tiempo suficiente para que el Dalai Lama pudiera escapar. Por lo tanto, resistió todo lo posible, cediendo terreno a regañadientes, pulgada tras pulgada, metro tras metro. Su perímetro se reducía cada vez más entornó de su posición de comando de la Escuela de Medicina. Más allá, Lhasa yacía en ruinas.
El número de bajas tibetanas, era tremendo, porque muchos habitantes de la ciudad no lograban zafarse del tiroteo cuando crepitaba violentamente a su alrededor. Además, los chinos trataban a todos los tibetanos como a enemigos y ejecutaban en el acto a cualquiera que obrara en forma sospechosa.
La batalla de Lhasa prosiguió furiosamente, durante tres días. La lucha se libraba en las calles, a través de los edificios. Los cañones chinos. bombardeaban el Potala. Demolieron la Escuela de Medicina, mientras el general Muerte dirigía la lucha desde su cuartel general del sótano. Los chinos seguían avanzando a pesar de todas lo bajas sufridas. El general Chang labraba a la lucha a un batallón tras otro y la suerte de la contienda se hacía cada vez más desfavorable para los tibetanos.
El general Muerte se mantuvo allí hasta que recibió una información vital. Al enterarse de que el enemigo acababa de descubrir la fuga del Dalai Lama, el comandante khainba les ordenó a sus hombres que destruyeran sus depósitos de municiones, que llamaran a sus sabuesos y que se replegaran en la mejor forma posible a un lugar de cita prefijado.
Habían sufrido muchas bajas, pero los sobrevivientes montaron a caballo y desaparecieron entre las montañas, prontos a seguir peleando en otra ocasión. Habían cumplido su misión y la habían cumplido bien. Habrían podido mantenerse durante más tiempo en Lhasa, pero el sufrimiento del pueblo era harto grande para permitirlo. Los Chinos estaban ejecutando a los rehenes y poniendo a tandas de inocentes frente a pelotones de ejecución. El general Muerte no podía permitir que esto continuara. Detuvo la lucha lo antes que podía hacerlo sin que peligrara la seguridad del Dalai Lama.
El Dalai Lama había viajado muchos kilómetros ya cuando los chinos advirtieron que no estaba en Norbu Línga. Al administrador chino no se le había ocurrido siquiera, concentrado como estaba su atención en el repentino ataque khamba, que el más valioso de sus prisioneros se le podía haber escapado, El Dalai Lama nunca había desafiado abiertamente a las fuerzas de ocupación. El general Chang suponía que, sucediera lo que sucediese, el Dios-Rey se quedaría con su pueblo, esforzándose en liberarlo de los peores golpes de los chinos. Después de todo, había tenido dos oportunidades de quedarse en el exilio, sano y salvo, fuera del Tibet, rechazándolas. Había vuelto a Lhasa en ambas ocasiones, hasta cuando los monjes y oficiales de su comitiva se oponían a ello.
Mientras Chang dirigía la lucha contra el general Muerte en Lhasa ni siquiera se le ocurrió preguntar por el paradero del soberano y pontífice del Tíbet.
Durante los dos primeros días de la batalla de Lhasa, el único problema del general Chang fue aplastar la rebelión. En el tercero, cuando sus elementos blindados irrumpían a través de la ciudad y la marea de la lucha se volvía a su favor, decidió que había llegado la hora de obligar al Dalai Lama a condenar a los tibetanos rebeldes. Estaba de pésimo humor cuando llamó a un mensajero y le, dijo;
–Ve a Norbu Linga y dile a ese superticioso fanático que quiero verlo… ahora mismo. Si se muestra reacio, díselo al capitán de la compañía que envío contigo y cuidaremos de que se le proporcione una escolta satisfactoria.
Y el general Chang ordenó, con aire ceñudo:
–No podemos dejar que nuestro sagrado personaje vaya sin compañía.
Dejó de soñreir cuando volvió su emisario. Este venia solo. Le comunicó que los soldados regresaban al cuartel… con las manos vacías. En Norbu Linga no había nadie, salvo los criados de menor cuantía. Una rápida búsqueda reveló la verdad.
A los chinos los habían superado en astucia. Las luces del palacio de verano eran un simple pretexto para hacerles creer a las autoridades de ocupación que todo se desarrollaba normalmente. Los criados iban activa y ruidosamente de aqu(para allá sin servirle a nadie, ejecutando los actos de costumbre para que nos les hicieran preguntas mientras su señor huía. El Dalai Lama no estaba en Norbu Linga. Y ni siquiera en Lhasa. Viajaba hacia la frontera de los Himalayas.
El general Chang, atónito al principio, tuvo un violento acceso de ira. Comprendía que acababa de cometer un tremendo error al perder al único hombre del Tibet a quien nunca debía haber dejado escapar. Preveía el furor de Pekín y sabía que Mao Tse-tung y Chou En-lai le aplicarían una severísima reprimenda, sino algo peor, por haberse dejado engañar por una estratagema tan simple. Se suponía que los capitalistas cometían esos errores, pero los Chinos no. El general Chang puso como nuevos a sus edecanes por su estupidez. Vociferó órdenes por teléfono y amenazó con degradar o exonerar a sus coroneles si permitían que el Dalai Lama saliera del Tíbet. Su única preocupación era capturar al Dalai Lama antes de que se divulgara la noticia de su fuga.
Ordenó una persecución inmediata. Pero… ¿en qué dirección? Nadie sabía qué camino seguía el Dalai Lama. ¿Iba hacia Nepal o Sikkim o Bután o había tomado por uno de los senderos menos conocidos? Los aviones de reconocimiento, chinos volaron hacia el sur, sobre los Himalayas, buscando a los fugitivos. Los paracaidistas estaban prontos a lanzarse sobre su ruta, precediéndolos, apenas se supiera su itinerario. Camiones cargados de soldados se precipitaron a los puntos claves, prontos a entrar en acción apenas se descubriera a la caravana. Los aviones de bombardeo destruyeron represas, peentes y caminos, confiando en cortarles el paso a los tibetanos que huían.
El general Chang ardía de cólera mientras esperaba la noticia de que el Dalai Lama había vuelto a caer en sus manos. Pero no podía permanecer ocioso. Los tiroteos continuaban en Lhasa, porque no todos los rebeldes habían depuesto las armas al retirarse los khambas. Los monjes se defendían con salvaje brío hasta la muerte. Los chinos irrumpieron viglentamente en el Potala y encontraron allí a centenares de religiosos que empuñaban fusiles o puñales. Norbu Linga fue cañoneada y luego los chinos se apoderaron de ella. Los grandes monasterios que rodeaban a Lhasa sufrieron un destino peor. Sera, Drepung y Ganden de nade le servían al administrador chino y éste ordenó que los cañones, y aviones los destruyeran. Refugiados del Tibet narraron más tarde el horripilante aspecto de Drepung en llamas, con sus diez mil monjes.
El general Chang logró uno de sus propósitos: cuando concluyó con ella, Lhasa era la ciudad, de los muertos. Transcurrieron días antes de que los que huyeran a las colinas pudieran reunir el valor, suficiente para volver. Apenas habían tenido tiempo, de llorar a sus muertos cuando, bajo el acicate del látigo chino, tuvieron que empezar la reconstrucción. Ahora, los chinos se mostraban más brutales que nunca. Desde entonces, los conquistadores no se esforzaron mucho en ganarse la buena voluntad de los sojuzgados. La última esperanza de que los tibetanos colaborasen en la construcción del "nuevo" Tíbet había desaparecido y con ella la política de la persuasión, de preferencia a la fuerza. Ahora, los chinos dieron a entender claramente que el Tíbet estaba esclavizado y se esperaba que los tibetanos se portaran como esclavos. Debían obedecer las órdenes sin protestar y esas órdenes consistían en que reconstruyeran lo destruido en Lhasa y en otras partes. salvo los monasterios, que los no tenían interés en reconstruir. Los chinos confiaban en haberle asestado un golpe mortal a la fe tibetana cañoneando y bombardeando sus grandes establecimientos religiosos. Y esperaban que Sera, Drepung y Ganden no volverían a surgir.
Mas allá de los límites de Lhasa, la ocupación militar se tornó más severa. Todos los hombres aptos fueron reclutados para los trabajos forzados por orden de los comandantes locales. Las patrullas fueron reforzadas y los campamentos ampliados. Los convoyes de abastecimiento avanzaron bajo la protección de. nuevas tropas blindadas. El administrador chino tomó precauciones contra la hostilidad que hallaría sin la menor duda en el caso de que el Dalai Lama estuviera realmente fuera de su alcance.
HIMALAYAS
A esta altura, el Dalai Lama ya sabia que el administrador chino estaba enterado de su evasión. Durante los dos primeras días, como lo informaron los jinetes khambas que alcanzaron a la caravana, los chinos estaban harto ocupados con la Batalla de Lhasa para comprender lo sucedido. Al tercero, llegaron otros khambas con la noticia de que se había divulgado la fuga del Dios-Rey y de que los chinos estaban en plena persecución.
El Dalai Lama convocó a sus consejeros y militares a una rápida conferencia sobre lo que debía hacer. Los monjes eran partidarios de seguir el camino más seguro, pero más largo, que llevaba a la India. Los khambas preferían la ruta directa a Bután, que se comprometían a mantener abierta rechazando a todos los paracaidistas chinos que pudieran ser arrojados allí para cortarles el paso. El Dalai Lama no tenía tiempo para meditaciones. Tomó una decisión de inmediato y le dijo a su auditorio:
–El Oráculo del Estado me aconseja abandonar las rutas que llevan a Bután y dirigirme a la India. Estoy de acuerdo con él, no simplemente porque el Oráculo tenga el don de leer el futuro, sino también porque debemos superar en astucia a los chinos. No podemos permitirnos librar una batalla aquí, en las montañas; y eso es lo que tendremos que afrontar si seguimos las rutas donde el enemigo ha destruido ya los puentes, bombardeándolos. Mi decisión es dirigirme hacia suelo Indio y seguir el camino que el enemigo vigile menos. Ya hemos descansado bastante. Pdngámonos en marcha.
Todos montaron a caballo y se dirigieron al este, rumbo a Tsetang. A partir de allí, el itinerario era muy escabroso. Tuvieron suerte de que los aviones chinos de reconocimiento que sobrevolaban la zona no los descubrieran. Cada vez que los batidores khambas anunciaban que venían los aviones, el grupo se dispersaba hasta que pasara el momento de peligro. Ocultándose entre rocas gigantes, eran casi invisibles desde arriba. Además, los pilotos chinos no sospechaban la verdadera dirección tomada por el Dalai Lama hasta que resultó demasiado tarde y no observaron con tanta atención la ruta a la India como las que llevaban a Nepal, Sikkim y Bután. Los aviones de bombardeo chinos arrojaron toneladas de explosivos sobre los puentes a centenares de kilómetros del verdadero itinerario. Ni los paracaidistas ni la infantería china entraron jamás en acción.
En suma, el general Chang en Lhasa, fue engañado por completo. No podía creer que los fugitivos tibetanos, una caravana de doscientas personas incapaces de viajar tanto, siguieran el camino indirecto que llevaba afuera del Tibet.
Mientras se preocupaba de bloquear lor senderos que conducían al interior de los estados montañosos menores existentes sobre las pendientes meridionales de los Himalayas, el Dalai Lama se alejaba rumbo al sudeste por una senda oscura y poco usada que llevaba hacia la gran nación que ocupaba el subcontinente indostano: la India.
Los tibetanos no habrían podido lograr esto sin la ayuda de sus compatriotas de las montañas. Varios correos se adelantaron al galope a la caravana para divulgar la noticia de su llegada. Hasta las aldeas más pobres de las montañas se apresuraron a darle la bienvenida a su Dios-Rey. Les abrieron sus puertas a él y a su comitiva, radiantes de humildad y gratitud, y les costaba creer que la encarnación del dios Chenrezi se dignaba aceptar su hospitalidad. El Dalai Lama, a cambio, los bendecía y les endilgaba un grave sermón cuando tenía tiempo de hacerlo. A un grupo de aldeanos que se habían reunido, les dijo:
–Pueblo mío: como ves, tu Precioso Protector está huyendo del sagrado suelo del Tibet. No te descorazones ante este espectáculo. Nuestro país está bajo el yugo de la opresión, pero confío en que podré hacer más para ayudarte cuando llegue a un país libre. Recuerda que Chenrezi nunca abandona el Tibet. Recuerda que lo ha salvado muchas veces en otros tiempos. No dudes de que también lo salvará ahora.
Los campesinos se inclinaban hasta tocar el polvo con la frente, abrumados por la veneración al pensar que el joven que les hablaba era el propio Chenrezi. La recepción que se le brindaba allí al Dalai Lama era típica de las recibidas a lo largo de todo el camino.
Dondequiera, veía banderas de oración, ruedas de oraciones y a devotos adeptos de su fe que usaban sus rosarios lamaístas. Eh todas partes, oía el sagrado cántico "Om Mani Padme Hum", "Salud a la joya del Loto". Hasta a un dios reencarnado lo conmovía semejante devoción religiosa.
Algo que el Dalai Lama necesitaba siempre, era el servicio de los guías nativos. Su caravana se había internado tanto en los Himalayas que él no sabía qué ruta debía seguir o qué desfiladeros escoger ó adonde llevaba determinada senda. Los tibetanos de los Himalayas se sentían muy contentos de que se les presentara la oportunidad de ayudarle. Conocían el terreno tan bien como a las plazas de su aldea. En cada recodo aparecían guías que llevaban a los fugitivos de Lhasa a través de los desfiladeros, a lo largo de los peñascos y junto a los precipicios, debajo de titánicas formaciones rocosas… conduciéndolos por el mejor camino a la seguridad. Durante toda una mañana, el grupo vagabundeó del este al oeste al pie de imponentes cumbres, hasta que se convenció de que, simplemente, estaba describiendo círculos. Entonces, en el preciso instante en que se disponían a protestar ante el guía, salieron a un valle que llevaba a un desfiladero básico que atravesaba el núcleo central de las montañas. Los murmullos cesaron. Y la caravana siguió arrastrándose.
El propio Dalai Lama asumía el comando de aquella heroica travesía. No aceptaba pasivamente las penurias de sus adoradores en su beneficio. Recorría a caballo el grupo, exhortando a los que lo siguieran a no desanimarse porque iban por el camino de la libertad. En los más escabrosos senderos de la montaña, se apeaba y caminaba con los demás. Se preocupaba por su madre y cuidaba de que no hiciese más esfuerzos que los que podía soportar. Cuando una densa niebla llenó los desfiladeros, oscureciendó el suelo bajo los pies y obligándolos a tantear su camino sobre abismos que daban vértigos, los alentó haciéndoles notar que aquel era un milagro divino que les habían enviado para ocultarlos a sus perseguidores. Los animaba con la seguridad de que los chinos no los atraparían.
Cuando se internaron más en los Himalayas, ordenó nuevos altos. El avance se volvía más penoso. Además, los chinos ya habían quedado demasiado atrás para constituir una verdadera amenaza y difícilmente se habrían atrevido a lanzar a paracaidistas tan lejos de la infantería de apoyo. Los khambas habían bloqueado los desfiladeros detrás de ellos. Eran lo bastante numerosos para rechazar a todo un ejército en los angostos desfiladeros. De ahí que el Dalai Lama, aunque no permitía demoras innecesarias, ordenara frecuentes altos. También consultaba a menudo a sus asesores. Estos habían partido de Lhasa con tanta rapidez que no se habían hecho preparativos para su llegada a la India. ¿Qué se les debía proponer a los indios? Se llegó a la conclusión de que lo único que ellos podían hacer a esta altura era pedir asilo como refugiados políticos, ya que su primera necesidad consistía en asegurar su evasión de los chinos. El Dalai Lama llamó a sus correos y les dijo:
–Vayan con toda la rapidez posible a Towang, en la India. Informen sobre lo sucedido. Digan que su Dios-Rey está en camino y desea la hospitalidad de la gran nación india. Díganle al comandante indio de Towang que llegaremos allí dentro de unos pocos días. Den a entender muy claramente una cosa: que no volveré al Tibet. Si la India me niega refugio, se lo pediré a sus vecinos. Pero estoy seguro de qué eso no sucederá, de que la India me recibirá. ¡Ahora, a caballo!.
Y los correos montaron a caballo. Galoparon a través de las montaras, cruzaron la frontera india, bajaron a la meseta y entraron a Towang con su mensaje. Los indios se mostraron estupefactos. Habían oído hablar de la fuga del Dalai Lama, pero no se imaginaban que venía a la India. Suponían, como los chinos, que se dirigían a Nepal, Bután o Sikkim. Pero su reacción ante la última noticia fue precisamente la vaticinada por el Dios-Rey: le concederían hospitalidad al Precioso Protector del Tíbet hasta que llegara una decisión final de Nueva Delhi.
Lo que asombraba a los soldados indios de la zona era el hecho de que una caravana tan numerosa y de avance tan difícil hubiese podido llegar tan lejos a través de las montañas más altas del mundo. Imaginémonos a doscientas personas, inclusive a la madre del Dalai Lama y varios consejeros de edad, cuando recorrían exhaustos un itinerario de trescientos kilómetros por los escabrosos senderos que llevaban del Tibet a la India. Imaginémoslos obligados a dispersarse cuando sobrevolaban la zona los aviones y obsesionados durante días por el temor de que dejaran caer en su ruta a paracaidistas enemigos en cualquier momento. Imaginémoslos exigiéndoles cada vez nuevas energías a sus doloridos cuerpos y llagados pies, subiendo trabajosamente de las llanuras a las cumbres, rodeados por las sombras de los gigantescos Himalayas. Imaginémoslos apretando las dientes, jurando que no se dejarían derrotar por las montañas o por los Chinos y avanzando con porfiada decisión durante más de dos semanas. ¡Nada tiene de extraño el asombro de los indios. ¡Se explica el pasmo del mundo cuando el relato de lo ocurrido fue trasmitido por el telégrafo a los periódicos de todos los países!.
Esta evasión fue una de las más inverosímiles de la historia. Su éxito se debió, más que nada, al propío Dalai Lama, ahora seguro de sí mismo y de lo que quería lograr. Su duda acerca de si debía estar en Lhasa o en el exilio había desaparecido por completo. Sabía que su deber para con el Tibet era lograr la libertad lo antes posible e iniciar una campaña contra los opresores, llevándolos ante el foro de la opinión mundial. Su decisión, concentrada en un solo fin, contagió a todos los miembros de su caravana. Probablemente, en ninguna otra parte de nuestro planeta pudo haber hecho un grupo un viaje tan penoso con tan pocas quejas, ya que en ninguna otra parte los habría acaudillado un dios reencarnado bajo la forma de un hombre.
Para todos los fieles lamaístas, esto fue realmente un milagro. El Dalai Lama no discutió el asunto al thablar con los periodistas indios, pero agregó, sonriendo: -Fue una tarea penosa.
El gran momento sobrevino el día en que una larga fila de tibetanos cansados pero jubilosos bajó por las pendientes meridionales de las montañas y entró a la ciudad india de Towang. Allí, al Dalai Lama le dieron la bienvenida y le asignaron una guardia de tropas indias. No se detuvo mucho tiempo en Towang, sino que siguió de prisa a Borndila, más al sur, donde lo recibió un representante personal del primer ministro Nehru, quien le aseguró que podía considerarse ahora un huésped que honraba a la India.
El alto siguiente fue Tezpur, más al sur. Tezpur está sobre el Bramaputra, una posición algo simbólica para el Dalai Lama. El Dios-Rey había cruzado el Alto Bramaputra -el Tsangpo del Tibet- no lejos de Lhasa. Ahora, volvía a alcanzar a aquel poderoso río y estaba sobre el Bajo Bramaputra. El río describía un arco largo y perezoso a través de las montañas en una ruta más directa. Ahora, volverían a encontrarse. ¿Haría alguna vez el Dalai Lama el viaje de regreso desde el Bajo hasta el Alto Bramaputra? ¿Volvería a ver algún día el Tsangpo? El Dios-Rey tenía sus dudas…
Mientras tanto, la primera tarea que lo esperaba era revelarles la verdad sobre el Tibet a las naciones libres. Dio una declaración oficial, que se llamó Declaración de Tezpur del Dalai Lama. Era una réplica a la China.
Cuando el administrador chino de Lhasa comprendió finalmente que el Dalai Lama ya estaba sin lugar a dudas en la India, no pudo seguirles ocultando la verdad a sus superiores. Lo que hizo para disimular su torpeza y también para decir algo que sabía sus superiores querían oír, fue afirmar que el Dalai Lama había sido "secuestrado por monjes reaccionarios" y llevado a la India contra su voluntad. Chou En-lai, en Pekín, recogió esta "explicación" como la adecuada. Lo dijo al mundo por radiotelefonía, mediante los periódicos y a través de conversaciones privadas con los diplomáticos, que el Dios-Rey del Tíbet quería volver a su país y ayudar a la transformación del Tibet en una nación comunista. Añadió que la China haría todo lo que estuviera a su alcance para ayudarle a recuperar su libertad.
A este tipo de propaganda, el Dalai Lama le respondió con su Declaración de Tezpur. Reveló que había abandonado el Tibet por su propia voluntad, con el propósito de desafiar a la horrible tiranía que agobiaba a su país. Hizo notar que el pueblo del Tibet le había ayudado donde podía hacerlo, desde que la caballería khamba cubriera su fuga con la Batalla de Lhasa hasta que el último guía tibetano guiara a su caravana a través del último desfiladero de los Himalayas a un lugar seguro en el mundo libre. Desmintió rotundamente la absurda acusación de que lo habían "secuestrado" o forzado. a salir del Tibet "monjes reaccionarios". En suma, calificó de embusteros a los chinos, sobre todo a Chou En-lai y advirtió al mundo libre que no debía creer en esa versión de su fuga a la libertad.
Entonces, Pekín presentó a su títere. El Panchen Lama pregonó ruidosamente que la Declaración de Tezpur no había sido escrita por el Dalai Lama, sino que era una impostura atribuida a él y redactada por los "monjes reaccionarios" que lo habían "secuestrado". La acusación era harto ridícula para que alguien la creyera del otro lado de la Cortina de Bambú. Los indios de Tezpur veían con sus propios ojos que el Dalai Lama era un hombre libre y que daba órdenes a su comitiva. ¿Secuestrado? Era absurdo pensarlo cuando se veía la veneración con que lo miraban los,monjes que huyeran con él.
Además, el Dalai Lama permitió comprender lo sucedido en el Tibet cuando volvió al principio y mostró cómo habían violado los chinos la palabra empeñada. En su Declaración de Tezpur, manifestó:
"En 1951, bajo la presión del gobierno chino, se firmó un acuerdo entre China y el Tibet. En ese acuerdo se aceptó la soberanía de China porque a los tibetanos no les quedaba otra solución”.
"Pero hasta en ese acuerdo se declaraba que el Tibet gozaría de una autonomía total. Aunque el manejo de los asuntos exteriores estaría en manos del gobierno chino, se convino en que no se entrometería en la religión tibetana ni en las costumbres y en la administración interna del Tibet”.
"En realidad, después de la ocupación del Tibet por los ejércitos chinos, el gobierno tibetano no disfrutó ya de la menor autonomía, ni aún en sus, asuntos internos, y el gobierno chino ejerció el poder total en cuanto se refería a los asuntos del Tibet."
La Declaración de Tezpur expresó lo que había querido decir el Dalai Lama. Ya no necesitaba ser tan diplomático. Sabía que ahora se había entablado una guerra a muerte entre él y Chou En-lai y asestó un vigoroso golpe en favor de sí mismo y de su país. La libertad de decir la verdad, declaró, era el favor más grande que le concedía la India. No porque el Dalai Lama pudiera decir todo lo que quisiera. Nehru le había pedido específicamente que no pronunciara discursos incendiarios en tierra india. Pero el Dalai Lama no se proponía pronunciarlos. Lo único que quería era decir la simple verdad y nadie que viviese en una democracia podía hacerle ninguna objeción a esto.
Tezpur era simplemente un punto de escala en el viaje del Dios-Rey al partir del País de los Lamas. Evidentemente, iba a ser huésped de la India durante largo tiempo y tenía que elegir algún sitio como residencia fija. El mismo pidió que lo dejaran vivir como exilado en un refugio lo más próximo posible al Tibet, ya que se proponía mantenerse en contacto con los acontecimientos que ocurrieran en su patria, El sitio perfecto le fue ofrecido por B. M. Birla, un industrial indio, quien poseía una cómoda casa de verano en Mussoorile, a buena altura de las montañas del norte y no muy lejos de la frontera tibetana. Este industrial dijo que la Casa Birla estaría a disposición del Dalai Lama durante todo el tiempo que la necesitara. El Dalai Lama le dio las gracias a su benefactor e hizo sin demora los preparativos para viajar de Tezpur a Mussoorie.
Fue en tren. La noticia de su llegada a la India y de su viaje a Mussoorie se había propagado como un reguero de pólvora entre la gente del pueblo del subcontinente indostano, sobre todo entre los budistas. Dondequiera pasaba el tren, el Dios-Rey veía a enormes multitudes junto a las vías o congregadas en las estaciones. Oía los vítores. Les veía agitar las manos y sabía que esa gente le suplicaba que no pasara sin fijarse en ellos.
Siempre que se detenía el tren, el Dalai Lama se apeaba por breves instantes para dejarse ver, impartiendo a la muchedumbre la bendición lamaísta y decir unas pocas palabras sobre los consuelos del budismo.
Al llegar a Mussoorie, subió a una limousine y lo llevaron a la Casa Birla. Allí, se instaló con su comitiva. Descubrió que le habían dado asilo en una residencia magnífica, lo bastante grande para alojar á sus servidores y consejeros más allegados, con los medios de comunicación necesarios para mantenerlo informado sobre las noticias del mundo, un jardín en que podría realizar solemnes reuniones para rezar ante las multitudes que sin duda acudirían.
Allí, en la Casa Birla, el Dalai Lama empezó a planear su estrategia futura contra los opresores de su nación y su pueblo.
LOS CHINOS
Era un género de viaje que un hombre de su edad no habría elegido en circunstancias normales. Pero aquéllas eran tan anormales que le reclamaban al primer ministro indio un esfuerzo especial, ya que su país le daba hospitalidad a un Dios-Rey exilado que pertenecía a la antigua teocracia ermitaña del Tibet.
Nehru consideraba necesario oír personalmente el relato de lo sucedido de labios del Dala¡ Lama para poder planear una política india con respecto a él, al Tíbet y a la China Roja.
El dirigente indio entró a Mussooríe y fue directamente a la Casa Birla. Cuando su automóvil y los de su séquito se detuvieron allí, el Dalai Lama salió de la mansión y bajó por la escalinata. Ambos se estrecharon la mano.
–¿Cómo está usted? – preguntó Nehru en inglés.
–Muy bien -replicó el Dala¡ Lama, en el mismo idioma.
El nuevo ocupante de la Casa Birla acompañó entonces a su visitante al interior de su residencia. Entraron a un aposento con hermoso mobiliario indio, cortinas de brocado, alfombras de Cachemira y una hermosa colección de cuadros indios y tibetanos.
–Confío en que esté cómodo aquí -dijo Nehru-. De lo contrario, haga el favor de comunicármelo y le proporcionaremos algo mejor.
–Es usted muy amable, pero estoy cómodo y no podría desear un sitio más agradable donde vivir. Le estoy muy agradecido a usted, a la familia Birla y a todo el pueblo de la India por la amabilidad con que han acogido a quien vino aquí como refugiado.
Después de haber cambiado estas cortesías, el primer ministro y el Dalai Lama iniciaron una conferencia que duró cuatro horas. Esta vez, Nehru estaba resuelto a averiguar toda la verdad sobre el Tibet. Interrogó detalladamente al Dalai Lama sobre la ocupación china, sobre el acuerdo de 1951 entre China y el Tibet, sobre las violaciones del acuerdo por Pekín, la resistencia del pueblo tibetano y la evasión del Dalai Lama. Analizaron, en particular, la estridente propaganda sobre el "secuestró" del Dalai Lama por "monjes reaccionarios", propaganda que el Dios-Rey probó fácilmente que era absurda.
Cuando Nehru salió de la Casa Birla, lo asediaron los periodistas, quienes lo interrogaron sobre lo ocurrido allí. El primer ministro de la India dijo categóricamente que las acusaciones comunistas "a todas luces, no eran así" y desafió a los chinos a venir a Mussoorie y a comprobar en persona que el Dalai Lama era un hombre libre.
Refiriéndose a la obediente observación del títere Panchen Lama de que el Dios-Rey era retenido en la India contra su voluntad, Nehru declaró:
–Lo que dice el Panchen Lama no le hace justicia a la India ni a China ni al propio Panchen Lama.
Evidentemente, el dirigente indio estaba disgustado e inquieto por lo que le dijera el Dalai. Más tarde, al hablar ante el parlamento en Nueva Delhi, Nehru repitió que el Dalai Lama habia venido a la India por su propia voluntad y le permitiría que se quedara en Mussoorie todo el tiempo que quisiera. Agregó que confiaba en que llegaría la hora en que el soberano del Tibet podría volver a Lhasa.
En realidad, Nehru se mostraba todo lo diplomático que le era posible. No quería tener dificultades con China y hasta pasó por alto la acusación de Pekín de que la India -o sea Nehru- conspiraba para difundir una versión falsa sobre la fuga del Dalai Lama. El mundo comunista atacó en forma salvaje a la India y a todos los que defendían el derecho de los indios a ofrecerle asilo al encumbrado fugitivo del País de los Lamas.
Cada vez más, Nehru comprobó que las circunstancias lo empujaban a tomar posiciones contra China. Nehru no es uno de esos hombres que se irritan ante los insultos personales, pero seguían llegando informaciones sobre atrocidades al norte de los Himalayas. Los refugiados tibetanos traían terribles historias de masacres. El pueblo indio se volvía cada vez más antichino y la prensa india comenzaba a reclamar una actitud firme frente a los Chinos, quienes sólo parecían comprender la fuerza. Mao Tse-tung era ya para los indios un tirano horrible, y Chou En-Lai, un monstruoso hipócrita.
La crisis en las relaciones de la India con China se produjo cuando los chinos dejaron de limitar su agresión al Tibet. Sus tropas, al esparcirse en avalancha sobre el Tibet meridional y al perseguir a rebeldes tibetanos a través de los Himalayas, penetraron en suelo indio. Allí, en un violento incidente, le tendieron una emboscada a una patrulla india, mataron a varios de sus hombres y ocuparon la zona. Esto causó furor en la India. Nehru exigió que los chinos salieran de territorio indio. En respuesta, Chou En-lai exhibió algunos antiguos mapas y declaró que la región disputada le pertenecía al Tibet. Como el Tibet le pertenecía a China, dijo; la deducción lógica era que las tropas chinas no habían abandonado territorios chino. Se negó a ordenar que se retirasen.
Como si esto no bastara, los chinos se embarcaron entonces en una política de agresión en todo el sudeste del Asia. Les formularon exigencias a los estados linderos con los Himalayas y cuando esas exigencias fueron rechazadas, le hicieron probar a Nepal la misma agresión que a la India. Un contingente chino acechó a una patrulla del Nepal, mató a su oficial antes de que los nativos supiesen que había allí enemigos, capturó a los soldados y se quedó en territorio de Nepal aún después de haberle devuelto sus cautivos al gobierno de Katmandu. Entre otras pretensiones, los chinos exigían ahora todo el monte Everest, la montaña más alta del mundo, que se había considerado siempre perteneciente al Nepal desde sus estribaciones meridionales hasta la cumbre, perteneciendo el flanco norte al Tibet.
En otros términos, Chou En-la¡ se apoderaba con arrogancia del territorio que circundaba al Tíbet, penetrando primeramente con sus fuerzas y declarando luego que tenían derecho a estar donde estaban y que se quedarian allí.
Él salvaje desafío de China a la India y a los estados linderos de los Himalayas era un resultado directo de los sucesos del Tíbet, El éxito obtenido por el Dalai Lama en su fuga había liberado a los tibetanos de su temor de lo que le sucedería si ellos llegaban demasiado lejos al oponerse a la ocupación comunista. Pronto, en todo el Tibet el estado de cosas normal fueron los combates esporádicos y cuando los tibetanos lograban coordinar sus esfuerzos en una rebelión única, sobrevenía una gran batalla. Era una guerra, real y continua. La paz no llegaría hasta que sucediera una de estas dos cosas: o bien que los chinos aplastasen totalmente a sus víctimas o bien que los tibetanos hicieran que el Tibet fuese un país demasiado convulsionado para estos.
Mao Tse-tung estaba seguro de que podría vencer. Mandó a otro ejército al Tibet, diciéndoles a sus comandantes que iban allá para librar una guerra y ordenándoles que "pacificaran el país usando cualquier clase de métodos”. Les ordenó que clausuraran las fronteras del Tibet, para que no llegara al mundo libre ninguna información sobre sus crímenes. Les ordenó que persiguieran a los tibetanos a cualquier territorio donde pudieran hallar asilo, sea que le perteneciera evidentemente al Tíbet o no. Así fue como los soldados indios y del Nepal cayeron en emboscadas tendidas cuando patrullaban zonas que sabían suyas. Por eso, los demás países limítrofes con el Tíbet comenzaron a temer a los chinos, ya que en cualquier momento podía llegarles el turno de ingerir una dosis de agresión.
El plan de Mao Tse-tung no le sirvió a su propósito. El Tibet es simplemente demasiado grande para ser clausurado. Ninguna potencia podría custodiar todos los desfiladeros de los montañas. Los refugiados tibetanos seguían huyendo de su país, trayéndole al mundo horripilantes relatos sobre la esclavitud, los trabajos forzados, las torturas y las masacres reinantes allí.
Los chinos adoptaban deliberadamente la política del terror, confiando en intimidar así a los tibetanos. Uno de los peores ejemplos del terror chino tuvo lugar en el desfiladero de Charka, en los Himalayas, cerca de Nepal. Una multitud de tibetanos desesperados, no pudiendo soportar por más tiempo el terror chino, procuró obtener la libertad, confió en que podría imitar al Dalai Lama y entrar al Nepal antes de que los chinos advirtieran su intención.
No tuvieron tanta suerte como su Dios-Rey. Los paracaidistas chinos, lanzados sobre su ruta, cerraron el desfiladero de Charka en el extremo que daba al Nepal. Los infantes chinos que perseguían a los tibetanos los empujaron al desfiladero. Luego, lo rodearon con sus ametralladoras y abrieron el fuego. Uno de los sobrevivientes narró la terrible escena, describiendo la muerte en masa de los fugitivos -hombres, mujeres y niños- cuando se arremolinaban no sabiendo adonde huir. Cuando los chinos hubieron disparado bastante, cargaron sobre ellos con sus bayonetas y mataron a todos los que respiraban aún. Necesitaron un día íntegro para asesinar a tres mil tibetanos en la Masacre del Desfiladero de Charka.
Matar en gran número a la gente sometida se convirtió en un hábito de los chinos. Cuando más de mil monjes, encarcelados en un campo de concentración, se negaron a trabajar como esclavos en las carreteras e hicieron huelga de hambre, el comandante del campo solucionó el problema con mucha sencillez: les quitó totalmente el alimento y los hizo morir de hambre. Fueron sepultados en una gran fosa común.
Los sufrimientos del Tibet se volvieron tan insoportables que el resto del mundo no pudo seguirlos pasando por alto. China era la única nación que cometía esos actos de barbarie y los dirigentes de Pekín fueron condenados en las Naciones Unidas y en todas partes. De la Comisión Internacional de juristas de Ginebra, Suiza, llegó una acusación lapidaria. El caso del Tibet fue planteado ante esos abogados y después de haber examinado a fondo miles de documentos y de haber escuchado a muchos testigos, emitieron un informe cuya lectura resulta horripilante.
Ese informe habla de torturas y asesinatos en gran escala. Revela que diez mil niños tibetanos fueron llevados a China para ser adoctrinados, sin que sus padres tuvieran la menor idea de si volverían a verlos nunca. El informe condena a los chinos por masacres que equivalen al genocidio, o sea la tentativa de exterminar a todo un pueblo.
Al mundo exterior no le era posible hacer mucho para que cesaran esos horrores. Pero los tibetanos podían hacer algo. Podían devolver los golpes y lo hicieron. Los khambas proseguían la lucha. Lo mismo hacían los monjes y los campesinos, impulsados a la rebelión por el tormento de su país. El heroísmo de todos ellos aparece en este informe en las palabras de un tibetano que llegó a Nepal y quien proyectaba volver al Tibet si podía obtener las armas y las municiones que viniera a buscar. "Un total de veintiséis miembros de mi familia ha muerto combatiendo contra los chinos, pero nos proponemos seguir luchando, Lo único que pedimos son los medios para hacerlo. Que nos den armas y no nos rendiremos jamás".
Esto, resume el espíritu del Tíbet. A pesar de la vigilancia china, las armas llegaron allí, cruzando de contrabando la frontera de noche y atravesando las líneas chinas hasta llegar a manos de los luchadores. La vida se hizo más peligrosa aún para los chinos. A los soldados de ocupación que patrullaban las calles los mataban a tiros sin aviso previo. Asesinaban a sus oficiales. Ningún grupo chino, salvo que fueran toda una expedición militar, pasaban la noche a campo abierto o en las montañas. Los khambas aislaban y mataban a demasiados de ellos. Los camiones de abastecimientos, aún los poderosamente armados, cruzaban a toda velocidad las zonas desoladas del Tibet, porque los conductores nunca podían prever si no recibirían una descarga de los tiradores tibetanos al acecho. Los nativos pagaban el terror con el terror, pero la diferencia era que su campaña no se dirigía contra la población civil de un país ocupado, sino contra un ejército de invasores. No mataban a las mujeres y a los niños chinos. Sólo mataban, a soldados chinos.
El caos creció cada vez más en el Tibet. Miles de tibetanos huían de sus hogares. Muchos escapaban a los estados vecinos. Otros se quedaban en el territorio de su patria, ocultándose en las cavernas de los Himalayas o los Karakorums. Centenares de jóvenes se marchaban a la meseta de Chang Tang y se unían a los proscritos, quienes recibían a tantos reclutas que formaban pequeños ejércitos, capaces de plantarse a pie firme y luchar, en vez de verse forzados por la superioridad del número a descargar un golpe y huir. Su tradicional sistema de inteligencia en las ciudades y pueblos estaba al tanto de las expediciones chinas que ocurrían sobre el Chang Tang, informaba sobre su poderío y les permitía decidir a los dirigentes cuándo y dónde debían asestar el golpe.
En otras ocasiones, los proscritos bajaban de sus escondites para lanzar rápidos ataques contra las posiciones chinas. En cierta ocasión, al enterarse por sus espías de que un batallón había recibido el encargo de patrullar parte del Chang Tang, los tibetanos decidieron no esperar. Irrumpieron violentamente en el campamento chino de noche, mataron a todos los soldados y capturaron a un emisario, a quien dejaron con vida porque querían encomendarle una misión.
Bromearon con él, le dieron de comer, lo pasearon alrededor de los humeantes escombros del campamento y luego lo dejaron en libertad con una carta. dirigida al administrados chino de Lhasa. La carta expresaba: "Distinguido Sr.: Le devolvemos a este espléndido militar. Admiramos tanto a sus camaradas que le hemos regalado tierra tibetana para que se queden permanentemente en ella. Cada cual tiene todo lo que necesita: sesenta centímetros del suelo de la meseta de Chang Tang."
Esta lúgubre broma no divirtió al jefe chino del Tibet. Les ordenó a sus soldados qué se mostraran más despiadados, lo cual, a su vez, hizo más despiadados a los luchadores tibetanos. A los chinos se les puede acusar de haber implantado el reino del terror, pero en realidad su gobierno fue algo mucho peor. Fue una tentativa sistemática de aplastar la vida de los tibetanos, de desarraigar sus tradiciones, de estrangular su religión: en suma, de aniquilar la cultura que construyeran durante siglos.
Desde Mussoorie, el Dalai Lama seguía los acontecimientos que se desarrollaban en el Techo del Mundo. Comenzó a hablar con más energía del martirio del Tibét.
El 20 de junio de 1959, leyó ante una conferencia de prensa su histórica Declaración de Mussoorie, que empezaba con las siguientes palabras:
"Desde mi llegada a la India, he estado recibiendo casi a diario tristes y afligentes noticias sobre los sufrimientos de mi pueblo y el trato inhumano de que es objeto. Me he enterado casi todos los días, con el corazón oprimido, de su creciente tormento y aflicción, su hostigamiento y persecución y la terrible deportación y fusilamiento de hombres inocentes. Esto me ha hecho comprender qué ha llegado evidentemente la hora en que, en interés de mi pueblo y de mi religión, y para salvarlos del peligro de una casi total aniquilación, no debo seguir guardando silencio por más tiempo. Debo decirle al mundo, con franqueza y claridad, la verdad sobre el Tibet y apelar a la conciencia de todas las naciones civilizadas y amantes de la paz".
El Dios-Rey seguía describiendo su conducta de antaño y cómo había tratado de llegar a un acuerdo con los chinos. Hacía notar la frecuencia con que volviera a Lhasa, en vez de quedarse en el exilio, porque confiaba en que Pekín cambiaría de actitud y sería menos brutal. Seguía paso a paso la traición de los chinos, mostrando cómo estos lo adormecían con falsas promesas, para violarlas con despiadado cinismo cuando ello les convenía. Manifestó claramente que sólo había abandonado el Tibet cuando la insultante conducta de los chinos para con él en persona, le demostró que no le dejarían impedir la total dominación del país.
El Dalai Lama subrayó un punto importante en su Declaración de Mussoorie. Dijo que no se había opuesto a ciertas mejoras traídas por los chinos y que estaba dispuesto a ayudarles al principio:
"Quiero recalcar que yo. Y mí gobierno nunca nos hemos opuesto a las reformas que son necesarias en los sistemas social, economico y politico prevalecientes en el Tibet. No deseamos disimular el hecho de que nuestra sociedad es antigua y que debemos introducir cambios inmediato en interés del pueblo tibetano."
Pero hasta ese deseo del Dalai Lama fue frustrado por los invasores chinos. No les interesaba apuntalar el sistema tibetano con mejoras. Su finalidad era destruirlo y transformarlo en un cúmulo de ruinas con las cuales se pudiera crear otro "nuevo", su propio sistema.
Lo que trajeron en realidad los chinos al Tibet no fueron ideas modernas sobre la higiene o la construcción, sino más bien, como lo expresa el Dalai Lama, "los trabajos forzados y los impuestos compulsivos, la persecución sistemática del pueblo, el pillaje y a confiscación de las propiedades que les pertenecian a los individuos y a los monasterios y la ejecución de ciertos hombres destacados del Tibet. Tales son las gloriosas realizaciones del gobierno chino en Tibet."
El Dalai Lama reclamaba una solución pacífica del problema chino-tibetano. Ofrecía someterle el problema a una comisión internacional imparcial. Les pedía á las naciones pacíficas del mundo que no abandonaran a su pequeño y pacífico país en la hora de su tormento a manos de unos agresores sin conciencia.
Concluía con un saludo a los periodistas presentes en su conferencia de prensa:
"Con ustedes, caballeros de, la prensa, yo y mi pueblo tenemos contraída una gran deuda de gratitud por todo lo que han hecho para ayudarnos en nuestra lucha por la supervivencia y la libertad. Su solidaridad y su apoyo nos han dado valor y fortalecido nuestra decisión. Confío plenamente en que ustedes seguirán haciendo pesar su influencia en la causa de la paz y la libertad por la cual lucha hoy el pueblo del Tibet."
El Dalai Lama no se equivocó al depositar su confianza en la prensa. Los periódicos, la radiotelefonía y la televisión de todo el mundo difundieron sus palabras. Enviaron corresponsales a Mussoorie y éstos escribieron resmas enteras de papel sobre él y su país. Durante días y semanas, el Dalai Lama habló repetidas veces, revelando los sucesos del Tibet a medida que llegaban a sus conocimiento. Todo esto era trasmitido fielmente por el mundo. El Tibet nunca había suscitado tanto interés.
Pero el Dalai Lama tenía que pensar en otras cosas, no en desafiar a los chinos. Tenía que radicarse en la Casa Birla y decidir qué haría durante sus horas libres. Retomó su estudio del inglés desde el punto en que lo abandonara con Heinrich Harrer. Comenzó a leer mucha literatura e historia de Occidente y trató de comprender el significado de la democracia política. Escuchó grabaciones de música de Occidente, trató de seguir las últimas manifestaciones de su arte y se interesó por su ciencia. Mientras estaba en Norbu Linga, en Lhasa, se había dedicado mucho a la jardinería. Ahora, volvió a consagrarse a esa afición en la Casa Birla.
Reservaba todos los miércoles para una aparición en público. En esa oportunidad, llegaba a la Casa Birla gente de todos los confines de la tierra. A veces, el Dalai Lama se limitaba a aparecer, sonreía y agitaba la mano, recibía regalos y otras ofrendas e impartía su sagrada bendición. En otras ocasiones predicaba un sermón, sobre todo en las festividades budistas, o cuando un grupo especial de peregrinos budistas había llegado para verlo. A veces, formulaba importantes declaraciones políticas, realizaba conferencias de prensa, concedía reportajes.
En cierta oportunidad, cuando le preguntaron sus planes para el futuro, explicó sus esperanzas y temores.
–La gran interrogante no es mi futuro, sino el del Tíbet -dijo-. Lo que le suceda a mi país; lo que le suceda a mi pueblo… determinará lo que me sucederá a mí. Desde luego, quiero que los agresores se vayan. En ese caso, yo volvería a Lhasa de inmediato. Pero ese acontecimiento parece lejano. Sólo puedo esperar un milagro divino. Como los milagros suceden, no desespero al pensar en el futuro. Como soy realista, estoy instalado aquí, en la Casa Birla y dispuesto a pasar meses, quizás años, en mi exilio. ¿Cuál es mi futuro? Mi futuro consiste en esperar.
El Dalai Lama se calificaba a sí mismo de "realista" porque sabía que los chinos no tenía intendones de relajar su dominio del Tibet. Sus tentáculos trataban de ahogar al País de los Lamas y sólo un soñador podía imaginar que Mao Tse-tung se humanizara lo suficiente para poner término a las atrocidades. En realidad, el caudillo se enfurecía cada vez más cuando el Dalai Lama lo seguía desafiando desde el exilio de Mussoorie y las órdenes de Pekín al administrador chino en Lhasa exigían una creciente severidad. La situación tibetana era harto embarazosa para que se dejara que continuase así. Ahora, el mundo entero estaba enterado de la persecución a ese pequeño país. Se le debía poner término en la única forma satisfactoria para Mao Tse-tung y Chou En-lai: destruyendo la fuerza y el espíritu de los tibetanos. Los chinos debían poder mostrarle al mundo que él Tibet estaba "pacificado" bajo la férula comunista.
Por desgracia para los chinos, esto no se podía conseguir. La resistencia tibetana continuaba, a pesar de todo. Los monjes, obligados a abandonar sus monasterios, se dispersaban entre la población; y aunque a muchos los capturaban, muchos otros permanecían en libertad y azuzaban a la rebelión. Los jóvenes seguían abandonando sus hogares para plegarse a los guerrilleros de los Himalayas o a los proscritos de la meseta de Chañg Tang. Los jinetes khambas seguían cabalgando de noche, atacando los puestos avanzados chinos, aislando a sus patrullas, tiroteando a los convoyes de abastecimientos.
Tal es la situación actual del Tíbet. De ese país, siguen llegando terribles informaciones sobre atrocidades. Pero también llegan noticias sobre el heroísmo tibetano. Los chinos están inquietos. Los soldados juegan nerviosamente con sus fusiles cuando oyen gruñir en las tinieblas a un sabueso tibetano. Se sobresaltan en sus tiendas de campaña al oír el grito de guerra khamba. Maldicen al general Muerte y a sus huestes. Miran cautelosamente a su alrededor cuando salen de las ciudades y, abandonan los campos y las montañas con toda la rapidez posible. No les gusta hacer vida de soldados en el Tibet.
Los funcionarios chinos apenas están mejor. Los hostigan sus jefes de Pekín. Tratan desesperadamente de ahogar la resistencia, pero cuando aplastan a una banda de conspiradores tibetanos, se levanta una docena de bandas contra ellos. Han ejecutado a innumerables hombres del Mimang y con todo eso la organización clandestina sobrevive, realizando sus reuniones ocultas, trazando su estrategia, publicando periódicos ilegales, enviando correos al Dalap Lama al otro lado de los Himalayas, a Mussoorie. En los campos de concentración han desaparecido docenas de jefes tibetanos, pero nuevas docenas están ocultas entre el pueblo de Lhasa.
La ocupación china del Tíbet es un hecho. La resistencia tibetana a la ocupación es un hecho. Sólo el tiempo dirá cuál. de ambos durará más.
Mientras tanto, el Dios-Rey del Tibet, su reencarnación de Chenrezi, vive a salvo en el exilio en la Casa Birla, en Mussoorie. Con los ojos fijos en el norte de los Himalayas, el Dalai Lama observa… y espera.
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02/05/2008
LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/